—¿Por qué? —preguntó Epstein—. Siempre hemos de volver a ese interrogante. Existen demasiadas contradicciones y ambigüedades. Tenemos que enterarnos de más cosas.
Stanford suspiró y asintió cansadamente. El sol del Caribe le hirió los ojos. Miró hacia atrás, a Santo Tomás y la blanca estela de espuma que dejaba el barco, sintiendo que la cubierta oscilaba bajo sus pies y oyendo el sordo zumbido del motor.
—No he concluido todavía —siguió—. Lo de Goldman es sólo el principio. Tengo en Washington un antiguo amigo que perteneció a la CIA y ha prometido hablar conmigo.
—¿Perteneció? ¿Ya no está, pues, en la CIA?
—Debes bromear —repuso Stanford—. No. Hace diez años que lo dejó… Pero tenía un cargo de cierta importancia.
—Quiero saber más cosas sobre Ruppelt. Quiero enterarme de lo que le ocurrió. Deseo saber lo que el grupo Robertson dijo realmente a puertas cerradas y quiénes formaban parte de él: creo que esto es muy importante. Me gustaría saber quiénes eran y sus datos concretos. Estábamos equivocados acerca de las Fuerzas Aéreas: durante veinte años hemos vivido engañados. Las Fuerzas Aéreas, la CIA y el Pentágono han estado comprometidos en el asunto, pero manteniéndolo en el mayor secreto, y quiero saber por qué.
—Mi amigo estaba metido en ello —repuso Stanford—. Me lo ha asegurado. Me ha dicho que sucedieron cosas muy extrañas que carecían de sentido para él y que desea contárnoslas. Él proseguirá donde Goldman se interrumpió. Iré a verlo en cuanto regresemos y te entregaré una cinta grabada con nuestra conversación.
Stanford paseó su mirada por el transbordador. No había muchos pasajeros a bordo. Distinguió a una muchacha holandesa de rubios cabellos y piel bronceada, a un par de obreros de color discutiendo enérgicamente con una criolla francesa, a algunos americanos de vacaciones que saludaban con las manos y tomaban fotos, y a una negra africana que vendía mangos y piñas. Todos quedaban enmarcados por un mar muy tranquilo, de azul resplandeciente, deslizándose por los cayos e islotes de las islas Vírgenes americanas. Atrás quedaban las onduladas colinas de un azul grisáceo y con manchas verdes. En el claro cielo se veían algunas nubes.
—Esto es muy hermoso —dijo Stanford.
—¿Qué opinas de Santo Tomás?
—Que se parece a la calle Cuarenta y dos —repuso Stanford.
—Creí que ya lo sabías.
Stanford parpadeó por causa del sol.
—¿Es ése el hotel? —preguntó.
Señalaba hacia un extenso complejo blanco que dominaba un islote.
—Sí —repuso Epstein.
Stanford dio la vuelta y se apoyó en la batayola metálica, dejando que los vientos alisios procedentes del Noreste le secasen el sudor de la frente. Su mirada tropezó con la mujer de color. Vendía fruta, que llevaba en un cesto de mimbre. Vestía blusa blanca y falda sobre la que llevaba un delantal de vivo colorido, y un turbante anaranjado brillante le recogía los cabellos. Stanford se fijó en ella con insistencia hasta que la mujer le descubrió observándola y le devolvió la sonrisa. Tenía ojos castaños de mirada muy viva y cierta inocente sensualidad que, inmediatamente, le hizo recordar a la muchacha que viera en el porche del rancho de Galveston. Se acordaba muchísimo de aquella joven y no podía comprender la razón. Pensaba en ella noche y día, y aquel pensamiento le estaba obsesionando.
—¿Te acuerdas de Galveston? —preguntó Stanford.
—¿Acaso crees que podré olvidarlo? —repuso Epstein.
—Estoy pensando volver allí. Me gustaría hablar con aquella gente.
—Ya ha pasado un año —comentó Epstein.
—Sí, un año.
—Ha transcurrido mucho tiempo. No les harías ningún bien.
—¿Por qué dices eso?
—Entonces no quisieron hablar. El viejo estaba loco y la muchacha era imbécil. No creo que hablasen ahora…
—No me importa —repuso Stanford—. De todos modos quiero intentarlo. Deseo conocer qué experiencia tuvieron, y esta vez les obligaré a relatármela.
—Todavía puede estar allí el Ejército.
—No lo creo.
—De acuerdo —dijo Epstein—. Como quieras. Tiempo es lo único que tenemos.
Epstein se encogió de hombros y miró en torno. Tenía los cabellos despeinados por la brisa, llevaba la chaqueta colgando del brazo izquierdo y aflojada la sucia corbata. Durante aquel año había envejecido muchísimo, estaba sumamente delgado y tosía más que nunca. Destacaban extraordinariamente las arrugas de su rostro, y sus movimientos eran lentos y fatigados. Stanford advertía el cambio, que comenzó con la muerte de Irving. El doctor Epstein mostraba ahora su auténtica edad y se empequeñecía por momentos.
También Stanford había cambiado. Se mostraba más en tensión, menos bullicioso, y obraba impulsado por fuerzas que le resultaban incomprensibles, estimulado por misterios y enigmas. Recordaba constantemente las llanuras, las luces que vieran en el cielo, el polvo, el viento, el ganado descuartizado y a la muchacha tal como la descubriera en el porche. No lograba comprenderlo: era algo que excedía lo sexual. Hacía un año que pensaba en la muchacha y ella ya parecía formar parte de su ser. Era algo irreal. Sentía como si ella le estuviera llamando. Estaba perdiendo el sentido del tiempo y el contacto con la realidad, y solía sentirse como si estuviera atrapado en un presente congelado, todavía cegado por nubes de polvo.
La vida era una ilusión. Cada vez estaba más seguro de ello. Había perseguido demasiado tiempo lo invisible y ahora pagaba las consecuencias. Nada parecía ya normal, nada presente ni inmediato: su única realidad era una noche de viento y polvo con extrañas luces y figuras enmascaradas. ¿Qué significaba todo aquello? ¿Por qué se encontraba tan esclavizado? Stanford miró en torno por el transbordador y vio los rostros blancos y negros, el mar azul y los cayos e islotes que ardían bajo un sol casi blanco. Se sentía sofocado y febril, como si se estuviera deshaciendo lentamente allí mismo. Fue hacia la proa del barco, que se acercaba a la islita.
—Es un gran hotel —dijo.
—Está lleno de gente que pasa aquí sus vacaciones.
—Parece un castillo morisco.
—La influencia de Hollywood —repuso Epstein.
El transbordador se aproximaba al islote, enfilando directamente las rocas; luego viró hacia un embarcadero de madera y atracó. Un tripulante saltó del buque y empezó a amarrar los cabos. Stanford vio una suave colina y las paredes del hotel. Éstas estaban encaladas, irradiaban blancura y se veían interrumpidas a trechos por arcos de herradura, que se levantaban en hileras sobre una piscina engalanada con flores llenas de color. Era un edificio de una sola planta que se extendía sobre el repecho superior, dominando con serena grandiosidad la isla rocosa y blanqueada por el sol. El transbordador golpeaba contra el embarcadero. Los miembros de la tripulación tendieron la pasarela y Stanford vio que en el muelle había un autobús, varios coches y algunas personas paseando entre el polvo y examinando a los pasajeros que estaban desembarcando.
—¿Es aquí? —preguntó Stanford.
—Sí —repuso Epstein—. Es ese hombre que viste pantalones cortos y camisa deportiva.
—Todos van iguales —comentó Stanford.
Epstein asintió y sonrió. Vio cómo desembarcaban los pasajeros, aguardó hasta que el último hubo descendido del transbordador y luego siguió su ejemplo. Caminaba lenta y cautelosamente, como si estuviera inseguro de sus pasos, mirando al otro lado de la pasarela las aguas que se agitaban y formaban estelas. Stanford le seguía, mirando vagamente en torno las aguas azules y cristalinas, las verdes islas y el claro cielo. Llegó hasta el embarcadero de madera siguiendo a su amigo, y un hombre de reducida estatura que llevaba camisa deportiva y pantalones cortos se adelantó a su encuentro.
—Hace mucho que no te veía —dijo a Epstein—. Pareces muy cansado.
El hombre era bajito y muy grueso, llevaba la camisa suelta, sus blancos cabellos flotaban sobre unos ojos verdes y brillantes, estaba bronceado y tenía aspecto bondadoso. Estrechó la mano de Epstein, cambiaron algunas bromas y luego Epstein se volvió para presentarle a Stanford, que también le estrechó la mano.
—Robert Stanford —dijo Epstein—. Yo le llamo Stanford, simplemente. El nombre tiene cierta sencilla elegancia que creo le va muy bien.
—Es usted joven.
—¿Le sorprende? —preguntó Stanford.
—No —dijo el hombre con una sonrisa—. Sencillamente, no lo esperaba.
Hizo un ademán ambiguo.
—¿Qué le parece esto? —preguntó.
—Un lugar muy apropiado para pasar las vacaciones —observó Stanford.
—Eso es lo que yo pensaba —comentó el hombre.
Epstein miró al hotel.
—¿Hemos de ir andando? —preguntó.
—No —respondió su amigo señalando un polvoriento Volkswagen—. Pensé que quedaba un poco lejos y traje mi propio medio de transporte.
Los otros pasajeros subían al pequeño autobús del hotel, que estaba aparcado inmediatamente detrás del Volkswagen. El coche y el autobús se encontraban en un trecho de terreno llano que dominaba el mar radiante y azul. Detrás del autobús y al otro lado de la amplia extensión de claras y azules aguas, se veía Santo Tomás y su capital, Charlotte Amalie.
—Vengo aquí cada año —explicó el profesor Gerhardt—, porque aquí no hay nada que hacer y eso me conviene… Por lo menos así sucedía hasta este año.
Abrió la portezuela del Volkswagen y abatió el respaldo del asiento delantero. Stanford se acomodó en la parte posterior, poniéndose su maletín sobre las rodillas, y se quedó encogido en el angosto recinto, sintiéndose terriblemente incómodo. Gerhardt se puso al volante, y Epstein se sentó a su lado y cerró la portezuela. El motor gruñó, el coche se puso en marcha e inició el ascenso por la escarpada colina. La carretera se retorcía como una serpiente por el islote, subiendo hacia el hotel y pasando junto a cocoteros, árboles divi-divi y trechos de césped requemados y agitados por el viento. Stanford miraba por la ventanilla. El mar se extendía hasta perderse de vista. Veía los cayos y los islotes diseminados, el mar azul reflejando los rayos del sol y las lanchas motoras manejando entre arrecifes coralíneos mientras los helicópteros volaban sobre ellos. Por fin el coche llegó al hotel, profiriendo ruidosos estertores antes de quedar en silencio y detenerse entre las cegadoras paredes blancas y los altos arcos de herradura.
—¡Hogar, dulce hogar! —exclamó Gerhardt.
Abrió la portezuela y se apeó, empujó el respaldo del asiento para que descendiera Stanford, y éste, abriéndose paso con su maletín, se encontró en el patio con una gran sensación de alivio. Epstein salió por el otro lado, se estiró y miró en torno, moviendo levemente la cabeza en señal de aprobación y sonriendo después a Stanford.
—La única ventaja que tiene este trabajo —dijo— es que uno se acostumbra a viajar.
—Hace un calor sofocante —comentó Stanford.
—Pronto refrescará —pronosticó Gerhardt—. El sol desaparecerá dentro de media hora y entonces os sentiréis muchísimo mejor.
—Será preferible que nos presentemos en el hotel —dijo Epstein.
—Ya os he inscrito. Lo hice en cuanto recibí vuestro cable. Ahora ¿queréis ir a vuestras habitaciones a descansar o preferís que charlemos?
—Me gustaría tomar algo —dijo Stanford.
—Será mejor que hablemos ahora —propuso Epstein—. Pensamos marcharnos mañana, de modo que iremos al bar.
—¿Habéis comido?
—No.
—Entonces, vamos a comer —decidió Gerhardt—. Mientras tanto os contaré toda la historia y luego podréis acostaros.
Dejaron sus equipajes en recepción, sintiendo el aire producido por los ventiladores, y salieron después a un patio empedrado que llevaba a los jardines. Gerhardt les guió por unos escalones, cruzaron un patio fresco y cubierto y, por fin, llegaron al restaurante al aire libre que dominaba el mar. Parecía una gran terraza, y de sus blancas paredes, llenas de flores, pendían faroles que difundían luces rojas, verdes y azules, apenas visibles bajo la luz del sol que caía sobre la pared. Gerhardt se sentó ante una mesa situada en un rincón, y Stanford miró abajo y vio la tierra calcinada que descendía con suavidad hacia una gran piscina llena de gente, junto a la que había un pequeño bar. Muchachas en bikini sorbían bebidas con pajitas. Tras aquellas distantes y confusas figuras se veían el mar y el sol poniente.
—Aparte del pescado —dijo Gerhardt—, no puedo recomendar el menú. La mayor parte de los alimentos llegan enlatados al Caribe, pero tanto la fruta como el pescado son frescos.
—Yo quiero langosta —dijo Epstein.
—Prefiero langostinos —decidió Stanford—. Comenzaré con una gran dosis de Coca-Cola y ron para sentirme como en mi casa.
Pasaron un rato repasando el menú, disfrutando brevemente de su papel de turistas. Gerhardt encargó los platos, y Epstein y él estuvieron recordando los viejos tiempos, hasta que les sirvieron. Stanford observaba detenidamente a Gerhardt; le gustaba mucho aquel hombre. Tenía gran sentido del humor y era espontáneo y vivaz pero, bajo esa espontaneidad, latía una tensión que se adivinaba intensamente reprimida. Charlaba de otros tiempos con Epstein, les habló a ambos del Caribe sin mencionar lo que les había llevado allí hasta que hubieron concluido de comer. Por entonces ya se ponía el sol, el mar parecía lava flotante y los islotes que manchaban las aguas enrojecidas proyectaban sombras ondulantes y profundas. Gerhardt se echó hacia atrás en su silla y la luz amarilla de un farol se proyectó en sus ojos. Bebió un trago de vino, miró incómodo en torno y luego directamente a Epstein.
—Como sabes, sigo trabajando en NORAD —comenzó—, en el complejo de la montaña Cheyenne. Durante el pasado año las cosas han ido mal: los ordenadores se han estropeado, han desaparecido fichas de datos, y los impresos que se reciben de nuestra red mundial de estaciones de radar han llegado de modo desordenado o no se han recibido. Y, lo que aún es peor, tenemos unos cuantos satélites espías cuya única finalidad consiste en fotografiar el laboratorio ruso de Semipalatinsk, donde creemos que se están creando armas nucleares extraordinarias. ¿Y qué sucede? Que los malditos satélites han empezado a funcionar mal inexplicablemente. No sabemos qué sucede, no conseguimos detectarlo. Hemos comprobado el complejo de arriba abajo y no podemos descubrir ni un fallo.
»Pues bien; me encuentro en dificultades. Se me considera responsable de la recepción de datos. Todas las miradas apuntan sospechosamente hacia mí y se me empiezan a crispar los nervios… Yo tendría que saber cuál es la causa de esto —es mi especialidad, mi responsabilidad— pero sigo sentado en el centro de operaciones mordiéndome las uñas sin poder hacer nada. No tengo ni una maldita pista ni puedo descubrir el menor indicio: estoy vigilado por la CIA y ya no gozo de ninguna confianza.
—Y todo eso ¿comenzó hace un año?
—Eso es, Epstein; hace un año.
—¿Habéis contratado a algún empleado en especial desde entonces?
—No, a ninguno. Todo el personal es antiguo.
—De acuerdo; continúa.
—Bien. Ahora fíjate en esto. Durante los últimos tres meses, todo me ha ido cayendo encima: tengo los nervios destrozados, me paso muchas noches en blanco, sudando, y tratando de solucionar mis problemas, lo que cada vez me angustia más. De pronto, recibo una llamada telefónica de un tal James Whitmore, que me dice que trabaja para ACASS, que se han enterado de que estoy pasando una mala época y que desean que trabaje para ellos en Europa con un sueldo elevadísimo. Le digo que me exponga todo eso por escrito. Responde que no puede hacerlo, que será mejor que nos reunamos en un hotel para tomar unas copas y charlar. Le respondo que no me interesa y se pone muy pesado. Me enfado y le envío a paseo, pero eso provoca su risa. Me dice que las cosas no mejorarán, que la situación seguirá empeorando en NORAD. Luego añade que, antes o después, conseguirá lo que se propone, se ríe nuevamente y cuelga el teléfono.
Gerhardt se sirvió más vino, cogió el vaso, volvió a dejarlo en la mesa, suspiró y miró sobre el muro los postreros rayos de sol.
—Aquella llamada comenzó a preocuparme —admitió—. Me pareció una extraña manera de ponerse en contacto con un científico y también me sorprendió que ACASS, una firma comercial con sede en Europa, pudiera estar al corriente de los problemas que tenemos en instalaciones de tan alto secreto. De modo que llamé a ACASS preguntando por su jefe de personal. Me dijo que nunca había oído hablar de mí, que no habían pensado en ofrecerme un puesto y que no trabajaba para ellos ningún Whitmore, que se habría tratado de una broma.
Gerhardt volvió a coger el vaso, bebió un trago, se encogió de hombros, lo dejó en la mesa y comenzó a tamborilear con los dedos.
—No podía olvidar a aquel tipo —prosiguió—. Me preguntaba quién podría ser para estar tan enterado de mis problemas, si trabajaría conmigo o tendría a algún amigo introducido en NORAD que le transmitiese informaciones. Así lo comuniqué al FBI, que efectuó una investigación y no obtuvo ningún resultado. Creyeron que se trataría de una simple broma, una broma tonta y peligrosa, y me dijeron que me fijase bien en mi propio equipo y luego informase de si alguien despertaba mis sospechas. No podía aceptarlo, sencillamente; en mi equipo nadie era tan necio. Entonces pensé en que aquel tipo había dicho que antes o después conseguiría sus propósitos y no pude apartar aquella idea de mi cabeza, con lo que aumentaron mis pesadillas.
—¿Te refieres a pesadillas literalmente?
—Si digo pesadillas, quiero decir pesadillas. Y eso es lo que estaba sufriendo.
Gerhardt se adelantó en su silla. Su rostro parecía fantasmal bajo la luz amarillenta de las farolas, que se hacía más tensa con la oscuridad. El restaurante se iba llenando.
—Lo que sucedió luego fue muy extraño. En primer lugar, un día que mi esposa estaba sola en casa oyó llamar a la puerta y, al abrir, se encontró con tres individuos en el porche, todos vestidos de negro, con aspecto de hombres de negocios y que se mostraron en extremo corteses. Comenzaron a hablar sucesivamente, formulándole diversas preguntas. Si era la esposa del profesor Gerhardt, si estaba el profesor en casa, cuándo era el mejor momento para encontrarme y así sucesivamente. Mi mujer no se alteró y les preguntó quiénes eran. Dijeron pertenecer al FBI, pero eso fue todo cuanto logró sonsacarles. Entonces se enfadó y quiso saber qué estaban buscando, pero se limitaron a saludarla amablemente, montaron en su coche y se marcharon acto seguido… Cuando mi esposa me lo contó, comencé a preguntarme qué sucedía. Tengo un amigo en el FBI de mi absoluta confianza. Le llamé, le pedí que comprobase qué había sucedido y me prometió hacerlo. Al día siguiente me llamó para decirme que la CIA estaba preocupada por los trastornos que se producen en NORAD, pero que ni ellos ni el FBI enviaron a nadie a mi casa. Como consecuencia de mi llamada, el FBI sí nos visitó realmente, y sus hombres pasaron varias horas atormentando a mi esposa, tratando de descubrir quiénes habían sido aquellos impostores…
La oscuridad era absoluta y las estrellas brillaban. El restaurante estaba casi lleno de clientes elegantemente vestidos, y las farolas proyectaban sus luces verdes, azules y amarillas sobre cabellos rubios y hombros bronceados.
Aquélla fue la primera vez, pero no la última… Tres días después recibí otra llamada telefónica del tal Whitmore, preguntándome si estaba dispuesto a reconsiderar su anterior oferta. No le dije que había llamado a ACASS; estaba demasiado confundido para pensar en ello. Le pregunté si sabía algo acerca de los hombres que se habían presentado en mi casa a interrogar a mi esposa. El cerdo se echó a reír. Le dije que quería saber quién era, a lo que respondió que pronto conseguiría sus propósitos, y luego colgó el teléfono sin dejar de reírse… Al día siguiente aún fue peor. Me dirigía al trabajo por la noche, cuando de pronto se me paró el coche, las luces se apagaron y me encontré desamparado en un lugar desierto, preguntándome qué diablos sucedía. Entonces vi a tres hombres que venían a mi encuentro. Estaba tan oscuro que apenas podía distinguirlos, aunque era evidente que venían hacia mí. Miré detrás de ellos y no vi nada. Me pregunté de dónde habían salido. A medida que se aproximaban, pude advertir que llevaban trajes metálicos, pero seguía sin verles el rostro. Entonces me asusté y, de pronto, sentí pánico. Traté de poner el coche en marcha sin ningún éxito. Casi no podía creerlo. Miré detrás de mí y vi otro coche que se acercaba desde lejos, y entonces sonó un ruido repentino y extraño. Miré hacia delante: los hombres habían desaparecido, el otro vehículo me adelantaba y el mío se ponía otra vez en marcha sin que yo hubiera tocado la llave de contacto ni accionado ningún mecanismo. El coche entró, pues, en funcionamiento, pisé el acelerador y volví a casa como un loco.
Gerhardt se echó atrás en su silla. Las sombras semiocultaban su rostro. Epstein y Stanford le miraban fijamente sin pronunciar palabra. La oscuridad era ya absoluta, y las estrellas brillaban solitarias. El restaurante estaba lleno de ruidos, una orquesta interpretaba calipsos, y las farolas despedían luces verdes, azules y amarillas en rostros dichosos y enrojecidos.
—Estaba asustado —confesó Gerhardt—. Aún no he podido olvidar aquella noche. Poco después comenzaron las pesadillas, una cada semana, tan regulares como un reloj. Todos los miércoles sufría idéntica pesadilla. El coche se estropeaba: todos los miércoles revivía lo sucedido. El sueño concluía cuando los hombres estaban a punto de alcanzarme, y mi esposa tenía que despertarme para interrumpir mis gritos.
Gerhardt se encogió de hombros y miró en torno con el rostro bañado por la luz amarilla, enmarcado por uno de los blancos arcos y teniendo como fondo el mar negro a lo lejos.
—Por eso he venido aquí solo —explicó—. Tenía que irme, confiaba que si venía aquí me relajaría y desaparecerían las pesadillas.
—Pero no ha sido así —objetó Epstein.
—No. De pronto comencé a sufrirlas cada noche, y aún ha sucedido algo más.
—¿Hace tres días?
—Eso es.
—Así, fue el miércoles.
—Sí, eso es. Sucedió la medianoche del miércoles… y me quedé anonadado.
Stanford miró la piscina que se encontraba abajo, al otro lado del muro, en cuyas aguas se reflejaban las hileras de farolas que colgaban a su alrededor. El bar ya había cerrado. Sólo había una persona en la piscina: una muchacha con bikini rojo, que nadaba lentamente de un lado a otro arrastrando tras de sí su larga cabellera rubia como cintas doradas. Stanford concentró de nuevo su atención en Gerhardt, que se apoyaba en la mesa con los ojos ligeramente deslumbrados por la luz amarilla que despedía el farol.
—Aquella noche no pude dormir; la pasé tendido en la cama, en vela. Hacía mucho calor y la habitación estaba iluminada por la luz de la luna. De pronto, ésta desapareció como si la hubieran fulminado. La habitación quedó sumida en sombras y desde la ventana no pude distinguir ni una estrella en el cielo. Estaba negro como boca de lobo: no se veía nada en absoluto, ni siquiera las paredes de la habitación. Y luego, de pronto, hizo frío y me invadió el temor. Recordé la pesadilla, creció el miedo y traté de sentarme, pero no podía ni moverme. Aquello me aterró realmente: estaba paralizado del todo. Intenté gritar, pero no logré emitir ni un sonido y me sentí helado. De repente apareció una luz en el balcón. Las puertas se abrieron y entraron dos figuras que fueron directamente hacia la cama. No pude distinguirlas muy bien, pues quedaban recortadas sobre una luz cegadora. Vestían trajes de una sola pieza, no medían más allá de metro y medio y miraban hacia mí sin pronunciar palabra. Seguí tendido, como paralizado. Jamás había sentido semejante terror. Completamente inmóvil, vi cómo se acercaban a la cama. Uno de ellos se inclinó sobre mí, alargó la mano derecha y me apretó algo contra el cuello. Primero sentí frío, pero luego pareció quemarme. Intenté gritar, mas no logré proferir ningún sonido, y por fin el dolor se desvaneció. Miré fijamente a los dos hombres. El miedo había paralizado mis pensamientos. Ambos hicieron una especie de inclinación, como un saludo cortés, y salieron de la habitación. «El sábado», pensé. Me parecía que uno de ellos había dicho esas palabras. Pero no creo que llegaran a pronunciarlas, aunque me llenaron la cabeza. Después se marcharon y en la habitación quedó un extraño sonido vibrante. La luz del balcón se apagó y reapareció la claridad de la luna. La recuerdo muy bien, y recuerdo asimismo que deseaba sentarme. Me quedé dormido, no soñé nada especial y desperté recuperado. Luego fui al espejo y me examiné: tenía una fea señal roja en el cuello, donde aquel hombre me había tocado. Aquella señal ya ha desaparecido. Quizá no la tuviera nunca realmente, pero ya no volví a sentir miedo…, sino una extraña y serena alegría.
Stanford miró a Gerhardt a los ojos y recordó a la muchacha del porche, se estremeció y se fijó en la piscina. La muchacha rubia había desaparecido. La piscina era un rectángulo de luz en una amplia y total oscuridad. Stanford volvió a mirar a Epstein, que se acariciaba pensativo la barba, y luego se fijó en Gerhardt, vio sus verdes ojos a la luz amarilla, recordó a la muchacha del porche y sintió que el misterio se intensificaba.
—Hoy es sábado —comentó Stanford.
—Es cierto, doctor Stanford. Es sábado, estoy hablando con usted y no siento nada.
—¿Algo más? —preguntó Epstein.
—Sí, hay algo más. Creo que esta noche sucederá algo y que ello te concierne.
Epstein se acarició la barba, miró pensativo en torno y vio a la gente cenando, a sus mesas, las parejas danzando en la pista, las camisas de seda y los sombreros de los músicos de la banda de Trinidad, y las farolas de colores que oscilaban a impulsos de la brisa que corría por el gran restaurante.
—¿Por qué nos has llamado? Debe haber algo más que eso.
—Sí —confirmó Gerhardt—. Hay algo más… y que os afecta a vosotros.
Se adelantó más en la mesa, apoyando la barbilla en sus manos, difuminados sus verdes ojos por la luz amarilla y recortándose contra el blanco arco.
—Ha venido aquí un equipo de filmación de la Marina británica; está realizando una película sobre el capitán Cook. A la mañana que siguió a aquel incidente, estuve hablando con el técnico en foto fija, un muchacho joven que parecía muy asombrado. Sabía que yo trabajaba para el gobierno, que era una especie de científico, de modo que pensó que era la persona más adecuada a quien dirigirse. Al parecer, la noche anterior, sobre la misma hora en que yo sufría aquella experiencia en mi habitación, él se encontraba en la playa tratando de obtener algunas tomas a velocidad reducida a la luz de la luna. Las fotos correspondían a la réplica realizada por la compañía cinematográfica del Endeavour, y logró impresionar un rollo de color. A la mañana siguiente, cuando reveló aquella película en su habitación, se quedó asombrado al ver lo que parecía un objeto confuso, de gran tamaño, de un blanco lechoso y forma discoide flotando en el cielo sobre el barco. Lo que realmente le asombró fue su convicción de que mientras había estado tomando las fotos en ningún momento vio en el cielo más que las estrellas: estaba absolutamente convencido de ello, lo hubiera jurado. Y, sin embargo, aquel disco aparece en nueve de sus treinta y seis fotos, un poco más arriba en cada una y, finalmente, cortado en la parte superior de la última.
Stanford miró la pared, vio el oscuro mar, el cielo y las estrellas, la luna y algunas nubes que discurrían silenciosamente. Miró entonces a Gerhardt a los ojos, recordó a la muchacha del porche y las luces que viera en el cielo y sintió que un escalofrío le recorría el cuerpo.
—¿Pudisteis calcular su tamaño? —preguntó Epstein.
—Más o menos —repuso Gerhardt—. A juzgar por el terreno que había en el fondo y por el barco que se encontraba debajo, ambos calculamos que tendría unos noventa metros de ancho…, pero no podemos estar seguros de ello.
—¿Cuál fue el intervalo entre cada una de las fotos?
—No tengo ni idea.
—¿Se distinguía algo más en ellas?
—No. Únicamente una especie de resplandor en torno al disco. El propio disco estaba totalmente desdibujado.
Stanford sabía lo que seguiría. Miró directamente a Epstein. A sus espaldas el restaurante estaba completamente lleno de gente y románticamente iluminado. Las farolas proyectaban sus distintos colores, en las mesas había velas encendidas, y los músicos, sobre el tablado, estaban muy excitados y sudaban mientras tocaban sus instrumentos. El conjunto de la escena resultaba encantador; era demasiado hermoso para ser cierto, y Stanford volvió a mirar a Epstein sabiendo qué diría.
—Debemos quedarnos —decidió Epstein—. Creo que tendremos que estar aquí algún tiempo. Dudo seriamente que vuelva a suceder algo más, pero no podemos estar seguros de ello. También quiero hablar con ese fotógrafo y pedirle copias de todas sus fotos. Quiero que me acompañe a la playa y me muestre el lugar donde sucedió todo eso. Me temo que tendremos que quedarnos aquí.
Gerhardt se derrumbó en su silla, extendió las manos y movió la cabeza negativamente. Luego volvió a inclinarse adelante y miró a Epstein, mostrando gran viveza en sus ojos verdes.
—Éste es el quid de la cuestión —dijo lentamente—. El fotógrafo ha desaparecido.
La lluvia comenzó antes de la medianoche, salpicando con grandes gotas la terraza de la habitación de Stanford y obligándole a abrir los ojos. Se oía, distante, el ruido del trueno. Las puertas de la terraza rechinaron. Stanford maldijo y miró en torno por la silenciosa habitación, observando que las paredes blancas se encontraban en tinieblas.
El trueno se dejó oír de nuevo y la lluvia cayó más densamente. Las puertas crujieron y Stanford volvió a mirarlas, sintiéndose extrañamente incómodo. Seguían cerradas, y las persianas no dejaban pasar la luz de la luna. El trueno retumbó, las puertas crujieron de nuevo, se agitaron y la lluvia se intensificó. Stanford creyó oír el mar, un ruido sofocado muy abajo, el rumor de las olas avanzando, lavando las rocas y retirándose de nuevo. Era un ruido inesperado; no había previsto que pudiera hacer aquel tiempo. Cerró los ojos y trató de dormirse, pensando otra vez en la muchacha.
Gruñó sordamente. Abrió los ojos y miró al techo. Un ventilador giraba sobre él, proyectando aire. Oía la lluvia en la terraza, que caía ahora con gran intensidad. Estalló un trueno y las dobles puertas crujieron como si alguien intentara abrirlas. Stanford se sintió extrañamente nervioso, ausente, desorientado. Trató de dormir pensando cada vez más en la muchacha… y en los verdes ojos de Gerhardt.
—¡Maldita sea! —murmuró.
Cerró los ojos y vio a la muchacha. Le atraía el recuerdo de sus luminosos ojos. La veía con el pulgar en la boca, sus senos amenazando estallar bajo el vestido, el triángulo formado por el pubis entre sus muslos y cómo apretaba el vientre contra el marco de la ventana. Stanford se sintió enardecido. Extendió la mano y se tocó. Vio los verdes ojos de Gerhardt llenos de miedo y de un extraño júbilo y lanzó una maldición. Se sentó en la cama y agitó la cabeza, desesperado.
La habitación estaba sumida en la oscuridad. No llegaba ningún vestigio de luz por las persianas. Volvió a estallar otro trueno, la lluvia resonó cayendo densamente, y las dobles puertas crujieron. Stanford se preguntó qué estaría sucediendo, recordó la temerosa calma de Gerhardt, y luego pensó en la muchacha del porche y en sus ojos vacíos y reveladores. Ella y Gerhardt tenían algo en común: una calma que no era natural, un secreto oculto; ambos parecían personas no del todo reales, abrumadas por una temerosa expectación. ¿Qué experiencia habían tenido ambos? ¿Qué sueños ocultaban sus ojos? Stanford se sentó muy erguido y miró en torno, viendo únicamente las paredes blancas envueltas en la oscuridad.
De pronto, tuvo miedo. Nunca había sentido algo semejante. El trueno estalló y las dobles puertas crujieron como si alguien intentase abrirlas. Stanford movió la cabeza disgustado, se frotó el rostro, miró a su alrededor y luego extendió la mano y encendió la luz, echándose hacia atrás con un suspiro.
En aquel momento oyó un rumor de pasos que se acercaban a su puerta. Se irguió como si le hubiera picado un bicho y miró adelante. Las pisadas se detuvieron detrás de la puerta. Sintió que se le secaba la garganta. Contuvo el aliento y miró fijamente en aquella dirección, tratando de ahogar su miedo.
—¿Stanford? —dijo alguien golpeando con los nudillos—. ¿Estás despierto todavía?
Stanford dejó escapar un prolongado suspiro, aspiró y suspiró de nuevo, echando la cabeza en la almohada y sintiéndose muy aliviado.
—Sí, Epstein: estoy despierto.
—¿Puedo pasar?
—¿Por qué no?
La puerta se abrió y por ella entró Epstein.
—He visto la luz por debajo de la puerta —dijo—. Tampoco yo podía dormir.
Llevaba una vieja bata gastada por los bordes, que sin duda habría adquirido en 1955 y que ahora le resultaba demasiado estrecha.
—He comprado una botella de whisky.
—Ya lo veo —repuso Stanford.
—Pensé que te gustaría echar un trago… para olvidarte de la lluvia que está cayendo.
Stanford sonrió al oír aquellas palabras, puso los pies en el suelo y se frotó los ojos, mirando después hacia las ruidosas puertas y oyendo cómo caía la lluvia en el exterior.
—Está cayendo una buena tormenta —observó.
—Desde luego que sí —repuso Epstein—. Me estoy preguntando si habrá alguna relación. ¿Dónde tienes los vasos?
—¿Relación? ¿Con qué?
—No podemos beber sin vasos.
—Encontrarás un par en el baño. Dime: relación ¿con qué?
Epstein fue al cuarto de baño y reapareció con dos vasos, destapó la botella de whisky y los llenó generosamente.
—Toma —dijo pasándole uno a Stanford—. Te calmará los nervios.
Stanford lo cogió.
—¿Qué te hace creer que estoy nervioso?
—¿No lo estás? —preguntó Epstein.
—Sí.
—Igual que yo. Por eso he venido a tu habitación.
Ambos bebieron. Epstein se sentó en una silla. Stanford seguía en el borde de la cama observando cómo sufrían sacudidas las puertas.
—¿Crees que existe alguna relación?
—Podría ser —dijo Epstein—. Aquella tormenta también estalló de repente… y es igual de violenta.
—Te acuerdas de Galveston.
—Nos acordamos los dos.
Stanford tomó otro trago.
—Siento algo extraño —dijo quedamente.
Volvió a retumbar el trueno y los dos vieron después fulgurar un relámpago. La lluvia caía sobre la terraza a impulsos del fuerte viento, que hacía crujir asimismo la doble puerta, como si tratase de abrirla.
—¿Cómo está Gerhardt? —preguntó Stanford.
—Creo que durmiendo —repuso Epstein—. He ido a verlo antes de venir aquí: tenía las luces apagadas.
—Aquí pasa algo raro —dijo Stanford.
—¿Lo crees así? No lo había notado.
—Estoy recordando la conversación que sostuvimos con él. Dijo que la experiencia le había aterrado. Poco después, añadió que no sentía nada y luego dijo que estaba contento. Todo esto es muy contradictorio. Su rostro también expresaba sensaciones opuestas. Le brillaban mucho los ojos, los tenía llenos de ansiedad y de excitación y, sin embargo, su rostro reflejaba temor… Esto, realmente, no encaja.
—¿Eso es lo que advertiste?
—Acaso fuesen figuraciones mías.
—Cuando fui a su habitación parecía tranquilo.
—Pero tranquilo de modo anormal.
Epstein suspiró. El trueno retumbó, sacudiendo las puertas. Se llevó el vaso a los labios y sorbió un trago, dejando vagar incansablemente su mirada.
—Acaso tengas razón. También a mí me pareció extraño. No sabría explicar por qué, pero todo era muy raro. Es una historia poco corriente. Habló del sábado por la noche y, teniendo en cuenta la naturaleza de su experiencia, debería estar más asustado de lo que demostraba.
Epstein bebió otra vez, salpicándose en el puño.
—Me hubiera gustado ver esas fotos. Me pregunto dónde estará ese hombre.
—Es interesante —comentó Stanford—. Yo también he pensado en ello. El fotógrafo dijo no haber visto nada cuando tomaba las fotos: hizo pensar en Goldman. También él aludió a un caso semejante. Creo que cuando hablaba de las luces de Lubbock y de las fotos que entonces se tomaron.
—Es cierto —repuso Epstein—. Sin duda alguna se trataba de las luces de Lubbock. Dijo que el fotógrafo captó una luz excepcionalmente brillante, del rojo más extremo del espectro. Eso significa que se trataba de infrarrojo o algo semejante. Lo cual, a su vez, significa que el objeto parecería confuso a simple vista, pero que se vería muy claro y brillante en una foto. Es una posibilidad muy interesante: eso pudo suceder aquí. El disco acaso fuese sólido y difundiese luz infrarroja, y de ese modo resulta invisible para el fotógrafo y, sin embargo, aparecer en las fotos.
—Insistiendo en el tema —siguió Stanford—, ve más allá del espectro conocido. Si esos objetos pudieran producir una luz semejante, si pudieran producirla a voluntad, eso explicaría por qué se materializan y desaparecen en un abrir y cerrar de ojos.
—Es posible. Está dentro de los límites de lo probable. Los ovnis suelen describirse como rodeados de colores brillantes: azul, verde, amarillo, naranja, rojo… Suponiendo que estén hechos de un metal compuesto de elementos ya conocidos, posiblemente de insólita pureza y mezclas radicales, pero conocidos al cabo, podríamos suponer que no se trata de un metal mágico que pueda realmente transmitir luz.
—Así lo entiendo.
—Gracias.
Epstein se secó la boca, prestó atención al sonido del trueno y se estremeció al ver cómo se movían las dobles puertas.
—De modo —siguió— que las descargas eléctricas de excepcional intensidad producirán un suave resplandor blanco, un halo, y alcanzarán a veces líneas de transmisión de alto voltaje. Eso induce a suponer que vuestro ovni puede haber tenido una especie de potencial negativo que hiciera dispersar los electrones en la atmósfera circundante; un potencial alternante que agitase los átomos en la atmósfera del contorno para su potencial ionización o incluso una corriente alternadora en su armazón que proyectase energía irradiada de la propia atmósfera del contorno.
—Una teoría muy clara —comentó Stanford—, pero que sólo justifica un resplandor blanco.
Epstein sonrió.
—Muy cierto. Sin embargo, lo que ahora estamos suponiendo es que la luminosidad de los ovnis no la produce esta única composición, sino el aire natural que le rodea muy de cerca. Tengamos en cuenta que si los átomos son agitados suficientemente para la absorción de radiación electromagnética, algunos electrones serán elevados de sus órbitas normales y acaso separados por completo del átomo. Luego, cuando otros electrones vuelvan a caer en esos espacios vacíos, cierta cantidad de energía será liberada e irradiada como protones. Después de esto sólo necesito señalar que, teniendo tales protones la misma longitud de onda y frecuencia, serán advertidos por nosotros como un color radiante e insólito oscilando en toda la escala del violeta al rojo.
—¿Radiación electromagnética?
—Eso se ajusta a los casos que hemos detectado. Con frecuencia hemos descubierto huellas insólitas de radiación electromagnética al examinar zonas donde se habían producido aterrizajes de ovnis.
—Cierto. Y suponiendo que tales ingenios estuvieran hechos de alguna composición excepcionalmente pura de metales blancos, como aluminio, magnesio, titanio o estroncio, y que ese metal de extraordinaria pureza estuviera cargado electromagnéticamente, se explicaría que nuestros ovnis suelan parecer blancos o muy próximos al color plateado, y como masas de color gris oscuro cuando se ven entre el resplandor de la atmósfera, o que también suelan verse rodeados de un radiante halo de diversos colores.
—Exactamente. Desde luego, como has dicho, serían capaces de crear una fuente de color que superara el espectro conocido, y apagarla y encenderla a voluntad, pudiendo volverse invisibles a simple vista y aparecer en una foto corriente. Entonces, se materializarían en nuestro espectro visible cuando lo deseasen.
Stanford movió la cabeza, sorprendido, y lanzó un silbido.
—Eso explicaría muchas cosas.
—Todo esto es un misterio —siguió Epstein—. Y me está volviendo loco.
Fuera se oyó el estrépito del trueno, seguido del estallido luminoso del relámpago. Las puertas crujieron y Epstein miró arriba y abajo, al suelo. Sus propias palabras carecían de sentido para él: sólo servían para interrumpir el silencio. Estaba asustado sin saber por qué, y aquello le hacía sentirse aún más asustado. Miró a Stanford: evidentemente su joven amigo experimentaba igual sensación. Ambos estaban muy asustados en aquel momento sin saber la razón. Epstein se acordó del profesor Gerhardt y de lo que había dicho Stanford: el profesor Gerhardt había cambiado de un modo sutil y estaba ocultando algún secreto. Epstein suspiró y sorbió un trago de whisky, escuchando el ruido de la lluvia. Recordó la noche de Galveston, la extraña muchacha en el porche, su sonrisa y su mirada ambigua mientras fijaba los ojos en el cielo. Se preguntó qué experiencia habría vivido y cómo la habría afectado; se preguntó si Gerhardt también estaría afectado y, de ser así, hasta qué punto. Epstein miró a Stanford: su amigo estaba muy pálido. Nunca había visto a Stanford en tal estado de tensión. Maldijo todo aquel misterio.
—Deberíamos dormir.
—No puedo —repuso Stanford.
—¿Qué diablos crees que va a suceder?
—Lo ignoro.
Epstein miró las puertas cerradas, que batían demencialmente. Se oyó un trueno, el relámpago destelló tras las persianas, y las puertas se agitaron de nuevo. Epstein, de pronto, se estremeció. La tormenta no parecía natural. Vio cómo Stanford se ponía lentamente en pie y dejaba su vaso en el suelo. Epstein no podía poner en orden sus pensamientos. Observó que su amigo daba la vuelta por la habitación. De pronto, las luces se apagaron, sumergiendo la estancia en la oscuridad. El cerrojo saltó y se abrieron las puertas.
El viento entró con tal violencia que derribó a Epstein de su silla, y sábanas, almohadas, papeles y botellas volaron por los aires. Epstein cayó rodando por el suelo y oyó el sonido del vidrio al romperse. Una violenta luz, muy cálida y casi cegadora, llenó la habitación. Carraspeó y luego cayó junto a Stanford, rodando, y ambos chocaron contra la pared. Una botella estalló sobre su cabeza. El viento gruñía y apretaba a Epstein contra la pared con los restos que flotaban en el aire y a su alrededor. Luego sintió un intenso calor y apareció una luz blanca que le obligó a protegerse los ojos con las manos. El calor decreció. Abrió los ojos entre una negra y absoluta oscuridad.
—¡Gerhardt! —exclamó Epstein.
Se arrastró hacia la puerta de la habitación. Una sábana que revoloteaba se le enrolló en el cuerpo. Lanzó una maldición, y tiró de la tela salvajemente mientras el viento gruñía a su alrededor. Luego también decreció. Epstein miró hacia arriba, incrédulo. El viento seguía arrastrando la lluvia por el porche, pero la tormenta ya parecía más natural. Los relámpagos cruzaban el cielo, iluminando brevemente la habitación. Vio cómo Stanford rodaba, alejándose del techo hasta que, por fin, logró ponerse en pie.
—¡Cielo santo! —exclamó Stanford.
Miró en torno, aturdido. Epstein también se levantó y echó a correr hacia la puerta de la habitación.
—¡Vamos a verle! —gritó.
Epstein logró abrir la puerta. El pasillo estaba totalmente sumido en la oscuridad. Stanford y Epstein corrieron por él hasta llegar a la habitación de Gerhardt. La puerta estaba abierta y el cuarto, vacío. Epstein maldijo, miró furioso a Stanford y ambos echaron a correr.
Todo el hotel estaba a oscuras, las puertas se abrían y cerraban y la gente gritaba y corría de un lado para otro, algunas personas con linternas. Stanford y Epstein salieron al exterior. El viento barría las terrazas. Los cocoteros se torcían hasta el suelo y crujían, recortándose entre una luz desmayada.
—¡Vamos a la playa! —gritó Stanford.
Corrieron por la terraza, pasaron junto a recepción y cruzaron el patio mientras el viento silbaba y arrastraba consigo la lluvia, que caía sobre ellos, casi derribándolos. Stanford trató de ayudar a Epstein, y ambos corrieron sosteniéndose mutuamente, tropezando entre la lluvia y el vendaval hasta encontrarse en los jardines. Stanford señaló hacia un punto.
—¡Por allí! —gritó—. ¡Por allí!
Se adelantó en aquella dirección, arrastrando a Epstein consigo mientras los truenos descargaban sobre ellos.
La tormenta era demoníaca: los relámpagos se dibujaban en el cielo. Corrían inclinados hacia delante y se abrían paso entre el viento rodeando el hotel. Las lámparas se encendían y apagaban y las blancas paredes parecían retroceder. En la parte posterior del hotel descubrieron un camino que conducía a la playa. Epstein se adelantó por él, todavía con la cabeza inclinada. Los truenos resonaban en sus oídos. Miró arriba y vio un relámpago que se abría paso en la noche, como la mano de un gigantesco esqueleto. Stanford le gritó algunas palabras que Epstein no pudo entender. El viento ululaba entre el estrépito del trueno, y la lluvia caía torrencialmente.
—¡Allí! ¡Por allí!
Un relámpago cruzó el cielo iluminando brevemente el terreno a sus pies. Epstein miró frente a sí y vio al profesor Gerhardt a lo lejos, como un blanco fantasma. Iba en pijama, sin mirar atrás, corriendo hacia un grupo de cocoteros que llegaban hasta la playa. El pijama le azotaba las piernas, y llevaba las manos sobre la cabeza. Un nuevo relámpago iluminó el cielo y su violento resplandor se encendió, apagándose luego. Por un momento, en el sinuoso sendero, el terreno circundante y los árboles se materializaron y luego desaparecieron.
—¿Adónde diablos irá?
Stanford gritaba en medio del viento. La lluvia silbaba a su alrededor y le azotaba. Apareció un relámpago que iluminó la noche y las palmeras distantes. El profesor Gerhardt había desaparecido. Stanford profirió una maldición y corrió más deprisa. El relámpago pasó y vio un extraño resplandor que se desvaneció en los cielos.
—¡Por allí! ¡Es por aquel sendero!
Stanford empujó a Epstein hacia delante y ambos tropezaron contra las palmeras. Estalló un trueno y el relámpago abrió el cielo con sus recortados dedos, hechos de una llamarada amarilla. Luego volvió la oscuridad. De pronto, distinguieron un resplandor sobre el mar. Tropezaron en un terreno lleno de barro y resbalaron por él. Stanford lanzó una maldición y Epstein gruño. La lluvia les azotaba, impulsada por el viento. El trueno resonó y el viento silbó entre los árboles y el barro con un sonido desconcertante: todo aquello parecía una pesadilla. El terreno se iluminaba y luego desaparecía. Los relámpagos les cegaban y se perdían entre la oscuridad, tropezando entre el viento ululante y la lluvia, como si corrieran en círculos.
Por fin llegaron junto a las palmeras, que se agitaban despidiendo lluvia. Destelló un relámpago permitiéndoles ver un trozo de mar, como una negra sábana salpicada de plata. Después reinó de nuevo la oscuridad. El trueno rodó sobre sus cabezas. Stanford señaló a la izquierda y corrió hacia allí, arrastrando a Epstein consigo. Pasaron entre los retorcidos árboles. Las ramas les empapaban de lluvia. Salieron del abrigo de los árboles y encontraron un camino que llevaba hasta la playa. Los relámpagos se repetían ininterrumpidamente y no veían la playa. A su derecha, entre ellos y el mar, había un enorme banco de tierra.
—¡Vamos a bajar! ¡Mira dónde pones los pies!
El pronunciado sendero se había embarrado. Resbalaron por él y tropezaron con piedras. El camino giraba a la derecha, ampliándose y luego estrechándose, ascendía un poco y luego bajaba y remontaba de nuevo. El trueno retumbó sobre sus cabezas, el viento silbó con fuerza y luego amainó, la lluvia les azotó como un postrer estallido de ira y, por fin, también se calmó repentinamente.
Epstein miró hacia arriba, sorprendido, y distinguió una oscura nube que se desplazaba lentamente en el cielo. Vio aparecer las estrellas y luego, abajo, la tierra ondulada y una blanca franja de playa. Apenas podía dar crédito a lo que veía: allí no corría el viento. Stanford le cogió de la muñeca, obligándole a adelantarse, y ambos corrieron cuesta abajo.
—¡Está ahí! —exclamó Stanford.
Se detuvieron inmediatamente, viendo una extensión más amplia de playa. El profesor Gerhardt corría por la arena, con el pijama hinchado por el viento. La luz de la luna le iluminaba prolongando su sombra, iba encorvado, y las manos le colgaban a los costados y parecía muy frágil. De pronto se detuvo cerca de los cocoteros y apareció un hombre. Era extraordinariamente pequeño, vestía un traje de una sola pieza de material plateado y llevaba un extraño gorro.
Stanford y Epstein se quedaron sorprendidos, inmóviles y silenciosos, mirando abajo. El banco de tierra limitaba su visión a un tramo triangular de playa, uno de cuyos lados estaba formado por la larga línea de árboles, y el otro, por el mar iluminado por la luna. El profesor Gerhardt estaba cerca de los árboles y el hombrecillo se había detenido delante de él. Epstein parpadeó y sintió una presión en la cabeza, una imperceptible vibración. El hombrecillo se adelantó hacia Gerhardt y su traje resplandeció a la luz de la luna. Extendió la mano izquierda, tocó a Gerhardt en la nuca y ambos se fueron por la derecha, desapareciendo tras el alto y embarrado banco de tierra.
—¡Dios santo! —exclamó Stanford—. ¿Has visto? ¡Gerhardt no se ha resistido!
Echaron a correr de nuevo, resbalando y cayendo por el sendero, inseguros sus pies descalzos sobre el barro mientras las ramas agitadas despedían lluvia. Epstein sentía frío y miedo, tenía la cabeza vibrante y tensa y le parecía estar oyendo un profundísimo zumbido, aunque no se sentía seguro de ello. Ambos corrían tropezando por el sendero, pasando por trechos iluminados por la luna y otros llenos de sombras, sintiendo cómo caía sobre ellos la lluvia de las ramas y les empapaba las ropas. Stanford lanzó una maldición y se cayó, resbalando hasta el pie de la colina. Se levantó de un salto y los dos corrieron hacia la playa.
—¡Oh, Dios mío! —murmuró Epstein.
Anduvieron a trompicones y, finalmente, se detuvieron. La playa se extendía ante ellos limitada por los cocoteros, que formaban una especie de muro extendido en semicírculo hasta el mar. Sobre las aguas se veía un barco del siglo XVII, cuyas grandes velas ondeaban por efecto de la brisa, iluminadas por un resplandor blanco. El enorme disco se encontraba sobre el barco, al que aventajaba dos veces en tamaño. Aparecía inmóvil en el cielo, a unos treinta metros de altura, y su negra masa estaba circundada por un halo. Las estrellas parpadeaban a su alrededor.
Stanford y Epstein se quedaron inmóviles, asombrados por aquella visión: ante sus ojos tenían el pasado y el futuro, y aquella belleza les deslumbraba. Las blancas velas del buque ondeaban al viento; el enorme disco resplandecía y vibraba. El aire zumbaba y parecía una materia viva, imbuida de cierta fuerza misteriosa. Epstein se frotó los cansados ojos. Stanford movió la cabeza, maravillado. El enorme disco osciló sobre el barco y ambos quedaron bañados por su plateado resplandor.
—Es el Endeavour —murmuró Stanford.
—¿Cómo? —preguntó Epstein.
—Una réplica del buque del capitán Cook.
—¿Qué diablos es eso de encima?
Stanford no respondió; se quedó inmóvil mirándolo. El enorme disco era una oscura masa rodeada de luz resplandeciente cuyos detalles quedaban confusos. El viento despeinaba a Stanford. Miró brevemente a Epstein y éste le devolvió la mirada sin pronunciar palabra, preguntándose qué podían hacer. La playa vibraba bajo sus pies. Ambos captaban un sonido zumbante que les envolvía por completo, sin dirección fija. Miraban el Endeavour y sus grandes velas totalmente desplegadas. Levantaron las cabezas y contemplaron el enorme disco sobre el buque, cuyo resplandor empañaba el de las estrellas.
De pronto, Epstein se acordó de Gerhardt. Giró en redondo e inspeccionó la playa. La arena se extendía hasta el curvo muro formado por una cueva, al final de la playa.
—Gerhardt debe haberse ido por allí. No hay otro lugar donde meterse. Esa criatura debe de habérselo llevado consigo. Será mejor que vayamos a verlo.
Echó a correr por la playa, oyendo cómo Stanford le seguía. La luz que caía sobre la playa no procedía de la luna, sino del disco suspendido en el espacio. Epstein tosía, pero seguía corriendo, latiéndole el corazón desacompasadamente. El resplandor plateado caía sobre los árboles, que les rodeaban haciéndoles parecer artificiales. Epstein percibía el murmullo del agua, un sonido rítmico y fuera del tiempo, y seguía corriendo, sintiéndose vacío e irreal, vibrándole la cabeza, que sentía en tensión. Se preguntó a qué sería debido y comprendió que el zumbido procedía del enorme disco. Stanford corría a su lado y luego le adelantó. Estaban cerca de la pared de la cueva. Epstein sintió miedo. Vio una línea curva formada por los árboles, un muro de piedra y luego oyó un terrible estrépito que casi le desgarró los tímpanos.
La tierra se estremeció bajo sus pies, la arena revoloteó y el cielo pareció volcarse. Cayó de espaldas y rodó hacia los árboles. Una violenta luz se vertió sobre él obligándole a protegerse el rostro con las manos. La arena se levantó y cayó después como un aguacero sobre él, y los oídos empezaron a silbarle. Lanzó una maldición y se golpeó la frente, entornó los ojos y miró arriba, viendo a Stanford esforzándose por ponerse en pie, bañado por una luz roja, azul y amarilla. Epstein se levantó, recostándose débilmente en un árbol, que se bamboleó dejando caer el agua sobre él. Dio unos pasos. Stanford tenía los ojos muy brillantes y parecía asombrado y confundido. La atmósfera que le rodeaba era roja, azul y amarilla; los colores oscilaban y se fundían.
Ambos miraron hacia el mar y vieron el sólido Endeavour bañado ahora en un fantasmal resplandor arcoirisado, que tremolaba enloquecedoramente. El disco que estaba sobre el barco había perdido su luz y tenían ante los ojos un inmenso disco plateado con ventanas en los bordes y luces intermitentes. Las ventanas eran largas y estrechas y proyectaban franjas curvadas de violenta e intensa luminosidad, interrumpida por imperceptibles puntos negros que avanzaban y retrocedían. Las luces de colores estaban bajo las ventanas y recorrían toda la enorme base, destellando de izquierda a derecha e inversamente con velocidad increíble. Las luces formaban un deslumbrante caleidoscopio, encendiéndose y apagándose vivamente, convirtiendo el negro mar en lava rojiza y amarilla y en un verdor ondulante, transformando las velas del buque en móviles arcos iris que ocultaban el negro cielo.
Stanford tosió y dio la vuelta, sacudió la cabeza y miró fijamente a Epstein. Su amigo parecía un fantasma traslúcido, que se materializase y desapareciese. Corrieron entre las palmeras, escalaron el muro de piedra, bajaron a trompicones hacia la cueva, que estaba en el otro extremo, y descubrieron la playa completamente vacía.
—Hemos llegado demasiado tarde —dijo Stanford.
Epstein cerró los ojos y suspiró. La cabeza le vibraba dolorosamente. El zumbido le rodeaba por completo y parecía que iba a deshacerle. Abrió de nuevo los ojos. Las sombras se rizaban entre numerosos colores. Se adelantó y distinguió un círculo inmenso, hundido en la arena con los bordes requemados. Miró al cielo y vio un globo de luz blanca que se alejaba fugazmente en diagonal, hacia el enorme disco, moviéndose lenta y graciosamente.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó—. ¡Se lo han llevado!
Después el gran disco desapareció, y la noche quedó sumergida entre las luces de las estrellas. Las grandes velas del Endeavour ondeaban destacando su blancura a la luz de la luna. Epstein no apartó de ellas su mirada. Tenía la cabeza en tensión y le seguía vibrando. Continuó mirando y vio un enorme y negro hueco donde antes estuvieran las estrellas; después distinguió dos cuadrados luminosos a unos noventa metros de distancia. Eran como ventanas de intensa luz blanca que flotaban en el cielo. De pronto, una de ellas desapareció. El globo encendido voló hacia su compañero, convirtiéndose en una negra silueta contra la luminosa estructura cuadrada. La luz desapareció dejando un negro agujero en el cielo, el enorme disco se materializó ocupando aquel vacío, y las luces de colores destellaron, se encendieron y se apagaron, convirtiéndose por último en un blanco resplandor.
El zumbido crecía en intensidad y la playa vibraba con violencia. El gran disco se convirtió en una oscura masa de intermitente luminosidad, ascendiendo en sentido vertical hacia las nubes, que se deslizaban con gracia serena y majestuosa. Bajo ellas, el buque se recortaba claramente, ondeando sus velas a impulsos de la brisa. El resplandor iluminó el mar azul e hizo palidecer las estrellas más cercanas. El disco siguió ascendiendo. Se percibía un desmayado zumbido y el suelo vibraba hasta que, por último, todo se serenó y el silencio fue absoluto. El gran disco se remontó, se encogió y, finalmente, se convirtió en un globo brillante, llegó hasta las nubes y desapareció repentinamente, dando paso a las estrellas.
Stanford y Epstein habían enmudecido. Permanecieron junto a las aguas susurrantes, y siguieron allí largo rato, mirando al cielo y respirando profundamente, bañados por la cálida y sedeña luz lunar bajo las estrellas. El agua del mar bañaba las arenas, salpicando perezosamente sus pies. Luego contemplaron al otro extremo el Endeavour y su blanco y ondulante velamen. No había nadie en el barco. El aparejo se agitaba entre la brisa, su casco de madera oscilaba a uno y otro lado, y el maderamen crujía como si protestase. Stanford y Epstein lo observaron: las blancas velas estaban bañadas por la luz de la luna. Miraron a lo alto, las estrellas del cielo, y después se marcharon.