—No hay que acercarse demasiado a los ovnis; resulta peligroso. Si te aproximas mucho a ellos, te quemas y raras veces te recuperas. Mírame a mí, Stanford. Dirigí ese tugurio de Albuquerque, fui piloto en la Segunda Guerra Mundial y me llenaron de condecoraciones hasta en el trasero. Luché en el Pacífico y Europa y volví a casa hecho un héroe. ¿Y qué diablos estoy haciendo aquí? Tú mismo debes formularte esa pregunta. Yo también me interrogo noche tras noche y luego me despierto chillando.
Goldman estaba inclinado sobre la mesa, gesticulando enérgicamente con su mano derecha y sosteniendo en la izquierda un vaso de whisky. Tenía delante una botella.
—Pues bien —prosiguió—; no soy el único que se encuentra en esta situación. Hay muchísimos como yo escondiéndose, arrastrándose, porque se ven maltratados. Y esto nos pasa porque no tenemos otra alternativa, porque se nos han cerrado todas las puertas. No menciones los ovnis: si lo haces, te pasarán cosas extrañas. Nunca podrás comprender la razón, pero todo comienza a enredarse de manera demencial.
Levantó su vaso y bebió un trago, vertiéndose parte del líquido en la pechera de la camisa. Luego dejó el vaso en la mesa y miró en torno. El bar estaba lleno de gente y de bullicio. En un rincón sonaba el tocadiscos y, afortunadamente, la iluminación era algo escasa. Stanford alcanzó la botella y llenó el vaso de Goldman, mirando de reojo a las mujeres que estaban junto a la barra para ver si alguna valía la pena.
—¿Conociste a Ruppelt? —preguntó.
—Sí —repuso Goldman—. No estarías tú aquí si no lo supieses. Colaboramos juntos bastante tiempo, respetándonos mutuamente, e incluso cuando se marchó, cuando aquellos cerdos le echaron, siguió acudiendo a visitarme de vez en cuando, muy considerado, recordando los viejos tiempos. Ruppelt era un convencido. No tenía duda alguna acerca de esto. Era un convencido y murió como tal, diga lo que diga su libro.
—¿Quieres decir que se tomaba en serio los ovnis? —preguntó Stanford.
—¡Naturalmente que sí!
Stanford observó el rostro de su interlocutor: sus mejillas hundidas y sus ojos inyectados en sangre. Advirtió que necesitaba afeitarse y que tenía muy manchados los dientes. Algo había sucedido a Goldman, algo no muy agradable, y el veterano héroe de las Fuerzas Aéreas era ahora un ser hundido, siempre borracho en su propio bar.
—Creí que Ruppelt era un hombre de carrera —dijo Stanford—. No imaginé que creyera en eso.
—Creía en las Fuerzas Aéreas —repuso Goldman—. Y las Fuerzas Aéreas también creían en ello.
—Siempre pensé lo contrario.
—¡Es una cochina mentira! Esos malditos ya sabían de la existencia de ovnis en 1947.
—¿De verdad? —preguntó Stanford.
—Sí, de verdad. Yo estaba entonces en el Air Technical Intelligence Centre, instalado en la base de Wright Paterson, en Dayton, Ohio. Créeme: nos hallábamos en un estado rayano en el pánico. ¿Y por qué? Porque, en contra de sus propias manifestaciones, los militares habían sido testigos de una auténtica plaga de apariciones, primero sobre la base aérea de Maxwell, en Montgomery, Alabama. Luego, para nuestro horror, en el polígono de pruebas de White Sands, precisamente en el núcleo de nuestro territorio destinado a la bomba A. Por último, lo que nos dejó atónitos: se produjo una extensa serie de apariciones el 8 de julio de 1947, sobre la base aérea de Muroc, ahora base Edwards, centro de pruebas del más alto secreto de las Fuerzas Aéreas en el desierto de Mojave.
—Estoy al corriente de todas esas apariciones —dijo Stanford—. Fueron realmente muy importantes.
—¡Maldita sea! —exclamó Goldman.
Se llevó el vaso a los labios, tomó un trago, lo llenó de nuevo, maldiciendo el ruido del resonante tocadiscos, y dejó el vaso en la mesa. Stanford se sirvió también, miró en torno por el atestado bar, advirtiendo los sombreros de ala ancha, las botas y las muchachas con trajes ceñidos.
—Me han dicho que estas apariciones llevaron al proyecto Sign.
—Sí —confirmó Goldman—. Una lumbrera tan importante como el general Nathan Twining, comandante del mando de material aéreo, escribió a la comandancia suprema conjunta Ejército-Fuerzas Aéreas, manifestando que los fenómenos eran algo real, que no se trataba de imaginaciones y visiones, y que tenían forma discoide, eran tan grandes como aviones y estaban controlados. Poco después, hacia diciembre de 1947, ultimamos el proyecto Sign, le otorgamos la clasificación 2A, y lo sometimos a la base aérea de Wright Paterson.
—Eso fue antes de que muriera el capitán Mantell.
—¡Ah, sí! Un caso famoso.
—Me han dicho que murió persiguiendo un ovni, pero las Fuerzas Aéreas lo niegan.
—Es cierto —afirmó Goldman—. Esos cerdos trataron de encubrirlo. Pero así fue, y otras muchísimas apariciones desconocidas nos dejaron realmente aterrados.
—¿Qué quieres decir?
Goldman se sirvió otro vaso, se humedeció los labios y miró en torno, saludó a unos amigos y luego volvió a mirar a Stanford.
—Bien; aquello instó a los responsables del proyecto Sign a redactar una memoria oficial dentro del mayor secreto, y no nos emborrachamos para escribirla. Aquella información compendiaba los historiales de todas las apariciones de ovnis, comprendidos globos de fuego, cohetes fantasma y observaciones efectuadas en América antes de 1947, y concluía, no estoy bromeando, que los ovnis eran de origen extraterrestre. Entonces, a través de distintos conductos, enviamos el informe al jefe del equipo, el general Hoyt Vandenberg, pero el buen general, ante nuestra sorpresa, nos lo devolvió con la orden que fuera enterrado.
Stanford bebió un trago y miró a una muchacha que estaba ante la barra. Los rubios cabellos le caían por los hombros y le apuntaban sus senos. Le sonrió, ella le devolvió la sonrisa y Stanford dejó el vaso sobre la mesa y se rascó la oreja.
—Tienes un buen bar. Con mucho movimiento, según veo.
—Sí —repuso Goldman—. Debo admitir que hay mucha actividad.
—El comportamiento del general Vandenberg me parece bastante extraño. Debió causarte algunos problemas.
Goldman asintió con un movimiento de cabeza y bebió un trago. Eructó e hizo un vago ademán. Tenía los ojos enrojecidos y legañosos.
—Cuando nos fue devuelto aquel informe —prosiguió—, nos dimos cuenta inmediatamente de que había algo sucio en todo aquello. En realidad, nos llegaron noticias de que Vandenberg nos había calificado a todos de locos, y las consecuencias fueron muy desagradables. El temor a seguir molestando a Vandenberg pronto nos indujo a desarrollar una nueva política. En el futuro, todo el personal del Sign hubimos de admitir que los informes sobre visiones de ovnis eran identificaciones erróneas, alucinaciones o paparruchas. No sólo esto, sino que nos vimos obligados a comprobar con los agentes del FBI los archivos de criminales y personas subversivas que obraban en los departamentos de policía, investigando las vidas privadas de los testigos visuales para cercioramos de que eran personas de confianza. Se sobreentiende que aquélla fue una clara advertencia que se nos hizo sobre lo inoportuno de que abriéramos demasiado la boca… Y, poco después de esto, el informe de Sign fue incinerado.
—Y entonces aquel proyecto se convirtió en el proyecto Grudge.
—Eso es. Prueba evidente del desagrado del general Vandenberg. Aquel cochino nos hundió.
Stanford miró a la barra y vio a la muchacha de rubia melena hablando y riendo con una robusta morena. La rubia se volvió a mirarlo, le sonrió y se pasó la mano por los cabellos. Luego susurró algo a su compañera y las dos se echaron a reír.
—He oído hablar muy mal de Grudge —dijo Stanford—. Parece que fue un trabajo realmente asqueroso.
—Es cierto. Nos ordenaron que silenciáramos todo el asunto. Nuestro trabajo consistía en desviar todas las investigaciones de los verdaderos ovnis. Teníamos que demostrar a los pobres tontos que acudían a informar, que los ovnis no existían.
—Eso debió resultar bastante difícil —observó Stanford—. Quiero decir que, según el informe Grudge, pese a ser un trabajo fantasma, por lo menos un veintitrés por ciento de vuestras apariciones seguían clasificadas como desconocidas.
—Era una faena. Aquello incluso fue demasiado evidente para el general Vandenberg. El mismo día que entregamos el informe, las Fuerzas Aéreas anunciaron que el proyecto estaba cancelado. Todos los archivos Grudge se arrinconaron, se invitó a algunos oficiales a desaparecer voluntariamente de escena, y el resto de nuestro personal fue totalmente desperdigado.
—Pero tú seguiste.
—Sí.
—Has debido pasarlo muy mal.
—Es cierto —admitió Goldman—. Comencé a pensar que las Fuerzas Aéreas simulaban únicamente estudiar los ovnis cuando, en realidad, no deseaban que descubriéramos nada. No podía entender su actitud, que para mí carecía de sentido. Todo lo que sabía era que informar acerca de objetos desconocidos ocasionaba graves problemas.
Stanford estudió el rostro de Goldman, observó sus ojos oscuros inyectados en sangre y le espantó advertir cuánto había perdido aquel hombre. Mejor sería no pensar en ello. Hombres como Goldman eran las víctimas. Resultaba difícil imaginar que había sido un piloto de guerra condecorado muchas veces y que colaboró en el proyecto Libro Azul cuando dicho proyecto era honorable. Goldman y Ruppelt: ambos lo habían pagado caro. Ahora Goldman se expresaba como un hombre sin futuro, mirando todavía introspectivamente.
—Háblame de Ruppelt —dijo Stanford—. Ahí existe un auténtico misterio.
—No hay misterio alguno —rechazó Goldman—. Es tan claro como el agua: se lo cargaron.
Llenó hasta el borde su vaso, vació la botella y la retiró, la cogió de nuevo y la agitó ante el barman, pidiéndole otra. Stanford se echó atrás en su silla y esperó. No quería insistir demasiado. Se suponía que aquélla era una conversación trivial y así tenía que seguir pareciéndolo. Stanford miró en torno. El ambiente estaba lleno de humo azul. Los pies calzados con botas de alto tacón resonaban en el suelo, los sombreros se agitaban, los trajes ceñidos se retorcían. Stanford vio a la muchacha rubia, que le sonrió y alzó su vaso. Pensó que podría enternecer a Goldman, de modo que sonrió también a la muchacha. El barman les llevó otra botella y dio un golpecito a Goldman en la espalda. Cuando se hubo marchado, Goldman llenó los dos vasos y siguió hablando:
—Ruppelt fue destinado al Centro de Inteligencia Técnica del Aire en enero de 1951 y, al igual que yo, estaba a las órdenes del teniente Jerry Cummings. Hasta entonces, Ruppelt no había dedicado mucha atención a los informes sobre los ovnis, pero lo que leyó en nuestros archivos le llamó la atención. Según recuerdo, le impresionaron especialmente dos informes que comprendían, además, películas tomadas en el polígono de pruebas de White Sands. Hay que tener en cuenta que White Sands estaba magníficamente equipado para seguir la pista a gran altura captando objetos móviles —es decir, misiles teledirigidos—, y tenía estaciones fotográficas equipadas con cámaras de cineteodolito localizadas por toda la zona. De modo que, en dos fechas distintas de junio de 1950, fueron fotografiados dos ovnis auténticos por dos cámaras distintas, y los muchachos que efectuaron las pruebas, gracias a un factor correctivo en los datos obtenidos por ambas cámaras, lograron calcular aproximadamente velocidad, altura y tamaño. Según sus informes, aquellos ovnis volaban a más de doce mil metros, viajaban a unos tres mil kilómetros por hora y tenían más de noventa metros de diámetro.
—¡Santo Dios! —exclamó Stanford.
—Esto es absolutamente cierto. Aquellos informes consiguieron impresionar a Ruppelt. Se obsesionó con los ovnis, comenzó a trabajar como un negro y entonces fue cuando ambos colaboramos intensamente, inspeccionando los antiguos archivos.
Goldman paseó su mirada por la sala. Evidentemente se sentía incómodo por momentos. Era el propietario del bar; éste era suyo y deseaba utilizarlo. Stanford advirtió las señales. Goldman parecía algo engreído. Stanford se acordó de Epstein, que le esperaba en Washington, y decidió darle un empujoncito.
—¿Qué indujo a emprender el proyecto Libro Azul? —preguntó.
—Las luces de Lubbock —repuso Goldman—. Eso y las apariciones de Fort Monmouth: aquello hizo que se removiera todo el asunto.
—Eso debe resultarle molesto.
—No importa —repuso Goldman.
—Busquemos un poco de compañía —sugirió Stanford—. Aquellas muchachas, la rubia y la morena.
Stanford giró en redondo, levantó su vaso hacia la rubia y luego le hizo señas con la mano izquierda en ademán invitador. Ella miró a su compañera, luego a Stanford fingiendo sorpresa, se señaló a sí misma con el dedo y esperó la señal de asentimiento de Stanford. Goldman miraba sorprendido, pensando que su compañero era bastante fresco. Las muchachas emitieron una risita y luego fueron hacia la mesa cogidas del brazo. El tocadiscos seguía sonando estrepitosamente. Las parejas bailaban separadas. Ambas muchachas se abrieron paso entre la aglomeración y llegaron a la mesa. Se detuvieron, mirando a Stanford y a Goldman sucesivamente, obsequiándoles con amplias y profesionales sonrisas.
—¡Hola! —saludó la morena.
—¡Paz en la tierra! —dijo Stanford—. Pensamos que no os importaría tomar un trago con dos hombres respetables.
—¡Oh, Jesús! —exclamó la morena.
—No reces —bromeó Stanford—. Los viernes por la noche no nos dedicamos a temas religiosos. Sentaos.
Las chicas rieron y se sentaron. De cerca tenían un aspecto diferente. La rubia llevaba pantalones tejanos y un sujetador que dejaba al descubierto su bronceado estómago. Los senos le asomaban desafiantes, tenía la nariz respingona y sus ojos resultaban inexpresivos. La morena era mucho más corpulenta y pesada, menos linda. Su holgado vestido disimulaba sus carnes, y su rostro iba enmascarado bajo una gruesa capa de maquillaje. Goldman supuso que serían dos prostitutas; Stanford lo dio por hecho. Las chicas le echaban miraditas a Stanford, se reían y suspiraban.
—Me llamo Joanna —dijo la rubia—. Y ésta es mi amiga Carol. Vivimos en el otro extremo de la ciudad. No habíamos estado nunca aquí.
—Yo soy Stanford. Y este caballero es el señor Goldman. Nos sentíamos aburridos oyendo nuestras propias voces y pensamos que nos distraeríais un poco.
Las chicas volvieron a reírse.
—Era una vergüenza —dijo la morena—. Creí que estabais enamorados. Se os veía tan absortos…
—¿De qué estabais hablando? —preguntó la rubia.
—De ovnis —murmuró Goldman.
—¿De ovnis?
—Sí, de platillos volantes —confirmó Stanford—. El señor Goldman es un experto en la materia.
La inmensa morena se estremeció.
—¡Es horripilante!
—¡Fantástico! —exclamó la rubia—. ¡Mi tema favorito! ¿Eres un experto de verdad?
Miraba directamente a Goldman con sus grandes ojos azules. Goldman sonrió y se irguió en su asiento con aire presumido.
—Así lo creo —repuso.
—Se comporta con mucha modestia —explicó Stanford—. Este muchacho estuvo persiguiendo ovnis por encargo de las Fuerzas Aéreas: lo sabe todo de ellos.
La rubia se aproximó más a Goldman, rozándole el brazo con sus senos, los azules ojos muy abiertos y excitados y tocándole con la rodilla. Goldman no pudo resistirse, y se comportó como si estuviera más ebrio de lo que en realidad se encontraba: le pasó el brazo por los hombros y luego la atrajo hacia sí y le tocó el pecho izquierdo.
—Háblale de las luces de Lubbock —le dijo Stanford—. Dale todos los detalles.
Goldman sonrió a la rubia.
—De acuerdo, querida —comenzó—. Te voy a hacer una exhibición de mis conocimientos que te dejará estupefacta.
Stanford les sirvió bebida a todos. Goldman bebió y abrazó a la rubia. La morena miró en torno, se estremeció y siseó.
—Esto es desagradable.
La rubia se echó a reír y se abrazó a Goldman. Stanford les observaba cuidadosamente. Goldman sonrió a los tres y luego comenzó a hablar.
El caso de Lubbock empezó la tarde del 25 de agosto de 1951. Un empleado de la Comisión de Energía Atómica de la supersecreta Sandia Corporation, sometida a las más extremas medidas de seguridad, se hallaba en el jardín de su casa, situada en las afueras de Albuquerque. Distinguió un enorme avión que volaba suave y silenciosamente sobre su hogar y al que más tarde describió con forma de «ala volante», de aproximadamente una vez y media el tamaño de un B-36, con unas seis u ocho luces azul pálido encendidas detrás de las alas. Aquella misma noche, unos veinte minutos después de haberse producido este descubrimiento, cuatro profesores de la Universidad Tecnológica de Texas, en Lubbock, observaron una formación de luces que cruzaba el cielo: eran de quince a treinta luces separadas, todas de color verde azulado, y se trasladaban de norte a sur en formación semicircular. Luego, a primera hora de la mañana del 26 de agosto, pocas horas después de lo sucedido en Lubbock, dos radares distintos situados en la estación del Alto Mando de la Defensa Aérea del estado de Washington, registraron un blanco desconocido que se desplazaba a mil quinientos kilómetros por hora y a cuatrocientos metros de altura en dirección Noroeste. No concluyó aquí el caso. El 31 de agosto, en el punto crucial de la aparición, dos damas que viajaban en coche por las inmediaciones de Matador, unos ciento quince kilómetros al Noroeste de Lubbock, distinguieron un objeto en forma de pera a unos ciento treinta metros de distancia y a unos treinta y cinco metros en el aire, deslizándose suavemente hacia el Este, a velocidad inferior a la de despegue de un avión Cub. Una de aquellas testigos estaba muy familiarizada con la aviación, pues era esposa de un oficial del Ejército del Aire y había vivido cerca de bases muchos años, y juró que el objeto tenía las dimensiones del fuselaje de un B-29, iba provisto de una escotilla a un lado y no producía ningún ruido al desplazarse en el aire. De pronto, cobro velocidad y se remontó, perdiéndose de vista, al parecer describiendo un complicado movimiento en espiral. Aquella misma noche un fotógrafo aficionado tomó cinco fotos de una formación en uve de las mismas luces azuladas cuando sobrevolaban su patio. Y, finalmente, la esposa de un ranchero dijo a su marido, quien relató la historia al capitán Ruppelt, que había visto un gran objeto deslizarse rápida y silenciosamente sobre su casa. Aquel objeto fue visto unos diez minutos después de que lo descubriera otro ejecutivo de la Sandia Corporation. Éste lo describió como un «avión sin cuerpo», y la mujer dijo que detrás del ala había pares de luces destellantes azuladas, descripción que coincidía con la de un empleado de la Sandia en Albuquerque.
—¡Dios! —exclamó la rubia.
—Yo no lo creo —dijo la morena—. Quiero decir que la gente se pasa el tiempo viendo cosas, pero no puede demostrarse que existan.
—Te equivocas —repuso Goldman—. Investigamos concienzudamente todas las visiones de Lubbock. Primero descubrimos que la captación por el radar del estado de Washington era un blanco consistente y no un fenómeno atmosférico, y que resultaba fácil deducir que un objeto que volase entre la estación de radar y Lubbock tendría que haber seguido la dirección Noroeste en el momento en que fue visto en ambos sitios. Según calculó el mismo radar, desarrollaba una velocidad aproximada de mil quinientos kilómetros por hora. Seguidamente, analizamos las cinco fotografías tomadas por el aficionado. Las luces habían cruzado a unos ciento veinte grados de cielo abierto y a una velocidad angular de treinta grados por segundo, lo que corresponde exactamente a la velocidad angular cuidadosamente comprobada por los cuatro profesores de la Escuela Técnica de Lubbock. El análisis de las fotos también demostró que las luces eran mucho más brillantes que las estrellas circundantes y que su insólita intensidad podía haber producido una fuente de luz excepcionalmente brillante, del rojo más extremo del espectro, rozando ya el infrarrojo.
—¡Santo Cielo! —exclamó la morena—. Parece Einstein. ¿Qué diablos significa todo esto?
Goldman se sintió halagado ante su asombro. Les sonrió a ambas sucesivamente y luego fijó su legañosa mirada en Stanford, ignorando a las muchachas.
—Bueno —dijo—, puesto que el ojo humano no es sensible a esa luz, la luz puede parecer confusa a la vista, como sucedió en muchos casos en Lubbock, pero impresionar con un brillo excepcional una fotografía, como ocurrió con las que se obtuvieron. Según el Laboratorio de Reconocimiento Fotográfico, en aquella ocasión nada de tan insólitas características que estuviera volando. Sin embargo, lo que de veras nos dejó abrumados fue descubrir que las luces de las fotos eran sorprendentemente similares a la descripción dada por el empleado de la Comisión de Energía Atómica, de las vistas por él en el ángulo de popa del inmenso ovni que sobrevolaba su casa.
—Según eso —dijo Stanford inclinándose hacia delante—, algo sobrevoló los trescientos cincuenta kilómetros que separan Albuquerque de Lubbock a una velocidad de unos mil quinientos kilómetros por hora. Y la estación de radar de Washington ¿captó el mismo objeto?
—Según los testigos —explicó Goldman—, nuestro radar y los cálculos visuales de trayectoria, así fue. Los archivos de Lubbock fueron estudiados por un grupo de expertos en cohetes, físicos nucleares y expertos en inteligencia, y todos quedaron convencidos de que las luces de Lubbock eran de origen extraterrestre.
—¡Oh, Dios! —exclamó la rubia—. ¡Debe de ser cierto! ¿Lo has oído? Tiene que ser cierto.
—¡Mierda! —replicó la morena—. Todo es una mierda. Hablemos de sexo.
Cogió su vaso y bebió un trago, lo dejó en la mesa, lanzó a todos ellos una mirada de disgusto y luego encendió un cigarrillo. Stanford sonrió comprensivo y le acarició la mejilla.
—Sexo —repitió—, me gusta el sonido de esa palabra. Creo que hasta podríamos ponerla en práctica.
Se echó hacia atrás y le sonrió. Ella le devolvió la sonrisa. La rubia frunció los labios de manera teatral y se abrazó a Goldman.
—Olvídate de ellos —dijo—. Esto es mucho más importante. Cosas así no se oyen todos los días. Estoy temblando de la cabeza a los pies.
Al estremecerse se le agitaron los senos. Goldman parecía mucho más brillante. Stanford se encogió de hombros, como si realmente no le importase, y llenó los vasos de todos.
—Todo esto es una mierda —insistió la morena.
—¿Es cierto eso? —preguntó Stanford—. Oí decir que el Pentágono estaba involucrado en el asunto. ¿Es cierto ese comentario, Goldman?
—Lo es, aunque muchos lo ignoran. El Pentágono, aunque te dijeran otra cosa, estuvo muy complicado en el asunto. Todo comenzó con las apariciones en Fort Monmouth, en que todos los testigos fueron oficiales del Alto Estado Mayor. Aquellas visiones causaron una tremenda sensación y empujaron la bola de nieve. Quiero decir que, al cabo de pocas horas de haberse producido, recibimos una llamada del director de Inteligencia de las Fuerzas Aéreas, el general de división Cabell, ordenando que alguien de ATIC fuese inmediatamente a Jersey y descubriera qué diablos sucedía. Poco después, el piloto del T-33 y el comandante de las Fuerzas Aéreas que habían intentado perseguir al ovni se trasladaban en un avión a Nueva York, donde fueron interrogados por dos de nuestros mejores hombres. Éstos, el teniente Cummings y el teniente coronel Rosengarten, estaban sentados al día siguiente en el Pentágono cambiando impresiones con el general de división Cabell. Aquella conversación fue totalmente grabada, pero según nos enteramos se consideró demasiado peligrosa y la cinta fue destruida posteriormente. No importa… Convencido ya sin la menor duda de la autenticidad del problema ovni, el general de división Cabell ordenó a ATIC que elaborara un nuevo proyecto. Y, puesto que Cummings estaba a punto de retirarse del servicio activo, el capitán Ruppelt se hizo cargo de la operación. En abril de 1952, el proyecto Grudge fue bautizado de nuevo con el nombre de proyecto Libro Azul, y Ruppelt se lo tomó realmente muy en serio.
Stanford miró fijamente a Goldman: aquello era lo que quería saber. Concretando más, era lo que Epstein deseaba oír, y que él debería transmitirle.
—¡Negocios! —interrumpió la morena—. Estoy harta de toda esa basura. Creo que vosotros dos podríais hacernos alguna propuesta: tengo que ganarme la vida.
—¡Oh, por Dios! —exclamó la rubia—. Eso puede esperar. También necesitamos un respiro.
—Es cierto —la apoyó Stanford—. Bebamos otra copa. No te preocupes; estamos aquí para pasar la noche con vosotras y no somos tacaños.
La morena frunció los labios, miró a su amiga y se encogió de hombros. Stanford cogió la botella, sirvió más bebida y miró directamente a Goldman.
—¡Eso es asombroso! ¡Casi no puedo creerlo! Nunca pensé que se lo tomaran en serio. ¡El Pentágono! ¡Jesús!
Estaba halagando la vanidad de Goldman, y la respuesta fue inmediata: Goldman apartó su brazo de la rubia y se dirigió únicamente a Stanford.
—No sólo el Pentágono. También la CIA.
—¿Cómo?
—Has oído bien —prosiguió Goldman—. Hacia junio de aquel año, el proyecto Libro Azul progresaba firmemente y habíamos recibido más informes oficiales que en todos los meses anteriores de su historia. En realidad, el número de informes que se recibían por aquel tiempo era extraordinario, y los oficiales del Ejército del Aire que se hallaban en el Pentágono se enfurecieron. En julio se recibieron en ATIC unos quinientos informes, más del triple de los que llegaron en junio. Y, entonces, uno de los personajes más importantes de la CIA y gran número de sus invitados, vieron un silencioso ovni ascender verticalmente sobre su casa de Alexandria, Virginia, y el general Samford, director del Servicio de Inteligencia, convocó a Ruppelt a una reunión secreta en Washington a la que asistieron el propio general Samford, miembros de su equipo, oficiales de la Inteligencia de la Marina y, según Ruppelt, algunos agentes de la CIA. Era la primera vez que ésta se entremetía oficialmente en el asunto, y eso coincidió con el inicio de nuestros problemas.
—¿Quieres decir que Ruppelt comenzó a sufrir todo tipo de presiones?
—Sí —afirmó Goldman—. El número de apariciones de julio, hasta entonces sin precedentes, hizo estallar la bomba, que culminó con la famosa invasión de ovnis sobre Washington en 1952. Después de eso, se produjo el asesinato.
—Me estoy limando las uñas —dijo la morena—. No tengo nada más que hacer. Y el trasero se me está entumeciendo, así que me limo las uñas.
Todos la miraron, comprobando que era cierto lo que decía. Cerca de la mesa había gente bailando y el tocadiscos resonaba con estrépito. La rubia siguió el ritmo, miró a Stanford y le guiño el ojo. Stanford sonrió, pero siguió fijando su mirada en Goldman, tratando de mantenerle absorto en la cuestión.
—Las apariciones de Washington fueron increíbles —continuo—. Pero ¿qué sucedía en segundo plano? Quiero decir, ¿qué relación tiene esto con Ruppelt? Creo haberte oído que aquello le afectaba.
Sí, así era. Ruppelt no se encontraba en Washington aquella noche, pero le asestaron la bofetada de pleno. En realidad, Ruppelt nunca fue informado de las apariciones y las descubrió al comprar un periódico en la terminal del Aeropuerto Nacional de Washington, al apearse de un avión de línea. Llegaba de Dayton, Ohio. Inmediatamente acudió al Pentágono, donde celebró una reunión urgente con el comandante Dewey Fournet y el coronel Bower, un oficial de inteligencia de la base de Bolling. Le explicaron que, por la noche, el reducido pasillo de aire que rodea la Casa Blanca había sido ocupado por reactores interceptores que trataban de perseguir a los ovnis, que éstos habían sido detectados por radar en todo el estado de Washington, que un análisis de las visiones descartó completamente que se tratara de inversiones de temperatura, y que los operadores de radar del Aeropuerto Nacional de Washington y de la base Andrews, además de, por lo menos, dos pilotos aéreos veteranos, habían jurado que las ondas de radar captaron objetos sólidos y consistentes.
—Así, pues —preguntó Stanford—, ¿qué le pasó a Ruppelt?
—Bien; en representación de las Fuerzas Aéreas, Al Chop facilitó a la prensa un «sin comentarios» sobre las apariciones. Entretanto, el capitán Ruppelt trató de llevar a cabo una concienzuda investigación, pero sólo tropezó con obstáculos por doquier. Se proponía visitar detenidamente la zona, todos los puntos en los que se habían detectado las apariciones, pero apenas consiguió salir del Pentágono. Primero recurrió a la sección de transportes, pidiendo un coche, que le fue negado; luego, acudió a la oficina administrativa para tratar de alquilar un coche y también se lo negaron. A continuación le recordaron que debía estar ya de regreso en Dayton y que, si no se iba, sería considerado técnicamente AWOL (ausente sin permiso). Ruppelt accedió a regañadientes y volvió a Wright Paterson, en Dayton.
—¿Tratas de decirme que las Fuerzas Aéreas se desembarazaron con toda limpieza de su investigador más competente?
—¿Qué otra interpretación cabe?
—De acuerdo. Así que, al cabo de una semana de haberse producido la primera aparición de importancia, se desencadenó otra invasión sobre Washington.
—Ciertamente —repuso Goldman—. Y en esta ocasión, aún fue peor. Aproximadamente a las diez y media de la noche del 26 de julio, los mismos operadores de radar que habían detectado los ovnis la semana anterior, captaron varios objetos muy similares… y esta vez los ovnis se extendían formando un inmenso arco en torno a Washington, desde Virginia a la base Andrews. En resumen: habían rodeado Washington.
Stanford miró a la morena, vio que se seguía arreglando las uñas y luego observó a la rubia de estómago descubierto, y recibió una estimulante sonrisa.
—En este caso —dijo Stanford—, la Casa Blanca se tomaría más en serio la invasión.
—Seguramente así fue. Aquella noche se produjo un caos en Washington. La prensa estaba furiosa porque todos los reporteros y los fotógrafos habían recibido orden de salir de las salas donde estaban los aparatos de radar en el momento en que nuestros interceptores perseguían a los ovnis. Sin embargo, una vez la prensa hubo desaparecido, estallaron auténticas polémicas entre los operadores de radar y el propio Pentágono. Según Dewey Fournet, el enlace del Pentágono, todos los que se encontraban en las salas de radar habían quedado convencidos de que los blancos detectados correspondían a objetos consistentes y metálicos, y que era imposible que se tratara de otras cosas. Fuesen lo que fuesen, aquellos objetos podían permanecer literalmente suspendidos en el aire y acelerar de pronto hasta alcanzar los once mil kilómetros por hora.
—¡Cielo santo! —exclamó la rubia—. ¡Pensar lo que he leído sobre esos platillos! ¿Es cierto que el propio presidente Nixon los vio?
—Eso fue en 1952 —corrigió la morena—; te has equivocado de presidente.
—Sí —dijo Goldman—. Cuando yo estaba allí, corrieron rumores de que el propio presidente Truman casi se volvió tarumba al ver los ovnis rodeando la Casa Blanca. Aquella historia pronto fue desmentida por uno de los ayudantes del presidente, pero poco después, sobre las diez de la mañana, el asesor militar aéreo del presidente, general Landry, llamó a los servicios secretos a petición personal de Truman para que se enteraran de qué diablos había estado sucediendo. El propio Ruppelt tomó la llamada y tuvo que responder con rodeos porque no podía explicar de ningún modo las apariciones.
La morena abrió el bolso que llevaba colgado del hombro, guardó su estuche de manicura y luego los fue mirando sucesivamente, frunciendo los labios con desagrado.
—He terminado —anunció—; ya me he arreglado las uñas. Estoy aquí sentada tratando de ganarme la vida, pero no logro entrar en acción.
—¡Oh, Carol! —exclamó la rubia.
—Soy una obrera —repuso Carol—. Necesito vivir como cualquier otra persona, y estos dos chicos no me ayudan.
—Tenemos habitaciones —dijo Goldman.
—Lo sé —contestó Carol.
—De acuerdo —intervino Stanford—. Esto ya es un trato. Concédenos cinco minutos más.
Carol dio un resoplido y asintió, bebió un trago y miró en torno.
—De acuerdo. Si pasa más tiempo, nos buscaremos otros clientes.
La rubia sonrió a Stanford, y Goldman a la rubia. Stanford le guiñó el ojo a la rubia, se inclinó hacia delante y miró fijamente a Goldman.
—¿Qué crees que significaba todo esto? —preguntó Stanford.
Goldman suspiró.
—Las apariciones de Washington, más que ninguna otra cosa, despertaron las sospechas de quienes trabajábamos en el Libro Azul, en el sentido de que las Fuerzas Aéreas entorpecían la investigación sobre los ovnis. En realidad, pasamos un año estudiando aquellas apariciones, y lo que descubrimos nos dejó muy sorprendidos. En un principio, cuando los operadores de la torre de control de la base Andrews fueron interrogados sobre la «gran esfera encendida y de color anaranjado» que dijeron haber visto, alteraron totalmente su versión, manifestando haber visto en realidad una estrella que les había impresionado muchísimo. Aparte la enorme tontería de que radiooperadores expertos describan una estrella normal como «una gran esfera encendida de color anaranjado», precisamente sobre su torre de control, Ruppelt también descubrió que, según las tablas astronómicas, no había ninguna estrella excepcionalmente brillante en el punto en que se dijo haber visto el ovni. Ruppelt averiguó posteriormente, gracias a las que él calificaba de «fuentes fidedignas», que los operadores de la torre se habían visto algo «influidos». Asimismo, el piloto de un F-94C que nos explicó cómo había tratado en vano de interceptar luces no identificadas, manifestó en su informe oficial que todo lo que había visto era una luz terrestre devolviendo el reflejo de una capa de resplandor, declaración igualmente ridícula puesto que tanto el piloto como los técnicos de radar confirmaron que las luces aparecieron y se esfumaron repetidas veces en el cielo antes de su definitiva desaparición. Después, en vista de la insistencia de las Fuerzas Aéreas alegando que las luces habían sido producidas por inversiones de temperatura, comprobamos la intensidad de tales inversiones por medio del Centro de Previsiones Meteorológicas del Mando de la Defensa Aérea, y en ningún momento se produjo una inversión de temperatura lo bastante intensa como para que pudiera captarla el radar. Finalmente, ningún globo meteorológico efectúa un giro de ciento ochenta grados y escapa a toda velocidad cuando le da alcance un avión. Las apariciones de Washington, según el Libro Azul, siguen siendo un enigma.
Stanford comenzaba a olvidarse de las muchachas. Sentía una fría y clara excitación. Pensaba en Epstein, que, en la oficina de Washington, aguardaba pacientemente sus noticias. Epstein tenía razón: las Fuerzas Aéreas trataban de encubrir el asunto. El porqué de ello seguía siendo un misterio que Ruppelt hubiera podido solucionar.
—Ya he dicho —siguió Goldman— que la reacción oficial a las visiones de Washington nos hicieron sospechar muchísimo de las Fuerzas Aéreas. Eran ya demasiados los que nos decían una cosa y alteraban después sus versiones al dar sus informes «oficiales». También se hizo cada vez más evidente que los altos mandos de las Fuerzas Aéreas trataban de deslumbrarnos con alguna sórdida maniobra. Después de las apariciones de Washington, Ruppelt se quedó convencido de que los pilotos que informaron sobre la aparición de ovnis habían sido intimidados para que cambiaran sus informes o guardaran silencio; que se había ocultado muchísima información del Libro Azul y que la CIA se estaba metiendo en el asunto por razones inexplicables.
—¿Os preocupaba realmente la CIA?
—Sí. La persona que más nos molestó durante aquel tiempo fue el general Hoyt Vandenberg. Ten en cuenta que él echó tierra al informe del proyecto Sign, hizo circular el rumor de que estábamos locos y, directa o indirectamente, provocó el temor al ridículo que desde entonces ha obstaculizado siempre todas las iniciativas relacionadas con los ovnis. También por culpa de Vandenberg quedó enterrado el estudio Sign, y este proyecto fue insultantemente rebautizado como Grudge. Ninguno de nosotros podía estar seguro de hasta qué punto prevalecía la influencia de Vandenberg sobre las Fuerzas Aéreas o la CIA, pero nos constaba que había sido jefe de grupo del Central Intelligence —más tarde la CIA— de junio de 1946 a mayo de 1947; que su tío había presidido el Comité de Relaciones Exteriores, por entonces el más importante del Senado; que, evidentemente, seguía teniendo gran influencia en aquellos departamentos, y que siempre se estaban recibiendo presiones desde ellos para anular el éxito en las investigaciones sobre ovnis. Todo esto nos hizo desconfiar de él en lo sucesivo. Por consiguiente, nos enteramos sin ninguna sorpresa de que la CIA y algunos oficiales de alto nivel, comprendidos los generales Vandenberg y Samford, desoyendo las objeciones del Battelle Memorial Institute, convocaban a un grupo de científicos para que «analizasen» todos los datos del Libro Azul. Tampoco nos sorprendió descubrir que dicho grupo debía estar dirigido por el doctor H. P. Robertson, director del Grupo de Valoración del Sistema de Armamento de la Secretaría de Defensa y alto funcionario de la CIA.
—¿Qué sabes del grupo Robertson? —preguntó Stanford.
Goldman miró a las dos fulanas, luego a Stanford, se frotó los ojos excitado, deseando continuar, pero nervioso. Miró otra vez a las muchachas: la rubia sonreía y se mojaba los labios; la morena apoyaba la barbilla en la mano y fruncía los labios fastidiada.
—Me estoy impacientando —dijo—. Considero que nos estás dando un rollazo. No creo que vayáis a llevamos arriba: se me está encalleciendo el trasero de estar sentada.
—No puedo permitirlo —repuso Goldman.
—Me corresponde a mí —dijo Stanford—. Tengo la bolsa llena y estoy en forma, de modo que vamos a concretar algo arriba.
—¡Jesús, gracias! —repuso Goldman—. Quiero decir que eso es algo más decoroso. Voy a decirte lo que haremos: enviaremos arriba a las chicas y luego concluiremos la charla.
—¡Oh, mierda! —exclamó la rubia.
—Esto es confidencial —dijo Goldman—. Deseo acabar de contarle esta historia a mi compañero, de modo que esperadnos arriba.
—¿Cuánto tiempo? —preguntó la morena.
—Unos cinco minutos —repuso Goldman.
—Aquí tenéis un anticipo —dijo Stanford—. Esto os garantiza que luego subiremos.
Les entregó cincuenta dólares, que la morena se metió en el bolso. Se levantó, miró a la rubia, y dijo:
—De acuerdo, subamos.
La rubia suspiró y se levantó, volviendo hacia ambos su nariz respingona.
—¿Qué habitación? —preguntó—. Tenemos que saber cuál es. No podemos joder en el pasillo.
Goldman le dio el número. Ella resopló ruidosamente y se marchó. La morena les sonrió a ambos, siguió a su compañera y ambas pasaron junto al sonoro tocadiscos, desapareciendo en la aglomeración. Goldman suspiró y llenó su vaso, bebió un trago y miró en torno, receloso. Luego se inclinó sobre la mesa y se dirigió a Stanford con una intensa mirada en sus ojos oscuros.
—Lo único que realmente sé acerca del grupo Robertson es que se convocó secretamente en Washington en 1953 y que los datos del informe del proyecto Libro Azul fueron tergiversados. Se redactó un nuevo informe, totalmente negativo, que indujo a la virtual suspensión de nuestras operaciones. En primer lugar, el grupo sometió ese informe a la CIA, a los más altos oficiales de las Fuerzas Aéreas y al Pentágono, pero se negó a entregar una copia a Ruppelt o a cualquier otro miembro de Libro Azul. Seguidamente, Ruppelt y el capitán Garland fueron convocados al cuartel general de la CIA, donde se les explicó que el grupo Robertson había recomendado incrementar el equipo de Libro Azul y dar fin al proyecto en el más absoluto secreto. Naturalmente, esto estimuló a Ruppelt, pero su placer se convirtió en pesar al descubrir que la CIA le había estado mintiendo. En realidad, más tarde se dedujo que el grupo Robertson había recomendado intensificar las medidas de seguridad, contrarrestar el interés masivo por el tema y ridiculizar sutilmente a los testigos de los ovnis y el fenómeno en general.
Goldman miró a su alrededor: la sala estaba llena de humo y de gente. El tocadiscos sonaba estentóreamente en un rincón, rodeado de bailarines.
—De modo que cuando resultó evidente que la CIA nos había mentido y que las Fuerzas Aéreas trataban de neutralizar el Libro Azul, algunos de nosotros nos pusimos muy nerviosos. El propio Ruppelt comenzó a sentir que se estaba enfrentando a una creciente oposición del Pentágono a sus planes para extender las actividades del Libro Azul. Esta sensación le fue confirmada cuando pidió el traslado, pero accedió a seguir con el Libro Azul hasta que pudiera encontrársele sustituto. Había pedido el traslado en diciembre de 1952, pero en febrero siguiente aún no se había concretado la sustitución, que tampoco se produjo cuando el teniente Flues fue trasladado al Mando Aéreo de Alaska, ni cuando otros miembros del equipo renunciaron o fueron a su vez trasladados. En resumen: en 1953, Ruppelt dejó la organización del Libro Azul drásticamente reducida y cuando regresó en julio del mismo año, se encontró con que las Fuerzas Aéreas habían dado nuevos destinos a la mayoría del equipo restante, que no habían nombrado sustitutos y que el Libro Azul consistía a la sazón en él mismo y dos ayudantes. Hablando claro, el proyecto Libro Azul había sido saboteado.
—¿Crees que intencionadamente? —preguntó Stanford.
—Sí —repuso Goldman—. Fue algo deliberado. Yo había dejado las Fuerzas Aéreas cuando Ruppelt regresó, y lo que me sucedió era algo corriente. En realidad, una vez que Ruppelt se fue a Denver, resultó claro para todos nosotros que el mando no le había sustituido porque se proponía apartar del Libro Azul a la única figura que les quedaba que gozaba de cierta autoridad. No contando con ningún oficial competente encargado del asunto, el Libro Azul tenía escasos medios de resistir los numerosos traslados y sutiles presiones que llegaron a asfixiarlo. Desde luego que algunos de nosotros tratamos de protestar contra todo ello, pero fue lo peor que pudimos hacer. Cada vez se veían más muchachos vejados, arruinada su confianza, destrozados sus buenos recuerdos, para ser luego trasladados por medio de castigos o pedirles que dimitiesen: eso fue lo que me pasó a mí. Aquellos marranos la tomaron conmigo. Comenzaron a castigarme por negligencia, por «muda insolencia» y otras zarandajas, y luego me iban trasladando de un sitio a otro, de un rincón a otro. Después de esto, renuncié. No podía seguir resistiéndolo. Bebía como un cosaco, mi mujer me dejó y, por fin, como la mayoría, tuve que dimitir… No te acerques demasiado a los ovnis: es peligroso. Si te acercas demasiado, te queman y raras veces logras recobrarte.
Goldman cogió su vaso y apuró el contenido de un trago. Luego se secó los labios con el dorso de la mano y miró en torno, sin ver.
—¡Santo Dios! —exclamó—. Estoy borracho. Me parece que necesito un buen polvo. Tengo que liberar mi organismo de esto. Subamos con esas dos putas.
Se levantó, tambaleándose, y se asió a la mesa para mantener el equilibrio. Stanford se levantó y le cogió del brazo, haciéndole dar la vuelta, y ambos se abrieron camino entre la ruidosa multitud. Pasaron junto a los bailarines, que rodeaban el tocadiscos, brotaron de entre la niebla de humo azul y llegaron al pie de la oscura y estrecha escalera.
—¿Qué fue de Ruppelt? —preguntó Stanford—. No me lo has dicho.
Goldman tropezó con la escalera: la bebida le había dado fuerte. Stanford le rodeó con el brazo y le ayudó a subir, preguntándose cómo habría llegado a aquel extremo.
—No lo sé —repuso Goldman—. Acabó tan fastidiado como yo. Poco después de haber dejado las Fuerzas Aéreas vino a verme y bebimos cerveza y charlamos. Ruppelt tenía la cabeza llena de interrogantes. No podía dejar de pensar en el asunto. Había dimitido, pero el tema seguía obsesionándole y le mantenía en vela por las noches. Se preguntaba qué había ido mal en el Libro Azul; por qué lo habían quitado de en medio; por qué las Fuerzas Aéreas habían jugado tan sucio. No dejaba de hacerse preguntas.
Habían llegado arriba. El pasillo era corto y estaba oscuro. Goldman refunfuñó y anduvo dando bandazos, oscilando peligrosamente de un lado a otro, pero Stanford le asió del brazo, le obligó a dar la vuelta y lo apoyó contra la pared.
—¿Qué preguntas? —le interrogó.
Goldman tosió en su puño, miró fijamente a Stanford con los ojos inyectados en sangre y luego se expresó con voz áspera, burlándose de sí mismo y dejando escapar su amargura.
—¿Por qué las Fuerzas Aéreas estaban diciendo a todo el mundo que el estudio de los ovnis no había dado bastantes pruebas que garantizasen su investigación, y ordenaban al mismo tiempo que se investigasen secretamente todos los informes? ¿Por qué, cuando todos nosotros habíamos leído la declaración del general Twining de que el fenómeno era algo real, negaban que se hubieran hecho tales afirmaciones? ¿Por qué cuando ellos mismos iniciaron el proyecto Sign y recibieron su informe oficial con la conclusión de que los ovnis eran de origen extraterrestre, neutralizaron el proyecto y pegaron fuego a los informes? ¿Por qué cuando el proyecto Sign se transformó en Grudge se dedicaron a ridiculizar todas las apariciones descritas, y luego dispersaron la mayoría del equipo que trabajaba en el proyecto? ¿Por qué cuando las Fuerzas Aéreas seguían pretendiendo no tener interés alguno en los ovnis insistían en que todos los informes fuesen enviados al Pentágono? ¿Por qué cuando el teniente Cummings y el teniente coronel Rosengarten hablaron del tema ovni en el Pentágono con el director de Inteligencia de las Fuerzas Aéreas, fue destruida la grabación de la entrevista? Y, finalmente, ¿por qué mintió la CIA a Ruppelt, por qué le quitaron el informe Robertson y por qué se fue a paseo el proyecto Libro Azul? Estas preguntas no han sido respondidas.
Stanford abrió la puerta del dormitorio y la luz inundó el pasillo. Las dos prostitutas estaban sentadas en la cama bebiendo whisky y riendo. La habitación era pequeña y estaba sucia, y la cama de matrimonio permanecía sin hacer. Stanford hizo entrar a Goldman, cerró dando un portazo, y desanduvo el camino, cruzando el oscuro pasillo hasta llegar a la escalera. Allí se detuvo un rato. El bar le parecía muy lejano. La oscuridad estaba llena de posibilidades y de extraños e informes misteriosos.
—¿Por qué? —repitió.