Capítulo Doce

El sueño del Reich de mil años tenía la grandeza de la locura. Nada era imposible: de ello estaban firmemente convencidos. Tenía su socialismo volkisch, su necesidad de una utopía aria y, con la pasión de los visionarios locos, se adelantaron a crearlo. ¿Misticismo? Sí. El Reich había nacido del misticismo: el círculo cósmico de Munich, la antroposofía de Rudolf Steiner, la teosofía y los rosacruces de Viena y Praga, los antiguos sueños de la Atlántida y Lemuria y de los alemanes inmaculados. Misticismo y racismo: la sangre «pura» decretada por Schuler. El Tercer Reich brotó de una visión utópica exenta de judíos y seres humanos de categoría inferior.

Tales sueños son ilimitados: la simple lógica no puede contenerlos. En tales sueños el Tercer Reich nacía ante perspectivas ilimitadas e ignoraba lo imposible. Todo el mundo sería cambiado. Ciudades y naciones quedarían borradas. La Tierra, limpia de judíos, especies inferiores y otras alimañas, sería el hogar de una jerarquía selecta de amos y esclavos que, en colonias aisladas, en nuevas ciudades de vidrio y piedra, crearía el nuevo orden.

Sin duda eran locos, y sus principales dirigentes grotescos. Hombres que vivían sus sueños, que estaban disociados de la realidad. Como los niños, creían que todo era posible y que nada podría detenerlos.

La ciencia es lógica, y a ella se opone el misticismo. Yo despreciaba el misticismo de los nazis, pero podía captar su potencial. Mis propios sueños eran grandiosos, y ninguna democracia podría permitirlos. Necesitaba dinero, equipo y trabajar por etapas. Ninguna democracia aprobaría mis planes sólo los dementes. Y los dementes, aquellos visionarios enloquecidos, eran los cabecillas del Reich.

Lo comprendí al conocer a Himmler. Fue en 1935. Detrás de sus gafas, sus ojos tenían la dulzura de un sacerdote o de un loco. Nos encontrábamos en su despacho de Berlín. Yo extendí mis proyectos sobre su escritorio. Los estudió, se pasó la mano por sus escasos cabellos oscuros y se tocó la nariz con un dedo.

Anteriormente había sido granjero avícola, y a la sazón dirigía las SS. Era un asesino apacible, modesto y puritano, que se expresaba suavemente y se proponía resucitar la Atlántida mediante un Reich poblado de superhombres. Yo le había estado observando anteriormente y me bastaba con cuanto sabía. Creía en el hipnotismo, la reencarnación y la clarividencia, en el mundo cósmico de hielo y fuego de Horbiger, en dioses y en hombres dioses. Sus SS eran como una orden religiosa a la que sus hombres estaban vinculados por un juramento de sangre. Himmler deseaba mantenerlos aislados, lavarles el cerebro y remodelarlos, aparearlos con la mujeres alemanas más puras y lograr la limpieza de la sangre. En otro tiempo había producido aves; ahora deseaba hacer lo mismo con las personas. Abrigaba el sueño de un orden disciplinario de amos y esclavos. Yo anhelaba algo semejante, pero consagrado a la ciencia. Y cuando Himmler levantó la mirada de mis proyectos, comprendí que podría lograrlo.

Himmler me observó detenidamente. No podía comprender qué me había llevado allí. Primero me creyó un americano excéntrico que debía ser fusilado, y me tuvo prisionero en Berlín. Durante meses y meses me estuvieron interrogando en los calabozos de la Gestapo, en la Prinz Albrechtstrasse, oía los gritos de los torturados. Mis interrogatorios eran más inocuos. Ocupaba una celda muy cómoda. Me alimentaban, me facilitaban libros y me dejaban trabajar en mis papeles. Los interrogatorios consistían en conversaciones. Mientras tanto, los menos afortunados seguían chillando. Durante dos meses continué repitiendo mi historia, mientras ellos anotaban los detalles. La prisión estaba siempre llena. Por los pasillos arrastraban a personas ensangrentadas. Hablé a mis interrogadores del proyecto de Iowa y les dije cómo lo había saboteado, confesándoles que esto lo habían ignorado los americanos, quienes llegaron a creer que el proyecto constituyó un desastre. Mis interrogadores daban golpecitos en la mesa con sus lápices y se sonreían. Solía oír disparos procedentes del sótano. Veía cómo los soldados transportaban los cuerpos amortajados y los metían en camiones. Pero semejantes escenas no me alteraban: mis esperanzas no menguaban. Al cabo de dos meses se concentraron en mis proyectos, inseguros todavía de su valor. No sé quién los estudió primero: creo que el italiano Bellonzo. No obstante, pronto me pusieron en libertad y de nuevo me llevaron a ver a Himmler.

No viene a cuento insistir en la sangre que manchó las manos de Himmler. ¡Se trataba de un hombre tan apacible, de tan buenos modales! Su rostro era sereno, llevaba gafas redondas y sus escasos cabellos estaban pulcramente peinados. Estaba sentado tras su mesa escritorio, como un oficinista de escasa categoría que me ofreciese su ayuda. Me preguntó qué precisaba y le hablé de mis necesidades. Movía la cabeza pensativo, dándose golpecitos en la nariz. «Estamos muy impresionados —admitió—. En realidad, estamos atónitos». Luego me contó que algunos de sus consejeros técnicos habían considerado milagrosos mis proyectos.

Pregunté quiénes eran tales consejeros y mencionó a Bellonzo y a Schriever. Dijo que el primero era ya muy viejo, pero que Schriever era brillante; que ambos deseaban colaborar conmigo y que él lo consideraba una buena idea. Comprendí que quería tenerme vigilado, de modo que le di mi conformidad. «Confiamos en usted —dijo—. A partir de ahora estará sometido a nuestra voluntad. Jamás podrá regresar a su patria: si lo intenta, le mataremos». Le tranquilicé al punto. Le aseguré que le mantendría directamente informado. Mis proyectos estarían envueltos en el más estricto secreto y serían controlados por las SS.

Nunca olvidaré aquel día en que mis sueños cobraron vida. Incluso ahora, acuciado por el dolor y con mi pobre hígado estropeado, contemplo los brillantes casquetes polares y lo recuerdo intensamente.

Me llevaron a Kummersdorf occidental, a unos cien kilómetros al sur de Berlín. Íbamos los dos sentados en la parte posterior del coche y mirábamos la ciudad. Era evidente que Himmler la adoraba. Los rayos de sol se reflejaban en sus gafas, se daba golpecitos en la nariz y me indicaba los monumentos con evidente animación. La ciudad era realmente majestuosa. Por las calles circulaba gente sonriente, y las paredes estaban llenas de esvásticas, banderas y propaganda indecente, en la que destacaba la palabra Juden, por las calles vi a algunos judíos. Los soldados los perseguían por doquier y reían ruidosamente, satisfechos de sí mismos. Hasta el tiempo parecía sonreír: era el triunfo de la voluntad que, a través de tan perverso prisma, daba prueba del espantoso potencial humano.

¿Perverso? Ciertamente. Y yo viviría allí conociendo esa perversidad. Tras aquellas paredes estaban los sumos sacerdotes de un orden demoníaco: Hermann Goering, Josef Goebbels, Rudolf Hess, Martin Bormann —alcohólicos, drogadictos, practicantes del ocultismo y degenerados—, auténtico compendio del gran irracionalismo que yo tanto execraba. Allí estaban también los carniceros de la Gestapo y las filas disciplinadas de las SS. Diariamente se llevaban a cabo torturas y asesinatos en los sótanos.

No obstante, debía aceptarlo. La ciencia no puede ser moralista. Aquellos brutos irracionales no eran más que medios para alcanzar mis fines. El progreso necesitaba arrollarlo todo. La muerte da paso a más vida. La evolución no distingue lo justo de lo injusto y trasciende los asuntos temporales. De modo que trabajaría con ellos y así podría utilizarlos. Paseando por Berlín y observando a hurtadillas a Himmler no experimentaba otros sentimientos que la esperanza en el futuro y una radiante satisfacción.

Salimos de la ciudad. Los aviones volaban sobre nosotros. Sentado a mi lado, erguido y muy tenso, Himmler comenzó a hablar. De pronto, parecía un chiquillo. Le brillaban los ojos detrás de las gafas, las palabras brotaban de sus labios y salpicaban mis oídos como si no pudiese contenerlas. Me explicó que los equipos encargados de los cohetes se habían trasladado a Peenemünde. El centro de investigación de Kummersdorf estaba vacío y quedaría a mi disposición. Por las carreteras nos cruzábamos con tropas. Los tanques avanzaban gruñendo entre el polvo. Himmler decía que la sangre aria y alemana crearía el mundo futuro. «Limpiaremos la Tierra —aseguraba—. Purificaremos la sangre. Exterminaremos a los judíos, a los enfermos, a los contrahechos, y utilizaremos las razas inferiores como esclavos del Reich, creando una raza nórdica pura». No era necesario responderle. Justo o injusto, aquello no me afectaba. Cuando Himmler hablaba de su nuevo orden, de sus amos y esclavos, yo tenía la sensación de que el plan iba a dar buen resultado y yo podría servirme de él.

Lo que necesitaba era trabajar sin limitación, y eso ninguna democracia podía permitírmelo. Pero allí, en aquel país donde había sido destruida toda libertad, donde la voluntad del pueblo era una sola, la del Volk, y donde disciplina y esclavitud iban de la mano, allí, en el despuntar de una nueva era, yo podría hacer lo imposible. Sí, me aferré a ello. Tenía cincuenta y siete años. Entonces, antes de saber lo que podía conseguirse, pensaba que mi tiempo era muy limitado. De modo que no moralicé ni entonces ni ahora. Veía los aviones, los tanques, los soldados armados con metralletas, las tropas que se contaban por miles de hombres, y yo todo lo aceptaba.

La historia me disculpará: cuanto hice, lo hice por el progreso. Sentado ahora en mi refugio de la montaña, con el blanco desierto a mis pies, con la seguridad que inspira la fe, me consta que mi vida ha significado algo, que estoy cambiando el curso de la historia y contribuyo a la evolución. Cuando desaparezca, pues ahora me consta que tengo los días contados, mis logros perdurarán.

Esto lo sabía entonces. La visión del campo de pruebas me convenció. La estación experimental se encontraba entre dos campos de artillería, totalmente aislada de las ciudades y pueblos del contorno, y sus edificios se hallaban en excelente estado. Allí habían trabajado Wernher von Braun, Walter Dornberger y Klaus Riedel. Aquellos nombres y los de Gottrup y Becker me hacían sonreír con condescendencia. Los cohetes A-3 y A-5, tan ensalzados y tan primitivos… Y el V-1 y el V-2, que tan temibles serían, y que yo consideraba simples juguetes. No obstante, aquellos hombres se habían ido, habían sido trasladados a Peenemünde. No estarían presentes para ser testigos de lo que yo iba a hacer; ni siquiera conocerían mi existencia. En eso estaba de acuerdo con Himmler. Ni el propio Führer se enteraría. Himmler tenía sus propios planes para el futuro y no deseaba que fuesen conocidos.

Me estuvo mostrando los edificios y me presentó a los trabajadores. Conocí al italiano Bellonzo, que era viejo y tenía los cabellos grises, y a Rudolph Schriever, más joven, Flugkapitan, y que parecía peligrosamente ambicioso. Ambos se dedicaban a investigaciones aeronáuticas y mostraban gran interés por mis proyectos. En realidad, yo no contaba con ellos: hacía demasiado tiempo que andaban por allí y me disgustaba lo enterados que estaban de mis trabajos, y también su adhesión a Himmler. Era evidente que deseaban impresionarlo, lo reverenciaban y se arrastraban en su presencia. Inmediatamente comprendí que tratarían de sonsacarme y después de usurpar mis funciones.

No podía permitirlo. Necesitaba mantener el más absoluto secreto. Tras la experiencia vivida en Iowa, con la certeza de que no podía confiar en nadie, me proponía fortalecer mi posición, convirtiéndome en un ser imprescindible. Ocultaría los hechos vitales; adulteraría todos mis proyectos. Dividiría minuciosamente el trabajo, difundiéndolo ampliamente entre los distintos grupos, y así me aseguraría de que ningún individuo podría participar en mis éxitos. Así, pues, me protegería y me haría indispensable. Mientras estrechaba las manos a Schriever y Bellonzo y hablaba con ellos, decidí no permitir que se enteraran demasiado de todo lo que pudiera ser de utilidad.

Sí, me mostraría inflexible. Tenía que protegerme. Comprendía hasta qué punto dependía de los nazis y la debilidad que ello representaba. Antes o después podían rechazarme o la guerra agotar sus recursos, y en tal caso debía tener preparada mi escapatoria. Me llevaría mis secretos y les dejaría juguetes inútiles. Pero, hasta entonces, aprovecharía mi tiempo al máximo.

No revelé tales pensamientos. Himmler me acompañaba sonriente. Volvimos al coche, subimos en él y regresamos a Berlín, donde teníamos que cumplir muchos trámites burocráticos: rellenar formularios y solicitudes para conseguir más proveedores, instrumentos, pirotécnicos, expertos en soldadura y obreros.

Yo no creía que aquello fuera posible, pero las cifras resultaban asombrosas. Me pregunté si incluso Himmler, con sus poderes semejantes a un dios, casi aterradores, podría disponer de semejante número de obreros para un proyecto clandestino. Himmler sonreía, adivinando mis dudas. Se daba golpecitos en la nariz y parpadeaba. Me dijo que no tenía necesidad de preocuparme por nada, que iba a enseñarme algo.

La campiña alemana era muy verde. Oía sobrevolar los aviones. Pasábamos junto a columnas de tropas y tanques en movimiento, pero pronto volvió la paz. Este recuerdo persiste vívido en mi memoria. El sol resplandecía en un cielo azul: resultaba difícil creer que podía estallar la guerra y devastar toda Europa. Luego pasamos junto a alambradas, detrás de las cuales se alzaban humeantes chimeneas. Cruzamos por entradas protegidas, bajo torres de control y soldados armados. Seguimos hacia unos grandes edificios de madera, junto a los que se levantaba una serie de patíbulos cuyas sogas hacía balancear el viento. En derredor, unos seres andrajosos cavaban zanjas. Continuamos hasta el centro del campo, y allí fui testigo de la oculta pesadilla del Reich.

Himmler ordenó al chófer que se detuviera. Un soldado nervioso nos abrió la portezuela del coche para que nos apeáramos. Nos quedamos inmóviles entre el barro del recinto, rodeados por los prisioneros. Himmler sonrió y se frotó la nariz. Entonces vi a los guardianes con los látigos y a centenares de hombres, mujeres y niños sucios y silenciosos. Casi todos llevaban las cabezas afeitadas y se les dibujaban los huesos bajo la piel. Sus grandes ojos estaban llenos de angustia, desesperación y una sumisión sin esperanzas. Oí restallar los látigos, los perros ladraron y alguien chilló. Himmler parpadeó y se frotó la nariz. Sonrió con modestia y sereno orgullo, y luego movió lánguidamente una mano en el aire, abarcando toda aquella miseria.

—Éstos serán sus obreros —dijo.