Capítulo Once

El profesor Vale se había quedado paralizado, y lo comprendió casi inmediatamente. Abrió los ojos y miró a derecha e izquierda porque no podía mover la cabeza. La habitación era completamente blanca, tenía la forma de una bóveda geodésica y sus planchas triangulares de aluminio estaban unidas por delgados tubos de acero gris. El profesor se mojó los resecos labios. La paralización no le molestaba demasiado. Le parecía estar viviendo un sueño, algo irreal, como si estuviera fuera de sí mismo, sintiéndose satisfecho de yacer allí, en el lecho, y dejar que los acontecimientos siguieran su curso.

Sus ojos iban de derecha a izquierda. La pared circular era blanca y sin características especiales. La única puerta estaba empotrada en la pared como si no pudiera abrirse. El profesor se sentía impresionado: nunca había visto una habitación como aquélla. Miró arriba, al brillante techo abovedado, y vio como dos portillos muy hermosos a través de los cuales pasaban peces exóticos. El profesor comprendió que probablemente se encontraba en las profundidades del mar.

Nada de todo aquello le molestaba. En realidad, se sentía lleno de interés. Oía respirar a alguien cerca, pero no podía ver a nadie. Realmente, no le importaba: pronto lo descubriría. Trató de moverse, pero la paralización era absoluta, de modo que siguió inmóvil. La habitación estaba muy tranquila. Llegaba un distante zumbido. Percibió próximamente la respiración de una persona y trató de mover la cabeza: en esta ocasión lo consiguió.

Había otro lecho en la habitación, a unos cuatro metros. Era de plástico blanco, brillante, llegaba hasta el suelo y, al parecer, el cuerpo del hombre que yacía quedaba perfectamente amoldado a su estructura. El hombre iba vestido con una bata quirúrgica y tenía un casco metálico en la cabeza al que estaban aplicados varios electrodos conectados a los diversos cables de colores que llegaban de un panel situado detrás del lecho. El profesor estudió largamente al hombre. Éste se hallaba sumido en una especie de trance, y sus huesudas muñecas y sus tobillos estaban sujetos por correas, y también tenían unos cables aplicados.

La habitación era como una gigantesca cáscara de huevo. El profesor miró al techo y vio extraños peces que observaban a través de los portillos y desaparecían entre un lóbrego verdor. Era algo fantásticamente hermoso. El silencio estaba lleno de serenidad. La blancura séptica de la habitación y su pared circular, sin juntas, le daban la apariencia de un enorme y acogedor vientre, y le hacía sentirse casi como un niño.

Vale levantó una mano y se tocó los cabellos, sintiendo cómo los dedos le rascaban el cuero cabelludo: él no llevaba casco. La paralización iba desapareciendo. Movió los dedos de los pies y sintió los músculos de las piernas; luego, lentamente, se sentó. Experimentaba vértigo, debilidad y náuseas, y escuchaba los ruidos que se producían en su propio abdomen. Aspiró profundamente y miró en torno, sintiéndose enseguida mucho mejor.

Su compañero estaba dormido, sin apenas moverse y respirando acompasadamente. Tenía el rostro enflaquecido y de una palidez casi mortal, y necesitaba afeitarse. El profesor estudió la extraña cama: estaba empotrada en el suelo, salía de la parte posterior y, extendiéndose sobre ella, había una unidad que contenía lámparas y recipientes de plasma, así como un aparato de rayos X. El conjunto también estaba empotrado con abstracta gracia en el blanco y brillante plástico.

El profesor paseó la mirada por la estancia. Su refulgente blancura le hirió los ojos. Miró hacia arriba, vio un pez en los portillos y luego recordó el barco… El mar se había transformado en una gran masa de vapor. Las mandíbulas metálicas se habían cerrado sobre ellos, convirtiéndose en una versión gigantesca de la habitación que ahora le rodeaba… El profesor estaba fascinado. Comprendió que le habían drogado. Apoyó los pies en el suelo y se levantó, tambaleándose ligeramente, comprobando que ya había recuperado sus fuerzas.

El blanco suelo era firme: no oscilaba ni vibraba. Parecía estar hecho de fibra de vidrio blanca y era razonablemente cálido. El profesor se preguntó dónde estaba y qué se esperaba de él: ya no se sentía responsable de sí mismo y deseaba que alguien le guiase.

El zumbido llegaba desde lejos. Pensó que procedería de detrás de la puerta. Ésta no tenía pomo ni cerradura, pero el profesor fue hacia ella, la tocó y se abrió silenciosamente, deslizándose dentro de la pared. El profesor se quedó inmóvil, frotándose los ojos y tratando de no dar importancia a lo que veía, aunque no podía evitarlo.

Ante sus ojos tenía un pasillo que se curvaba ligeramente, perdiéndose de vista, y cuyas paredes formaban una especie de túnel de gran luminosidad, interrumpido por grandes ventanales de forma rectangular que mostraban el fondo del océano. Rayos luminosos atravesaban las lóbregas profundidades iluminando un maravilloso contorno.

El profesor se internó por el pasillo, mirando a través de la ventana más próxima. Vio rocas sinuosas, plantas multicolores y extrañas criaturas que flotaban. Era espantoso, increíble; un paisaje onírico con peces monstruosos y diminutos, sorprendentemente bellos y grotescos, de agallas protuberantes, colas oscilantes, ojos como prismas y estrellas, y de colores cambiantes cuando se fundían unos con otros formando arcos iris oscilantes. El fondo del océano era de roca y arena y tenía un misterio insondable: la arena ondulaba y se agitaba alrededor de las rocas llenas de una vida primitiva. El profesor casi se quedó sin respiración, asombrado por el espectáculo que se le ofrecía. Vio una inmensa anguila desenrollándose en una maraña de relucientes y retorcidos tentáculos, una masa gelatinosa de algas petrificadas de color oro, verde y violeta. Todo lo veía entre rayos de luz procedentes de lámparas fijadas fuera de las ventanas. Los rayos luminosos eran la única claridad existente en aquellas oscuras y vidriosas profundidades. El profesor siguió a lo largo del pasillo. El suelo le calentaba los pies descalzos. Seguía llevando shorts y la floreada camisa, y eso le preocupaba ligeramente. ¿Cuánto tiempo hacía que se encontraba allí? ¿Habría dormido horas o días? Las preguntas revoloteaban por su mente y luego se perdían sin apenas haberle afectado. Sólo sentía curiosidad, una abrumadora sensación de miedo y la obsesión por la necesidad de seguir adelante y establecer contacto con alguien. No se interrogaba acerca de aquel deseo: la necesidad en sí misma le bastaba. Siguió andando, pasando junto a las ventanas y a la fecunda vida oceánica. El pasillo seguía curvándose en un círculo infinito.

El zumbido crecía en intensidad y había en él una vibración rítmica. El profesor vio una puerta abierta a su izquierda y se detuvo, momentáneamente paralizado, antes de decidirse a entrar. En aquel lugar el ruido era mucho mayor y producía como un timbrazo hueco y resonante. Miró a través de una cúpula geodésica llena de escaleras y pasillos.

Vale siguió inmóvil largo rato, recordando haber visto todo aquello anteriormente. Miró arriba, a la cúpula gris plateada, y recordó cómo se había cerrado. Luego miró de nuevo abajo y vio las escaleras y los pasillos. Había suelos brillantes y plataformas, módulos de acero y de vidrio, brillantes laberintos de tuberías y generadores y luces intensas que se reflejaban en las blancas paredes. Abajo había gente, se veían seres pequeños y distantes, vestidos con mono, que subían escaleras y cruzaban pasillos, elevándose y descendiendo por aquellas vertiginosas profundidades en ascensores como jaulas. El profesor se adelantó hacia la puerta, que produjo un intenso silbido y se cerró de golpe. La tocó, pero no volvió a abrirse. Vale se encogió de hombros y siguió andando.

Se sentía aturdido, pero no asustado. Comprendía que estaba drogado. Le invadía una extraña y absurda sensación divertida que no acababa de manifestarse por completo. El pasillo seguía prolongándose delante de él, manteniendo la línea curva hasta perderse de vista. Pasó junto a otras ventanas por las que se veían las lóbregas profundidades y, por fin, llegó junto a otra puerta. Trató de cruzarla, pero también se cerró bruscamente. Se encogió de hombros y dio la vuelta, tranquilo e imperturbable, comprendiendo que debía seguir y que aquellas puertas cerradas le estaban guiando.

Por fin llegó al final del pasillo, y se encontró en una habitación grande y blanca. El profesor entró en ella y se quedó inmóvil mirando a su alrededor. La sala era circular, oscura y sin ventanas. La temperatura era muy fría y había lechos empotrados en torno a la pared y que se fundían en el suelo. Todas las camas estaban ocupadas. Hombres, mujeres y niños yacían en ellas inmóviles, envueltos en batas quirúrgicas con cables que conectaban electrodos a sus cabezas, manos y pies hasta los electroencefalógrafos fijados en la pared. La rítmica respiración de las personas resonaba entre el silencio.

De pronto el profesor se estremeció. No estaba asustado, pero experimentaba una rara sensación. Cruzó la habitación hasta el otro extremo y entró en la contigua.

También ésta era circular, mucho calor, y estaba muy iluminada. En la pared se alineaban urnas de vidrio y paneles de controles digitales en funcionamiento. En el centro de la habitación había dos camillas quirúrgicas con las cabeceras ligeramente levantadas y rodeadas por instrumentos de gran tamaño. Junto a una de ellas se encontraba un enano de encorvada espalda y piernas retorcidas. Llevaba una bata blanca y trabajaba rápida y silenciosamente. Sus manos, extraordinariamente pálidas y delicadas, echaron hacia atrás una sábana blanca.

—¿Dónde me encuentro? —preguntó el profesor—. ¿Quién es usted? ¿Dónde está el señor McKinley?

El enano siguió trabajando concienzudamente, sin responderle, como si no le hubiera oído, hasta que hubo concluido. Luego se volvió y fijó en el profesor sus grandes ojos de fría expresión. Suspiró, se rascó una oreja y se adelantó arrastrando dificultosamente los pies, mientras la cabeza le oscilaba a uno y otro lado, encogida entre sus altos hombros.

—¡Ah! —exclamó—. ¡Se ha despertado usted!

—¿Dónde estoy? —insistió el profesor.

—Le estábamos esperando.

—¿Quién es usted?

—Estaba aquí, esperándole.

—¿Dónde está el señor McKinley?

El enano asintió incomprensiblemente y su cabeza se movió a uno y otro lado. Luego se acercó a lo que parecía una silla de dentista y comenzó a levantar el cabezal. El profesor miró las urnas de vidrio, que tenían unos dos metros de largo y cada una de ellas contenía un cuerpo desnudo que parecía muerto. El vidrio estaba ligeramente congelado. Los paneles de control funcionaban. El profesor se dio cuenta de que eran pantallas de electrocardiógrafos y electroencefalógrafos y que las personas que estaban dentro de las urnas seguían con vida.

Volvió a mirar al retorcido enano, que sonreía inexpresivamente haciéndole señas. El profesor se acercó a la silla y se sentó sin preguntarse por qué lo hacía.

—¿Está usted cómodo? —preguntó el enano.

—Sí —respondió el profesor.

—No tenga miedo —siguió su interlocutor—. El miedo es propio de insensatos.

—¿Dónde está el señor McKinley?

El enano asintió de modo incomprensible.

—El señor Aldridge vendrá enseguida. Pulsaré un botón para llamarle y su miedo… su miedo habrá concluido.

El profesor se sentó, observando al enano y sintiéndose intrigado. Le vio cruzar la sala y tocar un timbre que estaba en la pared. El enano le sonrió y le hizo una señal afirmativa, pasó arrastrando los pies junto a las urnas, apretó la nariz ante el helado vidrio y observó a un hombre desnudo que parecía muerto: las gráficas indicaban que seguía con vida. El enano dio la vuelta, movió sus delicadas manos y luego se acercó de nuevo a la silla. Miró directamente al profesor con sus ojos grandes y muy oscuros, sonrió con expresión estúpida y señaló un punto que se encontraba exactamente sobre la cabeza del profesor.

Vale miró en aquella dirección y vio una placa circular blanca en cuya base estaban empotradas lámparas quirúrgicas y lentes convexas, rodeando todo ello un casco estereotáxico y algunos electrodos que pendían asimismo de la placa. El profesor estudió detenidamente el conjunto. Sin duda allí se encontraba una cámara de rayos X. Observó detenidamente los electrodos y el casco estereotáxico y luego miró al enano.

—¿Quién es usted?

—Yo estoy aquí y espero.

—¿Quién es usted?

—Trabajo bien —respondió sonriente el enano, exhibiendo sus delicadas manos—. No hay nada que temer… Se ha acabado el miedo.

El profesor miró la bóveda, que parecía brillar con luz natural. Con una sensación irreal, pero sin sentir miedo, se fijó otra vez en el enano. La patética criatura seguía sonriéndole. Sus manos discordaban del resto de su persona. Comparadas con las piernas encogidas y la curvada y desviada espalda, resultaban casi encantadoras. El enano sonrió e hizo una seña con la cabeza hacia la puerta, presa de excitación. El profesor siguió su mirada y vio entrar a McKinley con una clara y resuelta expresión en sus ojos azules.

—Soy Aldridge.

—Creí que se llamaba McKinley.

—McKinley tuvo un desdichado final. Yo soy Aldridge, recuérdelo.

Aldridge tenía aspecto limpio y sereno. Vestía camisa y pantalones negros y su figura se recortaba con claridad contra la blancura de la habitación. Sonreía levemente.

El profesor seguía sentado, sintiendo un distante y extraño temor. Se preguntó por qué no tendría miedo y recordó que le habían administrado una droga. Aldridge se adelantó, inclinándose sobre él. Le puso un dedo pulgar sobre el párpado, lo levantó, le examinó el ojo y luego hizo un gesto de satisfacción, retiró la mano y retrocedió, mirando brevemente en torno.

—¿Le parece interesante esto? —preguntó.

—Sí —repuso el profesor.

—¿Y no siente ningún temor?

—Eso creo.

—Bueno, así tenía que ser.

El profesor miró en torno, las blancas paredes y las urnas de vidrio, esforzándose por sentir miedo sin conseguirlo. Le ganaba la curiosidad.

—¿Me han drogado?

—¡Naturalmente!

—La verdad es que no siento nada especial.

—Usted es especial… No experimenta ningún temor y esto debería bastarle para confirmarlo. Piense en ello: en condiciones normales, lo que usted ha pasado le habría hecho enloquecer. Sin embargo, se comporta como si no le hubiera afectado en absoluto. Recuerde lo que sucedió en el barco, recuerde dónde despertó. Piense en lo que ha estado viendo mientras venía hacia aquí y pregúntese por qué sigue estando sereno. Naturalmente que le drogamos; si no, usted habría enloquecido. Incluso ahora, estando ahí sentado, sigue drogado, y por eso está tan tranquilo.

—¿Qué clase de droga me han administrado?

—Una más avanzada que todas cuantas usted conoce. Científicamente su mundo se halla anticuado: muy pronto lo descubrirá.

Aldridge fue hacia las urnas de vidrio, levantó una mano y señaló en determinada dirección.

—Observe las maravillas de nuestra ciencia. Dormirán hasta que los despierte.

Se volvió y miró al enano, que sonreía y asentía enérgicamente. Aldridge le dio unos cariñosos golpecitos en la cabeza y luego esbozó una débil sonrisa.

—Éste es Rudiger. Tiene unas manos maravillosas. Le quitamos las suyas, le pusimos unas garras metálicas y después volvimos a ponerle unas manos. Desde luego que no son las que tenía antes. En realidad, no son de carne y hueso. Sin embargo, son tan buenas como las antiguas y él está contento.

Volvió junto al profesor y se inclinó sobre él, mirándole con fijeza.

—¿Sigue sin sentir temor alguno? —preguntó.

—En efecto, no lo tengo. Por lo menos, eso me parece.

Aldridge sonrió y se irguió con movimientos lentos y cuidadosos. Volvió junto a las urnas de vidrio adosadas a la pared y observó los cuerpos.

—Todos están vivos —dijo—. Los vamos matando lentamente. Queremos conservarlos para el futuro, de modo que tendrán que morir poco a poco. Les extraemos la sangre y la sustituimos por glicerina y dimetilsulfóxido para evitar que se les formen cristales de hielo en los tejidos. Luego, los envolvemos en chapas de aluminio, los pondremos en cámaras de almacenaje cirónico y, cuando los necesitemos, los haremos resucitar.

Se apartó de las urnas y paseó por la habitación. Se inclinó una vez más sobre el profesor y le obsequió de nuevo con su pálida sonrisa.

—¿Sigue sin sentir miedo? —preguntó.

Vale miró en torno: la lisa pared circular y la sólida bóveda geodésica, que resplandecía sobre su cabeza. Luego contempló las urnas de vidrio cuyo helado cristal deformaba los cuerpos. Las recortadas líneas blancas saltaban de modo desacompasado sobre ellos, moviéndose cada vez más lentamente. El profesor miró a Aldridge, observó sus fríos e inteligentes ojos y su frente tostada, singularmente desprovista de arrugas bajo el mechón de cabello cano.

—¿Quién es usted?

—Ya lo sabe: soy Aldridge.

—¿De dónde procede? —insistió el profesor.

—Se enterará de ello cuando sea necesario.

—¿Y los cuerpos que están en las urnas?

—¿Qué quiere saber de ellos?

—¿De dónde proceden?

—De la Tierra. De todas partes. Los recogimos de distintos puntos.

—No estoy asustado.

—No; sigue drogado.

—¿Qué quiere de mí? —preguntó Vale.

—Su cerebro.

El profesor no sintió nada. Había asomado y desaparecido un indicio de temor. Siguió sentado, paseando su mirada por la extraña habitación, preguntándose dónde se encontraría. Recordaba los espigones triangulares de acero que habían aparecido y se cerraron sobre él, recordaba haber quedado sumido en una blanca neblina y haber atravesado pequeños pasillos y escaleras. Todo aquello y mucho más: el lento camino seguido por el pasillo, las grandes ventanas, el fondo del océano, la enorme cúpula que se remontaba sobre las inmensas cubiertas y talleres, empequeñeciendo a los hombres que se encontraban en los módulos de acero y vidrio, y el eco de fantasmales sonidos. Se encontraba en el fondo del océano. Aquella habitación formaba parte de algo enorme. Acaso se encontraba en una ciudad submarina, pero no podía estar seguro de ello.

—Eche atrás la cabeza —ordenó Aldridge.

—¿Cómo dice?

—Que eche la cabeza atrás. Quiero ponerle este casco. No tardaré mucho.

El profesor obedeció y Aldridge le instaló el casco. Vale sintió el frío del metal contra su cuero cabelludo y luego una ligera presión.

—¿Tendrá que afeitarme la cabeza?

—No, mi querido profesor. No somos tan anticuados; la operación es sencilla.

Aldridge le ajustó el casco, que oprimió la cabeza del profesor. Éste levantó los ojos y vio una maraña de electrodos colgando ante sí. En su campo visual aparecieron unas manos extraordinariamente delicadas y pálidas: el retorcido cuerpo del enano se inclinaba sobre su hombro e insertaba los electrodos. El profesor no se movió. Su serenidad resultaba sorprendente. Sabía que lo que estaba sucediendo era una pesadilla, pero no podía liberarse de ella. El enano insertó los electrodos, y Vale percibió un timbrazo distante. Trató de llevarse las manos a la cabeza, pero descubrió que estaba inmovilizado en los brazos de la silla. Éstos vibraban y le producían un hormigueo por las manos y los antebrazos. El profesor siguió sentado, incapaz de mover un músculo, resignándose a su suerte.

—No siente temor —murmuró el enano—. El temor ha desaparecido… Nunca más volverá a tener miedo.

El profesor no podía ver al enano, que evidentemente se encontraba detrás de él. Aldridge estaba enfrente, sonriéndole con aire desmayado.

—En 1932 el doctor Walter Hess proyectó la moderna técnica de inserción de electrodos, demostrando con ello que casi todas las funciones y emociones humanas pueden verse influidas por estimulación de zonas específicas del cerebro —dijo Aldridge—. Puede provocarse un estado de constante amodorramiento por el simple estímulo eléctrico del núcleo caudal, el núcleo reticular o el tálamo inferior. Por el contrario, un estímulo similar de la formación reticular mesoencefálica producirá un despertar instantáneo. El hombre, por lo tanto, es una máquina que puede ser utilizada, controlada y dirigida por simples leyes de toma y daca, sin que intervenga su propia voluntad. La búsqueda de la piedra filosofal carece de objeto. La misma filosofía resulta inútil. Los misterios de la mente humana, su creatividad y sus imperativos morales han quedado reducidos a un juego de componentes que podemos manipular infinitamente. El hombre no es una criatura mágica, sino un contenido de diversos impulsos que pueden ser ajustados a una pauta que modificará su comportamiento.

Aldridge conectó un interruptor y el profesor quedó bañado en una viva luz. Sobre su cabeza se proyectó una iluminación incandescente que la hizo vibrar. Parpadeó, pero no tuvo voluntad para resistirse. Comprendía que lo que estaba sucediendo era espantoso, pero continuaba sin tener miedo. Se sentía como arrastrado por los acontecimientos y se daba cuenta de que cedía resignadamente, con la cabeza ceñida por el casco estereotáxico más allá del cual no había nada.

—El hipotálamo —seguía Aldridge— es una zona del cerebro que controla nuestras más básicas y primitivas necesidades. Estimulando las zonas específicas con electrodos submicroelectrónicos, puedo regular su presión sanguínea, los latidos de su corazón y su respiración, su sueño, su apetito e incluso el diámetro de sus pupilas. Puedo producirle la muerte momentánea o hacerle trabajar hasta caer rendido… ¿Me comprende?

—Sí —respondió el profesor.

—Excelente. Así pues, el sistema biocibernético bastante sencillo, en el cual se halla usted ahora inmerso, consiste en un estimulador cerebral programable de quince canales y un ordenador digital normal LINC-8, con el equipo apropiado de superficie de contacto. En este instante le están siendo inyectados materiales radioopacos en los espacios intercerebrables de su cráneo para facilitar, por medio de rayos X, la visualización de las diversas partes de su cerebro. La máquina estereotáxica utiliza diminutas agujas que ya han atravesado su cuero cabelludo, y ahora están interviniendo los rayos X desde diferentes y numerosos ángulos. En este preciso instante el aparato estereotáxico realiza cálculos geométricos, utiliza los rayos X y rejillas de puntos de referencia, a fin de facilitarme unas coordenadas tridimensionales para la colocación de los electrodos… Usted no sentirá nada.

El profesor seguía tranquilamente sentado, con los ojos cerrados, en estado de total abandono. La cabeza le vibraba, sentía un intenso calor en ella y se veía acurrucado, rodeado de su propio cerebro. Aquello le recordó la inmensa bóveda. Su cerebro era como una gran bóveda y él se sentía muy pequeño, acurrucado en su centro…, abrumado por el espacio oscuro.

—Se han detectado los puntos necesarios. Estoy atravesando su cerebro. Los electrodos de acero son tan tenues como cabellos, los micromanipuladores los introducen y, dentro de un instante, usted sentirá una corriente eléctrica tan leve como si le rozasen con una pluma. No experimentará ningún dolor; sólo una breve sensación de pánico. Ese pánico desaparecerá muy pronto, y después no sentirá nada más… Ahora estoy adueñándome de su mente.

El profesor seguía sentado muy quieto, acogiendo con pasividad el desarrollo de los acontecimientos. Tenía los ojos cerrados y se hallaba sumido en la oscuridad, interrumpida por breves destellos blancos. El interior de su cerebro era enorme. Le parecía que en aquellos momentos podía verlo: una inmensa bóveda oscura y almenada que se levantaba totalmente a su alrededor. El silencio era casi absoluto y sólo se percibía un zumbido y el eco de un rumor distante. Estaba acurrucado, solo en el páramo de su mente, y veía agujeros en el cielo, en un cielo extenso y profundamente negro. Los agujeros parecían túneles luminosos. La luz asomaba entre la negra y ondulante cortina y estallaba a su alrededor.

El profesor se encogió interiormente, sintiéndose indefenso, desnudo del todo, agitado por un terror repentino y sobrecogedor que le devolvió a su infancia. Luego percibió su propia voz, un sonido estrangulado, bronco y lastimero, profiriendo un angustiado ruego para que le dejaran en libertad, una decidida expresión de su voluntad:

—¡No, por favor! —exclamó en un sollozo.

Después, ya nada le importó. El temor pasó y se sintió tranquilo. La luz se alejó y vio las oscuras paredes de su mente capturada y encadenada. En medio de la oscuridad lucía un resplandor: la luz de su absurda paz. Las paredes retrocedieron y desaparecieron de su entorno. Abrió los ojos y vio la claridad de la blanca sala y al sonriente enano, las urnas de vidrio y un rostro sin arrugas que le contemplaba, reflejándole en sus azules ojos.

—No soy de ACASS —le dijo Aldridge—. McKinley sí pertenecía a esa organización y deseaba contratarle para su proyecto, pero a nosotros nos es más necesario. Necesitamos gente en todas partes: tenemos que saber qué sucede. Nos hace falta contar con alguien en el complejo de la montaña Cheyenne y usted es esa persona. Usted hará lo que le digamos sin formular preguntas, sin sentir miedo; lo hará porque no tiene otra elección y porque sabe que nosotros lo deseamos. Su voluntad es nuestra voluntad; lo que nosotros queremos, usted lo desea. Usted vivirá sólo para ser útil, para sernos útil y, actuando así, experimentará la más completa satisfacción.

—Comprendo —repuso el profesor.

—Bien —siguió Aldridge—. Con eso ya basta. Ahora le devolveremos a Miami. Usted volverá a su habitación, dormirá un rato y se despertará como nuevo. No irá a ver al señor McKinley: McKinley ha muerto. Proseguirá sus vacaciones como si nada hubiera sucedido. Volverá a su casa como de costumbre y se reincorporará al trabajo. Renovará su contrato con las Fuerzas Aéreas, continuará trabajando en el complejo Cheyenne y hará lo que le dicte su mente, sin temores ni pesadumbres. Hará cuanto le digamos y con ello se sentirá satisfecho. Ahora levántese, profesor.

El profesor le obedeció. Una vez más estudió la habitación circular. Las paredes blancas y los cuerpos depositados en las urnas le inspiraban una cómoda sensación. Miró a Aldridge y le invadió una inmensa paz. Los azules ojos de Aldridge le imponían su voluntad y él experimentaba una gran liberación. El retorcido enano se arrastró hacia él bamboleando su cabeza y con las manos extendidas. El profesor se fijó en que eran pálidas y hermosas y que le hacían señas para que se adelantara.

—¿Puedo irme ya? —preguntó el profesor.

—Nosotros le llevaremos —dijo Aldridge.

—Me siento muy cansado. Creo que necesito dormir un rato.

El enano salió el primero arrastrando los pies, sacudiendo mecánicamente las piernas, y condujo al profesor por otro pasillo blanco que se curvaba hasta perderse de vista. Aldridge les siguió lentamente. Anduvieron por el pasillo entre blancas paredes y un gran silencio y llegaron a una puerta alta y estrecha que conducía a otra habitación.

—Esperaremos aquí —anunció Aldridge.

El enano asintió y fue arrastrando los pies ante una puerta cerrada. Se oyó un silbido y la puerta de acero se abrió, descubriendo una pequeña estancia. El profesor comprendió que se trataba de un ascensor. El enano entró en él y la puerta se cerró. Aldridge le indicó una silla y Vale se sentó.

—No tardará mucho —dijo Aldridge.

El profesor miró en torno. La habitación era blanca y rectangular. Una de las paredes estaba formada por un cristal convexo que daba al fondo del océano. Luces brillantes atravesaban la oscuridad y circulaban corrientes de agua verdes y plateadas. Bancos de peces transparentes, gigantescos calamares y monstruosas anguilas se deslizaban de un lado para otro como en cámara lenta, destacando y fundiéndose sus colores. Era una escena de belleza ultraterrenal. Al profesor le pareció maravilloso. Vio ojos grotescos, extrañas aletas y colas de arco iris, dientes que brillaban como hojas de afeitar en mandíbulas tan redondas y lisas como las rocas. La arena formaba extraordinarios dibujos, diminutas piedras resplandecían como diamantes, y se veían rocas de contornos sensuales llenas de sombras misteriosas y vivas en las que bullía una vida primitiva de indescriptible belleza. Era demasiado para el profesor. Fijó su mirada en las paredes, blancas y de un puro y glacial resplandor que reflejaba su sombra. Volvió la cabeza y miró detrás de sí. Por otra ventana se adivinaba la bóveda, debajo de la cual se extendían los cañones de vidrio, acero y plástico, materialización de una ciencia que excedía cualquier cálculo normal. El profesor sintió ganas de llorar y deseó no tener que abandonar nunca aquel lugar. Se volvió, mirando fijamente a Aldridge, y comprendió qué debía hacer.

—¿Ha entendido? —preguntó Aldridge.

—Sí.

—Su trabajo será importante, muy valioso. Siempre se sentirá confortado por ello.

—Entiendo.

—Con eso basta. Siempre estaremos con usted para guiarle. Lo que nosotros necesitamos, usted nos lo conseguirá.

—Comprendo.

La puerta del ascensor se abrió. Aldridge le hizo señas para que se levantara. El profesor le obedeció y, al cruzar la puerta, experimentó una gran sensación de paz. Aldridge salió tras él. Las paredes metálicas brillaban como vidrio. Las puertas se cerraron y el ascensor bajó suave y silenciosamente. El profesor estudió su propio reflejo, viendo su sombra en el pulimentado acero: se sentía tranquilo y despierto, dueño de sí mismo, y eso le complacía. Aldridge le obsequió con una sonrisa. El profesor experimentó un apacible orgullo. Las puertas se abrieron y siguió a Aldridge, encontrándose de nuevo con las altas paredes de acero curvado.

—Es un lugar maravilloso.

—Celebro que le guste —repuso Aldridge.

—Confío poder volver aquí algún día.

—Volverá —le aseguró Aldridge.

La planta era enorme y la bóveda se remontaba muy alta. En torno a la pared, alcanzando alturas vertiginosas, estaban las escaleras y pasillos. Luces indirectas proyectaban largas sombras. Unos módulos descansaban sobre otros. Había enormes generadores, bombas y miles de tubos de acero enrollados. La mayoría de los obreros parecían estar muy lejos y vestían monos de diferentes colores. Subían y bajaban por las escaleras, cruzaban pasillos y galerías y sus siluetas se recortaban contra los ventanales que irradiaban un resplandor azul y anaranjado. Todo ello bañado por la luz blanca. La sombra del profesor se recortaba claramente. Miró la inmensa planta inferior y vio el barco sobre una plataforma.

—¡Es un hermoso barco!

—Gracias —respondió Aldridge.

—Si pretendía impresionarme, lo ha conseguido.

—Siempre lo logramos.

Cruzaron el piso de acero, y sus pisadas produjeron un sonido hueco. Finalmente se detuvieron ante la plataforma, que se había levantado del suelo sobre bases hidráulicas. El profesor miró hacia arriba, al barco, y vio que la tripulación trabajaba intensamente. Sus miembros parecían orientales. El enano estaba en lo alto de la rampa que llegaba hasta el suelo.

—Usted primero —dijo Aldridge.

El profesor ascendió por la rampa y siguió hasta la cubierta. El enano se le acercó, le tocó la muñeca y luego retrocedió rápidamente. El profesor se reclinó en la batayola y miró en torno: vio subir a Aldridge por la rampa y luego paseó su mirada por la pared ondulante de la bóveda y por la amplia zona de trabajo. La luz se reflejaba en los módulos, en los pasillos y escaleras, y luego se fundía y se convertía en un blanco resplandor que se extendía sobre la maquinaria. Al profesor todo aquello le parecía muy hermoso y no sentía deseos de irse. Se volvió y vio a Fallaci, vestido todavía con su traje blanco, que se apoyaba contra la puerta del camarote y hablaba con Aldridge.

Alguien tiró de los pantalones del profesor. Miró hacia abajo y vio al enano, que le sonreía bamboleando su cabeza y agitando sus delicadas manos.

—¿Se siente bien? —preguntó—. ¿Está mejor? ¿No teme por su futuro?

—No —repuso el profesor.

—Ahora vamos a subir —anunció Aldridge—. No sentirá nada hasta que lleguemos a la superficie. Luego, acaso el barco bandee. Agárrese a la batayola.

El profesor hizo lo que se le ordenaba: le parecía natural obrar así. Sintió una leve vibración, oyó un zumbido sofocado, y después la plancha de acero que había bajo el barco comenzó a elevarse, hacia el techo abovedado. El profesor miró en torno, vio las escaleras y los pasillos y sintió una repentina y abrumadora sensación de pérdida, como si todo cuanto le rodeaba se derrumbase. El suelo de acero siguió levantándose y el barco osciló ligeramente. Vale miró abajo, a los talleres y módulos, y deseó poderse quedar allí definitivamente y explorar todas aquellas maravillas.

—Sujétese bien —recomendó Aldridge.

El suelo dejó de subir. El silencio se vio interrumpido por rumores sofocados. El ruido procedía de la bóveda circundante, que resonaba y producía eco. El profesor comprendió que estaban en el mar y la cúpula se hallaba próxima a la superficie. Echó una última mirada a su alrededor para contemplar aquella maravilla tecnológica, y luego echó la cabeza atrás y miró arriba, a la cúpula metálica en la que se adivinaba la sombra de las juntas.

Se oyó un repentino gruñido, un martilleo y un silbido demenciales, como si el mar estallara en torno a la bóveda, que alcanzaba la superficie aplastando la curva pared externa. El profesor se asió a la barandilla. El barco osciló y la bóveda pareció ondear por encima; luego se inmovilizó, resonando con huecos sonidos.

El profesor siguió mirando arriba: el techo de la bóveda estaba aún muy alto. Entonces vio cómo las tenues líneas de luz se intensificaban, crecían y se extendían como el varillaje de una gigantesca sombrilla, dejando asomar un cielo intenso. El profesor se quedó maravillado, mirando fijamente con estupor en aumento. La bóveda se abría, convirtiéndose en cuatro triángulos monstruosos, y éstos, a su vez, en otros dos que se separaban entre sí.

Un sorprendente resplandor entró en la bóveda. La luz estalló como una enorme estrella. Sus estrías inundaron el barco y barrieron las tinieblas. El profesor sintió el calor del sol y vio el extenso arco del cielo. Las paredes inmensas y triangulares, en las que el sol se reflejaba, se hundían a su alrededor.

Sobre su cabeza se extendían el confuso horizonte y la blanca superficie del cielo. El mar bullía en torno al círculo de flechas de acero hasta absorberlas totalmente, y se vertía por la gran cubierta hasta que ésta no tardó en transformarse en una negra masa bajo las turbulentas olas. Sonó un breve timbrazo, el barco osciló violentamente, afirmándose después, y la negra masa se sumergió profundamente, empequeñeciéndose hasta desaparecer. Por fin, el barco se deslizó perezoso por el mar que lo rodeaba por doquier.

El profesor Vale miró en torno. El mar estaba tranquilo y era muy hermoso. Las verdes olas ondulaban hacia el horizonte y se distinguía una delgada y oscura línea de tierra. Era la costa de Miami, hacia la que se dirigían. La tripulación se movía de un lado a otro silenciosamente, entregados los hombres a sus tareas, y el atardecer caía sobre ellos, haciendo destellar el acero y el vidrio.

El profesor se apoyó en la batayola y vio a Fallaci junto a la cabina. El enano había desaparecido dentro del barco, pero Aldridge seguía allí. El profesor se sintió complacido al verlo, pues le inspiraba un gran afecto. Siguió apoyado sonriente en la batayola y aspiró el fresco aire del mar.

Por fin Aldridge se le acercó, acompañado de un camarero. Le sonrió levemente y le saludó con un gesto, mientras el camarero se inclinaba ante él.

—¿Qué quiere beber? —preguntó Aldridge.

—Ron con Coca-Cola.