Capítulo Diez

Richard se irguió en la dura silla de madera y miró nervioso por la ventana que estaba tras la mesa escritorio. Ésta era larga y sólida de superficie muy arañada, y sobre ella se veían un teléfono y un par de bandejas vacías totalmente cubiertas de polvo. La ventana se hallaba igualmente sucia y uno de sus cristales, muy resentido, vibraba como consecuencia del tráfico que circulaba por Tottenham Court Road. Richard siguió sentado unos cinco minutos que le parecieron interminables, mirando hacia la ventana y viendo cómo la lluvia salpicaba el cristal, cuando la puerta, que estaba a sus espaldas, se abrió de repente y se cerró después.

Richard giró en redondo, pero ya pasaban por su lado dos hombres que ocuparon sendas sillas al otro lado de la mesa. Ambos eran de mediana edad: uno, calvo; otro, de cabellos oscuros, los dos vestidos con trajes y corbatas de calidad mediocre, y llevando cada uno su cartera. El hombre calvo sonrió, abrió su cartera y sacó de ella algunos documentos, los dejó con aire de fastidio sobre la mesa y luego cogió un bolígrafo.

—¡Qué espantoso tiempo! —exclamó.

Su compañero parecía carecer de sentido del humor. Se peinó los oscuros cabellos con sus largos dedos, abrió su cartera y sacó de ella una grabadora, que instaló ante sí. Entonces miró a Richard con sus ojos oscuros e inexpresivos. Su rostro era cetrino, iba sin afeitar y tamborileaba en la mesa con los dedos.

—¿Se encuentra bien? —preguntó el calvo.

—¿Cómo? —gruñó Richard.

—Digo que si se encuentra bien. Parece usted un poco cansado.

—Sí, lo estoy —admitió Richard—. No he podido dormir. Vine ayer para informar de que había visto un ovni y me he pasado aquí toda la noche.

—Lo siento —dijo el calvo—. Debe haber resultado algo incómodo. Pero la policía no puede hacerse cargo de casos como éste: siempre recurre a nosotros.

—¿Quiénes son ustedes?

—Del proceso de datos. Estamos especializados en fenómenos aeronáuticos y trabajamos para el gobierno.

—¿En qué departamento? —se interesó el muchacho.

—No creo que eso importe. Estamos aquí para valorar lo que cree haber visto usted y anotar los datos para archivo.

—¿Lo que creo haber visto?

—No se sienta ofendido; no le estamos insultando, pero el cielo no es tan sencillo como parece y suele engañar a la gente.

—¿Por ejemplo?

—El fuego de san Telmo puede convertir un avión corriente en un halo brillante y multicolor de luz que cambia. El planeta Venus, observado en determinadas condiciones, parecerá un orbe resplandeciente que se mueve según extraordinarias pautas. Cometas, meteoros, globos, satélites, resplandores, fuegos artificiales, nubes noctilucas, descargas plasmoides y coronarias, todos ellos pueden confundirse con objetos brillantes y consistentes. Por ejemplo: al incidir los rayos del sol poniente en ángulo agudo sobre un globo que flote a gran altura, pueden hacerle parecer un enorme disco volando a tremenda velocidad. Lo que un observador podría imaginar como la estela brillante de este disco, sería en realidad el remolino de polvo y cristales de hielo que ha quedado en pos del globo y que asimismo refleja la luz solar. Igualmente sucede con las inversiones de temperatura. Existen diversas capas de aire, todas ellas a distinta temperatura, que se curvan y retuercen desviando generalmente los rayos de luz y creando algo cuya calificación más idónea es la de espejismo. ¿Sabía usted que una capa de temperatura puede captar un barco navegando y proyectarlo como un espejismo en el cielo, y que este espejismo sería contemplado por un piloto experto como una forma oscura y alargada, llena de ventanas brillantes? De modo semejante supongamos que en algún lugar, en el campo, una prolongada hilera de coches asciende serpenteando por una colina, proyectando todos ellos sus faros en el cielo nocturno. Si se produce una inversión de temperatura, estas luces serán desviadas y remitidas, chocando con otra inversión de temperatura a unos sesenta kilómetros de distancia, y aparecerán ante los observadores como una masa de objetos resplandecientes de forma discoide, volando todos ellos en perfecta formación por el cielo. En cuanto a los plasmoides y globos iluminados, están formados básicamente por gases electrificados que, al entrar en combustión brillan, oscilan, vibran, se balancean y vuelan horizontalmente, ascienden en sentido vertical, resplandecen con colores rojos y azules y pueden parecerse a una esfera, un disco o un gigantesco torpedo. También zumban y producen otros sonidos extraños y resultan impresionantes… ¿Prosigo?

—No —dijo Richard.

—Bien.

—No he visto nada de todo eso.

—Posiblemente no. Explíquenoslo.

El calvo sonrió amablemente y se reclinó en su asiento, dándose golpecitos en los dientes con su bolígrafo y moviendo la cabeza. El hombre de cabellos oscuros se inclinó adelante, apoyando una mano en la grabadora, sin sonreír, de modo convencional y lacónico, con la mirada fija en Richard.

—Las preguntas que le formularemos seguidamente tienen por objeto facilitar al gobierno la mayor información posible sobre el fenómeno aéreo no identificado denunciado por usted. Por favor, trate de responder a las preguntas lo más fielmente posible. La información que nos facilite será utilizada por los investigadores y considerada como confidencial. No se mencionará su nombre con relación a ninguna de las declaraciones, conclusiones o publicaciones que resulten, sin contar con su previa autorización. Ahora, confírmenos por favor que entiende y acepta esas condiciones.

—Sí.

El calvo se adelantó en su asiento y se apoyó en la mesa, manteniendo su bolígrafo en el aire, sobre el cuaderno de notas, disponiéndose a escribir. Su compañero puso en marcha la grabadora e inició el interrogatorio.

—¿Cuándo vio usted el objeto?

—El 7 de marzo.

—¿De 1974?

—Sí.

—¿A qué hora?

—Sobre las ocho y media.

—¿De la tarde?

—Sí.

El calvo tomaba notas en un extenso formulario, rellenando los espacios en blanco.

—¿Dónde estaba usted cuando lo vio?

—En Cornualles.

—Concrete.

—En la A30, que atraviesa Bodmin Moor. En las proximidades del King’s Arthur Hall, que se encuentra entre Bolventor y Bodmin. Eso es todo cuanto puedo decirles.

—¿Durante cuánto tiempo vio usted el objeto?

—¿Qué?

—¿Cuánto duró la visión?

—No lo sé. Creo que más de cinco minutos. Después de eso me quedé en blanco.

—¿Está seguro de haberlo visto tanto tiempo?

—Sucedieron muchísimas cosas. No pudieron desarrollarse en menos de cinco minutos. Hubo de transcurrir ese tiempo, como mínimo.

—¿Cuáles eran las condiciones del cielo?

—No sé qué quiere decir.

—¿Era un día claro? ¿La luz era crepuscular? La luz diurna, ¿era escasa o mínima? ¿Lo recuerda…?

—Era un crepúsculo radiante. El cielo estaba muy rojo. El sol se ponía.

—¿Dónde estaba situado el sol cuando usted vio el objeto?

—No sé… No puedo recordar… Sí, detrás del objeto. En realidad, creí que el objeto era el sol, y me pareció que el sol estallaba.

—¿Lo eclipsó?

—Sí.

—¿Qué advirtió usted con relación al cielo?

—¿Cómo?

—Las estrellas… ¿Había alguna? ¿Unas cuantas? ¿Muchísimas? ¿No puede recordarlo?

—No puedo. Sólo se distinguía ese resplandor plateado. No creo haber visto estrellas.

—¿Y la luna?

—No la vi. Sólo aquel resplandor plateado que luego se desvaneció dando paso al objeto. Era tan grande que pareció ocultar el cielo.

—El objeto ¿era más brillante que el cielo que se veía al fondo?

—Sí, al principio sí. Era el objeto más brillante que he visto en mi vida. Luego se oscureció y aparecieron las luces rodeándolo totalmente, y ocultó el cielo por completo.

—¿Cómo era de oscura esa forma?

—No sé qué quiere decir.

—¿Era más oscura que el cielo en aquel momento?

—El cielo era rojo; el objeto, oscuro.

—¿Pareció quedarse inmóvil en algún momento?

—Se aproximó sobre las rocas y luego se detuvo, flotando en el cielo.

—¿Aceleró y se esfumó en algún momento?

—No; simplemente se quedó allí detenido. Era enorme. Se quedó fijo en el cielo y luego descendió, se abrió y nos encontramos…

—¿Se rasgó parcialmente o estalló?

—Estas preguntas son ridículas… Lo que sucedió fue…

—Por favor, limítese a responder.

—No, no se rasgó ni tampoco estalló. Se abrieron unos paneles y aparecieron otros dos discos y…

—¿Expulsaba humo el objeto?

—Eran tres los objetos.

—¿Despedía humo el mayor de ellos?

—No, no lo advertí.

—¿Y los pequeños?

—No, seguro que no.

—¿Por qué está tan seguro?

—Se hallaban muy próximos, junto al coche: lo rodearon muy lentamente y no advertí rastro de humo.

—¿Alguno de esos objetos cambió de forma?

—No. Es decir, no estoy seguro de ello. Antes de ver por vez primera el objeto de mayor tamaño, me pareció que se trataba de una luz, de una explosión muy brillante que llenara todo el cielo. Luego cambió y adoptó una forma oscura, y comenzaron a destellar las luces a su alrededor. Creí que cambiaba de forma, pero me parece que fue por causa de las luces. Mientras permaneció allí, no cambió de forma.

—¿Permaneció? ¿Dónde?

—Estaba flotando en el aire.

—¿A qué altura?

—No lo sé. Parecía estar a unos treinta metros, aproximadamente, pero no puedo asegurarlo. Luego descendió hasta casi llegar al suelo. Entonces se abrió por el fondo y nos atrajo hacia él.

—El objeto ¿vibraba, latía u ondeaba?

—Sólo apareció un súbito resplandor de luz que se desvaneció para ser sustituido por la forma oscura.

—Usted ha mencionado diversas luces.

—Así es. Luces de colores. Las había verdes, azules y anaranjadas, que se extendían a lo largo de la máquina y fluctuaban, encendiéndose y apagándose una tras otra de izquierda a derecha y luego de derecha a izquierda, muy deprisa, confundiéndose casi en un solo color.

—¿Dónde estaban situadas las luces?

—No lo sé; no estoy seguro. Creo que se encontraban muy cerca del fondo del objeto. Me parece que lo rodeaban.

—¿Se situó el objeto frente a algo en algún momento?

—Ya se lo he dicho: del sol.

—¿Algo más próximo?

—Se acercó sobre las rocas más cercanas y se detuvo frente a ellas, ocultándolas.

—¿Rocas?

—Las piedras neolíticas.

—¿Se puso en algún momento detrás de algo?

—No.

—El objeto ¿parecía sólido o transparente?

—Sólido, sin duda alguna sólido.

—¿Llevaba usted gafas graduadas o de sol?

—No.

—¿Observó el objeto a través del parabrisas o de las ventanillas?

—Sí.

—¿Bajó usted las ventanillas en algún momento?

—No.

—¿Había reflejos en el parabrisas o en las ventanillas?

—No lo sé.

—¿Vio usted el objeto en algún momento con gemelos, telescopio, teodolito o cualquier otro instrumento óptico?

—No, no hubo necesidad de ello. Estaba prácticamente sobre nosotros.

—¿Emitía algún sonido?

—No lo sé; no estoy seguro. Creo que producía un zumbido. Al principio creí haber oído una explosión, pero ahora me parece que no. Creí percibir algo; una especie de vibración. No sé. No puedo responder a esto. Se oía ruido; una vibración…

—¿Y los discos pequeños?

—Un zumbido. A veces, una especie de silbido. Al silbar, lanzaban sobre nosotros rayos luminosos… Nunca había oído un ruido semejante anteriormente.

El hombre de cabellos oscuros se echó atrás en su silla y desconectó la grabadora, mientras el calvo pasaba a Richard una hoja de papel y un lápiz.

—Quiero que dibuje esquemáticamente los objetos. Incluya todos los detalles que usted percibió, tales como alas u otras protuberancias, y emisiones de vapor o de humos de escapes. Utilice flechas para indicar la dirección en que viajaban los diversos objetos. Incluya también en la descripción cualquier movimiento que realizara el objeto u objetos. Ponga una A en el principio del recorrido, una B al final, y señale cualquier cambio de dirección.

Richard hizo cuanto se le había ordenado. Las manos le temblaban muchísimo. La habitación era muy fría, pero estaba sudando y se sentía en estado febril. Los dos hombres le observaban en silencio, sin apartar los ojos de él. Oía golpear la lluvia en la ventana, detrás de ellos. Hizo el dibujo muy deprisa. Era un esquema claro y fidedigno. Luego devolvió el papel al hombre calvo, que lo estudió cuidadosamente.

—Es un buen dibujo.

—Soy estudiante de bellas artes.

—¡Ah, sí! En el Hornsey College.

—Eso es.

El calvo pasó el dibujo a su compañero, quien lo estudió seriamente y se lo devolvió. Conectó de nuevo la grabadora y luego se dirigió a Richard:

—De acuerdo. Los contornos del objeto ¿eran confusos, difuminados o nítidos?

—Los discos pequeños eran nítidos. Tenían forma discoide y eran plateados. No pude ver los límites del objeto mayor, pues sus luces destellantes brillaban demasiado. El cuerpo era una masa oscura y los destellos hacían invisibles los bordes.

—¿Qué longitud calcula usted que tendrían los diversos discos?

—No se trataba de longitud, sino de diámetro. El mayor tenía unos noventa metros y se componía de varios pisos. Los otros eran de dos tamaños, el primero tendría un metro de diámetro, y el segundo, unos diez. Los dos primeros eran completamente sólidos, y el perímetro del segundo se remontaba hasta formar una cúpula. Ésta era de algo semejante al vidrio, y recuerdo haber visto gente allí dentro. No imaginé que…

—No se preocupe de los ocupantes… ¿De qué cree usted que estarían hechos los objetos?

—De alguna especie de metal.

—¿Usted mencionó la palabra «plateado»?

—Plateado o gris metálico.

—¿Qué estaba usted haciendo en el momento en que vio el primer objeto y cómo lo advirtió?

—Estaba sentado junto al conductor del coche, la mujer conducía el vehículo. El motor produjo una serie de falsas explosiones y se paró. Se apagaron las luces y el coche descendió rodando hasta el pie de la colina, donde se detuvo. Entonces me pareció oír algo. En realidad, no lo oí; lo presentí. Después, el coche se llenó de luz; toda la zona estaba inundada de luz, y aquella luz pasó sobre las piedras del campo próximo y se materializó como un objeto.

—¿Qué dirección llevaban ustedes antes de que el coche se detuviera?

—Sudoeste.

—¿En qué dirección estaban ustedes mirando cuando vio por vez primera el objeto?

—Hacia poniente.

—¿Está usted familiarizado con la dirección angular?

—No.

—¿Cuáles eran las condiciones meteorológicas en el momento en que vio los objetos?

—Había estado lloviendo la mayor parte del día, pero las nubes desaparecían, el cielo estaba rojo y oscurecía gradualmente. La niebla cubría las colinas, pero no la había a nuestro alrededor.

—¿No había niebla en torno al coche mientras ustedes corrían?

—No.

—¿Ni tampoco durante su encuentro con los objetos?

—No; sólo el resplandor.

—¿Está usted convencido de que ese resplandor no era niebla?

—No: era luz.

—¿Viento?

—No lo creo.

—¿Temperatura?

—Bastante fresca.

—¿Cuál era la velocidad del objeto de mayor tamaño mientras volaba?

—No tengo mucha idea para calcular velocidades.

—Más o menos.

—Unos cincuenta kilómetros por hora.

—¿Cincuenta?

—Sí.

—¿Sabe que eso es imposible?

—Sí, es imposible, pero así era. Quiero decir que aquel objeto se deslizaba.

—¿Y los discos pequeños?

—No puedo decirlo. Iban muy deprisa. Podían detenerse en medio del aire, deslizarse suavemente en torno del coche o desaparecer en un abrir y cerrar de ojos: no puedo darle cifras.

—¿Puede calcular a cuánta distancia se encontraba de usted el objeto de mayor tamaño?

—Cuando descendió estaría a unos diez o quince metros del coche, más o menos.

—¿Despedía calor?

—Sí, creo que sí. Recuerdo haber sentido mucho calor y sofocación…, pero estaba muy asustado.

—¿Era la primera vez que veía usted un objeto u objetos como aquéllos?

—Sí.

—¿Había pensado en ellos alguna vez?

—No mucho.

—¿Alguien más vio los objetos?

—La mujer que conducía el coche.

—¿Aparte de ella?

—No.

—¿Cuándo informó usted por vez primera de esto con carácter oficial?

—Ayer.

—¿Por qué aguardó tanto tiempo?

—Estaba asustado.

—¿Asustado? ¿De qué?

—Pensé que nadie me creería.

—¿De nada más?

—Estaba asustado en general. Me asustaba lo que había sucedido. Realmente al principio no podía creerlo, no quería creerlo. Además, tuve pesadillas. Soñaba con ello. Creí que acabaría enloqueciendo. No quería contárselo a nadie.

—¿Cuáles eran sus sueños?

—No estoy seguro. Nunca logro recordarlos muy claramente. Sólo sueño con el resplandor; me veo totalmente rodeado de siluetas de extrañas criaturas que no pronuncian palabra; sólo se agolpan a mi alrededor.

El hombre de cabellos oscuros hizo una señal afirmativa y detuvo la grabadora mientras su compañero tendía otros papeles a Richard.

—Quiero que me dibuje a los ocupantes.

—No puedo recordarlos —repuso Richard.

—Por lo menos, inténtelo —dijo el calvo—. Trate de recordar. Sólo para darnos alguna idea.

Richard hizo lo que se le decía. Le temblaban las manos más que nunca. Estaba sudoroso mientras dibujaba los fantásticos rostros. Aquel dibujo le costó más que el primero. Le resultaba difícil concentrarse. Percibía el ruido de la lluvia contra la ventana y la profunda respiración de ambos hombres, y el corazón le latía más deprisa que de costumbre, como si estuviera sucumbiendo al pánico. Finalmente, concluyó el dibujo. Parecía infantil y ridículo. Se lo devolvió al calvo y le observó mientras él lo estudiaba cuidadosamente.

—Tiene aire picassiano —comentó.

—Éste era su aspecto —dijo Richard.

—¿Cree usted que llevarían alguna clase de máscara?

—Sí, lo creo —confirmó Richard.

El calvo le sonrió, pasó el dibujo a su compañero y éste lo estudió algún tiempo antes de dejarlo sobre la mesa. Luego miró directamente a Richard, sin sonreír, y desconectó su grabadora.

—¿Supone que esta nariz sería metálica?

—Lo parecía —dijo Richard.

—Y la falta de labios, ¿podría atribuirse a la presencia de una máscara?

—Eso es.

—La cúpula de vidrio ¿deformaba sus imágenes?

—Eso creo. Realmente no pude ver nada detrás de sus cabezas; tras la cúpula el interior se veía confuso.

—¿Le miraron?

—Sí.

—¿Hicieron algún gesto?

—La criatura que iba en uno de los aparatos levantó la mano. Parecía una garra.

—¿Una garra metálica?

—Sí.

—¿Tenían carne?

—Sí, gris y arrugada. La piel en torno a los ojos estaba muy arrugada, pero no puedo estar muy seguro de eso.

—¿Por qué?

—Por la cúpula transparente, que creo deformaba sus rasgos y, aunque era brillante, no resultaba del todo clara. Producía un efecto ondulante.

—¿Qué hizo usted cuando él levantó la mano?

—Sentí una especie de desvanecimiento. De pronto un rayo de luz cayó sobre mí y creo que ésa sería la causa.

—¿Y luego?

—Creo que no estuve mucho tiempo inconsciente. Acaso unos segundos. Al recobrar el sentido vi que una enorme nave descendía y bloqueaba toda la visión. Nuestro coche era atraído hacia ella; no estaba en funcionamiento, pero se movía. Los discos de diez metros estaban a ambos lados del vehículo, disparando rayos de luz sobre él y atrayéndolo hacia delante.

—Ha dicho diez metros. Éste es un cálculo muy concreto.

—Lo sé. Ignoro por qué lo he pensado así… pero siempre me he sentido muy seguro de ello.

—De acuerdo. Continúe.

—Así fue todo. Nos vimos impulsados hacia la enorme nave. Las luces de colores destellaban. La nave se abrió por el fondo y fuimos arrastrados a su interior. Vi una luz blanca y siluetas, y después no recuerdo nada más… Sospecho que llegué a desmayarme.

—Y recobró el sentido tres días después.

—Eso es. Y a unos cuarenta kilómetros de distancia.

¿Y no tiene la menor idea de cómo llegó hasta allí?

—No.

—¿Ha padecido alguna vez amnesia?

—No, desde luego que no.

—Podemos comprobar su historial médico.

—No descubrirá amnesia en ellos —repuso Richard acariciándose la barbilla y estudiando a los hombres sucesivamente, preguntándose qué estarían pensando.

De nuevo se sentía asustado.

—El doctor me examinó el cuello —prosiguió—. La policía dijo que les daría a ustedes un informe. ¿Qué dice?

—Que existía la señal de una quemadura. Por desdicha ya casi había desaparecido. En este punto es imposible adivinar qué la produjo. Por otra parte, usted no ha cambiado.

—¿Cambiado? —preguntó Richard.

—El análisis de sangre no revela nada.

—¿Qué esperaban descubrir en ella? —preguntó Richard.

—Nada —repuso el hombre.

Desconectó la grabadora, apoyó la barbilla en sus manos, cruzando los dedos, y miró fijamente al muchacho.

—Bien, ¿qué creen ustedes? —preguntó Richard.

—¿Qué espera que creamos?

—Deseo saber qué sucedió allí.

—Creo probable que usted ya lo haya imaginado.

—¿Imaginado?

—Sí, no es verosímil. Me temo que las piezas no encajan, no tiene sentido.

—¿Qué es lo que no tiene sentido?

—Nada. Lo que usted vio no puede ser real porque tales cosas no existen.

—Pero ¡yo lo vi!

—¡Usted cree haberlo visto! Posiblemente se trató de un espejismo. Usted vería el reflejo de un avión o de un barco provocado por una inversión de temperatura.

—¡Fue real!

—No, no lo fue. No pudo ser real. Ningún objeto de ese tamaño puede viajar a cincuenta kilómetros por hora y luego posarse sobre el suelo sin producir ningún sonido; es científicamente imposible.

—¿Que es científicamente imposible? ¿Qué diablos significa todo eso? Todo lo que sé es que esto sucedió, que me pasó a mí y que estoy aquí para conseguir una explicación, puesto que la necesito.

—¿Qué podemos explicarle nosotros? ¿Quiere que se lo confirmemos? Las luces no identificadas podemos discutirlas, pero lo que usted vio es pura fantasía. No es posible, hijito. No hay modo de que podamos aceptarlo. Los hechos parecen expresarse por sí solos: toda su teoría carece de sentido.

—¡Mierda! —exclamó Richard.

—No, hijo: hechos. Sólo me queda una pregunta que hacerle y luego habremos concluido. ¿Estaba usted bebido cuando lo vio?

—¿Bebido? —preguntó Richard.

—Sí, eso es. ¿Estaba usted bebido? Según el informe que dio a la policía, aquella tarde había estado bebiendo.

—Bueno, sí. Pero…

—Usted estaba borracho.

—No creo que tenga importancia.

—La misma mujer dijo que usted había bebido muchísimo. En realidad, dijo que estaba como una cuba.

Richard irguió la cabeza, sintiéndose de pronto desorientado, recordando el radiante Audi y a la pelirroja de verdes ojos. Aquella mujer había desaparecido. Al despertar, no la encontró a su lado. Pero había estado presente, fue testigo de todo lo sucedido… Aquello no tenía sentido.

—¿La mujer? —susurró Richard.

—Eso es: la propietaria del coche. La localizamos en su casa de Saint Nicholas y nos dio su versión de lo sucedido. Recordaba haberlo recogido a usted, dijo que le ayudó a poner en marcha el coche, que bebió mucho, hasta emborracharse, y que tuvo que dejarlo cerca de Bodmin cuando se volvió demasiado agresivo. No vio ningún platillo volante; no vio nada en absoluto. Confeso haberlo dejado en Bodmin, que usted iba dando tumbos de un lado a otro y que se volvió haciendo eses por donde habían ido, camino de Bodmin Moor. Ésa fue la última vez que le vio. Por otra parte, su viaje fue absolutamente normal. En resumen, que no vio nada raro y usted tampoco.

—¡Está mintiendo! —exclamó Richard.

—No lo creo. Opinó que usted iba muy bebido, extraordinariamente bebido, que usted volvió haciendo autostop a Dartmoor, que allí vería Venus, algún globo luminoso o un espejismo, que en su estado de embriaguez creyó real su visión y que imaginó el resto. Suele suceder. La gente se pasa el tiempo viendo cosas. Y, estando embriagado, un hecho natural puede sorprender a una persona y hacerle ver lo que no existe. Todo lo fabricó su cabeza, muchacho.

—Ustedes no lo creen así.

—Sí lo creo.

—¡Por Dios! ¡Le estoy diciendo la verdad!

—O lo que usted cree que es la verdad.

Richard se dejó caer en silencio, sintiéndose abrumado y derrotado. La sensación de miedo volvió a invadirle, dominándole por completo y dejándole insensible. Los dos hombres recogieron sus pertenencias de la mesa, cerraron las carteras y pasaron junto a él sin pronunciar palabra. Richard volvió atrás la cabeza y les miró. El hombre de cabellos oscuros salía de la habitación, pero el calvo seguía allí. Richard no supo qué decir. Sentía como si las paredes se derrumbaran sobre él. El calvo seguía inmóvil, sonriente. Richard le dirigió una mirada de súplica.

—Muchacho, será mejor que consulte a su psiquiatra.