Poco después de mediodía del 6 de marzo de 1974, un destartalado Pontiac bicolor cruzó la entrada de la base aérea de Winslow, Arizona, y se dirigió a la torre de control de tráfico aéreo. El vehículo pasó despacio junto a los bloques destinados a administración y a los hangares. En sus ventanillas, se reflejaban los rayos del sol, las ruedas levantaban un polvo rojizo y el ruido del motor quedaba ahogado por el estrépito de los aviones que despegaban o aterrizaban. Blancas nubes aparecían en el cielo, los aviones brillaban sobre las montañas y las nubes eran como bancos de pura nieve en un lago claro y azul.
Cuando por fin el coche se detuvo ante el edificio de hormigón y cristal de la torre de control, el conductor salió lentamente, cerró la portezuela con llave y luego estudió de manera vaga el lugar donde se encontraba. El hombre era grueso, de reducida estatura y aspecto vulgar, con su traje oscuro, blanca y arrugada camisa y una corbata verde que pendía descuidadamente mientras se peinaba la barba gris con su bronceada mano. No era joven, en realidad pasaba de los sesenta, y su atezado rostro era como un arrugado mapa en el que se reflejaban el cansancio y la meditación.
Tras echar una breve mirada a las montañas circundantes, se metió la mano en el bolsillo y extrajo de él un documento que desplegó exhibiéndolo ante el policía vestido de paisano. Éste, que era alto y de aspecto impasible y vestía camisa blanca y holgados pantalones, estudió la tarjeta de identificación, rozó la pistolera que llevaba en la cadera, dio un suave golpecito a su puntiaguda gorra y luego hizo una señal de aprobación.
El anciano sonrió débilmente, se guardó el documento en el bolsillo, sobresaltándose al sentir que un avión pasaba sobre su cabeza, y entró en el edificio pasando junto al policía.
Las encaladas escaleras de tosco hormigón, inmersas en el silencio y en una siniestra penumbra, conducían a la más intensa oscuridad del acceso a la sala de control. El hombre echó una mirada al ascensor, consideró primero y rechazó después la idea de utilizarlo, aspiró profundamente y subió la escalera respirando con dificultad. Al llegar arriba se encontró ante una puerta blindada. Aguardó a que se regularizaran los latidos de su corazón, estrechó el nudo de su corbata, se abrochó la chaqueta, abrió la puerta y entró en la sala de control.
Ésta se hallaba escasamente iluminada. Numerosos aparatos de radar estaban en funcionamiento, y adosados a las paredes había ordenadores, mapas de vuelo y horarios. Los controladores aéreos, con los cabellos cortos y arremangadas las camisas, se hallaban agrupados en torno a las consolas. El anciano parpadeó y tosió, escudriñando las tinieblas con sus ojos castaños y acariciándose la barba, confundido por el ruido y la escasa iluminación. Los controladores hablaban todos a la vez, sonaban los teléfonos y las radios, y las luces de colores de radares y ordenadores se encendían y apagaban vivamente…
El hombre tosió de nuevo, hizo una seña con la mano y vio cómo su amigo se separaba de un grupo e iba a su encuentro. Era joven y llamativo, llevaba desabrochado el cuello de la floreada camisa y se sujetaba los blancos pantalones con una reluciente cadena. Estrechó la mano del anciano, retrocedió unos pasos mirándole complacido y sonrió. Se adelantó de nuevo, cogió al anciano por los hombros y le dio un abrazo.
—¡Tienes un magnífico aspecto! —exclamó.
El anciano sonrió con aire cansado, alisó sus escasos cabellos grises, parpadeó bañado por la tenue luz anaranjada y volvió a mirar a su amigo, aflojándose la corbata.
—No me siento tan bien como aparento —repuso—. ¿Qué corre tanta prisa?
—Siento tener que…
Su interlocutor hizo ademán con su curtida mano, restando importancia al asunto.
—No te preocupes —respondió con acento ligeramente europeo y voz suave, casi vacilante—. Dime qué ha sucedido.
El joven se mostraba remiso a responder. Estuvo jugueteando con el brillante cinturón, y miró incómodo alrededor y luego, de mala gana, al anciano.
—Hemos encontrado a Irving.
Algo casi imperceptible, como el espasmo de una impresión, un fugaz sentimiento de temor o desesperación, agitó al anciano, que parpadeó y se acarició la barba hasta serenarse por completo.
—¿Le habéis encontrado?
—Sí, Frederick: está muerto.
El hombre miró al suelo, se frotó los ojos y paseó la mirada por la estancia. Vio los aparatos de radar en funcionamiento, el resplandor de su luz anaranjada en los rostros de los hombres y las largas sombras que éstos proyectaban en el suelo y en los zumbantes ordenadores. Y en aquel momento sintió miedo, el miedo áspero y familiar, un miedo sin esperanzas que había envuelto su pasado y que ahora se proyectaba sobre su futuro. Miró de nuevo al joven, sus rubios cabellos y azules ojos, y advirtió que la oscuridad multicolor que le rodeaba totalmente le hacía parecer irreal.
—¿Suicidio? —preguntó.
—Así parece —repuso el joven—. Le encontraron hace una hora en la carretera 66 en su coche, poco después de Valentine, empuñando un revólver.
—¿En la 66?
—Eso es. Al parecer, Mary no le vio salir. Ella está en su casa de Camelback Hill. Acabo de telefonearle y no parecía encontrarse muy bien.
—No —murmuró el anciano—. Evidentemente, no.
—De todos modos —siguió el joven—, es normal. Mary dice que últimamente él no dormía bien, que solía levantarse al amanecer y paseaba por la casa mirando por las ventanas hacia el cielo, obsesionado. Cree que es lo que debió de hacer esta mañana: levantarse mientras ella estaba dormida, sólo que esta vez no anduvo dando vueltas por la cas sino que cogió el coche y salió. La policía lo descubrió hace una hora: se había disparado un tiro en la boca. Les dije que no hiciesen nada hasta que llegásemos: será mejor que vayamos enseguida.
El anciano cerró los ojos, movió la cabeza de un lado a otro, abrió nuevamente los ojos y miró en torno, con la tensión y el dolor reflejados en su rostro.
—¡Pobre Mary! —exclamó en un susurro.
El joven lo cogió del brazo y le hizo salir de la torre de control. Bajaron la escalera y abandonaron el edificio, dejando detrás al policía para llegar junto al polvoriento y viejo Pontiac.
El sol de mediodía caía brutalmente sobre ellos, sobre la pista de aterrizaje que atravesaba la carretera y sobre la neblina de las montañas festoneadas de azul.
—Deja aquí tu coche —dijo el joven—. Regresaremos pronto. Veremos qué ha sucedido y te volveré a traer enseguida.
El anciano dio unos golpecitos al Pontiac, se limpió el polvo de la mano, echó una mirada a su alrededor parpadeando de nuevo cegado por el sol y siguió al joven. La base aérea estaba en plena actividad: aterrizaban y despegaban los aviones con constante ruido mientras cruzaban el tórrido pavimento asfaltado. El anciano se enjugó el sudor de la frente, sintió el viento, una furiosa ventolera que llegaba entre enorme estrépito y que le hizo entornar los ojos. El joven estaba delante, agachado y haciéndole señas con las manos, apremiándole para que montasen en el helicóptero 47G blanco y rojo que había aparecido repentinamente en su pista de aterrizaje.
Las paletas del rotor giraban desdibujándose y agitando el polvo en un remolino que envolvió al anciano. Dio un traspiés, se irguió, se cubrió la boca y maldijo suavemente en voz baja. Luego, con la mano libre, se estrechó la chaqueta contra el pecho y siguió a su amigo.
El helicóptero zumbaba y vibraba haciendo oscilar la breve escalerilla metálica, y el joven, ya a bordo del aparato, le tendió una mano. El anciano se vio izado, tropezó con el piloto y se cogió rápidamente a su asiento mientras su amigo cerraba la portezuela y luego se sentaba a su lado. El helicóptero dio una sacudida y se remontó, y el anciano, visiblemente aliviado, miró a través del cristal.
Sentía temor y pesar. A sus pies, Winslow, empequeñeciéndose en la distancia, le recordaba otros días y otras muertes. «Suicidio —pensó—. Al final, todos nos suicidamos. No existen razones ni motivos, pero siempre se produce un suicidio». Desde luego, no creía que fuera así; nunca lo había creído ni lo creería. Debajo de él veía las montañas, la tierra desnuda salpicada de rocas, seguaros, ocotillos y robustos cactos, y su temor se acrecentó.
—¿Qué piensas? —preguntó el joven.
—Como puedes suponer —repuso el anciano acariciándose la barba y frotándose los ojos—, lo siento mucho por Mary, es terrible…
El helicóptero subía y bajaba, brillando cegadoramente al sol, y el motor producía un enérgico e incesante gruñido que retumbaba en sus oídos.
—Hemos tenido una aparición —dijo el joven—. Por eso estoy fuera de la base. Hubo visiones por toda la zona y hemos estado muy ocupados.
El hombre vio a través del cristal los montes aislados y los valles modelados por el viento.
—En los últimos quince meses se han producido bastantes apariciones —dijo alzando la mirada sonriente.
En White Sands, Los Álamos y Coolidge Dam. Testigos visuales e informes de radar: los ovnis van tomando consistencia. —El joven se encogió de hombros, mesándose los rubios cabellos—. No sé, pero estas cosas me producen escalofríos: ellos sabrán qué se proponen.
Miró al anciano, pero su barbudo amigo no respondió.
—Es muy extraño —añadió—. ¿Cómo has pasado el año? ¿Qué tal por el Instituto?
El anciano suspiró.
—Muy ocupado. Ha sido el caso de mayor importancia desde 1967 y no hemos tenido tiempo ni para respirar; no podemos hacer frente a todo.
—¿Algo sólido?
—Hay mucho que discutir.
El viejo observaba las montañas a lo lejos y el desierto que se extendía a su alrededor.
—Me gustaría que pudiéramos ser testigos de una de esas apariciones.
El joven no sonrió.
—Quería hacerte una visita —dijo—. Pero tú recuerdas todos los casos; cuéntame algunos.
—Hay centenares de ellos —repuso—. De toda índole imaginable. Contactos de alto y bajo nivel, distantes y concretos; interferencias mecánicas y eléctricas, numerosos incidentes de persecución automovilística; efectos físicos y mentales sobre personas y animales afectados de modo semejante: aterrizajes de los que han quedado auténticas huellas y con materiales todavía sin identificar.
—¡Dios mío! —exclamó el joven.
—Hemos contado con testigos de confianza. Todos de absoluta confianza, como jamás los habíamos tenido: esto resulta muy estimulante.
—Irving ya lo decía —corroboró el joven.
—Irving ha muerto. Me dijo que había descubierto algo importante… y ahora está muerto.
—Me horroriza oír eso —se lamentó el joven.
—Lo comprendo y lo siento.
—Hablame de tus testigos. ¿Quiénes diablos son?
—Policías —repuso el anciano—. Estamos haciendo una encuesta con testigos policías. Los policías no propenden a la histeria y están entrenados para observar…
Se peinó la barba, profirió un suspiro y se miró las manos. El helicóptero zumbaba en sus oídos haciéndole vibrar la cabeza.
—El 17 de octubre de 1973 —comenzó—, en Waverley, Illinois, de madrugada, el jefe de policía y tres ciudadanos distinguieron un objeto con luces intermitentes verdes y rojas, y durante hora y media lo estuvieron observando con prismáticos. Proyectaba unos rescoldos incandescentes que caían en el suelo y desaparecían al tomar contacto con él… Los Ángeles: la policía acudió para investigar la aparición en la parte Este de la ciudad de un objeto oblongo, blancoazulado y muy brillante que, al adelantarse hacia él en el coche, se remontó formando un ángulo de cuarenta y cinco grados a unos quinientos metros de altura, y luego desapareció a toda velocidad. Palmira, Missouri: varios universitarios informaron de la presencia de un extraño objeto con luces intermitentes aparecido sobre el río Missouri, que enfocó su luz sobre una gabarra iluminando hasta el fondo del río y recorriéndolo unas cuantas veces. Luego se aproximó a los espectadores de la playa antes de ascender verticalmente y desaparecer. Cuatro días después, unos ciudadanos y policías de Palmira descubrieron un objeto con luces rojas, blancas y ámbar y dos faros frontales muy potentes que, silenciosa y lentamente, paseaba por la ciudad a baja altura hasta que los policías le enfocaron. Entonces se alejó y finalmente desapareció.
—De acuerdo, me has convencido —dijo el joven sonriendo.
Movió la cabeza de un lado a otro, miró de reojo al anciano y luego hacia lo lejos, al cielo azul plateado.
—¿Establecisteis algún contacto? ¿Algo que pudiera comprobarse?
—Con la policía, no.
El hombre suspiró en tácita confesión de derrota, y jugó abstraído con el cuello de su arrugada camisa, fijando la mirada en el desierto. El helicóptero vibraba, gruñía y rechinaba en torno suyo, subiendo y bajando produciéndole una sensación de mareo. Miró hacia abajo y vio montañas y valles, la tierra roja, las rocas peladas y retorcidas: un mundo respetado por el tiempo… No, no era así: nada de lo que quedaba permanecía intacto. Comprobó que sobrevolaban Two Guns, Winona y Humphrey’s Peak, y pensó en todo cuanto allí había vivido y muerto y que ya no tenía importancia. Aquella tierra estaba encantada, y el polvo había cubierto su historia borrando de su superficie las tribus de apaches, mojaves, papagos, pimas, hopis, hualapais, yavapais, maricopas y payutes. Los españoles ricos habían desaparecido, pero quedaban en pie las solitarias misiones con sus paredes blanqueadas por el sol, erosionadas por violentos torbellinos, y sus viejas campanas oxidadas. Arizona era irreal, un sueño de leyenda y mito. Sus praderas cruzadas por Kit Carson, Billy el Niño y Wyatt Earp todavía albergaban reservas y pueblos, tristes restos indios. El anciano miró hacia abajo y se estremeció, sintió el persistente y familiar temor y trató de conciliar pasado con presente y con un posible futuro. Pensó en el polígono de pruebas de White Sands, Alamogordo, Nuevo México y Los Álamos y en que representaban la constante amenaza: la era atómica. Sí, el futuro estaba allí y ahora: en la aeronáutica y en la investigación atómica. Y también en las luces que asomaban en el cielo, que ya obsesionaban al mundo entero.
—Desde luego, ha habido contactos —dijo por fin—, pero no con la policía.
—¿Con las Fuerzas Aéreas?
—Sin duda, aunque no lo han notificado.
—No, esos canallas no lo harían.
El anciano se rascó el mentón. Parecía cada vez más cansado. Un ligero y casi imperceptible estremecimiento le recorrió el cuerpo.
—Tranquilizate —aconsejó el joven—, creo que vamos siendo más respetables. ¿Sabías que el 21 de febrero de este año monsieur Robert Galley, ministro francés de Defensa, concedió una entrevista a France-Inter en la que afirmaba categóricamente la existencia de los ovnis, manifestando que el fenómeno había sido masivo en Francia, que se consideraba de decisivo interés para la defensa nacional y que, desde 1970, en colaboración con la gendarmería, toda la información relativa a las observaciones detectadas en Francia había sido transmitida al Groupement d’Études des Phénomènes Aeriens, para su investigación? También merece destacarse que este mismo mes el American Institute of Aeronautics and Astronautics ha revitalizado su comité destinado a la investigación de los ovnis. De modo que la situación está mejorando.
El anciano parecía perdido en sus pensamientos, se peinaba la barba con los dedos, y su aspecto era algo triste, contrastando con la presencia llena de color de su joven amigo. Cuando por fin habló, su voz era suave y lejana, como si no le brotase del cuerpo.
—Estoy cansado. Me hago viejo y estoy cansado. Hace veinticinco años que estoy metido en esto y he visto suicidarse a demasiados amigos. No es cansancio: sencillamente, tengo miedo…
El joven no respondió; se limito a mirar hacia abajo, al desierto, momentáneamente inmerso en un embarazoso silencio, habiendo comprendido qué quería decir su compañero.
—¿Has oído hablar de Calvin Parker y Charles Hickson?
—Sí —respondió el joven—. El caso Pascagoula.
—Algo extraordinario —siguió el anciano—. La publicidad fue asombrosa: un encuentro en la tercera fase, que incluso Hynek se sintió inclinado a creer. ¿Cuándo sucedió eso? ¿Fue el año pasado?
—Sí. En la desembocadura del río Pascagoula, en Mississippi: se habló muchísimo de ello.
—Algunos casos no pueden ser silenciados. Están por encima de todo razonamiento.
Ahogó un acceso de tos es su puño y movió la cabeza como si estuviera disgustado. Se frotó los ojos y miró hacia abajo, a las macizas y sombreadas montañas.
—Carretera 114A cerca de Manchester, New Hampshire, noviembre de 1973, a las cuatro de la madrugada. Una mujer de veinticinco años, según se ha comprobado de alto nivel intelectual, regresando del trabajo al hogar en su coche observa una luz brillante y anaranjada que se desvanece y reaparece continuamente delante de ella, en el cielo. Unos tres kilómetros más adelante, el objeto se halla mucho más próximo, a menor altura y resulta ser de mayor tamaño. Establece en unos quinientos metros la distancia que la separa de él; tiene forma de balón y estructura como de colmena, constituida por varios hexágonos. El objeto es traslúcido, y de su centro brotan rayos rojos, verdes y azules que funden un agudo y quejumbroso sonido que hace hormiguear su cuerpo. Resumiendo, aunque asustada, la mujer es incapaz de apartar las manos del volante y siente que el vehículo es atraído por el objeto. Se produce una pérdida de memoria durante unos ochocientos metros. Al recobrarla, la mujer descubre que su coche se ha lanzado hacia el objeto, que ahora se encuentra a unos diez metros de altura sobre el terreno. Sigue conduciendo, y a unos ciento cincuenta metros del objeto volador la mujer advierte una ventana y en el interior, la figura de un ocupante acodado en ella, del que facilita la siguiente descripción: cabeza grisácea, redonda y oscura en la parte superior; ojos grandes y ovalados; bajo los ojos la piel aparece fláccida y arrugada. La testigo no advirtió rastro de orejas ni de nariz, aunque esto pueda carecer de significado…
—¿Algún caso en el que quedasen huellas?
—Demasiados para recordarlos.
—¿Auténticos contactos?
—Sí, tu caso de Pascagoula.
—¡Eso fue algo extraordinario!
—De nuevo la piel grisácea y apéndices cónicos como narices y ojos. Los pies y manos eran redondos y con pinzas, como los cangrejos, y presentaban gran número de arrugas. No se recuerda la presencia de ojos.
—Pero su estatura era de metro y medio.
—Sí.
—Casi humana.
—Eso es. Casi como los humanos.
El anciano arrastró las últimas palabras que quedaron ahogadas entre el estrépito del helicóptero que giraba en su descenso mientras reflejaba el sol en su superficie. Se sentía enfermo, con el estómago alterado y latiéndole desacompasado el corazón. Miró a sus pies. Dinosaur City; laberinto luminoso en el desierto.
—Pronto estaremos ahí —dijo el joven.
—Mejor. Quisiera que todo esto hubiera acabado: ya no soy joven.
—¡Bueno, todavía funcionas! Tienes a tu cargo el Instituto. Celebro que aún no hayas dimitido: estas realizando una gran labor.
—En eso confío, aunque no estoy seguro. Nuestras posibilidades son muy limitadas. Por otra parte, estamos más organizados y ahora colaboran con nosotros.
—¿Las Fuerzas Aéreas?
—Sí, hasta cierto punto. Sin embargo, como acabas de decir, lo más importante es que cada vez se presenten más testigos voluntarios de toda condición. Los informes de chiflados son casi inapreciables, mientras que se recibe un porcentaje sorprendente de personal de vuelo, astrónomos e incluso astronautas. Ahora contamos con un ordenador para análisis de informes y bancos de datos. Los aspectos comprendidos son: examen médico de personas y animales afectados, análisis psicológico de testigos dignos de confianza, estudios teóricos de movimientos de ovnis y de sus propiedades, análisis fotográficos y espectográficos de ovnis y análisis de plantas y tierras que puedan haber sido afectadas por aquéllos. En resumen, abarcamos el tema por completo.
El joven se rió, apartó de un manotazo los rubios cabellos de sus azules ojos, miró brevemente al piloto que tenía delante y luego se volvió otra vez hacia su amigo.
—Lo creo.
—Y ahora, lo de Irving.
—¡Santo Dios! ¡Sí, lo siento!
Quedaron silenciosos, sumergidos ambos en sombríos pensamientos, cada uno con su concepto personal de lo que podía haber ocurrido. El helicóptero, que giraba y descendía, comenzó a sufrir sacudidas en su caída. A sus pies se veía la carretera 66 ondulando retrospectivamente y reptando hacia las montañas. El anciano se frotó los ojos, cegado por el sol que le deslumbraba, y luego buscó el nudo de su corbata y lo apretó de modo automático.
—Aquí están —dijo su amigo.
El viejo los buscó con la mirada, distinguió la oscura línea de la carretera, una cinta ondulante que rodeaba montañas y valles, sombras verdes, rosadas y violeta. Le invadió una fugaz sensación de pánico que le dejó agotado y melancólico. La dorada luz solar estalló a su alrededor y luego desapareció en el cielo azul dejando un blanco resplandor. Pasó una oscura bandada de pájaros, y distinguió una cadena montañosa a lo lejos y una riada de densas nubes sobre su cabeza.
El sabor de la muerte y sus secuelas y el reciente dolor acumulado aceleraron los latidos de su corazón e hicieron desvanecer el temor, abriendo paso a la ira. Era viejo, ciertamente envejecía por días, pero viendo la carretera a sus pies, cómo se ampliaba y crecía hacia él, los coches de policía, la ambulancia y los hombres que rodeaban el otro coche, dejó que la ira enjugase su dolor y su miedo y revitalizase su sangre. Allí abajo se encontraba Irving. Mary lloraba en Phoenix. El viejo tosió, murmuró un juramento y se recostó en su asiento con aspecto sombrío.
—No puedo creerlo.
El helicóptero voló más bajo, produciendo mayor estrépito, y se agitó bruscamente, levantando oscuras piedras, reseco césped y cactos amarillos, que lo envolvieron. Abajo veía los coches de la policía, la ambulancia y la gente que por allí merodeaba y que les miraba saludándoles con las manos y protegiéndose los ojos, envuelta en el polvo que levantaba el helicóptero volando a su alrededor. El aparato pasó de largo, cruzó la carretera, aproximándose a tierra, se agitó de nuevo, y luego se detuvo a doscientos metros de la carretera. Se produjo un impacto, un breve estremecimiento, el descenso y, por fin, la calma. El motor estuvo ronroneando hasta quedar silencioso, y las palas del rotor enmudecieron al cabo.
—¡Eh, muchachos! —gritó el piloto—. ¡Ya hemos llegado! ¡Podéis bajar!
El joven de rubios cabellos y ropas llamativas se soltó el cinturón de seguridad y se levantó. El anciano iba más despacio, manipulando torpemente el cinturón hasta que, por fin, logró soltarlo. Se puso en pie, respirando dificultosa y ruidosamente. Se produjo una sacudida y una oscilación, entró un rayo de sol en el aparato, y el piloto deslizó la escalerilla por la puerta y les indicó que salieran. El joven saltó primero, tendió la mano al anciano, le cogió por el codo y le ayudó a bajar, apartándole del polvo que se había levantado. El hombre tosió, parpadeó protegiéndose los ojos con la mano, y sintió un repentino y claustrofóbico calor mientras seguía a su compañero.
Anduvieron sobre la arena, pisoteando unos matorrales. Junto a ellos se deslizaron una lagartija y una procesión de hormigas y, por fin, llegaron al borde de la carretera: allí encontraron a Irving Jacobs.
Estaba dentro del coche con el rostro hundido sobre el volante. Se había volado la parte posterior de la cabeza y le rodeaba una sangrienta confusión. Los brazos le colgaban, el viento hacía ondear las mangas de su camisa y tenía el rostro ligeramente vuelto, fijando en ellos una muerta expresión.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó el joven.
El anciano no dijo nada. Se estremeció, se apartó a un lado, se estrechó el nudo de la corbata y emitió un profundo suspiro. Contempló lentamente cuanto le rodeaba, observando los coches de la policía, la ambulancia y a los camilleros vestidos de blanco, a los agentes que paseaban por allí y, por último, distinguió a un hombre grueso que se adelantaba hacia ellos enjugándose el sudor de la frente.
—¿El señor Stanford? —preguntó.
No. Stanford soy yo —respondió el joven, yendo a su encuentro—. Lamento haberlo entretenido tanto: he sufrido un ligero retraso.
El hombre miró a Stanford y se enjugó nuevamente el sudor del rostro. Era de gran estatura, y el vientre le sobresalía por encima del cinturón.
—Soy el capitán Toland —se presentó—. Se trata de un caso de suicidio. No sé qué esperan descubrir ustedes, pero será mejor que aligeren: ya está empezando a oler; le ha dado demasiado el sol. Se disparó él mismo a primera hora de la mañana, metiéndose la pistola en la boca.
—¿Qué pistola? —preguntó el anciano.
—¿Quién es usted? —se interesó Toland.
—Perdone —dijo Stanford—. Es el doctor Frederick Epstein, del Instituto de Investigación de Fenómenos Aéreos, de Washington: ya le advertí que me acompañaría.
—De Washington, ¿eh? —respondió Toland enjugándose el sudor de la frente—. Debe de ser un pez gordo.
—De ningún modo —repuso Epstein—. Soy íntimo amigo de la víctima. ¿Dónde está esa pistola a que usted se refiere? Mi amigo no tenía ningún arma. Es más; ni siquiera sabía disparar: puedo garantizarlo.
—No hace falta saber disparar un arma para volarse la tapa de los sesos.
El capitán sacó un pañuelo y se lo pasó por la nuca, mirando a los policías que tomaban medidas y fotografiaban el cadáver.
—Basta con soltar el dispositivo de seguridad —respondió a Epstein—, introducir en la boca el cañón del arma y apretar el gatillo: eso es todo lo que hay que hacer.
—El nunca tuvo un revólver —repitió Epstein obstinadamente—. Ni siquiera sabía dónde adquirirlo.
—¿Qué es usted, doctor? ¿Un científico?
—Sí, soy científico.
—Parece usted muy melodramático. En cualquier lugar puede adquirirse un arma de fuego.
Epstein vio que Stanford se encogía de hombros y miró hacia el polvoriento Packard de color rojo y a los policías que lo rodeaban. Vestían de negro, llevaban gafas oscuras y gorras puntiagudas, y resultaban amenazadores con sus pistolas y porras bromeando y riéndose entre dientes.
Una de las puertas del coche estaba abierta y por ella asomaba colgando un brazo de la víctima. Bajo la mano inerte, la arena se había teñido con un seco reguero de sangre.
Epstein se estremeció y se alejó de allí, sintiendo crecer en su interior la angustia y una ira asfixiante que le desbordaba y que luego volvió a invadirle, decidiendo su futuro. El capitán Toland le miraba fijamente, desde su altura, con el rostro quemado por el sol y el viento del desierto, arrugada y empapada en sudor su camisa.
—Era una Luger alemana —dijo—. La hemos recogido para entregarla a los chicos del laboratorio.
—Él no se hubiera comprado una pistola —repitió Epstein.
—Entonces, la robó —repuso Toland—. Se hizo con una Luger, se la metió en la boca y aquí están los resultados.
—No lo creo —insistió Epstein.
—¡Jesús! —exclamó Toland.
Y se volvió hacia Stanford en busca de apoyo.
—El doctor cree que se trata de un asesinato —aclaró.
Evidentemente la idea le resultaba divertida a Toland. Sonrió con gesto hosco, se rascó la barriga y luego se volvió hacia Epstein, le tocó en el hombro y le dijo:
¡Acompáñeme, doctor!
Dejaron atrás a algunos policías que paseaban inactivos, pasaron de largo ante la ambulancia y fueron hacia el Packard. Epstein sintió una oleada de repulsión a la vista del brazo colgante. Contempló a su amigo, vio la cabeza sangrienta y destrozada vuelta hacia un lado, y observó la oscura mancha de sangre en la arena.
No lo mire —le aconsejó Toland—. Limítese a observar a su alrededor e infórmeme de sus observaciones… ¡Fíjese bien!
Epstein hizo lo que le indicaban. Su aspecto era el de un hombrecillo cansado y hosco, se frotaba lentamente la barba y fijaba en torno los castaños ojos arrugados por la edad.
El desierto se extendía ante él hasta el infinito, eternamente abrasado por el sol, ondeando a lo lejos a través de las colinas, los valles y las distantes montañas nimbadas de azul resplandor. Todo parecía sereno, tranquilo y desolado. Observó de nuevo a los hombres que le rodeaban: los enfermeros habían sacado una camilla de la ambulancia y retiraban a su amigo del coche, como un objeto inanimado de carne y hueso. Sintió de nuevo una oleada de rabia y repulsión, miró una vez más y se volvió. El cielo, las nubes blancas y las montañas de color ocre estaban sobre ellos fundiéndose en el desierto que se extendía por doquier.
—¡No sé qué quiere decir! —exclamó.
El capitán respiró satisfecho, se volvió, miró en torno y luego señaló lánguidamente las huellas de los vehículos en la carretera.
—Esas huellas. Las huellas que tiene usted delante corresponden al coche de su amigo y no existen otras señales: llegó hasta aquí y se detuvo.
El capitán movió nuevamente la mano, mostrando otras huellas que se entrecruzaban y se extendían hasta los coches de la policía y la ambulancia.
—El vehículo fue descubierto por nuestro coche patrulla y aquí no había otros indicios. Las huellas que ve pertenecen a nuestros propios coches: antes de que ellos llegaran, aquí no había nada; sólo esas huellas…, las de su amigo. Nuestro propio coche fue el primero en descubrirlo. No había pasado nadie más por este camino ni se veían señales de neumáticos ni huellas de pies humanos ni de ninguna clase. Él vino aquí por propia iniciativa, doctor.
Epstein no respondió: se quedó abstraído en sus pensamientos, alertando más su distraída mirada al distinguir a los enfermeros que se encontraban en la parte posterior de la ambulancia, uno dentro y otro fuera de ella, ladeando la litera en la que se hallaba firmemente atado Irving Jacobs. El doctor Epstein se adelantó, tocó el rostro de su amigo y movió la cabeza dolido y asombrado. Retrocedió y siguió observándolo. Depositaron la camilla en el interior y cerraron de golpe las puertas, reflejándose en ellas la luz del sol. El camillero que estaba fuera corrió a sentarse al volante y agitó la mano en señal de despedida antes de partir. Puso el motor en marcha, las ruedas levantaron polvo y el vehículo retrocedió, giró en redondo y se metió en la desierta carretera. Epstein lo siguió con la mirada, sin moverse, hasta que hubo desaparecido. Finalmente suspiró y volvió junto al joven Stanford, que parecía trastornado.
¡Dios santo! —se lamentó Stanford—. Ha sido terrible. ¿Cómo diablos pudo hacerlo?
Epstein abrió la boca como si fuera a decir algo, pero cambió de opinión, se encogió de hombros y apretó los labios con desagrado al ver acercarse a ellos al capitán Toland.
—Ya está —dijo—. Es hora de irnos. En Phoenix practicarán la autopsia. ¿Tienen más preguntas que hacernos?
—No, capitán —respondió Stanford—. No hay más preguntas. Gracias por su colaboración.
No tiene importancia —dijo el capitán. El sudor le corría por el rostro. Se pasó el pañuelo por la nuca y sonrió a Epstein—. Todo forma parte del servicio.
Se marchó, haciendo ondear rítmicamente sus amplias caderas, de tal modo que la pistola le golpeaba el muslo. Se iba secando la frente con la mano. Los restantes policías estaban ya en sus coches, haciendo marcha atrás entre nubes de polvo, chirriaban los neumáticos y levantaban aún más polvo mientras enfilaban la carretera. El capitán se volvió por última vez para despedirse, con el enrojecido rostro desfigurado por una sonrisa. Profirió una risita, subió a su coche y emprendió la marcha con gran estrépito. Stanford seguía de pie junto al doctor Epstein, viendo cómo se marchaban los policías. Aguardaron hasta que todos los coches desaparecieron en la distancia, y luego fueron hacia el helicóptero, mientras el polvo se depositaba de nuevo.
—¿Ya han concluido? —preguntó el piloto.
—Sí —dijo Stanford—. Volvamos enseguida a casa.
Ocuparon sus asientos, se ajustaron los cinturones de seguridad y Epstein se aflojó la corbata y se enjugó el sudor de la nuca, mientras que el helicóptero despegaba. Se remontaban directamente hacia el sol, en un cielo deslumbrador. Epstein miró abajo, a la carretera 66 y al polvo amontonado en el desierto.
—¿Qué tal tu vida amorosa? —preguntó a su amigo.
—Bastante bien —repuso Stanford.
—Te estás ganando mala reputación.
—Lo sé. Y me gusta.
—Creí que ibas a casarte.
—Sí, pero cambié de opinión.
—Nunca serás capaz de tomar decisiones —dijo Epstein—. Ésta es tu única debilidad.
Stanford sonrió y movió la cabeza. Epstein sonrió también y le dio unos golpecitos en el brazo. El helicóptero ganaba altura y la tierra se extendía a sus pies. De pronto, Epstein se inclinó hacia delante, abiertos los ojos por el asombro, se asomó al exterior y cogió a Stanford por el hombro, sacudiéndolo con impaciencia.
—Me hablabas de apariciones —dijo—. En Nuevo México y Arizona. Y también mencionaste Coolidge Dam.
—Es cierto —admitió Stanford.
—¿Nada más? —preguntó Epstein—. Aparte de Coolidge, ¿no habéis tenido otros casos?
Stanford estaba sorprendido.
—¡Sí!
Miró con fijeza a su viejo amigo y advirtió su rostro impaciente y enrojecido, sorprendiéndole el brillo de sus ojos, de intensidad casi febril.
—Se han producido constantes casos durante los últimos tres días por toda la zona —prosiguió—. Por Glendale, Prescott, Tucson y Eloy, y también en Flagstaff, Sedona y Sunset Crater…; por doquier el maldito espectáculo.
—¡Mira ahí abajo! —siseó Epstein.
Stanford le obedeció. Vio la carretera 66, el lugar donde Irving Jacobs había sido descubierto y la tierra rocosa que lo rodeaba. Parpadeó y fijó aún más su atención. Un estremecimiento le recorrió la espalda: acababa de ver la tierra ondulada, los anillos concéntricos de polvo y arena que rodeaban el lugar donde Irving había sido encontrado y que se extendían a gran distancia. Era como la huella del pulgar de un gigante, y los anillos iguales semejaban espiras formadas en el suelo, como si polvo y arena hubieran sido despedidos por una terrible explosión. Stanford parpadeó y siguió mirando sin poder dar crédito a sus ojos: la huella, semejante a un pulgar, tenía un diámetro de unos ochocientos metros, y en sus bordes la tierra se había calcinado y agostado.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó.
El helicóptero siguió remontándose, alejándose del sol, y Stanford y Epstein regresaron a Winslow guardando el más absoluto silencio.