Ya en poder de la Policía, Landru negó obstinadamente que hubiera asesinado a nadie. No perdió nunca la calma en ninguno de los interrogatorios, y cuando al fin conseguían estrecharle a preguntas, se limitaba a contestar:
—Ustedes deben probarlo… Es su trabajo, para algo cobran del Estado.
Durante treinta largos meses estuvieron acumulándose pruebas. Se reconstruyó la vida de Landru y se llegó a la conclusión de que había sostenido relaciones íntimas con doscientas ochenta y tres mujeres. Cuando la noticia fue revelada a la prensa, el pueblo francés sintió una innegable admiración hacia aquel hombre que rozaba los cincuenta años y que tenía arrestos para rendir y satisfacer a una mujer.
El periódico Le Matin, en el cual aparecieron muchos de los anuncios de los que se valió Landru para atraer a sus víctimas, le tituló Barza Azul de Francia, nombre afortunado que pronto se hizo popular. El mismo periódico lanzó un folleto en el que publicó de nuevo todas las solicitudes de matrimonio que Landru insertó en sus páginas.
Landru llegó a gozar de una fama increíble; en el mes de noviembre de aquel año se celebraron elecciones generales para la Presidencia de la República, y el nombre de Landru apareció en más de cuatro mil papeletas.
Era el latin-lover por excelencia, y la nación se sentía, en cierto modo, orgulloso de él. En Marsella se instituyó un premio, Prix Landru, que se concedió durante dos años, y que estaba destinado a premiar al hombre más conocido por las mujeres de los barrios bajos, en el sector del puerto. Al segundo año de su concesión hubo ciertas discrepancias entre el jurado que debía otorgar el premio y dos de los participantes, y el saldo final fueron cuatro muertos y varios heridos. Intervino la Policía, y la autoridad impidió que siguiera otorgándose dicho premio, al menos con aquel nombre.
Landru, a través de un abogado, vendió la exclusiva de reproducción de su rostro en postales a una empresa radicada en París. Esto fue lo que le permitió contratar los servicios de Moro-Giafferi. Landru también cobró derechos de autor de un par de canciones amorosas en las que aparecía su nombre. Por primera vez en la historia del crimen, un asesino montaba un tinglado publicitario.
La fortuna personal de Landru se incrementó de modo considerable, si bien todo su dinero se fue gastando a lo largo de aquellos largos meses. Moro-Giafferi luchó para conseguir el veredicto de no culpable y no reparó en gastos.
Por su parte, Landru se dedicaba a hacer frases que pronto recorrían Francia y Europa. Cuando se le acusaba de haber tenido contacto con casi trescientas mujeres, replicaba:
—¿Me lo reprochan?… ¿Acaso no necesita hijos nuestra patria?
Cuando le acusaban de la desaparición de once de ellas, contestaba:
—¿Sólo once?… Si fuera cierto lo que aseguran, me atrevería a afirmar que me mostré muy comedido.
El sumario instruido contra Henri-Désiré Landru fue acumulando páginas y más páginas. De todas partes de Francia llegaban mujeres que declaraban haber estado en contacto con aquel hombre. Algunas aportaban cartas de Landru, que la prensa publicaba inmediatamente.
«Mi querida y admirada señora:
»En estos momentos de soledad es cuando más la recuerdo. Sólo hace una hora que nos hemos separado y, sin embargo, tengo la certeza de que han pasado años y más años de terrible soledad. ¿Cuándo volveremos a vernos?»
Landru llegó a crear un estilo epistolar, que durante un par de lustros imperó en Francia entre las cartas cruzadas por los amantes.
También consiguió crear un confusionismo terrible en el sumario; el hecho de que hubiera empleado docenas de nombres y de que muchos de ellos pertenecieran a sus víctimas o a mujeres con las que había mantenido correspondencia anterior, llegó a formar una tupida red en la que resultaba difícil esclarecer los hechos.
En su domicilio fue hallado un fichero completo, pero en el mismo había muchos signos clave que no ayudaban a descifrar la totalidad de aventuras.
Muchas mujeres, en busca de un poco de efímera fama concedida por la atención de los periódicos, declararon que habían estado en contacto con Landru. La editorial Esflein, de Lyon, publicó un libro titulado Yo fui amante de Landru, firmado por una mujer, y en realidad redactado por uno de los escritores de la empresa, del que se vendieron más de cincuenta mil ejemplares en menos de dos meses. Landru cobró parte de los derechos de autor.
Lo que él buscaba era seguir creando el confusionismo, cosa que sin duda logró.
La casa de Gambais fue confiscada por la Policía y registrada desde los sótanos hasta la buhardilla. También la finca que Landru tenía alquilada en Vernouillet. La Policía trabajó allí durante meses; el jardín fue destrozado, y cada paletada de tierra fue pasada por los microscopios. Se encontraron más de seis mil piezas de prueba, pero todas carecían de un real valor.
—¿Un diente de perro? —exclamó Landru al saber que había sido encontrado uno en su jardín—. ¡Eso es maravilloso!… En fin, creo que la Policía puede dar por terminadas sus investigaciones, pues ya tiene la prueba que precisaba.
Pero los representantes de la ley proseguían sus investigaciones sin desmayo, acumulando sobre grandes cartones todos aquellos restos quemados. Había trozos de huesos, piezas pertenecientes a vestidos de mujeres, cordones de zapatos, ballestas de corsés.
En París se vendieron docenas de recuerdos más o menos eróticos relacionados con Landru. Fajas femeninas fueron troceadas y eran ofrecidas en los barrios bajos como pertenecientes a amantes de Landru.
Varias veces el asesino fue conducido a Gambais.
Cada vez la casa estaba más destrozada; se había levantado el suelo, las paredes habían sido desconchadas en busca de huecos, el jardín era ya irreconocible…
—Mi pobre casa… —comentaba invariablemente Landru.
Y cada vez que le mostraban un resto encontrado, él se encogía de hombros.
—No sé nada… Caballeros, a ustedes les corresponde aclararlo, no a mí…
A Landru se le imitaba en los escenarios. Un vaudeville que reflejaba su personalidad de conquistador nato, fue representado cientos de veces.
Y cuando llegó el momento de iniciar el juicio, cuando la Policía y la autoridad judicial que instruía el sumario consideraron que habían recogido suficientes pruebas para mantener la acusación, media Francia estaba convencida de que Landru sería declarado inocente. La otra media sostenía la opinión contraria.
La prensa dividió también sus opiniones; la prensa popular, los periódicos amarillos, llegaron a crear secciones jurídicas en las que los mejores abogados de Francia exponían su opinión y examinaban desde un prisma jurídico los hechos. La prensa elevada, la prensa burguesa, mantenía una postura anti-Landru.
El juicio se convirtió en una kermesse social; los asientos de la Sala eran disputados furiosamente por todas las celebridades, que querían estar presentes en aquel acontecimiento que interesaba al mundo entero. Desde la Mistinguett al ministro plenipotenciario de la China, de la princesa de Valentinois al príncipe heredero de Francia, todos querían asistir.
A Mistinguett, una mañana en la que su asiento de primera fila lo halló ocupado, Landru se levantó y con una gran reverencia le ofreció el lugar del acusado.
En muchos momentos, el juicio fue un auténtico carnaval; a Landru le interesaba que fuera así porque sabía que estaba creando una especie de aureola que esperaba que le protegiera. Pero también el juicio fue una lucha de titanes entre el Fiscal Godofrey y el defensor Moro-Giafferi. Detrás de la expectación, de la ironía, del confusionismo, se encontraban aquellos dos hombres luchando con dureza, tratando de imponer sus criterios, de conseguir convencer a los miembros del Jurado.
El informe del Fiscal se prolongó durante toda una mañana. Pacientemente reconstruyó la vida de Landru, examinó docenas de pruebas aportadas, leyó folios y más folios recogiendo declaraciones prestadas en el Sumario, que había alcanzado ya más de seis mil páginas.
—Y luego dirán que hay crisis en la industria papelera —comentó Landru en un momento determinado al ver la montaña de papel que se acumulaba sobre la mesa de la presidencia.
Para Godofrey no quedaba ninguna duda de que Landru era un producto típico de la guerra.
—Toda situación convulsionada, cuando la patria se agita en una lucha por la supervivencia, crea siempre unos seres que no merecen el calificativo de humanos, unos seres que se dedican al crimen en la más repelente de las manifestaciones. Es una ley casi física que se cumple siempre y que ha quedado reflejada en los anales de la historia judicial. Landru es el criminal nato producido en Francia por el marasmo de la guerra mundial…
No se equivocaba el fiscal. Casi al mismo tiempo, en Alemania, era detenido Haarman, acusado del asesinato de más de cien muchachos. También aquel era un caso típico de criminal alumbrado por el conflicto bélico. Y años más tarde, como resultado de la segunda contienda mundial, Francia haría emerger una nueva figura criminal: la del doctor Petiot.
Godofrey se mostró un orador fogoso, apasionado. Su palabra fácil desnudó la personalidad de Landru y lo presentó como en realidad era. El acusado le observó atentamente, ligeramente inclinado hacía atrás, con un reflejo irónico en su mirada.
—Y es para este asesino sin entrañas, para este monstruo de la naturaleza, para este canalla que supo enamorar a todas las mujeres que se cruzaron en su vida, para el que pido que, una vez más, actúe la guillotina en nuestro país…
Cuando Godofrey terminó, Landru aplaudió suavemente, como una cortesía forzada, extrañamente divertido.
—¡Silencio! —ordenó el Presidente.
Eran las dos de la tarde del veintiocho de noviembre.
Se suspendió la vista hasta el día siguiente.
Aquella noche Landru durmió tranquilamente después de haber pasado toda la tarde reunido con su defensor, preparando el informe del día siguiente.
Moro-Giafferi, al reanudarse la vista, tomó la palabra. Y para exponer toda su teoría precisó dos días, dos mañanas, durante las cuales habló constantemente. Había tomado abundantes notas durante el juicio y lo primero que hizo fue examinar, una por una, las declaraciones de los testigos que habían comparecido ante la Sala. De un modo sistemático, con una dureza implacable, fue hallando los puntos débiles, fue destruyendo todo lo que podía perjudicar a Landru. Había llevado muy bien los interrogatorios y ahora estaba recogiendo los frutos. Una a una, ante el tribunal, parecieron volver a pasar hombres y mujeres, acompañadas ahora las declaraciones por el verbo fácil y los comentarios corrosivos del gran letrado.
—Han comparecido a declarar, ante este Tribunal o en el Sumario, más de doscientas mujeres. Se acusa a Landru de haber asesinado a once de ellas… ¿Por qué a once? Señores del Jurado, la respuesta es muy fácil: porque han sido estas once mujeres las que la Policía no ha podido hallar, porque han sido justamente once las que no han podido ser encontradas… ¿Qué hubiera sucedido de ser veinte las no encontradas? ¡Os lo diré, señores del Jurado! Landru, el hombre que hoy tenemos sentado en el banquillo, habría sido acusado del asesinato de estas veinte mujeres. Y yo me pregunto, y estamos hablando ya en un supuesto puramente teórico, qué habría sucedido de no hallar a ninguna de las doscientas ochenta y tres mujeres que se afirma, según la Policía, que tuvieron contacto íntimo con Landru. ¿Acaso se le acusaría de su asesinato? ¿Podríamos aceptar esta teoría? Cada desaparición, un asesinato imputable a Landru. ¡No, seguro que no! ¡Ninguno de nosotros sería capaz de afirmar algo parecido!… Y, sin embargo, como que las mujeres que faltan sólo son once, entonces sí, entonces la Policía lanza a este hombre honesto y honrado, a este anticuario, que si bien tuvo algunos deslices en su juventud pagó sus culpas, lanza a este hombre al banquillo y le señala con dedo acusador, le inculpa de once asesinatos y con ello pretende que todos olvidemos los muchos errores cometidos por la Policía durante los años de guerra que hemos vivido. Han sido tiempos de confusionismo, de grandes cambios, de desplazamientos de masas motivados por las circunstancias… Señores del Jurado, si yo tuviera la certeza de que Landru ha asesinado a una sola mujer, fijaros bien lo que digo, a una sola mujer, no estaría en estos momentos defendiéndole. Si lo hago, es porque no quiero ser cómplice, con una actitud pasiva, de un error judicial que antes o después se demostrará de modo pleno. Algún día, señores del Jurado, en algún país, en algún continente, aparecerá una sola de las mujeres de cuya desaparición y supuesto asesinato se acusa a Henri-Désiré Landru. ¡Una sola mujer, que resultará estar viva, viviendo con otro hombre, olvidado ya Landru! ¿Y qué sucederá entonces?… Que si la sentencia que se dicta es condenatoria, todos deberán avergonzarse. Que la justicia se desprestigiará. Que nadie creerá en la justicia. Hay errores judiciales que pasan desapercibidos para el pueblo, para la masa, pero el caso Landru es demasiado conocido, es demasiado popular para que un error no cause un grave quebranto a la Ley, a la Justicia, por la que todos los que nos hallamos aquí estamos luchando.
»Queda una pregunta a formular: ¿Dónde están los cadáveres? Señores del Jurado, nos enfrentamos con un posible supuesto; ya acepto incluso lo de posible, y es la desaparición de once mujeres. ¿Podemos acusar de su asesinato a Landru?
Moro-Giafferi prosiguió durante toda la primera jornada machacando al Jurado, intentando convencerles de que estaban abocados a la comisión de un error si emitían un veredicto condenatorio.
En el transcurso de la segunda mañana, el abogado defensor examinó los supuestos jurídicos del planteamiento judicial. Sacó a coalición una larga relación de errores judiciales y de nuevo hizo cernir sobre la Sala el significado de una equivocación en aquel juicio seguido por toda Europa.
Terminó pidiendo un veredicto absolutorio por falta de pruebas y una subsiguiente sentencia también absolutoria de los delitos de asesinato que se imputaban a Landru, y aceptaba una sentencia condenatoria por el delito de bigamia cometido al casarse bajo nombre supuesto con Elise Laporte.
El juicio había concluido.
—Retírese el Jurado para deliberar —ordenó el Presidente.
Los nueve miembros del Jurado abandonaron la Sala, refugiándose en un despacho inmediato, donde fueron encerrados. Nadie entraría ni saldría de allí hasta que no tuvieran formulado un veredicto.
Moro-Giafferi se sentía esperanzado. Abandonó su estrado y se sentó junto a Landru. La Sala fue despejada.
—Espero que el resultado sea favorable.
—Gracias, maître, por su actuación. Ha sido la más brillante que cabía esperar —replicó Landru.
El Jurado tardó dos horas en ponerse de acuerdo.
Moro-Giafferi regresó a su estrado. Un silencio impresionante reinó en la Sala.
—¿Ha llegado a un acuerdo el Jurado? —preguntó el Presidente.
—Sí, Señoría.
—Emita su veredicto.
El portavoz del Jurado, un hombre alto y delgado, de voz aflautada, miró a su alrededor. Pareció titubear ligeramente y al fin empezó a hablar:
—Los miembros de este Jurado han llegado a un veredicto totalitario, unánime…
Moro-Giafferi cerró los ojos e inclinó la cabeza. Comprendió lo que significaban aquellas palabras.
—… Consideramos a Henri-Désiré Landru culpable de los asesinatos que se le imputan. Este es nuestro veredicto, que hemos emitido con plena libertad de decisión.
Landru permaneció impasible, inmóvil como una estatua. No reaccionó durante un par de largos minutos; al fin, sus labios se curvaron en una amarga sonrisa.
Había terminado todo para él.
* * *
Aquel mismo día, al atardecer, fue dictada sentencia. Se le condenaba a morir guillotinado.
Moro-Giafferi apeló la sentencia. El 20 de febrero fue confirmada por el Tribunal de Casación.
Apeló entonces al Presidente de la República, a Millerand.
Y el día 24 los periódicos publicaron una noticia escueta: «París, 24.— El Presidente de la República, M. Millerand, ha denegado la gracia de indulto a favor de Landru. El preso será ejecutado mañana, día 25, a las seis de la mañana, en Versalles».
Definitivamente acababa de caer el telón en uno de los procesos que apasionaron al mundo entero. Sólo faltaba el último detalle: la ejecución.
A la mañana siguiente, a partir de las tres de la madrugada, la gente se agolpaba para ver la ejecución de Landru. Hasta el 24 de junio de 1939, fecha en que un Decreto-Ley prohibió la presencia de espectadores en las ejecuciones, el público podía asistir libremente al cumplimiento de las sentencias.
A las cinco de la mañana Landru fue despertado. Se mostró sereno y tranquilo. Se vistió con el cuidado de siempre después de haberse lavado y recortado la barba.
—No puedo causar mala impresión a la muerte… Al fin y al cabo es una mujer.
Aquel fue el último comentario irónico que realizó.
El sacerdote exhortó a Landru para que tuviera valor.
—Un inocente como yo no necesita valor para afrontar la muerte —aseguró.
Ni en aquellos momentos descubrió su juego. No dio su brazo a torcer. Siguió insistiendo en su inocencia.
Cuando el Fiscal le preguntó si tenía que hacer alguna declaración, replicó.
—Me asombra que me haga usted esta pregunta, cuando ya casi no pertenezco al mundo de los vivos.
Y más tarde, cuando se le ofreció la posibilidad de asistir a la Santa Misa, se limitó a señalar a los verdugos, afirmando:
—Dispénseme, pero supongo que estos señores tendrán prisa y yo no quiero hacerles esperar.
Antes de abandonar la celda estrechó la mano de Moro-Giafferi.
—Maître, lamento haberle dado a defender una causa tan mala como la mía… Pero tengo la certeza de que si alguien podía salvarme, era usted. Gracias por todo lo que ha hecho por mí.
Con paso firme y seguro, escoltado por las personas señaladas por la Ley, atravesó los pasillos dirigiéndose hacia el patio. Las últimas palabras que pronunció las dirigió a su abogado.
—Hasta la vista —le dijo, simplemente, al pasar la última puerta.
Contra su costumbre, Landru no le había dado el tratamiento de Maître.
Dócilmente se tendió sobre la plataforma de la guillotina. Le ataron las manos y los pies. Su cuello fue encajado en el hueco correspondiente.
Y a las seis en punto de la mañana la hoja de guillotina descendió veloz, seccionándole la cabeza, separándola del tronco. Manó la sangre.
El cuerpo fue recogido en un gran capazo. La cabeza había caído directamente a otro situado delante de la guillotina. Los dos bultos, cerrados, fueron trasladados a un camión policial. A las seis y tres minutos el verdugo y sus ayudantes estaban limpiando la guillotina de sangre.
Moro-Giafferi, más tarde, al escribir sus Memorias, señalaría: «Jamás he presenciado un caso de tan pasmosa serenidad. No he visto nunca una ejecución semejante».
La gente despejó el patio de la prisión.
El proceso contra Landru acababa de terminar. Y Henri-Désiré Landru había entrado ya en el reino de la inmortalidad reservado a los asesinos célebres, donde él tenía un lugar reservado por méritos propios.