La siguiente víctima fue Celestine Buisson, una mujer de cuarenta y cuatro años, bien conservada, morena, de carácter franco y simpático, agradable. Una mujer que tenía encantos suficientes para lograr que un hombre se enamorara de ella, pero que desde que se había quedado viuda no había sentido latir de nuevo su corazón al compás del amor. Su matrimonio sólo duró siete años. Tenía un hijo, ciego, que vivía en las cercanías de Bayona, en un pequeño pueblecito, cuidado por una familia amiga.
Celestine conoció a Landru a través de la prensa.
Lo que ignoraba Landru era que Celestine Buisson sería la causa de su perdición. Posiblemente para demostrar a sus dos hermanas, madame Paulet y mademoiselle Lacoste, que aún tenía posibilidades de éxito entre los caballeros, forzó las circunstancias hasta conseguir arrastrar a Landru, que utilizaba el nombre de Jean Charcroix, a una cena en la que tomaron parte las tres hermanas.
Landru se mostró a la altura de las circunstancias: encantador como siempre, de agradable conversación, cuidando todos los detalles, atento a la más mínima insinuación. Las dos hermanas de su futura víctima quedaron complacidas con Landru. No así él con la presencia de ellas, puesto que al día siguiente su rostro se ensombreció cuando habló a la viuda de lo sucedido.
—Celestine, quiero que aprovechemos todo el tiempo que tengamos a nuestra disposición, querida… Con ello quiero decir que no podemos desperdiciar nuestro tiempo perdiéndolo con tus hermanas… Debemos vivir el uno para el otro y con toda la intensidad posible, intentando compensar con la pasión los años que hemos desperdiciado al no conocernos hasta ahora.
No le desagradó a Celestine Buisson el mucho interés que Landru mostraba por ella, y durante un par de semanas se dedicó a él con intensidad, tal como Landru deseaba. Fueron días gratos para la pareja, en el transcurso de los cuales Landru, siguiendo su costumbre, le habló a su amante de una serie de operaciones seguras con las que triplicaría el capital que tuviera reunido.
—Tengo amigos muy bien situados en el Gobierno; hay algunos negocios que se realizan en ámbitos cerrados y en los que puedo participar… Lo lamentable es que no tengo liquidez suficiente en estos momentos; hasta conocerte a ti, he llevado una vida muy desarreglada. Espero que ahora todo cambie, Celestine… La sola idea de que algún día llegaremos a casarnos, me ha convertido en otro hombre…
La viuda Buisson se mostraba reacia en confiarle sus ahorros y Landru decidió aprovechar la primera ocasión para forzar el final. La oportunidad se la ofreció mademoiselle Lacoste, la única soltera de las tres hermanas, que invitó a la pareja a comer en su casa. Vivía en el piso heredado de los padres. Celestine aceptó y Landru se enfureció al saberlo, íntimamente contento porque acababa de encontrar la excusa que buscaba.
—Te dije que el tiempo nos pertenece, que no debemos compartirlo con los demás… Acudiré a la comida, pero espero que sea la última vez. Vendré a buscarte pasado mañana.
Marchó pegando un portazo. Y dos días después no acudió a buscar a su futura esposa. Celestine, desconsolada, preocupada, asistió sola a la comida. Regresó a su casa a media tarde, y se dispuso a esperar el regreso de su amante.
Durante una semana no tuvo noticias de él. Fueron unos días terribles, angustiosos para la desgraciada mujer, que veía esfumarse lo que consideraba la gran oportunidad de su vida. Los pensamientos la torturaron y el deseo de volver a estar junto a Landru se convirtió en una imperiosa necesidad física.
Al séptimo día recibió una carta. Procedía de Beauvais y la firmaba su amante.
«Querida Celestine:
»Me encuentro en la Pensión El Sol, de esta población. Estoy enfermo; te necesito. Si realmente me amas, ven a buscarme. Si dentro de tres días no estás a mi lado, no soy capaz de predecir lo que sucederá.
»Te espero. Tuyo,
Jean Charcroix.»
Celestine Buisson no lo dudó ni un segundo. Lo primero que hizo fue dirigirse a la Banca Nacional y sacar todo el dinero que tenía en ella. Después preparó el equipaje y a la mañana siguiente cogió el tren, dirigiéndose a Beauvais. No se despidió de sus hermanas, no dijo a nadie que partía. Estaba convencida de que acudía a salvar al hombre que amaba. Aquellos siete largos días sin noticias la habían convertido en un verdadero juguete en manos de Landru.
Se reunieron en la Pensión El Sol. Landru la recibió en cama, aparentemente enfermo.
—Querida Celestine…
Ella se sentó en el borde de la cama, a su lado, y le abrazó.
—Jean, Jean…, vida mía…
—Celestine, temí no volver a verte… Huí de tu lado desesperado, marché convencido de que nunca volveríamos a estar juntos, de que no me amabas lo suficiente… Ahora veo que me he equivocado… He estado tres días delirando tu nombre… Lo veía todo negro, presentía que mi final estaba cercano… No hubiera sido capaz de seguir viviendo si tú no hubieras acudido a mi lado… Celestine…
La abrazó y besó.
La presencia de la mujer pareció curar repentinamente a Landru. Aquel mismo día ya se levantó y paseó a su lado. Comieron juntos y Landru mostró un buen apetito, impropio de quien acababa de pasar una semana postrado en cama. Durante la comida, ella le contó que había sacado todo su dinero del Banco, cosa que alegró extraordinariamente a Landru.
Vivieron dos días en la pensión. Fue ella quien pagó la cuenta.
Alquilaron un coche y partieron hacia el país vasco. Landru expresó su deseo de volver a aquella parte de Francia.
—Es un lugar ideal para acoger el amor de dos personas como nosotros… Pequeños caseríos, prados, montañas suaves y hermosas…
Vivieron quince días cambiando cada noche de hotel, presentándose como casados. Estuvieron en Biarritz. Fueron días gratos para Celestine, tan gratos, que hasta empezó a olvidar la idea de casarse con Landru. Le bastaba, para ser feliz, vivir a su lado.
Al fin, emprendieron la marcha hacia los alrededores de Bayona, para visitar al hijo de Celestine.
A cinco kilómetros de Biarritz, Landru detuvo el coche.
—¿No es este un bello lugar? —preguntó—. ¿No te apetece dar un paseo por el bosque?
Ella se plegó, como siempre, a la voluntad de él. Dejaron el coche en el borde de la carretera y se internaron en el bosque. Pronto el silencio absoluto y total les rodeó.
Se sentaron ante un claro del bosque.
—Un sitio maravilloso para amarnos, querida —propuso Landru.
Ella le miró, sonriente.
—Ya no somos jóvenes… —murmuró. No acababa de complacerle la idea que creía intuir en Landru.
Él la atrajo, la abrazó y la besó.
—Cariño mío…
Luego, su mano descendió por la espalda de Celestine… En el suelo, a su alcance, se hallaba una gruesa piedra. La había divisado al llegar a aquel punto y por esto decidió sentarse allí.
Sus dedos se cerraron alrededor de la piedra. Con la otra mano acarició a Celestine.
—¿Qué sería mi vida sin ti? —preguntó.
Ella no contestó… Ni hubiera tenido tiempo de hacerlo de haberlo querido, porque Landru, en aquel mismo instante, le golpeó la cabeza por primera vez. Celestine gritó, trató de levantarse… El golpe no había sido lo suficientemente fuerte para dejarla inconsciente. Landru se arrojó sobre ella, la hizo caer, se sentó a horcajadas sobre Celestine, que seguía gritando. Sus aullidos se perdieron en la soledad del bosque.
—¡Jean, estás loco! —fueron sus últimas palabras.
Landru siguió golpeándola hasta que la vida escapó de ella. Dejó el cadáver entre los árboles y regresó al coche. Allí cogió una pala que había comprado tres días antes en Biarritz y regresó al lugar del crimen. Cavó una fosa, arrojó el cadáver de la viuda y volvió a cubrir el hueco, esparciendo sobre la tierra removida hojarasca reseca.
Jamás nadie conocería el lugar exacto donde aquella desgraciada recibió sepultura.
Por la noche, en un pequeño hotel de carretera, Landru registró el equipaje de la mujer y encontró lo que restaba de sus ahorros: unos tres mil francos.
Al día siguiente regresó a París, adonde llegó al atardecer. Había ya olvidado a Celestine, pero cometió el error de no pensar en la hermana soltera. Días más tarde, mademoiselle Lacoste denunció la desaparición de su hermana a la Policía. Explicó las relaciones que unían a la viuda con Jean Charcroix, y durante algunos días la Policía realizó ciertas investigaciones, sin un excesivo interés, con el convencimiento de que se enfrentaban con una fuga amorosa y de que Celestine Buisson aparecería antes o después, casada con aquel hombre. O sola otra vez. Al fin, las investigaciones fueron archivadas.
La siguiente víctima de Landru fue Louise Leopoldine Jaume, una mujer de treinta y ocho años, prematuramente envejecida, cansada de la vida y desilusionada.
A Louise Leopoldine la conoció en unos almacenes; el sexto sentido advirtió a Landru que ella podía caer en sus garras, y no desperdició la ocasión. Louise Leopoldine abandonaba el almacén cargada con un paquete. Landru se le acercó y le solicitó permiso para ayudarla. A ella pareció divertirle la proposición y le entregó el paquete.
Se dirigieron al metro. Más tarde Landru apuntaría el gasto en su libreta de contabilidad.
Ella vivía en la Rue Chine, número veintiséis. Estaba casada, pero vivía separada de su marido, un rico industrial que le pasaba una cantidad al mes para que pudiera satisfacer sus necesidades. Era profundamente católica y no deseaba dar un estado legal a su separación.
Landru, que se presentó como Marcel Buisson, utilizando una vez más el apellido de su última víctima, aprobó totalmente la conducta de ella y se presentó como un fervoroso y practicante católico. Con ella visitó iglesias, oró y se mantuvo siempre correcto. Varias veces pensó en la posibilidad de abandonarla, pero se percataba de que ella tenía dinero y buscaba la manera de conseguirlo.
Al fin, dándose cuenta de que no lograría lo que se proponía, decidió abandonarla.
Sin embargo, sucedió algo imprevisto.
Una tarde, al abandonar él la casa de la calle Chine, un hombre avanzó a su encuentro. Landru le miró, no le conoció y se dispuso a evitarle, pensando en la posibilidad de que el encuentro pudiera ser peligroso.
—¿Señor Buisson? —le preguntó el desconocido.
Landru no replicó. Se limitó a mirar al hombre, de unos cuarenta años, alto y delgado, vestido elegantemente.
—Permítame que me presente… No me conoce, seguro. Soy Verney Jaume, industrial. Mi esposa es Louise Leopoldine.
Landru le miró con fijeza. ¿Qué podía pretender aquel hombre?
Verney Jaume sonrió apaciblemente.
—No tema nada… No soy un marido celoso. En todo caso, estoy admirado de que usted sea capaz de soportarla… Quiero hablar con usted para algo que seguramente le interesará mucho. ¿Podemos tomar un café y charlar? Procuraré no entretenerle demasiado.
Landru no tenía nada mejor que hacer y pensó que mostrarse esquivo con aquel hombre podía despertar sospechas y problemas.
—De acuerdo.
Se dirigieron al primer café que encontraron. Sentados al fondo del local, Verney Jaume llevó la voz cantante.
—Supongo que mi esposa le habrá dicho que llevamos años separados y que ella no quiere concederme la separación porque sus sentimientos religiosos se lo impiden.
—Sí.
—Usted no conoce aún a mi mujer… Puede que ahora se muestre amable, cosa que también hizo conmigo cuando éramos solteros. Pero con el paso del tiempo verá cómo cambia… En fin, no era esto lo que quería decirle.
—¿Entonces…?
—Se trata de lo siguiente: la abandoné para vivir con una mujer mucho más agradable que ella. No tuvimos hijos, y esto facilitó las cosas. Mi deseo es unirme a mi amante, convertirla en mi esposa… No soy un mujeriego, soy un hombre al que le basta una sola mujer, y ahora vivo muy feliz. Lo único que me preocupa es la situación inestable en la que me encuentro.
Landru sonrió.
—Caballero, no comprendo… en qué pueda servirle.
—Señor Buisson: le he hecho seguir últimamente. Tengo anotados todos sus pasos. Un hombre le ha vigilado siempre cuando ha estado con mi esposa… En la calle, claro. Lo que haya sucedido en el piso no me interesa…
—Nada hasta ahora, caballero —le interrumpió Landru.
—No es necesario que me lo jure para creerle, señor Buisson. Conozco demasiado bien a mi esposa, por desgracia. De lo que he averiguado, he deducido que el único hombre que puede librarme de mi mujer es usted. También he averiguado que su situación económica no es muy floreciente, y esto me ha hecho pensar que quizás lo que le frene sea el dinero. Por ello voy a hacerle una proposición: si usted consigue convencer a mi esposa para que se separe legalmente de mí, le pagaré veinticinco mil francos… Ya ve que no le pido que se case con ella; sería demasiado cruel pedírselo. Bien, esto es lo que quería decirle.
Landru no esperaba aquella proposición. Parpadeó.
—¿Veinticinco mil? —repitió como un eco.
Su pregunta fue mal interpretada, y Verney Jaume replicó:
—Puedo llegar a doblar la cantidad. ¿Acepta?
—¿Cincuenta mil francos?
—Sí.
Landru bebió el café que el camarero acababa de poner ante él.
—Cincuenta mil —repitió, como si no pudiera dar crédito a lo que estaba escuchando.
—Exacto, señor Buisson.
—¿Y… tengo que casarme con ella?
—Me basta con quedar yo libre.
—¿Y si no logro convencerla para que se separe de usted?…
—Quiero quedar libre.
La respuesta fue suficientemente clara y explícita.
—Ahora comprendo perfectamente, caballero.
—Lo celebro.
Landru quedó pensativo. Se preguntó qué era lo que el hombre que tenía delante había averiguado de él. ¿Hasta qué punto conocía los acontecimientos? Se encontraba en un callejón sin salida y lo preferible era aceptar.
Landru hizo un leve gesto afirmativo.
—Bien, de acuerdo… Antes de siete días será libre.
—Lo esperaba, señor Landru.
Al oír su verdadero nombre, Landru soltó un respingo. Verney Jaume seguía sonriendo.
—Caballero, conozco muchas cosas de usted… Y le aseguro que prefiero pagarle cincuenta mil francos a tener que comportarme como un ciudadano honrado… No me gusta tener tratos con la Policía.
Landru enrojeció. Sintió un ramalazo de furor.
—Es…, es un… —empezó a decir.
Jaume se levantó.
—Caballero, es preferible que no empecemos a opinar acerca de nosotros mismos —le dijo. Extrajo de su cartera mil francos y una tarjeta—. Aquí tiene el primer pago, para atender algunos gastos que posiblemente tenga… Y mi dirección actual. Cuando haya solucionado el problema, y me lo demuestre, recibirá el resto hasta cincuenta mil. Buenas tardes, caballero.
Landru, estupefacto, quedó sentado mirando como Verney Jaume se alejaba.
Por primera vez tuvo la certeza de que estaba atrapado en un cepo, en una trampa que podía ser mortal. Sin embargo, cincuenta mil francos era una cantidad demasiado tentadora y que solucionaba muchos problemas.
Seis días más tarde Louise Leopoldine Jaume era encontrada muerta por la portera de la casa. Estaba tendida en su cama, encendido el brasero, enrarecido el ambiente del cuarto.
El médico forense dictaminó muerte por accidente.
El entierro se celebró al día siguiente. Verney Jaume, el viudo, lo presidió. Los funerales fueron celebrados en la cercana iglesia, donde la difunta acudía cada mañana para oír misa. Luego, la comitiva se dirigió al cementerio.
Landru, enfundado en su gabán oscuro, formaba parte de la misma. Después del entierro, el duelo se despidió. Pasaron todos delante del viudo, estrechándole la mano.
Landru fue uno más.
—Lo lamento —se limitó a murmurar.
—Gracias —replicó Verney Jaume.
Tres días más tarde volvían a reunirse en el despacho del industrial.
—He dejado pasar estos días en atención a lo sucedido —explicó Landru.
—Le esperaba desde el primer momento. Caballero, no podía esperar un trabajo más bien hecho por su parte. —Abrió el cajón de su mesa de despacho y sacó cinco fajos de billetes, que entregó a Landru.
—Son de diez mil cada uno. Cuéntelos.
—No es necesario —Landru extrajo mil francos y los dejó sobre la mesa—. Me pagó ya mil, ¿lo ha olvidado?
—Quédeselos, no tienen importancia.
—No, señor Jaume. Me considero muy bien pagado con los cincuenta mil. Hasta la próxima, caballero.
—Ha sido un placer conocerlo, señor Landru.
—Le ruego que olvide mi nombre.
—¿Decía, señor…? ¡Diablos, ya lo he olvidado! —añadió con una sonrisa.
Se estrecharon la mano y se separaron.
Cuando Landru volvió a ver a Verney Jaume fue en el juicio. Compareció a declarar citado por el Ministerio Fiscal. Godofrey le interrogó durante varios minutos, sin conseguir sacar nada en claro. Verney parecía un hombre que había olvidado completamente a su esposa; estaba casado con otra mujer y esperaba un hijo de ella.
—¿Podía tener su esposa cincuenta mil francos?… Esta cantidad la ingresó el acusado en su cuenta corriente a los pocos días de la muerte de Louise L. Jaume.
—¿Cincuenta mil francos?… No lo creo, me parece una cantidad excesiva. Además, ella solía gastar mucho, estaba acostumbrada a no dar valor al dinero, y con lo que yo le pasaba tenía suficiente para vivir, pero no para ahorrar.
—Y si hubiera tenido cincuenta mil francos, ¿de dónde podían proceder?
—Quizás de uno de sus amantes —fue la seca respuesta.
También Moro-Giafferi repreguntó al testigo.
—¿Acusaba el frío su esposa? —inquirió el defensor.
—Sí, mucho… Cuando empezaban los primeros fríos, ella ya temblaba. Y hasta que hacía mucho calor, no dejaba de temblar. Tenía las estufas encendidas en casa, más de cinco estufas. Una en cada habitación. Y también braseros.
—¿Solía poner un brasero en su cuarto?
—Sí… Y, además, una estufa. Aquello era un horno, pero ella se cubría de mantas.
—En el tiempo que vivieron juntos, ¿sucedió algún incidente desagradable con las estufas?
—Un par de veces nos salvamos de una muerte cierta por enrarecimiento del aire.
—Entonces…, ¿se sorprendió al saber lo sucedido?
—En absoluto. Incluso me pareció lógico. Antes o después tenía que pasar.
—¿Pensó en la posibilidad que hubiera sido asesinada?
—Nunca… ¿Asesinada? ¡Es una tontería!
—Bien, gracias. Nada más.
—Puede retirarse el testigo —ordenó Gilbert, el Presidente del Tribunal.
Verney Jaume lanzó una mirada a Landru. Luego se levantó y atravesó con aire digno la Sala, abandonándola.
—Siguiente testigo. Fernande Segret —pidió el presidente.
La voz del ujier repitió el nombre en el exterior:
—¡Fernande Segret!… ¡Fernande Segret!
Una mujer de treinta y dos años, delgada, alta, con una elegancia innata en ella, se abrió paso. Los fotógrafos dispararon placas; era la única mujer que había estado en Gambais varias veces, sobreviviendo. En realidad, la única mujer a la que Landru amó.
Cuando atravesó la Sala, sus ojos se clavaron en el acusado; le miró con simpatía y también con seguridad, como si intentara infundirle ánimos. Landru la saludó con la mano y le sonrió.
Fernande Segret ocupó el sitio destinado a los testigos.
—El Ministerio Fiscal tiene la palabra.
Godofrey inclinó la cabeza y empezó el interrogatorio:
—Señorita Segret, ¿recuerda en qué circunstancias conoció al hoy acusado?
—Perfectamente. Fue un veinte de mayo de mil novecientos dieciocho, a las cinco de la tarde… Aún no he podido olvidar la fecha ni la hora, y creo que recordaré estos datos mientras viva.
Fernande Segret viajaba en un tranvía en compañía de una amiga. Landru se encontraba en la plataforma, observándola. Ella sintió que alguien la miraba y ladeó la cabeza para ver quién era. Sus ojos se cruzaron con los de Landru. Él inclinó la cabeza en un saludo ceremonioso y sonrió. Ella enrojeció.
—Jamás había entablado conversación con un desconocido, y menos en la calle —precisó durante el juicio.
—Sin embargo, permitió que Landru la acompañara.
—Sí. Cuando bajé del tranvía con mi amiga, él se nos acercó. No prestó atención a mi amiga, sólo a mí.
Fernande inició el gesto de evitarle, pero Landru se cruzó en su camino.
—Señorita, sólo una petición: estoy solo, triste, aburrido y temo que si no encuentro a alguien que sea capaz de consolarme, mi existencia terminará pronto y trágicamente… No, por favor, no se marche… Dejaré de importunarla si me promete que mañana, a las diez, estará en la plaza de la Etoile, esquina a la avenida Wagram.
—Se lo prometo.
—Gracias, señorita… La esperaré impaciente.
Y a la mañana siguiente Fernande acudió a su cita.
—¿Por qué? —le preguntó Godofrey.
—No lo sabía en aquel momento; ahora, sí. Ahora sé que le amé desde el primer instante que le vi. Pasé la noche muy intranquila, inquieta, pensando en el desconocido que me avanzaba unos diez años, pero que se había mostrado extremadamente cortés conmigo. Él tenía problemas, se hallaba tan solo como yo… Por esto fui.
Se encontraron a las diez en punto. Entraron en un café de la plaza y permanecieron allí dos horas. Luego fueron a comer a un restaurante cercano. Landru se presentó con el nombre de Lucien Guillet. Le explicó que su profesión era la de anticuario. Soltero, buscando a una mujer que pudiera comprenderle.
Fernande Segret le explicó que ella era planchadora, que había tenido varias experiencias amorosas y que nunca había encontrado en el camino de su vida el amor sincero y puro.
Al día siguiente volvieron a verse. Y luego, casi cada día se encontraban, paseaban, cenaban juntos… Landru se enamoró perdidamente de aquella mujer.
La llevó varios fines de semana a Gambais, y allí se mostró el hombre más complaciente del mundo y el amante más apasionado. Fernande Segret llegó al convencimiento de que con aquel hombre conseguiría alcanzar la felicidad.
A los dos meses, Landru alquilaba un piso en la calle de Rochechouart, en el número setenta y seis. Lo amuebló espléndidamente y Fernande Segret pasó a vivir allí.
Pocas veces hablaban de la posibilidad de casarse.
—Tenía miedo de que si insistía me dejara —explicó Fernande a preguntas del Fiscal—. Varias veces hablamos de ello, pero me di cuenta de que el tema le molestaba. Acepté convertirme en su amante y decidí esperar el momento en que él me pidiera que me casara.
—¿Lo hizo?
—No, nunca. Al final, yo no pensaba en el matrimonio. Era feliz y esto me bastaba.
Las Navidades de aquel año fueron especialmente maravillosas para Fernande. Landru pasó con ella todas las fiestas; se encontraba bien a su lado y ni por un momento asaltó su mente la posibilidad de terminar con aquella mujer.
Quizás si Landru hubiera conocido años antes a Fernande Segret, su vida hubiera discurrido por cauces muy distintos.
Siguieron cuatro meses completamente tranquilos. Los cincuenta mil francos conseguidos con el final de Louise Leopoldine Jaume le habían dado una seguridad de la que antes carecía. Invirtió la suma en bonos del Estado y retiraba mensualmente una renta suficiente para el ritmo de vida que llevaba.
Todo se desarrollaba bien para Landru, hasta que la suerte que le había protegido se rompió. Sucedió el once de abril de mil novecientos diecinueve. A las seis de la tarde se encontraba en la sección de cristalería de los Almacenes Louvre, de la calle Rivoli, en compañía de Fernande Segret, escogiendo una vajilla. Como siempre, iba cuidadosamente vestido.
Su atención estaba centrada en aquellos momentos en varios modelos de platos. Esto le impidió darse cuenta de que alguien, una mujer, le estaba observando. Era la señorita Lacoste, la hermana de Celestine Buisson, la que había denunciado la desaparición de la viuda.
Landru se decidió al fin por una vajilla.
—¿Te gusta? —preguntó a Fernande.
—Maravillosa.
—Es mi regalo de Pascuas.
Dejó cien francos en concepto de compromiso de compra y ordenó que la vajilla fuera llevada a la calle Rochechouart. Del brazo de Fernande salió de los almacenes. Tras él salió también la hermana de Celestine. En la calle se separaron; ella se encaminó hacia la Policía y allí denunció que acababa de encontrar al hombre al que culpaba de la desaparición de su hermana.
La Policía la atendió, interesada. Se habían presentado diversas denuncias relativas a desapariciones de mujeres y quizás aquel desconocido podía ser el hilo que uniera todos los asuntos sin aclarar.
Costó poco encontrar, a través de los almacenes, la dirección dada por Landru, y el nombre que utilizaba por aquellos momentos.
A la mañana siguiente, a las siete, dos agentes de la Policía llamaban al piso ocupado por Fernande Segret. Landru había pasado aquella noche allí.
—Policía.
Fernande quedó sorprendida.
—¿Qué buscan? —musitó.
Ellos ya habían entrado en el piso. En el comedor, desayunando, leyendo Le Matin, se hallaba Henri-Désiré Landru.
—Caballeros, si gustan… —les ofreció el desayuno con un gesto irónico.
—Queda detenido. Vístase y acompáñenos.
Fernande estalló en lloros. Landru en improperios, asegurando que era un hombre honrado que no tenía cuenta pendiente con la ley.
Media hora más tarde abandonaba la casa entre los dos agentes y se dirigía hacia la Comisaría más próxima. Allí se iniciaron los primeros interrogatorios.
Landru confesó su verdadero nombre.
—Antes o después lo averiguarían… Pero sólo podrán acusarme del delito de usar un nombre supuesto.
Y así fue cómo se inició un largo interrogatorio, una búsqueda de pruebas, un atar y desatar cabos, de seguir pistas, muchas de ellas falsas, que se prolongó durante treinta meses.
En el transcurso del juicio, Moro-Giafferi formuló una sola pregunta a Fernande Segret:
—¿Tuvo en algún momento, mientras se encontraba al lado del acusado, la sensación de que su vida corría peligro, señorita?
—En absoluto… Es el hombre más maravilloso que he conocido. Le amé, le amo y le amaré mientras viva.
—Gracias. Nada más.
Fernande dejó la Sala con los ojos acristalados por las lágrimas. Landru la despidió con una sonrisa gentil.
Luego se hundió en sí mismo y se dispuso a esperar el final de la vista. Quedaba un largo desfile de peritos, de técnicos, de policías que a él no le interesaban.
Seguía confiando en Moro-Giafferi y en un veredicto de inocencia.