Al día siguiente Landru se mostró un tanto apático y desinteresado ante el Tribunal, como si nada le interesara. Sólo al final de la vista, y cuando apareció madame Vidal, pareció emerger de su letargo como si los recuerdos fueran para él sumamente agradables.
Los primeros testigos se referían a la desaparición de dos mujeres, Berthe Anne Heon y Anna Collomb.
La primera de ellas había desaparecido en las Navidades de 1916. Era una mujer de cuarenta y tres años, de rostro redondo, de pelo negro, de ojos grandes y separados. Tenía unos labios gordezuelos, y esto es lo que le había llamado más la atención a Landru desde el primer momento. La conoció a través de la sección de correspondencia de «Le Matin». Fue la única mujer que contestó a un nuevo tipo de anuncio que ensayó. «Caballero casado, que se considera desgraciado en su estado actual, busca compañía de señora de unos cuarenta años que se encuentre en la misma situación. Dispone de buena renta y situación asentada».
Cuando Landru fue a recoger las respuestas encontró una sola carta. Pensó que había realizado un mal negocio… y llegó a la conclusión de que no podía perder el dinero que le costó el anuncio.
Rasgó el sobre y leyó la carta.
«Distinguido señor: Soy un corazón desgraciado, como lo es usted. Estoy casada, si bien desde hace cuatro años me he separado de mi marido, del cual ignoro su paradero. Creo que ahora reside en una colonia de Ultramar.
Me agradaría conocerle. Creo que puedo ayudarle a encontrar de nuevo un interés en la vida, y espero que usted pueda hacer lo mismo conmigo.
Suya afectísima, Berthe Anne Heon».
Incluía una tarjeta con su dirección. Vivía en uno de los barrios de París, un lugar tranquilo, que antaño fuera residencial y que al crecer la ciudad quedó absorbido.
Landru se dispuso a vivir aquella nueva aventura. Lo primero que hizo fue remitirle un ramo de flores adjuntando una simple nota: «Corazón solitario».
Al día siguiente se dirigió a aquella dirección. Cuando la señora Heon abrió la puerta de su piso, Landru se presentó diciendo:
—Soy Corazón Solitario.
Desde el primer instante le llamaron la atención los labios de aquella mujer. Sintió deseos de besarla.
—Yo soy Berthe Anne.
Ella estaba correctamente vestida, como si le esperara. Más tarde se lo confesaría.
—Estuve impaciente hasta que llegaste, Corazón… Sabía que antes o después llamarías a la puerta de mi casa.
Landru dio el nombre de Peletier, Marcel Peletier; pero ella siguió llamándole Corazón hasta el último momento de su vida. Landru dijo que su profesión era la de anticuario, no mintiendo en aquella ocasión.
Y lo primero que hizo al entrar en la casa fue lanzar una mirada a su alrededor calculando lo que podría conseguir con la venta de los muebles de Berthe Anne. Le sorprendió la calidad de los mismos. Indicaban un pasado realmente bueno. Había muebles heredados de generaciones anteriores, pesados, bien trabajados, construidos en buenas maderas. Y además, y esto era lo que más le interesaba, había muebles coloniales, procedentes de Extremo Oriente, por los que siempre se conseguían altos precios en el mercado.
Ya en la primera reunión Berthe Anne le relató su desgraciada experiencia matrimonial.
—Mi marido es oficial del Ejército. Juntos hemos viajado por las colonias, residiendo fuera mucho tiempo… Pero yo sentía nostalgia de París, deseaba regresar a esta encantadora ciudad, y esto hizo que estallaran las primeras peleas con mi marido… Él era un hombre muy adusto… Me casé con él sin quererle… Jamás tuvo un detalle conmigo, jamás me mandó un ramo de flores…
Era una conquista fácil. Y aquel mismo día Berthe Anne estaba entre los brazos de Landru. Él la besaba suavemente, la acariciaba, dejaba resbalar en los oídos de ella las palabras que deseaba escuchar.
—Somos aún jóvenes, podemos volver a conocer el placer en la vida…
—Sí, Corazón.
—No podemos permitir que un matrimonio desgraciado nos hunda, cariño… Si tú quisieras…
—Quiero, Corazón.
Aquella fue la mujer más fácil que encontró Landru en su camino. La amó apasionadamente aquella misma tarde, y Berthe Anne conoció las cimas de la pasión del placer.
—Jamás… Jamás nadie ha conseguido… lo que tú has logrado… Corazón… —musitó ella.
A los pocos días ella había decidido seguirle a Gambais.
—Allí iniciaremos nuestra segunda juventud… Es una pequeña casa en un lugar solitario, donde nadie nos molestará. Podremos vivir entregados el uno al otro hasta que…
—Hasta siempre, Corazón…
Dos días después de Navidad, Landru vendía los muebles de Berthe Anne, consiguiendo casi trescientas libras. La convenció con facilidad para que ella le confiara todos sus ahorros.
—Además, tendremos lo que cada mes me envía Marcel… Son ciento veinte francos —dijo ella.
No le había dicho el nombre de su marido. Ahora, al saber que se llamaba Marcel, el mismo nombre con el que él se presentó, comprendió que ella le siguiera llamando Corazón.
Al día siguiente partieron hacia Gambais. Hicieron el viaje en tren. Landru anotó cuidadosamente, en su libreta de contabilidad, los gastos. Un billete de ida y vuelta y uno sólo de ida.
Y aquella noche Berthe Anne bebía una copa de vino con estricnina.
Murió entre los brazos de él, tendida en la cama, sin sufrir espasmos. Fue una muerte dulce.
—Corazón… Corazón… —fueron las últimas palabras que pronunció.
Landru la abrazaba y sujetaba al mismo tiempo, dispuesto a aplastarle sobre la cabeza la almohada si empezaba a gritar. Pero no fue necesario.
Después recogió las ropas de la desgraciada, que habían quedado sobre una silla, y se dirigió hacia los sótanos, arrojándolas a la estufa. Trasladó el cadáver y empezó la macabra operación; de nuevo la sierra y el hacha fueron utilizadas. Y poco después una densa nube de humo, que se confundía con la oscuridad de la noche, nacía en la chimenea de la casa de la muerte, como la calificó el Fiscal Godofrey en el juicio.
A la mañana siguiente Landru regresó a su casa. Entregó trescientos francos a su mujer y la invitó a comer en un restaurante del centro. Ni un solo remordimiento de conciencia; únicamente el placentero recuerdo de haber presenciado la dulce muerte de aquella mujer que le llamaba Corazón.
En el juicio declaró Marcel Heon, el esposo de Berthe Anne.
Contestó a las preguntas del Fiscal con suma corrección. Vestía el uniforme de las tropas coloniales, tenía el grado de primer teniente, y su rostro no se alteró ni un ápice cuando se refirió a su desaparecida esposa.
Moro-Giafferi le formuló pocas preguntas.
—¿Puede decirnos en qué concepto moral tenía a su esposa? —inquirió el defensor.
—Lamento tener que decir que malo. Descubrí en ella defectos que de soltera no tenía. Mantuvo una relación amorosa durante nuestro matrimonio, y esto fue lo que motivó la separación.
—¿Cree que su esposa pueda encontrarse en estos momentos viviendo con otro hombre en cualquier lugar?
—Sí.
—¿No es posible que utilice un nombre supuesto y que habiéndose enterado de que en este juicio se acusa a un hombre de su muerte prefiera no reaparecer para no ser molestada?
—Sería propio de su egoísmo —replicó el militar con sequedad.
—Nada más, señoría.
—Puede retirarse el testigo —ordenó el Presidente Gilbert—. Que entre el siguiente testigo.
Landru oyó cómo una mujer se refería a Anna Collomb. Era también una víctima suya…, de la que no guardaba un gran recuerdo. Anna Collomb era una artista fracasada, una cantante de ópera que en su juventud soñó con el triunfo y a la que el paso de los años la convenció de que su destino era el fracaso en aquel terreno. Llegó a debutar profesionalmente y durante un par de años malvivió de su arte. Después tuvo que desistir y montó una pequeña tienda de loza y cristalería.
Cuando Landru la conoció ella tenía cuarenta y cuatro años. Su rostro reflejaba la amargura del fracaso; había atravesado largas crisis sin poder remontarlas. Tenía una gran afición, y era estar enterada de todo lo que giraba alrededor del mundo de la ópera. Devoraba las noticias que encontraba, frecuentaba un bar cercano a la Ópera de París, al que acudían fracasados como ella o aspirantes con las ilusiones aún íntegras. Cantaba un par de horas diarias, asegurando que lo hacía para mantenerse en forma.
—Algún día…, algún día demostraré el gran error que cometieron conmigo —solía repetir.
Landru la conoció a través de una solicitud que publicó en un periódico. «Caballero bien situado, de cuarenta años, desea entrar en contacto con señora de parecida edad y con aficiones artísticas. Fines matrimoniales».
«Querido señor: Soy cantante de ópera. Soy soltera. Dispongo de una cierta renta que me permite vivir desahogadamente. ¿Podría tener el placer de conocerle si reúno las condiciones que usted desea encontrar en una mujer? Por favor, escríbame.
Con el deseo de conocerle, le saluda Anna Collomb».
Landru contestó a vuelta de correo.
«Distinguida señora: Mi primera intención ha sido volar hacia su casa para conocerla. Sin embargo, he supuesto que tendrá sus motivos para pedirle a este su humilde servidor que le escriba. ¿Podemos encontrarnos pasado mañana, a las doce en punto, ante la entrada principal del Louvre? Tenga la certeza de que no viviré hasta verla. Acudiré puntualmente a la cita.
Su admirador, Jean Heon».
Como siempre, prefería utilizar el apellido de la anterior víctima. Y al día siguiente, a las doce en punto, correctamente vestido, como siempre, se encontraba en el lugar de la cita. Anna Collomb llegó en taxi. Landru la vio bajar, mirar a su alrededor buscándole. Él, con paso lento, se dirigió a su encuentro.
—¿Anna Collomb?
—¿Jean Heon?
—Sí.
—Soy yo.
Aquella mañana la dedicaron a visitar el Louvre. Landru la cogió por el brazo cuando entraron y ya no la soltó. Recorrieron las amplias salas.
—El arte…, ¡qué maravilla! —exclamaba a veces Landru, deteniéndose delante de un cuadro—. Sólo las personas con una gran sensibilidad pueden captar toda la belleza encerrada en este museo… Y por desgracia, hay poca gente que tenga alma de artista…, como nosotros.
Anna Collomb, al abandonar el Louvre, tenía la certeza de que había encontrado el hombre ideal de su vida. Landru la acompañó hasta su casa y ella le invitó a subir.
En el piso, Anna descubrió que Landru sabía tocar el piano. Le hizo interpretar varias arias y ella cantó con un arrebato extraordinario. Cuando abandonó el piso, Landru se sentía mareado; lo único que le consolaba era que por el piano podía conseguir un buen montón de francos. Se trataba de un Barry and Chessel y estaba en perfectas condiciones.
Durante tres semanas se dedicó a la conquista de Anna Collomb. La convenció de que estaba muy relacionado con empresarios teatrales y críticos, asegurándole que lograría hacerla actuar de nuevo en un escenario.
—Sólo una vez, cariño… Quiero que todos se den cuenta del tremendo error que cometieron al no apreciar en su valor tu gran arte… Y después, Anna, no volverás a actuar… Cantarás sólo para mí…
Anna Collomb se fundía de placer ante aquella posibilidad.
Landru fue avanzando paso a paso.
—Costará dinero tu actuación, Anna… Ya sabes cómo se mueve el mundo del espectáculo… Yo no dispongo de suficiente capital, y si tú me ayudaras…
Ella le confió todo su dinero, alrededor de los ocho mil francos.
—No es suficiente… Deberíamos liquidar tu negocio. No temas, luego viviremos de lo que yo gane…
Y Anna Collomb vendió el negocio. Después, los muebles. Y hubiera vendido el alma con tal de conseguir volver a subir a un escenario. Sólo lloró unos instantes cuando se llevaron el piano.
—¿También? ¿Es necesario?
—Sí, cariño…
Luego aceptó trasladarse a Gambais.
—Allí, en un ambiente sano, en una casa solitaria, podrás ensayar y prepararte.
—¿Hay piano?
—No. Sólo ensayarás… Luego regresaremos a París y te pondrás a las órdenes de uno de los mejores maestros… Será el éxito, Anna. Tu consagración… Y luego el público y los críticos llorarán amargas lágrimas al ver que no vuelves a cantar, que lo harás sólo para mí.
Marcharon a Gambais en un coche alquilado.
Anna Collomb no vio la luz del día siguiente. Antes de cenar, abiertas de par en par las ventanas, enfrentada al jardín, Anna Collomb inició un aria.
Landru se le acercó lentamente por detrás.
—Maravilloso… Muy bien, cariño…
Se aproximó aún más.
—La naturaleza te inspira… —aseguró.
Alzó la mano. Llevaba un martillo. Anna seguía intentando arrancar modulaciones de su garganta, que si antes tuvo poca capacidad, ahora la había perdido casi totalmente.
Descargó un golpe furioso, salvaje, bestial. Y el martillo se hundió en el cráneo de aquella desgraciada.
—… pero tú cantabas horriblemente —murmuró Landru.
La carrera artística de Anna Collomb acababa de terminar. Soñó con el primer y último triunfo, soñó con un teatro repleto de gente en su última actuación, puesta en pie, aplaudiendo todos… Sólo tuvo un espectador armado de un martillo.
Landru la arrastró a los sótanos. Y otra vez la chimenea dejó escapar una densa y negra humareda mientras el sótano se llenaba de olor a carne quemada. Al amanecer, Landru enterró en el jardín los restos mezclados con cenizas que quedaron al apagarse el fuego.
A la mañana siguiente regresó a París. Una víctima más se acumulaba en la ya larga lista.
En el juicio comparecieron algunos artistas fracasados que declararon que Anna Collomb les había asegurado que su protector alquilaría un teatro para ella. En realidad, lo que les importaba era ver que el público que llenaba la Sala estaba pendientes de ellos, cosa que nunca habían conseguido desde un escenario.
Moro-Giafferi siguió manteniendo la teoría de que Anna Collomb había desaparecido sin dejar rastro, emigrando a América del Sur para huir de la vergüenza de su fracaso definitivo. Aceptó el hecho de que Landru la conoció y de que le hizo concebir falsas esperanzas; al ver que no se convertían en realidad, ella decidió abandonar París para evitarse el volver a ver a todos sus compañeros fracasados.
El último testigo de la mañana fue madame Vidal. Landru pareció despertar de su letargo y miró a la mujer con cierta curiosidad.
Vestía falda larga, de color morado, rozando el suelo. Llevaba una blusa blanca con lunares rojos y se cubría la cabeza con un pañuelo de seda multicolor. Sus rasgos tenían algo oriental; sus ojos eran grandes y oscuros. Sus pómulos, muy salidos.
—¿Conoció a Andrea Babelay? —le preguntó el Fiscal.
—Sí. Estuvo a mi servicio. Y supe que su final estaba muy cercano; consulté las cartas y lo descubrí.
Reinó una cierta expectación en la sala. Madame Vidal era echadora de cartas; tenía una extensa clientela en París y gozaba de una cierta fama.
—¿Se lo advirtió a Andrea Babelay?
—No creía en mí… ¿Para qué decírselo? Yo vi un hombre en su vida, un hombre mucho mayor que ella, atento y amable, pero falso. Por esto, cuando me dijo que iba a casarse, no me sorprendió lo más mínimo. Y cuando me abandonó, lo acepté a pesar de que sabía que esto significaría su final… Cuando vino la policía en busca de la pista de Andrea, les informé de que había sido asesinada.
—¿Le hicieron caso? —inquirió, irónico, el Fiscal.
—Me limité a informarles.
—¿Por qué motivos el hoy acusado asesinó a Andrea Babelay?
—Lo ignoro.
—¿No pudo descubrirlo en las cartas?
—Las cartas no lo dicen todo —replicó madame Vidal, con una sonrisa suave.
¿Motivos?… Landru sólo tenía uno. Desde hacía días deambulaba en busca de una mujer. Había entrado en contacto con algunas que contestaron a sus anuncios, pero no logró ligar nada en firme.
Una tarde, en la estación de la Ópera, en los subterráneos del Metro, Landru vio a Andrea Babelay. Tenía ella diecinueve años, era joven y poseía un cierto encanto. Sin duda, la mujer más joven con la que tuvo tratos Landru por aquella época.
Cuando la vio sintió la necesidad de matarla. Dejar sin vida aquel cuerpo que le pareció bello. Además, Andrea le sirvió como piedra de toque para probar sus dotes de conquistador; moviéndose siempre entre mujeres que habían dejado atrás los cuarenta años, le resultaba fácil triunfar. Eran mujeres que se agarraban a él con desespero, como la última oportunidad de su vida… Andrea sería diferente.
Subió en el mismo vagón que ella.
Bajó en la misma parada. Y la abordó.
Andrea le resultó una presa fácil; llevaba pocos meses en París, se sentía desplazada y no tenía ningún amigo en la gran ciudad. Aquel caballero amable y atento, ya mayor, pero que compensaba la diferencia de edad con las atenciones, la atrajo desde el primer momento.
Landru la acompañó hasta la calle Belleville, en el número 24, donde Andrea vivía trabajando en casa de madame Vidal. Le avergonzó decir que era criada, pero Landru no pareció prestar atención al detalle, como si nada le interesara.
—¿Podremos vernos mañana?
—Imposible, caballero.
—¿Cuándo, entonces?
—El domingo. Es mi día libre.
Landru acudió puntual a su cita al siguiente domingo. Y ya desde el primer momento se lanzó a fondo; le propuso a Andrea que dejara de servir, que abandonara a madame Vidal. Le confesó que estaba muy bien situado, que gozaba de una posición desahogada y que él correría con todos los gastos que ella ocasionara hasta que se casaran.
Andrea aceptó. Estaba cansada de trabajar a las órdenes de madame Vidal. Le asqueaba aquel ambiente y, en el fondo, le desagradaba París. La idea de tener un pequeño piso para ella, de casarse posteriormente con Landru, le entusiasmaba. Él utilizaba el nombre de Pierre Buisson con ella. Era el apellido de una mujer con la que había empezado a cartearse el día anterior y a la que convertiría en una víctima más.
Sin embargo, Landru no cumplió su palabra con Andrea. Pareció cambiar de opinión.
—Querida, creo que te encontrarás mejor en un pueblecito de los alrededores que aquí… Tengo una pequeña casa en la que a partir del momento en que entres serás la única propietaria… Vendré a verte cada dos días y pasaremos los fines de semana juntos… Esto durará medio año, que será el tiempo que tardaré en encontrar un piso en París para nosotros… Un piso encantador, como tú te mereces.
Andrea aceptó también. Así fue como un atardecer llegó a Gambais, acompañada por Landru.
No murió aquella noche. Permanecieron dos días encerrados allí, sin separarse ni un solo momento. Es muy posible que en algún instante Landru pensara en abandonar la idea de matarla; pero al fin sus instintos criminales se impusieron.
En la noche del segundo día, Landru dejó que sus manos se deslizaran por el cuello de ella.
—Eres maravillosa, Andrea… Al fin he encontrado el gran amor de mi vida…
Ella le miraba sonriente, confiada.
Él empezó a apretar, a cerrar con fuerza sus dedos alrededor de la garganta de ella. Andrea no se asustó; pensó en una caricia apasionada. Y cuando comprendió lo que estaba sucediendo, lo que le aguardaba, era ya demasiado tarde. Intentó librarse de los dedos de Landru, quiso gritar para pedir ayuda… Una ayuda que en aquella casa solitaria no podía llegarle…
Landru dejó el cadáver de Andrea tendido en la cama y la contempló durante unos largos minutos, sumido en una inmovilidad total. Luego, sus manos recorrieron aquel cuerpo aún caliente.
Al fin condujo a Andrea a los sótanos, la tendió sobre la mesa y una vez más inició su labor. El humo volvió a nacer en la chimenea. Luego, un nuevo hueco en el jardín recibió los pocos restos que quedaron de Andrea.
Fue el único crimen que no le reportó ni un solo franco de beneficio. Sólo gastos, que cuidadosamente había anotado en su libreta de contabilidad. Además, el final de Andrea pareció descubrirle que un asesinato que no le reportara beneficios era un absurdo. Ya nunca más Landru mataría por el solo placer de matar.
Como siempre, regresó a París. Se mostró huraño con su mujer y cansado.
—¿No te han ido bien los negocios? —le preguntó ella.
—No. He perdido casi un centenar de francos.
—Consuélate pensando que otras veces ganas muchos.
—Sí, pero…
No siguió hablando. ¿Para qué, si su mujer no podía comprenderle?
En el juicio, Moro-Giafferi sólo formuló una pregunta a madame Vidal.
—Mi admirada señora… ¿Las cartas no le permitieron descubrir la identidad, el aspecto y el lugar de residencia del hombre con el que Andrea pretendía casarse?
—No.
—Posiblemente utilizó una baraja demasiado usada… Nada más, Señoría.
Los últimos testigos de la mañana fueron los padres de Andrea, un par de campesinos de la Bretaña. La madre lloró inconteniblemente durante su declaración y sus palabras apenas fueron comprensibles. El padre se mostró más duro consigo mismo, pero sus ojos brillaban también acusando el tremendo dolor que sentía.
Hablaron de su hija, de la carta que les escribió diciendo que iba a contraer matrimonio con un auténtico caballero…
Landru volvió a desinteresarse de lo que sucedía. Le molestaba la presencia de aquel matrimonio.
Cuando concluyó su declaración, Gilbert decidió suspender el juicio hasta el día siguiente. Eran las dos de la tarde.
Landru fue retirado de la sala y conducido a la prisión. Pensó de nuevo en Andrea… Su único crimen realmente tonto, absurdo y, por lo tanto, su mayor error… A pesar de que desde el primer momento se había encerrado en el desconocimiento de los hechos, alegando que ignoraba dónde podría encontrarse aquella muchacha que él conoció en la mejor edad.
Moro-Giafferi, el defensor, se sentía satisfecho por la marcha del juicio. Esperaba que los miembros del Jurado se percatarían de que no podían dictar un veredicto condenatorio…
Se equivocaba. Esta suposición fue el único error que cometió a lo largo de su actuación profesional.