La cuarta víctima de Landru fue Silvie Guillin. La escogió entre las mujeres que contestaron a uno de sus anuncios «Caballero soltero, de cuarenta y un años, con renta anual de cuatrocientas libras, se casaría con señora sencilla, amante del hogar, cariñosa, de parecida renta».
Recibió más de dos docenas de cartas. Con todas aquellas mujeres, Landru entró en contacto, si bien las despreció a todas menos a una; escogió a Silvie Guillin porque consideró que era la que menos podía comprometerle. Y cuatrocientas libras eran suficientes para sentirse satisfecho con el botín.
Sin embargo, cometió un error respecto a Silvie Guillin: la consideró sin familia.
En el juicio compareció Paula Guillin, prima de la desaparecida Silvie.
—¿Jura decir la verdad, sólo la verdad y nada más que la verdad?
—Sí, juro.
Era una mujer de cuarenta años, de rostro serio, desagradable. Su nariz tenía algo de caballuno, sus pómulos eran muy acentuados, y sus cejas extrañamente pobladas, propias de un hombre. Sus labios estaban agrietados y la comisura derecha de los mismos mostraba una costra endurecida. Tenía una indudable tendencia hacia la grasa; su carne era fofa, blanca. No parecía mujer que pudiera despertar pasiones, y la verdad era que jamás había conocido el amor. Por lo menos, jamás había sido amada por un hombre, si bien ella vivió grandes pasiones puramente mentales. Fueron pasiones jamás correspondidas.
—Conteste a las preguntas del Ministerio Fiscal.
Godofrey examinó brevemente a la testigo. Luego, en un gesto reflejo que no pudo evitar, se acarició la comisura derecha del labio, como si temiera que allí le surgiera una costra como la que mostraba Paula Guillin.
—Señora…
—Señorita —rectificó Paula, veloz.
—Porque usted lo quiere, claro —masculló, irónico, Landru, brillando sus ojos de manera sardónica.
—¡Silencio el acusado! —ordenó el Presidente Gilbert.
Paula lanzó una furiosa mirada a Landru; luego volvió a mirar al Fiscal, que prosiguió:
—Señorita, usted sabía que su prima iba a contraer matrimonio con el hoy acusado.
—Es cierto.
—¿Cómo lo supo?
—Me lo comunicó mi prima.
—¿Cómo se hacía llamar Landru?
—Utilizaba el nombre de Marcel Dornier.
—¿Cuáles eran los proyectos de la pareja?
—Marchar a Australia, donde Dornier desempeñaba el puesto de cónsul de Francia en una ciudad… No recuerdo el nombre de la ciudad.
—¿Brisbane?
—Exacto. Sí, me dijo este nombre… Sin embargo, marcharon a Gambais. La escribí allí, pero mi carta no le llegó ni me fue devuelta nunca, y posteriormente he sabido que figura en el sumario.
—¿Volvió a ver a su prima?
—Jamás, señor.
—Bien, nada más. Gracias.
Gilbert lanzó una mirada a Moro-Giafferi.
—La defensa tiene la palabra.
—Con la venia, Señoría… —El abogado se atusó sus grandes mostachos, de intenso color negro. Luego, clavó los ojos en la testigo—. Señorita Paula Guillin, ¿llegó a conocer personalmente al señor Dornier?
—No.
—¡Ah!, y, sin embargo, afirma que es el hombre que se sienta en el banquillo…
—Corresponde a la descripción que mi prima me hizo de él.
—¿Y tan anormal, tantas cosas sorprendentes y raras hay en este hombre que, a pesar de los años transcurridos, puede reconocerle a través de una simple descripción?
—Es él —repitió Paula Guillin.
—Siga insistiendo, señorita —recalcó irónicamente la última palabra—. Espero que podrá aclararme una duda; ¿por qué su prima no le presentó a su futuro esposo?
Paula Guillin no esperaba la pregunta. Vaciló unos segundos, y al fin murmuró:
—Tenía miedo.
—¿Miedo?… ¿De qué, señorita?
—Pues… de… Miedo —repitió.
—Le agradeceré que sea más explícita.
La testigo respiró profundamente, hizo acopio de valor y acabó, replicando:
—Miedo de que yo le quitara el novio. —La respuesta la pronunció clara, como si estuviera completamente segura de lo que acababa de afirmar. En la Sala flotó un silencio provocado por el estupor, por la incredulidad. Todas las miradas estaban clavadas en aquella mujer, todos observaban su rostro, su cuerpo…
Moro-Giafferi dejó que durante unos largos segundos imperara el silencio, destacando así la ridiculez de la respuesta. Al fin, sus labios se curvaron en una amplia sonrisa y prosiguió el interrogatorio:
—Señorita Paula, ¿puede explicarme, con toda sinceridad, si eran cordiales las relaciones que mantenía con su prima a lo largo de los años?
La testigo volvió a dudar.
—No —reconoció al fin—. Durante algunos años no nos habíamos hablado.
—Gracias… No me interesa el motivo de su distanciamiento; pero sí le agradecería que se sirviera especificar si volvió a entrar en contacto con ella a consecuencia de su posible matrimonio.
—Así es. Silvie me llamó, y acudí a su casa.
—¡Ah!… Bien, bien, bien… ¿Y no llegó a pensar usted, que permanece soltera, que ella lo hacía para provocarle envidia?
Acababa de tocar un punto sensible en Paula. Hizo un furioso gesto afirmativo.
—Sí… ¡Sí, claro que sí! Quería demostrarme que ella era más hermosa que yo, que ella conseguía un hombre para casarse, nada menos que un cónsul de Francia… —se le nublaron los ojos; la rabia, la furia, estaban a punto de crear las lágrimas en ella.
—Entonces…, ¿me equivoco al afirmar que entre usted y su prima existía una profunda antipatía?
Paula no replicó. Sus ojos eran ya algo que desaparecía bajo una capa de cristal.
Moro-Giafferi, que no esperaba una respuesta concreta, prosiguió:
—Señorita Paula Guillin, ¿me equivoco si supongo que en estos momentos está declarando aquí porque odia a este hombre que hoy se sienta en el banquillo y que tuvo, y tiene, la rara virtud de saber enamorar a las mujeres?
Tampoco recibió respuesta.
—¿No ve en Henri-Désiré Landru la encarnación del conquistador nato, del hombre con el que ha soñado y por esto le odia?
Un sollozo fue la respuesta.
Moro-Giafferi se enfrentó al Presidente del Tribunal.
—Nada más, Señoría.
—Puede retirarse la testigo.
Paula Guillin empezó a avanzar. De repente no pudo contenerse, y el sollozo se convirtió en un auténtico alarido histérico. Uno de los auxiliares judiciales la cogió por el antebrazo y la ayudó a salir de la sala.
Landru parecía sentirse satisfecho. Paula hubiera podido ser un peligro para él, pero gracias a la habilidad de Moro-Giafferi, el peligro había sido conjurado.
Recordaba perfectamente a Silvia Guillin, a pesar de que desde el primer momento había declarado no saber nada relativo a ella.
Silvie le contestó a la petición del anuncio invitándole a su casa.
«Vivo en la calle Crozatier, en el número 35. Todos los vecinos me conocen, saben que soy una mujer muy moral, y la presencia de un hombre en mi casa no será nunca criticada».
Más adelante aseguraba:
«Soy viuda; viví feliz con mi marido, pero nuestro matrimonio duró sólo seis años. Mi difunto esposo falleció a consecuencia de una caída de caballo. He soñado siempre con volver a vivir aquella época feliz, pero hasta ahora no he conocido ningún hombre que fuera digno de mi amor. Espero que usted sea más afortunado».
Era una carta larga, amplia, detallada, escrita con cuidadosa letra.
«Dispongo de una renta parecida a la de usted: cuatrocientas libras al año. Es suficiente para vivir con una cierta dignidad. Uniendo mi fortuna a la suya, podríamos vivir nuestros últimos años realmente felices».
Landru pensó que con cuatrocientas libras podría vivir un año sin preocupaciones, dedicado a las demás mujeres, preparando una nueva víctima.
Aquel mismo día se presentó en la calle Crozatier, en el número 35. Era una casa de tres plantas, sin portera. Leyó el nombre de Silvie Guillin en el buzón, y se encaminó hacia el segundo piso.
Silvie Guillin abrió la puerta.
—Permítame que me presente, distinguida señora: soy Marcel Dornier, cónsul de Francia en Brisbane.
La profesión se le ocurrió en el momento en que vio a su futura víctima. Silvie Guillin tenía rostro cerril; sus ojos reflejaban una innata desconfianza. Y Landru pensó que si hubiera dicho que su profesión era la de médico, la de administrativo o la de vendedor, ella habría intentado enterarse de más datos. Pero dando una profesión que ella no sabía exactamente qué significaba, pero que le sonaba bien, quedaba fuera del alcance de la curiosidad y de la comprensión de aquella mujer.
Comprendió que ella quedaba impresionada.
—Pase. Soy Silvie Guillin.
Landru entró; le bastó una mirada para calcular el valor de los muebles propiedad de la mujer. No eran de gran valor. Ni tampoco demostraban gusto. Muebles de buena calidad, pero carentes de adornos.
Se instalaron en un pequeño salón. Silvie le invitó a café y pastas. Landru mostró una extremada corrección, que Silvie intentó imitar para ponerse a su altura.
Mientras, él relataba cosas de Australia. A veces se percataba de que estaba llevando su juego demasiado lejos, pero al ver la atención con que ella le escuchaba, comprendió que no tenía el más mínimo conocimiento de aquel tema.
Landru mantuvo la conversación durante dos horas. Cuando se separó, afirmó:
—Ha sido un verdadero placer su compañía, mi querida señora. ¿Me permitirá que mañana la acompañe a dar un paseo por los bulevares?
—Encantada.
—¿Puedo pasar a buscarla a las once?
—Estaré dispuesta a esa hora, Marcel.
El sol lució a la mañana siguiente; y Landru, cortésmente, paseó por los bulevares llevando a su lado, cogida suavemente por el brazo, a Silvie Guillin.
Le costó poco convencerla de que el matrimonio podía representar su felicidad.
—Un hombre como yo necesita una mujer como tú; mi tranquilidad unida a la tuya puede dar muy buenos frutos. Me complace imaginar nuestros últimos años… Será maravilloso… He pensado que nos quedaremos a vivir en Australia. Allí poseo una gran casa en las afueras de la ciudad; soy un hombre considerado, atendido y conocido. Aquí no; hace tantos años que falto de París, que esta hermosa ciudad apenas me dice nada. En el único lugar donde me conocen es en el Ministerio del Exterior. Allí me aprecian… Como una costumbre, he seguido manteniendo mi piso de estudiante en la calle Des Petits Champs… Y también la casa que heredé de mis padres, en Gambais. Pero comprendo que si nos casamos, habrá llegado el momento de desprenderme del piso y de vender la casa…
Silvie Guillin, que nació en el seno de una humilde familia campesina, que había llegado a París para servir en casa de un magistrado, estaba impresionada.
A los tres días de conocer a Landru, se rendía entre sus brazos y, medio desfallecida, musitaba:
—Casémonos, querido, casémonos… Vida mía…
—Gracias, amor. Era lo que esperaba oír de tus labios.
Y Landru la besó como si ella fuera la mujer más agradable, más cautivadora del universo.
Diez días después se vendía los muebles de Silvie Guillin. Ignoraba que su futura mujer y su prima Paula se habían peleado a consecuencia de aquellos muebles, parte de los cuales deseaba Paula. En realidad, Landru desconocía la existencia de Paula. Consiguió por los muebles doscientos francos, y pensó que con ellos podría pagar la estancia en Gambais. No pensaba asesinarla rápidamente, prefería convivir con ella mientras decidía el sistema de eliminarla.
Pretextó un viaje profesional, dejó a su esposa y se dirigió a Gambais en compañía de Silvie Guillin. Como siempre, llegó a Gambais al atardecer, en un coche alquilado.
La viuda Guillin se sorprendió de que la casa estuviera sucia, descuidada.
—¡Oh!, cariño… Ya sabes que yo no resido aquí… La casa debía cuidarla una vecina de Gambais, pero ignoro lo que habrá sucedido. Quizás esté enferma… No lo sé.
—Yo lo limpiaré mañana —aseguró Silvie Guillin.
Y a la mañana siguiente cumplió su palabra. Empezó una labor a fondo, quitando el polvo, fregando el suelo. Landru la observaba mientras escribía una carta.
—¿A quién escribes, amor?
—Al sustituto consular en Brisbane, encanto… No es un hombre que goce de mi confianza, y me temo que pueda cometer un error que ponga en peligro la reputación de nuestra patria en Australia.
—Eres admirable… —musitó la viuda, reanudando su labor.
En realidad, Landru estaba escribiendo a una de sus amantes epistolares. En ocasiones mantenía viva la llama de amor a través de cartas, sin aceptar nunca una entrevista, quizás intuyendo que el resultado de la misma no le sería favorable.
Cuando terminó la carta, se enfundó la levita.
—Amor, voy hasta Correos. Quiero que la carta salga rápidamente.
—Te espero.
La besó en la mejilla, se cubrió con el sombrero de copa redonda y abandonó la casa. En su ausencia, Guillin, al fin y al cabo mujer, no pudo resistir la tentación y se dejó arrastrar por la curiosidad. Recorrió la casa desde los sótanos hasta la buhardilla. Y fue arriba donde encontró una serie de prendas femeninas que le llamaron poderosamente la atención. Estaban tiradas por el suelo, desordenadas, y tanto había piezas interiores, íntimas, como trajes completos.
Cuando Landru regresó, le bastó una mirada para comprender que algo raro pasaba. Cuando ella le dijo lo que había descubierto, se tranquilizó. Sonrió beatíficamente y explicó:
—Querida Silvie, has penetrado en la habitación secreta de esta casa… No, no me has disgustado con ello, puesto que al fin y al cabo pronto serás mi esposa… Arriba guardo las ropas de mi madre; es un poco como un gran baúl… Son los recuerdos más reales y tangibles que me restan de mi madre, una mujer que me amó casi más que tú…
—Había ropa de muchacho —se refería a los vestidos de André.
—Ah, sí…, las ropas de mi hermano. Murió de una enfermedad terrible y cruel… Yo pasé a su lado las últimas semanas… Vi lo mucho que sufrió resignadamente.
Silvie Guillin aceptó la explicación y acabó excusándose por su curiosidad.
—Eres típicamente femenina —la disculpó, con una sonrisa, Landru, mientras que interiormente la sentenciaba a muerte aquella misma noche. Silvie no vería la luz del día siguiente, decidió.
El resto del día lo dedicó a convencerla de que debían dejar arregladas las cosas para abandonar Francia.
—Puede que estemos muchos años sin regresar… Incluso es posible, encanto —le aseguró con ironía—, que nunca más vuelvas a poner los pies en París. Debes hacerme un talón contra el Banco donde está tu renta…
Landru sabía tocar los temas más difíciles con una extraña suavidad, poniendo en juego todas sus dotes de hombre agradable capaz de despertar la confianza. Y Silvie Guillin, antes de la cena, había ya firmado el pagaré a favor de Marcel Dornier.
Pasearon un rato por el jardín; en un banco situado bajo un frondoso castaño, Landru volvió a besarla apasionadamente.
—Mi vida, mi amor…
Se propasó.
—Aquí no…, aquí no… —pidió ella.
Landru no lo dudó; la cogió en brazos y la condujo a la casa. Silvie Guillin sonreía feliz; siempre había imaginado una escena parecida. No pudo evitar recordar a su prima Paula; hubiera dado su renta anual para que ella pudiera observar lo que sucedía. Landru la condujo a la habitación matrimonial del primer piso. Allí la amó con ardor.
Luego, una hora más tarde, propuso:
—Me gustaría brindar por nuestro futuro, encanto… Voy a buscar una botella y dos vasos.
—Iré yo, Marcel.
—Oh, no, no… Yo.
Se levantó y bajó a la cocina. Allí cogió una botella de Baujolais y dos vasos. En uno de ellos puso veneno, estricnina, en cantidad suficiente para matar media docena de personas. Regresó con los vasos llenos y la botella al dormitorio.
—Brindemos.
Entregó el vaso mortal a Silvie.
—Por nuestro amor, por nuestro futuro, por toda la felicidad que nos espera…
—Y por nuestros hijos —añadió Silvie Guillin, que no había perdido aún la esperanza de ser madre.
Bebieron; ella, a la que le gustaba el Baujolais, vació el vaso de un solo trago. Landru también bebió, pero sólo medio vaso. Luego, abrió su reloj de bolsillo y lo dejó sobre la mesita de noche. Eran las once y veinticinco.
Se tendió junto a la viuda y la abrazó.
—Cariño, viajemos juntos… —propuso. Ella no le comprendió, pero no hizo ninguna pregunta.
Landru calculaba que Silvie tardaría cinco minutos en llegar a la eternidad, a la nada. Pronto ella empezó a agitarse. Landru intentó calmarla y la sujetó fuertemente. Le complacía la idea de percibir cómo un ser humano moría entre sus manos.
Pasó el tiempo. La viuda se estremecía, pero ni un solo gemido emergía de sus labios. La agonía se prolongó durante más de media hora. Su rostro se congestionó, adquirió tintes violáceos, y sus labios se cubrieron de espuma.
A las doce y cinco minutos, Silvie Guillin había muerto.
Landru se levantó, la contempló.
—No volverás a París, te lo dije… —murmuró el asesino. Se vistió tranquilamente, y lo primero que hizo fue conducir el cadáver a los sótanos. De nuevo la llevaba en brazos, como tantas veces la viuda deseó que un hombre lo hiciera. Pero ahora no era para amarla…
La tendió sobre la mesa de mármol instalada en los sótanos, y allí empezó su macabra labor. Manejó la sierra diestramente; además, la experiencia anterior con Teresa Laborde-Line le enseñó que para las articulaciones debía utilizar un hacha. La utilizó y los golpes sonaron secos y ásperos, resonando en el silencio del sótano.
Arrojó los restos a un barreño.
Regresó a la habitación y recogió las ropas de ella. No dejó nada que pudiera denunciar la presencia de la viuda en la casa. Con la ropa encendió la estufa. Por primera vez iba a utilizarla.
Cuando las llamas hubieron prendido, entonces empezó a arrojar los trozos al interior de la estufa. Actuó pacientemente, maniobrando con el atizador. Tardó más de cinco horas en dar por concluido el trabajo, y observó con desagrado que quedaban restos óseos. La cabeza aún conservaba parte de su forma. Lo machacó todo con un martillo. Después, cuando las luces del nuevo día empezaban su diaria lucha contra la sombra de la noche, Landru cavó un hueco en el jardín y allí arrojó los últimos restos de la viuda Guillin.
Una hora más tarde emprendía el regreso a París. Devolvió el coche alquilado a nombre de Marcel Dornier, y se dirigió a la Banca Nacional para hacer efectivo el pagaré de aquella desgraciada. Consiguió sin dificultad que le fueran entregadas las cuatrocientas libras, y entonces se encaminó hacia su casa.
Besó afectuosamente a su mujer y se tendió en la cama, pretextando que el viaje de regreso a París había sido muy pesado, y que no pudo conciliar el sueño durante toda la noche.
—Estuve en Bretaña, en un pueblecito… He comprado y vendido unos muebles muy interesantes y he ganado bastante dinero —explicó a su esposa.
Ella, que jamás llegó a sospechar que convivía con un asesino sin entrañas, se lo creyó.
A lo largo de todo el proceso quedó muy claro que madame Landru estuvo siempre ignorante de la verdadera personalidad de su marido, del hombre que compartía con ella las horas que sus crímenes le dejaban libre.
En el juicio declaró, después de Paula Guillin, el encargado del servicio postal de Gambais, un hombre apellidado Clover, un tipo alto y espigado, de ojos saltones y vivos, de abultada nariz cruzada por multitud de venillas. Vestía el uniforme de cartero y se presentó con un cierto aire de marcialidad ante el tribunal.
—Sí, juro.
—Conteste a las preguntas del Ministerio Fiscal.
—Con la venia… Señor Clover, si no me equivoco, usted lleva muchos años desempeñando el cargo de cartero en Gambais.
—Soy jefe del Servicio Postal de la Villa de Gambais desde hace veintidós años —precisó con orgullo.
—¿Recuerda haber tenido en su oficina una carta dirigida a Silvie Guillin, domiciliada en L’Hermitage?
—Perfectamente. Dicha carta motivó varios viajes míos a la referida casa, sin que encontrara nunca nadie en ella.
—¿Sabía que la destinataria había vivido en dicha casa?
—No, lo ignoraba completamente. Sin embargo, mi obligación, como cartero, era procurar que la carta llegara a su destino.
—¿Recuerda el remite de la misma?
—Sí; me llamó la atención la coincidencia de apellidos, y supuse que se trataba de un familiar de quien debía recibir la misiva. Era Paula Guillin.
—No devolvió la carta a la remitente, señor Clover.
—No podía hacerlo, señor Fiscal, porque sólo había el nombre, no la dirección.
—Bien, nada más. Gracias.
Gilbert, el Presidente del Tribunal, concedió la palabra a la defensa.
Moro-Giafferi miró sonriente al cartero.
—¿Cuántos habitantes tiene Gambais? —fue su primera pregunta.
—Alrededor de los cinco mil.
—Lo que significa un movimiento postal bastante elevado, ¿no es cierto?
—Unas doce mil cartas y paquetes todos los meses. Hay algunas industrias en la población, y ello hace que la correspondencia aumente.
—Supongo que se reciben muchas cartas equivocadas, ¿no es cierto?
—Sí; alrededor de cincuenta todos los meses.
—¿Qué hace con ellas?
—Devolverlas al lugar del remitente si consta en él. Las restantes quedan depositadas, en espera de encontrar al destinatario.
—Muy bien. Y… ¿cada vez que no existe un destinatario, sospecha la posibilidad de que dicha persona haya sido asesinada?
Clover sonrió con suficiencia.
—Oh, no, señor… Si cada carta equivocada significara una persona asesinada, Francia estaría despoblada.
—Muy bien, gracias. Nada más.
—Puede retirarse el testigo —ordenó el Presidente.
El cartero abandonó la Sala con la infantil marcialidad que le caracterizaba. Su declaración había sido un tanto anodina, pero le sirvió a Moro-Giafferi para apuntarse un éxito más. Aquel testigo había sido presentado por el Fiscal, y anularlo era suficiente para el defensor.
—La señora Elise Laporte —anunció el Presidente.
La voz del ujier sonó en el exterior, repitiendo el nombre, y una mujer de treinta y cinco años, alta, delgada, elegante, avanzó hacia la Sala.
Era la primera mujer, relacionada con Landru, capaz de despertar una mirada de admiración. Conservaba una extraña belleza, un cierto e indudable encanto en sus rasgos, que eran extremadamente dulces. Había candorosidad en sus ojos, una innata finura en sus gestos, una gran elegancia.
Landru la vio entrar y la observó atentamente, quizás meditando que con aquella mujer las circunstancias le habían impulsado a llevar las cosas lejos, muy lejos. Más lejos que con ninguna de las otras mujeres que conoció.
Elise Laporte representaba para él un bello recuerdo… y también una hermosa posibilidad que intentó lograr desesperadamente; diez mil libras conseguidas de golpe, una verdadera fortuna que le habría librado de problemas y complicaciones. De haber conseguido apoderarse del dinero de aquella viuda, posiblemente no habría seguido su macabra profesión de cazador de dotes; se hubiera limitado a satisfacer sus ansias asesinas esporádicamente.
Pero Elise Laporte fue demasiado inteligente para él.
Ella se dirigió al sitio de los testigos, conducida por un auxiliar, sin lanzar una sola mirada a Landru.
Moro-Giafferi, observándola, no pudo por menos que alegrarse de que aquella mujer no hubiera seguido el camino de las demás. El abogado llevaba la defensa de Landru convencido de que su cliente era inocente de cierto tipo de delitos… Pero en ocasiones su subconsciente le traicionaba, como en aquel momento, y de un modo implícito e interno aceptaba que Landru era un asesino.
Elise Laporte se sentó.
Sólo entonces lanzó una mirada a Landru, y en sus ojos pudo leerse todo el desprecio que sentía hacia aquel hombre que había jugado con sus sentimientos.
—¿Jura decir la verdad, sólo la verdad y nada más que la verdad?
—Sí, juro.
—Conteste a las preguntas del Ministerio Fiscal.
Godofrey se removió en su asiento.
—Señora, ¿puede explicarnos cómo conoció al hoy acusado?
—Conocí a mi segundo esposo a través de la prensa. Leí un anuncio en el que solicitaba esposa.
Landru permanecía cruzado de brazos, la cabeza ligeramente hundida entre los hombros, la barbilla apoyada sobre el pecho. Recordaba perfectamente aquel anuncio: «Propietario acomodado, soltero, de cuarenta años de edad, desea conocer señora, preferible viuda de guerra, con alguna renta, con fines honestos y matrimoniales».
Elise Laporte contestó a su llamada, proporcionándole su número de teléfono. Landru llamó, le gustó la voz de ella, y quedaron citados para el día siguiente en la terraza del Grand Hotel.
—Llevaré un sombrero con velo gris y un vestido del mismo tono.
—La reconoceré entre mil mujeres —le replicó Landru.
A las once de la mañana siguiente, Landru, con aire distinguido, un bastón con puño de marfil apoyado a su pierna, la aguardaba en la terraza. Se quedó sorprendido y un poco perplejo al ver a Elise Laporte. Demasiado hermosa, demasiado elegante, pensó. ¿Cómo, una mujer que tenía aquellos encantos, recurría a la prensa para encontrar esposo?
Landru se levantó.
—¿Señora Laporte?
—Sí, soy yo.
—Es un placer conocerla… Permítame que me presente. Soy Marcel Guillin. —Le besó la mano, la saludó con una inclinación de cabeza. Utilizaba, siguiendo su costumbre, el nombre de la última víctima.
Se presentó como un ingeniero de montes, como un hombre bien situado y relacionado. Y desde el primer momento inició el asalto de la fortaleza; Elise Laporte se mostró más intransigente y con más moral que las conquistas anteriores, y Landru, a pesar de que intentó arrastrarla hasta su piso de la calle Des Petits Champs, o hacia Gambais, o a la casa de Vernouillet, no lo consiguió.
La viuda, siempre con la sonrisa en los labios, no aceptaba aquellas invitaciones. Y a veces, inevitablemente, recordaba a su marido, un industrial maderero que murió en Alsacia, durante la guerra.
Landru ponía en juego toda su habilidad. De todas las cartas aportadas al sumario, las más inspiradas eran las dirigidas a Elise Laporte.
«Amor mío de mi alma, ilusión y luz de mi vida:
»Anoche, cuando me hube marchado, al volver a casa mis pensamientos siguieron sin separarse de ti. Falto de tu compañía, mi hogar se ve tan desierto…, tan vacío. Cuando una amistad se torna amor, son dos seres los que se funden como dos corrientes de agua. Uno de ellos absorbe el alma, incluso el nombre del otro. Esto es amor, y en amor vale más el presente que el futuro, hoy que mañana. Felicidad que se aplaza, felicidad que se pierde. ¡Ah, mi bien!… Nunca sabrás cuán grande es mi amor.
»Acepta estas flores. Ojalá su perfume te haga pensar en mí. Nos veremos por la noche, según convinimos. Mientras tardan en pasar las horas que me separan de ti, tu bella imagen no se aparta de mi memoria, del pensamiento de tu adorador.
»Te adoro. Tuyo siempre,
Marcel Guillin.»
Pero Elise no se rindió; convirtió la vida de Landru en una llama de deseos. Por un lado, la belleza de ella. Por el otro, las diez mil libras que la mujer poseía.
Y, al fin, Landru tuvo que claudicar.
—Nos casaremos, amor mío…, uniremos nuestras vidas para siempre y así al fin serás mía.
Ella aceptó con una encantadora sonrisa. Landru pensó que ya había avanzado un buen trecho en su trabajo, y empezó a maniobrar para conseguir que ella le confiara la administración de su fortuna, cosa a la que Elise Laporte se negó siempre con suavidad, sin una negativa rotunda y firme, concediendo una cierta esperanza a Landru. A veces, él se preguntaba si no era ella quien estaba llevando el juego, quien conducía las relaciones.
Tuvo que claudicar, y accedió a casarse. Consiguió una documentación falsa, y con el nombre de Marcel Guillin contrajeron matrimonio en Dijon.
—Tú eres viuda… Yo ya soy mayor. Vayamos a un lugar donde no nos conozcan… Estaremos más tranquilos —propuso él.
Ella aceptó.
El viaje de bodas lo realizaron dirigiéndose a Génova. Landru redobló sus esfuerzos para conseguir la administración de la fortuna de ella. Elise se negaba…
Pocos días bastaron para que la situación se convirtiera en tensa y molesta para ambos. Landru pronto se sintió cansado de aquella mujer que le sonreía constantemente, que en ocasiones, con un pequeño gesto, le recordaba que ella estaba mejor educada que él… y que no le permitía tocar ni un solo franco. Sucedía aún algo peor: los gastos del viaje corrían a cargo de Landru, que se estaba quedando sin dinero.
En Génova disputaron varias veces por cuestiones de dinero. Y posiblemente Landru habría conseguido vencer la resistencia de su esposa si no hubiera sucedido algo que él no esperaba.
—¿Por qué le abandonó? —preguntó el Ministerio Fiscal.
—Fue una casualidad —replicó ella—. En Génova encontramos a una vieja amiga del colegio. Le presenté a mi esposo… Y al día siguiente ella me llamó al hotel para decirme que conocía ya a mi marido, que no se llamaba Guillin, sino Odecler, y que había estado en relaciones con una conocida suya, a la que dejó sin dinero… Comprendí entonces lo que realmente ambicionaba mi marido, y decidí abandonarle, regresando a París.
Una mañana Landru salió a dar un paseo; estaba nervioso e intranquilo. Se le terminaba el dinero, no tenía otra mujer en perspectiva y se encontraba en un atolladero. Casado con dos esposas vivas, en una ciudad italiana que le molestaba y no conocía, fuera de su ambiente…
Cuando regresó al hotel, su segunda esposa le había abandonado.
Se imaginó que había ocurrido lo peor; pagó la cuenta del hotel y partió inmediatamente hacia París. Allí se escondió. Lo primero que hizo fue liquidar el piso de la calle Des Petits Champs.
—¿Denunció los hechos a la Policía? —preguntó el Fiscal a Elise Laporte.
—Sí, señoría… Lo hice cuatro días más tarde… Aún dudé y vacilé, pero acabé comprendiendo que mi obligación era hacerlo. Me aconsejó un abogado.
—Bien, nada más… Una última pregunta: ¿insiste en que el hombre que se sienta en el banquillo utilizó el nombre de Marcel Guillin?
—Sí, señoría. Y con este nombre se casó conmigo.
—Gracias.
El Presidente del Tribunal miró a Moro-Giafferi.
—La defensa.
—Con la venia… Señora Elise Laporte, permítame ante todo agradecerle su presencia aquí, porque con ello ha demostrado que mi defendido no asesinaba a las mujeres que conocía. Espero que la hermosa realidad que usted es, convenza al Jurado de que el señor Landru no es un asesino… —permaneció en silencio unos segundos, consultando unas notas. Encontró lo que buscaba e inquirió—: Señora Laporte, ¿sabe cuántas veces figura el apellido Guillin en el Anuario Telefónico General Francés?
—Lo ignoro.
—Es un dato curioso… Tres mil doscientas cuarenta y dos veces… ¿Tan sorprendente resulta que el señor Landru, que ya estaba casado, escogiera este apellido, que coincidía con el de una mujer que estuvo en relaciones con él?
Elise Laporte no contestó. Se limitó a un leve encogimiento de hombros.
—Nada más, señoría. He terminado.
—Puede retirarse la testigo.
La viuda Laporte abandonó el estrado testifical. Pasó delante de Landru, que le dirigió una amplia sonrisa, recibiendo a cambio una mirada cargada de desprecio.
Elise Laporte dejó a su paso, flotando en el aire, un cierto encanto femenino. Era la mujer de más clase y más hermosa que había tenido contacto íntimo con Landru. Superaba, con mucho, a Fernande Segret, otra mujer que dejó un gran rastro en la vida de Landru.
Cuando terminó el interrogatorio de Elise Laporte eran la una y veinte minutos.
Gilbert consultó brevemente con sus dos compañeros magistrados y decidió aplazar la vista.
—Se levanta la sesión. El juicio se reanudará mañana, a la hora de costumbre.
Moro-Giafferi abandonó su estrado y se acercó a Landru.
—Animo —le alentó.
—No lo necesito, Maître; usted, con su magnífica actuación, me reconforta. Tengo la seguridad de que al final se reconocerá la verdad y sólo podré ser condenado por bígamo.
—Esperémoslo.
Landru fue conducido fuera de la Sala de Audiencia.
Aquella noche durmió tranquilamente en su celda. Quizás soñó con Elise Laporte, con la fortuna que pudo haber conseguido y que se le escapó de entre las manos. Llevó el juego más lejos que nunca y el botín que consiguió fue nulo; al contrario, gastó con ella todo lo que había logrado con Silvie Guillin.