—¿Jura decir la verdad, sólo la verdad y nada más que la verdad? —preguntó el Presidente del Tribunal.
Ante él se encontraba Louis Girault, un individuo pequeño, ligeramente giboso, de característicos rasgos judaicos. Vestía ropas raídas; una bufanda de color gris, peluda, rodeaba su cuello.
—Juro —murmuró.
—Conteste a las preguntas del Ministerio Fiscal.
Godofrey repasó sus notas. Al fin, miró al hombre.
—Señor Girault, usted es propietario de una pequeña tienda titulada Almacenes Girault, ¿no es cierto?
—Sí…, sí… Pero no es tan pequeña. Ocupa más de doscientos metros cuadrados y cada año realizo alguna ampliación; vendo más barato que mis competidores, y tengo una numerosa clientela.
—De acuerdo; entre sus clientes habituales, ¿se encuentra el hoy acusado?
Girault miró a Landru.
—No… Compró una sola vez en mi tienda.
—¿Qué adquirió?
—Una estufa… Lo recuerdo perfectamente. Valía quinientos francos; yo ganaba cincuenta en la operación, y estaba muy contento de poder sacarme del almacén aquella estufa; al adquirirla me equivoqué, y hacía mucho tiempo que no encontraba comprador… Recuerdo muy bien al caballero —señaló a Landru— porque me regateó durante un par de horas y al final pagó trescientos francos. Por esto le recuerdo —repitió, moviendo la cabeza en un gesto afirmativo.
—Señor Girault, era una estufa muy grande; ¿para qué le dijo que la quería?
—Para instalarla en unos baños públicos, me aseguró. Dijo que era propietario de un negocio de esta clase, y que deseaba mantener una temperatura ambiente muy elevada.
—¿Trasladaron sus empleados la estufa?
—No, Señoría. Se encargó el señor —volvió a señalar a Landru—. Una hora después había regresado con un camión y dos ayudantes. Se la llevaron, y yo no pregunté adónde.
—¿No pensó por un momento que dicha estufa sirviera para hacer desaparecer cadáveres?
Antes de que Girault pudiera articular la negativa que indicó su gesto de cabeza, Moro-Giafferi, el defensor de Landru, dejó oír su voz:
—¡Protesto! ¡Es una pregunta improcedente, y que da por supuesto un hecho que no ha sido probado!
—Admitida la protesta. Siga el interrogatorio y que no conste en acta.
Godofrey sonrió.
—Ninguna pregunta más, Señoría. Es suficiente.
—Tiene la palabra la defensa.
—Con la venia… Señor Girault, ¿quiere hacer el favor de reconocer este documento? No ha sido aportado a los autos por cuanto que lo he conseguido hace pocas horas —mostraba un viejo papel, que Girault miró desconfiadamente.
Uno de los empleados de la Sala cogió el papel y lo acercó a Girault. Era un comprobante de pedido.
—¿Reconoce su firma como puesta al pie de este documento? —preguntó Moro-Giafferi.
Girault titubeó unos segundos, pero al fin acabó afirmando:
—Sí.
—Bien, gracias… Como ha visto, se trata de un doble de pedido, de una copia, firmada por usted, en la que solicita tres estufas de las características de la servida al señor Landru. Ha dado la casualidad de que dicho fabricante es cliente de mi despacho, y me ha costado poco conseguir este duplicado… Reconoce, por lo tanto, que el género le fue servido, y recibió tres grandes estufas.
Girault enrojeció.
—Sí… Sí, debe ser así.
—¿Debe o es así?
—Es así… Sirvieron tres estufas.
—Sin embargo, antes ha declarado que adquirió una estufa… y que le costó venderla.
—No…, no recordaba que fueran tres.
—¡Pero recordaba muy perfectamente que el señor Landru le adquirió una, recordaba el precio, recordaba que acudió a buscarla con un camión y dos hombres, que le dijo que era para unos baños públicos…!
—¡Es cierto! ¡Lo recuerdo!
—Señor Girault, ¿no es más cierto que ha leído todo lo que los periódicos han publicado acerca del señor Landru en los últimos tiempos? ¿No es más cierto que no recordaba nada, pero que ahora está intentando aprovecharse de la publicidad del caso para hacer publicidad de su almacén? ¿No es más cierto que ha estado mintiendo?
—Yo… No…
—¡Nada más, Señoría! —cortó Moro-Giafferi, al que no le interesaba la respuesta que pudiera darle el testigo, y que sólo había pretendido desacreditarle.
—Retírese el testigo —ordenó el presidente.
Landru miró a Louis Girault sonriendo… Y admirándole en cierta forma, porque le consideraba un hombre dotado de una buena memoria, cosa que a él le faltaba. Siempre había apuntado en pequeñas libretas de bolsillo todos sus gastos. Y en una de ellas figuraba que había pagado trescientos francos por la estufa adquirida en los Almacenes Girault.
Todo había sucedido tal como recordaba aquel hombre. Incluso la excusa de que la estufa estaba destinada a unos baños públicos. Sin embargo, la quería para algo mucho más útil: para hacer desaparecer restos humanos.
El soplete que usó con la viuda Cuchet y su hijo se demostró útil, pero pesado de manejar. Tenía que sujetarlo, remover con un trozo de hierro los cuerpos descuartizados, al tiempo que se veía obligado a soportar un denso y pesado hedor que se clavaba en su cerebro.
Con la estufa, todo resultaría más fácil.
La hizo instalar en Gambais; fue labor de una tarde. Y aquel mismo día la probó, quemando ropas viejas y periódicos. Todo marchaba perfectamente.
Landru, gracias al final de la viuda Cuchet y de André, había descubierto un nuevo placer ignorado hasta entonces: el de matar. Siempre había sido un maníaco sexual, un obseso con las mujeres… Ahora sabía que en sus manos tenía la vida y la muerte, y esta idea le llevaba en ocasiones al paroxismo.
Quizás fue debido a esta experiencia que decidió acabar con la señora Laborde-Line. Los beneficios que el asesinato de aquella desgraciada le produjeron fueron mínimos, ridículos: cincuenta y siete libras, cantidad miserable para la vida de una mujer. Y, sin embargo, no dudó en matarla.
En el juicio compareció Jean Funes, abogado. Era un hombre alto y delgado, de nariz ganchuda, con lentes redondos a caballo de su nariz. Detrás de los cristales se veían unos ojos ágiles, nerviosos, rápidos. Era un hombre de rápida inteligencia.
—¿Llegó a conocer al señor Landru? —le preguntó el Fiscal.
—No, señoría. Además, en relación con la víctima señora Laborde-Line…
—¡Protesto! —le interrumpió Moro-Giafferi—. No ha sido encontrado el cadáver de dicha señora y, por lo tanto, no puede hablarse de víctima.
—Aceptada la protesta. Siga el testigo.
—Como decía, en relación con la desaparecida señora Laborde-Line, el señor Landru utilizaba el nombre de Cuchet. La señora Laborde-Line me mostró una fotografía de él.
—¿Qué clase de relaciones le unían a dicha señora?
—Profesionales.
—¿De qué tipo?
—Es una larga historia, que intentaré resumir: la señora Laborde-Line era argentina; había nacido en Buenos Aires. Contrajo matrimonio con un francés nacionalizado brasileño, y ella adquirió dicha nacionalidad. El francés es mi cliente; se llama Philippe Laborde-Line, y actualmente reside en Sao Paulo, donde tiene un par de hoteles. También tiene hoteles en Río de Janeiro y en Bello Horizonte. En nuestro país tiene tres hoteles en el Sur, y yo soy el encargado de controlarlos y realizar cuantas gestiones sean precisas para la buena marcha de los negocios. Soy su abogado en Francia, y por tal razón entré en conocimiento con la esposa de mi cliente. Al parecer, la marcha del matrimonio no seguía unos cauces de comprensión y respeto, por decirlo sin herir susceptibilidades…
—Gracias, mil gracias —le interrumpió Landru, haciendo una cómica reverencia.
—¡Silencio el acusado! Siga el testigo —ordenó el Presidente.
Funes lanzó una dura mirada a Landru, y prosiguió:
—Como decía, el matrimonio se separó, recuperando la señora Laborde-Line su libertad. Decidió venir a Europa, y se instaló en París, motivada su elección, sin duda, por mi presencia, ya que era yo quien debía entregarle, siguiendo órdenes del esposo, mi cliente, la cantidad de cuatrocientos francos mensuales, que ella recogía religiosamente en mi despacho cada primer día del mes. En mi opinión, vivía con un lujo superior a estos ingresos.
—¿Le comunicó la señora Laborde-Line sus intenciones respecto al señor Landru… o al señor Cuchet, utilizando el nombre que el acusado empleaba con ella?
—Sí; me consultó que sucedería en caso de que contrajera un nuevo matrimonio. Le dije que automáticamente perdería la renta de cuatrocientos francos, puesto que su esposo no consentiría una situación parecida.
—¿Qué decidió ella?
—Lo ignoro, porque no volví a verla. Supongo que decidió retrasar su posible matrimonio.
—Bien; nada más.
—La defensa tiene la palabra —concedió el Presidente.
Moro-Giafferi miró a Funes. No era la primera vez que se habían enfrentado en una contienda judicial y siempre Moro-Giafferi logró salir triunfante de la lucha.
—Señor Funes, al contestar la primera pregunta ha dicho que su clienta le mostró una fotografía del hombre con el que pensaba casarse.
—Es cierto.
—¿Reconoce al acusado como la persona que aparecía en dicha fotografía? Han transcurrido más de seis años; me permito recordárselo a mi querido compañero.
Funes sonrió débilmente.
—Tengo un recuerdo muy vago —comentó.
—Entonces, ¿puede o no afirmar que el hombre de la fotografía y Landru eran la misma persona?
—No.
—De acuerdo. Otro extremo; ha asegurado que la señora Laborde-Line llevaba una vida desordenada…, por lo menos en el terreno moral.
—Es algo que siempre sospeché, pero que no pude comprobar.
—Bien, de acuerdo; ha dicho que vivía a un nivel muy superior a los cuatrocientos francos mensuales.
—Sí.
—Lo que permite suponer que alguien más la ayudaba…
—O que tenía otros negocios que yo desconocía —añadió el testigo.
—¿Le sorprendería, querido compañero, saber que la señora Laborde-Line se encuentra en algún lugar de Argentina?… ¿Le dejaría perplejo saber que sigue viviendo en París, en compañía de otro hombre?
—No… Era una hermosa mujer, a pesar de sus cuarenta años.
—Entonces, usted, como profesional de la Ley y de la Justicia, está de acuerdo conmigo al opinar que en caso de no encontrarse el cadáver de dicha señora, no puede acusarse a nadie de su desaparición, y menos de su asesinato.
—Plenamente de acuerdo.
—Bien, gracias. Nada más.
Landru miró a su abogado y sonrió aprobadoramente. Moro-Giafferi acababa de apuntarse un nuevo éxito.
El siguiente testigo fue el jefe de la Policía Rural de Gambais. Era un hombre rubicundo, de aspecto saludable, al que el uniforme le venía estrecho.
Se llamaba Pisier.
El Fiscal fue el primero en interrogarle.
—¿Recuerda un hallazgo macabro en aguas del Oise, en el año mil novecientos dieciséis?
—Perfectamente.
—¿Quiere relatarlo?
—Aparecieron restos humanos, pertenecientes a una mujer, a unos siete kilómetros de Gambais. Estaban encallados en un ribazo, habían permanecido mucho tiempo en el agua y no se pudo reconocer a la persona que pertenecían.
—¿Había desaparecido alguien de la región en los últimos cinco años?
—No, señoría.
—Bien, gracias. Nada más.
—La defensa tiene la palabra.
Moro-Giafferi examinó a Pisier brevemente; pareció que no quisiera emplearse a fondo, como si considerara que el valor del testigo era prácticamente nulo.
—Señor Pisier, usted, como jefe de la Policía Rural de Gambais, debe recibir estadísticas y noticias relacionadas con el mundo del crimen.
—Y las leo atentamente.
—Mejor. Y si goza de buena memoria, cosa que no dudo, recordará la estadística de restos humanos encontrados en el último año en los ríos franceses.
—Sí… Alrededor de noventa.
—¿Y la estadística del año anterior?
—Rozaban los cien casos.
—Bien, gracias. Nada más.
Gilbert, el Presidente del Tribunal, ordenó al testigo que se retirara.
Landru continuaba satisfecho por la marcha del juicio. Cada testigo significaba un triunfo para Moro-Giafferi, que con unas pocas preguntas destruía el valor de su declaración.
La suposición de que los restos humanos pertenecientes a una mujer encontrados en el río Oise pertenecían a Laborde-Line, no estaban equivocados. Había muchas posibilidades de que fuera así.
A aquella mujer la mató y descuartizó casi por el simple placer de ver correr la sangre.
La conoció a través de un anuncio publicado en la prensa, como siempre. «Soltero de cuarenta años, busca con fines matrimoniales señora de parecida edad. Buena educación, corrección, vida tranquila y apacible en las afueras de París. Dispongo de una buena renta».
Recibió una carta que le sorprendió, que estuvo a punto de no contestar.
«Querido señor:
»No tengo una buena educación, no me gusta la vida apacible, y soy una mujer apasionada. Estoy segura de que si usted me conociera, sería feliz a mi lado y se olvidaría de su vida tranquila. Le enseñaría a vivir. Sólo pongo una condición para ello: que esté dispuesto a gastarse lo que califica como “buena renta” conmigo.
»Anímese y escríbame. Nos divertiremos.
Teresa Laborde.»
Cuando recibió la carta, estaba en relaciones con la viuda Cuchet. La operación tenía un buen cariz, y no le parecía necesario por el momento iniciar un nuevo idilio. Sin embargo, el tono con que estaba redactada la carta le intrigó.
Al fin se decidió y llamó al número de teléfono que la señora Laborde-Line había puesto al pie de su misiva, como si hubiera cambiado de opinión y en lugar de darle su dirección se hubiera limitado a anotar el número telefónico.
Escuchó el sonido del timbre al otro lado de la línea. Luego, una voz amable.
—Sí, diga.
—Soy Ferdinand Cuchet.
—¿Y…?
—Y estoy dispuesto a gastarme mi renta anual con usted.
Ella comprendió. Estalló en una refrescante carcajada.
—¡Estupendo! Soy Teresa Laborde-Line… ¿Cuándo nos encontramos?
—Cuando tú quieras.
—¿Esta tarde?
—¿Por qué no esta mañana?
—Bien; dentro de una hora en la puerta del Museo Zoológico.
—Estaré allí, mi querida señora.
—Hasta dentro de una hora, mi querido señor —le replicó ella, imitándole la voz.
Una hora más tarde se encontraban a la puerta del Museo.
—Ferdinand Cuchet —se presentó él.
Ella le miró. Los dos se observaron; y el resultado no pareció desilusionarles. Landru vestía cuidadosamente y en su rostro brillaba la simpatía. Ella era alta y de formas redondeadas. Su faz tenía rasgos duros, que ella intentaba aligerar con el pelo recogido sobre la cabeza. Vestía con cierta elegancia.
—Espero que me diviertas, Teresa —propuso Landru.
—Y yo espero poder disponer de tu renta anual para conseguirlo. ¿Entramos? —señalaba el museo.
—De acuerdo.
Landru la cogió por el antebrazo y penetraron en el Museo. Fue allí donde la besó por primera vez, sin encontrar la más mínima resistencia.
Y por la tarde la condujo a su pequeño piso en la calle Des Petits Champs. Teresa Laborde-Line ya sabía lo que sucedería allí, pero lo aceptó de buen grado. Aquella mujer tenía algo que le encantaba a Landru, y era su extraordinaria facilidad para estallar en carcajadas, para desgranar la risa. Ella le trataba como si fueran camaradas de toda la vida.
Landru permaneció dos días con ella, sin poner los pies en su casa. Se limitó a mandar una nota diciendo que las circunstancias le habían obligado a salir precipitadamente para realizar una buena operación.
De Teresa Laborde-Line guardaba sólo buenos recuerdos. El único un poco molesto, fue el encuentro con André, el hijo de la viuda Cuchet. Aquello precipitó los acontecimientos, y Landru tuvo que descuidar durante unos días a la argentina para intensificar su cerco alrededor de la Cuchet.
Cuando consiguió los primeros diez mil francos, invitó a cenar a Teresa Laborde. Aquella noche asistieron a un espectáculo, y luego acudieron a un baile. Landru demostró ser un consumado y buen bailarín. Se dejaron mecer por el vals y se lanzaron al charlestón alegremente.
Fue una bella noche, que terminó en el piso de Des Petits Champs.
Mientras, Landru montaba su plan a plena marcha; le expuso que acababa de recibir una herencia, lo que le situaba económicamente bien hasta el final de sus días.
—Lo primero que podemos hacer es retirarnos a vivir una temporada en el campo; allí estaremos solos, podremos disfrutar encontrando el placer en nosotros mismos, y en los ratos de descanso podremos planear nuestro futuro. Primero, nos casaremos. Luego, podríamos dar una vuelta al mundo…
—Maravilloso. —Ella le abrazaba, le acariciaba, le besaba.
—Tenemos que olvidarnos de París por una temporada… Venderemos todos nuestros muebles, dejaremos nuestros pisos… Cariño, tengo un amigo que podría sacar el máximo por tus muebles.
Teresa Laborde-Line le dejó decidir todo lo que quiso. Lo que para ella se había iniciado como una broma, como una respuesta desenfadada a un desgraciado que recurría a los periódicos en busca de esposa, se había convertido en una trampa amorosa en la que cayó.
El día veintiuno de aquel mismo mes los muebles fueron retirados de casa de la sudamericana. Un camión los transportó a casa de un vendedor de muebles usados, que fue quien los adquirió pagando cincuenta y siete libras, cantidad que entregó a Landru y que la mujer ya no vio.
Se despidió de la portera del edificio.
—Me casaré con Cuchet… Primero viviremos en Gambais, un lugar encantador, realmente maravilloso… Allí tiene una gran mansión. Después, partiremos a dar una vuelta al mundo y cuando estemos cansados de viajar, regresaremos y nos instalaremos en un gran piso… ¿No es realmente maravilloso?
—Le deseo mucha suerte, señora.
Y cuando Teresa Laborde-Line abandonó su casa, tras ella dejó, observándola, aquella mujer que la contemplaba repleta de envidia.
Se refugió en el piso de Landru.
Y el día veintiséis, en un coche de alquiler, se dirigieron a Gambais.
Nunca más volvería a verse con vida a aquella mujer.
¿Qué sucedió realmente?
Henri-Désiré Landru tuvo que sostener una dura lucha consigo mismo durante todo el viaje. Conducía él; a su lado estaba Teresa; en los asientos traseros, el equipaje de ella… La miraba, ella seguía charlando, seguía riendo. Landru pensaba en lo diferente que hubiera sido su vida si un día ya lejano no hubiera tenido un hijo con su prima, si no se hubiera casado con aquella mujer, si hubiera conocido a Teresa cuando era joven… Todo habría resultado muy distinto a lo que era en realidad.
Ahora iba a conseguir cincuenta y siete libras. Un mísero botín.
Pero también necesitaba matarla, necesitaba interrumpir la vida en aquel cuerpo aún bello, cálido, repleto de una alegría que parecía eterna. El final de la viuda Cuchet y de su hijo significaron un brutal descubrimiento para él.
Matar se convirtió en una necesidad a pasos agigantados.
Y cuando llegaron a Gambais, a la casa, L’Hermitage, que se alzaba a trescientos metros de la vivienda más próxima, Landru estaba ya firmemente decidido a eliminar a Teresa Laborde.
Las sombras del atardecer empezaban a caer; en el amplio jardín, los árboles perdían sus sombras y se confundían las copas con la oscuridad.
Landru abrió la puerta y encendió las luces.
—Pasa, princesa; este será nuestro palacio.
El interior no estaba muy cuidado. Había capas de polvo sobre los muebles. Pero Teresa pareció no darse cuenta de la suciedad. Dio media vuelta y sus brazos se cerraron alrededor del cuello de Landru.
—Ferdinand, soy plenamente feliz… —aseguró.
Landru cerró la puerta y abrazó a la mujer.
—También yo, cariño… Tanto, que no me importaría morir, porque ahora ya conozco la felicidad.
—No hables de muerte, querido… —Ella le buscó los labios. Pero él rehuyó la caricia, y murmuró:
—No podemos olvidar la muerte, Teresa… Antes o después nos llega… —sus manos ascendieron hasta la garganta de ella—. A unos más pronto que a los otros… —siguió hablando, al tiempo que sus dedos acariciaban el cuello de Teresa.
—Ferdinand…, bésame, no digas estas cosas… Bésame…
—Sí, querida.
Él la besó… y apretó sus dedos. Las uñas se clavaron en la carne de Teresa, ella apartó los labios, interrumpió el beso, quiso gritar, sus ojos se desorbitaron… Abrió la boca, buscó el aire que faltaba en sus pulmones, sin encontrarlo… Se le doblaron las rodillas, sus ojos se cubrieron de lágrimas… Le parecía increíble lo que estaba sucediendo… Aquella fue la última idea que asaltó su mente; una densidad gris, que pronto se convirtió en negra, lo inundó todo.
Landru siguió apretando. Jadeaba, respiraba fatigosamente… El placer, el maravilloso placer…
Y cuando al fin la soltó, Teresa Laborde-Line estaba muerta. Cayó pesadamente, quedó a los pies de Landru, que la observó con atención.
—Querida…, querida… —musitó.
Landru se sentó en una silla; permaneció en ella durante más de media hora, contemplando el cadáver de Teresa. Sólo entonces se preguntó si no había cometido un error al matarla. Quizás hubiera sido preferible que siguiera con vida.
Al fin se levantó; cogió el cadáver por las manos y lo arrastró hasta los sótanos. Allí lo dejó sobre una larga mesa de mármol. Landru se sacó la americana, dobló las mangas de la camisa por encima de los codos, y entonces empezó la parte más macabra de su labor. Desnudó el cadáver; luego cogió una sierra y empezó a descuartizarlo.
Aquella noche realizó varios viajes hasta el cercano Oise, cuyas aguas discurrían plácidamente, rumbo al mar, a menos de cincuenta metros de la pared posterior de la casa. Arrojó al río los restos de Teresa Laborde-Line.
Luego limpió las huellas de su crimen.
Y sin dormir, cuando empezaba a amanecer, regresó a París en el automóvil alquilado.
Cuando llegó a su casa, estaba cansado, agotado. Y triste, profundamente triste, porque había terminado con una de las pocas ilusiones amorosas que la vida le había deparado. Él, que conoció a tantas mujeres, sólo fue capaz de amar a dos de ellas. Una fue Teresa Laborde-Line. Y murió.
La otra fue Fernande Segret. Y vivió. Quizás la segunda debía la vida a la primera.
Landru entregó las cincuenta y siete libras a su esposa.
—Una mala operación —comentó—. Hubiera debido de sacar mucho más dinero…
No añadió ninguna palabra más y se dirigió hacia la cama.
Durmió intranquilo. Fue una sensación angustiosa que ya nunca más volvería a experimentar, porque Henri-Désiré Landru seguiría matando, seguiría asesinando, seguiría consiguiendo unos miles de francos a cambio de vidas humanas…