La primera pregunta que Godofrey, el Fiscal, hizo al día siguiente fue directa y brutal.
—Señor Landru, antes de asesinar a la señora Cuchet y a su hijo André, ¿a cuántas mujeres asesinó?
Landru miró al Fiscal y sonrió.
—Me temo que su Señoría no haya dormido tan bien como yo esta noche —le replicó—. Y esto le hace formular preguntas absurdas. Ni asesiné a madame Cuchet, de la que guardo un grato recuerdo, ni nada sé de su paradero.
El presidente, Gilbert, miró al Fiscal.
—¿Alguna pregunta más?
—No, Señoría.
—Tiene la palabra la defensa.
Moro-Giafferi hizo una leve inclinación de cabeza dirigida hacia el tribunal y luego miró a su defendido.
—Señor Landru, acaba de afirmar que guarda un grato recuerdo de la señora Cuchet…
—Es cierto.
—Lo que me permite deducir que la conoció…, digamos, con cierta intimidad.
—Lo acepto. Pero no creo que esto sea motivo de ser juzgado como un criminal.
—Señor Landru, ¿puede explicar a la Sala cuál era el carácter de dicha señora?
—Sí. Muy nerviosa, muy inquieta… No se encontraba bien en ninguna parte y ambicionaba marchar, alejarse de todo. Muchas veces me había dicho que deseaba cambiar de país, ir a América del Sur, conocer nuevas gentes y nuevas tierras. Tenía un espíritu aventurero, y a veces yo le decía, sonriendo, y convencido de que con ello la halagaba, que había nacido mujer equivocadamente, que hubiera debido de ser un hombre para poderse dedicar a la Marina. Sí, hubiera sido un buen capitán de navío.
—Entonces, señor Landru, ¿está usted convencido de que la señora Cuchet se encuentra en algún lugar lejos de París?
—Plenamente. Nuestras relaciones, en los últimos tiempos, empezaron a naufragar. Yo he sido siempre un hombre tranquilo, de costumbres apacibles, y no podía aceptar el movimiento que ella intentaba imprimir a nuestra existencia. Además, yo estaba casado… Acabé separándome de dicha señora y no volví a tener noticias de ella hasta que la policía se empeñó en asegurar que la había asesinado.
—Señor Landru, una última pregunta, que prefiero formularla yo antes que el Ministerio Fiscal. Un día regaló usted a su esposa un reloj que había pertenecido a la señora Cuchet. ¿Puede explicar cómo llegó a su poder?
Landru hinchó el pecho, respiró profundamente y sonrió de nuevo.
—¡Ah!, el reloj, el famoso reloj… Sí, es cierto; el Ministerio Fiscal ha olvidado el tema, al que, por cierto, la policía ha dado mucha importancia… La señora Cuchet era mi amante y, como es lógico, quiso darme algún recuerdo personal, algo suyo y muy propio, íntimo. Nada mejor que el reloj… Todos sabemos que entre amantes…
—Singularice —le advirtió el Presidente del Tribunal.
—¡Oh!, perdón… Sí, su Señoría tiene razón. Procuraré no volver a utilizar el plural cuando me refiera a situaciones adúlteras. Como decía, es muy frecuente que en este tipo de situaciones cada uno quiera tener algo perteneciente a la otra persona… La señora Cuchet, que era viuda, decidió entregarme el reloj que su marido le regaló en el primer aniversario de su boda. Yo lo acepté encantado, porque era de oro. A cambio le di la aguja de corbata que llevaba, de plata, con una perla de imitación… Sí, una pieza muy bonita, pero que valía unos pocos francos. Cuando la señora Cuchet y yo nos separamos, pensé que devolverle el reloj era dar motivos para una nueva entrevista, y decidí que lo preferible era venderlo o regalarlo a mi querida esposa. Como que había hecho algunas buenas operaciones, opté por la segunda posibilidad… Y no me sorprendería que en estos momentos haya algún sudamericano que luzca muy orgulloso mi aguja de corbata… falsa —concluyó Landru.
—Nada más, Señoría. Creo que queda suficientemente aclarado el motivo por el cual el reloj de la señora Cuchet fue encontrado en poder de la señora Landru.
—Se abre la prueba testifical —anunció el Presidente—. El primer testigo.
La voz del ujier sonó en el exterior de la sala.
—¡Señora Alexandrine Friedmann!
Una mujer de unos cuarenta años, correctamente vestida, alta y delgada, avanzó hacia la Sala mientras los fotógrafos disparaban sus primeras placas.
Mientras, Landru recordaba a madame Cuchet. Realmente fue su primera víctima, y no había pensado matarla hasta que las circunstancias le obligaron a ello.
Unas circunstancias estúpidas, movidas por la ambición, pero que a él le parecieron repletas de lógica.
La conoció a través de los anuncios por palabras del periódico «Le Matin». «Viudo de cuarenta y tres años, gozando de una aceptable renta, espíritu inquieto, desea conocer señora de edad y posibilidades parecidas, con fines matrimoniales».
Era uno de los anuncios que por aquella época solía publicar. ¿Con cuántas mujeres había resultado efectivo? Era algo que sólo al principio supo, puesto que llevaba una contabilidad de lo que le costaba cada anuncio y una estadística de las cartas que recibía como consecuencia del mismo; su espíritu amante de los números le impulsaba a calcular exactamente la rentabilidad de los anuncios. Más adelante, cuando los resultados eran siempre positivos, se limitaba a contestar las cartas que le parecían interesantes, despreciando las restantes. De su correspondencia guardaba copias; pero llegó a cansarse de aquella labor y un día quemó su archivo en la estufa de «L’Hermitage».
La carta de Stephane Cuchet le interesó desde el primer momento:
«Distinguido señor: He leído con mucha atención el anuncio publicado ayer en el periódico “Le Matin” y al fin me he decidido a contestarle. Sé que el anuncio es sólo para mí y tengo la certeza de que antes o después debíamos conocernos. Hubiera sido preferible que este conocimiento hubiese llegado en nuestra juventud, por cuanto que tendríamos toda la vida por delante. Pero no me considero una mujer mayor, tengo treinta y nueve años y no he perdido la belleza de mi juventud. Soy viuda; mi marido me dejó hace once años; su recuerdo no es un lastre para mí por cuanto que no fui feliz con él. Tengo un hijo, un muchacho adorable, de dieciséis años, muy estudioso y sensato, que dentro de poco dejará de vivir conmigo para independizarse, cosa que deseo para él.
Le espero, caballero. Puede encontrarme en la Rue Monsigny, en el número 29; la tienda de lencería me pertenece. Por las mañanas es cuando menos trabajo tengo.
Me permito adjuntarle mi fotografía más reciente. Celebraré que sea de su complacencia.
Suya afectísima, Stephane Cuchet».
Landru observó la fotografía.
—Stephane, Stephane… —musitó.
Le gustaba el nombre. Y también el rostro que aparecía en la fotografía: ligeramente ovalado, ojos grandes de mirada limpia, labios gordezuelos. Y una piel sin arrugas. Cuarenta años bien llevados.
Landru dedicó aquella tarde a pasear por la Rue Monsigny. Observó la tienda de lencería, grande, con dos puertas. Contempló los escaparates y lanzó miradas al interior. No divisó a Stephane y esto le permitió observar un poco más detenidamente la tienda. Un muchacho se encontraba sentado tras el mostrador, leyendo un libro.
«Mi ahijado André», pensó Landru irónicamente.
Volvió a observar el edificio de la tienda. Después marchó al Registro de la Propiedad y comprobó a quién pertenecía toda la casa. Aquella misma tarde visitó al administrador de la finca, ofreciéndole una elevada cantidad por la compra de la tienda.
—Imposible, caballero. La viuda Cuchet la ocupa desde hace más de quince años, es una mujer muy atenta y amable, y ha pagado religiosamente las mensualidades.
Quince años, lo que significaba que la tienda estaba acreditada. Jamás un retraso en el pago, lo que indicaba que la viuda debía estar bastante bien situada.
Todo perfecto para él.
Y a la mañana siguiente empujaba la puerta de la tienda y se dirigía hacia la mujer que se hallaba recogiendo una lencería, plegándola cuidadosamente.
Ella le miró y sonrió. También él sonrió.
—¿Stephane Cuchet? —inquirió.
—Para servirle.
—Permítame que me presente, distinguida señora… Soy Jean Diard, ingeniero… He tenido el placer de recibir su carta contestando a mi anuncio en…
—¡Oh, es usted! —exclamó la viuda Cuchet.
Abandonó el mostrador, salió y se detuvo, contemplándole, como si le observara atentamente, sin que la sonrisa dejara de campear en sus labios.
Y al fin surgió en ella un comentario sincero.
—Maravilloso…
Le tendió la mano y Landru se la estrechó con fuerza.
—¡Cuánta razón tenía, Stephane, al decir en su carta que era lamentable que no nos hubiéramos conocido antes!… De haber sido así, tengo la certeza de que nuestra dicha hubiera sido total…
—Usted sabe expresarse mucho mejor que yo, señor Diard…
—¿Por qué no me llama Jean?… Le prometo llamarla Stephane.
—De acuerdo, Jean.
—¿Y por qué no tutearnos?
—Como quieras.
—Stephane, te seré sincero. Tengo cuarenta años y ahora empiezo a comprender que he perdido mi vida. Me quedan aún unos años buenos y quiero aprovecharlos a tu lado. Deseo quemar rápidas las etapas de nuestro conocimiento, de nuestra amistad…
—También yo, Jean…
Landru la atrajo. Y antes de que ella se percatara de lo que realmente pretendía, él la había besado en la mejilla.
—¡Jean!
—Stephane…
—¡Oh, Jean, Jean!… Quince años, quince largos años sin que un hombre me… me besara.
Él volvió a besarla, más cerca de los labios.
—Ya no lo podrás decir, Stephane…
Supo desde aquel momento, al percibir el leve temblor en las manos de ella, que había vencido en la conquista. Ahora sólo le faltaba conducir los acontecimientos, estudiar la situación, enterarse de la posición económica real de aquella mujer y aprovecharse al máximo. No podía perder demasiado tiempo; Landru se había estipulado una especie de sueldo, y cada día invertido en la conquista de una mujer tenía un precio que ella misma debía pagar. Y la viuda Cuchet no sería una excepción.
Aquella misma mañana, a las doce y media, conoció a André, el hijo de la viuda, que acababa de regresar del Liceo. Desde el primer momento Landru comprendió que tendría dificultades con el muchacho. Intentó ser amable con él, pero André apenas se mostró fríamente cortés. Landru comprendió que el muchacho estaba harto de conocer a amantes de su madre y que inmediatamente le había clasificado como a tal.
«Mejor, esto facilitaba la labor», pensó.
Aquella misma noche cenó con la viuda en un pequeño y coquetón restaurante, situado en una calle discreta.
—Por favor, que nadie nos vea… Si alguien se enterara… El recuerdo de mi difunto marido… —pidió ella varias veces.
—Somos libres, cariño. Los dos no tenemos responsabilidades, la vida comienza ahora para nosotros… —él empezaba a envolverla con sus frases, con sus atenciones.
Cenaron en un rincón del restaurante. Allí la abrazó por primera vez. Y después, en el coche que les conducía a casa de ella, él la abrazó y besó apasionadamente, sin encontrar la más mínima resistencia.
Cuando llegaron a su destino, Landru insistió para acompañarla hasta el piso; ella vivía en la segunda planta del edificio cuyos bajos estaban ocupados por la lencería.
Stephane Cuchet se resistió.
—Podrían vernos, Jean, compréndelo… No podemos ser tan locos, es nuestra primera salida…
—Stephane, lo que no podemos hacer es desperdiciar más horas. Ahora nos ha llegado el momento de disfrutar realmente, y tenemos que aprovechar el tiempo…
—Otro día, querido, otro día…
Tuvo que conformarse con besarla apasionadamente en la escalera del edificio.
Tres días más tarde, domingo, ella accedió a subir al estudio de Landru, un pequeño piso situado céntricamente, en una calle de mucho movimiento. Permanecieron allí cuatro horas, tiempo más que suficiente para que Landru pudiera empezar a tratar del tema que realmente le interesaba. Le habló de grandes posibilidades, de un buen negocio en una industria maderera que él había ayudado a montar como ingeniero.
—Es una situación realmente privilegiada, que yo no dudaría en aprovechar si tuviera dinero —afirmó, sin dejar de acariciarla.
—¿Si tuvieras dinero? —repitió ella, interrogadoramente, sorprendida—. ¿No eres ingeniero?
—Sí, querida…; pero he llevado una vida muy desarreglada, quiero que lo sepas, y he malgastado toda mi fortuna. Vivo de un sueldo, puedo satisfacer mis caprichos… Si estuviera casado, si tuviera un hogar, una mujer atenta y amable como tú, que me cuidara…, seguro que pronto lograría una fortuna que garantizara nuestro porvenir…
—Puedo ser esta mujer, Jean… Si tú quieres, claro.
Él la besó. No le dio una respuesta afirmativa, pero le dejó sobreentender lo que ella deseaba.
Diez días más tarde, en aquel pequeño piso, se prometían en matrimonio. Stephane estaba alegre como nunca al abandonar el nido de amor. Se sentía satisfecha y consideraba que el destino, ¡por fin!, se había decidido a favorecerla.
Landru la dejó en su casa. Después, a pie, regresó a la suya, donde le aguardaba su esposa y su hijo. También él se sentía satisfecho porque todo marchaba bien; había lanzado el cebo y Stephane iba a responder tragándoselo.
Dos días después la viuda Cuchet le propuso invertir dinero en el proyecto del ingeniero. Landru aceptó encantado.
—¿Cuánto tienes?… Y perdona por la pregunta tan directa, cariño. Ya sabes que no me gusta hablar de dinero…
—Invertiremos diez mil francos.
—No será suficiente… Con veinte mil podríamos…
—Jean, vida mía, los tengo, y un poco más; pero tenemos que pensar en los muchos gastos que nos caerán encima cuando nos casemos…
—Sí, tienes razón… Stephane, eres la mujer más previsora del mundo.
Bien, tenía diez mil francos y la posibilidad de conseguir diez mil más. Total, veinte mil, lo cual significaba una pequeña fortuna que le permitiría vivir desahogadamente durante un largo año.
Sin embargo, sucedió algo que no esperaba. Cuatro días más tarde, cuando paseaba apaciblemente del brazo de la señora Laborde-Line, una brasileña afincada en París y a la que había conocido a través de la sección de correspondencia de un periódico matinal, André se detuvo de repente ante ellos. Landru, que estaba preparando ya la oportunidad siguiente a la viuda Cuchet, quedó perplejo. Miró al muchacho con dureza. Los dos no intercambiaron ninguna palabra, André se apartó de su camino y Landru sintió las pupilas del adolescente clavadas en su espalda. En el fondo, salió bien librado del encuentro, puesto que en su relación con la señora Laborde-Line utilizaba el apellido Cuchet. Landru demostró siempre a lo largo de su carrera criminal una imaginación muy endeble en lo referente a los apellidos. Utilizó en muchas ocasiones el nombre de sus víctimas para presentarse; en otras buscó apellidos extraños, lo que facilitaba el que fuera recordado. Cuando se instruyó sumario contra él, la multiplicidad de nombres y el que muchos de ellos coincidieran con los de sus víctimas motivó un enorme confusionismo que en más de una ocasión le favoreció.
Landru regresó aquella noche a su casa y decidió esperar el golpe procedente de André. Sin embargo, cuando al día siguiente fue a ver a su amante, comprendió que André no había dicho nada a su madre.
Al dirigirse hacia su casa se sintió observado. Cambió de dirección y se encaminó hacia su piso; al doblar una esquina miró aparentemente distraído tras él y divisó a André, que le seguía.
Permaneció en su piso hasta la tarde siguiente. A primera hora recibió la visita de Alexandrine Friedmann, una mujer seca y adusta.
—Caballero, y utilizo este calificativo por mera fórmula, permítame que me presente: soy Alexandrine Friedmann.
—No tengo el honor de conocerla.
—Pero sí conoce a mi hermana Stephane Cuchet. Adquirió el apellido con el matrimonio y ha seguido utilizándolo.
—¡Ah!, comprendo… ¿Qué desea? ¿En qué puedo servirla?
—En algo muy simple; deje a mi hermana, no vuelva a acompañarla nunca más, olvídese de ella.
Landru la miró como si no comprendiera la petición.
En aquel momento llamaron a la puerta. Habían penetrado en el pequeño despacho de Landru y este se dirigió a abrir.
—Perdóneme. Será un momento.
Una mujer se equivocaba de piso; buscaba a una persona que vivía en la escalera. Interrogó a Landru, le entretuvo un par de minutos, que fueron tiempo más que suficiente para que Alexandrine Friedmann, sin ningún temor, registrara el cajón central de la mesa del despacho. Encontró cartas amorosas dirigidas a otras mujeres y para ella todo quedó claro. Cuando Landru regresó, se excusó.
—Lamento la interrupción, señora Friedmann… ¿Decía?
—Que dejara a mi hermana. Y espero que así lo hará, porque de lo contrario me veré obligada a tomar otras medidas. Ella necesita tener un hombre a su lado, y así ha sido siempre. Todos la hemos comprendido y excusado, pero ahora la situación es diferente; como que quiero evitarle problemas a ella y a usted, considero que lo mejor es que no vuelvan a verse.
—¿André? —inquirió Landru lacónicamente.
—Sí. También él teme por su madre.
—Comprendido, señora… ¿Me permite que la acompañe hasta la puerta?
Al día siguiente, Landru visitó a la viuda Cuchet.
—Cariño, he tenido trabajo, mucho trabajo… Y deberé estar cinco días fuera, encanto —aseguró.
La viuda aceptó a regañadientes la separación. Landru subía ya al piso de Stephane y se movía como si fuera el verdadero propietario de la casa. Abrió la alacena y sacó la botella de Madeira y dos copas.
—Brindemos por nuestra corta separación, amor —propuso.
—Bueno, Jean… Es el vino favorito de André. Bebe una copa después de cada comida.
Landru ya lo sabía. Actuó discretamente, llenó las dos copas y volvió a dejar la botella en su sitio; quedaba sólo el vino suficiente para medio llenar un vaso.
Al día siguiente André no pudo acudir al Liceo. En el momento en que se disponía a salir de la casa, cayó al suelo, jadeando. El médico que acudió, un hombre ya mayor, que rozaba los sesenta años, que vivía en la casa inmediata, dictaminó que el muchacho acababa de sufrir un fallo cardíaco.
André vivió dos días entre la vida y la muerte, prácticamente sin recibir asistencia, consolado por su madre. Y luego se recuperó muy rápidamente. Nadie pensó en la posibilidad de que hubiera sido envenenado.
Cuando Landru regresó de su viaje, encontró a Stephane preocupada y nerviosa.
—André me ha dado un susto… Ha sido terrible. Durante dos días pensaba que se iba a morir a cada momento. Pero ahora ya se encuentra perfectamente bien…
—Cosas de muchachos. Nada grave, supongo —replicó Landru con una visible contrariedad que Stephane creyó que era preocupación.
—Ha quedado un poco débil. Él dice que se encuentra bien, pero yo creo que aún no del todo.
—Tengo una idea… Ya sabes que poseo una pequeña casita en Vernouillet; allí el clima es seco, el ambiente agradable. Podemos pasar una semana, preparando nuestra boda, por ejemplo.
Stephane sonrió.
—Eres un pícaro…, pero acepto.
Planearon la salida para el lunes siguiente. Le quedaron aún días suficientes a Landru para conseguir sacarle a la viuda diez mil francos. Luego la convenció para que le firmara una autorización notarial para que pudiera disponer de sus fondos; quería comprar una casita en las afueras de París, un lugar donde su existencia, según Landru, transcurriría agradable y tranquila.
Para Stephane fue difícil imponer su voluntad sobre André. El muchacho se resistió, pero acabó aceptando, pensando que quizás durante aquellos días encontraría el momento propicio para descubrirle la verdad a su madre. La veía ilusionada y lamentaba de antemano el desengaño que iba a ocasionarle.
El lunes emprendieron la marcha hacia La Loge, la propiedad que tenía Landru en Vernouillet. Los diez mil francos de Stephane se encontraban ya en su poder; ahora tenía prisas para conseguir los diez mil restantes.
El mismo lunes Stephane Cuchet y su hijo André habían ya muerto. El muchacho fue el primero en morir.
Le acompañó al segundo piso de la casa.
—Dormirás arriba… Vamos, te enseñaré tu habitación. —Le condujo por la escalera, luego atravesó, seguido por André, el largo pasillo. Empujó la puerta.
—Adelante.
André penetró. Y Landru, al mismo tiempo, cogió un martillo que el día anterior, en una rápida visita a la casa, colocó tras la puerta. Alzó el pesado martillo… André dio media vuelta en aquel momento… Quiso gritar, pero no pudo; el golpe fue brutal, y el martillo pareció clavarse en su cabeza. Se desplomó sin un grito, sin un gemido. Landru actuó rápidamente; envolvió la cabeza del muchacho con una sábana que arrancó de la cama, y siguió golpeándole hasta que tuvo la certeza de que estaba muerto. Cerró la habitación y regresó en búsqueda de Stephane.
La encontró en el comedor, contemplando el amplio jardín a través del ventanal.
—Bonita casa, Jean.
—Celebro que te guste.
—¿Y André?
—Arriba, en su habitación… Estaba colocando su ropa en el armario cuando le he dejado.
Landru se acercó a la mujer. Cogió uno de los cordones de la cortina y pareció jugar con él.
—Cariño, vida mía, Stephane…
Se situó tras ella.
—Te adoro, te quiero…
Y entonces, en un gesto rápido, cerró el cordón alrededor de la garganta de la mujer y apretó con todas sus fuerzas. Stephane desorbitó los ojos, su boca se agrandó buscando con desespero el aire que de repente había dejado de llegar a sus pulmones…
Siguió sujetando a Stephane durante tres largos minutos. Y cuando al fin abrió su presa, la mujer cayó al suelo, sin vida. Llegaba la parte más salvaje y macabra de aquel doble asesinato; Landru, fríamente, sin inmutarse, arrastró a Stephane hasta los sótanos del edificio. Después fue en busca del cadáver de André.
Allí, en la penumbra, descuartizó los restos. Los colocó dentro de un barreño, y con un soplete inició la labor de quemarlos. Un pesado hedor se extendió por todo el edificio.
Al amanecer, Landru cavó un hueco en el jardín y enterró los pocos restos calcinados. Había desaparecido el cuerpo del delito. Lo único que no destruyó fue el reloj que Stephane llevaba, una hermosa pieza de oro.
Regresó inmediatamente a París, a su casa. Le aseguró a su esposa que había realizado una buena operación, y la obsequió con el reloj. Aquella noche se mostró amable con ella.
Este fue el final de la viuda Cuchet y de su hijo, un final que Landru negó obstinadamente. En el juicio, uno de sus más encarnizados y fieros enemigos fue Alexandrine Friedmann, la hermana de Stephane.
Preguntada por Godofrey, el Fiscal, acusó a Landru.
—Este hombre asesinó a mi hermana y a mi sobrino. ¡Él es el culpable de su desaparición! —aseguró, señalando a Landru, que permaneció inmutable, tranquilo.
Relató su breve entrevista con el acusado, lo que descubrió al registrar el cajón de su despacho. Alexandrine se mostró nerviosa y furiosa al mismo tiempo.
Cuando terminó el interrogatorio del Fiscal, fue Moro-Giafferi, el defensor, quien se enfrentó con ella.
—Señora, ¿por qué no comunicó a su hermana lo que descubrió? —le preguntó.
—No lo creí prudente.
—Y, sin embargo, sí creyó aconsejable enfrentarse con el señor Landru.
—Por esto lo hice.
—¿Puede aclarar sus relaciones con su hermana?
—No comprendo.
—Señora Friedmann, usted y su hermana apenas se hablaban, ¿no es cierto?
—No totalmente.
—Dicho de otra manera —insistió el defensor—, usted y su hermana tenían épocas en las que permanecían distanciadas.
—Sí.
—¿Por culpa de quién?
—De ella. Le gustaban demasiado los hombres y yo siempre consideré que no sabía llevar con dignidad su estado de viudedad.
—Además, había cosas en ella que no comprendía, ¿no es cierto? Me refiero a su afán de aventura, a sus deseos de viajar…
—Sí.
—Y usted opinaba que la tienda era un buen negocio, que debía quedarse en París…
—Sí, ¡claro que sí! ¡Y era un buen negocio!
—Señora Friedmann, ¿ha visto usted, por casualidad, el cadáver de su hermana y de su sobrino?
Alexandrine parpadeó, sorprendida.
—No, claro que no…
—¿Y puede asegurar que ella está muerta?
—¡Sí! ¡Y la asesinó Landru!
—Señora Alexandrine, ¿dudaría de mi palabra si yo le asegurara que su hermana y su sobrino viven en Méjico?… ¿Dudaría de mi afirmación?
La mujer no supo contestar. Permaneció muda, silenciosa, con la mirada clavada en el abogado.
—Señora Friedmann, ¿por qué no reconoce que no está segura de si su hermana vive o ha muerto?… ¿No cabe la posibilidad de que viva en cualquier otro país y se haya olvidado de toda su familia…?
La mujer siguió muda.
—¡Señora Friedmann, usted sabía que ella quería marchar de París, sabía que usted y ella no se entendían bien…, pero prefiere inculpar de la desaparición a un hombre inocente que reconocer que Stephane Cuchet marchó sin despedirse de usted!… ¿No comprende lo absurdo de su posición?… ¿No comprende que sin el cuerpo del delito no puede imputarse el crimen a nadie?… Nada más, Señoría, he terminado…
Alexandrine Friedmann quedó anonadada, temblándole las manos, enrojecido el rostro, con la sensación de haber hecho el ridículo más espantoso de su existencia.
—Retírese —ordenó el Presidente del Tribunal.
Abandonó el estrado de los testigos y atravesó la sala. Sus ojos se cubrieron con las lágrimas que la furia y la impotencia hicieron nacer en ella.
Landru la vio alejarse con la sonrisa de la satisfacción curvando sus labios. Luego intercambió una mirada con su abogado e hizo oscilar levemente su cabeza en un gesto aprobatorio.
El examen del primer testigo se cerraba con un saldo favorable a Henri-Désiré Landru. Y estaba convencido de que si seguía negando los hechos y contaba con la habilidad de su abogado defensor, se libraría de una sentencia a muerte.
Viviría… entre rejas, pero alcanzaría el final de su vida. Un triste final para un hombre como él, acostumbrado a gozar del favor de las mujeres, acostumbrado a tener siempre en el bolsillo los cien francos necesarios para cualquier aventura amorosa…