—Levántese el acusado Henri-Désiré Landru.
La orden la pronunció M. Gilbert, Presidente del Tribunal Penal de Versalles, donde se iniciaba el juicio contra el asesino que pasaría a la historia del crimen como «Barba Azul».
Era el ocho de noviembre de mil novecientos veintiuno. Una mañana fría, de cielo azul pálido, sin nubes, con el sol convertido en un objeto difuminadamente redondo colgado del cielo.
La sala estaba atestada.
Periodistas llegados de París, de todas las capitales de Europa, algunos representando agencias de noticias americanas, se habían disputado el poco espacio disponible.
Los fotógrafos disparaban placas constantemente contra el acusado. Excepcionalmente se había concedido el permiso correspondiente para que pudieran fotografiar lo que sucedía en la Sala. El país atravesaba unos malos momentos; el triunfo conseguido en los campos de batalla se estaba convirtiendo en algo desfavorable alrededor de la mesa de la Conferencia de la Paz, en la que los políticos habían puesto la esperanza de provechosas tajadas para la nación. Interesaba un tema que atrajera la atracción del público, que distrajera a los lectores, que ocupara las primeras páginas de los periódicos, y por esto no se dudó en permitir que se hicieran fotografías.
Landru hacía más de dos años y medio que había sido detenido estúpidamente, según le gustaba definir a él mismo. Y el transcurso de aquellos treinta meses fueron suficientes para convertirle en un personaje popular, que gozaba de las simpatías del pueblo. Se había creado una falsa personalidad, un segundo Landru, aureolado gracias a la prensa y a la multitud de anécdotas que corrían acerca de su persona, en un hombre secretamente admirado y envidiado por muchos; un hombre capaz de vivir sin trabajar, capaz de conquistar a todas las mujeres que se cruzaron en su camino.
¿Qué tenía aquel hombre para lograr despertar el amor en mujeres que no habían sido capaces de amar hasta el momento en que le conocieron?
¿Acaso apostura?
No; Henri-Désiré Landru no era un hombre apuesto, no era un individuo de rostro agradable, no poseía una figura bien proporcionada.
Ahora, de pie, centradas todas las miradas en él, inmortalizándole los fotógrafos, podía observársele perfectamente. Era bajo; no alcanzaba la estatura normal. Completamente calvo, salvo en los parietales, donde surgía una cuidada melena profundamente negra. La piel de su cabeza brillaba como si estuviera engrasada. Una mancha amarronada, como si fuera producto de una enfermedad venérea, sombreaba su coronilla.
Sus cejas eran cortas y muy amplias, muy pobladas. Bajo ella, los ojos muy hundidos, en cuévanos. Unos ojos pequeños, negros y brillantes, destellando una indudable inteligencia. Y sobre las cejas, una amplia frente, una frente que había sido siempre amplia, incluso cuando el pelo cubría su cabeza.
Utilizaba barba, frondosa, cuidada. Y un bigote que avanzaba desafiante, retador, que se complacía en atusarse. Durante el juicio, Landru se entretuvo horas y más horas retorciéndose las guías de su bigote.
Era delgado; su peso rozaba los sesenta kilos. Vestía con un indudable cuidado, con un cierto atildamiento…
Sus gestos eran enérgicos. Sus manos, sin asperezas, blancas. Manos propias de un hombre que jamás había trabajado.
En definitiva, un hombre vulgar, un ejemplar humano que con muy pocas variantes uno podía cruzarse diez veces cada día en París. Nada especial en él… Y sin embargo, gozaba de un éxito con las mujeres que hacía que los hombres le envidiaran y que las mujeres se sintieran atraídas por aquel extraño ser. Landru, durante el tiempo que permaneció en la cárcel, se vio asediado por más de treinta cartas diarias, firmadas casi todas ellas por mujeres que le declaraban su amor. Landru no podía contestar… y al leerlas sonreía pensando que estaba perdiendo maravillosas oportunidades. También recibió cartas procedentes de hombres, misivas cínicas; se conserva una de ellas en el Museo de Criminología de la Santé, firmada por un poco comprometedor Dupont, escrita en tinta roja, con un dibujo de una calavera y dos tibias cruzadas bajo ella. «¿Por qué no conoció a mi mujer, querido Henri-Désiré? Hubiera sido una inmensa suerte para mí, ya que supongo que en estos momentos sería un hombre completamente libre. Ella tiene dinero, pero yo he llegado ya a la conclusión de que el dinero no significa casi nunca la felicidad. Habría ganado unos veinte mil francos borrando a mi mujer de este mundo, Landru. Fue una gran oportunidad que usted y yo nos perdimos. Reciba un cordial abrazo de su admirador, Dupont».
En París se cantaban canciones relativas a Landru. En los escenarios se le imitaba. Corrían de boca en boca chistes sobre aquel hombre. Y sus comentarios, sus réplicas, sus chistes llegaron hasta los últimos rincones de Francia al principio y acabaron extendiéndose después por toda Europa.
¿Qué tenía Henri-Désiré Landru? Era preciso reconocerle una indudable inteligencia, que le hacía mostrarse siempre certero y audaz, irónico y cauto. Siempre decía lo que quería decir, jamás cometía un error, nunca incurría en una contradicción; y cuando lo deseaba, lanzaba una saeta envenenada que era recogida por los periodistas y difundida. Tenía, también, un cierto amaneramiento, dulce y empalagoso en muchas ocasiones. Sabía rodear a las mujeres de una apariencia de cortesía, conocía el arte de tratarlas. A Landru le bastaba una conversación de pocos minutos para saber si conseguiría imponer su voluntad; si la respuesta que se daba era positiva, seguía adelante hasta las últimas consecuencias. Si era negativa, se retiraba con una sonrisa en los labios.
—¿Acepta la culpabilidad de los once crímenes cometidos? —le preguntó Gilbert, el presidente.
Los ojos de Landru lanzaron un destello irónico. Brilló la burla en ellos. Y su voz, potente, seca, serena como siempre, restalló insultante al decir:
—Permítame, Señoría, que exprese mi más enérgica protesta por acusarme sólo de once crímenes. En los dos años y medio que la policía se ocupa de mí, y con todo el dinero que se ha invertido en montar este tinglado que sólo pretende denigrarme, creo que es ridículo imputarme once crímenes. La policía hubiera quedado mejor ante los contribuyentes si me acusara de un centenar.
—Limítese a contestar sí o no.
—Soy inocente, Señoría. Y usted y yo lo sabemos.
—¡Siéntese!
—Gracias.
Los periodistas tomaban notas taquigráficamente; Landru, desde el primer momento, demostraba que seguiría siendo el histrión de siempre. Y también el hombre duro, dispuesto a librar la gran batalla de su vida.
—El Ministerio Fiscal tiene la palabra.
Godofrey, el Fiscal, inclinó la cabeza y miró al acusado.
—Con la venia… Señor Landru, nació en París…
—No creo que esto se considere un crimen —le cortó rápido.
—¡Limítese a contestar! —le ordenó el Presidente.
—… en el año 1869, ¿no es cierto? —siguió el Fiscal.
—Lo he declarado miles de veces; consta en el sumario.
—Su padre, Marcel Landru, trabajaba en las Fundiciones Vulcano…
—Tenía esa mala costumbre —apostilló Landru.
—… y se suicidó el 28 de enero de 1910, ¿no es cierto?
—Murió dicho día —reconoció Landru.
—¿Se suicidó?
—Sostengo que no.
—Y el culpable de su suicidio fue usted. ¿No es cierto que con su conducta desordenada su padre consideró que la muerte era una liberación?
—Siempre es una liberación la muerte… Estaba alejado de mi familia cuando sucedió aquella desgracia; ignoro si mi padre atravesaba tan graves problemas que le impulsaron a un acto desesperado. Yo siempre he creído que fue un lamentable accidente…
Landru recordaba los restos de su padre. Apareció destrozado en la vía del ferrocarril París-Lyon. Irreconocible, convertido en una piltrafa ensangrentada. Le reconoció por una medalla que llevaba siempre colgando del cuello. Y por la cicatriz de la cara interior de su pierna derecha. Hacía años que no había visto a su padre; no podía asociar aquellos restos con el recuerdo que conservaba de él.
La investigación judicial dictaminó que había sido un suicidio. Los que le conocieron íntimamente opinaban lo mismo. Los que sólo le conocían superficialmente creían que debía achacarse al Destino, a la desgracia, aquel accidente que calificaban de estúpido e incomprensible.
El Fiscal Godofrey siguió el interrogatorio.
—¿No es cierto que su madre falleció a principios del mismo año?
—Sí. No pude asistir a su entierro.
—Murió loca, ¿no es cierto?
—Estaba internada en un centro hospitalario… Si el dinero que han gastado en intentar inculparme todos estos asesinatos se hubiera invertido en clínicas y…
—¿No es cierto que enloqueció a consecuencia de los disgustos que usted le dio? —le cortó el Fiscal.
—Rotundamente, no. Amé mucho a mi madre.
—Pero no asistió a su entierro, ¿no es cierto?
—No pude.
—¿Por qué?
—El Estado me había invitado a pasar una temporada en un balneario y no podía abandonarlo.
—Con otras palabras, que estaba en la cárcel.
—Sí… Fue una injusticia. Otra injusticia —recalcó Landru.
—Pero no era la primera vez.
—Tampoco las injusticias son únicas —replicó Landru.
—En el año 1900 ingresó en la cárcel, condenado por fraude.
—Un error.
—Y allí intentó poner fin a su vida.
—Otro error.
—Sí, seguro; fue un error el que no lo consiguiera… En 1904 ingresó en la cárcel para dos años. Y en 1906 ingresó para trece meses. Y en 1908 sufrió una condena de dos años.
—Los negocios marchaban mal —arguyó Landru.
—¿Qué negocios?
—Los de compra-venta… Siempre he sido anticuario, experto en muebles artísticos y de ocasión.
—En 1914 la policía le buscaba por varios delitos de estafa, ¿no es cierto?
—Lo ignoraba hasta que la misma policía me lo dijo.
—Y fue condenado, en ausencia, a cuatro años de reclusión y a deportación perpetua a Nueva Caledonia, ¿no es cierto?
—Algo de ello he oído comentar… Perdí una oportunidad para viajar, cosa que siempre me ha complacido.
—El delito por el que fue juzgado consistió en una estafa de quince mil francos, ¿no es cierto?
El Fiscal seguía el interrogatorio con voz imperturbable, casi sin prestar atención a las respuestas, como si se limitara a preguntar sin interesarle lo que le contestaran, sólo pretendiendo un breve resumen de la vida criminal del asesino. A veces lanzaba miradas a los nueve miembros del Jurado; leves parpadeos indicando que prestaran atención. Era el primer día de la vista, se iniciaban los primeros asaltos, los primeros contactos. Quedaban muchas jornadas para entrar más de lleno en el asunto.
Landru hizo un gesto afirmativo.
—Sí, creo que fueron quince mil francos… Pero me limité a estafarla, no a asesinarla.
—¿A quién se refiere?… ¿Acaso a madame Izore?
—Sí… ¡Oh!, era una mujer muy agradable, muy culta, muy inteligente… Una mujer fuera de serie. Yo tenía su edad, quizá un año más; cuarenta y uno. Pero ella parecía mi hija…
—Puede evitarse los halagos, señor Landru. Madame Izore no se encuentra en la Sala ni comparecerá a declarar —le cortó el Fiscal.
Landru sonrió. Y por un instante estuvo tentado a decir lo que realmente opinaba de aquella mujer.
La conoció en Lille, pequeña ciudad provinciana, y con ella empleó por primera vez un sistema que más tarde utilizaría de manera machacona: la prensa.
Redactó un anuncio: «Caballero de cuarenta años busca esposa afectuosa que quiera compartir con él vida apacible y moderada. Buena cultura, cargo de responsabilidad y futuro asegurado». Firmó el anuncio con su nombre, un error que ya no cometería en el futuro, y lo hizo publicar en la sección de «Corazones solitarios».
Dos semanas después miraba atentamente la respuesta que había recibido. Observó la letra redondeada, las líneas perfectamente mantenidas, la verticalidad perfecta de las laterales. Ni una sola falta de ortografía. Una cierta corrección de estilo que indicaba cultura. La carta estaba escrita en papel impreso, lo que permitía deducir una posición desahogada.
Landru contestó a la carta.
«Mi querida señora: Con verdadera emoción acabo de recibir noticias de usted; las primeras noticias. Tengo la certeza de que no serán las últimas. Pienso estar con usted el próximo domingo; será un placer disfrutar de su compañía, y celebraré que no exista ningún inconveniente para que comamos juntos».
Seguía la carta con frases lisonjeras y acababa pidiéndole que ella le esperara en la estación. Incluía una fotografía para que ella pudiera reconocerle.
«Hasta el próximo domingo, a las once de la mañana. Considere, respetada señora, que no haré otra cosa que pensar en usted durante estos días. Sé que nos aguarda la felicidad cuando nos reunamos.
Reciba mis mejores muestras de respeto.
Su atento y rendido admirador, H. D. Landru».
A las once en punto de la mañana Landru descendía del tren en la estación de Lille y su mirada recorría el andén. Buscó a su primera víctima, a la que aún no consideraba de aquella manera, y creyó que madame Izore no había acudido a la cita.
—¡Henri-Désiré!
Se revolvió. Y sintió un escalofrío.
—Soy yo, Charlotte… Tú eres Henri-Désiré, seguro…
Landru hizo un gesto afirmativo con la cabeza. Lo único que de aquella mujer no le desilusionó fueron las joyas que lucía. Lo demás resultaba todo negativo; aparentaba diez o quince años más de los que aseguraba tener. Había perdido las formas de la juventud y de la madurez, adquiriendo las de la vejez.
Charlotte Izore sonreía intentando curvar sus labios con un cierto encanto, y logrando sólo dibujar una mueca amarga, propia de la mujer que ha sufrido mucho, demasiado.
Landru le besó la mano y la saludó con una reverencia versallesca.
—Querida Charlotte, es un verdadero placer conocerte. ¿Puedo decirte que la realidad mejora cualquiera de las muchas fantasías que he hecho sobre tu persona?
—Puedes, puedes, Henri… Te llamaré Henri a partir de ahora.
—Y yo, Charlotte.
Abandonaron la estación. Un coche les condujo a casa de madame Izote. Vivía en las afueras de Lille, en una gran mansión que complació a Landru.
Pronto supo que Charlotte vivía sola, que era viuda, que su vida matrimonial discurrió por cauces poco placenteros, que el matrimonio no tuvo hijos… Vivía en compañía de un viejo mayordomo y dos sirvientas.
—Tengo un gran hueco en mi existencia, querido Henri… Ningún hombre ha sabido colmarlo.
—Yo lo conseguiré —aseguró Landru.
Comieron en el jardín. Y dos horas más tarde, en el invernadero, al que la viuda le había conducido para mostrarle sus plantas cultivadas amorosamente, Landru la besó por primera vez. Se sorprendió al hallar en los labios de ella mucha más pasión de la que pudo imaginar.
A las siete de la tarde se despedían en la estación.
—Vendré a verte el jueves —le prometió ella—. Tengo un pequeño piso en París, en los bulevares… Hace tiempo que no estoy allí. Mandaré a una de las criadas para que lo limpie y si tienes tiempo viviremos unos días inolvidables.
—Para ti tendré todo el tiempo que sea preciso.
A mediados de semana se reunieron en París. Landru, que se había presentado como un alto empleado del Ministerio del Exterior, aseguró que a la semana siguiente debía partir para una delicada misión diplomática y que se le habían concedido tres días de permiso. Los pasó en el piso de madame Izore, comprobando repetidas veces que su vieja amante era una de las mujeres más apasionadas que había conocido.
Cuando se separaron, sin que Landru le permitiera que ella le acompañara hasta la estación, alegando su condición de diplomático, la viuda lloró apoyada sobre su hombro.
—Volveré, cariño, volveré… Dentro de quince días comeré de nuevo contigo en tu casa de Lille —le aseguró—. Pero ahora, el deber me llama, la patria me reclama…
—¿Pensarás en mí? —inquirió ella, con voz mimosa.
—Jamás podré olvidarte, amor.
Se besaron otra vez. Y Landru, satisfecho por la marcha de aquel negocio, regresó a París, a su casa, junto a su esposa. Dos semanas más tarde volvió a Lille. Llamó a la puerta, le recibió el mayordomo… Y Charlotte, que se encontraba en la habitación inmediata, salió corriendo, abrazándole, besándole.
Fue un tierno reencuentro. Landru ya tenía un plan muy concreto y definido, y no perdió la oportunidad. Planteó la operación después de la comida; sentados en el sofá, ante el ventanal, viendo el jardín a través de los cristales, el brazo de Landru sobre los hombros de ella, tanteó el terreno.
—Ha sido un viaje muy interesante… Charlotte querida, no puedo decirte dónde he estado, es un secreto de Estado; pero te aseguro que hay grandes posibilidades de hacer magníficos negocios… Con mi posición, con las relaciones que he hecho, si tuviera dinero triplicaba el capital mensualmente.
Charlotte Izore sintió que un escalofrío recorría su cuerpo, y no era motivado por el contacto de Landru. La idea de triplicar mensualmente una cantidad era algo que le entusiasmaba. Miró a su amante.
—¿Es posible?
—Sí, cariño… Es un negocio que debe realizarse con mucho cuidado. Bastan quince mil francos; al mes, hay cuarenta y cinco mil. Y la cantidad se sigue dejando, hasta acumular varios millones en muy poco tiempo… Claro que a cambio yo debo facilitar cierta operación con nuestro Gobierno, pero se hará igualmente. Quiero decir que no traicionaría a nuestro país… Lo lamentable es que no tengo los quince mil francos; ya sabes, los sueldos del Estado no son muy generosos…
—Por el dinero no debes preocuparte, Henri… Te lo daré yo. Y estos quince mil serán la base de nuestra fortuna, ¿comprendes?… Será algo que habremos conseguido nosotros, algo que nos pertenecerá…
—Charlotte, casi no me conoces.
—Te conozco mucho más de lo que piensas… Henri, eres un hombre magnífico…
—Y tú, adorable, Charlotte —Landru le cerró los labios con un beso.
Aquella noche no regresó a París. Se quedó en casa de la viuda y ambos vivieron una noche apasionada. Landru tuvo que hacer verdaderos esfuerzos porque Charlotte era una mujer envejecida, que no le interesaba en su aspecto físico; pero estaban en juego quince mil francos y este sólo pensamiento le dio renovadas energías.
A la mañana siguiente se dirigieron los dos a la Sociedad de Banca de Lille. Allí Charlotte sacó los quince mil francos y se los entregó a Landru. La primera idea había sido hacerle una transferencia a la cuenta de Landru en París, pero él no aceptó.
—Compréndelo, querida mía, como empleado del Estado debo tener un cierto cuidado… Un ingreso de esta cuantía en mi cuenta corriente podría llamar la atención… Se sospecharía algo y quizá se realizaría una investigación…
Partió de Lille con los quince mil francos en su maletín de viaje.
—El domingo volveré a tu lado, Charlotte… Serán unos días de tortura, de ansias de estar juntos…
—También yo sufriré, Henri.
Agitó su pañuelo desde la ventanilla del tren. Y Charlotte quedó en la estación, los ojos cubiertos por la capa acuosa de las lágrimas.
Nunca más volverían a verse.
Godofrey, el Fiscal, le interrogó acerca del paradero de los quince mil francos.
—¿Qué hizo con aquella fortuna? —inquirió.
—Vivir —fue la simple respuesta.
—Y alquiló un par de casas, ¿no es cierto?
—Sí; una en Vernouillet, llamada «La Loge», y otra en Gambais, llamada «L’Hermitage».
—¿Por qué dos casas, señor Landru?
—¿Y por qué no, señor Fiscal? Siempre me ha complacido el campo, la naturaleza, y las dos casas están situadas en parajes completamente diferentes y en cada momento decidía cuál era el tipo de paisaje que necesitaba.
—Y sin embargo, lo que realmente le movió a alquilar las casas era utilizarlas para asesinar, ¿no es cierto?
Landru sonrió.
—¿Otra vez insiste en el tema, Señoría?… Bien, haga lo que quiera. Si puede probar que es cierta su afirmación, le aseguro que seré el primer sorprendido.
—¿Qué dijo su esposa cuando supo que alquilaba dos casas?
—¿Por qué tenía que opinar? Señoría, mi criterio siempre ha sido creer que la mujer es un ser admirable, pero inferior; ella debe limitarse a obedecer, y esto es lo que hizo mi querida esposa siempre.
—¿Querida esposa… y la abandonó en 1917?
—Señoría, esto es algo privado… Y si no me equivoco, no se me está juzgando por abandono del hogar conyugal…
Landru se había casado con una prima suya, mademoiselle Remy, en 1893. Tenía un hijo con ella desde dos años antes; la boda se celebró una triste mañana, a primera hora. Asistieron sólo sus respectivos padres.
¿Amó realmente Landru a su mujer? Quizás la respuesta sea que no; sin embargo, supo respetarla veinte años. Convivió con ella, se mostró siempre atento y servicial, y lo único que le exigía era que no se inmiscuyera en su vida. Su mujer creía que Henri-Désiré se dedicaba a negocios de compra-venta, que era un anticuario y su profesión le obligaba a realizar frecuentes viajes por los pueblos del país en busca de piezas raras.
Landru aprovechaba las ausencias para otra clase de negocios. Y cuando regresaba, lo hacía con un buen puñado de francos en el bolsillo, contento y satisfecho, plenamente feliz.
Todo permite suponer que sólo Fernande Segret, a la que conoció en 1917, supo despertar el amor en el corazón de aquel asesino sin entrañas. Por Fernande abandonó su mujer, lo dejó todo… menos el sistema de ganarse la vida que tenía y que había perfeccionado con el paso del tiempo.
Godofrey siguió interrogándole durante toda la mañana. Intentó hacerle caer en contradicciones, buscó los puntos flacos de sus declaraciones, le tendió trampas… Pero Landru se limitaba a sonreír, a replicar siempre acertadamente, y cuando la situación se le complicaba, no dudaba en mostrarse irónico.
—¿Por qué no pregunta esto a la policía?… Ellos cobran para aclarar misterios, aunque en mi opinión lo que hacen es crear patrañas.
Cuando el Fiscal terminó su interrogatorio, tomó la palabra Moro-Giafferi, el mejor abogado criminalista de París. Había aceptado el asunto porque toda Francia, y Europa entera, estaban pendientes de aquel juicio. Era un hombre famoso y considerado, un hombre al que le gustaba vencer los más duros escollos. Y desde el primer momento había tenido la certeza de que lograría evitar la guillotina para Landru. Faltaban pruebas concretas, faltaban hechos reales, tangibles. Evidencias.
Moro-Giafferi acentuó su interrogatorio sobre algo sucedido en 1894. Hasta aquella fecha, Landru había trabajado, procurando ahorrar lo máximo posible. Le salió la oportunidad de entrar como director en una empresa importante.
—¿Cuál fue la condición que le exigieron? —preguntó el defensor.
—Que hiciera un depósito de siete mil francos. Tenía ahorrados seis mil y conseguí un préstamo de otros mil. Entregué el dinero… y no lo volví a ver. El director de la empresa desapareció, llevándose todo el capital.
—Y usted quedó sin empleo y sin ahorros.
—Y con deudas.
Aquel había sido un duro golpe para la vida de Henri-Désiré Landru. Lo sucedido le hizo ver, a partir de aquel momento, las cosas de manera muy diferente; nació en él un odio inmenso hacia la sociedad, consideró que la vida era un campo de batalla en el que vencía el más fuerte, el que menos entrañas demostraba tener. La inteligencia y la carencia de compasión eran las armas que debía emplear. ¿No le habían robado? ¿Por qué no podía hacer él lo mismo?
¿Qué significaba una vida humana con tal de conseguir una buena cantidad de dinero? ¿Qué más daba que una persona viviera treinta años o setenta? Nada, absolutamente nada.
Y Henri-Désiré Landru decidió aquellos días cuál sería su futuro.
Sabía que tenía algo que atraía a las mujeres; las conocía muy bien, conocía sus puntos flacos. En realidad, era un conquistador nato, era un hombre dotado de un imán que las arrastraba… ¿Por qué no utilizar sus armas?
Y lo hizo en el futuro.
Cuando Moro-Giafferi hubo aclarado completamente aquel punto, cuando detalló los efectos que la estafa hicieron en Landru, dio por concluido su interrogatorio.
Así terminó el primer día del juicio. Los periódicos de la noche recogieron íntegras las declaraciones del asesino, y su fotografía, altiva y desafiante, señalando al Ministerio Fiscal como si Landru fuera el acusador, apareció en las primeras páginas. Francia se disponía a vivir un juicio apasionante. Y a través de él descubrir una serie de crímenes incalificables.
Henri-Désiré Landru no les defraudaría.