Epílogo del autor

LA CANCIÓN DE MARIE

Su casa está donde siempre ha estado, a orillas del estrecho de Øresund, con vistas a la costa sueca y a la isla de Hven.

Y, por supuesto, fue así como me encontró Marie, aunque nunca llegamos a estar cara a cara, y aunque en realidad nunca llegué a conocerla.

Al igual que los protagonistas de este libro, pasé mis primeros meses de vida en el hogar infantil de Kongslund y, al igual que muchos otros, volví a menudo en mi vida adulta a la vieja villa, impulsado por una fuerza que no podía identificar y tampoco he aprendido nunca a comprender.

Cada primavera —fue en esa estación cuando me vieron apto para abandonar Kongslund— me montaba en el autobús que iba por Strandvejen, pasaba junto a Bellevue y Fortunen, y me apeaba justo antes de la colina, donde saltaba por encima de un pequeño seto y encontraba un sendero estrecho que solo yo y unos pocos más conocíamos, —el mismo sendero por el que el rey y su elegida pasearon los meses en los que se abolió la monarquía absoluta en Dinamarca. Luego trepaba por la cuesta, pasaba junto a la villa blanca abandonada donde el Escritor de Cuentos visitó una vez a un arquitecto real, y bajaba a la playa, en la que caminaba un poco hacia el norte, tal vez solo cien metros, igual que hizo Marie la noche en que el alma de Eva Bjergstrand voló hasta Dios.

Al final me colocaba como se colocó Marie en el viejo embarcadero a los pies de Kongslund, justo donde atracó una vez el barco Falken del Rey Bueno.

Muchas veces me quedaba allí de pie, inmóvil, una hora o dos, mirando hacia la vieja casa, y de vez en cuando aparecía una asistente o una puericultora a preguntarme qué hacía allí.

Siempre respondía lo mismo, porque era cierto. Había vivido allí de pequeño.

Encontré el capazo en la arena, tal como se había previsto.

Bajo la manta rosa estaba el libro, el Protocolo de Kongslund, bellamente encuadernado en cuero grueso del mismo color que el mar.

Junto a él estaban los diarios y anotaciones dejados por Marie; entre ellos había observaciones detalladas de la persona a la que amó y a la que puso el nombre bíblico de Magdalene.

Miré la famosa fecha, el 13 de mayo de 1961, de las anotaciones de Magdalene, y al hacerlo cayó a la arena un folio que Marie había metido entre las páginas.

La vieja canción.

Un instante después revoloteaba sobre el estrecho como una hoja de haya en la oscuridad, pero había llegado a leer lo que necesitaba.

«Siete elefantes se balanceaban…».

Marie Ladegaard de Kongslund había llegado al último verso.