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LA HABITACIÓN DEL REY

30 de abril de 2010

Cuando me inclino hacia delante, veo abajo el jardín del hogar infantil, y si me pongo de puntillas y dejo la ventana entreabierta, todavía vislumbro, como en una visión, a las decididas señoritas vestidas de blanco que, durante generaciones, reinaron sobre Kongslund, casi como si todavía estuvieran sentadas en la terraza y no hubieran muerto hace mucho.

Es lo que decía siempre Magdalene: cuando el Destino compone sus meticulosos patrones, no lo hace con gran ceremonia ni grandes aspavientos, sino como en un juego o en la agitación de un niño, y por eso nunca nos damos cuenta de lo que ocurre hasta que es demasiado tarde.

Hasta las personas más inteligentes creen que sus existencias siguen un rumbo cronológico, pero en el fondo, casual, y llamamos a las mayores zancadillas, a las más precisas, casualidades de la vida; es un error que también comparten los creyentes, aunque de cara al exterior sostienen que siguen una senda pensada por Dios. Porque es imposible que ninguna divinidad haya planeado con toda seriedad tanto caos como el presente en la vida.

El relato no tiene un final feliz, como le hubiera gustado a Magdalene.

He escondido el Protocolo y mis cuadernos en la arena, más abajo de Kongslund, donde sé que va a encontrarlo la persona que he designado. En el lugar exacto donde estaba Magdalene la vez que nos conocimos.

Los papeles están bajo una manta rosa, en el mismo capazo en el que llegó el bebé abandonado, creo que es lo adecuado. Y una cosa es segura: esta vez no va a escapar nadie, empezando por Ole Almind-Enevold.

Otros deberán decidir si todos los implicados en el asunto Kongslund cargan con su parte de culpa, o si solo debe recaer sobre las personas que pusieron en marcha los decisivos acontecimientos: Ole y Carl, mi madre de acogida, Magna, tal vez Gerda, que pintó los elefantes azules, a primera vista tan inocentes, y después tejió el engaño que nos burló a todos. Y, por supuesto, la niña, que solo pensaba en encontrar un camino al mundo más allá de los muros de Kongslund, y que de un modo extraño encajaba en el patrón que forman las familias y se hereda de generación en generación, cada vez más abajo, hasta llegar al punto en que maté a mi propia madre, del mismo modo en que ella había matado a la suya.

En mis sueños, el cielo sobre la isla de Hven sigue lleno de elefantes azules que flotan entre nubes y reflejos del sol, como han hecho siempre. Se balancean de sur a norte, hacia fuera y hacia arriba, hacia las estrellas en las que Ejnar-ovni ha encontrado acomodo al fin, y allí está, charlando con el rey de los astrónomos, el de la nariz de plata, sobre la naturaleza del firmamento.

Creo que Magdalene y su elegido los observan desde su reino de los cielos.

Ahora, al fin del relato, estoy sola en mi habitación, sentada al escritorio del capitán, como he hecho siempre, y recuerdo las palabras que leyeron en aquel aniversario que fue el último de mi madre de acogida: «Cada vez que una persona está sola entre Tinieblas llorando por otra persona, se produce el milagro…». No es ninguna maravilla lingüística, pero a veces creo que es verdad.

Estoy sentada en la vieja silla de ruedas de Magdalene con el catalejo en el regazo, mirando el viejo espejo mágico, pero ya no recibo ninguna respuesta, por supuesto; ya no oigo provocaciones burlonas ni alusiones a mi fealdad.

¿Estará roto de verdad?

No puedo creerlo. Como siempre, mi lado derecho está normal, mientras que el izquierdo se hunde, como ha hecho siempre; no puede ser una ilusión óptica.

Desvío un poco la mirada a un lado, y de pronto es como si viera el estanque donde murió Samanda, y distingo a su madre a la sombra de los avellanos.

Junto a ella, en la sala de Søborg, está la madre de Orla sentada en el sillón azul, desde donde observa a su hijo sin decir palabra, y en Rungsted, Peter corretea por el jardín verde claro que era el paraíso de su madre.

Veo incluso la bolsa de compras roja de Hasse, que sigue guardada en el cajón cerrado con llave.

De pronto hace un frío extraño, me siento destemplada. Extiendo la mano hacia el catalejo. Pero no está. O mis dedos no son capaces de encontrarlo. Lo busco a tientas, pero no está. Me inclino hacia delante, hacia el viejo espejo, pero no hay ningún movimiento, ya no. Luego oigo mi propia voz llamando a Magdalene, pero no llega ninguna respuesta. Es como si ella nunca hubiera estado aquí, conmigo, en la Habitación del Rey.

«¿Quién es el más guapo de los dos?». Me estremezco.

Es la misma vieja pregunta que nos hemos hecho uno al otro, pero suena extraña, desfigurada.

En ese momento me doy cuenta de quién me habla, y por qué ya no oigo responder a ninguna voz. Comprendo las palabras burlonas acerca de los acontecimientos que son más fantásticos e incomprensibles que lo que puede caber en ningún cerebro humano.

«Hasta que no entiendas eso, no habrás entendido nada».

En ese instante sé que al fin y al cabo Magna tenía razón cuando me tenía en brazos en la terraza frente a la Sala de los Elefantes, hace tanto tiempo, y me enseñó algo que debía recordar siempre:

«Los mejores hogares están junto al mar».

Pero olvidó añadir la frase que ningún niño puede concebir y que, por eso, ningún adulto se atreve a desvelar; lo peor que puede descubrir un niño:

«Hay casas en las que al final te quedas solo».