NÉMESIS
12 de septiembre de 2009
Existen lápidas con forma de libros de cuentos abiertos, donde el nombre del muerto aparece esculpido en latón dorado en la página izquierda. Yo habría preferido que mi amiga del alma, la espástica Magdalene, estuviera enterrada bajo una lápida así, en vez de yacer en un lugar sin marcar bajo las doce hayas de lo alto de la cuesta; al fin y al cabo, el Gran Escritor de Cuentos estuvo invitado en la villa antes de que ella naciera, y podría estar enterrada junto a él, estoy segura de ello.
Si hubiera sugerido a mi madre de acogida un arreglo así, se habría reído de mí con aquel tronar que se suponía que calmaba a los niños que tenía a su cuidado. Me habría puesto la mano en el hombro izquierdo y me habría dicho: «Marie, en el mundo real no existen ni Dios ni el Diablo. Aquí solo existe la realidad. Nacemos y morimos, y en el entretanto debemos intentar hacer las cosas tan bien como podamos».
En mi mundo, por supuesto, nunca había sido así.
El viejo libro encuadernado en cuero llegó, literalmente, del mar, y si hubiera habido un juncal entre Skodsborg y Bellevue, como en el lugar de la orilla del Nilo donde una vez llegó el Moisés de la Biblia, Magna lo habría encontrado sin duda allí. Interpretó su llegada como un símbolo de toda su obra:
Estaba en la orilla del agua, en bastante mal estado, sin ningún nombre en la portada, sin la menor señal de quién lo había perdido y de dónde procedía.
Así lo anotó en la primera página.
Tendrá unos tres dedos de grosor, y contiene unas cuatrocientas o quinientas páginas, escribió. Lo primero que se me ocurrió fue que era el cuaderno de bitácora de algún barco, que por alguna razón había caído al mar o lo habían arrojado por la borda, tras lo cual la corriente lo depositó en la playa. Ninguna de las hojas ha estado escrita, o bien el agua salada ha borrado la tinta, pero no creo.
Mi madre de acogida, que tenía gran sentido práctico, llevó el libro a Copenhague, donde visitó a un encuadernador jubilado cuyo hijo adoptivo estuvo en otro tiempo a su cuidado; restauró el hermoso objeto, le puso páginas nuevas y grabó su nombre en la portada con letras de oro que apenas han perdido color en los muchos años transcurridos: MARTHA MAGNOLIA LOUISE LADEGAARD. Reconocía su identidad completa, para mí prueba de la importancia que daba al libro.
Tal vez —así pensaba ya de niña— mi madre de acogida escribiera en el cuaderno de bitácora de un submarino hundido o de algún barco naufragado en una de las grandes guerras, o tal vez perteneciera a un galeón español de siglos atrás que se había convertido en algas en el fondo del mar. Pero esa clase de observaciones fantásticas no era su estilo. Le bastaba con que el libro hubiera llegado a Kongslund del mar, ya que en lo sucesivo iba a albergar las historias más importantes del hogar cuya ubicación junto al agua fue del todo decisiva para ella. Y debía acompañarla a la tumba.
«Nadie debe leer este libro, tampoco después de mi muerte», escribió al final de la introducción; las palabras eran casi como una advertencia a un hipotético poseedor ilegítimo del libro.
No hice caso de ellas.
Los pensamientos que confiaba al principio Magna a su nueva joya no eran especialmente sorprendentes ni fantásticos. Las notas trataban de los niños que pasaron el primer período de su vida a su cuidado, y en ellas describía tanto las trivialidades de la vida diaria —una tarde en la playa o una excursión—, como problemas más serios, tales como la entrega en adopción de un niño dañado o enfermo.
A medida que avanzaban las anotaciones, sus descripciones se centraban cada vez más en los más débiles e inadaptados, en los más frágiles, en sus defectos y en los lentos avances debidos a su concienzudo trabajo reparador —ella nunca utilizaba esa expresión—, que constituían el contenido de su vida.
Me daba la sensación de que el Protocolo contenía la búsqueda maniática de toda una vida, búsqueda de respuestas a las desgracias que de forma implacable se heredan de generación en generación, como si un poder superior deseara que el género humano nunca aprendiese de sus errores y, por tanto, nunca fuese capaz de corregir las meteduras de pata de la generación anterior. Al contrario, se repiten de forma demencial de padres a hijos, como una maldición inevitable.
Los niños seleccionados, los que mayor necesidad de ayuda tenían, eran los niños a los que dejaba más tiempo en la Sala de los Elefantes, donde recibían protección y cuidados especiales por parte de Gerda Jensen y de ella. Describía cómo los elegía, qué abandono habían sufrido, y qué golpe corrector planeaba dar con el gran martillo reparador, a fin de que continuaran viviendo de forma más o menos útil.
Un niño tenía unos padres alcohólicos, y a una niña que nunca decía palabra trataron de sacarla del vientre de su madre con unas tenazas de acero, y después la llevaron a un hospital mientras la madre moría. Otro niño pesaba tan poco que nadie creía que fuera a vivir. Y así, se balanceaban todas aquellas criaturas fallidas de espinazo torcido sobre las páginas del Protocolo, igual que los elefantes de la canción de Magna, en hileras al parecer interminables.
Pero luego cambió. Desde la primavera de 1961 hasta el verano de 1962, Magna se desvió del patrón seguido hasta entonces: dejó que la Sala de los Elefantes fuera el marco vital de siete niños, uno de los cuales podría decirse que tenía verdadera necesidad del ingenio y los talentos especiales de Magna; es decir, yo, el bebé abandonado, que encontraron en los escalones de entrada del anexo sur.
Los otros seis eran Peter, Asger, Susanne, Orla, Severin y Nils, pero en las páginas del viejo cuaderno de bitácora no se menciona a ninguno de ellos entre los muy dañados o necesitados de consuelo y cuidados. No se menciona en ninguna parte un motivo así, y eso debía de parecer extraño a cualquier lector.
¿Qué motivos tenía para dejarnos a nosotros precisamente juntos durante tanto tiempo en la estancia más importante del hogar? Me incliné torcida sobre el libro. Por fin iba a tener respuesta.
Justo aquí, en estas páginas del Protocolo, las concienzudas notas de Magna se convirtieron en las cosas más espantosas que podía haber temido leer en mi vida. Se centraban de forma casi exclusiva en mí, y contaban una historia que yo nunca había creído posible.
Página a página, me di cuenta de por qué Gerda Jensen tenía tal terror a darme el viejo libro a mí, a la hija acogida por Magna.
El miedo no tenía nada que ver con la protección de los niños de los que hablaba. Ni con la obra de Magna. Al contrario.
Estaba relacionado solo conmigo.
Gerda sabía que aquel libro iba a destrozar a la niña que Magna y ella tanto amaron.
Lo que más me preocupa son sus fantasías. Cada vez siento más miedo por lo que ocurre en su interior. Algunas de las cosas que veo y percibo son tan extrañas y diferentes que no encuentro palabras para describirlas. La silla de ruedas. El catalejo. El espejo. Por no hablar de la vecina espástica, con la que ha empezado a soñar noche y día. Bien sabe Dios los cientos de veces que he estado a punto de quitarle la silla de ruedas y llevarla al vertedero, pero temo su rabia, y algo me dice que debo prestar atención a ese temor.
Es lo que escribió Magna, que por lo demás no temía a nada ni a nadie.
Y debí haber dejado de leer justo allí, en el principio de su relato, pero, claro, fue imposible.
«Soy hija de pastor de la iglesia, y a veces me da la sensación de que el Mal se ha asentado en Kongslund, en una forma que no reconozco», escribió mi madre de acogida en una enigmática anotación en una de las páginas siguientes. Yo no entendía la relación, aunque el tono dejó en mi pecho una sensación de agobio. Para una mujer como Magna que nunca había necesitado ningún suplemento dramático artificial, ese tipo de conjuros debería estar de más.
En las páginas que siguen describe la historia de Eva Bjergstrand, y del niño, y todo lo que no debió ocurrir, pero ocurrió. Y lo hace de una manera que muestra que va dándose cuenta de lo que había puesto en marcha, ayudada por su fiel asistente, Gerda Jensen.
Su primer encuentro con el bebé recién nacido se presenta en el Protocolo casi como una revelación: «En todos mis años de directora de Kongslund, nunca he visto un ser más frágil. Y mira que he visto cosas».
Son principios de mayo de 1961, tres días después de la misteriosa llegada de la mujer a la sección B de Maternidad, donde dio a luz, y luego desapareció.
El hecho decisivo no es el propio parto, ya que fue, tal y como describe Magna al detalle, planeado con toda minuciosidad, siguiendo un guion escrito por hombres poderosos y, por tanto, ejecutado al pie de la letra. El hecho decisivo, que cambió los planes diseñados con todo cuidado, fue el encuentro de Martha Louise Ladegaard con el bebé que debía haberse entregado en adopción anónima, tal como se convino con la jovencísima madre.
Cuando Ole Almind-Enevold y Carl Malle visitaron a mi madre de acogida y le contaron la increíble historia de la relación de la cárcel, al principio Magna rehusó colaborar. Kongslund no iba a meterse en un juego tan delictivo y peligroso.
Pero cuando los dos hombres esbozaron el plan, que podía ocultar el hecho y proteger a la madre —así como dejar a Ole en situación de adoptar a su propio hijo—, al final accedió. Por el bien del niño, por supuesto. Y pese a que la última parte del plan debía guardarse en secreto para la desgraciada madre.
Eva Bjergstrand había aceptado su indulto como una especie de compensación por el bebé, le dijeron los dos hombres a Magna, y no se explayaron mucho sobre la cuestión. El motivo para el indulto sería su corta edad y que acababa de ser madre.
De los tiempos de la resistencia, Ole y Carl tenían buenos contactos en la judicatura, y en el partido se percibían los contornos de un escándalo que se deseaba evitar a toda costa, así que hacía como si nada. Altos funcionarios bien situados tiraron de los hilos de los que había que tirar, se cobraron favores y contrafavores. La chica iba a tener una nueva vida en Australia, y eso era lo mejor que podía esperar. De todas formas, nunca iba a conseguir sus derechos de maternidad sobre su hijo, por sus antecedentes penales y por estar sola. De una manera u otra, iba a terminar entregado en adopción.
En una situación así, iba a ser mejor para el niño vivir con su padre biológico que terminar en una familia que le fuera extraña, argumentaron Ole y Carl. Por supuesto, no contaron nada a Eva sobre la última parte del plan —que Ole iba a adoptar el niño—, porque, como dijeron, eso podría provocar una añoranza mayor aún en la joven madre. Sería como cubrir una vez más los ojos de la madre con una de gasa, solo que a nivel mental, pensé al leerlo.
Al final, Magna habló con Eva en persona y ella aceptó el plan. Por el bien del niño.
Pero entonces ocurrió algo que no estaba previsto, lo que pasa cuando gente segura de sí misma va a lo suyo sin tener en cuenta los caprichos del viejo Amo en su cama celestial. Es una extraña verdad que hasta las construcciones más formidables puede derribarlas algo que al parecer es pura casualidad, y que los más cercanos jurarían también que lo es.
En aquel caso, fue el encuentro de Magna con el bebé de Eva.
La imponente directora de Kongslund se arrepintió de su participación en el plan en el mismo instante en que se inclinó sobre el bebé en el Hospital Central. En los minutos que pasó en Maternidad, no tuvo la menor duda: nunca había visto un bebé tan solo y tan dañado como aquel, nunca en la vida. Y había visto de todo.
En el Protocolo de Kongslund el encuentro se describía así:
La madre dormía, y me aseguré, preguntando a la enfermera, de que no estaba más extenuada de lo normal por el parto. Luego me llevaron adonde el bebé, que estaba solo, y fue como una revelación, aunque nunca he creído en Dios ni en poderes superiores; no puedo describirlo de otra forma. Ni yo, que he visto tantos seres necesitados, pude evitar que la visión me afectara: era una niña, tenía el pelo negro, su espalda y uno de los hombros estaban torcidos, y sus pies formaban un ángulo extraño, como si una mano gigante los hubiera asido y hecho girar una y otra vez. Era una visión desgarradora, y comprendí al instante que aquel ser no podía protegerlo nadie que no fuéramos yo y mi fiel asistenta, Gerda Jensen. No podía de ninguna manera ceder la niña a un hombre como Ole Almind-Enevold ni a su esposa, Lykke, que veo claramente que no tiene el menor interés por adoptar.
Creo que leí aquel párrafo tres veces, hasta darme cuenta de lo que significaban las palabras.
La conmoción llegó como a cámara lenta. Llegó en oleadas, como enviada desde las entrañas de la tierra; así la sentí, y luego se expandió hacia arriba, desde los fundamentos de Villa Kongslund, subiendo por el suelo de la Sala de Recién Nacidos hasta el techo, y luego hasta la Habitación del Rey, para golpearme allí, sentada tras el escritorio del capitán, tras lo cual caí de lado, rodé por el suelo y perdí el conocimiento.
Desperté en un charco de sudor, igual que aquella vez, hace tiempo, en que me dejé llevar en brazos de Magdalene y el sudor me rodeaba por completo, como si surgiera de todas las aberturas que había en mi cuerpo torcido. Una niña. Quizá lo supe siempre…
Me desvestí con dedos temblorosos, sin fuerzas casi, subí a la cama y me quedé tumbada sobre el edredón. Nadie debió de oírme caer, porque no oí pasos apresurados escaleras arriba desde el vestíbulo con sus miles de fotografías en blanco y negro. Y el Protocolo seguía abierto en la página fatídica sobre el escritorio, junto a la ventana.
En las horas que siguieron decayó la tarde, y mientras llegaba la noche poco a poco lo entendí todo: la niña que Magna describía como tan dañada que le harían falta años, quizá toda la vida, para repararla, solo podía ser una persona en la Tierra, y lo comprendí con todo el pavor que puede caber en un alma humana.
Yo.
El bebé de Eva era una niña, y no un niño, como creyeron todos; no había otra posibilidad.
Los hombros torcidos, el pelo negro, que solo se aclaró con el paso de los años, y los pies deformes; todo aquello solo podía aplicarse a un cuerpo en todo el reino de Dinamarca: un cuerpo que en otros tiempos atrajo a especialistas de todas partes, extrañados ante la singular construcción.
Creo que estuve unas horas tumbada, mirando por la ventana, hacia el estrecho, sin hacer caso del crepúsculo, que llegaba a Villa Kongslund desde la costa sueca, antes de volver a sentarme tras el escritorio del capitán y obligarme a mí misma a seguir leyendo el grotesco relato de Magna.
«La amé desde el primer segundo», escribió.
La confidencia mostraba, con toda la nitidez que puede exigirse, cómo las expectativas de la reparadora ante el gigantesco desafío consiguieron un compañero más fuerte aún en el momento en que vio al bebé en la cuna: un sentimiento maternal repentino y profundo que llevaba décadas en hibernación.
Los dos sentimientos debían de ser invencibles al juntarlos: la Madre y la Reparadora.
Recordé que una vez Gerda me contó, lo más seguro tras una de mis extrañas pero insistentes preguntas que no podía evitar, que mi madre de acogida se negó a fundar una familia y tener hijos, porque no era compatible con su obra protectora de todos los niños del hogar infantil de Kongslund. Sola, no tenía posibilidad de lograr la maternidad, porque en aquella época, como mostraba de sobra la historia de Orla, las madres solas eran consideradas irresponsables y, como poco, depravadas. Y, claro, una reputación así no podía afectar a la directora de Kongslund.
Era obvio que las siguientes anotaciones estaban escritas semanas después de los acontecimientos que se relataban al detalle, y no me extrañaba. Cualquiera habría sentido la necesidad de reponerse de lo que estaba ocurriendo, que era consecuencia directa de la decisión que tomó Magna en la sección de Maternidad.
El plan que llevamos a cabo los días siguientes era de Gerda, y sin su talento para los detalles nunca habría salido bien. Estaba claro que, si queríamos salvar a la niña, había que ocultarla a los ojos de Ole y de su siempre dispuesto antiguo ayudante, Carl Malle. Era difícil, porque sabíamos, por la resistencia, de su astucia y cinismo.
Me recosté en la silla de Magdalene y vi ante mí a las dos mujeres. Concentradas, seguras de lo que debían hacer.
Primero bautizamos al bebé en la capilla del Hospital Central, en parte porque el personal decía que mi niña estaba tan desmejorada por sus defectos que podía morir en cualquier momento, y en parte porque Eva lo exigió; pero, sobre todo, porque la partida de bautismo era la parte más importante de aquel pretexto que iba a ocultar el bebé de Eva a su padre biológico. Fue la iniciativa de Gerda la que nos salvó.
En aquel punto me esforcé en leer el texto con más lentitud y esmero aún. A fin de que nada me pasara por alto, pero también porque temía, con cada nueva línea, la revelación de la verdadera historia de mi vida. Mi corazón latía a ratos con tal fuerza que mis dedos apenas podían tener quietas las viejas páginas. Percibía con tremenda claridad adónde me llevaba todo.
Eva me hizo prometer expresamente que su hija iba a ser bautizada con el nombre Jonna, si era niña, y John, si era niño. Accedió a no tener la menor información sobre el bebé, ni su género, porque eso haría su separación más dura todavía, y la añoranza aún mayor. Y fue así como se le ocurrió a Gerda la idea del cambio.
Detuve mi lectura una vez más y cerré los ojos. El Protocolo volvió a temblar en mis manos, como si el libro dispusiera de un pequeño motor invisible. Ahora la verdad definitiva e inevitable, tras casi medio siglo, iba a llegar por fin a Kongslund, abriría la puerta principal de par en par, atravesaría el vestíbulo con paso decidido, subiría la ancha escalinata, pasaría junto a la dama de verde y entraría en la Habitación del Rey, donde yo estaba sola con mis vistas al estrecho de Øresund y a la isla de Hven, con los ojos cerrados.
Los abrí y llegué a otra página y, para mi sorpresa y pavor, observé que mi madre de acogida describía la idea que se les ocurrió aquellos días a las dos mujeres con una especie de orgullo que le costaba disimular.
La bautizamos Jonna Bjergstrand, tal como habíamos prometido, y ese es el nombre que consta en el registro eclesiástico de la capilla del Hospital Central. Unos días más tarde, recibimos la partida de bautismo, y para Gerda, cuyo talento artístico habían disfrutado los niños de la Sala de los Elefantes durante generaciones, fue fácil lograr la transformación. Primero, alargó uno de los lados de la n para convertirla en h, y después borró la última a con pintura al pastel blanca, tras lo cual hizo una copia y tiró el original.
Fue así de simple. Jonna se convirtió en John. Todavía recuerdo lo satisfecha que me miró Gerda cuando me enseñó el resultado: John Bjergstrand. Fue como por arte de magia. Habíamos borrado a una niña y la habíamos sustituido por un niño. El palo de la hache parecía una pequeña trompa de elefante.
Estaba horrorizada. Me levanté de la mesa, fui a por mi copia de la partida de bautismo falsificada y la examiné. No cabía ninguna duda. En efecto, había un doble espacio entre el nombre John y el apellido Bjergstrand, donde antes había una a, pero la diferencia era tan vaga —menos de un milímetro— que nadie lo descubrió, ni el vigilante que siempre parpadeaba contra la luz, ni los demás, que estábamos demasiado emocionados por el hallazgo de la partida de bautismo para realizar una simple comprobación.
Llegué a Kongslund un viernes que Magna y Gerda habían dejado salir a las puericultoras antes de lo habitual para el fin de semana. Los primeros días me instalaron en la habitación de Magna, en el primer piso, y solo dijeron que se trataba de un niño que tenía gran necesidad de cuidados y debía estar en silencio total.
Pero mi viaje por aquella pesadilla desplegada por el Protocolo no había terminado aún. A las dos mujeres les quedaban dos cosas importantes por hacer.
Todavía quedaba un problema que debíamos resolver, claro, pero lo habíamos tenido en cuenta: debíamos conseguir un niño que nadie conociera, que se adaptara al John de la partida de bautismo: el chico que Ole iba a adoptar, creyendo que era su hijo.
Era un plan casi diabólico.
Vi, horrorizada, adónde me llevaba el relato, y con qué violencia habían perturbado la capacidad de juicio de las dos mujeres sus sentimientos maternales y su obsesión por proteger. Las dos famosas señoritas, que habían sido modelos morales para el país más que ninguna otra persona de la época, estaban montando un engaño que nunca iban a poder contar a nadie, y del que tampoco iban a poder escapar.
«Lo primero de todo, Jonna debía desaparecer», escribió Magna.
Y continuaba en un tono como de conversación:
Unos días más tarde, Gerda consiguió acceder con discreción al registro de la capilla, en una visita que hizo al Hospital Central. Retiró de allí cualquier huella del nombre Jonna Bjergstrand.
Seguramente rompió el folio en mil pedazos, pensé.
Al día siguiente, convencí a una mujer que vivía cerca de la estación de Svanemøllen y estaba desesperaba por entregar en adopción a su hijo recién nacido —un chico— para que lo hiciera por un procedimiento más rápido y discreto. Entonces pusimos en marcha la última parte del plan de Gerda.
Volví a detener la lectura. ¿Una mujer de Svanemøllen…? Solo podía tratarse de Dorah Laursen, a quien muchos años más tarde seguí la pista. De modo que fue así como aquella mujer frágil se convirtió en parte del enigmático juego.
Gerda fue a por el chico temprano por la mañana. Era el 13 de mayo, fiesta de aniversario de Kongslund. Lo metió en el capazo que llevaba consigo, vestido con unos peleles y bajo una manta de color rosa, tal como habíamos planeado. El color haría que todos pensaran inconscientemente que había una niña en el capazo, cuando hiciéramos público el hallazgo. Llevé en coche a Gerda hasta Kongslund y me quedé esperando junto a las columnas de piedra chinas, mientras ella bajaba la cuesta, llevaba el capazo a la villa y lo depositaba en los escalones de entrada al anexo sur. Nadie la vio llegar ni partir.
Aspiré hondo. No, nadie; excepto la mujer espástica de la villa vecina, que lo vio todo y trató de contarme el incidente justo antes de morir.
No obstante, casi surgió un problema, que Magna apunta.
Por desgracia, Agnes descubrió el capazo fuera de la puerta de la cocina antes de que llegara yo. Menos mal que fue ella, y no alguna de las estudiantes más despiertas. No sospechó nada, y por suerte no tomó al niño en brazos. Se puso a gritar y a pedir ayuda. Es una chica muy ingenua, y nunca en la vida había visto un niño abandonado.
Cerré los ojos. Ya no había ninguna duda. Las dos insensatas, conocidas por todos como las señoritas más bondadosas del país, hicieron creer a toda Dinamarca que habían encontrado a una niña en los escalones de entrada —es decir, a mí— y que se trataba de un bebé abandonado por una madre desgraciada e irresponsable. Fue todo una mentira, de principio a fin. Siempre fue un chico, un chico al que debían poner el nombre de John Bjergstrand, mientras a mí me daban una identidad de niña abandonada sin pasado. Vi la genialidad de su jugada en aquel intercambio. Aquel estatus me ocultaría para siempre. A nadie se le iba a ocurrir buscar huellas del pasado de una niña abandonada. Simplemente, no existía.
Tan pronto como metieron en el interior al chico de Svanemøllen, todo fue muy rápido. Magna llevó el capazo con el niño por la Sala de las Jirafas hasta la sala de baño, donde Gerda estaba preparada con mi cuerpecito retorcido, que enseguida fue a parar a brazos de Magna en lugar del chico. Pasé el resto del día tumbada en aquella posición, para que los numerosos fotógrafos de revistas que pululaban por Kongslund con ocasión del aniversario pudieran fotografiar una y otra vez a la niña abandonada y encontrada por milagro.
Tampoco esa cuestión, que ocurriera el mismo día de la fiesta de aniversario, el 13 de mayo de 1961, fue una casualidad, sino que fue elegida con cuidado por la astuta mano derecha de Magna. Así la historia de que el bebé abandonado era una niña aparecería en todos los medios del país, y la confirmarían en público cientos de testigos, una y otra vez. Incluso con imágenes. Ni el más escéptico se habría dado cuenta. Por suerte, la observación extempórea de Agnes a una revista, diciendo que era un chico lo que vio en los escalones de entrada, no cuajó en ninguna parte.
Magda tenía otra razón para hacerme aparecer como niña abandonada, tal como escribió después:
La identidad de Marie como niña sin pasado significa que no necesitamos darle un pasado falso que pudiera ser desvelado con facilidad. Necesitábamos un niño abandonado, así que lo creamos.
Triunfante.
Así fue como la hijita de Eva tuvo su propia vida y su propio pasado —mentira de arriba abajo—, y me presentaron como la famosa niña abandonada que llegó a Kongslund de ninguna parte y fue salvada el mismo día que se celebraba el veinticinco aniversario del famoso hogar infantil. Era un relato tan mítico, atractivo y fascinante que, como en un cuento de verdad, convenció a todos los que estaban presentes o después oyeron hablar de él. La mentira podría haber continuado durante cien años.
Unos días después, las dos mujeres superaron el último problema cuando Eva Bjergstrand se negó de pronto a cumplir su parte del pacto y a marcharse antes de saber quiénes eran los padres adoptivos de su bebé.
Tal vez presintiera que ocurría algo extraño en la sombra, y tal vez incluso que el padre del bebé pudiera estar implicado, tal como sugería también Magna: «Las chicas de la clase social en la que ha crecido Eva tienen un sexto sentido para esas cosas».
Eva se puso furiosa, por lo que escribió mi madre de acogida. Exigió información clara sobre la familia adoptiva elegida, y en las últimas horas antes de su viaje amenazó con exigir que le entregaran el bebé y desvelarlo todo si Magna no cedía.
Mi madre de acogida, desesperada, le mostró el único formulario oficial que tenía a mano entonces, y en aquel momento el dueño y señor de todas las aparentes casualidades de la vida debió de sentirse halagado en voz tan alta que se oyó en la Tierra. Pero, por supuesto, no se oyó. En el formulario estaba escrito el nombre que Eva nunca olvidó, el nombre de la mujer que en años posteriores creyó que iba a ser la madre adoptiva de su bebé: Dorah Laursen.
Seguido de la dirección que podía recordar cincuenta años más tarde: Svanemøllen, Østerbro.
Magna estaba convencida de que acabaría olvidando el nombre, e incluso si no lo hiciera, no tendría ninguna importancia, ya que Eva Bjergstrand iba a viajar tan lejos como se pudiera, y nunca iba a volver. Era imposible que un detalle tan nimio pudiera perjudicar a nadie.
Después, con gran pena, Eva abandonó Dinamarca para encontrar una nueva vida y expiar su crimen: tanto el crimen que le habían indultado, como el que cometió cuando se quedó embarazada del joven abogado y político de carrera en la sala de visitas n.º 4.
Para Gerda y Magna, todos sus esfuerzos se basaban en la necesidad imperiosa de salvar al pequeño ser que se enfrentaba a una reparación tan grande y extensa de daños existentes y potenciales. En una única maniobra habían logrado una serie de ventajas que creían que eran razón más que suficiente para el engaño total.
Eva Bjergstrand había sido indultada y se encaminaba a una nueva vida; conocería sin duda a un hombre australiano y tendría hijos. Ole Almind-Enevold conseguía el niño con quien siempre había soñado; incluso un niño que no estaba torcido ni dañado de nacimiento como lo estuvo el auténtico (yo). Además, el chico de Svanemøllen tendría un hogar más acomodado y mejor con Ole que el que había dejado, con su madre; una madre a la que ni siquiera importaba.
Y para terminar, y eso era lo fundamental, la verdadera hija de Eva tendría toda clase de cuidados con Magna, cosa decisiva. La directora de Kongslund era la única protectora responsable de una niña con un lastre mental tan espantoso y un aspecto físico tan extraño.
Considerado desde el punto de vista de las dos mujeres, era una intriga que favorecía a todos, y por eso estaba en perfecta armonía con los principios básicos de la Bondad de Corazón. De hecho, se felicitaron mutuamente, por lo que describe Magna en el Protocolo, tomando una copita de oporto en la Habitación del Rey, donde residía la directora por la época en que se llevó a cabo la maniobra.
No obstante, todo se fue a pique.
Lykke Almind-Enevold se negó a adoptar, y después tuvo un severo ataque de nervios. El joven abogado no se atrevía a presionarla más, y tampoco a abandonarla, pues aparecería de cara al exterior como un patán de segunda, carente de moral para hacer carrera política.
Fue en la semana entre Navidad y Año Nuevo cuando Ole Almind-Enevold comunicó a Magna la fatal decisión de su esposa.
El espanto de mi madre de acogida aparece con total nitidez en el Protocolo de Kongslund:
Tal como he temido siempre en el fondo de mi alma, Lykke se ha negado a adoptar, y eso nos deja en una situación terrible. Ole me suplica que le deje ver a su hijo, pero yo me niego, como he hecho siempre. Ahora veo lo prudente que fue no señalar en ningún momento el niño correcto. El chico que lleva el nombre de «John Bjergstrand» debe desaparecer. Para siempre.
Pone el nombre entre comillas, claro. Porque ni entonces ni ahora ha existido ningún John Bjergstrand. Solo existía en las correcciones de Gerda en una partida de bautismo.
En aquellos días, que fueron los más difíciles y peligrosos de sus vidas, las dos mujeres tuvieron en Kongslund a un chico que, si presentaban los documentos falsificados por ellas, era hijo de una asesina. Ole ya lo sabía de antes, por supuesto, y después de la adopción tenía pensado deshacerse de los papeles y lograr que sus contactos con las autoridades sustituyeran el documento desaparecido por otro, con otro nombre. Pero una familia adoptiva joven y responsable habría sin duda exigido más información, habría tratado de bucear más en los orígenes del niño. Eso no debía ocurrir. Magna y Gerda no podían arriesgarse a ello.
Hay una familia, él es vigilante nocturno, que ha pedido adoptar, aunque les hemos dicho que no tienen un nivel social lo bastante alto como para lograr la aprobación.
Escribió Magna bajo el encabezamiento «Marzo de 1962» (por lo general, no solía fechar sus anotaciones).
Gerda cree que es nuestra gran oportunidad.
Varias semanas más tarde llegaba la descripción de la solución con la que dio Gerda.
Todo ha ido como ella había previsto. La familia ha aceptado no decir nada, tanto por el bien del niño como por el suyo propio. La familia de un vigilante que vive en un piso cochambroso de Nørrebro nunca habría podido adoptar dentro de nuestros procedimientos normales. Cuando el marido me pidió los papeles del niño y la partida de bautismo, mi primer impulso fue negarle el acceso a ellos, pero Gerda me hizo cambiar de parecer. Le dije que quemasen los papeles tan pronto como viesen que al niño no le pasaba nada, y él lo prometió. Pero Gerda dice que seguro que tiene guardada la partida de bautismo, porque la gente como el vigilante es así. Gerda dice que puede ser una ventaja para nosotras. Si alguna vez hay alguien lo bastante listo como para seguir las huellas del bebé de Eva, terminarán ahí, en la familia de un vigilante, y la partida de bautismo, tal como se había pensado desde el principio, identificará al niño como hijo de Eva, ocultando así la identidad de su verdadera hija.
Un último seguro, bien enterrado.
La astucia de Gerda y su talento para prever las cosas más singulares me llenaban de perplejidad y admiración. ¿Cómo podía una mujer de cuyos labios no había salido ni una mentira idear a escondidas planes tan engañosos?
Una página más adelante, Magna anotó:
Han dicho que van a llamar Nils al niño, y que van a olvidarlo todo sobre su pasado, por el bien de todos. Por fin, Gerda está satisfecha. «John Bjergstrand» ha desaparecido para siempre, como si nunca hubiera existido.
Luego añadió: «Porque nunca existió».
Ya en enero de 1962, el joven abogado Ole Almind-Enevold empezó a investigar a los cinco chicos de la Sala de los Elefantes, para encontrar a su hijo. Debía de estar desesperado por las continuas negativas de Magna.
Me imagino sus reflexiones y las de Carl Malle, que también documentaron los acontecimientos posteriores y las confesiones de Almind-Enevold en el ministerio cuando por fin le presentaron a Nils Jensen como hijo suyo.
Los dos viejos compañeros debieron de excluir casi al instante precisamente a Nils, porque estaban convencidos de que Magna nunca habría entregado al hijo de Eva en adopción a una familia de un barrio obrero. Les pasó por alto la importancia de aquel detalle.
En el extremo opuesto del espectro social, se sentirían inclinados también a excluir a Peter, porque sus padres adoptivos eran miembros de una familia muy distinguida e intelectual. En Asistencia a la Maternidad siempre trataban, por el bien del niño, evitar el llamado overmatching, que, por ejemplo, podía implicar que niños nacidos en una clase inferior, de una madre sin educar y, por tanto, podría pensarse que menos dotados, crecieran con padres mucho más inteligentes.
A Asger lo excluyeron porque no creían que Magna, con su gran responsabilidad en aquella entrega en adopción, enviara al hijo de Eva a una familia que vivía tan lejos, lo que la dejaría con muchas menos posibilidades de control. Con ello comprendieron a la perfección la obsesión por proteger que tenía Magna.
Por eso se fijaron en primera instancia en los dos niños de Søborg: Severin y Orla, y sobre todo se interesaron por Orla, que había terminado en casa de una madre soltera. Los dos hombres, con su talento para el trabajo ilegal y la planificación táctica, llegaron a la conclusión de que tal vez fuera un truco astuto por parte de Magna construir una historia sobre una madre biológica soltera, justo para desviar su atención. Orla acudía a menudo al hogar infantil, y además el chico, con su constitución compacta, se parecía al triunfante político.
Por eso, a finales de 1962, Ole Almind-Enevold prometió a su amigo, el policía Carl Malle, su apoyo para que continuara su carrera ascendente, siempre que a cambio le hiciera un solo, aunque decisivo, favor: mudarse a una de las recién construidas casas adosadas rojas del barrio de Søborg donde vivían los dos chicos.
Para que los dos hombres pudieran seguir sus idas y venidas con total discreción.
Y pasa el tiempo sin que se acerquen a la solución del enigma, y sin que nadie advierta la injusticia cometida con Eva y su bebé. Cuando, años más tarde, consiguen análisis de sangre de los cinco chicos tampoco obtienen resultado. Carl Malle desaconseja más investigaciones peligrosas de esa clase, sin duda porque teme que el hijo de Ole no esté en absoluto entre los cinco, lo que lo privaría de su capacidad de presionar al político. No pude evitar sonreír ante la verdadera razón del fracaso: que los dos hombres hicieron análisis a los cinco chicos, pero, claro, nunca a una chica.
Los tres confabulados, Magna, Ole y Carl, están encadenados en una asociación en la que solo pueden vigilarse entre ellos y, por supuesto, mantener un silencio total de cara al exterior.
Si cae uno, caen todos.
La chica, Eva, vive en Adelaida, en Australia, cumpliendo así lo apalabrado, en consideración hacia su hijo. Cambia de nombre y trabaja de secretaria en una empresa petrolífera, pero no encuentra marido.
Supongo que su añoranza, y sus enormes autorreproches, serían un obstáculo determinante.
Justo después de los dramáticos acontecimientos, según Magna, la carrera de Ole queda casi estancada. El nuevo primer ministro, que accede al cargo en el otoño de 1962, no lo tiene en cuenta para un ministerio, porque en el partido aún circulan rumores sobre un escándalo relacionado con su trabajo en Instituciones Penitenciarias. Y que tal vez afecta a una joven reclusa.
Ningún político se atreve a llevar esa idea hasta el final.
Mientras tanto, los médicos más hábiles del globo parchean lo mejor que pueden mi cuerpo maltrecho, y yo me enderezo poco a poco y logro tener mi propia vida, eso sí, oculta, en Kongslund.
«Le he puesto de nombre Inger Marie, porque son dos viejos nombres daneses que, en sus formas originales, significan “la guapa” y “la que viene del mar”, y no hay nombre que le vaya mejor», escribe Magna en primavera de 1963, y continúa, confiada:
Todavía le hacen pequeñas operaciones, y los médicos han conseguido doblar sus pies un poco hacia dentro, así que ahora puede caminar, casi igual que los demás niños. Ese hecho me llena de alegría. A los dos años del hallazgo del bebé abandonado, varias revistas han vuelto a escribir la fantástica historia, y los periodistas se han quejado una vez más de que nadie haya logrado encontrar a los padres. La Policía sigue recibiendo informaciones sobre el caso, cuando se menciona; la mayoría proceden de personas desequilibradas que se sienten atraídas sin remedio por esa clase de historias fantásticas.
Un año más tarde escribe:
Asistencia a la Maternidad ha reconocido, por iniciativa mía, que va a ser muy difícil, por no decir imposible, encontrar una familia adoptiva para nuestra pequeña Inger Marie. Sigue teniendo un aspecto muy diferente, y es tan frágil que no podría vivir en una familia normal. La señora Krantz entiende mi propuesta de que Asistencia a la Maternidad me conceda pronto el estatuto oficial de madre de acogida de la pequeña Inger Marie para los años que vienen.
En esas páginas se evidencia su alegría por ser una madre «de verdad».
A Marie le encanta ponerse vestidos de colores claros. Su favorito es el amarillo, como el color de las fresias que rebosan de flores en los macizos que hay al otro lado de la ventana de la Sala de Recién Nacidos. Su pasatiempo preferido es pasear conmigo por el jardín y recoger capullos de fresias para las fiestas de Kongslund, o para cuando recibimos a visitantes ilustres que han oído hablar de nuestro trabajo, algunos desde tan lejos como Japón.
Arrugué el ceño, porque yo no lo recordaba así. Al contrario, tenía una imagen interior de una mujer enérgica y concentrada que se encargaba en persona del trabajo de recogida de flores, en majestuosa soledad, y después aparecía magnífica en la mesa de la cocina, aplastando los tallos a martillazos, como si fueran diminutas personas a las que moldear para la vida.
En un pasaje, Magna observa, casi con una especie de alivio: «Después de todo, es una suerte que Inger Marie naciera tan desfigurada. No tiene el menor parecido con ninguno de sus padres».
Pasados varios años, confía al Protocolo el papel que ha desempeñado Gerda en mi educación.
Hemos decidido dar a la pequeña Inger Marie clases en casa, porque los psicólogos estiman que se encuentra todavía demasiado débil para enviarla a la escuela con los demás niños. Es importante que esté en calma total. He decidido darle la Habitación del Rey, y le he hablado del origen de la estancia y de su ubicación en el centro exacto de Villa Kongslund, entre el norte y el sur. El otro día Gerda le leyó en voz alta un artículo del Søllerød Posten en el que se describía la historia del lugar. Inger Marie estaba muy interesada en el relato de la pequeña espástica que creció en la villa blanca de lo alto de la cuesta, detrás de Kongslund. El periódico reproducía varias anotaciones de los diarios de la chica sobre el viejo capitán de Marina Olbers, que fue el primer propietario de la villa. A Inger Marie le encantan, pese a no haber coincidido nunca con ella, por supuesto.
La última observación me extrañó, porque Magdalene había estado conmigo siempre, tanto en lo alto de la colina como en la playa de abajo, sobre todo cuando se plantaba con su silla de ruedas en el embarcadero y oteaba el estrecho con el catalejo del Rey.
Magna tenía que haberlo visto.
Gerda dice que fue sin duda la historia de Magdalene la que impulsó a Marie a escribir tan temprano, para sorpresa de todos. Le hemos regalado un taco de cuadernos azul cielo en los que escribe, y que cuida como si fuera el mayor de los tesoros. Todavía nadie ha tenido permiso para leerlos, pero estoy muy emocionada, claro. Ya me enseñará sus escritos algún día.
Es el último pasaje del Protocolo donde la descripción que hace Magna de mi vida y milagros se mantiene en un tono más o menos alegre y despreocupado.
Después la imagen cambia de repente. De página en página, el ambiente parece cambiar, y se hace cada vez más evidente que Magna concibe la observación de su hija de acogida con creciente inquietud a medida que pasan los meses. Eso culmina la mañana que encuentran muerta a mi amiga del alma.
La anciana espástica ha muerto esta noche. La han encontrado tumbada a los pies de la cuesta, junto a la silla de ruedas en la que se desplazaba las raras veces que se atrevía a salir. La Policía cree que ha cometido la temeridad de salir de la casa cuando todavía estaba oscuro porque ha sido la noche posterior al alunizaje de los norteamericanos, y porque había un viejo catalejo destrozado junto a ella, bajo la colina. Los policías creen que quería observar la luna, y después volcó en la oscuridad.
De pronto, sentí una vaga furia repentina por la descripción de Magna. En aquella parte del Protocolo de Kongslund mi vida había llegado a un punto muy importante, y yo ya no deseaba la presencia de mi madre de acogida. No debía acercarse más.
Nunca debí llevar a Marie al entierro de Magdalene. Es como si la anciana, después de muerta, se hubiera convertido en una obsesión para ella. En la cabaña de los aperos, detrás de los dormitorios, ha encontrado la vieja silla de ruedas en la que la transportaban las puericultoras cuando le vendaron los pies. Y el otro día se agenció el viejo catalejo del que alguien se había deshecho en la playa. Ha fijado el catalejo al brazo de la silla. Algunos días, lleva la silla hasta la orilla y se sienta en la playa durante horas, observando la isla de Hven por el viejo aparato oxidado; lo más seguro es que no se vea nada. No sé qué puede creer que está buscando, pero sé por la encargada de la biblioteca municipal que ha pedido prestados tres libros sobre Tycho Brahe. Tal vez la haya inspirado el alunizaje. Gerda dice que no debo preocuparme tanto, pero no estoy tan segura. Como siempre, Gerda cree lo mejor de las personas.
Mes a mes, la obsesiona el problema cada vez mayor de entender a su hija, y mi interés por ese lugar del que nunca me iré. Se desprende que las cosas van a empeorar mucho:
Ahora también Gerda está preocupada. Y no le faltan razones. Ayer Marie le contó que su catalejo había pertenecido a un rey, al monarca que hizo construir Villa Kongslund, y que por eso lo había heredado de la anciana espástica. ¿De dónde sacan los niños esas historias disparatadas? Gerda ha intentado convencerla para que vuelva a dejar la silla en la cabaña de los aperos, porque no la necesita para nada. Pero Marie sostiene que perteneció a la anciana de la villa vecina, y es esa aberración constante la que más nos preocupa.
Volví a sentir la rabia mientras leía, porque Magna había seguido mi vida y la de Magdalene mucho más de cerca y con más profundidad de lo que yo había percibido o creído nunca. No entendía que no hubiera desvelado —siquiera un poco— sus observaciones a la hija a la que afirmaba amar, para que yo la tranquilizara y corrigiera todos los malentendidos de los que hablaba en sus escritos.
Pensé que tal vez así podría haberse evitado algo de lo que sucedió después. Pero mi madre de acogida había decidido callar y dejar que sus descripciones quedasen registradas en su querido Protocolo de Kongslund, como un susurro lejano para la posteridad, y además en unas páginas que nadie excepto ella debían ver. Yo, menos que nadie.
Por aquella época, yo tendría unos diez u once años, me vigilaba más de cerca, y su preocupación la hacía buscar los cuadernos que me dio Gerda para que escribiera cuando no estaba en mi habitación. Quería ver con qué fantaseaba —así lo expresó—, pero no los encontró al primer intento, porque me encargué de esconderlos tan bien como pude. Fue en la época en la que realizaba mis viajes secretos a las casas de los niños que vigilaba, mientras ella acudía a reuniones o conferencias al servicio de la Bondad de Corazón; Gerda, por razones que siempre se me han escapado, decidió encubrirme.
A principios de 1973, la vigilancia a la que me sometía Magna obtuvo recompensa:
Ayer, mientras Marie estaba como siempre sentada en su silla de ruedas junto al embarcadero observando la isla con su catalejo, que hace tiempo que perdió la lente, se me ocurrió una idea que debí haber tenido mucho antes. Subí corriendo a su habitación, y en efecto: en un cajón de doble fondo del viejo secreter del capitán, encontré los cuadernos azules que le había dado Gerda.
Aquella tarde, Magna abrió mis cuadernos, uno a uno, y examinó todas las ideas y observaciones secretas que había anotado, y aquello me puso furiosa. Pero a la vez me daba cuenta, para mi satisfacción, de lo mucho que se arrepintió enseguida: «Hoy desearía no haber leído nunca esos cuadernos, pero lo que ha sucedido no puede cambiarse», observó. Había algo que Magna no entendía para nada:
¿Es normal que una niña de once años escriba palabras que parecen sacadas del diario de una muerta? ¿No solo como si la hubiera conocido, sino como si FUERA ella? ¿Es eso normal? ¿Puede acaso considerarse como parte de un fantasioso juego infantil? No me atrevo a escribir esto. Ni siquiera en este libro, que nadie va a ver jamás. Ni siquiera me atrevo a preguntar a los psicólogos de Asistencia a la Maternidad.
Había dejado un espacio en blanco bajo aquellas extrañas líneas. Luego había escrito: «Estoy más desesperada que nunca».
Mi rabia crecía con cada palabra, hasta llegar a un punto en que me ahogaba, y sentí que el agua, que siempre me delataba, fluía por mi mejilla izquierda. Magna había traspasado todos los límites. No se había contentado con leer mis cuadernos, también los había copiado, y estuvo pensando en enseñárselos a la guardia de oráculos barbudos fumadores de pipa y pedirles consejo. Estuvo cerquísima de desvelar las ideas íntimas de Magdalene y mías —ideas que solo nos pertenecían a nosotras— a los seres que más detestaba yo de este mundo. Leyó sobre nuestro primer encuentro, cuando llegó el agua y casi nos ahogó a las dos, tuvo acceso a mis recuerdos más íntimos, y solo pensaba en dárselos a los hombres que iban a aniquilar a los niños a quienes no entendían.
Fue Gerda quien, a fuerza de insistir, la convenció para que lo olvidara.
Gerda tiene miedo, por el peligro que entraña, de que al final me quiten a Marie. Quizá sea normal vivir en un mundo de fantasía así, pero si no lo es, dice que me arriesgo a perder a mi hija. Por supuesto que sería una catástrofe para todos, porque, si está tan enferma como me temo, nadie va a poder serle de más ayuda que yo.
La lógica era tan sólida como la propia Gerda; pero era típico de mi madre de acogida imaginar una enfermedad en otra persona, que después ella podía reparar durante un par de décadas en nombre de la Bondad de Corazón; claro que, en ese caso, por supuesto que sentí alivio por su decisión. Luego continúa:
He vuelto a hablar con Gerda del problema, y por una vez parece tan desconcertada como si se encontrara ante algo que nunca había visto. Nunca pensé que Gerda pudiera ponerse así. Inger Marie siempre ha fantaseado mucho, así que tal vez eso explique lo de los diarios de Magdalene. Ya de pequeña, contaba a las puericultoras más ingenuas que Villa Kongslund estaba llena de hijos de gente famosa, y que por eso realizaban allí una obra oculta como protectoras secretas de los ricos. Debió de inspirarse en las familias distinguidas que paseaban con sus hijos por la zona y, como dice Gerda: tal vez haya combinado eso con los divertidos apodos de personas famosas que poníamos a los niños. Entonces la dejábamos fantasear. Al fin y al cabo, parecía algo inocente. Pensábamos que nadie iba a creer aquellas historias fantásticas. Tal vez fuera un error.
Una vez más, mi madre de acogida trata de ocultar la realidad que nadie debe descubrir. De la que yo soy prueba viviente. Yo era, mejor dicho, soy hija de un hombre famoso, por mucho que habría preferido seguir viviendo ignorando ese hecho.
Después Magna siguió investigando lo que denominaba «la vida secreta de Inger Marie». Aparte de los doce cuadernos azules que contenían el diario de Magdalene, encontró algunos de mis apuntes, los que trataban sobre mis conversaciones con Magdalene en los años posteriores a su muerte, que leyó un día, mientras Gerda me daba clases en la sala del jardín.
Tengo un terror indescriptible. Ha descrito la muerte de Magdalene lo primero de todo, pero hay algo que no encaja. O tal vez haya reprimido cómo sucedió en realidad. Cuenta que la anciana estaba durmiendo en paz en la silla de ruedas en su terraza, justo la noche en que los norteamericanos alunizaron, y que por eso debió de morir feliz. Pero no ocurrió así. Hay algo en su distorsión de la realidad que me inquieta. No sé qué significa ese relato, y ya no me atrevo a pedir consejo a nadie. Ni siquiera a Gerda.
Del Protocolo se desprende que en los años siguientes visita a menudo mi habitación cuando no estoy, pero nunca descubre mi escondite más antiguo y más secreto: el que se encuentra tras el revestimiento trasero del viejo armario de limonero del capitán, donde están escondidos mis apuntes sobre Orla, Peter y los demás. Nunca va a encontrar mis anotaciones sobre mis compañeros de la Sala de los Elefantes, los que me fueron abandonando, uno a uno, pero que ahora han vuelto.
En un momento dado, parece tranquilizarse un poco porque se ha convencido a duras penas de que debo de haber terminado de escribir y fantasear, como lo llama; por lo visto eso suaviza también sus celos por mi amiga del alma:
«Creo que Magdalene ha salido por fin de su vida», escribe a principios de 1974.
La reparadora de todas las almas perdidas puede ser así de ingenua.
Por esa época, Gerda continúa dándome clases; de vez en cuando le ayuda una maestra de la escuela (que también ha adoptado a un niño de Kongslund), y los fines de semana ayudo a cuidar a los niños mayores de la Sala de las Jirafas y la Sala de los Erizos. Todo transcurre casi con normalidad.
Las preocupaciones de Magna son ahora más de tipo práctico y maternal, y cuando entro en la adolescencia y luego me acerco a los veinte, escribe:
Creo que, a pesar de todo, conseguimos hacer el trabajo para el que nació Kongslund. Pero por supuesto que me preocupa que no tenga otros intereses que dibujar lunas y planetas, que copia de sus libros de astronomía, y observar la isla de Hven con los restos del viejo catalejo oxidado que tanto le gusta. Veo cada vez más claro que va a vivir el resto de su vida en Kongslund. Es la única seguridad que puedo ofrecerle.
Por sus anotaciones, veo lo importante que es para ella conservarme y alejar cualquier idea sobre entregarme en adopción, con ayuda de lo que siempre recalcaba ante la señora Krantz y la altruista Asistencia a la Maternidad: que yo era demasiado frágil y especial para tratar con otra gente: «No va a ir a ninguna parte».
Leyendo el Protocolo de Kongslund, me daba plena cuenta de que dejó que su hija de acogida, convencida de que no venía de ninguna parte, viviera su vida, para poder llevar a cabo su colosal engaño sin riesgo de ser descubierta.
De la lectura se desprende que durante los años siguientes Magna parece pensar que mis defectos iban desapareciendo uno a uno, hasta que un día me ve como alguien fascinante: una mujer bella, rubia y bien formada que se parece cada vez más a «su madre». Se trata, por supuesto, de una distorsión provocada por su enorme y frustrado amor maternal, pero hace que ponga todo su afán por mantenerme apartada de otras personas. Teme, escribe, que Ole Almind-Enevold, en alguna de sus visitas a Kongslund, repare en el parecido con su joven amante de la sala de visitas n.º 4, cosa que, por supuesto, no ocurre. Soy morena como un palo doblado y retorcido metido en la tierra, cosa que ni la fantasía de una madre puede hacer cambiar por muchos años que pasen.
Solo en unas páginas del Protocolo encuentro señales de una especie de arrepentimiento por lo ocurrido y por el destino del que me ha hecho partícipe. Aparece casi al final:
En este libro que trajo el mar he descrito todo tal como sucedió en realidad. No por consideración hacia los implicados ni hacia ninguna otra persona, porque Gerda ha prometido quemar el Protocolo de Kongslund si me muero, sino porque debo tratar de comprender lo que ocurrió. Me duele tener que guardar un secreto tan grande ante mi hijita, y tener que hacerlo durante toda su vida, pero no existe otra opción. Mi único temor es que un día formule la pregunta equivocada a Gerda: ¿quién es mi madre? Porque Gerda nunca ha sido capaz de mentir. Por suerte, Marie no sabe ni que exista esa pregunta. Y por eso tampoco ha podido imaginarse que exista una respuesta.
Habían cerrado con llave todas las puertas que conducían al mundo que me rodeaba. Yo estaba entre Tinieblas, tratando de comprender el enorme engaño.
Noté que el agua de mi interior se derramaba sobre los viejos papeles del cuaderno de bitácora de Magna, y quise cerrarlo, pero era incapaz de mover las manos y mis hombros torcidos. Recordaba con demasiada claridad mi visita a Gerda, el día que formulé mi pregunta sobre el misterioso John Bjergstrand y ella, con sus últimas fuerzas antes de desvanecerse, susurró: «Marie…, ¡no existe ningún John Bjergstrand!».
Pensé que estaba mintiendo por primera vez en su vida, y la desprecié por ello. Pero fui injusta, porque la respuesta que me dio era la verdad de cabo a rabo. Seis palabras, como restos de un naufragio en la arena.
El Protocolo se acerca al final, no quedan muchas páginas. Pese a que la rabia no me ha abandonado del todo, parece que mi respiración se ha sosegado un poco.
Luego la cosa vuelve a torcerse, porque Magna menciona otra cuestión que la ha tenido inquieta. Su preocupación se centra ahora en el viejo espejo rococó que ha colgado de la pared frente a mi cama en la Habitación del Rey durante todos los años que la he ocupado. Según sus anotaciones, no se dio cuenta de mi especial relación con el espejo hasta que entré en la adolescencia y un día encontré un viejo vestido en un baúl del desván. Era verde como el follaje del haya, cuenta, pero estaba gastado por el tiempo. Pese a ello, me lo puse, como suelen hacer los niños, y un día que Magna entró sin llamar a mi habitación, me encontró delante del viejo espejo, dando vueltas y más vueltas con los brazos levantados por encima de mi cabeza.
«Era un espectáculo grotesco», escribió.
Y como solo me vio bailar, no llegó a oírme formular al espejo la pregunta que todo el mundo recuerda de los cuentos de su infancia, la única pregunta lógica:
—¿Quién es la más fea?
Por eso, tampoco oyó la respuesta, y como, igual que todas las madres, seguía viendo de color rosa cuanto se relacionaba conmigo, la experiencia la dejó abatida.
No tengo ni idea de qué hacer, y nadie puede ayudarme. Inger Marie sigue considerándose feísima, como la niña de pelo negro, espalda torcida y pies extraños que anda por Kongslund tirando de un viejo elefante con ruedas japonés oxidado. He tratado de decirle lo mucho que ha cambiado. He tratado de decirle lo guapa que se ha puesto, pero creo que no quiere oírlo. Ese espejo ha sido su propiedad más preciada a lo largo de los años, incluso después de que se cayera de la pared y se rajara, y ahora nadie puede reflejarse en él. No comprendo qué es lo que ve. Y cuando se vuelve hacia mí, estoy a punto de llorar.
Sentí la tentación, una vez más, de volverme hacia mi viejo espejo mágico, que colgaba detrás, pero no lo hice. Estaba segura de que notaría enseguida mi debilidad y aprovecharía la posibilidad de escapar de su oscuridad, una vez más. No me atrevía a correr el riesgo.
Dentro de un mes me jubilo. He comprado un piso en Skodsborg. Pero Inger Marie seguirá viviendo en Kongslund. Es su propia decisión. La comprendo y la acepto. Esta es su casa.
Me tranquiliza que Susanne Ingemann tome mi puesto de directora. La quiere tanto como una persona que no sea yo puede querer a Marie.
Solo quedan unas pocas, pero dramáticas, notas en el Protocolo de Magna. Justo las que desvelan la verdad sobre el enigma que en la opinión pública se conoció como «caso Kongslund».
Sin duda, van a hacer caer al Rey Absoluto, y pondrán de inmediato freno a su obra, estoy segura, y por eso he pensado pasar a otros el Protocolo, del único modo que se me ha ocurrido. Pero las últimas anotaciones podrán usarse también contra personas que ella ha querido, sobre todo la niña a la que educó como a su propia hija. Eso es inevitable.
Magna y Gerda llevaban cuarenta años creyéndose seguras de que nadie podría desvelar su secreto y mi verdadera identidad, cuando las cosas se les torcieron. No por desidia o falta de cuidado, sino porque el Destino permitió que un turista se levantara de un banco de Adelaida, supongo que algo distraído, y dejara olvidado un periódico que había dado media vuelta al mundo para llegar allí. No hizo falta más.
Eva Bjergstrand advirtió por casualidad el periódico del banco ante el hotel australiano con turistas daneses… Fri Weekend.
Vaya nombre curioso, pensó.
Un impulso la llevó a recogerlo, probablemente porque era del 8 de abril de 2001, Domingo de Ramos, y por eso le recordó las Semanas Santas de su infancia.
Ella había nacido un día de Viernes Santo, el 7 de abril de 1944.
Dentro del periódico, repara en la boda celebrada en la iglesia de Holmen, que además ha tenido lugar el día de su cumpleaños, y no cabe duda de que, con esos pocos detalles casuales, el Destino tiene la voluntad de arrastrarla al juego que nadie comprende en ese momento. El responsable de su desgracia le sonríe desde una de las imágenes; está tomada en el exterior de la iglesia, y todo lo que ha tratado de olvidar vuelve, como si nunca hubiera desaparecido.
Cinco días después, el día de Viernes Santo, 13 de abril de 2001, escribe dos cartas: una a Magna y otra al hijo que nunca ha visto.
Las envía el 17 de abril de 2001. Es el primer día de trabajo después de las vacaciones, y están dirigidas a Martha Ladegaard, en el hogar infantil de Kongslund.
Pero el envío me llega a mí, porque mientras tanto Magna se ha jubilado y se ha mudado, y el cartero no se da cuenta de que no es mi nombre el que aparece como destinataria.
Aquella mañana el Destino debió de bailar regocijado sobre el borde de su cama celeste.
Como Eva lleva todo el verano esperando en vano una respuesta de Magna, toma la única decisión posible que puede sustituir sus ganas de poner fin a todo. Suspende su exilio y decide buscar su pasado.
Llega al aeropuerto de Copenhague en un avión proveniente de Australia. Es la primera semana de septiembre de 2001. Desde el vestíbulo del aeropuerto llama a Kongslund, donde una puericultora le dice que Magna se ha mudado hace tiempo y que ahora vive en Skodsborg. Llega sin avisar a casa de Magna la noche del 10 de septiembre de 2001. Las casualidades empiezan a generar como por milagro sus patrones, con los que más se divierte el Amo. «Fue una conmoción», escribe Magna.
Fue una conmoción ver a aquella persona, que jamás pensé que volvería a ver, en el umbral de mi puerta. Había envejecido, pero a su manera estaba también tan guapa como la vez que la ayudamos a conseguir el indulto y la libertad. Como es natural, yo habría preferido un reencuentro más conciliador, pero no pudo ser. Quería ver a su hijo, y esta vez no iba a aceptar ninguna clase de negativa. Me di cuenta de que estaba furiosa.
Y entonces ocurre algo, tal vez provocado por el enorme sentimiento de culpa de Magna, o tal vez por un miedo intuitivo hacia la mujer que sabe que han condenado por asesina.
Su furia y su decisión me tenían muy asustada. Sobre todo cuando, como aquella otra vez, amenazó con romper su promesa de silencio si yo no cedía. En mi estado de susto y desconcierto, le dije que podía encontrar todas sus respuestas en Kongslund, porque era verdad. No me atrevía a contarle la verdad a la cara, aunque tenía derecho a saberla. Creo que decidió ir directa a Villa Kongslund, a pesar de que ya era tarde, pero nunca me he atrevido a preguntarle sobre eso a Inger Marie. No sé qué pasó después.
Con una mezcla de horror y compasión, y probablemente sentimiento de culpa, porque nunca me he atrevido a llevar hasta las últimas consecuencias mi opinión de mi madre de acogida, Magna envió a aquella mujer tan injustamente tratada a Kongslund, para que le respondieran la única gran pregunta que la había llevado de vuelta a su país natal: «¿Dónde está mi hijo?».
En aquellas horas, en el fondo de su alma Eva debió de sentir la traición de la que había sido objeto.
Cuando llamó a la puerta del anexo de Kongslund, fui yo quien abrió, tal como había planeado el Destino.
Era tarde, estaba oscuro, Susanne se había marchado a su casa y hacía tiempo que, en el hogar infantil, todos dormían. El guardia nocturno estaba en la sala del jardín viendo la televisión.
—Me llamo Eva Bjergstrand. —Fueron las cuatro palabras con que se presentó.
Estaba en los escalones de piedra, todavía en sombras, pero vi que era una señora mayor, y mi sorpresa no fue menor que la de Magna. La mujer que había estado buscando durante días junto con Susanne estaba, como por milagro, allí, ante la puerta del hogar infantil.
Los primeros segundos no dije nada y, si no fuera porque estaba entrenada en mantener conversaciones con el espejo mágico de mi habitación, la expresión de mi rostro habría desvelado enseguida mi susto.
Antes de que pudiera detenerla, avanzó con paso desesperado más acá del umbral hasta el vestíbulo de la villa donde vivió su bebé, la villa que la separó de él para siempre. Recuerdo que observé que había mechas rubias en su pelo canoso ondulado; aún recuerdo los detalles más extraños de aquella noche.
Estuvo un buen rato inmóvil, observándome. Después solo recuerdo la única pregunta que susurró.
—¿Cómo te llamas?
No respondí.
—Magna me ha dicho que debía preguntar aquí por mi hijo —hizo saber con una voz sorprendentemente clara y penetrante.
—¿Su hijo?
Oculté mi desconcierto tras una cortesía que, por lo demás, raras veces desplegaba hacia el mundo circundante, del que no formaba parte.
—¿Cómo te llamas? —repitió.
Con un impulso repentino, la empujé hacia la oscuridad de los escalones de entrada y le pedí que esperase mientras iba a por mi abrigo. Al fin y al cabo, a principios de septiembre no hacía tanto calor.
—Los niños duermen —aduje. Recuerdo con nitidez la disparatada excusa.
Apenas habíamos llegado a la playa cuando repitió por segunda vez la pregunta cuya respuesta tenía tal importancia para ella:
—¿Cómo te llamas?
Y luego añadió, aún con más insistencia, por lo que recuerdo:
—¿Quién eres?
Decidí desvelarme un poco, e intentar una respuesta, pese a que el viento aullaba, como alarmado, en las copas de las hayas de lo alto de la cuesta, a nuestras espaldas.
—Me llamo Marie —dije—. Soy la hija de Magna.
Por una vez, no añadí «de acogida» a la palabra hija, y también sentí algo de inquietud ante esa precaución, pero sin comprenderla.
Los minutos que siguieron caminamos juntas por la playa en dirección a Bellevue. Pareció reflexionar sobre la información que le había dado.
Debimos de caminar en silencio unos cientos de metros, cuando de pronto se detuvo y sacudió la cabeza.
—No —dijo. Y no se movió.
Yo tenía el rostro vuelto hacia la isla de Hven. Pero oí bien su observación, que comprendía de alguna manera, aunque en aquel momento no sabía nada de lo que sé ahora.
—Te llamas Jonna…, Jonna Bjergstrand —aseguró—. Ese es tu nombre de pila. Aunque ahora te llamen de otra forma.
—No, me llamo Marie. Puede que tu hijo se llame John Bjergstrand —dije sin tono en la voz—. No Jonna.
Pensé que la mujer había enloquecido en su búsqueda de su bebé perdido.
—Mira cómo nos parecemos —dijo con un tono de voz extraño que me irritó tanto como el sonido del viento en las copas de las hayas a nuestras espaldas—. No hay la menor duda. Mira nuestros ojos… Esa mirada y ese color de ojos son inconfundibles. Tenemos los ojos idénticos.
—Tu hijo se llama John —repetí—. No Jonna. Diste a luz un chico. Yo soy la niña abandonada de Kongslund.
Percibí sus sacudidas de cabeza, pese a haberme vuelto hacia el mar y estar de espaldas a ella.
—No. Jonna —repitió.
—No —insistí, vuelta hacia el mar y la oscuridad.
En aquel instante extendió la mano hacia mí, y sin darme la vuelta noté que su mano derecha se acercaba por detrás a mi hombro. Nadie solía tocarme. Gerda no lo hacía. Tampoco mi madre de acogida. Ni siquiera Asger.
«No existe ningún John Bjergstrand». De pronto fue como si oyera la voz de Gerda, aunque en aquel momento aún no había pronunciado esas palabras.
Su mano rozó mi hombro izquierdo, torcido, y giré sobre mis talones. Ella dio un paso atrás, asustada, y la empujé para que me soltara. La empujé con fuerza, con los ojos cerrados.
No recuerdo más. Ni los segundos ni los minutos posteriores. Ni las olas rompiendo contra la playa, ni el sonido de la tormenta en el estrecho de Øresund. Nada.
Todo parece tan extrañamente familiar en las Tinieblas… Escuchamos; somos invisibles; nos balanceamos en una larga hilera al borde del abismo, mientras un verso se encadena con otro, y la canción es el único sonido que oímos.
Tal vez en algún momento cante al viento, o tal vez solo imito las palabras con los ojos cerrados, como hacía siempre en la Sala de Recién Nacidos.
Ya no me acuerdo.
Cuando desperté, la mujer yacía a mis pies. Se había derrumbado sobre la arena. Vi que su cabeza había chocado contra una piedra. Uno de los ojos estaba cerrado, y el otro, desmesuradamente abierto, y cuando me arrodillé no tuve ninguna duda: al igual que el ojo del Lerdo en aquel espantoso segundo de Orla miraba al cielo sobre el pantano, el ojo que le quedaba a Eva miraba con fijeza a las Tinieblas sobre el estrecho, pero sin ver nada. La piedra en la que se apoyaba su cabeza era, por lo que vi, la única en muchos metros a la redonda. Debió de tener la mala suerte de caer justo allí, y en el mismo segundo divisé otra cosa: había un pedazo de cuerda sobre la arena, un poco a la derecha de ella, y la cuerda, con el paso del tiempo, se había retorcido sobre sí misma y parecía formar un nudo de ahorcado.
Cuando la vida se detiene, percibes las cosas más extrañas.
Lo más seguro es que la conjunción de las tres cosas —el ojo, la piedra y la cuerda— me diera la inspiración para dar el único paso lógico que podía imaginar, y que debo contar aquí para terminar la historia.
El Destino me mostró sus cartas por primera y última vez en mi vida. La mujer yacía, como el Destino quiso siempre, junto a sus niños. O, más bien, los símbolos que habían dejado. La piedra con que chocó Kjeld, el hijo del portero, cuando el caballo de Severin lo arrojó por el aire en el pantano. La cuerda con la que se ahorcó el policía cuando Nils Jensen lo fotografió en su papel de hombre violento (yo ya había leído la historia para cuando encontré su nombre). El ojo, que hizo que la mujer quedara mirando al cielo, igual que el Lerdo en el pantano la vez que el brutal ataque en el que intervino Orla lo mató. Como en el resto de historias que guardaba en mi memoria.
Me quedé un rato largo en la oscuridad, observando los tres objetos. Allí yacía la anciana, a unos cientos de metros del lugar donde los siete niños de la Sala de los Elefantes empezaron su vida en soledad. Había muerto tratando de encontrar entre ellos a su hijo.
Era espantoso lo cerca que había estado, pero no lo consiguió, porque el Destino la detuvo con un buen empujón.
Tras esa reflexión, vacié sus bolsillos de papeles, dinero, pasaporte, billetes y otros efectos personales. No debían identificarla, no debían darle ningún nombre, porque no tenía que ver con ninguno de nosotros.
No tenía que ver con nadie.
Solo pasé por alto una cosa: la foto de la que Knud Tåsing oyó hablar más tarde a una fuente policial, la imagen del hogar de mi infancia con sus siete chimeneas características, que un comisario de Policía vio que la muerta llevaba encima a la mañana siguiente, sin relacionarla con Villa Kongslund, que por lo demás se alzaba a unos pocos cientos de metros playa arriba.
Aquello le costó la vida. Estaba segura de que había sido obra de Carl Malle, pero nunca iba a poder probarse, como tantas cosas relativas al asunto Kongslund.
Hasta los cazadores más hábiles cometen errores decisivos.
Después volví por la orilla de la playa, tan rápido como pude y sin hacer ruido.
En Kongslund me deslicé silenciosa de habitación en habitación para no despertar al guardia nocturno, que, como siempre, echaba una cabezada en la sala del jardín, e hice lo que había que hacer.
Primero fui en busca de la vieja rama de tilo que recogí en el Colegio Privado cuando leí en el Søllerød Posten la noticia de la muerte del rector Nordal. Comprendí de inmediato qué había ocurrido y quién era responsable; claro, porque había visto muchas veces a Peter entrar al bosque en bici con la gran bolsa negra, y cuando talaron el árbol no tuve ninguna duda de la relación.
Luego fui en busca del viejo libro que leyó Ejnar-ovni en su última hora, dentro del agujero negro donde decidió dejarse morir a causa de su amor por Asger. La niebla negra. Lo había encontrado en la terraza de Asger, encima de una mesa de jardín, una de las últimas veces que lo visité, y guardé aquellos dos recuerdos de mis compañeros de la Sala de los Elefantes que más admiré durante mis años en la Habitación del Rey, y ni siquiera expliqué a Magdalene la importancia que tenían para mí.
Para terminar, abrí la jaula del despacho de Kongslund, atrapé uno de los cuatro pequeños canarios dormidos, el que más recordaba a Afrodita, y lo saqué antes de que pudiera escapar. Era viejo, pero seguía siendo bonito. Luego cerré la jaula. Solo necesitaba un pájaro para recalcar lo simbólico de mi acto.
Cerré en silencio la puerta de entrada tras de mí y volví adonde estaba la muerta en la playa con mis regalos en brazos, y tuve cuidado de caminar por la orilla, donde mis huellas no podrían seguirse cuando llegara el día. A mitad de camino hacia la anciana, me arrodillé y apreté la cabeza del canario de Susanne contra la arena hasta que se ahogó y se quedó quieto.
Cuando llegué a la mujer muerta, coloqué los objetos que había llevado en torno a ella, como me pareció que quedaba más bonito y adecuado, hasta que quedó perfecto.
La simetría, preferida de reyes y dioses, por una rara vez me había ayudado, y había cuidado con esmero que mis seis saludos a la mujer muerta estuvieran bien dispuestos sobre la arena; formaban, en mi opinión, un dibujo perfecto, que simbolizaba lo que había ocurrido. Eva Bjergstrand tenía el rostro mirando hacia el estrecho, de donde habían llegado durante generaciones los niños abandonados, balanceándose entre los juncos hasta llegar a su salvadora, aquella magnífica mujer de la vieja villa de la costa.
No podía hacer más por la muerta.
Aquella noche hubo un séptimo objeto en la orilla de la playa, por supuesto, que la Policía nunca encontró, porque cuando ellos llegaron hacía tiempo que había desaparecido. Mi regalo personal para Eva, lo único que las escasas personas que me conocían siempre relacionarían conmigo: las Tinieblas…
Y las Tinieblas me ocultaron, como lo habían hecho siempre, cuando abandoné el lugar.
Luego sentí un extraño alivio. Tuve la misma sensación corporal que la mañana que me encontré con Magdalene en el embarcadero por primera vez y pasé horas llorando en sus brazos. El encuentro con Eva tuvo el mismo efecto en mí. Cuando el Destino pone sus zancadillas, en realidad no piensa en las consecuencias. Es puro reflejo. Como cuando un médico golpea con un pequeño martillo la rodilla de un niño. Y cuando provoca la última caída fatal, no diferencia entre unos motivos y otros, y desde luego que no en los diversos grados de agitación emocional del elegido.
Sabía sin asomo de duda que tampoco la Policía iba a hacerlo.
Irían a buscarme sin más, y después me alejarían de Kongslund para siempre; eso no podía permitirlo.
Dos días más tarde, mi madre de acogida se fijó en un breve del Søllerød Posten que transformó todo su mundo.
Sé que desde aquel día ha vivido atemorizada.
«Han encontrado una mujer muerta sin identificar en la playa, entre Kongslund y Bellevue», escribió en el Protocolo.
A Magna le pareció que la descripción se adaptaba perfectamente a Eva Bjergstrand. «Tengo más miedo que nunca», escribió después.
Al día siguiente de morir Eva me puse a borrar las últimas huellas que pudieran relacionar el cadáver de la playa conmigo. En los días previos había estado buscando a Eva en compañía de Susanne Ingemann, y un empleado de la embajada australiana nos dijo que había vuelto a Dinamarca. Después empezamos a buscarla por los hoteles, y entonces dije a Susanne Ingemann que por pura chiripa había seguido la pista de Eva Bjergstrand hasta un pequeño hotel de Frederiksberg Allé, pero que se había marchado sin pagar y sin dejar la menor huella.
Dije que había desaparecido de manera irrevocable.
Pero ella insistió en ir a la biblioteca municipal a leer los periódicos de los últimos días. Dijo que a lo mejor había tenido un accidente.
Para mi alivio, su descubrimiento de la muerte de Eva hizo que exigiera parar de inmediato todas las actividades que tenían relación con el caso. Y yo le estuve agradecida, entonces me pareció un raro gesto de camaradería por parte de mi antiguo adversario de las alturas. El Destino decidió ocultar el pequeño empujón desgraciado en una playa danesa con la mayor acción terrorista de todos los tiempos.
No iba a dirigirse la menor atención a una muerte tan insignificante, aunque misteriosa, en una playa de Dinamarca.
Guardé las cartas de Eva en mi escondite secreto del viejo armario y me dispuse a esperar con paciencia a que pasara el peligro de que lo descubrieran. En los años que siguieron las sacaba con regularidad y releía sus palabras a Magna y al hijo desconocido, que yo estaba convencida de que debía de ser uno de mis compañeros de la Sala de los Elefantes: Orla, Peter, Severin, Asger o Nils. Tras cada lectura sentía la misma rabia de la primera vez que las leí, y todas las veces mi temor al descubrimiento superaba mi obsesión por encontrar al hombre que arruinó las vidas de Eva y de su hijo. El padre biológico de John Bjergstrand.
Durante los siguientes siete años, todo mi odio se dirigió contra aquel desconocido, pero no tenía ni idea de cómo avanzar en mi investigación. No lo supe hasta que, en el sesenta aniversario de Magna como directora, por fin desperté de mi trance, que de otro modo podría haberme durado toda la vida.
Cuando los periódicos empezaron a hablar sobre la fiesta de aniversario de Kongslund el 13 de mayo de 2008, me di cuenta de que no sería seguro esperar más tiempo. Tenía que continuar, se lo debía a Eva, y sobre todo debía al niño desconocido encontrar al hombre que arruinó las vidas de dos personas. En los días previos al aniversario, toda la atención estaría volcada en mi hogar y en mi madre de acogida, y por eso nunca iba a haber mejor ocasión para suscitar el interés de la opinión pública en el caso, sin que yo me viera envuelta.
Era lo que pensaba.
El día de la Ascensión, jueves, 1 de mayo, me tomé el fatigoso trabajo de pegar letras en los cinco anónimos que iba a enviar a los chicos de la Sala de los Elefantes. No había razón para implicar y asustar a Susanne, que ya no se atrevía a hacer nada.
Como Nils Jensen desconocía su papel de hijo adoptivo, seguí un impulso súbito y, por una especie de consideración hacia él, escribí también el nombre de Knud Tåsing en el sobre. Apunté en la página de revista con la foto de Los siete enanitos que la carta se había enviado también al jefe de Gabinete del Ministerio Nacional, Orla Berntsen, porque sabía de la violenta enemistad entre Orla y Knud, después de haber seguido sus carreras lo mejor que pude a lo largo de los años.
El efecto de mi maniobra fue mucho más violento de lo que había esperado, sobre todo porque por aquellas fechas Fri Weekend esperaba un caso escandaloso que sacara al periódico de la espiral mortal que lo conducía a la quiebra. La historia fue directamente a la primera plana. Desde el principio, Ole, Magna y Carl debieron de ver con claridad que algo iba muy mal. Alguien había encontrado una información peligrosísima y trataba ahora, en público, de abrir el oscuro corredor que conducía al secreto que habían mantenido oculto durante casi cinco décadas. La reacción de pánico del ministro nacional no hizo más que confirmar a los cazadores la importancia del caso, y se debía, por supuesto, a su posición como heredero del reino en una situación en la que el primer ministro del país se encontraba a las puertas de la muerte.
La menor sugerencia de una relación entre él y una asesina, y un pacto secreto de entrega en adopción de hijos de gente famosa, iba a costarle el puesto de ministro y todo el reino.
Solo por esa razón, hizo llamar a Carl Malle y le encomendó una misión, solo una, pero corría prisa: encontrar al autor de los anónimos.
Seguido de otra: encontrar al niño; encontrar a John Bjergstrand.
Antes que los demás.
También Magna fue presa del pánico durante aquellos días, por lo que se leía en el Protocolo de Kongslund; la razón no era solo el miedo a que se vieran dañadas la labor y la fama del hogar infantil, y su propio papel. Seguía quedándole una preocupación que en muchos aspectos eclipsaba a las demás, ya que era de carácter personal: yo.
La inquietud que noté en Magna después de la muerte de Eva no había sido fruto de mi imaginación, pero nunca comprendí por qué continuó con la misma fuerza los años siguientes. Era como si ya no se atreviera a mirarme a los ojos, y nunca se relajaba de verdad en mi compañía.
Ahora describía en el Protocolo, sin ambages, cuál era la razón, que yo debería haber adivinado mucho antes.
«¿Puede tener alguna relación con Inger Marie?».
Cuando leyó lo de la muerte de la misteriosa mujer en la playa, que entendía que debía tratarse de Eva, primero pensó en Carl Malle como posible autor —tenía, junto con Ole, un móvil evidente—, pero luego se dio cuenta de una relación mucho más lógica e inquietante: la última persona que vio a Eva con vida podría muy bien ser yo, su propia hija de acogida; además, era lo más probable.
«Temo la verdad más que nunca», escribió.
Era posible que, a pesar de sus bienintencionadas reparaciones, yo hubiera heredado la mente de mi madre biológica. La mente ante la que me puso sobre aviso Gerda, sin que yo lo entendiera en su momento.
Por otra parte, el temor de Magna contenía también su natural miedo maternal a que yo debiera expiar mis posibles acciones. Como la mayoría de las madres, no podía soportar ver a su hija descubierta, deshonrada, humillada, encarcelada.
Solo quedan cuatro anotaciones breves en el viejo libro. La primera es de mayo de 2008, en medio de las reacciones en la prensa al anónimo y al posible pasado turbio de Kongslund:
Creo que el anónimo del que habla Fri Weekend ha asustado a Carl y Ole tanto como a mí. No saben que Eva ha muerto, nadie más lo sabe, porque nunca identificaron a la mujer de la playa.
En la página siguiente, el 12 de mayo de 2008, en una de sus raras anotaciones fechadas, escribe:
Estos días no me he atrevido a leer periódicos ni a escuchar la radio, porque me da miedo confirmar mi temor a lo que no debe ocurrir. No me he atrevido a salir de estas cuatro paredes, me he encerrado y he rechazado todo contacto. Solo rezo por que nadie tenga que sufrir otra vez, y ya no me atrevo a pensar en lo que pusimos en marcha hace tanto tiempo. No me atrevo a reconocer las consecuencias que pueden haber tenido mi orgullo y mi obsesión por proteger. No debe ser verdad. Tengo auténtico miedo de los actos que ha provocado mi amor por Inger Marie.
Desesperada, esos días busca a Gerda, y con ella le espera otro susto. Veo por la letra que su mano tiembla.
Esta mañana he visitado a Gerda para hablarle de la muerte de Eva Bjergstrand. Le he preguntado si sabía algo de Eva y lo que había sucedido, que no me hubiera contado. Enseguida se ha puesto a hiperventilar, señal que conozco bien.
He tenido que darle dos copas grandes de oporto para que me contara la historia, que es lo más horrible que he oído en mi vida. Su relato hablaba de Dorah Laursen, la de Svanemøllen, cuyo hijo se convirtió en «John Bjergstrand» cuando hicimos el cambio. Cinco años más tarde, en febrero de 1966, Dorah telefoneó de pronto a Kongslund para decir que se había arrepentido de que «nos llevásemos a su hijo», según me contó Gerda. Habló con Gerda, y su exigencia era grotesca. Quería que «le diéramos otro niño»; de lo contrario, iba a desvelarlo todo. Después, Gerda decidió encargarse del asunto, por mi bien, y hacerlo sola, sin mezclarme a mí en ello. Para protegerme.
Es la cosa más espantosa que he oído contar a una persona, pero entiendo que es verdad, puesto que Gerda no es capaz de mentir. Dos días más tarde, robó un niño de su coche en las calles de Copenhague y se lo dio a Dorah. Falsificó un certificado de nacimiento para acompañarlo; siempre ha sido la mayor artista de esta casa, siempre he admirado su fuerza y su decisión, pero nunca creí que fuera capaz de llegar tan lejos.
A continuación, mi madre de acogida añade:
A su modo, tenía razón. Yo nunca habría aceptado una acción tan grotesca, porque aquello habría significado el final de nuestra obra. De Kongslund y de todo lo que habíamos construido. Gerda no podía permitir que eso sucediera. Qué persona más fiel.
En aquel momento oí al Destino reír con un raro deje humano, porque no hay cosa más divertida o grotesca que ver a la selecta vanguardia de la Bondad de Corazón caer fulminada bajo el peso de la brutalidad pura y dura. La de ellas.
El último texto del Protocolo es un arranque de furia, breve, pero sentido, tras la fiesta en el jardín de Kongslund, en su sesenta aniversario, el 13 de mayo de 2008:
Ole ha tenido la extraordinaria desfachatez de leer un texto que ha presentado como «el diario de la anciana espástica Magdalene». El texto ocupaba la mayor parte del discurso, y debía de saber cómo iba a reaccionar yo.
Revela todo lo que siempre he sabido en el fondo de mi alma: que detrás de todos los intentos de robo que ha sufrido Kongslund durante años estaban él y Carl Malle. Encontraron mis copias de los cuadernos de Marie ¡y pensaron, estúpidos de ellos, que realmente representaban la sabiduría vital de una anciana espástica!
Un hombre así no cede. No da su brazo a torcer. No hasta que le dé el nombre de su hijo.
Pero no puedo hacerlo. Y en este momento, francamente, me alegro de ello.
Fue lo último que escribió. A las pocas horas de la fiesta de aniversario.
La noche siguiente fui en busca de mi madre de acogida. Fue después de que la pelea entre Carl Malle y los periodistas que habían acudido a la ceremonia hiciera que la fiesta zozobrase y supe que la batalla estaba perdida, porque el escándalo alejaría de una vez por todas el asunto Kongslund de las primeras planas, de Channel DK y del resto de cadenas mediáticas.
Nunca me hice ilusiones de que Magna fuera a descubrir posibles aspectos oscuros de la historia de Kongslund, pero en aquel momento estaba desesperada. Me daba cuenta de que los comentarios de las últimas semanas en periódicos y televisión la habían conmocionado. Tal vez hablaría por fin si se lo suplicaba.
En aquellas semanas, yo no sabía nada de la realidad que vi por primera vez escrita en el Protocolo, después de su muerte. No sabía quién era John Bjergstrand, no tenía pruebas que pudiera emplear contra un padre biológico, y mis enemigos, Almind-Enevold y Carl Malle, parecían invulnerables.
Llamé a su puerta al anochecer, y me di cuenta de su sorpresa, ya que por lo demás nunca aparecía sin avisar. Quería expresarle mi rabia, pero, como de costumbre, de mis labios no salió ni palabra. Fue como siempre había sido en nuestra relación: mi madre de acogida martilleaba los tallos y las flores se doblaban, como les parecía a ellas que debían hacer para que todo fuera bien, y olía a fresia, como siempre olía en el lugar donde se encontraba Magna.
Sacó unas tazas de café y las colocó, como siempre, en los platillos sin hacer ruido, e iba a servir el café cuando el Destino puso otra zancadilla de las que son irreversibles.
Todo empezó sin previo aviso. De pronto, oí que mi voz formulaba la pregunta decisiva:
—¿Quién es él, madre?
Y luego, repetida de forma algo diferente:
—¿Quién es John Bjergstrand?
Y formulada de nuevo en su tercera versión:
—¿Quién es el padre de John Bjergstrand?
Depositó con cuidado la cafetera y me dirigió una mirada extraña, casi temerosa. Esperó un buen rato. Después dijo, acentuando cada palabra y cada sílaba:
—Marie, no existe ningún John Bjergstrand.
Eran las mismísimas palabras que pronunció Gerda Jensen en una ocasión; las mismas palabras que oí en el aire nocturno que me rodeaba, justo antes de que Eva Bjergstrand tropezase y muriera.
—Es demasiado tarde para mentir —le dije—. Hace siete años llegó a Kongslund una carta de Eva Bjergstrand, y sé que Eva era la madre del chico.
Me miró, de pronto con una dulzura en la mirada que no entendía.
—Sí, Marie. Eva era la madre.
Lo dijo con un aire de ensueño que no era característico de ella.
—Y dio a luz en el Hospital Central, en la sección B de Maternidad, es verdad; sucedió una noche de primavera de hace muchos años.
Luego me habló del embarazo de Eva en la cárcel y de cómo intentó arreglarlo todo de la mejor manera posible, siguiendo los principios más dignos de la Bondad de Corazón.
Me contó su encuentro con Eva en 2001, y al final me habló de su miedo por lo que pude haber hecho aquella noche. Entonces detuvo su monólogo y me preguntó, con una voz tan angustiada que ya no me parecía mi madre:
—¿Te visitó en Kongslund… antes de morir?
Hice como si nada.
—¿Quién es el padre? —pregunté—. ¿Dónde está hoy el hijo de Eva?
Eran las dos únicas preguntas que importaban.
Se levantó y se dirigió a la estantería; me di cuenta de que, una vez más, evitaba responder las preguntas más importantes de mi vida.
—Marie, voy a enseñarte mis recortes de la llegada del bebé abandonado, y luego voy a contarte la historia de… todo.
Lo dijo como si fuera la cosa más natural del mundo, como si no hubiera percibido mi desesperación; para mi asombro, vi que tenía lágrimas en los ojos y que, como siempre, yo no tenía ningún derecho a presionarla, ni a mostrar la menor curiosidad. Siempre había sido ella quien decidía por las dos en el mundo que compartíamos.
Alzó la mano derecha para sacar el álbum blanco de la biblioteca.
Fue el último movimiento que registré.
Cayó pesadamente contra las estanterías, luego giró en redondo y se desplomó ante mí. Yacía en el suelo bajo la ventana que miraba a Strandvejen y a la empresa de pompas fúnebres de enfrente, y no tardé muchos segundos en comprender que Magna se había desvanecido. No solo por un rato, sino para siempre.
Todo transcurrió con tremenda rapidez. Y con una ligereza que contradecía su magnífico aspecto y la colosal obra que en aquel momento dejaba atrás. Con esa ligereza abandonó la vida: su vida, mi vida, la vida de todos y el mundo que había estado reparando durante una generación. Parecía casi absurdo.
En aquel momento, la escena me recordó las otras dos únicas muertes que había vivido de cerca: la de Magdalene, que yació encogida de forma grotesca a los pies de la cuesta, con la silla de ruedas rota a su lado, y la de Eva, que cayó en la playa y quedó tumbada con uno de los ojos abierto, mirando hacia arriba, hacia el cielo.
No había notado un miedo tan intenso desde la noche en que Eva extendió su mano hacia mí y, en un momento de demencia, me llamó Jonna; tal vez desde la mañana en que la espástica de la villa vecina me llamó y dijo que ya era lo bastante mayor para oír la verdad que solo ella podía contarme. Un secreto que iba a tener una importancia muy grande para mí.
Menuda estupidez de vieja chocha.
Entonces se inclinó sobre el brazo de la silla, torcida como estaba, construida de forma tan absurda como yo, y trató de esbozar una sonrisa tranquilizadora que, como es natural, no funcionaba en la realidad de su grotesco ceceo. En aquel momento, la odié de todo corazón.
«Marie, no es razonable que mueras sin haber conocido la verdad», dijo con una voz que habría asustado a cualquier niño.
Desde que Gerda me enseñó una vez los artículos sobre ella del Søllerød Posten, había sido mi amiga secreta del alma, aunque nunca hasta entonces la había conocido en la realidad. Para mí fue suficiente saber que vivía en la casa vecina y que estaba tan torcida, era tan indeseada y estaba tan encadenada a la cuesta como una versión mayor de mí misma. Una persona con quien podía conversar y a quien pedir consejo, y que siempre respondería de manera que solo yo lo entendiera.
Ella había visto a la persona que llegó a Kongslund con el capazo, me ceceó —la mensajera—; ella estaba despierta la mañana que depositaron el bebé abandonado junto a la puerta de la cocina, en el anexo sur, y vio algo que era tan raro que nunca lo desveló a nadie. Pero yo debía saberlo antes de que ella muriera.
Fue casi profético. Solo le quedaban unos segundos.
«No fue un extraño quien apareció con el capazo», dijo, mirándome con su ojo espástico; en aquel momento su vieja y oxidada silla de ruedas basculó sobre el borde de la cuesta y cayó, siguiendo el camino del rey la vez que desafió el futuro de toda una nación. No recuerdo si llegó a gritar.
¿Puede gritar una persona que solo cecea?
Nunca llegó a terminar la frase. Y, claro, no dije a la Policía que había estado presente.
Puede que solo Magna lo intuyera. Pero no dijo nada, por supuesto.
Según los policías que después peinaron la cuesta —hundiendo palos en la tierra bien abonada del viejo capitán Olbers; encontraron, asombrados, varios viejos envoltorios con restos de mantequilla—, había una razón bastante verosímil para explicar el episodio: ocurrió, como ya se ha dicho, el día siguiente al alunizaje de los norteamericanos, y la mujer espástica seguramente perdió el control en lo alto de la colina, llevada por su deseo de aventura, mientras oteaba el firmamento para ver el milagro. Porque había un catalejo sujeto a uno de los brazos de la silla, aunque lo encontraron roto, como si alguien lo hubiera pisoteado con fuerza contra la tierra.
Pobre vieja lunática, como dijo con un suspiro el mando policial en la cuesta.
Encontré un solo papel en el aparador de la sala de la villa blanca; allí la anciana había escrito unas pocas líneas acerca de lo que vio la mañana que llegó el bebé abandonado, así como unos pocos garabatos acerca de la familia Olbers. Era casi ilegible. Nunca escribió otra cosa. Me llevé el papel, y mucho más tarde pasé las palabras a uno de los cuadernos azules que yo llamaba el diario de Magdalene y guardaba en mi escritorio.
A la Policía le pareció que también las circunstancias de la muerte en el caso de Magna eran sospechosas, pero imposibles de colocar en una pauta que les pareciera lógica y que no se les escapara cuando hubiera que presentar una prueba definitiva.
Por si acaso, también registré el piso de Magna antes de abandonarlo. Sobre todo, porque esperaba encontrar el Protocolo de Kongslund; pero, por supuesto, estaba ya camino de Australia. Al día siguiente de saberse que Magna había enviado un paquete al extranjero, saqué la carta de Eva del viejo armario y cambié la fecha de 2001 a 2008, empleando el mismo principio que Gerda.
El ocho quedó algo torcido, pero pensé que, con las prisas, nadie se fijaría. El miedo de Magna a que le registraran la casa se me había contagiado, de todas formas no tuve valor para destruir las últimas palabras que envió Eva a su hijo.
Aquel pequeño cambio despistó poco después a Knud Tåsing, y para mi gran alegría cumplió su cometido a la perfección. No cabe duda de que creyó que Eva vivía todavía, puesto que la carta estaba enviada en abril de 2008, y así fue como borré cualquier rastro que pudiera quedar de la muerte de una mujer misteriosa en la orilla de una playa cerca de Kongslund en 2001.
Fue así de sencillo.
A la vez que eso, me aseguraba de otra cosa: si alguno de los cazadores —Carl Malle o Knud Tåsing— pensaba que Magna había enviado el Protocolo de Kongslund a Eva en Australia, algo muy posible, nunca habrían pensado que entonces lo devolverían. Creerían que Eva aún vivía en alguna parte y gozaba de perfecta salud, y que por eso podría recoger el paquete.
Como el Protocolo podía contener una descripción detallada de las claras sospechas de Magna acerca de mi responsabilidad en la muerte de Eva —yo estaba segura de que era una posibilidad—, aquella falsa ilusión era de una importancia capital.
Solo la agudeza de Knud Tåsing echó a perder después aquella parte de mi plan. Y la única razón de que no me descubrieran fue que mi madre de acogida puso los datos de Gerda en el remite.
Sería un ejercicio de hipocresía —algo que no me va, al menos ya no— si terminara este relato declarando que estoy arrepentida de todo lo ocurrido.
Por supuesto que no lo estoy.
He pensado sobre ello, pero no doy con nada que hubiera podido hacerse de otro modo. Las fatales fisuras de mi plan fueron, en mi opinión, inmerecidas, y también imposibles de prever.
Hasta ahora no he podido ver la lógica y claridad del patrón final: Eva, Magna y Dorah, en ese orden, y la extraña historia en torno al hijo de Dorah, que nos desconcertó a todos durante tanto tiempo.
Cuando en 2001 fui a casa de Dorah y le exigí que le contara a su hijo que había sido «entregado» de Kongslund, él reaccionó de un modo que yo debía haber previsto. Lo reconozco. Telefoneó el mismo día a Magna y exigió saber qué ocurrió entonces. Y estaba furioso.
Mi madre de acogida, que en aquel momento no sabía nada del gesto monumental de Gerda para salvar el honor y la existencia de Kongslund, negó su implicación, como es natural, pero con una voz que debió de dejar entrever el pánico, pese a que de hecho era inocente.
Porque, aunque Magna no sabía lo que había ocurrido, claro que recordaba el nombre de pila de «la mujer de Svanemøllen». Dorah. «El hombre no ha creído ni una palabra de lo que le he contado», escribió después en el Protocolo.
Lars Laursen, el hijo de Dorah, se dio cuenta al instante de que las respuestas debían de estar en Kongslund, y empleó el año siguiente en investigar la historia del lugar y el especial y poderoso círculo de personas en torno al hogar infantil. Habló con todas las antiguas trabajadoras que pudo, empleando cada hora de su tiempo libre en combinar y analizar su información, que también confirmó el mito y los rumores acerca de la actividad secreta de Kongslund en complicidad con hombres poderosos, y, por tanto, la implicación del partido en el ocultamiento.
Trabajó como un poseso, y cuando mucho después me habló de su cabreo y de su endiablada determinación, los reconocí al instante por experiencia. Al final llegó a la conclusión de que el ministro nacional debía de ser el personaje central del misterioso pasado del hogar, aparte da Magna, a la que no tenía opción de acercarse; se le ocurrió una idea que le pareció lógica y fácil de llevar a cabo, aunque exigía tiempo.
Los ministros necesitaban choferes. Él era chofer, y por aquella época conducía para la Compañía de Limusinas de Aarhus. El protector de Kongslund durante cincuenta años era ministro, y los ministerios solían necesitar choferes de manera regular. Lars Laursen consiguió el puesto al tercer intento. Necesitó otros cinco años para llegar a ser chofer del hombre adecuado, y aquella enorme paciencia solo podía deberse a la sangre reposada que recorría las venas de su familia de las colinas.
Cuando empezó a trabajar en el Ministerio Nacional en la primavera de 2008, diseñó su plan definitivo, y lo hizo justo antes de que estallara el asunto Kongslund. Acontecimientos como esos, dentro del gran patrón casual en apariencia, son los que le parecen al Destino los más emocionantes.
Cuando me visitó tras la muerte de Dorah, me contó lo que había sucedido desde que irrumpí en la vida de su madre: que había tratado de estar lo más cerca posible de Ole Almind-Enevold, y que ahora era el chofer del ministro. Tal vez pudiera descubrir algo, decía; tal vez pudiéramos ayudarnos mutuamente en las semanas siguientes. Ya antes de la muerte de su madre había enviado un anónimo al periodista Knud Tåsing, tras haber leído sus artículos en Fri Weekend.
Como es natural, me aterrorizaba pensar que aquel hombre extraño e ingenuo empezara a revolver en el asunto Kongslund y descubriera cosas que yo no deseaba que trascendieran a la opinión pública, y por eso rechacé su oferta de forma bastante maleducada e insistí en que lo dejara. Le dije que el caso Kongslund era peligroso e impenetrable.
Todo cambió cuando encontré el Protocolo en casa de Gerda y me di cuenta de mi propio papel, tal como lo describió Magna.
Fue por aquel entonces cuando decidí cometer un asesinato, y debo recalcar que aquella decisión fue mi único pensamiento asesino deliberado durante el transcurso del asunto Kongslund, aunque a mis compañeros de la Sala de los Elefantes les cueste creerlo.
El resto de muertes no fueron intencionadas por mi parte.
Estuve sentada en mi cama de la Habitación del Rey, pensando durante horas en mi verdadera llegada a Kongslund, tal como la describía Magna en el Protocolo. Al tercer día fui paseando hasta la única cabina de teléfono que quedaba por los alrededores y llamé a Lars Laursen, que estaba solo en su piso de soltero y escuchó mi terrible información.
Le hablé de la «entrega», y del engaño en que había participado, sin disculparme por mi silencio anterior, y creo que él estaba demasiado afectado para reprocharme nada.
Le expliqué, con palabras que no dejaban lugar a dudas, que Ole Almind-Enevold estaba detrás de todas aquellas «entregas» misteriosas de las que Kongslund era responsable secreto, y que era probable que él mismo fuera hijo de algún hombre rico y poderoso, pero que toda huella de sus padres biológicos habría sido borrada de manera eficaz e irrevocable.
Recalqué, con brutalidad, que nunca iba a poder reencontrar sus raíces, porque el Rey Absoluto había destruido cualquier información que pudiera llevar al punto de partida. Dije que era exactamente lo mismo que había ocurrido en el caso de John Bjergstrand.
Me daba cuenta de que en aquel segundo el Destino, como en todos los demás casos, podía optar por dos caminos: el amistoso o el interesante y, claro, no dudaba cuál iba a ser el que mi viejo compañero escogería al final. El Amo de las casualidades de la vida no suele dejar escapar una oportunidad así.
Yo ni siquiera estaría cerca del lugar de los hechos, y no iba a tener el menor motivo terreno.
Lo que pasa es que nunca creí que un asesino tan aplicado no fuera a dar en el blanco. La bala entró a un centímetro del corazón del odiado jefe, y fue uno más de los insensatos caprichos del Destino, que seguro que lo pondría a bailar la polka allí arriba, en su lecho celestial. Si yo, sin armas y sin quererlo, podía ocasionar la muerte de tres personas mediante un simple contacto involuntario, un único empujón, ¿cómo era posible que aquel disparo de precisión bien planeado diera a tan poca distancia de su objetivo? Lars Laursen tenía las manos más tranquilas que habían asido nunca el volante del coche ministerial —y una pistola—, pero aun así debieron de temblarle cuando disparó apuntando al corazón del ministro nacional y después lo llevó a rastras por los sótanos bajo Slotsholmen, creyendo que estaba muerto.