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LA RESURRECCIÓN

11 de septiembre de 2009

De alguna manera, siguen ahí las orgullosas señoritas que nos trajeron la luz y nos enseñaron a hablar y a caminar, a inclinar la cabeza y hacer reverencias, mientras observaban a los niños retozar en la hierba, a tiro de piedra del borde de la playa.

Sonriendo, nos siguen con la mirada mientras levantan las tazas de té y controlan a la perfección la vida del hermoso jardín.

Hoy hay tormenta del nordeste y, como siempre, el viento araña las cornisas y áticos de Villa Kongslund, con tal fuerza que no me extrañaría que se soltara alguna de las siete chimeneas blancas y resbalase por el tejado hasta la profundidad.

Estoy sentada junto a la ventana, algo inclinada, con mi hombro izquierdo colgado un poco más bajo que el resto del cuerpo, como siempre. Como prueba viviente de que la simetría de Kongslund siempre ha sido una ilusión.

Tengo el Protocolo de Kongslund en mi regazo.

Es mayor de lo que recordaba.

Tal vez porque, para mi mirada de niña, parecía tan pequeño en el inmenso regazo de mi madre de acogida cuando estaba sobre su edredón, justo antes de dormir.

Hay algunas manchas marrones en la encuadernación de cuero verde, tal vez fruto del contacto constante con la anciana directora, si no eran marcas de vejez por los muchos años en que se ha escrito en él.

Contiene los esbozos de seres que a Magna le interesaban de forma especial. Pacientes descripciones de su trabajo con los niños que invitaba al interior de la Sala de los Elefantes porque tenían necesidad de cuidados especiales. Aparecen detalles sobre seres estremecedores y acontecimientos que nunca confiaría a expedientes oficiales e informes de psicólogos, por temor a que los defectos observados pudieran un día volver de sus escondites en los archivos y ser usados contra los seres bajo su protección.

De día lo guardo junto con mis carpetas con anotaciones de los niños de la Sala de los Elefantes de 1961, las descripciones ordenadas a conciencia de las visitas que les hacía, mis recortes de periódico sobre su vida posterior, la última carta que escribió Eva a su hijo y, por supuesto, los doce diarios de Magdalene, que contienen cuanto sé acerca de mi vida.

Cuando no lo saco con todo cuidado, suele estar en su escondite secreto, en mi viejo armario de limonero con adornos tallados: el Protocolo de Kongslund.

Lo abro para encontrar las partes que he de utilizar para derrocar a un rey.

Supe desde el principio que habría material más que suficiente. Porque Magna era una mujer muy meticulosa.

Cuando se lean las próximas líneas, será demasiado tarde para cambiar mi última y mayor decisión.

Es demasiado tarde para el Rey Absoluto en su magnífico trono, demasiado tarde para el Monarca ascendido al Cielo que hizo construir Kongslund soñando con la simetría perfecta, y demasiado tarde para el Amo, que en su arrogancia burlona nunca se dará cuenta de la zancadilla que estaba calculado que provocara la última caída fatal…

… y, por supuesto, demasiado tarde para mí.

La mañana en que el primer ministro resucitó de entre los muertos fue cuando recibí el último, casi inaudible mensaje de Magdalene. Un susurro tan débil que podría haber sido el viento del ático si no la conociera tan bien.

Vi con claridad que solo quedaba una opción.

Ole Almind-Enevold puso fin a su prolongada estancia en la cama, tras las últimas pruebas del Hospital Central, y en el breve trayecto hasta Slotshol lo escoltó un séquito de coches de dimensiones no vistas ni siquiera el día del nombramiento de un presidente norteamericano en Pennsylvania Avenue. El cortejo giró a la izquierda, luego a la derecha, después siguió hasta Kongens Nytorv, pasó junto al puente de la Bolsa y entró por la puerta del legítimo domicilio del Rey Absoluto.

Juró el cargo de primer ministro sentado en una silla de ruedas tapizada en seda, que el mayor fabricante de sillas de ruedas del país —cuyo logotipo aparecía reproducido en los cubos plateados de las ruedas— puso a su disposición de forma gratuita, y la guio, señorial, hasta ocupar su lugar tras su escritorio de hombre de Estado con un leve giro de la pequeña asa roja que controlaba el sistema hidráulico. Ni qué decir tiene que aquella silla no tenía el menor parecido con el desvencijado vehículo que heredé de Magdalene.

Cámaras de al menos veinte cadenas de televisión siguieron el proceso —Channel DK, en bancarrota, no estaba entre ellas—, y el júbilo se extendió de un extremo al otro del país, donde, a través de puertas y ventanas abiertas, saltó de casa en casa, de calle en calle y de ciudad en ciudad, exactamente igual que en un cuento.

Apagué el televisor de la sala del jardín y subí furiosa las escaleras a la Habitación del Rey. Allí abrí el cajón de mi compartimento secreto y saqué el libro que Magna había dejado y nunca deseó que ningún otro ser vivo leyera.

No voy a ocultar que me da una satisfacción personal haberme mostrado, pese a ser una aficionada, más hábil que el periodista, el jefe de seguridad y todos los policías que buscaron con tal afán el último envío de Martha Louise Ladegaard, el paquete que el dueño del supermercado Oceka dijo que Magna había enviado a una dirección de Australia, y que contenía el Protocolo de Kongslund.

Como es natural, al final conseguí, aunque no fue fácil, adivinar el último movimiento de mi madre de acogida. Al fin y al cabo, yo llevaba viviendo en su casa, como su protegida especial, tres décadas para cuando se jubiló. Al contrario que los cazadores entrenados Carl Malle y Knud Tåsing, yo podía meterme en las ideas que debieron de cruzar su mente cuando decidió enviar el valioso libro al extranjero, fuera del alcance de sus perseguidores. Ayudada por la experiencia que caracterizaba a la mayor reparadora de existencias zozobradas del mundo, iba también a tomarse la molestia de tener en cuenta su propia muerte, aunque lo más probable es que diera un golpe más fuerte al pobre tallo de fresias al pensar en ello.

Fue la idea que nunca tuvieron mis dos competidores.

Mi madre de acogida solía hacer planes para las situaciones más improbables e indeseadas, porque no quería arriesgarse a que el Protocolo, en caso de que ella muriese, fuera a terminar en el lugar equivocado. En manos de Ole Almind-Enevold y Carl Malle, o de reporteros como Knud Tåsing y Peter Trøst, o, ya puestos, en manos de su extraña hija de acogida.

El ministerio y la Policía habían sin duda vigilado las oficinas de correos pertinentes cuando buscaron el paquete que todos estaban seguros de que volvería de la otra punta del globo. Pero durante todos aquellos meses buscaron la dirección equivocada en los paquetes internacionales que analizaron, y se centraron sobre todo en el nombre equivocado. Fui la única en comprender cuál sería el remitente que escribió Magna en la parte trasera del paquete cuando lo envió al extranjero. Era su única posibilidad, la única persona en quien se atrevía a confiar en este mundo, por supuesto.

Gerda Jensen.

El resto de mi investigación fue simple. Busqué a Gerda cuando habían pasado tres meses exactos desde que desapareciera el Protocolo. Debió de ser un plazo suficiente para que las autoridades postales de Australia comprobaran que la destinataria no existía, y enviaran el paquete de vuelta.

No abrió la puerta hasta que esperé un buen rato en el descansillo de la escalera, y la noté igual de nerviosa que la última vez que la visité.

—Has recibido un paquete con el Protocolo de Kongslund —dije sin ambages, todavía en el descansillo.

La mujer espigada asintió con la cabeza de inmediato, y fue una confesión más rápida, pese a todo, de lo que había esperado, incluso de la persona más sincera.

—Legalmente me pertenece —expliqué—. Porque soy yo la heredera de Magna.

Entré en el vestíbulo, y ella se echó a temblar antes de que mencionara el nombre de mi madre de acogida. Al principio un poco, luego cada vez más, y al final de modo incontrolable.

La acompañé a la sala, hasta el sofá azul donde estuvimos sentadas en mi última visita.

—Para mí es importantísimo —declaré, y el tono de mi voz quería ser tranquilizador, pero tuvo justo el efecto contrario. En sus renovados temblores noté un temor singular, que pasó de su cuerpo al mío, y la sensación no fue nada agradable.

No lo entendía bien. ¿Cómo podía la entrega de un libro con descripciones de la impresionante vida y obras de Magna tener un efecto tan aterrorizador? ¿Qué contenía? ¿Noté ya ahí el comienzo de un temor?

Pero me obcequé.

—Tengo derecho a saber lo que pone en ese libro —dije.

Tampoco aquel mensaje arrancó otra reacción que renovados temblores, y me levanté, dejándola sentada en el sofá.

El Protocolo estaba sobre su mesa de noche. Lo llevé a la sala y pregunté:

—¿Lo has leído?

—Sí.

La persona más leal y recta, a la que le costaba mentir, incluso cuando le iba la vida en ello, había roto la confianza de Magna por la razón más antigua del mundo: una curiosidad invencible. Estuve a punto de echarme a reír, pero seguramente eso la habría asustado aún más, y no me apetecía que volviera a desvanecerse delante de mis ojos.

—Sabía que iba a llegar, pero había tomado la decisión de quemarlo —susurró entre temblores—. Pero… no me atreví… Magna…

—Magna lo habría deseado —aseguré, sin ninguna piedad. La frase fue brutal.

Gerda Jensen se desvaneció sin previo aviso, pero yo ya sabía que volvería en sí tan pronto como me hubiera marchado. Era resistente y lista.

La misma noche, algo más tarde, Knud Tåsing telefoneó a Kongslund, casi era un rito. Llevaba meses llamando cada dos días para oír si había «novedades» en el caso.

Lo que deseaba saber era, por supuesto: ¿ha llegado el correo?

Me había dado cuenta de que él ya no creía de manera incondicional en su predicción de que el Protocolo iba a terminar de forma natural en mi regazo, y después en sus manos. Poco a poco, había empezado a creer que su teoría acerca del plan tramado por Magna podía no ser cierta, y que tal vez nunca enviara el libro secreto a una mujer muerta en un continente lejano, confiando en que fuera devuelto cuando el jaleo se hubiera calmado.

O, si no, de alguna manera quizá Carl Malle y Ole Almind-Enevold habían conseguido interceptar el envío cuando lo devolvieron a Dinamarca, pese a que Knud Tåsing, con toda su experiencia y amplia red de contactos, era incapaz de saber cuándo ni cómo lo hicieron.

Me contó por teléfono que Orla y Severin habían recibido en su nuevo bufete varias amenazas de muerte que, por paradójico que parezca, llegaron de los extremos del encendido debate sobre refugiados e inmigrantes que el Ministerio Nacional y Channel DK habían declarado durante una década lo más importante para la nación. A ambos abogados los acusaban «los suyos» de alta traición ideológica por asociarse. Incluso llegó una carta con amenazas en la que la cabeza redonda de Orla aparecía pegada al cuerpo del ajusticiado Che Guevara en una camilla, en una cabaña de Bolivia. El conjunto era algo desconcertante, pero la Policía, para diversión de Knud, puso a Orla un guardaespaldas de la Comisaría Central de Información. El antiguo jefe de Gabinete vivía de nuevo con Lucilla, mientras que Severin vivía en casa de sus padres, en el antiguo cuarto de Hasse.

Nadie había visto a Nils Jensen desde hacía tiempo, tampoco Knud Tåsing. Se había marchado a hacer un reportaje «a otro continente», como dijo su padre, sin querer decir más.

Knud Tåsing, por su parte, no tenía la menor duda.

—Se ha ido a Australia —sentenció—. Trata de encontrar alguna pista de su madre, de Eva Bjergstrand. Encontrará una historia más bonita que la que podía ofrecerle Almind-Enevold con todo su cinismo y ambición de poder.

Me daba cuenta de que el reportero entrado en años seguía teniendo clavada la espina de no haber derrocado a un primer ministro, como desean todos los periodistas en el fondo de su alma, cuando tuvo una oportunidad tan extraordinaria. Y aquel arrepentimiento crecía a medida que pasaban los días. Yo ya sabía que la posible recuperación del registro había sido su carta oculta cuando dejó escapar al Rey Absoluto la primera vez. El contenido de aquellas anotaciones no estaba necesariamente sujeto a la promesa que con tal generosidad hizo a su antiguo enemigo a muerte, y a Nils Jensen, de silencio eterno. En el período transcurrido, ningún medio ofreció trabajo al famoso reportero, y una revelación escandalosa basada en el viejo protocolo era probablemente su última posibilidad de rehabilitación.

Preguntó por Asger, y decidí mentirle, para no desvelar el dolor que sentí la última vez que hablé con el espigado astrónomo, que al fin y al cabo había sido mi flechazo secreto durante gran parte de mi niñez y juventud.

Puedo desvelar que visita a Susanne una vez por semana, de sábado a domingo, y alguna que otra vez se toma la molestia de visitarme a mí en la Habitación del Rey.

No acude como pretendiente, sino como consolador: siempre llega de día y siempre se marcha antes de que caiga la noche.

Aún lo noto vigilante, como los días en que mis mentiras quedaron expuestas, tanto mis mentiras relativas a la verdadera fecha de la carta como las relativas a mi encuentro con Dorah Laursen. Asger jamás se creyó una palabra de las explicaciones que di, lo percibí con la misma seguridad con que me daba cuenta de que tampoco él iba a desvelar su sospecha ante los demás. Pero creo que fue la desagradable información sobre mi engaño inexplicable lo que al final lo sacó de mi habitación pese a nuestra común fascinación por Dios y el Destino, y por las estrellas, por no hablar de los electrones jugando con nosotros a las cuatro esquinas en el gran espacio vacío del interior del átomo primigenio.

Debió de creer desde el principio que todos aquellos intereses comunes sencillamente habían surgido en paralelo, que casi por milagro seguían las mismas órbitas, y que por eso había encontrado un alma amiga de un calibre inusual. Pero mis engaños le enseñaron otra posibilidad. Sugerían una pauta que pondría nervioso a cualquier observador científico, porque era demasiado perfecta, y, tal como lo veo yo, eligió la belleza y la seguridad en vez de lo torcido e imprevisible: prefirió a la reina de Kongslund antes que a la chica de la habitación de la torre. ¿Y qué hombre no lo habría hecho?

Cuando me visita, no hablamos de Susanne Ingemann, o de lo que pasó entre ellos de niños. Tampoco él ha dicho una palabra sobre nuestro encuentro en el Sanatorio de la Costa, cuando llegué disfrazada de chica ciega. Y me doy cuenta de que también él lo considera un engaño. Mi primer engaño. Ya no se sienta en mi silla de ruedas, ya no usa mi catalejo, y trata con sumo cuidado de no mirar por la ventana, donde su mirada podría ser atraída por la luz sobre el estrecho de Øresund y la isla de Hven.

—Los que somos así siempre tendremos esa sensación presente —explicó la última vez que me visitó, aunque él no lo sabía, claro; olía como siempre a jabón y a lana, como huelen los hombres sabios—. Yacíamos en las Tinieblas, sin saber quiénes éramos o adónde íbamos; pero estábamos juntos, Marie, notábamos la presencia de los demás, aunque no debe de ser posible en niños tan pequeños. Hablábamos, pese a no tener aún ningún idioma; eso es lo milagroso, porque probamos que nadie está nunca solo del todo.

En el último instante se detuvo en la puerta, como si tuviera un presentimiento de que nuestra separación iba a ser la definitiva, y dijo:

—Para los que somos así, la gente que vamos conociendo son como pequeños elefantes azules; por eso no somos capaces de odiar a nadie ni enjuiciar a nadie, ni rechazar a nadie, porque en el pasado estuvieron aquí, a nuestro lado, y hablaron con nosotros entre Tinieblas. Esa sensación no la podrán cambiar nunca.

Se detuvo a medio camino del pasillo y dijo las últimas palabras:

—Marie, el único problema que existe en el mundo, entre izquierda y derecha, luz y oscuridad, tontos y listos y padres e hijos, es que todos olvidamos la empatía con que nacemos.

Retrocedió un paso en la oscuridad, pero seguí oyendo su voz.

—La Sala de los Elefantes demuestra que las personas no nacen con prejuicios.

Por un momento, pareció que fuera a llorar.

—Y eso demuestra que Niels Bohr tenía razón; que los electrones nunca están en descanso, en el mismo estado, si no se desea. No es posible. No hay nada que esté predestinado.

Así fue su última despedida, algo ingenua, pero de todas formas quizá hubiera decidido creerlo, de no haber sido por el libro que acababa de arrebatar del regazo de Gerda y de mi madre de acogida.

Ya no se trataba de un protocolo de hogar infantil ajeno a la realidad, lleno de recuerdos de ancianas sobre niños adoptivos y padres adoptivos hace tiempo olvidados; era un arma, un arma de lo más brutal, porque contenía la descripción de la realidad que había permanecido tanto tiempo oculta.

Contaba la historia del fantástico engaño. Del pecado real cometido por un padre de la patria y de los cínicos planes de tres personas, y del gran juego en torno al destino de siete niños: Carl, Ole, Magna; Peter, Asger, Severin, Susanne, Orla, Nils y yo.

Contaba la historia de la carrera de un asesino.

Iba a llevarse por delante a todos los que estuvieron implicados.