EL ATENTADO
5 de febrero de 2009
Cuando me puse en contacto con el hijo de Dorah no fue para consolarlo o para enseñarle el arte de la reconciliación, sino para contarle una historia que no dudaba que iba a surtir efecto.
Por supuesto que iba a creerme, como había hecho antes, e iba a armarse de valor y enfrentarse al responsable que le señalé. Era lo que pensaba yo.
A día de hoy, no sé si en lo más recóndito de mi ser llegué a prever lo que sucedió. De puertas afuera, podría sostener que creía que él se movería en la única dirección lógica, por medios pacíficos, y que por eso nadie sabría que iba a cambiar de método en el último instante. Y es que no tenía ni idea del carácter violento que había desafiado.
El atentado ocurrió la tarde-noche del 5 de febrero de 2009.
Varios paseantes oyeron el débil sonido de un disparo de pistola —a no ser que se tratara de un petardo de tamaño medio, como algunos pensaron al principio—, y por eso pudieron ubicar el hecho en el tiempo para la Policía.
El guardia de la puerta del Ministerio Nacional alzó la cabeza de un crucigrama y estuvo un rato escuchando. Sonó extraño, como si la detonación procediera de un punto bajo sus pies; movió sin querer las puntas de sus zapatos y miró las tablas del suelo, como si su mirada pudiera romperlas y desvelar un secreto escondido en las entrañas de la Tierra. Luego se inclinó hacia delante y alzó la vista hacia las ventanas del ministerio. Tras una de ellas, el anterior ministro nacional clasificaba una serie de carpetas con documentos que no se había llevado aún y convenía destruir varias de ellas. El guardia de la entrada le había abierto la puerta unas horas antes.
Después los pies del guardia se calmaron otra vez, y se puso a dormitar. En cualquier otro país se habrían visto patrullas con perros, walkie-talkies y metralletas ante un ministerio tan importante, pero en Dinamarca, no; aquí se seguía confiando en que la gente no se volviera loca innecesariamente, aunque tuviera razones claras para ello. Por eso fue el chofer del ministro quien tuvo que golpear el cristal para hacerle ver que algo iba mal.
A las 18.32, el chofer, que había conseguido el puesto apenas un año antes, vio las primeras noticias de la noche en el pequeño televisor del salpicadero del coche ministerial. En la tarjeta del pecho ponía el buen nombre jutlandés «LARS LAURSEN», y su trabajo consistía en estar todo el día disponible y uniformado. Lo hacía con esa jovialidad que solo se encuentra en familias de aquellos paisajes rodeados de colinas. Su madre se llamaba Dorah, y siete años antes le había contado a su hijo la terrible verdad sobre su vida. No hacía seis meses que la enterró en las afueras del pueblecito de Stødov, donde las granjas y pequeñas propiedades se diseminaban entre las colinas.
El chofer y el guardia subieron juntos las anchas escaleras al piso del ministro y entraron en la sección llamada el Palacio. Se encontraba débilmente iluminada por los innumerables pilotos de los aparatos de las oficinas. El Rey Absoluto, como de costumbre, había pedido a sus dos guardaespaldas de la Comisaría Central de Información que esperasen a una distancia discreta, en un coche frente a la entrada al ministerio, porque no quería arriesgarse a que la gente tuviera la impresión de que el héroe de la resistencia no se atrevía a desplazarse solo por sus dominios.
El chofer y el guardia llamaron a la sólida puerta del despacho ministerial. No se había nombrado ningún ministro nacional nuevo, y corrían rumores de que sus días estaban contados. Presidencia del Gobierno iba a asumir todas las funciones del ministerio de extranjería, y así Estado y nación se fundirían en una sola cosa. Volvieron a llamar, luego abrieron la puerta y se quedaron un rato indecisos en el despacho vacío. Después llamaron a la puerta de la sala de descanso del ministro, donde su amo y señor solía echar una siesta cuando el día se le hacía largo.
También aquel cuarto estaba vacío, y la cama, intacta, con una bonita manta bordada doblada sobre un edredón de seda color burdeos.
Llegaron a la tercera puerta, de sólidas bisagras de acero, que estaba en la pared del fondo. Los pocos que sabían de la existencia de la puerta la llamaban, medio en broma, Vía de Escape, y como tal fue ideada desde tiempos remotos. En caso de guerra o ataque contra la seguridad del reino y de la Administración, uno podía huir del ministerio por aquella salida. La puerta de acero gris llevaba a una escalera que serpenteaba más y más abajo en las profundidades del Palacio, donde un extenso sistema de galerías atravesaba el subsuelo como si fuera una topera inmensa. Desde allí, los ministros más importantes podían pasar discretamente bajo la plaza del patio y subir por otras escaleras a la libertad.
Tras una vacilación de diez segundos, los dos hombres abrieron la puerta y se dieron cuenta de que la luz estaba apagada, y de que la lámpara del techo no funcionaba; fueron en busca de linternas al almacén.
Luego comenzaron a bajar en medio de la oscuridad, que no habían ventilado en siglos, y por eso recordaba a novelas de aventuras como Los cinco y el tesoro de la isla. El túnel se inclinaba hacia abajo, se curvaba y luego volvía a subir. El chofer dirigió la linterna hacia el techo, como si buscara estalactitas o grupos de murciélagos de alas puntiagudas, y por eso estuvieron a punto de tropezar con el más alto cargo del país, que estaba en medio del corredor con las piernas dobladas bajo sí, como si durmiera; como un niño pequeño.
El guardia de la entrada se inclinó hacia delante, y en ese instante vislumbró el rostro del ministro y vomitó sobre las puntas de los zapatos del chofer lo que tenía en el estómago. De la boca de su jefe máximo espumeaba sangre, de color rojo púrpura a la luz de la linterna.
Lars Laursen estaba como un monolito, clavado al suelo, igual que sus ilustres antepasados, que una vez encontraron un reloj de bolsillo en una carretera comarcal del este de Jutlandia y pensaron que era un instrumento del Diablo. Puso boca arriba al primer ministro inconsciente, y su chaqueta oscura resbaló y dejó el pecho al descubierto, revelando la entrada de la bala. Del agujero brotaba sangre, que resbalaba por el paño blanco de la camisa y el bolsillo del pecho con el cortapuros dorado y manchaba las manos del chofer, anchas, sosegadas y fuertes tras sus muchos años de vida junto al mar. Para su sorpresa, el primer ministro aún vivía. Soltaba juramentos en voz baja.
En ese instante el guardia se puso en pie, sacó la pistola y dio la alarma por su walkie-talkie.
Durante las horas siguientes se creyó que habían identificado al autor, un refugiado tamil de una empresa que hacía labores de limpieza en el ministerio. Era una teoría que a la Policía le pareció de lo más lógica. La gente recordaba al chico tamil expulsado y muerto y pensaba que el atentado podría ser un acto de venganza.
Otra circunstancia decisiva fue que el personal de limpieza, compuesto de manera exclusiva por extranjeros mal pagados, tenían sus vestuarios y la sala común en la misma zona del sótano donde encontraron al ministro. Habían desarrollado —de manera literal, tal como algunos primeros secretarios del ministerio decían en broma— su propia subcultura en los sótanos ministeriales.
Pero unos días más tarde, una investigación más detallada mostró que, en el momento en que dispararon al primer ministro, el sospechoso iba camino de su casa en un autobús de la línea 6.
No surgió ninguna nueva teoría sobre el intento de asesinato. Botones, agentes, secretarias, incluso jefes de sección y de negociado vieron que la Policía hurgaba en sus pasados y en su vida familiar, las coartadas se pusieron una sobre otra hasta formar un muro casi a prueba de disparos en torno al hombre tiroteado. En buena lógica, nadie podía haberle disparado.
De forma milagrosa, lo reanimaron dos veces en la ambulancia que lo llevó al Hospital Central, y el país entero celebró la resurrección del viejo resistente como un hecho heroico casi personal.
—El tiro ha dado en el blanco —declaró el chofer del primer ministro a la cámara de televisión cuando salió de la oscuridad. Y añadió—: Pero está vivo.
Nadie se fijó en el tono en que dijo el pequeño «pero», aunque se emitió por televisión a todo el país. La gente pensó que el chofer era un héroe, y atribuyeron la extraña expresión sombría de su rostro a la enorme impresión que había recibido. Ni siquiera la Policía pensó en investigar el pasado de aquel hombre; sospechar precisamente de él por algo turbio habría parecido a la opinión pública absurdo e insultante.
Yo podría haberles hablado de Lars Laursen. Y de su madre Dorah, de la Dorah que vivía en una casa baja, donde hasta pasados muchos años no contó a su hijo la atroz historia de su vida.
Podría haberles hablado de las Tinieblas y de las visiones que crecen sin control bajo ciertas circunstancias. De la sensación de no conocer tus propios orígenes, de la angustia cuando te das cuenta de que te han robado para siempre el acceso a ellos. Era una sensación que conocíamos mejor que nadie.
Lars Laursen y yo.
Observé su rostro inexpresivo en la pantalla del televisor y pensé en la información que le había dado, y que desató la furia ciega e implacable que yo conocía en mi propia carne. Él reaccionó de manera más virulenta de lo que yo pensaba que fuera posible. Pero no iban a encontrarlo, estaba segura de ello. Y por eso tampoco iban a encontrarme a mí.
Por otra parte, el Rey seguía vivo, y pasados unos meses podría ocupar de nuevo su trono ilegítimo, esta vez como un héroe mayor aún a los ojos del país.