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LA MALDAD

2 de noviembre de 2008

La fábula sobre Kongslund y los siete niños podría haber terminado aquí, con la estrella que se apagó en el cielo. Pero, como dijo Magdalene la última vez que me visitó y acercó su vieja silla de ruedas hasta mi cama, siempre hay un leve ruido de lo alto que la gente suele desatender cuando cree que ha llegado al fin del camino: «Querida Marie, llevas siete años en busca de la verdad, y has desafiado a tres reyes: el terreno, el celestial y —el más peligroso de todos— el rey de todas las casualidades de la vida».

Luego cacareó una risotada, como de satisfacción y esfuerzo a la vez, antes de inclinarse sobre mí; oí el profundo estertor de su garganta cuando ceceó su último mensaje: «Este último dios no deja a nadie impune».

Knud Tåsing llamó a la puerta de la anciana, y al ver que no sucedía nada volvió a tocar el timbre. Estuvo un rato escuchando para captar algún sonido, un roce o una tos que desvelara si había alguien dentro. Se quedó esperando. Tenía tiempo.

De alguna manera, había vuelto al punto de partida, al comienzo del enigma, aunque tal vez no hubiera ninguna explicación lógica, porque a nivel inconsciente unía los miles de elefantes azules pintados por Gerda Jensen en las paredes de la Sala de Recién Nacidos con las siete personas que había investigado desde que llegó el anónimo.

Trató durante meses de hacer que los siete niños encajasen en el extraordinario rompecabezas que la opinión pública conoció como el asunto Kongslund, y reunió y analizó siete piezas que parecían crear una imagen lógica y clara que la mayoría aceptaría, si la conociera.

Siete niños, que se habían hecho adultos, uno de los cuales tenía un pasado asombroso: Nils Jensen. Ese desarrollo de los acontecimientos parecía verosímil de cabo a rabo.

Pero, de todas formas, había algo que no encajaba.

Tåsing lo intuía, pese a estar convencido de haber dado con el resultado final. Sucedieron cosas extrañas, como cuando los bomberos consiguieron por fin forzar las puertas blindadas de acero del sótano de Channel DK y encontraron al Catedrático de la televisión muerto, suspendido de una cuerda sujeta a un gancho del techo —nadie habría pensado que un hombre tan entrado en años tuviera fuerzas para ejecutar una maniobra tan difícil—, y lo sacaron colgado entre ellos.

Pasado casi otro minuto, pulsó el timbre y oyó ruido dentro, y supo que la mujer iba a abrirle la puerta.

Vio de inmediato el temor en sus ojos. Toda la fuerza que desplegó ante el pelotón de soldados de la Gestapo en Kongslund parecía haber desaparecido tanto de su rostro como de su figura, que ya no se erguía tan derecha como en otros tiempos.

—Solo tengo una pregunta —declaró.

Nada más. No hacía falta.

La mujer estuvo un rato sin hablar, y al final lo invitó a entrar en el piso, aunque no con palabras; se contentó con dejar la puerta abierta cuando volvió a su sala de techos altos. Estaba amueblada con una gran mesa de comedor de caoba, cuatro sillas también de caoba tapizadas y un sofá azul. No había estanterías, no había ningún libro, y al periodista le pareció raro; la había imaginado una mujer de conocimientos, instruida.

En el alféizar de la ventana había tres figuritas de porcelana: una jirafa, un erizo y un elefante azul, y los tres tenían una visión panorámica del estrecho y de la isla de Hven. La mujer se sentó en el sofá.

Knud Tåsing acercó una de las sillas al sofá y se sentó. Luego, sin más preámbulos, lanzó la pregunta que le había impedido dormir la mayoría de las noches que habían transcurrido desde que el viejo vigilante abrió el cajón del secreter y sacó el folio oculto.

—¿Nils Jensen… es John Bjergstrand?

La mujer estuvo un buen rato sin contestar. Al final, Tåsing pensaba que no había oído la pregunta, y se disponía a repetirla cuando de pronto ella dijo:

—No… tiene… importancia.

Lo dijo en voz baja, casi en un susurro, pero aquellas tres palabras no dejaban lugar a dudas.

—Así que ¿no es él? ¿El auténtico John Bjergstrand? —preguntó, formulando la importante pregunta algo cambiada.

El rostro triangular y algo alargado de la mujer de nariz afilada se había vuelto grisáceo, como si la sangre estuviera dejando de fluir por la parte superior de su cuerpo. Recordó la información de Marie: que aquella mujer era incapaz de mentir, ni aunque quisiera.

—¿Quién es John Bjergstrand? —espetó—. ¿El auténtico John…, quién es?

El afán hizo que se inclinara tanto que sus rostros quedaron a apenas medio metro uno del otro.

La piel de Gerda tenía el mismo color que el erizo de porcelana del alféizar.

—Respóndame, Gerda. ¿Quién es?

Ella se deslizó sofá abajo, y él, asustado, alargó la mano para sujetarla, y asió un brazo delgado, blanco. Al mismo tiempo, oyó un susurro que parecía proceder del fondo de su pecho:

—No hay ningún John Bjergstrand.

Luego miró al techo y se desmayó.

Knud tenía miedo de que la mujer muriera allí, entre sus brazos, y no se atrevía a volver a hacer su última pregunta.

Mientras la levantaba del suelo y la colocaba entre dos cojines del sofá, Gerda parloteaba de forma inconexa.

—Magna… nunca ha ayudado a nadie que no fuera sí misma… Y a mí… y a los niños… Ella estaba aquí solo por el bien de los niños. Nunca ha ayudado a otros. Nunca ha ayudado a gente rica… ocultando nada… como andan diciendo por ahí…

Knud Tåsing asentía en silencio, sobre todo para sosegar a la anciana, porque no estaba seguro de saber de qué hablaba la mujer.

—… Fui yo quien lo recogió… No fue Magna, fui yo… Yo lo recogí, por el bien de Magna… Pero ella no debía saberlo, me había ayudado mucho.

La anciana señora desvariaba, y Knud Tåsing volvió a asentir con la cabeza, para tranquilizarla, esperando a que aquel torrente de palabras inconexas se detuviera. Pero entonces surgió el nombre que no debería haber aparecido, y cuyo significado nunca comprendieron:

—Dorah… me prometió…, me prometió que… si lo entregábamos…, si… ¡Dios mío, qué he hecho!

El cuerpo menudo se estremeció de pronto, y, para sorpresa de Knud, Gerda Jensen rompió a llorar.

Seguía llorando cuando él abandonó la casa, y fue como si las lágrimas brotaran de una fuente desconocida de su interior, un manantial imposible de vaciar, que cualquiera diría que no podía alojarse en un cuerpo tan diminuto.

Después Tåsing pasó varias horas meditando sobre el último nombre.

Dorah Laursen.

¿Qué diablos ocurría con aquella mujer?

Dio a luz a un niño, que era imposible que fuera John Bjergstrand, y ahora estaba muerta. Desistió, como tantas otras veces, de buscar la relación. Al parecer, no la había.

Pero la respuesta más importante la recibió de la mujer que era incapaz de mentir, y entendió su significado. En el asunto Kongslund pasaba algo grave. Alguna invisible mano maestra había movido las piezas de forma tan ingeniosa que todos se obcecaron con creer que veían patrones donde no los había. El electrón nunca estuvo en el punto del átomo donde todos creían que estaba, como habría dicho Asger; cuando tocabas lo que parecía ser real y establecido, desaparecía. Decidió no compartir la información con los demás.

Y así fue como Tåsing cometió su tercera gran tontería en el asunto Kongslund, que no iba a pasar desapercibida, claro, porque el Destino no tenía intención de darle más opciones.

Sí, lo maté —confesó Orla a Severin. Y recalcó las dos últimas palabras.

Los dos hombres estaban sentados en un par de sillas de jardín abandonadas en la terraza de la madre de Orla, y la confesión del antiguo alto funcionario llegó de pronto, e inesperada, hacia la mitad de su primera cena juntos tras haberse marchado de Kongslund.

A lo largo del día, los empleados de mudanzas habían vaciado la sala, el sótano y las habitaciones del primer piso, y la mayor parte de las cosas las habían llevado al guardamuebles, hasta que Orla decidiera con qué quedarse. Iba a volver a casa de Lucilla y sus hijas, se lo hizo saber a Severin, pero no sabía si se quedaría con su familia mucho tiempo. Su ángel custodio no había percibido aquellas reflexiones, porque se daba cuenta de los peligros que existían, y solo dijo que sería bien recibido, y que podía quedarse todo el tiempo que quisiera.

Para la media tarde, los empleados de mudanzas se habían llevado el último mueble de la salita, y sin más ceremonias metieron los restos del sillón de terciopelo azul en una carretilla y los llevaron hasta el camión de mudanzas. Había desaparecido, y con él también todas las visiones de la mujer que había vigilado a Orla el Solitario desde las sombras. La imagen del chico y el hombre con la pelota de playa anaranjada seguía en la pared de la habitación del primer piso, porque Orla pidió a los empleados de mudanzas que la dejaran; no sabía por qué. Al anochecer reparó en otro cambio: los sones de las sonatas de Brahms procedentes de la sala del pianista habían callado, como si las luchas callejeras y los conflictos del mundo tuvieran que arreglárselas ahora sin sus apaciguadores golpes de tecla. Unos días después supo que el pianista había muerto en medio de unos tonos graves, el domingo soleado de verano más bonito que nadie recordaba.

—Así que mataste a Benny el Lerdo —resumió Severin con modos de abogado, haciendo un gesto afirmativo a su amigo.

—Sí que lo hice. Lo maté.

Aquello era una confesión.

—Pero la mano que viste…

Por un momento se hizo el silencio. Luego Orla dijo casi con el mismo tono:

—Era la mía…

—Ya. Pero Orla, si arrancaste el ojo de una persona con tal brutalidad, con fibras, tendones y nervios y toda la pesca, tendrías que tener sangre por todas partes, y desde luego en los dedos de la mano que arrojó su ojo al arroyo.

Orla Berntsen cerró los ojos y trató de recordar la tarde que transformó su vida.

—¿Tenías sangre?

—Puede que me lavara.

—¿Te lavaste?

—No me acuerdo…

El reconocimiento llegó vacilante, como en un interrogatorio cruzado en una sala de audiencias donde el acusado aún no estuviera seguro de las intenciones ocultas del fiscal.

—Pero después ¿tenías sangre en la mano, o en la ropa?

—No, que yo rec…

Orla calló.

—La Policía se habría dado cuenta si la tuvieras.

—Sí.

—Y te habrían llevado al calabozo, pese a los esfuerzos de Carl Malle.

—Sí.

—Pero fue otro quien se lavó aquel día, ¿verdad? Quien bajó al arroyo a lavarse.

—Sí —repitió la palabra por tercera vez. Orla seguía con los ojos cerrados—. Yo creía que iba a ayudar… al Lerdo… Pero estaba allí, con las manos en el agua, sin moverse.

—Poul.

—Sí.

—Orla, lo vi todo desde los matorrales debajo de los olmos.

—¿Qué dices?

La voz fue casi un susurro. La confidencia cayó como un bombazo en la pequeña terraza.

Severin se ruborizó como no suelen hacerlo los hombres adultos, y mucho menos los abogados en un interrogatorio cruzado.

—Sí. Aquella tarde estaba escondido tras los arbustos. Había oído los perdigonazos y os seguí. Traté de gritar, pero él fue más rápido, y luego me quedé aterrorizado. Tenía un miedo de mil pares a ser descubierto y terminar en el arroyo junto con el Lerdo. Aquel chaval…, Poul, estaba loco.

—Pero ¿por qué no lo has dicho antes?

La pregunta tenía una lógica aplastante.

—Porque… —Severin calló y se ruborizó más aún.

Orla abrió la boca, lo más seguro para volver a formular la pregunta en un tono más exigente, como tienen por costumbre los abogados. Sus papeles habían cambiado en unos pocos segundos. Ahora era Orla el acusador, y Severin el culpable.

Pero al mismo tiempo fue como si un ángel atravesara el barrio, tal vez no un ángel custodio, pero sí un ser que tenía el poder de evitar todo mal, y dejó que el Dios de la Amistad y la Camaradería acallara la respuesta, si es que la hubo. Hay preguntas que no deben responderse si no quieres perder las amistades.

—Así que no eres un asesino —explicó Severin cuando el momento de silencio se hizo lo bastante largo—. Incluso puede que seas el único de los siete que no lo eres. No eres ni hijo adoptivo ni asesino.

Severin intentó sonreír.

Por primera vez en muchos años, Orla Berntsen lloró aquella noche, sentado solo en el suelo, en medio de la sala vacía de su madre, incapaz de detener el llanto.