DESPEDIDA
2 de septiembre de 2008
Toda la nación pudo observar en las imágenes de Kongslund que publicaron las revistas durante los grandes años de adopciones que era un hogar habitado por multitudes de niños sonrientes animados por un gran deseo de supervivencia común que ninguna adversidad humana podía doblegar.
Claro que en realidad no había sido así.
Creo que la mayoría de los niños de Kongslund guardaban su encuentro con las Tinieblas en una pequeña estancia de lo más recóndito de su alma, donde no dejaban mirar a ningún extraño. Nadie desea mostrar daños tan profundos que ni la mejor reparadora del país ha podido remediar.
En algunos de nosotros la fachada exterior se derrumbó de pronto y sin explicación, y después ya no quedaron defensas contra lo que habíamos ocultado…
Estoy al borde de la tumba, literalmente, y no albergo sentimientos tiernos cuando observo la tierra removida y depositada en montones en torno al agujero negro del cementerio de Hørsholm.
Y tampoco hay ninguna clemencia en mi apreciación del suceso que nos ha traído hasta aquí.
Entonces me vuelvo y sigo al resto de los presentes al interior de la imponente iglesia que se alza en el lugar donde reyes y reinas vivían una vida palaciega libertina, hasta que el rey Federico VII dejó que derribaran el castillo, en protesta por su espantosa infancia, a solas con su padre demente, que había desterrado a su madre por serle infiel.
Soy la última en llegar; con la timidez que nadie ha podido quitarme jamás, elijo el banco más al fondo. Aquí no seré blanco de ocultas miradas indiscretas.
Dentro huele igual que en la iglesia el día que enterramos a mi madre de acogida.
Quizá no tan fuerte, pero sí lo suficiente para, una vez más, provocar reacciones alérgicas dispersas entre los centenares de invitados. Se han colocado abundantes fresias en pequeños jarrones a lo largo de las hileras de bancos, y hay todavía más ramos de fresias sobre el féretro, que está encima de un estrado frente al altar. Cualquiera diría que la propia Magna había intervenido en el montaje; si me lo hubieran preguntado, no lo habría descartado. Magna no habría dejado escapar una oportunidad así salvo en caso de extrema necesidad.
A la derecha del altar se alza un hermoso arbolito en un tiesto rojizo, y lo reconozco, por supuesto, del jardín más bonito que he visto en mi vida. Es un cerezo japonés, y también sé quién lo ha colocado con tanto esmero en el lugar de honor de la grandiosa ceremonia.
Sobre la tapa del ataúd, medio escondida entre las coronas de flores blancas y amarillas, quienes están más cerca pueden vislumbrar una larga rama torcida con ramitas verdes. Los que saben algo más de árboles pueden quizá reconocerla como una rama de tilo, pero nadie puede explicar su presencia justo allí, entre los ramos del féretro.
Alguno de los distinguidos asistentes de las primeras filas estornuda con violencia varias veces. Luego se hace un silencio absoluto en la iglesia, mientras esperamos a que el pastor se vuelva hacia nosotros. No puedo evitar imaginarme al hombre del ataúd, que de alguna forma he conocido toda mi vida. Si lo pusieran derecho y le empolvaran las pálidas mejillas, probablemente podría aparecer en la pantalla sin que durante el primer segundo nadie notara un gran cambio. No tengo la menor duda de que los concienzudos empleados de la funeraria más elegante de la ciudad han trabajado con su cuerpo durante horas, como corresponde a una estrella, y lo han vestido con su traje más caro y elegante. Es posible incluso que hayan dejado un par de trajes en el ataúd, para que pueda cambiarse como es debido en un viaje que nadie, por razones obvias, sabe cuánto dura.
El pastor se coloca frente al altar, y vuelven a oírse algunos estornudos sueltos. Por un momento, espera a que una serie de estornudos más violentos remita. Veo por su postura que las repetidas interrupciones empiezan a irritarlo.
Para mi sorpresa, de pronto soy yo quien estornuda, aquí, en la última fila, muy alto y varias veces seguidas; yo, que he crecido entre las enormes cantidades de flores que tanto gustaban a mi madre de acogida, y que por eso consideraba una cuestión de honor no reaccionar nunca ante olores pesados, especiados.
Mis ojos se llenan de lágrimas durante el acceso, y mi imagen algo macabra del hombre que yace en el féretro se mece en un río de lágrimas y desaparece entre los remolinos de la corriente antes de emerger a la superficie como otra imagen diferente: la de un chico guapo sentado en un banco pintado de blanco bajo un gran olmo en un jardín umbroso; cualquiera habría pensado que era el Paraíso. Entorno los ojos y espero a que las visiones —y las lágrimas de mis mejillas— desaparezcan, y confío en que nadie vuelva la cabeza y vea que la niña abandonada de Kongslund por una vez ha sucumbido al acoso de los poderes superiores.
Luego el pastor da un paso adelante, llena el espacio de la iglesia y acapara la atención.
—Nos hemos reunido para enterrar a Peter Trøst Jørgensen, nacido Peter Troest Jochumsen —declara—. Hemos venido a compartir el luto, pero también a alegrarnos por una vida plena.
En el banco de la primera fila están los padres, que nunca llegaron a reconciliarse con su hijo desde su último encuentro, y esta vez el comandante del tanque, en la figura del padre adoptivo de Peter Trøst, el anciano médico jefe de servicio, no puede ocultarse tras su blindado y dejar para su esposa las dolorosas rupturas de la vida.
Tras la familia más cercana, la iglesia está repleta de gente de las capas sociales más distinguidas: redactores, ministros, empresarios y jefes de servicio; solo falta el Catedrático, el en otro tiempo celebrado presidente de Channel DK, Bjørn Meliassen, en el funeral de su antigua estrella, cosa que extraña a muchos. Se ha susurrado de banco a banco, tanto antes como durante las campanadas para misa, que el Catedrático se ha encerrado en un búnker de mando en las profundidades de la fracasada cadena televisiva, donde se niega a abrir la puerta a nadie. No se sabe con exactitud qué hace allí dentro, y los bomberos de aún no han conseguido abrir la puerta de acero con tres cerraduras encapsuladas en plomo.
Personalmente, me extraña más que Gerda Jensen no aparezca por ninguna parte. Aunque el asunto Kongslund la ha asustado —sé, sin sombra de duda, que sigue disponiendo de una información que no desea compartir con nadie—, debería haber participado cuando uno de los niños especialmente queridos por ella y Magna se balanceaba sobre el último abismo, dejaba atrás la fina telaraña y caía, y caía, y caía. Hasta el fondo de las Tinieblas.
—Guardemos un momento de silencio —propone el pastor en danés sencillo. Y todos callan un minuto, tras lo que añade, con el rostro vuelto hacia el ataúd—: Honrada sea tu memoria.
Miro de reojo hacia el techo abovedado, se ha convertido en una costumbre, aunque sé que los demás también lo hacen, mientras nos ocupamos de nuestras dudas innombrables: ¿está Dios ahí? ¿Nos observa? ¿Se da cuenta, pese a las oportunas precauciones piadosas, de que nuestro temor en este instante es mucho mayor que nuestra compasión para con el difunto y sus familiares?
Justo en esta iglesia, hago un pequeño añadido personal a la idea de la vigilancia celestial que ha aterrorizado a generaciones: si el rector Nordal ha logrado acceso a esta ceremonia, debe de estar sonriendo con crueldad por lo que por fin le ha sucedido a su verdugo, y sobre todo por el modo en el que sucedió.
Al rector, que llevaba años descompuesto, le hicieron el funeral en esta misma iglesia.
El pastor lee ahora del Libro de los Salmos, y recita la canción de David con voz extrañamente alegre, como si deseara ahuyentar a todos los demonios de la tierra que los últimos días han comentado entre susurros las extrañas circunstancias de la muerte de la estrella de la televisión, y todavía peor: las posibles señales de un acto de suicidio.
—Señor, tú me has examinado y me conoces…
Por razones evidentes, fui la primera en llegar al lugar del accidente junto con Asger, mientras Orla y Severin se quedaban en la villa para llamar a la ambulancia. El coche estaba volcado panza arriba, justo debajo de la cuesta. Lo reconocimos enseguida.
—Si subo hasta los cielos, allá te encuentras tú; si bajo a los abismos, allí estás presente…
Las investigaciones inmediatas apuntaban a que la estrella de la televisión estaba bajando por la carretera de entrada a Kongslund, como tantas otras veces, cuando de pronto, por alguna razón, dio un volantazo a la derecha y subió por la cuesta, con un ángulo demencial, hasta que el centro de gravedad del coche se desplazó fatalmente y el vehículo rodó a la izquierda y cayó por la empinada cuesta. El coche cayó en el mismo lugar que el Rey Bueno cuando, siglos atrás, tropezó en lo alto de la colina y golpeó el mismo tocón que detuvo la caída del rey, con tal fuerza que el periodista de la televisión salió despedido por el parabrisas.
—Si digo: «Las tinieblas me envuelven, y la luz se ha hecho noche en torno a mí», tampoco las tinieblas son tinieblas para ti, ante ti la noche brilla como el día…
Tal vez sintiera otro ataque repentino de insensibilidad en sus piernas enfermas y no se había dado cuenta de que estaba acelerando, tras lo que, confuso, torció hacia la cuesta. Fue la primera teoría que se me ocurrió, pero vi en los ojos de los primeros policías que llegaron que no creían en ella.
—El apóstol escribe en su Epístola a los Romanos: porque ninguno de nosotros vive para sí, y ninguno muere para sí…
El cuerpo de Peter Trøst quedó atrapado entre las ramas recias de una de las doce hayas, y permaneció colgado allí, grotesco, cabeza abajo, como si alguien lo hubiera dejado caer a la Tierra desde el mismísimo Cielo. Era un espectáculo espantoso. Aparte de los bomberos, solo Asger y yo presenciamos de cerca los detalles macabros —lo soltaron y lo cubrieron antes de que llegara la Policía—, y tuvimos que acostumbrarnos a ellos para el resto de nuestra vida: Peter Trøst tenía ambas piernas descuartizadas por los cascos de cristal del parabrisas, casi cortadas de raíz.
—Por mi vida, dice el Señor, que ante mí se doblará toda rodilla…
Fui a vomitar entre las plantas abonadas con mantequilla por el viejo capitán de la Marina, más arriba en la cuesta. Entre lágrimas, me pareció ver a una niña pequeña en medio de los árboles, que me miraba inmóvil. Cuando me moví, desapareció hacia la vieja casa vacía, donde había vivido mi amiga, y aquella experiencia no la compartí ni con la Policía ni con los bomberos. Ni con nadie.
—Amén.
Encontraron un recibo de hospedaje de un pequeño hotel de Selandia, cerca de un pueblo de nombre desconocido para todos. Nadie sabía qué pudo hacer allí la estrella de la televisión la última noche de su vida. Fue un suceso fuera de toda lógica.
—Levantémonos…
El pastor ha vuelto a asuntos más terrenos.
Sacan el ataúd a hombros; Asger va el primero por la izquierda, Susanne a la derecha. En medio van Knud y Nils, y detrás, los dos abogados, Orla y Severin. Transportan el ataúd hasta el borde de la fosa, y hay una estructura de delgados barrotes de hierro, pintada de verde, en torno a la sepultura.
La puerta está abierta.
—Alabado sea Dios Nuestro Señor Jesucristo, Padre… —dice el pastor.
Descuelgan el ataúd con la difunta estrella hasta el fondo de la sepultura, Asger mira fijamente hacia abajo, mientras parpadea al mismo ritmo que los alérgicos y las tres exesposas de la comitiva, que se rinden ante la solemnidad del momento. Ninguna de ellas ha conocido de verdad a Peter, lo sé mejor que nadie.
—… que en su inmensa compasión nos ha hecho renacer a la esperanza viva de Jesucristo resucitando de entre los muertos. Polvo eres, en polvo te convertirás, y del polvo has de renacer.
El seco sonido hueco de las tres paladas acompaña sus palabras, y me llama la atención que el fin supremo de todo entierro a través de la historia de la humanidad haya sido solo ese: el sueño de no morir, nunca jamás… Para mayor gloria de Dios. El rito parece ser una señal para los fotógrafos de revistas, que hasta entonces se han mantenido a cierta distancia; se dirigen en grupos hacia la tumba, nos rodean y fotografían a famosos y allegados desde todos los ángulos posibles.
—Cantemos el salmo número setecientos veintisiete: «Siempre confiado mientras caminas» —dice el pastor.
Estamos cantando al borde de la sepultura, incluso algunos de los fotógrafos cantan, mientras sacan primeros planos del nombre grabado en la alargada lápida de mármol blanco.
PETER TROEST JOCHUMSEN.
En la enorme superficie descansan hombres y mujeres de familias danesas muy distinguidas, como Lehmann, Spreckelsen, Federspiel, Hasfeldt, Hinzpeter, Falkenskiold, Warburg y Wedell-Wedelsborg. No hay un Jensen en kilómetros a la redonda. Y ahora, pues tampoco un Jørgensen.
Los dos abogados subieron a hacer las maletas nada más volver. Orla y Søren habían dormido cada cual en su cama, pero de todas formas juntos, en el antiguo cuarto de Gerda, en la torre del sur, lo que fue motivo de diversión para los demás: los antiguos enemigos políticos mortales, que vivieron en mundos separados durante décadas de polémica nacional sobre los inmigrantes, se habían convertido de nuevo casi en los mejores amigos. Nos pareció algo a la vez banal y fantástico, e incluso Asger declinó dar una explicación sencilla a los nuevos lazos.
Era evidente que los dos antiguos enemigos consideraban terminado el caso Kongslund, y tras la espantosa muerte de Peter hicieron saber que iban a establecer juntos un bufete: Nielsen & Berntsen. Sonaba de lo más respetable —también algo divertido, en mi opinión—, y les dimos la enhorabuena con una copa de champaña. Hicieron saber que los únicos asuntos que la nueva firma de abogados no iba a tocar ni de lejos eran los casos de inmigrantes y refugiados, y ninguno de los dos sonrió al decirlo, así que brindamos por ello con la mente puesta en los demoledores casos de tamiles sucedidos en el país.
—El punto de inflexión es el Protocolo de Kongslund —declaró Asger más tarde aquella noche, después de que los dos abogados se despidieran y se marcharan—. Es la desaparición del Protocolo lo que mantiene el caso con vida, independientemente de lo que Carl Malle y Almind-Enevold quieran hacernos creer. E independientemente de que los dos abogados salgan con el rabo entre las piernas, como hacen los abogados cuando llega el momento de la verdad.
Nils también se había marchado a casa tras habernos comunicado su decisión de no desvelar sus verdaderas raíces biológicas a sus padres. Le habían mentido durante medio siglo, así que ahora tendrían que vivir con una mentira sus últimos años. Le daba un extraño placer poseer aquella información secreta, quizá fuera una especie de venganza.
Susanne sirvió té verde en la sala del jardín, y dijo que estaba de acuerdo con el punto de vista de Asger. Knud Tåsing, sentado con los pies subidos a un taburete de anticuario con un asiento de piel de antílope africano, también acogió con gesto aprobatorio la exposición del astrónomo.
—Tal vez no ponga en él más de lo que ya sabemos —intervine—. Y en ese caso ya no es tan interesante…
Ceceé un poquito las eses de las palabras finales, y noté que mi hombro izquierdo, el torcido, se hundía cada vez más hacia el suelo.
Era un tema del que no tenía ganas de hablar más de lo estrictamente necesario.
—Un cuaderno de bitácora personal así sobre sucesos ocultos va a ser muy peligroso, también para muchos otros…
Knud mostró una expresión casi soñadora al pensar en los escándalos que iba a poder destapar con un arma así en las manos.
—Probablemente contenga muchísimos nombres de distinguidas personas influyentes, muchos de los cuales vivirán todavía, con sus títulos de alcurnia, siendo ciudadanos respetabilísimos de la sociedad danesa; imaginad, ¡en la lista podría haber hasta miembros de la realeza!
Sus ojos brillaron ante la visión de todas las coronas reales que desfilaban alineadas camino del abismo en su mirada interior. Comprendí el deseo del periodista en paro de una historia que no había prometido al Rey Absoluto ocultar; es decir, si podía probarse.
Decidí dar las buenas noches y subí sola a mi habitación, dejando a Asger y Susanne sentados en la sala del jardín.
Para mi extrañeza, no sentí nada en aquel gesto, nada de celos por ninguno de los dos.
Era como si no tuviera contacto con ninguno de los sentimientos que en circunstancias normales se habría esperado en aquel momento.