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EL PRIMER MINISTRO

4 de julio de 2008

Aquellos días el Rey Absoluto fue proclamado en prensa y televisión el más admirado primer ministro que la gente había elegido para el puesto supremo de la nación, y ni siquiera había habido elecciones.

Pero los editorialistas y comentaristas lo consideraban, en su eufórica embriaguez, como una distinción especial que debía de significar algo importante, a saber, que una providencia superior había colocado al hombre fuerte donde los daneses tenían mayor necesidad de él, justo ahora, en un mundo que era cada vez más grande y parecía cada vez más inseguro. La responsabilidad del escándalo del chico tamil fue atribuida al claramente imprevisible jefe de Gabinete, al que buscaba la Policía.

Ole Almind-Enevold se había convertido por fin en monarca absoluto del reino que llevaba tanto tiempo codiciando, y nadie en su sano juicio podía imaginar que fuera a abdicar jamás por propia voluntad.

Los altos funcionarios, ayudados por un pequeño ejército de ayudantes, habían restablecido el ventrículo superior del reino como despacho del primer ministro. Lo hicieron en un tiempo récord, ya que Almind-Enevold quiso de inmediato tomar posesión del mayor puesto de poder del país.

Habían llevado sus papeles más importantes y sus efectos personales desde el Ministerio Nacional a Presidencia del Gobierno en cuatro carretillas grandes metálicas que retumbaron arriba y abajo por los distinguidos pasillos con su valiosa carga, cruzaron el patio, subieron en ascensor y continuaron rodando hasta el elegante despacho del que acababan de sacar la cama hidráulica. Era una forma de transporte poco convencional, pero las cuatro carretillas estaban a mano, porque una brigada de albañiles estaba haciendo una ampliación más de la sección de Extranjería en el ala oeste del Ministerio Nacional —desde 2001 ocurrió algo contradictorio: que mientras caía el número de extranjeros, aumentaban las actividades relativas a ese ámbito—, y el Rey Absoluto quería mudarse enseguida. Tenía sus motivos.

Acababan de vaciar la última carretilla cuando el recién coronado jefe de Gobierno tuvo su primera reunión. Iba a ser la más importante de todas.

Tampoco era una reunión a cuyos participantes hubiera tenido la menor gana de recibir, pero Knud Tåsing solo tuvo que decir una frase por teléfono para lograr lo que quería.

—Lo hemos encontrado.

Luego Ole Almind-Enevold consultó la primera página de su agenda de primer ministro y canceló todas las reuniones de la mañana, incluida una con su nuevo subsecretario sobre una remodelación inmediata del Gobierno para sustituir a la ministra de Igualdad por un hombre joven que pudiera llevar a cabo cuanto antes la aprobación de la Ley ANV, con nuevas exigencias para la interrupción del embarazo.

También eso tendría que esperar.

Carl Malle estaba junto a él cuando llegamos, enorme, y sorprendentemente tranquilo. Yo esperaba una expresión más nerviosa, o más terrible, en sus duros ojos castaños, pero estaba como siempre, imperturbable. Aquello me inquietó, pese a no ver ningún punto débil en el plan que Knud diseñó y todos aceptamos por unanimidad.

Los saludos formales fueron lo más breves posible, con un mínimo de cortesía y un débil murmullo por parte de los presentes. Tuve una visión fugaz del desconcierto en la mirada de Almind-Enevold cuando dio la mano al fotógrafo. Knud Tåsing y yo éramos viejos conocidos por ser creadores de problemas para aquel hombre, pero la presencia de Nils Jensen lo dejó estupefacto.

Carl Malle ni se dignó a dar la mano a los visitantes. Solo hizo un gesto con la cabeza, y no pude descifrar su semblante.

Luego el Rey Absoluto —que ahora sí que hacía honor a su apodo de años— tomó asiento tras el nuevo escritorio, bastante más pequeño que el que tenía en el Ministerio Nacional. Carl Malle se sentó en una silla a su derecha, y nosotros nos hundimos en un sofá que se encontraba a varios metros. Como es natural, la posición estaba calculada para que todos los invitados fueran conscientes de su vulnerabilidad.

Pese a todo, Knud Tåsing chasqueó la lengua, y el ruido pareció casi vulgar en el elegante despacho. Dudo que sus paredes hubieran presenciado jamás un comportamiento tan insultante. Fue un gesto que nadie esperaba, y Nils Jensen, que estaba sentado en el sofá entre Knud y yo, dio un respingo. El flaco fotógrafo era el más nervioso de nuestro grupo, no era de extrañar.

—Hemos encontrado a John Bjergstrand —comenzó Knud Tåsing, corroborando lo que le había dicho por teléfono.

En aquel segundo nadie se movió, pero Ole Almind-Enevold observó a su antiguo enemigo con la mirada entornada. La pregunta lucía clara, pero muda, en sus ojos. ¿Quién?

—Está sentado ante ti.

Percibí otro pequeño temblor en los hombros flacos del fotógrafo.

Carl Malle arqueó las cejas y dirigió la mirada hacia aquel hombre que era el único candidato posible, puesto que yo era una mujer, y Tåsing no era más que el mensajero.

El primer ministro se quedó un rato en silencio. Después, sin elevar la voz, dijo:

—No es posible.

—Es posible.

Esta vez Knud Tåsing empleó su habitual truco de materializar el documento incriminatorio, casi de la nada, y arrojarlo ante su presa. La partida de bautismo del secreter del anciano vigilante estaba sobre la carpeta de escritorio más distinguida del país.

—Encontramos esto en casa del padre de Nils Jensen. Anker Jensen ha confirmado que es auténtico, y que se lo entregó Martha Ladegaard. Es decir —continuó Tåsing—, que su hijo, Nils Jensen, es adoptado, de Kongslund, y el nombre que aparece… —señaló el formulario— es John Bjergstrand.

Juraría que el hombre más poderoso del país en aquel momento estuvo a punto de resbalar, desvanecido, trono abajo. Se armó de valor para inclinarse hacia delante y examinar el papel, mientras sostenía su frente gris mármol con ambas manos. ¿Iba a marearse?

Carl Malle debió de pensar lo mismo, porque se medio levantó, al parecer para leer el documento, pero también para poder ayudar en caso de que su jefe de pronto resbalara y cayera del trono.

Pasó por lo menos un minuto en absoluto silencio, y pese a todo tuve que admirar el autocontrol del anciano. Pestañeó varias veces, pero luego se enderezó y dijo con un susurro:

—Necesito pruebas.

Era el tipo de cosas que era capaz de hacer el poder. Plantear exigencias desde una posición imposible.

—Una prueba de ADN —añadió. Seguía pareciendo que alguien le había golpeado con fuerza el plexo solar. El fotógrafo del Rectángulo Negro era probablemente el niño que menos deseaba reconocer, y que jamás había imaginado. Había soñado con Orla, o tal vez Peter, a quien respetaba a pesar de todo, y podría haberse acostumbrado a Asger.

Siempre excluyó a Severin, y nunca pensó en Nils, el chico pobre de los oscuros patios traseros, aunque había estado en la Sala de los Elefantes en las Navidades de 1961 y Carl Malle lo siguió a distancia los primeros años.

En aquel momento tenía un hijo que era el mejor amigo y colega de su viejo enemigo a muerte, y que nunca hizo otra cosa que unir luces y sombras en pequeños rectángulos y venderlos a revistas del corazón y periódicos sensacionalistas. La decepción debía de hacérsele insoportable.

—No va a haber ninguna prueba de ADN. La prueba la tienes delante.

Knud Tåsing sacudió la cabeza para recalcar el brusco rechazo.

—Somos nosotros quienes, aquí y ahora, tenemos el poder en este asunto. No soportas el menor comentario público, y si quieres evitar eso tenemos tres condiciones irrenunciables.

Era evidente que el periodista había preparado su frase final hasta el menor detalle, y que estaba gozando muchísimo. El cirujano nunca había tenido en sus manos una víctima tan importante.

—Y solo ofrezco eso porque Nils Jensen me lo ha pedido expresamente. Está por lo menos tan horrorizado como tú. No desea que nadie en el mundo sepa de vuestra relación. Aparte de quienes estamos reunidos aquí.

La mirada que sostuvo el periodista, procedente del cargo más distinguido del país, estaba tan llena de odio que no entendí que pudiera mantener la concentración. Pero la mantuvo.

—Le he dicho a Nils que solo hay un modo de cumplir su deseo, para que pueda mirarme a mí mismo a los ojos como periodista, ya que no escribo la historia, y es que cumplas las tres condiciones que tengo. Si te niegas a cumplirlas, publicaré todo. Y lo haré con sumo placer.

—¿Y cuáles son esas tres condiciones?

Fue Carl Malle quien tomó la palabra, por primera vez. Por alguna razón me miró a los ojos cuando hizo la pregunta, y sentí que brotaba mi antiguo miedo y hundí mi hombro izquierdo hasta el fondo. Si en aquel momento hubiera intentado hablar, nadie habría entendido una palabra, y la buena de Magdalene habría parecido una auténtica logopeda. Incluso en un momento de derrota evidente, el colosal expolicía me producía un miedo de muerte.

—La primera condición es que Ole nos cuente, le cuente a Nils, lo que sucedió exactamente cuando conoció a Eva Bjergstrand.

Esta vez Tåsing empleó, sin pizca de respeto, el nombre de pila de su antiguo enemigo.

—¿Y la segunda? —quiso saber Carl Malle.

—Cada cosa a su tiempo. Primero la explicación.

Por fin, Ole Almind-Enevold tomó la palabra, y fue como si la enorme conmoción hubiera hecho desaparecer el habitual tono de arrogancia y distancia de su voz.

—Pero Tåsing, si se convierte en un secreto, todo el asunto, nunca vas a conseguir tu última exclusiva. La que debería devolverte el honor y la dignidad que nunca has poseído.

Fue una formulación extraña, pero también valiente. Me imaginé las ideas caóticas que atravesaban la mente del por lo demás bien entrenado político, y el peligro que debía de presentir ante sí. La primera mañana en el trono que siempre había deseado se arriesgaba a perderlo todo y convertirse en foco de un escándalo que iba a aniquilarlo. Y probablemente enviarlo a la cárcel. Ahora se le ofrecía una salida, y hurgó en todos los rincones en busca de posibles trampas, todo ello mientras ofendía a su verdugo. Aunque a regañadientes, tuve que reconocer su audacia.

Su hijo estaba sentado frente a él, pero ninguno de los dos hacía caso del otro. El amor paternal imaginado durante tantos años se había desmoronado a causa de algo realista a más no poder: una decepción insoportable.

—Ya no trabajo en el periódico —informó el periodista—. Así que, de todas formas, es demasiado tarde. ¿Y sabes qué, Ole?

No hubo reacción.

—Me importa un carajo. Cuéntanos tu historia. No se lo diremos a nadie. Si vosotros cumplís vuestra parte del acuerdo.

—¿Cuáles son las otras dos condiciones?

Era el expolicía quien volvía a preguntar.

—Las dos son condiciones que podéis cumplir sin ningún esfuerzo, os lo aseguro. Lo importante es la historia del origen del chico. Es lo menos que merece Nils Jensen.

No pude estar más de acuerdo.

Incluso Carl Malle asintió en silencio; con lentitud, pero lo hizo. Se imaginaba sin duda que las dos restantes condiciones estarían relacionadas con favores, incluso dinero, tal vez una asignación presupuestaria extra para el hogar infantil de Kongslund.

Casi sonreí al pensar en la sorpresa que iban a provocar las dos últimas condiciones diabólicamente ideadas por Knud.

—Vale.

Era una palabra que el jefe de seguridad raras veces empleaba. Una señal de aceptación. De derrota. La detestaba.

Luego se volvió hacia su antiguo camarada de la resistencia y dijo:

—Cuéntaselo, Ole. De todas formas, ya lo saben en líneas generales.

Empezó a hablar vacilante, con una voz que aún contenía restos de la conmoción que había sufrido; pero después fue como si el relato lo hubiera cautivado e incluso le provocara una especie de alivio inmerecido, porque los detalles eran tan grotescos que hacía tiempo que debería haberse venido abajo. No merecía ninguna salvación, y desde luego ningún placer agridulce al revivir su vieja pasión y el hijo fruto de ella.

Dijo que la sala de visitas puesta a su disposición por la dirección de la cárcel era cuadrada; tendría unos tres metros por tres. Había una cama-banco de patas cortas con una delgada colcha azul y una mesa de madera pintada de amarillo con dos sillas. También un lavabo con un grifo oxidado al que le costaba girar y del que manaba un fino chorro irregular. Así lo recordaba, a grandes rasgos.

El día que empezó su pesadilla, la chica del cuarto parecía más triste de lo habitual, pero la tristeza era de todas formas un sentimiento que siempre había relacionado con ella. Razones no le faltaban.

No diría que era guapa, eso sería una exageración, y pensar en ella como el amor de su vida era una ridiculez que ningún hombre de su posición —y tan joven como era entonces— podía permitirse. Recordaba su aspecto: no era bonita, ni llamativa, sino casi transparente, como un papel recortado con motivos de cuentos de Hans Christian Andersen. La chica estaba siempre rodeada de silencio, algo paradójico cuando se pensaba en su pasado violento. Nunca había negado el crimen por el que la condenaron, nunca lo justificó ni lo explicó, y nunca había conocido a una chica como aquella. Eso no lo dijo, pero lo oí en su voz mientras él buscaba en su memoria.

Trató de evitar la mirada triste de ella sentándose en la silla y consultando el informe que tantas ganas tenía de enseñarle. La guinda del trabajo que los había unido del modo más extraño: su tesis sobre la particular mala situación de las reclusas.

—Lee esto, Eva. Trata sobre ti.

—Voy a tener un hijo —informó ella, como si fuera una situación irremediable, o un lugar en el que todo estuviese quieto y nunca podría cambiarse nada.

Ole Almind-Enevold se quedó conmocionado, y escrutó la mirada de la chica en busca de alguna señal de guasa. Oyó a uno de los guardianes pasar al otro lado de la puerta, pero no lo vio, porque el cristal estaba tapado con un pedazo de tela oscura.

—Voy a tener un hijo —repitió, y esperó una reacción.

El guardián se detuvo un rato junto a la puerta, e hizo ruido con una silla. Pero luego los pasos se alejaron de nuevo y desapareció.

—Eres tú…

Pero no terminó la frase. En su lugar, su boca se encogió hasta parecer una florecilla roja que hubiera retraído los pétalos hacia sí. Aquella boca que lo recibió con avidez las veces que él permitió a su deseo descuidar toda precaución. Hacían el amor en la cama-banco azul, y fuera llovía y nevaba, eso lo recordaba bien. Cada vez, la sala de visitas se cerraba con llave, el cristal se tapaba y la estancia era solo de ellos durante las dos horas de la visita. Su relación duró varios meses.

Él acababa de cumplir los veintisiete, y se hablaba de su prometedora carrera política, tanto en Socialdemokraten como en Berlingske Aften, después del congreso del partido en septiembre de aquel año.

—Di algo —lo conminó la chica, sentada algo inclinada hacia delante con toda su fragilidad de papel, mientras lo miraba con infinita tristeza.

Pensó en ella desnuda —la palidez era quizá lo más fascinante, porque ya llevaba en la cárcel dos años—. Pensó en el sudor que recorría su piel y caía a la manta que él había extendido bajo ellos, y fuera llovía y soplaba el viento mientras ella hundía su boca en el oído de él y susurraba palabras que solo emplearían las chicas de un barrio como aquel en el que nació; temblaba bajo él como si tuviera espasmos, antes de abrir los ojos de par en par sin ver nada ni a nadie, y estrechar su abrazo.

Dejó sobre la mesa los papeles, el informe oficial que iba a catapultarlo en su carrera.

—Tengo casi terminado mi informe —comunicó—. Este es el último borrador.

Estaba muy satisfecho de su trabajo.

—Tú estás loco. —La chica sacudió la cabeza—. Te digo que vamos a tener un hijo, y te pones a hablar de un informe.

—Pero puede venir bien para tu caso. Podría sacarte de aquí —explicó él. Claro que en realidad no quería que saliera. Estaba casado.

Él mismo escribió la introducción al informe, que estaba ante ella intacto: «Instituciones Penitenciarias y Universidad de Copenhague, 1960. Presa, nacida el 6 de abril de 1944, designada como 01».

Toda la primera sección trataba sobre ella, y a él le parecía que era un documento importante, decisivo, para mejorar la difícil situación de las mujeres excluidas: «Hablo con 01 de su madre. Da a entender que el pasado de su madre fue un factor decisivo en lo que ocurrió».

Después, las necesarias observaciones técnicas, y luego las más concretas: «01, hija de un soldado alemán, mató a su madre de un simple empujón, pues cayó por las empinadas escaleras traseras del piso donde vivían, tras una pelea. El episodio tuvo lugar el día que 01 cumplió quince años. Al principio dijo que había sido un accidente, pero después se retractó, declaró que odiaba a su madre y la detuvieron».

Sin embargo, el tratamiento que se describía en la siguiente sección tuvo éxito, según los baremos de entonces: «Tras las primeras tres semanas, 01 habla con mayor franqueza sobre sí misma y sobre su estancia en prisión. Trato de sondear su impresión del efecto preventivo de la condena mediante las preguntas 16-23 (sección 01C). No obstante, las preguntas parecen cansar a la chica. Solo tiene dieciséis años recién cumplidos».

Después hicieron el amor por primera vez. Todavía oía los gritos de ella. «¡Sí! ¡Sí! ¡Sí!». Y no estaba seguro de si expresaba su fuerza primigenia de mujer mientras tensaba la espalda y se ponía a temblar como nunca había visto —lo que la dejó flotando en un arco sobre la colcha azul durante casi un minuto—, o si las palabras no eran sino una confesión de la insoportable culpabilidad que sentía.

—¡Ahora tendrán que soltarme! —fue lo que exclamó la chica, con ambas manos en el vientre.

—Nunca van a soltarte.

La respuesta de él llegó sin vacilación. Pudo incluso oír el alivio en su voz.

Ella se quedó inmóvil, mirándolo con fijeza.

Yo pensé en la niña de la hoja de nenúfar que miraba el abejorro después de que él cortara el cinturón de su vestido y la mariposa se convirtiera en un puntito en el cielo.

—Debes abortar. —Las palabras salieron solas. Porque era la única solución de Ole Almind-Enevold—. No van a soltarte solo porque estás…

Se calló. El nombre le parecía absurdo en aquella situación —el nombre de la madre de todas las mujeres—, pero aun así lo repitió como último recurso:

—Eva, tienen que extirparte el feto.

—El monstruo, ¿verdad?

Ole sintió el frío de la estancia. Si ella hablaba a alguien sobre el padre del niño, o si los empleados de la prisión no mantenían su discreción —por supuesto que podrán sacar sus cuentas, pero se podía convencer a la dirección de la cárcel para que guardaran silencio—, iban a encerrarlo sin remisión.

«Relación con una mujer condenada por asesinato». «Abuso de confianza para con el cliente». «Abuso de una menor bajo custodia en una institución penal».

Se publicaría con gran alarde tipográfico en todos los periódicos del país. Lo condenarían y lo destituirían del cargo; la reacción del partido, que le había asegurado una candidatura para el parlamento, sería rápida y definitiva.

En aquel momento, la chica echó a llorar.

—No voy a matar también a mi hijo.

Él se dio cuenta de que era verdad, y las ideas atravesaron su mente a velocidad vertiginosa. Luego tomó su decisión.

—Eva, también hay otra posibilidad. Pero exige un gran sacrificio que no sé si podrás hacer —declaró—. Así podrás expiar todo lo ocurrido.

Eva se secó las lágrimas y lo miró durante un buen rato.

Ole notaba en su mente la presencia de ella; que buscaba una mentira, la mentira que debía haber allí; pero no iba a encontrarla, porque suele suceder que la realidad funciona de forma tan fantástica que al mentiroso no le hace falta nada más. Vio ante sí el esquema, el plan, y supo exactamente cómo debía llevarse a cabo y a quién debía pedir ayuda.

La asió por los hombros; iba a tener que escuchar si quería salvarse y salvar al niño, y había una cosa que había aprendido como asesor jurídico en Instituciones Penitenciarias: las chicas de clase baja deseaban salvar a su hijo a cualquier precio, era tal vez lo único que habían aprendido de sus madres.

—Solo nos queda una opción —sentenció, asiéndola con fuerza por los frágiles hombros.

Después pensó en la situación como si fuera una casualidad que era hija de una casualidad, que a su vez había surgido por casualidades. ¿No es acaso así como se ponen los cimientos de la existencia de la mayoría de los niños, si se examinan de verdad los casos? ¿No ha sido acaso siempre así en las villas de los ricos de las afueras de Copenhague y en las grandes granjas de Jutlandia? ¿Incluso en los palacios reales? Se ha probado una y otra vez a través de los siglos: los niños llegan al mundo como casualidades, llegan a la costa igual que Moisés en su cesta de junco, y son amados por las personas que casualmente pasan por allí y oyen su llamada.

Los recogen.

Sí, pensó.

Y tampoco habría habido sitio para otras consideraciones en la sala de visitas n.º 4 de la prisión estatal de Horserød aquel día de otoño.

Fue en 1960. Dio a luz nueve meses más tarde, justo el día que salía de cuentas: el 30 de abril de 1961.

—En la sección B de Maternidad del Hospital Central.

Fue Knud quien completó la observación del ministro.

—Sí, es verdad. Porque teníamos cierto poder. Tiramos de los hilos necesarios. Y lo conseguimos. Con la ayuda de Magna… y con sus contactos personales con el jefe de servicio de Maternidad, y un talón para el director de la cárcel…

—Y un escenario alternativo en el que el director iba a ser despedido por no cuidar debidamente de las reclusas a su cargo.

Carl Malle se permitió una pequeña sonrisa.

Aquella amenaza había sido, sin duda, su aportación.

—Magna fue en busca del bebé y habló con Eva. La convencimos para que hiciera lo correcto, y luego se fue. Y entonces…

—Entonces todo se torció.

El Rey Absoluto respondió a Knud asintiendo. Al parecer, el singular relato había establecido entre los dos hombres un armisticio histórico, y sin duda muy breve.

—Sí…, todo se fue a pique. Mi mujer…, mi esposa, Lykke… no quiso adoptar. Y entonces Magna se asustó. Había colaborado en algo ilegal, aunque dijo que era por el bien del niño.

—Y por supuesto, también, porque sabía que aquello aseguraría su hogar infantil en el futuro.

Fue una vez más Carl Malle quien completó la exposición con su propia observación cínica.

Ole Almind-Enevold se alzó de hombros, irritado, y continuó:

—Porque no sabíamos cuál de los chicos de la Sala de los Elefantes era el de verdad… No sabíamos quién de ellos era mi hijo.

Observé que Eva había desaparecido ya del relato.

—No sabíamos cómo averiguarlo. Y entonces Magna consiguió deshacerse de él antes de que pudiéramos hacer nada.

En aquel momento el Rey Absoluto parecía tan triste como la joven a la que acababa de describir.

—Durante años se negó a darme la menor información sobre lo ocurrido. Dijo que era la protección que estaba obligada a prestar a los niños entregados en adopción. Y que así expiaba su crimen. Había roto todas las reglas de Asistencia a la Maternidad cuando nos ayudó con el hijo de Eva, y todo salió mal; en adelante, no iba a romper ninguna regla más.

—Entonces, empezamos a vigilarlos.

Carl Malle dio la información en un tono anodino, como si no hubiera cosa más natural que acechar a niños pequeños en sus primeros desplazamientos por el mundo.

—Siempre había una solemne despedida cuando los niños se entregaban en adopción. Todo el personal salía al sendero de entrada y se despedían con la mano de los pequeños y de sus nuevos padres. Nosotros los seguíamos.

El imponente jefe de seguridad sonrió, y nunca me había parecido tan antipático como ahora. Parecía que participase en una ceremonia a la que no lo habían invitado.

—Más tarde hicimos de vez en cuando alguna visita al hogar infantil, cuando era posible, para ver si Magna había escondido algo que nos sirviera, o si estaba en contacto con el niño o con la madre —explicó.

—Cometisteis allanamiento de morada —terció Knud Tåsing.

—Al menos, las primeras veces lo hicimos de noche.

Carl Malle nos sonrió otra vez, provocador.

—Pero al final desistimos.

Almind-Enevold interrumpió la parte más turbia de la historia, que de todas formas no aportaba nada.

—Encontramos a los niños de la Sala de los Elefantes, y los seguimos a distancia durante años, pero nunca descubrimos quién era…

—John Bjergstrand.

Había en la voz de Knud Tåsing un inequívoco tono triunfal. El armisticio entre los dos hombres había terminado.

—Así es. Nos dábamos cuenta de que sus padres adoptivos no desearían conocer la verdad, y no encontrábamos otras pistas.

—Pero la ciencia avanzaba —objetó el periodista—. ¿No pudisteis conseguir pruebas…?

Fue Carl Malle quien interrumpió su razonamiento.

—Lo intentamos una vez, pero no dio resultado, y desistimos. Era demasiado peligroso. ¿A qué médico o laboratorio íbamos a pedírselo, y con qué motivo? Corríamos el riesgo de que la prueba se nos volviera en contra.

—O también significaba que seguías teniendo poder sobre Ole, como cuidador del niño invisible, cosa que te venía de perlas —dijo Knud con la cabeza ladeada como un pájaro grande—. Cuando la primera prueba, cosa rara, no dio resultado, tal vez empezaste a temer que el padre no fuera Ole, con lo que perderías tu influencia sobre él. Por supuesto que habrías encontrado alguna salida si lo hubieras querido.

Por una vez, Carl Malle no dijo nada. Sus ojos estaban inexpresivos, y no pude averiguar si Knud había dado en el blanco.

El periodista cambió de tema.

—¿Tenéis algo que ver con la muerte de Eva en 2001?

Ole Almind-Enevold achicó los ojos. Parecía muy agitado.

—No, no teníamos ni idea de que estuviera aquí.

—¿Y lo de Magna…? ¿Una muerte accidental más?

La pregunta de Knud Tåsing quedó flotando en el aire, acusadora.

—Piensa un poco. —El nuevo primer ministro miró enfadado a su interrogador—. No teníamos ninguna razón para matar a Magna. Porque era la única que podía…, que podía informarme sobre mi hijo, si es que algún día decidía hacerlo.

Durante la conversación no miró una sola vez a Nils. Había tenido un hijo y había renegado de él todo en menos de un minuto.

—¿Y Dorah Laursen?

El Rey Absoluto se quedó perplejo.

—¿Dorah…? —preguntó.

El expolicía agitó la mano, como quitando hierro.

—Ya sé de quién habláis. ¿Qué pasa con ella?

—Era la tercera muerte… inexplicable. Y estuviste en contacto con ella, Malle, justo antes, para presionarla para que no hablara con nosotros. Me lo dijo ella.

—Piensa un poco, Tåsing. Ni siquiera sabía que hubiera muerto. ¿Y qué importancia podía tener para nadie? No era capaz ni de encontrar su propia sombra. Pero sembraba la confusión y obstaculizaba la investigación, y por eso le pedí que cerrara el pico. Pero educadamente. No empujándola por una escalera al sótano.

Knud Tåsing se quedó un rato pensando en la frase, y me di cuenta de que no sabía cómo refutarla. Por supuesto, la anciana podía haberse caído por la escalera del sótano tras perder el equilibrio. Le pasaba incluso a gente maciza y prosaica como ella.

—¿Y cuál es la segunda condición?

Carl Malle pasó sin dificultad a la última parte de la reunión, la más práctica.

Knud Tåsing decidió, por lo visto, dejar de lado las tres muertes.

—Tenéis que retirar la ley de ANV —sentenció—. Todo este asunto descabellado no puede desembocar de ninguna manera en una limitación absurda del derecho de las mujeres a decidir sobre su propia vida.

—Sobre la vida de otros… —El Rey Absoluto casi gritó las últimas palabras.

—O paras esa ley, Ole, o hacemos que se pare tu carrera. Sabes que podemos. Por lo demás, no está mal tu nuevo despacho.

Vi que Almind-Enevold se hundía, conmocionado, puesto ante un dilema que nunca había creído posible. En aquellos momentos estaban desmantelando la noble motivación de su ambición de toda la vida por el más alto cargo del país.

—Vale.

Carl Malle empleó por segunda vez aquella palabra, señal de derrota, y por alguna razón no me atreví a alzar la vista hacia el Rey Absoluto en aquel momento. Era casi como si hubiera que compadecerse de él, o como si yo temiera un sentimiento así; pero era absurdo, por supuesto.

Knud Tåsing expuso su última condición, que podía resumirse en una breve frase imperativa.

Tampoco esta vez hubo vacilación alguna.

—Vale.

La palabra-señal de derrota sonó por tercera vez, y de nuevo fue Carl Malle quien se comprometió. Me dio la sensación de que la condición a cumplir no hizo más que alegrar de forma extraña al viejo jefe de seguridad, aunque, como es natural, tratara de ocultarlo.

Yo no dije palabra en toda la reunión.

Abandonamos el ministerio en fila india, algo inclinados hacia delante, como los tres integrantes del viejo trío de las películas de Nordisk Film sobre la Banda Olsen[9]. A Knud Tåsing solo le faltaba un puro mordisqueado en la comisura, así que encendió un cigarrillo mentolado.

—¿Cómo sabía Carl que Dorah había caído por la escalera del sótano? —pregunté.

Los otros dos me miraron un rato, sin comprender. Debían de tener la mente muy lejos, y los dejé estar.

A lo largo de los canales estaban erigiendo altas tribunas de colores brillantes dorados y plateados. Al difunto primer ministro, que habían engalanado y depositado en un elegante ataúd de madera de cedro —aunque no un sarcófago del poder egipcio—, iban a pasearlo dando siete vueltas al complejo de Slotsholmen antes de proceder al último acto conmemorativo en el patio.

Iba a ser una celebración como nadie había visto nunca.

Aspiré hasta el fondo de los pulmones, y me di cuenta de que Knud y Nils hacían lo mismo. Paramos un taxi en el puente de la Bolsa y volvimos a Kongslund.

«Quiebra de periódico».

El mensaje brillaba de forma intermitente en la pantalla de televisión que colgaba sobre la cabeza del Catedrático. Estaba solo en el Espacio Conceptual del sótano del Gran Cigarro, pero lo más seguro es que no se fijara en el mensaje que en tres palabras condenaba a la tumba el anterior periódico del Gobierno.

Fri Weekend había suspendido todos sus pagos. Los pocos socios capitalistas que quedaban —entre ellos un gran sindicato— lo daban por quebrado.

—Así, pues, los dos últimos casos del periódico, que debían haberle dado nuevo impulso, quedan sin resolver —informaba uno de los reporteros de informativos que le quedaban al Catedrático desde lo alto de la pantalla, pero el Catedrático no le prestó atención—. Se refieren al caso Kongslund y a la expulsión del chico tamil de once años. Ahora probablemente nadie va a saber qué ocurrió realmente en ambos casos.

Diez minutos antes, el catedrático Bjørn Meliassen todavía estaba acompañado de su mano derecha en la cadena de televisión que se hundía, el jefe de conceptos. Los dos hombres trataron de ordenar los montones de planes y propuestas conceptuales que cubrían la enorme mesa de reuniones. Otros montones habían caído al suelo, nadie los había recogido, y en muchas hojas de los documentos había señales de que varios pies las habían pisado sin consideración cuando los últimos colaboradores abandonaron la estancia a toda prisa.

Entonces llegó la última información paralizante por teléfono, directamente de Presidencia del Gobierno, y fue Carl Malle quien la comunicó mediante una sola palabra terrorífica.

—No.

¿No? El Catedrático perdió el color, hasta el último brillo de la coronilla. Todo se apagó.

Y no, el Catedrático no podía hablar con el jefe de Gobierno; de hecho, el canal de televisión debía dejar de intentar comunicar con él. Un primer ministro era también el ministro de la prensa, y un ministro así no podía diferenciar entre los diversos actores del mundo mediático. No podía intervenir de manera selectiva para salvar un solo medio, sería muy desafortunado.

El Catedrático colgó sin decir palabra. No había más que hablar. Sonó como una risa sofocada procedente del Infierno. Su pecho traqueteaba, como si el corazón se hubiera soltado y golpeara contra las costillas.

—¿No van a apoyarnos? ¿El ministro no va a ayudarnos?

El jefe de conceptos dirigió al presidente del consejo de administración una mirada en la que ya no cabía ninguna esperanza.

El Catedrático sacudió la cabeza y aspiró aire hasta el fondo de los pulmones, hasta que el traqueteo hueco se detuvo, tras lo cual se enderezó.

—Falta por tratar esta propuesta.

Sacó una carpeta verde del enorme montón de papeles que había en la mesa, entre los dos hombres. Pero no llegó a más.

—Me marcho.

El jefe de conceptos miró al hombre derrumbado mientras correspondía a las últimas palabras con la única decisión posible.

Luego el Catedrático se quedó solo. Alguna fuerza desconocida había retirado el sustento vital de Channel DK, y el búnker se cerró sobre la cabeza del anciano.

El Catedrático se levantó, encorvado, y cerró la puerta al mundo. Por dentro.