ANDRÓMEDA
2 de julio de 2008
Hemos llegado al final del camino. Así nos parecía a quienes habíamos estado implicados en el asunto Kongslund. Habíamos encontrado a John Bjergstrand.
Personalmente, aquellos días estuve esperando una señal de Magdalene, porque si todavía era capaz de movilizar la menor curiosidad por los vivos, el esclarecimiento del enigma debería haber provocado algún tipo de reacción.
Pero no la hubo, y aquello me preocupaba más de lo que habría creído.
—Pues no lo entiendo.
Era Knud Tåsing, que una vez más, como octavo invitado, fue directo al asunto. Estábamos, igual que la última vez, sentados en la luminosa sala del jardín con vistas al estrecho.
—No entiendo por qué habría de correr Magna ese riesgo.
Incluso tantas horas después, vi que Nils había llorado, y sentí que su presencia nos influía a todos. No solo porque por fin habíamos encontrado al niño que llevábamos tanto tiempo buscando, John Bjergstrand, que estaba sentado entre nosotros, sino también porque en una sola noche se transformó. La expresión normal, casi distraída, que caracterizaba su rostro se había transformado en algo sombrío y vigilante que no podía ocultar. El brillo un tanto soñador que siempre le vi en los ojos había dado paso a un lustre que se debía al miedo que lo apresaba aún. De todas formas, me lo tomé con calma, porque al miedo lo sucedería el alivio, estaba segura; llegaría a apreciar la certeza a la que le di acceso, y que yo siempre tuve: la certeza de su propio origen. Me encargué de una reparación necesaria, y dolorosa, pero no había modo de evitarlo.
—¿Por qué? —repitió Knud—. ¿Por qué había de entregar Magna esos papeles a una familia de Nørrebro que, a juzgar por el lugar más mundano que ocupaba Magna en la vida, debió de parecerle bastante diferente? Entiendo que eligiera una familia así en un caso de apuro, para resolver su problema, pero ¿por qué corrió el riesgo de dejarlos conservar los papeles sin asegurarse de que iban a quemarlos de verdad?
Era la cuarta vez que preguntaba «por qué» y, por alguna razón, las palabras elegidas por el periodista me irritaron. Aparte de los reunidos en la sala, nadie sabía aún de nuestro descubrimiento, y Knud Tåsing recalcó una y otra vez la importancia de guardar el secreto.
Pero no ocurrió nada.
Fue Peter Trøst quien respondió a su colega. Nada más llegar, nos contó que ya no se consideraba de la plantilla de Channel DK. Había ocurrido algo que no quiso concretar, y nadie le hizo más preguntas.
—No —concedió Knud Tåsing—. Pero Magna no podía saberlo.
Se volvió hacia mí.
—¿Eso encaja con la idea que tienes de ella, Marie?
Me quedé unos segundos pensando.
Debió de sentirse presionada u obligada.
Miré a Nils, a quien había hecho cambiar por completo de vida.
—Quizá tu padre no fuera tan fácil de dominar cuando era joven, y tenía la sartén por el mango. Porque Magna ya había puesto en marcha el proceso ilegal.
Nils Jensen —John Bjergstrand— no dijo nada. Supuse que estaría de acuerdo.
—Pero ¿por qué no tomar precauciones? ¿Por qué no encontrar otra familia más fácil de manipular? —terció Knud Tåsing.
Nadie dijo nada; nadie tenía respuesta.
—De hecho, el padre guardó la partida de bautismo. ¿Por qué?
Se hizo un largo silencio en la sala. Luego dije, porque los demás deberían saberlo, lo comprendieran o no:
—Porque el instinto le decía que borrar la última información sobre las raíces de un niño es el mayor pecado mortal que puede cometer una persona.
Todos me miraron. Nadie habló. Se produjo un largo silencio.
Al final, Asger se volvió hacia Nils.
—Sea como sea, eres hijo de un ministro. ¡Que ahora es el hombre más poderoso del país!
La observación llegó con una falta de empatía que no le era propia, y vi que dolió al fotógrafo, que acababa de descubrir un pasado que nadie había creído posible. Por una vez, no llevaba ninguna de sus queridas cámaras al hombro, y tenía los puños cerrados en el regazo.
—Sí —aceptó—. Pero no quiero que se sepa. No quiero ser conocido como hijo de ella, o de él.
Knud Tåsing asintió en silencio. Volvía a parecer tan seguro de sí mismo y satisfecho como nos habíamos acostumbrado a verlo los últimos días.
—No, es comprensible. Tampoco lo esperábamos. Y por eso tengo un plan —explicó.
Nos contó lo que había pensado hacer.
Y accedimos sin excepción, porque solo quedaba esa posibilidad si en adelante queríamos seguir unidos frente a los auténticos villanos del asunto Kongslund, y resolver el caso: uno para todos y todos para uno.
Una vez más, Asger se quedó cuando los demás se fueron, y decidimos de nuevo terminar el día en la Habitación del Rey, con vistas al estrecho de Øresund y a la isla de Hven.
Como de costumbre, yo estaba algo nerviosa por su presencia, pero Asger no parecía darse cuenta de nada.
—Él no pensaba en la gran casualidad —comentó, pensativo—, y no creía para nada que Dios jugara a los dados.
Asger acababa de poner en palabras sus pensamientos más íntimos.
Me di cuenta de que estaba otra vez hablando de Einstein y de su famosa disputa con el científico atómico danés Niels Bohr; una vez más, noté que quería decir algo, pero que no llegaba a formularlo.
—Marie, si el científico más genial, Albert Einstein, podía equivocarse, todos los científicos pueden equivocarse, y en ese caso es muy posible que de todas formas Einstein tuviera razón en última instancia. Es una idea fascinante, ¿verdad? La posibilidad de la simetría perfecta, un rompecabezas organizado sin errores en el que todos los elementos pueden calcularse, explicarse y preverse.
Por suerte, no trató de tocarme otra vez.
—Andrómeda.
Pronunció la palabra de nueve letras con aire soñador y con un tono algo más sombrío que las afirmaciones anteriores. Tal vez pensara de forma inconsciente en Ejnar-ovni y en su último viaje hasta el fondo del agujero negro vacío bajo los árboles del bosque.
—¿Por qué las heridas recibidas temprano en la vida no desaparecen con el tiempo? ¿Sean estas debidas a los malos tratos, a la humillación o a la soledad?
Su repentino cambio de tema volvió a recordarme mi propia capacidad de hablar sin escuchar, pero no veía qué relación podía tener Andrómeda con su primera infancia y el abandono de sus padres.
—Es porque esos acontecimientos nunca se convierten en heridas que cicatrizan, sino en pequeños fragmentos de ti mismo como persona. Los llevas como si fueran partes del cuerpo, solo que un poquito retorcidas. No se ven a simple vista, pero de todas formas influyen en tus movimientos y en cuanto dices y haces, hasta el día en que mueres.
—¿Como mis pies, que caminan torcidos, pese a que los médicos hace tiempo que los declararon curados?
El tono de mi respuesta fue algo burlón. En realidad, mis pies siempre me habían llevado adonde yo quería.
—Sí —dijo entre risas Asger, sin captar la ironía—. Y como mi cadera, que hace tiempo que se curó, pero aun así me hace cojear a poco que me canse.
Se levantó y se colocó junto a mí en la cama, y yo, como las veces anteriores, me alejé un poco de él, hacia el otro extremo, porque mi timidez ante un posible contacto era como un pequeño motor eléctrico que se ponía en marcha solo.
—Es la soledad la que tiene verdadera importancia —sentenció, y se quedó algo inclinado hacia delante.
Por un momento, pensé, horrorizada, que iba a rodearme con su brazo derecho, pero no lo hizo.
—La soledad es el único defecto que tiene verdadera importancia, ¿verdad?
Sonrió.
Yo veía su mirada, de frente y de lado, en el espejo de la pared delante de la cama, y aunque el viejo espejo ya no se metía en mis asuntos privados, oí sin dificultad el comentario burlón desde la oscuridad tras el cristal.
¡Bésalo, Marie!
Me alejé un poco más de él.
—¿Verdad, Marie?
Entonces me di cuenta de lo que estaba sucediendo, y reaccioné al instante: me levanté.
—Ahora tengo que dormir —dije, abriendo la puerta—. Como sabes, estoy invitada a la reunión más importante de la historia de Kongslund, por la mañana temprano.
La observación era tan práctica y neutra que lo devolvió de inmediato a la realidad, y cerré la puerta tras él. Pero sus palabras sobre la soledad, y todos los anhelos terrenos de Einstein, se quedaron flotando en el espacio el resto de la noche. Me pregunté si me había dicho lo que yo creía, o si solo era mi propia fantasía, patética y medio eclipsada, la que hacía que soñase despierta.