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LA AMENAZA

1 de julio de 2008

Susanne Ingemann se daba cuenta de que el asunto Kongslund tenía capas profundas a las que nunca había tenido acceso. Sabía, por un sexto sentido que le procuró su adolescencia en La Franja, que hasta la menor zancadilla podía desencadenar toda una serie de acontecimientos que parecían casuales, pero no lo eran.

Cuando Dorah murió en su casa aplastada, el enigma acerca de su papel en el asunto Kongslund creció; era imposible encontrar una explicación al misterioso chico que llegó a su casa la vez que exigió otro niño. Fue un hecho que me pareció estar fuera de todo análisis lógico.

Allí, sentada en la Habitación del Rey, no tenía ninguna duda acerca de la responsabilidad de su muerte. Solo sospechaba de Almind-Enevold y Carl Malle. Lo que pasa es que no sabía responder una sola pregunta: ¿por qué?

Cuando una historia se ha inflado de manera tan irreal y enorme y después decae de repente, eso afecta a todos en una empresa como Fri Weekend.

Toda la redacción vibraba por lo que podría describirse como una ola colectiva de culpabilidad, agresiones, confusión y miedo, todo junto y revuelto. Las puertas se cerraban de golpe, se oía el ruido de pasos, gritos, hasta que el sonido se fundía en un zumbido continuado en torno a la mesa de reuniones de la redacción, donde debía trazarse, y rápido, el decisivo plan de urgencia, en un último intento desesperado por evitar la catástrofe.

No era el asunto Kongslund lo que hacía que aquella mañana todos los cargos intermedios, jefes y redactores del achacoso periódico anduvieran de aquí para allá, asustados, haciendo pequeñas reuniones cada cinco o seis minutos. No, era el caso del chico tamil lo que detonó de repente y repercutió en cuantos habían tenido relación con él, de una manera que nadie había previsto ni de lejos.

Los dos periodistas en prácticas del periódico habían vuelto de Sri Lanka, donde buscaron al chico —el periódico logró ayuda económica para el viaje por parte de varias instituciones de beneficencia, que esperaban que eso provocara un golpe definitivo a aquel Gobierno tan enemigo del asilo—, y todos esperaban un informe que culminase en una revelación sensacional. Eso haría que Fri Weekend destacara de una vez por todas dentro de la nueva imagen de la prensa.

Las primeras palabras de los enviados, por teléfono desde el aeropuerto de Colombo, transmitieron oleadas de júbilo que atravesaron la redacción de la zona portuaria. «Ha muerto», dijeron. Nada más.

El redactor-jefe alzó los brazos al aire y gritó:

—¡Bien! ¡Bien! ¡Bien!

Había quizá algo de cinismo en ello, pero todos los presentes comprendían el entusiasmo; ahora nada podía salvar al Gobierno, y el gran premio de periodismo lo iban a entregar allí, en la mesa de redacción del periódico que todos habían condenado a desaparecer.

Aquella alegría no podía eclipsarla ni la defunción del chico, y de todas formas era demasiado tarde para arreglar esa parte del asunto.

Después, las voces del aeropuerto añadieron una palabra que nadie entendió, y que el redactor-jefe no pudo explicar, porque la comunicación se cortó de repente.

—Pero… —fue lo que dijo uno de los enviados.

¿Pero…? Nadie entendía cómo podía juntarse una palabra de tanta carga negativa con una noticia tan sensacional, y todos se miraron unos a otros: al fin y al cabo, eran dos periodistas en prácticas. Fueron los únicos que el redactor-jefe pudo encontrar para un caso que podía alargarse varias semanas.

Luego esperaron, emocionados, a que el avión aterrizase en Kastrup. Iban a transportar rápidamente a los dos jóvenes héroes hasta la redacción, que esperaba emocionada.

—¡Es una historia fantástica! —gritó el redactor-jefe a modo de bienvenida cuando por fin entraron en la secretaría de la redacción—. Fantástica. «El Gobierno danés lleva a la muerte a un chico de once años». ¡A pesar de las advertencias y de las críticas, sobre todo de este periódico!

Uno de los dos redactores parecía, por extraño que parezca, a punto de llorar, reacción inesperada a unos halagos tan francos como ruidosos. De inmediato, un escalofrío recorrió la secretaría de la redacción, donde se habían reunido casi cincuenta colaboradores, incluidos Knud Tåsing y Nils Jensen. Todos sintieron la primera punzada de dolor entre los músculos de la espalda, la primera sensación de una enorme e inevitable catástrofe futura.

El otro enviado se armó de valor y acudió en ayuda de su compañero. Tomó la palabra con una voz tan firme como pudo.

—Bueno, es que no…, no ha sucedido así.

—¿Cómo que no ha sucedido así? ¿Qué quieres decir? ¿No ha muerto?

El redactor-jefe trató de esquivar el horror que todos presentían.

—Sí. Pero…

El enviado se paró sin remedio. Ni siquiera la mención de la muerte repentina podía soltarle la lengua, y aquel tremendo «pero» seguía vibrando en el silencio que siguió.

El primer enviado volvió a tomar la palabra.

—Sí. Pero el caso es que lo mataron los soldados… o sea, los del Gobierno, porque había ingresado en los Tigres Tamiles. El movimiento rebelde.

Calló.

—¡Ya, ya! —exclamó el redactor-jefe, viendo cercana la milagrosa salvación—. Bueno, ¿y qué? Los Tigres obligan a todos a que luchen con ellos, sobre todo a los niños. Eso no es culpa del chico.

Una primera oleada de alivio recorrió la estancia. Los dos enviados no debían entender ni la mitad de la realidad en la que habían estado investigando.

—Pero no fue así, sin más… —empezó el primer enviado; luego se calló.

El otro retomó el relato.

—Lo mataron… cuando intentaba hacer saltar una escuela por los aires en un atentado suicida.

La información dio paso a un prolongado silencio. Tal vez el más largo que se hubiera producido jamás en aquella estancia donde se reunían tantos periodistas. Y Knud Tåsing comprendió al instante la razón de la conmoción. No te obligaban a cometer atentados suicidas. Solo a los Tigres más rebeldes y de confianza se les concedía el «honor» de acabar con su vida como ejecutores de una misión suicida. Solían ser voluntarios; unos verdaderos fanáticos.

La explicación llegó susurrada por el más valiente de los enviados.

—Su padre era uno de los altos mandos del ejército rebelde, y lo mataron hace poco. Así que su hijo se alistó, y llevó a cabo la acción.

Había una vibración extraña en la frase fatal, la frase que de una vez por todas apagó cualquier esperanza de los reunidos.

El segundo periodista añadió:

—Lo habían enviado a Dinamarca para espiar a los refugiados tamiles de los centros de asilo daneses, a quienes los Tigres consideraban traidores.

—¡No, no, no! —chilló el redactor-jefe. Se había sentado en su silla, pálido como un cadáver.

El enviado extrajo la conclusión final con firmeza, a la vez inocente y despiadado.

—No formaba parte de una red en el sentido en que sostenía el Gobierno, pero al fin y al cabo sí que formaba parte de ella, ya que era miembro de los Tigres Tamiles e iba a operar en Dinamarca con la red que tienen aquí.

—¡No, no! —repitió el redactor-jefe, a quien solo quedaban fuerzas para repetir la negación dos veces.

El redactor de Internacional se inclinó hacia delante.

—Pero ¿estáis completamente seguros de esas extrañas informaciones, chicos?

—Sí —respondieron ambos a una. Y uno de ellos continuó—: Hay pruebas de todo. Fuentes cruzadas, documentos, confirmaciones de la Policía de Sri Lanka y del ACNUR de Colombo. Del mismísimo despacho del Alto Comisariado para Refugiados de las Naciones Unidas.

—No —susurró el redactor-jefe, una sola vez, sin fuerzas para más.

Entonces un suspiro colectivo recorrió el local de la redacción. El caso iba a suponer el final para todos. El periódico llevaba semanas lanzado en una campaña difamatoria contra el Gobierno y contra el Ministerio Nacional, convencido de que todos aquellos rumores sueltos y afirmaciones sin documentar iban a convertirse en realidad pura y dura. Nadie lo dudaba.

—Pero… Joder, no podemos escribir eso —susurró el redactor-jefe, a quien no habían nombrado para resolver situaciones críticas tan candentes. Su especialidad era la racionalización, la organización, rentabilización y control del gasto, y eran justo aquellas exigencias las que impulsaron la puesta en marcha del caso del chico tamil como campaña prioritaria sin mucha investigación previa, y mucho antes de que se hubiera confirmado e investigado en Sri Lanka—. ¡Todo es de una falta de concreción absoluta!

El redactor-jefe se aferraba al único asidero que vislumbraba desde su sitio en la mesa de reuniones: la historia era demasiado inverosímil para que nadie se fiara de ella.

Varios de los que estaban de pie asintieron afanosos con la cabeza. Si la historia era demasiado extraña y vaga, con un montón de cabos sueltos, sería poco profesional, además de aventurado, escribirla. Por supuesto.

—Pero todo está claro en los papeles —se defendió el primer enviado—. En los papeles…

Empezó a rebuscar en su bolsa, y Knud Tåsing sacudió la cabeza, compasivo, desde su puesto, al fondo del local. El enviado no tenía ni idea de lo que venía.

—¡Tú! —gritó el redactor-jefe—. ¡No vas a darnos clases de nada, miserable estúpido!

Saltó desde su silla y señaló amenazante al redactor que pocos minutos antes había estado a punto de ser canonizado como uno de los mayores héroes de la corta historia de la Casa de la Prensa.

El pecador se desplomó como si lo hubiera alcanzado un proyectil, y echó a llorar sin más. Nadie le prestó atención. Los periodistas se reunieron en torno a la mesa.

—Este es un asunto tan grave que vamos a tener que investigar las circunstancias concretas antes de decidir nada —sentenció el redactor-jefe—. Si una de las hipótesis ha resultado ser falsa, también puede serlo la otra.

Sin saberlo, estaba empleando exactamente la misma lógica que el Catedrático cuando rechazó cubrir el asunto Kongslund en Channel DK.

Pero funcionó. Los periodistas más cercanos balbucearon su aprobación ante el singular argumento. El periódico estaba a punto de quebrar; un escándalo así los enviaría a todos directo a la cola del paro, y además a los últimos puestos. El asunto iba a ser muy contraproducente, iban a quedar en ridículo delante de sus colegas de los demás medios.

—¿Propones que callemos que el chico tamil ha muerto?

Fue la voz de Knud Tåsing la que atravesó el espacio desde el fondo del local de la redacción.

—No, Tåsing.

El redactor-jefe se dio la vuelta.

—Claro que no. Como es natural, vamos a escribir que ha muerto, porque es verdad. Pero también vamos a escribir que hay tanta información contrapuesta en este extraño caso, que el propio Gobierno empezó a enredar de manera increíble, que vamos a tener que emplearnos a fondo en desenredar los días que vienen: en qué medida lo obligaron a entrar en los Tigres, o si ingresó de manera voluntaria, y en ese caso, por qué, y por qué vino a Dinamarca, etcétera, etcétera. Todo eso no lo sabemos todavía. Puede llevarnos meses aclararlo. Pero Fri Weekend no cejará hasta que un día resplandezca la verdad.

Todos sabían qué significaban aquellas palabras. Que el caso se apagaría poco a poco. Con el tiempo, los lectores olvidarían la promesa del periódico.

—Pero entonces vamos a actuar como a quienes acusamos siempre de esas cosas, el Gobierno o quien sea…, de ocultar la información.

Knud Tåsing se había abierto camino hasta la mesa de reuniones de la redacción y se plantó delante del redactor-jefe.

—Entonces, Tåsing, ¿crees que debemos escribir una historia tan confusa y extraña como esta antes de estar seguros del todo? ¿Es eso lo que quieres?

La alusión al fatal error de apreciación de la antigua estrella del periodismo con el palestino asesino era de tal calibre que se produjo un silencio sepulcral.

Luego otro murmullo de aprobación recorrió la estancia. Todos entendieron el razonamiento del redactor-jefe. Al fin y al cabo, le pagaban por mantener esa serenidad y responsabilidad.

El viejo periodista con su propio escándalo a sus espaldas comprendió que la batalla estaba perdida. Podía volver a su mesa de trabajo como los demás y aceptar la situación de los nuevos tiempos, o bien optar por una solución heroica y más dramática, como, por ejemplo, saltar desde la triple ventana térmica a la dársena. Tenía la impresión de que sus colegas preferirían una última acción así, gloriosa y sensacional, y después respirarían aliviados.

Knud Tåsing no hizo ninguna de las dos cosas. En su lugar, se levantó y dijo las tres palabras que jamás creyó que fuera a tener el valor de decir:

—Dejo el periódico.

Abandonó el edificio sin decir nada más, y nadie le dijo nada mientras recogía sus cosas. No vio a Nils Jensen por ninguna parte.

Cuando salió a la niebla del muelle donde las casas-barco dejaban ver los eslóganes idealistas del nuevo periódico, esperaba más o menos oír por detrás los pasos del fotógrafo, pero no se oía otro ruido que el que hacía él.

Se paró un rato a escuchar. Luego se alzó de hombros y se encaminó hacia el centro.

La máxima autoridad de la nación yacía tal como su pequeño ejército de médicos y enfermeras había dispuesto, es decir, en medio del despacho de la Presidencia del Gobierno; era una posición que satisfacía sus sueños de gloriosa representación final.

Una vez más, el ministro nacional había sido convocado desde la Enfermería, como habían bautizado el despacho los más chistosos de los funcionarios de menor rango, y una vez más la orden le llegó poco antes de las ocho de la mañana.

La razón de la repentina llamada del jefe de Gobierno era bastante corta, pero clarísima: reunión sobre el futuro. Presentes: solo tú y yo.

Como si el cielo quisiera advertir que venía otro día penoso, llevaba tres horas lloviendo sin parar cuando llegó el ministro nacional bajo un paraguas negro, empapado, con el monograma del partido bordado en el tejido impermeable.

El moribundo yacía, como la última vez, en la cama enorme y grotesca que ocupaba todo un lado de la estancia. Su cuerpo encogido coronaba el lecho blanco, y saludó a su invitado con un débil movimiento de la mano derecha.

Aunque su muerte parecía inminente, aún tenía poder para gobernar la nación y reducir a la nada a cualquiera de sus subordinados si le daba la gana en el momento de su muerte, y el por lo demás tan seguro ministro nacional apenas se atrevía a respirar, por miedo a hacer algún movimiento que fuera a desencadenar la furia de su jefe. Se daba cuenta de que la traición relativa al chico tamil, de la que iba a tener que responder la Presidencia del Gobierno, se había visto muy agravada por el último acontecimiento: la muerte del muchacho. Que al ministro nacional aún no lo hubieran cesado solo podía deberse al riesgo de que un escándalo de tal magnitud provocase la caída inmediata del Gobierno. El primer ministro no tenía la menor intención de salir de aquel despacho como jefe de la oposición.

—¿Has leído el Fri Weekend?

El jefe de Gobierno fue directo al tema que aquella mañana era el único importante en el orden del día de todos los medios.

—Sí.

—Ya han empezado a llamar.

—Sí.

Ole Almind-Enevold no sabía qué otra cosa añadir. Tenía miedo de adoptar un tono equivocado o decir alguna palabra inadecuada.

—El chico tamil… ha muerto.

—Sí —dijo por tercera vez el Rey Absoluto, confirmando el hecho espantoso.

—¿No sabes decir otra cosa que «sí»…?

El primer ministro asió el mando a distancia que controlaba el sistema hidráulico de la enorme cama y apretó el botón rojo, que estaba encendido.

Estuvo a punto de responder que no, pero se aguantó las ganas, y dijo, ahondando algo más:

—Corren rumores de que se había unido a los Tigres Tamiles, el grupo terrorista.

Un zumbido bajo saturaba el despacho, y el moribundo se irguió una vez más como un faraón egipcio en una película de terror de los años setenta.

—Sí, Ole, rumores… Pero ese es el problema. Lo único en lo que va a fijarse la gente es en que el chico ha muerto, y después va a decir que nosotros lo matamos.

—No, no creo que… —Almind-Enevold se detuvo en el lugar equivocado, antes de la negación decisiva. Al fin y al cabo, habían expulsado al chico.

—Expulsado a una muerte cierta —dijo el primer ministro—. Esos van a ser los titulares de la noticia y de los periódicos durante semanas, a partir de ahora.

El jefe de Gobierno estaba sentado erguido en su formidable lecho, medio metro más alto que el ministro nacional, que seguía de pie junto a la cama porque no le habían pedido que tomara asiento.

—Una vez tuve un canario —informó el primer ministro desde su elevada posición.

—Un ¿qué…? —Ole Almind-Enevold se quedó boquiabierto por el asombro.

—Un canario. ¿Estás sordo? De niño —susurró el moribundo—. Murió justo así, sobre un lecho de paja, debilitado, sin fuerzas para volar. Pero seguía cantando. Y cantó para mí hasta el último segundo de su existencia.

Ole Almind-Enevold entendió sin problemas lo que quería decirle su superior. Era posible que el primer ministro estuviera muerto, hablando en términos técnicos, pero hasta sus órdenes más débiles se oirían por todas partes, y serían obedecidas.

—Primero tienes un plan, que ejecutas sin mi visto bueno expreso, y pese a que parece innecesario, y luego…

El primer ministro se detuvo, furioso, y Ole Almind-Enevold se quedó a los pies de la cama, sin respirar, esperando las palabras que iban a derrumbarlo para siempre.

No llegaron. O, mejor dicho: el primer ministro dio a su condena a muerte otro tono con las siguientes palabras:

—Mañana voy a convocar una rueda de prensa muy importante. Va a celebrarse aquí, y tengo pensado anunciar una noticia muy especial.

Un hilillo de sangre resbaló de la comisura del moribundo hasta su barbilla.

—Piénsalo bien hasta entonces, Ole. Puedes tomar la decisión, tu decisión, antes. Por el bien del partido. Y por tu propio bien.

El mensaje no podía ser más claro. Un cese deshonroso solo podía evitarse si el Rey Absoluto, motivado por la muerte del chico tamil, daba el paso de presentar la dimisión.

Mejor hoy que mañana.

El resto de la audiencia transcurrió para Almind-Enevold en una nube. Cuando volvió al Ministerio Nacional, el Curandero, el Hombre de Grauballe y Carl Malle lo esperaban en el despacho de ministro de color burdeos.

—Están llamando todos…, todos los medios… —empezó el Curandero, con sus manchas rojas de estrés en las mejillas hundidas, sobre la singular perilla.

—¡Cierra el pico! —chilló el ministro nacional.

El intrigante asesor se estremeció como si le hubieran dado tres o cuatro latigazos bien dados.

—¡Estás despedido! —gritó el Rey Absoluto.

El exasesor abandonó el despacho casi con una expresión de alivio, y con los mismos movimientos rápidos de una cucaracha que divisa una grieta salvadora en medio de una pared de cemento. Se oyó un susurro tras el panel más cercano, y desapareció.

El Hombre de Grauballe estaba destrozado en aquellos momentos decisivos, sentado, encogido, en una de las sillas elegantes de anticuario del ministerio, y tenía la piel azulada desde la base de la nariz hasta los ojos y sienes. Para terror de los dos hombres que quedaban, de pronto echó a reír sofocadamente, mientras balanceaba el torso rígido de lado a lado.

—Desde luego, es extraordinario —rio sofocadamente, mientras de sus comisuras espumeaba una saliva de extraño color verde—. Una vez más, un Gobierno danés ha caído por un caso tamil. Esta vez por un chico de solo once años. Desde luego…

Volvió a reír, encogido, mientras la espuma descendía por ambos lados de la barbilla.

—¡Cállate!

Esta vez fue Carl Malle quien alzó la voz.

El Hombre de Grauballe desistió de proseguir con el mensaje apenas comprensible, y de pronto rompió a llorar.

El jefe de seguridad lo puso en pie sin miramientos y lo acompañó hasta la puerta. En el exterior llovía sin parar. Si el destrozado subsecretario había deseado buscar por última vez en los posibles arcoíris el paraíso que siempre había anhelado —su bien merecido ocio en la pequeña rosaleda de su casa de veraneo de Hareskoven—, el momento había pasado para siempre. La puerta se cerró con ruido tras él.

—Vas a tener que volver —susurró Carl Malle a Ole Almind-Enevold cuando estuvieron a solas.

—¿Volver?

—Sí. Adonde el primer ministro. Y lo que debes comunicarle va a ser lo más importante de tu carrera, y lo más decisivo. Tanto para ti como para el país.

El ministro nacional dirigió una mirada inquisitiva a su último, único y más antiguo asesor —en realidad, nunca hubo otros—, y Carl Malle se inclinó hacia su amigo y compañero de lucha de la resistencia; el chaval al que hacía tantos años llamaban el Corredor, y que durante los últimos días de guerra mató de un tiro a un chivato en un portal junto a la estación de Svanemøllen.

Tenía lo que había que tener.

El expolicía susurró las siguientes palabras tan cerca del oído del ministro nacional que estaba seguro de que nadie más lo oyó, ni siquiera si hubiera resultado que en el despacho había micrófonos ocultos, cosa que, en los tiempos que corrían y con un Gobierno como aquel, no podía saberse.

—¡¿Muerto?!

El Catedrático juntó las manos, como un presentador teatral en un mercadillo de provincias —tal vez se estuviera convirtiendo en eso ahora, hacia el final del sueño de su vida—, y Peter Trøst no se dejó engañar en ningún momento por la reacción.

Había entrado en la jaula de Leones del sótano cojeando, apoyado en sus muletas, y se sentó en la mesa frente al jefe de conceptos cuando llegó corriendo el jefe de informativos, Bent Karlsen, de la cantina del Noveno Cielo con la mezcla habitual de huevo duro y hebras de lechuga pegada a su mentón sin afeitar. En circunstancias normales, el espectáculo habría provocado una violenta náusea al Catedrático, pero el mensaje jadeante del jefe de informativos eclipsó en un segundo cualquier brote de irritación.

—¡Ha muerto! —gritó Karlsen—. ¡Acaban de comunicar de Presidencia del Gobierno que el primer ministro ha muerto! Se han decretado tres días de luto nacional.

La siguiente reacción fue difícil de reprimir, y tuvo poco que ver con el luto nacional.

—¡Bien! ¡Bien! ¡Bien! —gritó el Catedrático con toda la fuerza de sus pulmones sibilantes, y Peter Trøst tuvo la presencia de ánimo suficiente para asir una muleta y cerrar de un empujón la puerta hermética tras la espalda del jefe de informativos para aislarse del mundo. Ningún extraño tenía en aquella época acceso al gran Espacio Conceptual al que los trabajadores de la cadena de televisión al borde de la quiebra, con cierto humor negro, habían puesto el fatídico pero lógico nombre de búnker del Führer. El Catedrático y los jefes de sección que le quedaban llevaban allí todo el día inclinados sobre la mesa alargada, planificando nuevos y gloriosos conceptos e ideas milagrosas desconocidas hasta la fecha, para programas que de un manotazo iban a convertir la derrota en victoria y salvar a Channel DK. Bastante trabajo tenía la cadena matriz norteamericana salvándose a sí misma en medio de una crisis financiera global, y decidió cortar todos sus lazos con su deficitario experimento danés. La noticia había llegado la noche anterior.

Tal vez esa fuera la causa de que el entusiasmo ante la información del fallecimiento del padre de la patria surgiera de la garganta del Catedrático antes de que llegara a expresar la menor manifestación de educado pesar.

—¡Es una señal! —exclamó—. Sabía que iba a pasar. Sí, vamos a superar esta crisis. Cuando Almind-Enevold se convierta en el hombre más poderoso del país, todo va a arreglarse.

El Catedrático calló, como si hubiera dicho ya demasiado.

—Sí. Y él estaba presente —añadió Bent Karlsen, sorbiendo una hebra de lechuga barbilla arriba.

—¿Quién estaba presente?

Era el jefe de conceptos, que se inclinó hacia delante para hacer la pregunta.

—Cuando ha ocurrido estaba presente el ministro nacional. Hablaban sobre la dirección futura del Gobierno cuando de repente el primer ministro ha tenido un ataque al corazón, y al cabo de un minuto estaba muerto. Lo van a sacar de Presidencia por la noche. Con guardia de honor y…

De pronto, el jefe de informativos calló, desorientado, porque fue como si el ambiente hubiera pasado de ser de entusiasmo total a ser otra cosa que no era capaz de identificar.

El Catedrático observó a su subordinado con una mirada inescrutable que era a la vez pensativa y distraída, y dijo:

—Gracias, Karlsen. Puedes volver al trabajo.

El jefe de informativos salió, medio haciendo reverencias, como suele hacer la gente de los subterráneos en el momento de la derrota, y el Catedrático aspiró tan hondo que de su garganta surgió un estertor durante varios segundos. Habló con voz velada, como si hubiera agarrado un catarro repentino.

—Esto es algo fantástico. Algo realmente grandioso. Es tan grandioso que casi no puedo creer que ocurra en nuestro tiempo. Qué cabeza tan increíblemente indomable…

La voz perdió el control.

—¡Qué valor!

Nadie dijo nada. Pero sabían de quién hablaba.

—Ahora van a verlo todos… Todos mis críticos. Con Ole al timón, va a arreglarse todo. Todo. Vamos a conseguir ayuda del Estado, vamos a conseguir popularidad, y vamos a recuperar nuestras audiencias… ¡y más!

Era la primera vez, observó Peter Trøst con cierta extrañeza, que el Catedrático mostraba lágrimas auténticas en sus ojos enrojecidos.

—Todos los que en los últimos meses han abandonado el barco que se hundía…, todos esos traidores…, caciques de los medios, caballeros del lujo, periodistas prostituidos, todos los que nos han abandonado… Todos pueden ver que al final hemos ganado.

Peter Trøst observó a su jefe y presidente del consejo de administración sin decir nada. Le hormigueaban las piernas como la primera vez, cuando los médicos pensaron que tenía esclerosis, pero los resultados de los análisis fueron negativos. Seguían sin saber qué tenía. Podía caminar, pero con dificultad, y la enfermedad desconocida retrasó por un tiempo indeterminado su despido de Channel DK. La compasión del mundo circundante hizo que el Catedrático pospusiera el despido.

—¡Hemos ganado…! —se oyó una vez más.

Peter Trøst se levantó, cosa extraña, puesto que no había ordenado a sus flojas piernas que fueran a ninguna parte, y abandonó el Espacio Conceptual. Llegó justo a oír la protesta irritada del Catedrático antes de que la pesada puerta se cerrase tras él y cortase los últimos sonidos del búnker. Tomó el ascensor hasta el vestíbulo, donde los últimos recepcionistas fieles recibían y despedían saludando con la mano a los cada vez más escasos invitados y trabajadores del Cigarro.

Abandonó el edificio sin más ceremonias, y se sintió como si por fin subiera a la luz después de haber pasado mucho tiempo entre tinieblas. Dirigió la mirada hacia el suroeste y parpadeó.

Durante toda su infancia y vida adulta, Nils Jensen trató de evitar situaciones que tuvieran algo de embarazosas o desagradables, situaciones en las que otras personas se quedaban perplejas o en las que se veía obligado a formular frases con contenidos que podían herirlas. Para hablar, esperó a que su madre saliera para ir de compras y él se quedara a solas con su padre.

—Hay una cosa que quiero preguntaros.

El anciano vigilante nocturno miró a su hijo con ojos brillantes tras las delgadas gafas. Estaba leyendo un suplemento dominical, que normalmente le valía para toda la semana.

Nils intentó formular la frase simple otra vez, ahora en singular.

—Hay una cosa que quiero preguntarte.

—¿Sí…? —respondió el hombre que había patrullado el Rectángulo Negro en busca de ladrones e individuos sospechosos durante cincuenta y cuatro años, antes de jubilarse.

—¿Por qué decías «el chico»?

La pregunta llegó de forma tan inesperada, también para el propio Nils Jensen, que durante un buen rato se hizo el silencio en la estancia. Era una pregunta extraña.

—¿El chico? —preguntó el anciano.

—Sí. Decías el chico. Decías: «El chico que pisó el pan…». Pero no era un chico. Era una chica.

—Sí. Es posible —admitió el vigilante jubilado, alzándose de hombros—. Pero eso no cambia el cuento.

—Sí. Porque yo siempre he creído que era yo el que…

Nils Jensen calló.

—¿Qué eras tú el que qué…?

La expresión de aquellos ojos que siempre trataron de evitar en la medida de lo posible la luz natural cambió, como si escudriñasen otra vez algún patio trasero, en busca de sombras que no debieran estar allí.

—El que iba a terminar allí abajo, en la oscuridad bajo tierra… si alguna vez era malo… con mis padres.

Su padre cerró los ojos, pero no dijo nada.

—¿Quién es mi verdadero padre?

El anciano inclinó con lentitud el torso y el rostro flaco hacia el suelo.

—¿Quién es mi madre?

No hubo respuesta.

—Dicen que soy adoptado, de Kongslund. Que me trajisteis del hogar infantil de Kongslund.

El antiguo vigilante levantó la cabeza y miró a su hijo. Había lágrimas en aquellos ojos que habían rebuscado en tantos rincones y sótanos en el viejo barrio ahora derruido.

—Hicimos lo que nos dijo la directora.

Nils Jensen se quedó un rato mudo, mientras pensaba en la confesión que acababa de oír.

—Así que ¿no eres mi padre?

—Sí, Nils. Soy tu padre. Nunca ha habido otros.

—¿Qué os dijo? ¿La directora…?

Había temor en la mirada del anciano.

—Que había una razón —respondió.

—¿Una razón?

—Pero no es necesario que la oigas.

—Dímelo. Me habéis mentido toda mi vida.

—Ya no es importante. No significa nada.

Nils esperó.

—No podíamos adoptar. Éramos demasiado pobres. Vivíamos en un piso cochambroso de Nørrebro. Nunca nos habrían dado un niño. Es lo que nos dijo la señorita Ladegaard; pero luego…

Nils pensó en todos los cuentos, y en su padre, en el hombre que había creído que era su padre. Magna lo dejó crecer así, en oscuros patios traseros y en salas oscuras, debido a una razón de la que él nunca supo.

—De pronto, les llegó un niño que…, que la directora no podía entregar a ninguna de las familias de buena sociedad por una razón determinada: eras…

Calló de nuevo, y la estancia quedó en la penumbra, como siempre.

—¿Sí…?

—Todo fue rapidísimo. De repente nos aceptaron. Recibimos el permiso en unos pocos días, y llegaste tú, y te quisimos desde el principio. Pero yo no me fiaba, porque todo había sido muy extraño. Así que exigí ver la documentación. Quería ver en un papel que estabas bien de salud y saber quiénes eran tus padres.

El anciano se levantó y se dirigió al viejo secreter de roble, que siempre había estado en el rincón junto a la ventana, hasta donde llegaba la memoria de Nils.

—Sí. Hay una explicación que nadie conoce. Aparte de mí y de tu madre.

Tiró del cajón superior, y Nils vio que levantaba con cuidado el fondo de chapeado del cajón y sacaba un gran sobre marrón. Incluso a distancia, vio el nombre de su padre escrito a mano: «Anker Jensen».

—Aquí lo pone todo.

Tendió el sobre a su hijo.

Nils se quedó un rato inmóvil. Sus expectativas de una confesión avergonzada y humillante que fuera embarazosa, pero como para sobrevivir, en un instante se habían convertido en algo del todo diferente y mucho más aterrador. De pronto se trataba de él, y estaba solo. No había ningún modo de escapar de la salita. El anciano le ofrecía el sobre con el brazo extendido; no podía dejarlo caer, y no podía rechazar su contenido, y, al igual que cuando escuchaba el cuento del niño bajo tierra, se apoderó de él una sensación cercana al pánico.

—Dijo que tu madre biológica había estado en la cárcel, y que tu padre era desconocido. Lo más seguro es que fuera también algún recluso.

Nils tomó el sobre de la mano de su padre.

—Nos dio los papeles para que los viéramos, y le prometimos quemarlos después. Dijo que hay cosas en la vida que los niños no deben saber nunca.

En el sobre marrón solo había un folio.

—Le dije que lo único que deseábamos era ayudar a que un niño así tuviera una buena vida, pero que guardaría los documentos, entre ellos la partida de bautismo, hasta estar seguro de que mi hijo era un chico sano. Y que después los quemaría.

Nils miró el folio.

—Pero nunca lo hice.

Era una partida de bautismo, y constaba de una sola línea.

—Será porque en mi trabajo siempre he sido el que debía asegurar las cosas, y cuidar de que todo se hiciera como es debido.

«John Bjergstrand, nacido el 30/4/61. Madre: Eva Bjergstrand. Padre: Desconocido».

—Sí. Eres tú.

Nils Jensen cerró los ojos, y la náusea llegó en el mismo momento. Solo alcanzó a arrojar el folio sobre la mesa antes de arrodillarse sobre la alfombra en la sala oscura y vomitar con violencia. Su padre reaccionó al instante, asió a su hijo por los hombros temblorosos y lo atrajo hacia sí.

—Nils, Nils… Nils, te queremos. Perdona, perdona… Creía que era lo mejor para ti… y para nosotros. Perdona.

—Dicen que soy hijo de una asesina.

Nils Jensen lloró. Y su padre lloró con él.

Cuando cesó el llanto, Anker Jensen le describió los años posteriores: cómo le cambiaron el nombre a Nils, y cómo quemó todo, excepto la partida de bautismo, tal como deseaba la poderosa directora. También quemó un certificado de Instituciones Penitenciarias en el que constaba que la chica Eva estaba recluida, pero que por lo demás era normal y no tenía enfermedad física o psíquica alguna, ni era de ninguna manera una irresponsable. Había también entre los papeles una especie de expediente que contenía la información más importante sobre la llegada del pequeño John a Kongslund y su permanencia en la Sala de los Elefantes durante los meses siguientes.

Todo parecía ser tal como había contado la directora.

—Para nosotros era un capítulo cerrado. Porque te queríamos, y nunca creímos que fuera a tener importancia. Últimamente hemos pasado mucho miedo.

Sus padres habían leído los artículos de Fri Weekend acerca del chico misterioso y, como es natural, reconocieron el nombre. Entonces convinieron que debía de tratarse de un error o de un malentendido sin relación con ellos ni con el antiquísimo formulario cuya existencia nadie sospechaba. Los periódicos de los días siguientes los echaron a la basura sin leer, y apagaban con mucho cuidado el televisor cuando se hablaba del caso en Channel DK o en alguna de las otras cadenas.

Cerraban los ojos con fuerza, literalmente, como hacen muchas veces los padres, mientras confiaban en que el asunto volviera a olvidarse.

Y fue lo que ocurrió de pronto, para su indecible alivio, cuando Channel DK y Fri Weekend dejaron de cubrir el asunto para centrarse en el caso del chico tamil y en otros temas. Estaban seguros de que su grotesco secreto estaba otra vez a salvo.

Nils Jensen nunca habría sabido la verdad si yo no le hubiera dado la información decisiva.