ÚLTIMO INTENTO
30 de junio de 2008
Creo que al Rey Bueno le habría gustado vernos a los siete reunidos en Kongslund. El viejo monarca, de niño, fue separado con brutalidad de su madre, la princesa de vida ligera Charlotte Frederikke, a quien su padre desterró a Horsens con la prohibición de no volver a ver jamás a su hijo.
No hay duda de que aquella infancia sin madre tuvo una influencia importante en su decisión posterior de renunciar al absolutismo, escuchar al pueblo y aceptar el establecimiento de la democracia. Creo que, como rey, dejó que el pesar de su infancia brotara en su cuerpo, que después se negó a plantar el germen para que la estirpe de los Oldemburgo pudiera continuar, con lo que se tomó cruel venganza de su padre y sus antepasados. No dejó heredero al trono, y después se sumió en un estado de ánimo cada vez más sombrío al que solo su compañera de la vida pudo acceder en los últimos años. No llegó a ver Kongslund terminado.
El último rey absoluto pasaba los largos días en los estanques del parque de Dyrehaven pescando carpas, una tras otra.
Fue una casualidad que oyera el timbre de la puerta antes que los demás, porque estaba en el despacho de Susanne con la puerta abierta.
El busto cromado de Sir Winston Churchill, que era una distinción por la contribución del hogar infantil a la resistencia, seguía sobre el viejo escritorio de Magna, brillante como si fuera nuevo. Le dije a Asger el nombre de su «madre biológica» desde allí, y Magna solía sentarse allí a hablar con los padres adoptivos que controlaba y seguía de forma tan discreta durante los años posteriores a la adopción. Por el bien de los niños, claro.
Bajé a abrir la puerta, y me encontré con un hombre pequeño y fornido.
—Mi madre ha muerto.
El mensaje de la frase dicha en voz baja era asombroso en su sencillez, pero, por otra parte, no dejaba lugar a dudas.
Calculé que andaría por los cincuenta, y la voz se me hizo ligeramente conocida. O tal vez fuera por el tono y el débil dialecto jutlandés, que no conseguía ubicar con certeza.
—Me llamo Marie Ladegaard. Creo que se ha equivocado —respondí, yo también en voz baja y en el tono más cortés que pude.
—No, no… —La voz sonó muerta de miedo—. Perdone, no es… Me refiero a Dorah…, a Dorah Laursen.
Contuve la respiración.
—Soy su hijo —añadió después.
Entonces me di cuenta de la relación, y tuve que esforzarme para no desvelar mi asombro. El hombre de los escalones era el hijo misterioso que las señoritas de Kongslund, según Dorah, le dieron como compensación por haber entregado en adopción a su primer hijo, cinco años antes. El hijo a quien ordené con intransigencia a Dorah que le contara todo sobre su pasado —lo poco que sabía—, tanto sobre su historia como sobre su inexplicable y misteriosa llegada a casa de Dorah.
Yo ya no sabía si aquello tenía importancia. Lo único que me interesaba de verdad allí y entonces, tres meses después de empezar el asunto Kongslund, era la respuesta a una sola pregunta: ¿quién era el hijo desaparecido de Eva?
Estaba claro que aquel hombre no podía serlo.
Resumí mi inseguridad sobre la relación en una observación muy breve y no demasiado inteligente:
—¿Muerta?
Él recuperó el hilo al momento:
—Sí. La encontró la vecina. Se había caído por las escaleras del sótano.
Yo no vi ningunas escaleras al sótano cuando visité a Dorah, y creo que no imaginé que una casita tan baja como aquella pudiera tener sótano.
—Se rompió el cuello.
No dije nada, pero vi ante mí a la mujercita comprimida y temerosa, y me la imaginé tumbada a los pies de las escaleras con el cuello, corto y grueso, roto, torcido hacia un lado, formando un ángulo agudo. Con los ojos muertos abiertos, como en las películas.
Cerré los míos.
—La Policía cree que fue un accidente.
—¿Eso creen?
—Sí. Pero yo no estoy tan seguro.
La voz adquirió un tono más grave; contenía una mezcla singular de calma y furia.
—Pero ¿por qué acude a mí?
Hablarle de usted se debería a la solemnidad inconsciente que provoca la cercanía de la Muerte. Al menos, todavía no le había dado el pésame.
—Porque mi madre me habló de ti… y de Kongslund. Me habló de todo lo que había ocurrido. Ojalá no lo hubiera hecho.
Me quedé un momento paralizada.
—Tenías derecho a saberlo —repuse.
—No es lo mismo.
—¿No es lo mismo que qué?
—Que lo que he pensado desde entonces. Esa información lo cambió todo.
—Los niños tienen derecho a saber de dónde vienen, y nunca hay que arrebatarles esa información.
Su aparición para transmitir un fallecimiento se había convertido, en cuestión de segundos, en una discusión existencial sobre los derechos de los niños, sobre todo de los niños adoptivos. Era algo grotesco, pero no quería darle la razón. Tenía gran importancia no ceder nunca en esa cuestión.
Creo que percibió mi terquedad, porque de pronto dejó el tema.
—Tengo miedo… Y solo quería oír si sabe algo.
—¿Si sé algo…?
—Sí, ¿puede haber ocurrido algo? ¿Puede haber alguien que haya dado a alguien…, lo que ha supuesto que su información…?
Su frase se cortó entre retazos inconexos.
—No entiendo qué relación puede tener la información que te dio, porque era su obligación como madre, sobre algo que sucedió hace tanto tiempo, con su muerte hoy —argumenté.
—Ayer.
—Sí, ayer. Aquí no ha ocurrido nada que pueda tener relación con eso.
Esperaba que mi tono fuera convincente. No me faltaban razones. Porque por supuesto que había ocurrido algo. Knud Tåsing había visitado a Dorah tres días antes.
Hablamos unos minutos más, y no fue nada tranquilizador. Intenté quitármelo de encima. No deseaba la menor intromisión de aquel hombre ingenuo.
—Pues entonces… —empezó a decir.
—Te acompaño en el sentimiento. —La cortesía finalmente llegó hasta mi lengua a pesar de todo.
—Gracias —correspondió. Con una voz sin tono. Y sin pedir perdón por la visita no anunciada con un mensaje tan triste, se marchó.
Un minuto más tarde me puse a telefonear a los demás para comunicarles la muerte de Dorah. No dije nada de su hijo. Primero a Knud, que me dijo que se lo diría a Nils Jensen. Era evidente que no le hacía gracia que me pusiera en contacto con su amigo tras la violenta escena del otro día, cuando el fotógrafo recibió la necesaria noticia acerca de su pasado.
Luego llamé a Peter, que no respondía, y finalmente al móvil de Susanne, quien no dijo palabra ante la noticia. Estaba en su casa de Christiansgave y colgó sin despedirse. Orla, Severin y Asger estaban ya en Kongslund, y Susanne estaba en camino.
Pese a mi nerviosismo tras la noticia de la misteriosa caída de Dorah en la escalera del sótano de su casa, me sentía eufórica como no me había sentido en años.
Aquel era el día que había esperado, y si no fuera tan banal, añadiría: durante toda mi vida.
Por la noche, los siete niños iban a reencontrarse en Kongslund por primera vez. Tal como había planeado cuando escribí los anónimos a mis antiguos compañeros. Estaríamos en la sala que da al jardín, aquí, en la casa de Magna, cada uno en nuestro cuerpo, pero con nuestra especial conciencia común, igual que la vez que estuvimos bajo el árbol de Navidad y fuimos inmortalizados en una foto, hacía casi cincuenta años.
Aquel día estábamos tan unidos por el Destino como lo estuvimos en las Navidades de 1961.
Estamos sentados a la vieja mesa de cristal de la sala del jardín, y sopla un viento fuerte del estrecho, que agita las tejas y hace que el maderamen cruja.
Al principio hay un silencio incómodo, y todo parece a la vez natural y solemne; alguien ajeno podría sin duda percibir el sentimentalismo que se ha colado a nuestras espaldas, y que nos hace evitar el contacto visual durante los primeros minutos.
Incluso Peter Trøst está presente, caminando con dos muletas sobre las que apoyarse, en caso de que la extraña debilidad de sus piernas volviera a manifestarse. Ha pensado regresar de inmediato al palacio televisivo y al desesperado Catedrático, supongo que para presenciar de cerca el derrumbe final de la cadena.
Severin y Orla están sentados junto a él en el sofá, ambos con la cabeza gacha, mientras que Asger, como es habitual en él, se ha recostado y mira hacia el techo, como si fuera de cristal y por eso diera a su mirada acceso a la oscuridad y al universo más allá.
Nils Jensen, por su parte, está sentado derecho en una de las sillas de anticuario de caoba, de respaldo alto, que la anfitriona ha puesto a su disposición, y creo que trata de mostrarnos que mi revelación sobre su pasado no ha acabado con él. Susanne, por último, está sentada, algo alejada, en un sillón hondo tapizado de terciopelo, tomando a sorbos su fino té Oolonger, con los ojos semicerrados apoyados en el borde de su taza.
Observo el pequeño grupo desde una mancha de sombra entre el sofá y la silla del astrónomo, y recuerdo las palabras de la carta de Eva que echaron todo a rodar:
«Cómo les envidio la inocencia y la mirada alegre que lucían bajo sus gorros. Si uno de ellos es mío y estoy convencida de eso, usted no lo mencionó y ya sé la razón por supuesto. Serían todos entregados en adopción los meses siguientes».
Desde luego que hay una octava persona presente, Knud Tåsing, y es él quien rompe el silencio con un pequeño discurso que es a la vez presuntuoso y realista, como tiene por costumbre.
—Hay algo que debo decir antes de nada —anuncia con voz nasal—. Antes de entrar en detalles sobre el asunto Kongslund. Mis fuentes del ministerio insinúan que vuestras familias van a recibir visita de la Policía hoy mismo o mañana. Las cinco familias adoptivas que quedan: la de Asger, la de Peter, la de Susanne, la de Severin… y, por supuesto, la tuya, Nils.
El fotógrafo se sobresalta un poco, y entiendo enseguida la razón. Sus padres aún no saben nada de la información que le he dado. Todavía no se ha atrevido a enfrentarlos a la verdad que le han ocultado. Y ahora se da cuenta de que va a tener que hacerlo, y rápido.
Veo que Knud Tåsing ha llegado a la misma conclusión, y que esa es la causa del tono especial con que ha pronunciado el nombre de su único amigo. Creo que Nils Jensen todavía no me ha perdonado por la información que tuve que darle. Ninguno de los demás le habría dicho nada, eso ya lo sé.
—En cuanto a la opinión pública, todos creen que el caso Kongslund es un capítulo pasado —dice el periodista—. Pero otros siguen trabajando en él, y sabemos la razón. El ministerio, y sobre todo Almind-Enevold, quiere encontrar al hijo de Eva, que también es suyo, y por encima de todo desean borrar las pistas de lo que han hecho. Todo era ilegal y, desde luego, inmoral, incluso con la actual vara de medir. En el peor de los casos, trataron de robar el bebé de una asesina indultada que después deportaron a la otra punta del globo; en el mejor, había también un negocio que se mantuvo durante muchísimos años, asegurando al hogar infantil de Kongslund su existencia. Aquí se ayudaba de manera especial a hombres ricos y poderosos que habían cedido a sus vicios, con resultados no deseados. Es una historia de lo más edificante.
—Si es cierta.
Curiosamente, esa es mi propia voz, y en el mismo instante siento que los ojos de Susanne se elevan del borde de la taza y me observan. Debe de compartir mi escepticismo en cuanto a juicios apresurados sobre algo que es también su pasado. Pero no dice nada.
—Quienes todavía no hayan hecho a sus padres adoptivos las preguntas decisivas deben hacerlo esta misma noche, antes de que lo haga la Policía. Entiendo que Susanne, Asger y Peter han recibido respuestas negativas. Y Severin dice también que sus padres no saben nada.
Para Knud Tåsing es una manera discreta de dejar claro que ahora solo le falta Nils Jensen para terminar esa parte de nuestra investigación privada.
Nils sigue erguido en la silla de respaldo alto, como estaría alguien injustamente acusado delante de sus jueces. Pero no puede escapar, y ya sabe qué paso va a tener que dar. Él es la última posibilidad, y la más probable, por mucho.
Más tarde, me quedé sentada con Asger en el oscuro sofá de caoba tapizado de seda gris azulada. El viento soplaba cada vez más del nordeste, y las ráfagas hacían que la villa temblara y crujiera, como si un demonio subterráneo tirase de sus hombros hacia los cimientos de la casa.
Me daba la sensación de que deseaba decirme algo, o preguntarme por algo, y no me sentía tranquila en la estrechez del pequeño sofá.
—Naciste con un defecto físico, coja, casi lisiada, pero aun así tuviste la valentía y la fuerza de viajar… ¡y de visitarnos a todos, aunque no lo sabíamos! —exclamó de pronto, tras varios minutos de silencio.
No sabía adónde quería llegar con su observación, así que me callé.
—Lo hemos compartido todo: la luz, la sombra…, todo. Fue cuando estuvimos en la Sala de Recién Nacidos e intercambiamos pequeñas experiencias vitales, aunque entonces éramos demasiado pequeños para entenderlo, claro.
Sonaba casi como Magdalene.
—¿Sabes qué, Marie? Ninguno de los siete niños de la Sala de los Elefantes vamos a encontrar a nuestros verdaderos padres; están borrados de nuestras vidas para siempre. ¿Y sabes qué? De alguna manera extraña, eso es bueno. Es justo como debe ser.
En aquel momento, extendió su mano derecha hasta mi brazo izquierdo, y tuvo que estirar su cuerpo larguirucho hacia mí para realizar la maniobra. Puede que al final Magdalene tuviera razón: si eras lo bastante paciente, un buen día un pretendiente decidido traspasaría los pilares chinos de la entrada a Kongslund para pedir la mano más insegura y deforme, como por un milagro.
Retiré el brazo.
Aquella noche soñé que hacía el amor con un hombre, cosa que de por sí era una hazaña, pues carecía de experiencia con esa parte del mundo. Era un destino que compartía con Magdalene.
En mi sueño no era a Asger a quien deseaba, como podría haber esperado, sino a un hombre que jamás habría pensado. Gemía su nombre, y lo gritaba en sueños una y otra vez, y cada vez en voz más alta, hasta que al final me desperté con un sobresalto. Todo estaba mojado debajo, la sábana, mi piel, mis dedos, y aquello me estremeció más que cualquier otra cosa que me haya ocurrido jamás.
Me senté en la cama y lloré en la oscuridad de la Habitación del Rey, como una niña abandonada.
Yo, que había vivido tantos años invisible, decidía, cuando se me presentaba la oportunidad, en sueños, hacer el amor con un hombre que era la visibilidad por antonomasia. En aquel momento me aferré a la imagen distorsionada de que la persona menos conocida sería deseada por la más conocida, y que así podían encontrarse la luz y la oscuridad.
Todo el mundo sabe que nunca ocurren esas cosas.
Pero tal vez fuera lo que le ocurrió a Josefine en La Franja. Susanne estuvo callada la mayor parte de la velada, y yo la conocía lo suficiente para saber qué significaba. Su encuentro con sus padres había sido una catástrofe. Definitiva e irreparable. Había en su mirada un pesar que la delataba. Su madre tuvo una existencia invisible, llena de anhelos y sueños, que Anton había pasado completamente por alto entre sus esfuerzos por cuidar de sus obligaciones diarias en el campo y en la granja. En realidad, fue un abandono de enormes dimensiones, porque era su deber liberarla de la desesperación.
Vi enseguida que todas las mujeres que adoptaron a los niños con quienes compartí los primeros meses de mi vida tuvieron maridos de ese tipo. Hombres que nunca se daban cuenta de lo que ocurría a su alrededor, y que por eso mismo no estaban en condiciones de darles su ayuda.
En la oscuridad, vi al séptimo niño sentado en el banco de la granja de Våghøj, junto a Josefine. Ambas tenían la mirada fija en el sur. Comprendí la razón: era el punto cardinal de donde emanaba todo el anhelo.