DERRUMBE
29 de junio de 2008
De alguna manera, siempre pensé que Susanne sería la primera de los niños de la Sala de los Elefantes que se derrumbaría por la presión, tras lo que desvelaría todo lo que nadie más debería saber.
Debí haber sabido que su pasado la había endurecido para cargas mucho mayores. Y debí prever que el derrumbe vendría de otra parte, y antes de que nadie llegara a reaccionar.
No había un solo rostro en la sala que no sonriera, y la mayoría de las sonrisas parecían más amplias que nunca, aunque por lógica deberían estar cuarteadas, convertidas en muecas nerviosas, o algo peor.
Más de mil personas, altos jefes, técnicos, periodistas y celebridades invitadas, estaban hombro con hombro en el enorme salón de actos de la planta baja del Gran Cigarro, y a media tarde, cuando el entusiasmo alcanzó su apogeo, apenas quedaba sitio para levantar las copas, a lo que obligaba cada una de las incontables peticiones de brindar, de lo cerca que estaban entre sí los participantes en la fiesta. Más de uno había derramado champaña en quien tenía al lado, sin que ello apagara las sonrisas, y el Catedrático inició el acto con la lectura de un telegrama que acababa de recibir de Presidencia del Gobierno unos minutos antes.
«Deseo a Channel DK el mejor de los futuros», fue lo que escribió desde su lecho el jefe de Gobierno, moribundo pero indomable, y puede que las palabras fueran algo ordinarias y poco imaginativas, sin resonancias de una auténtica convicción, pero ni siquiera eso logró enfriar el acalorado ambiente. El Catedrático había insistido en celebrar a lo grande el éxito logrado por el programa itinerante de cobertura nacional, que unió a los daneses en torno a los nuevos conceptos visionarios de la cadena de televisión, para que todos pudieran ver con sus propios ojos lo bien que funcionaban.
Peter Trøst se colocó lo más atrás posible en la sala, y trató de no prestar atención a los gritos de júbilo que recibieron al hombre de la tribuna. Saludó con la cabeza, tan cortés como pudo, a los que lo rodeaban para felicitarlo. En un grupo de invitados célebres estaba su antigua esposa —la segunda—, que tras solo tres meses de matrimonio fundó la asociación Esposas de Hombres Famosos. No sabía si seguiría existiendo.
Incluso viendo al Catedrático vestido de gala y de un humor festivo inmejorable, Peter Trøst no tenía duda de que su jefe había pensado despedirlo a causa del escándalo provocado por el caso Kongslund. Esperaría unos meses, por supuesto, después del éxito logrado por la serie de programas itinerantes, en los que Peter fue la indiscutida atracción principal; pero no cabía la menor duda de que iban a despedirlo. Primero irían marginando a la achacosa estrella de la televisión de las pantallas y de sus funciones de jefe y relaciones con la prensa; luego, el Catedrático lanzaría a otra estrella con alarde de medios, y, para cuando la gente empezara a protestar o a levantarse de los sillones, la antigua estrella estaría olvidada. Así era como funcionaba el mundo, a ambos lados de la pantalla.
La verdad era que la antes tan exitosa cadena de televisión estaba al borde de la quiebra. Aun así, se encontraban en el salón brindando y sonriendo, y dentro de poco iban a bailar y cantar a los sones de la gran banda de Channel DK hasta la medianoche, como si nada hubiera pasado.
Entonces el Catedrático se dirigió a la tribuna de orador, con su querida pipa en la mano derecha, y soltó el discurso más extraño de la corta historia de la cadena de televisión.
—La duda —empezó—. La duda mata a personas y cadenas de televisión. Es el único agujero en la coraza de la evolución que tiene alguna importancia. La falta de autoestima es el mal que la mayoría contrae en ese proceso que llamamos infancia, antes de que puedan protestar, y esa es la dolencia más peligrosa entre nosotros.
Ya con eso, la gente se extrañó. La pipa sobresalía de la barba, y basculaba arriba y abajo al ritmo de las palabras, lanzando de vez en cuando brasas a los lados.
—Los años más importantes los hemos confiado a personas casuales y a menudo imprevisibles, nuestros padres, con su infierno incontrolable de arrebatos emocionales y traumas de su propia infancia, y por eso crecemos todos retorcidos e inadaptados, seres a medio hacer, con esa duda interna que nos acompaña hasta el fin de nuestros días.
La última palabra terminó con una tos que hizo que el jadeo del pecho retumbara en el equipo de sonido, y Peter Trøst se preguntó si el Catedrático había subido borracho, o semiborracho, a la tribuna.
Desde luego, no le faltaban razones para pensarlo.
Escupió un chorro de jugo de tabaco sobre las bonitas baldosas de mármol, cosa que tampoco había hecho nunca, y aquello marcó un bajón momentáneo, que hizo que todo el grupo de colaboradores, e incluso los invitados más conocidos, no supieran qué hacer con sus pies.
—Por eso, los que dirigimos la imagen mediática y escogemos la información debemos dominar una simple habilidad de la que nadie debería avergonzarse. —El Catedrático pasó la mano por la corbata a rayas finas que terminaba en medio de su tripa—. A saber, la capacidad de amarnos a nosotros mismos. ¡Es el único amor que significa algo! ¡La eliminación de toda duda!
La muchedumbre aplaudió con vacilación. El director de la cadena hablaba como si se hubiera bebido una palangana de jugo de cactus con colas de serpiente venenosa o ingerido un puñado de setas alucinógenas, pensó Peter. Luego, para terminar, gritó:
—¡Si ese amor se marchita, volveremos a los padres que nos pasaron todas sus malditas psicosis!
Los colaboradores lo miraron, paralizados.
Sin darse cuenta, el Catedrático había pisado con uno de sus lustrosos zapatos el jugo de la pipa, y bajo el estrado los asistentes a la fiesta eran como un solo cuerpo que temblaba casi sin control. Varios de los invitados más distinguidos ya habían abandonado la estancia.
—¡Es así de fácil! —gritó el Catedrático.
Luego bajó vacilante del estrado y, para gran alivio de todos, salió del salón. Pasados unos minutos, varios de los jefes, compañeros de Peter, se pusieron a gritar entusiasmados, y al poco toda la masa con ganas de fiesta volvió a formar una sola unidad sonriente, esperanzada.
El extraño discurso estaba prácticamente olvidado.
A la mañana siguiente los trabajadores, que habían ocupado su lugar en el hormiguero con resaca y movimientos lentos, se enteraron de la súbita enfermedad de la estrella de la televisión.
Peter Trøst había pedido ayuda desde su camarote de jefe, en la novena planta, porque no podía levantarse. Era temprano por la mañana. No sentía las piernas.
Al grupo de fisioterapeutas y médicos pedidos por la dirección se le añadió una serie de especialistas en ortopedia del Hospital Central, pero nadie entre ellos pudo descubrir nada que explicara el fenómeno. Al final, el jefe de servicio de más edad propuso que debía de ser algún virus extraño, y lo transfirió a la unidad especial para infecciones desconocidas potencialmente mortales.
El Catedrático, que se había recuperado solo a medias de su enorme borrachera y del extraño discurso, del que no recordaba una sola palabra, se desplazó en la limusina del Cigarro hasta el hospital, por guardar las apariencias. Iba a ser una suerte inmensa poder librarse de la admirada estrella por una razón tan evidente: ya no podía caminar y, por tanto, no podía participar en el trabajo diario.
En honor a las enfermeras presentes, dijo con voz desbordante:
—Ostras, Trøst, ¿qué diablos has pisado?
Se suponía que era un saludo jovial entre hombres, pero la estrella de la televisión, tumbado en la cama, no dijo nada. A falta de una idea mejor, los médicos le habían puesto una dosis de morfina tan elevada que encerró la conciencia del famoso paciente en una profunda oscuridad durante las siguientes doce horas.
Soñé otra vez con Nils Jensen, y supe en sueños que todavía no se había atrevido a hacer a sus padres la estremecedora pregunta, pese a que era decisivo hacerlo para esclarecer el asunto Kongslund. Lo vi ante mí en el cementerio Assistens, donde siempre jugaba de niño. Fue allí donde desarrolló su talento para combinar luz y sombra en las primeras fotos en blanco y negro que hizo de pájaros y ardillas entre las flores y lápidas con su pequeña Kodak Instamatic.
Nils Jensen sabía, si quería, encontrar con los ojos cerrados la tumba del Gran Escritor, y sin tropezar una sola vez. Había pasado la mayor parte de la tarde en la sala con sus padres, en penumbra y silencio, como siempre habían hecho, mientras él una vez más trataba de formular la pregunta que sabía que debía hacerles, aunque temía la respuesta más que la oscuridad de la que le hablaba tantas veces su padre desde que era niño.
Ese Purgatorio del que nadie escapa.
La tumba del Escritor era el lugar que siempre buscaba con su padre cuando el vigilante nocturno alguna vez se atrevía a salir a la luz. Allí escuchaban historias tan fantásticas que Nils Jensen podría recitar la mayoría de memoria hoy mismo. «Nuestra vida terrena es semilla de eternidad, nuestros miembros mueren, ¡pero el alma no puede morir!», ponía en su lápida, anotado para la posteridad con las palabras del propio Escritor, y Nils esperaba de todo corazón que fuera verdad. Tenía una pregunta muy importante que hacer a aquel hombre cuya vida física se había extinguido hacía tanto tiempo.
En mi sueño, estaba unos minutos observando la tumba, mientras intentaba poner en orden las palabras que desfilaban por su mente, y trataba de encontrar una formulación inicial adecuada que no ofendiera al anciano autor de historias fantásticas. De mayor, Nils recordaba sobre todo los famosos cuentos sobre niños solitarios, como Pulgarcita, El patito feo o El niño que pisó el pan, y era este último el que lo había impulsado a ir en busca del Gran Escritor. En su opinión, la respuesta a su pregunta iba a ser decisiva para lo que tendría que hacer con sus padres, después de que Marie desvelara que era hijo adoptivo.
Al igual que en su niñez, cerraba los ojos e imaginaba que el Escritor de cuentos salía desapercibido de la tumba para encontrarse con su invitado, y veía que su alma aparecía vistiendo un sombrero de copa invisible de los que siempre lleva puestos en imágenes antiguas.
El hombre flaco vestido de negro inclinaba la cabeza con cortesía y saludaba a Nils con estas palabras:
—¡Qué sorpresa más agradable que se me permita volver a verte!
El Escritor casi se quitó el invisible sombrero de copa.
—¿A qué debo el honor?
—Tienes que contarme un cuento. Un cuento concreto.
Era lo que solía decirle a su padre cuando llegaban allí. Era un ritual que conocían los tres.
—¿Te refieres a un cuento de verdad, uno que empiece con «Erase una vez», que se ha convertido en mi mejor marca de clase?
—Cuéntame el cuento que más me gusta, viejo Escritor; el de El niño que pisó el pan.
—¿El de El niño que pisó el pan…?
Se advirtió un asombro espontáneo en su voz impetuosa.
—¡Sí, ese! ¿Por qué escribiste ese cuento? Eso es lo que quiero saber.
—Escucha, amiguito, no pensarás que puedo explicarlo todo así, sin más. Y ese cuento que mencionas no trata de un niño, como tú, sino de una niña que termina muy mal parada. Y esa es la cuestión.
Una ardillita atravesaba el sendero como una flecha y se colaba entre los barrotes de la tumba.
—Habrás oído hablar de la niña que pisó un pan por no mancharse los zapatos, y lo mal que le fue. Está escrito e impreso.
La voz del Escritor subía de tono y rugía como el viento al agitar los álamos, y después se convertía en un cuchicheo como los pasitos de la ardilla por las ramas gruesas, y empezaba a contar la versión resumida.
—Era una niña pobre, orgullosa y presumida, tenía la cabeza llena de aire, según se dice. Ya de pequeñita, sentía placer en atrapar moscas y arrancarles las alas. Cazaba un abejorro y un escarabajo, los atravesaba con una aguja, luego ponía una hoja o un pedazo de papel a sus pies, y los pobres animales se revolcaban para salir de la aguja. «¡Mira cómo lee el abejorro! —decía la pequeña Inger—. ¡Mira cómo gira la hoja!». Según iba creciendo, no mejoraba, más bien al contrario; pero era guapa, y aquella fue su desgracia…
Entonces Nils lo interrumpía, a pesar de oír lo contento que se ponía el anciano por poder contar un cuento después de tanto tiempo.
—Oye, viejo Escritor, no hace falta que me cuentes otra vez el cuento; me lo sé de memoria, era el cuento favorito de mi padre. Y no era una niña quien pisaba el pan, sino un niño, lo sé porque me lo contó mi padre. Fue condenado a una vida eterna en las Tinieblas, bajo tierra, solo. Pero cuéntame solo el final, que es lo que no entiendo. Cuéntame cómo surge el niño de las Tinieblas, y cómo es que al final se convierte en un pajarillo que vuela hacia lo alto.
—Un pajarillo se alzó en el aire zigzagueando hacia el mundo de los hombres —empezaba el Escritor, espontáneo, con voz clara e impetuosa, y con el sombrero balanceándose contento al son de las maravillosas palabras. Pero Nils lo interrumpía de nuevo.
—Sí, sí, ya. Pero dime qué significa.
—¿Significar? —El Escritor se quedaba un rato pensativo y casi triste bajo su sombrero de copa. Luego seguía—: Solo puedo decir las palabras que ya están escritas, y son las del cuento. No pueden cambiarse.
Nils Jensen estuvo un buen rato con la cabeza hundida, dándole vueltas a la explicación, y al final el Escritor se apiadó de él y con un susurro como el del pelo de la ardilla contra la corteza allá en lo alto, por encima de su sombrero de copa, repitió con sus propias palabras lo que había parecido tan importante al fotógrafo:
—Pero un día la niña de las Tinieblas del fondo de la tierra oyó que contaban su historia a una niña inocente, que echó a llorar al oírla. «Pero ¿no va a subir nunca a la superficie?», preguntó, y le respondieron: «¡No, no volverá nunca!». Luego pasó un tiempo, largo y doloroso, y la niña pequeña se hizo mayor y, en el momento en que iba a morir, vio ante sí a la desgraciada niña, y volvió a llorar desconsoladamente por ella. Sus lágrimas y oraciones resonaron como un eco en la tierra, hasta la coraza vacía que rodeaba a aquel alma presa y atormentada, y en aquel momento un rayo de luz iluminó la garganta del abismo y fundió la figura petrificada de la niña pequeña, un ángel lloró por ella, y un pajarillo se alzó en el aire zigzagueando hacia el mundo de los hombres… Estaba libre.
Casi se oía cómo, bajo su sombrero, al Escritor se le hacía un nudo en la garganta.
Pero Nils volvía a interrumpirlo por tercera vez, y en esta ocasión casi enfadado.
—Lo siento, viejo Escritor de cuentos, pero sigo sin entenderlo. Vas a tener que explicarme el texto.
—¿Explicar el texto?
Tal vez fuera la voz del Escritor, tal vez solo un vago susurro entre las hojas. Luego se hacía un largo silencio, y la ardilla correteaba en torno a la lápida y desaparecía. Sonaba como si la hubiera recibido un aliento pesado de las mismísimas entrañas de la tierra, pero después volvía a hacerse el silencio. El cementerio estaba vacío.
Nils Jensen se quedaba un buen rato escuchando el susurro del viento entre los árboles, y al final comprendía que tanto las palabras del cuento como el Escritor habían desaparecido. Este último no había podido soportar la sencilla petición de romper la eterna etiqueta de los cuentos, y lo más seguro es que Nils nunca recibiera su explicación.
Tendría que hacer la pregunta a sus padres sin saber lo que iban a responderle.
—Así es como ha ocurrido. No cabe la menor duda, y lo devolverán.
Las palabras surgieron sin la menor vacilación, y el ministro nacional supo de inmediato que quien había sido su jefe de seguridad y aliado durante medio siglo tenía razón en su hipótesis.
Llevaban más de una hora charlando sobre los últimos acontecimientos del caso Kongslund.
Tras el hallazgo del comisario jubilado en la dársena del puerto, Carl Malle escribió los hechos principales en una nota que enseñó al hombre del despacho, y solo a él, y después la quemó en un cenicero colosal de porcelana con el monograma del partido. Nadie más debía saber de su contenido.
El comisario muerto, durante sus últimos años como alto jefe de Homicidios, y luego como jubilado, estaba obsesionado por la muerte de una mujer en una playa desierta en 2001. La viuda se lo confirmó a Carl Malle. La relación lógica con el asunto Kongslund ya no dejaba lugar a dudas. La mujer muerta llevaba en el bolsillo una foto de Villa Kongslund, y, por lo que decía la viuda, aquello fue lo que hizo que su marido tomara la desgraciada decisión de seguir investigando el caso, cuando el asunto del hogar infantil saltó a los medios de comunicación.
Ya no había ninguna duda. La mujer muerta debía de ser Eva Bjergstrand. Había llegado a Dinamarca nada menos que siete años antes, y probablemente buscó a Magna. El expolicía no sabía si había conseguido establecer contacto con ella, pero al poco tiempo murió en circunstancias misteriosas, bastante cerca del lugar que había sido la causa de su desgracia: Villa Kongslund. Magna bien podría haberse enterado; según la investigación del expolicía, unos días más tarde se habló del fallecimiento en el Søllerød Posten.
Si Magna había enviado el paquete a Australia, y eso lo juraba el neurótico dueño del supermercado, ¿cuál pudo ser la razón?
Por supuesto que era posible que Eva tuviera un aliado secreto en aquel país, pero no había ninguna información sobre ello; así que la otra posibilidad era mucho más simple. E inquietante.
—Si envió el paquete con el Protocolo dirigido a Eva…, a la vieja dirección de Eva en Australia, que ya sabía que no era operativa, sería de una astucia enorme. Pero así era Magna. Porque entonces el paquete volvería al remitente, es decir, a ella misma. Australia es un país enorme y lejano, podría pasar bastante tiempo hasta que el servicio de correos desistiera de encontrar a la destinataria, y para entonces el asunto Kongslund estaría olvidado ya.
Hizo un gesto afirmativo al ministro, que estaba en el sofá.
—Nadie iba a poder encontrar el Protocolo. Ni siquiera si hubiéramos conseguido permiso para registrar su piso, que era posiblemente lo que temía. El Protocolo de Kongslund debía salir del país lo antes posible, ¡pero tenía que volver también!
—Pero ¿qué diablos pone en ese condenado…? —El ministro se detuvo a media frase, como si no quisiera mencionar el nombre del libro.
—Todo —aseguró el jefe de seguridad—. Lo pone todo.
—¿Todo…? Pero joder, Carl, ¿dónde está ese paquete? Ha pasado bastante tiempo desde entonces…
—Puede que tarde en aparecer. Primero tenía que llegar al otro extremo del globo, y después el servicio de correos australiano debía buscar a la destinataria. Pueden pasar meses hasta que desistan de su empeño y devuelvan el paquete con el Protocolo de Kongslund.
—Así que…
—Así que va a terminar en manos de Marie, que es la heredera de Magna —terminó la funesta observación el jefe de seguridad, sin vacilar.
—Pero eso no debe ocurrir. —El ministro nacional se inclinó hacia su aliado y susurró el conjuro—. ¿No podemos hacer que la Interpol…?
—De ninguna manera. No podemos arriesgarnos a que nadie, aparte de nosotros, abra el paquete y encuentre el Protocolo. Si una autoridad policial encuentra el paquete y lo envía de forma oficial de vuelta a Dinamarca, no va a llegarnos a nosotros, sino a los investigadores de la Jefatura de Policía.
La cuestión estaba clara.
—¿No podemos sacarlo del servicio de correos antes de que lo reenvíen?
Ole Almind-Enevold había palidecido a ojos vista, cosa que le ocurría a menudo en los últimos tiempos.
—Tal vez lo tengan ellos en este momento.
Carl Malle se levantó y se puso junto a la falsa chimenea que el arquitecto de interiores del ministerio colocó en la pared norte de la estancia, con sus goznes de latón y una repisa de roble tintado de verde.
—Veré qué puedo hacer, Ole. Pero esto no debe salir de aquí. Es del todo decisivo. Nada debe salir de aquí.
—Si el paquete le llega a Marie… Es una mujer imprevisible. Por Dios, Carl… —El ministro nunca juraba en nombre de nadie que no fuera él—. Si abre el libro y lee la verdad…, la verdad de Magna, esa estúpida mujer…
Ni siquiera el segundo hombre más poderoso del país podía llevar la idea hasta el final.
Y su antiguo compañero de la resistencia, como siempre, no dijo ni una palabra de consuelo.
—Así es, Ole. Tienes toda la razón.
Era la tercera vez en pocos minutos que Carl Malle empleaba el nombre de pila del ministro nacional.
—Si lee lo que pone en el Protocolo de Kongslund, nos hundimos con todo el equipo.
El ministro palideció más aún, si cabe.