LOS CABOS SUELTOS
27 de junio de 2008
Debieron de saber lo peligrosa que era su posición, y lo cerca del abismo que se estaban balanceando, pese a que las semanas posteriores al fatal aniversario habían transcurrido sin revelaciones importantes.
Con un primer ministro moribundo que no estaba en sus cabales, no podían arriesgarse a la menor inquietud o duda en la población. El Rey Absoluto nunca había estado más cerca del objeto de sus sueños; solo se interponía un perturbado tumbado boca arriba en la Presidencia del Gobierno con el mando a distancia en la mano.
Ni a él ni a Carl Malle se les pasaría por la cabeza sentir miedo por los enfrentamientos entre los niños de la Sala de los Elefantes y sus padres adoptivos. Debían de creer que ese camino estaba cerrado hacía mucho.
La madre de Asger estaba en su lugar habitual, junto a la ventana panorámica, señalando el comedero de los pájaros, que no se había movido un centímetro desde que se mudaron allí cincuenta años antes. Lo reparaban y barnizaban todos los veranos.
—Mira, un aguzanieves —le comentó a su hijo.
Señaló al pájaro con el deje fionés de Karteminde, algo ensoñador, que nunca había abandonado del todo, y que contribuía a dar a los cada vez más escasos invitados de la casa la impresión de que el tiempo se había detenido en los años sesenta, cuando todo era todavía ilusión e inocencia.
Todos los muebles eran de aquel período; todo estaba igual que el domingo de verano en que Asger llegó al barrio de casas unifamiliares con nombres de planetas en junio de 1962.
En un rincón de la sala había dos sillones rojos, en los que los padres de Asger habían pasado 18 250 veladas en mutua compañía (Asger calculó la cifra multiplicando trescientos sesenta y cinco días por los cincuenta años que llevaban casados), y donde se habían producido por lo menos 36 500 horas de profunda discusión (multiplicó por dos el número de veladas) sobre la decadencia moral generalizada y el egoísmo humano, que solo podía enderezar la labor de un magisterio concienzudo. Habían cambiado el teléfono por un aparato más nuevo, pero estaba en el mismo lugar en el que había estado siempre, en el alféizar interior de la ventana. Fue allí donde recibió la llamada de Marie Ladegaard la vez que le dio el nombre de su madre biológica.
Aquella tarde su padre estaba en el comedero para los pájaros, clavando clavos en el tejado triangular, y después Kristine llenó la plataforma bajo el tejado de migas de pan y semillas de girasol, con un aspecto más sosegado que nunca; qué esmero. Luego su padre apareció de pronto tras él, y quizá oyera las últimas palabras de la conversación de Asger con Marie. Llevaba el martillo en la mano, y leyó sin problemas el nombre que su hijo había escrito en el bloc.
Asger recordaba el tono algo inquieto de la voz al preguntar:
—¿Quién es?
Pero antes de que a Asger se le ocurriera una mentira piadosa, de pronto su padre cambió de tema.
Su risa retumbó en la sala al irse, y Asger lo siguió con la mirada y sintió una extraña alegría por que ya no fuera su padre de verdad.
Habían pasado treinta años desde entonces.
Fuera, en el jardín, el aguzanieves echó a volar del comedero, y Kristine lo siguió con la mirada. Asger, que había llegado por la tarde sin avisar, cosa que no solía hacer, notó lo nerviosa que estaba.
Le preguntaron algo inquietos cómo le iba, y él les respondió con evasivas. Debía de parecer un hombre que ensayaba un discurso sin lograr dar con la primera frase decisiva, y así era como se sentía. Estaban cenando, y tanto Kristine como Ingolf comían sus berenjenas al horno con la cabeza algo inclinada, como si quisieran protegerse de una ráfaga de viento repentina, o para, desde aquella postura baja, poder apreciar mejor el singular sentido del humor de su hijo. En el jardín, el comedero de los pájaros estaba por una vez vacío, todos los pájaros se habían dispersado por las copas de los árboles, y Kristine no dejaba de mirar hacia allí de reojo, nerviosa, y luego a su hijo.
Flotaba en la casa un desasosiego que no comprendía.
—Habréis leído sobre el escándalo de Kongslund —dijo Asger de pronto, cuando habían dado apenas dos bocados al plato principal, y las dos personas que lo habían recibido en adopción de aquel mismo sitio se sobresaltaron.
Ingolf se enderezó y asintió en silencio.
Kristine tenía los ojos bastante abiertos; llevaba semanas temiendo que el caso Kongslund encontrara una puerta que no hubieran cerrado, o una ventana que hubiera quedado abierta, y accediera a las estancias que durante tantos años había mantenido alejadas del barullo mundano.
—Ese caso tiene especial significado para mí —continuó Asger, dejando cuchillo y tenedor en el plato—. Porque…, porque soy uno de los que han recibido uno de los anónimos sobre los que escribe la prensa.
Ingolf puso la mano en el brazo de Kristine.
Llevaba puesto su vestido dominical de verano, con flores amarillas y rojas, y su mirada no podía ya ocultar el miedo.
Asger colocó con cuidado los cubiertos algo inclinados, paralelos entre sí, como le habían enseñado desde muy pequeño.
—Ese chico que están buscando podría ser yo —anunció.
La mirada de Kristine se cruzó con la suya, pero no expresaba el pavor ilimitado que él había esperado, y enseguida dio con la razón: ella ya lo sabía.
—¿Quién…? —empezó a decir; pero no necesitó terminar la pregunta.
—Hubo un detective aquí… un experto en seguridad —explicó Ingolf, y se puso al instante rojo como un tomate, porque él y su esposa se habían prometido ocultar a su hijo aquella visita.
—¿Carl Malle?
Ingolf tosió y bebió dos tragos de agua de un vaso alto y delgado que le regalaron por su treinta cumpleaños, cuando Asger solo era un crío.
—Sí…, creo que sí. Nos ha hablado del caso. Trabaja para el ministerio, y quería saber si sabíamos algo de…, de la mujer que fue tu…, la biológica… O sea, tu… Dijo que era muy importante.
Había evitado con gran esfuerzo la palabra madre.
—Pero es que no sabíamos nada —susurró Kristine, interrumpiendo por una vez a su marido—. Nunca nos dijeron nada…
Alargó el brazo hacia la mano de su hijo, pero Asger se recostó en la silla para evitar el contacto.
—Si hubiéramos sabido algo, te lo habríamos dicho.
—¿Qué me habríais dicho?
Ninguno de los dos respondió.
—Pero el problema no es ese —continuó—. Ya sé quién es mi madre biológica y dónde vive.
La conmoción de sus padres fue auténtica esta vez, y de pronto las lágrimas asomaron a los ojos de su madre.
—Vive en una granja en el norte de Selandia, a no ser que haya muerto. Llevo veinte años sin comprobarlo.
Se volvió hacia su padre.
—Pero tú ya lo sabías, ¿verdad? Sabías que la había encontrado.
Una vez más, Ingolf hundió la cabeza. Habló al medio minuto, y sin mirar a su esposa.
—Sí, creo que lo sabía. El día que llamaste por teléfono… en tu papel había un nombre de mujer, y fue algo después de haberte dicho que eras adoptado. Oí la conversación. Llamaste a Kongslund.
—¿Por qué me contasteis lo de la adopción?
Ingolf pareció sorprendido, porque la pregunta surgió de pronto.
—Ya lo sabes. Era lo correcto. Tenías que conocer la historia de tu vida.
—Pero ¿por qué me lo contaste en el Sanatorio de la Costa? ¿Por qué viajaste hasta allí y me lo contaste precisamente allí…?
Ingolf calló, mientras miraba con desesperación su vaso alto y delgado.
Kristine intervino otra vez.
—Los médicos dijeron que… Bueno, es que ellos lo sabían…, que tu enfermedad era hereditaria. No podíamos… Vamos, que tu padre y yo quisimos…
Se quedó parada.
—Me enviasteis a un hombre que pensaba que era mi padre, pero que me dijo que no lo era. Y luego volvió a casa, y en adelante fui un extraño. Y tú te quedaste en casa, escondida.
Para su asombro, Asger notó que brotaban lágrimas de sus ojos que por lo demás nunca lo traicionaban, y ni siquiera se humedecían en las noches de vigilia más largas, bajo las cúpulas del observatorio Ole Rømer. Se quitó las gafas y las puso paralelas a los cubiertos encima del plato, con uno de los cristales empañados apoyado en una berenjena a medio comer.
Sus padres adoptivos estaban inmóviles al otro lado de la mesa, y a través de la neblina vio el rostro de Kristine como un pequeño sol amarillento, mientras el torso flaco de Ingolf se convertía en un vago contorno que casi se fundía con el respaldo de la silla.
—«Tu madre y yo no podíamos tener hijos…».
La voz de Asger repitió las palabras de Ingolf, aquella vez en el Sanatorio de la Costa, en voz baja, pero nítida.
Ninguno de los dos reaccionó. Parecían dos personas que habían visto un fantasma, y tal vez lo hubieran visto.
—Eso fue lo que dijiste: «Decidimos adoptar un niño. Es la mejor decisión de nuestra vida…».
El contorno borroso se levantó de la silla y avanzó hacia su campo visual.
—«Tu madre y yo siempre estaremos junto a ti…».
Divisó una mano que recogía sus gafas del plato.
—«Tenemos que hablar de ello. De hombre a hombre. Te llamaremos por teléfono. El martes o miércoles».
La sombra volvió a colocar las gafas en su nariz; fue un movimiento extraño, íntimo, y la estancia recuperó los contornos nítidos dentro de las burbujas que eran sus lágrimas. El rostro de su madre voló sobre las berenjenas sin comer, soltando cuatro gotas cristalinas, y los cráteres negros que debían contener sus ojos y boca aparecieron en el ocular con bordes nítidos. Asger se dio cuenta de su terror.
Kristine atrajo a su marido hacia su lado de la mesa y lo estrechó con fuerza mientras poco a poco cerraba la boca para encerrar las palabras y dar a entender que no tenían respuesta. El momento más importante de su hijo nunca iba a ser explicado en aquella mesa.
Asger estuvo un buen rato callado, mientras digería la verdad.
—Creo que fue aquella rabia la que me hizo matar a Ejnar —dijo después—. Mi anhelo de… Sabía que vosotros lo odiabais porque me ayudaba a investigar el firmamento y porque vivía en el observatorio. Lo odiabais, ¿verdad?
Sus padres estaban apretados, todavía abatidos, pero no respondieron.
—Él me quería. Y yo sabía qué iba a ocurrir, y dejé que ocurriera.
—Murió en el agujero —dijo de pronto Ingolf, dando un tono brutal a la última palabra.
La objeción era tan prosaica y singular que a Asger le entraron ganas de lanzarse al otro lado de la mesa y golpear una y otra vez aquel rostro difuso, hasta que algún punto débil cediera y se rompiera.
—No —aseguró—. Murió de añoranza.
Tanto Ingolf como Kristine debían de saber que la acusación más importante de su hijo iba dirigida a ellos, y al espacio donde habían vivido su vida en común.
—No queríais que lo frecuentara. No queríais que viajase con él. No queríais que me hiciera como él.
Las últimas cinco palabras sonaron extrañas incluso para sus propios oídos, como si otro ser, lejano, hubiera hablado por su boca, y el sol amarillo de su campo visual se disolvió en un color más oscuro.
Kristine soltó la mano de su marido y gritó:
—¡No! Pero fuiste a juntarte con el único…, con el más…, con un chico que… con toda su…, ¡que tenía la cabeza llena de platillos volantes y todos los malditos planetas! ¡No iba a…, no iba a…!
El último tartamudeo se cortó por un violento ataque de tos, Ingolf asió el vaso alto y delgado y se lo alcanzó, pero ella lo derribó, así que cayó al suelo, donde milagrosamente rodó sin romperse.
Luego se echó de pronto a un lado y cayó junto al vaso, medio metida bajo la mesa, donde se puso a soltar largos sollozos, casi sin tiempo para respirar.
Un segundo más tarde Ingolf estaba arrodillado junto a ella y le acariciaba el cabello. Una de las berenjenas sobrantes, aderezada con tomillo y chalotas, de alguna manera había aterrizado junto a ellos.
—Mira, mira lo que has conseguido —susurró Ingolf entre jadeos, y el reproche iba dirigido al chico que había traído tantos problemas a su hogar, en el corazón de aquel barrio cuyas calles se llamaban como los inmutables cuerpos celestes del cielo nocturno.
Asger se levantó de la silla. Los dejó tumbados en el suelo de la sala y metió sus escasos efectos en la bolsa de viaje.
Oía el susurro consolador de Ingolf y el sollozo continuado de Kristine cuando abrió la puerta de la calle y abandonó el lugar donde había crecido.
El periodista observó a la mujer menuda de la sala de techo bajo. Había llegado a Aarhus al mediodía, y luego tomó el autobús a Rønde.
A primera hora de la tarde siguió traqueteando por las colinas hasta los pueblecitos de Stødov y Helgenæs, y los últimos cientos de metros, a indicación del chofer, los hizo a pie.
Cuando llegó era casi hora de cenar.
Tuvo que golpear con fuerza la puerta baja, y después una ventana de la cocina cercana, para percibir movimiento en la casa.
Una mujer diminuta le abrió la puerta a desgana y lo hizo pasar. En la sala había figuras y objetos decorativos en todos los alféizares, y los muebles estaban cubiertos por una delgada capa de polvo que hasta alguien que vive solo como Knud Tåsing advirtió, y aquello le dio la sensación de haber penetrado en un mundo en el que nada se había movido durante décadas. El desagrado de Dorah Laursen por la visita era tan evidente que al principio Knud Tåsing no supo cómo empezar ni qué decir acerca del asunto que lo llevaba allí. No acostumbraba a tener ese problema. La mujer se sentó en un gran sillón verde, en el que parecía una bola de polvo y pelusa de la descuidada sala. A la vez, daba la impresión de que lo hubiera estado esperando, y temido, y por eso estaba deseando que llegase el momento de que se marchara.
Sin duda, era verdad.
El periodista le dio una breve explicación de la carta anónima que lo había impulsado a buscarla, y se la enseñó.
—Por eso he venido.
Ella siguió sentada frente a él. Inmóvil. La carta no llevaba firma, y su único objetivo era dirigir la atención de Knud Tåsing hacia Dorah Laursen.
—¿Quién puede habérmelo enviado, señora Laursen?
Ella se limitó a menear la cabeza, pero Tåsing intuyó que escondía algo más bajo su temor.
—Pero ¿sabía usted… que iban a enviarla?
—No, hombre. —Su voz apenas era audible.
Tåsing se inclinó hacia ella.
—Pero ¿sabía usted… que yo iba a venir?
Ella siguió un momento inmóvil. Luego, de pronto, asintió en silencio y, para asombro del periodista, una gran lágrima brotó de su ojo derecho; rodó por la redonda mejilla y se detuvo en su comisura, donde se quedó extrañamente quieta, como una pequeña burbuja cristalina.
—Pero ¿cómo…?
Knud Tåsing dejó que la pregunta flotase en el aire. Ella no era una persona a la que fuera difícil sonsacar nada para un periodista con experiencia, pero la lágrima, por alguna razón, lo distrajo.
—Es que… él me llamó… —se excusó.
Knud Tåsing asintió con la cabeza, animándola, y la mujer aspiró hondo y dejó que una lágrima brillante como el cristal siguiera a la primera. Luego dijo:
—Llamó un hombre que dijo que podía ser muy peligroso que hablara con alguien sobre algo secr… Sobre…
—¿Algo secreto?
—Sí, porque era un asunto del Gob…
Se quedó estancada.
—¿Un asunto del Gobierno?
Ella hizo un gesto afirmativo.
—Peligroso ¿para quién?
—Para mí… o…
—Pero ¿qué es lo que sabe usted? —La pregunta era más directa de lo que era su intención.
—… mi hijo —añadió.
—¿Su hijo…?
Una tercera lágrima brotó del ojo derecho y siguió el camino de las anteriores.
—Porque él es también… de allí…
Se sorbió las lágrimas.
—¿De Kongslund?
—Sí. —Esta vez brotó también una lágrima del ojo izquierdo. Ella no le hizo caso—. Sí. Antes también me habían ayudado.
A continuación describió los acontecimientos que solo había compartido con dos personas: primero con la visitante que dijo que se llamaba Marie Ladegaard, y después con su hijo, porque Marie Ladegaard insistió en que lo hiciera.
Relató a Knud Tåsing la singular historia de un niño pequeño que fue a buscar una mañana temprano de la primavera de 1961 una enviada desconocida del famoso hogar infantil de Kongslund, tras lo cual Dorah se arrepintió de su trato y amenazó a la directora para conseguir otro niño, que recibió en febrero de 1966, cinco años después de haber entregado el suyo en adopción.
Parecía un cuento, o una fábula de una mujer desquiciada, pero Dorah asentía con la cabeza todo el tiempo mientras hablaba, como para recalcar que lo que decía era cierto.
—Pero no tiene ninguna lógica.
El periodista estaba tan estupefacto como la anciana, lo mismo que le ocurrió a su primera visitante.
—¿Fue ella la que…, fue ella la que lo desveló, aunque me prometió no decirlo nunca? —quiso saber Dorah—. Me prometió guardar el secreto si le contaba a mi hijo lo que había ocurrido. Y lo hice. Y a pesar de todo ella…
De pronto brotaron las lágrimas de ambos ojos, de una en una, deslizándose poco a poco por las mejillas como pequeñas canicas de cristal.
Knud Tåsing estuvo un rato observando las gotas brillantes que había provocado su presencia. Luego preguntó:
—¿Quién es ella…?
La señora mayor sacó un pañuelo, bastante pequeño y con rositas rojas bordadas en las esquinas.
—Marie Ladegaard. La hija de la directora.
—¿Ha estado aquí?
—Sí, vino aquí. Fue la primera a la que hablé de Lars…, de mi hijo. —Se sorbió la nariz con el pañuelito bordado delante—. Fue en…
—¿En 2001?
—Sí.
Lo miró a través del llanto y se sonó.
—Fue hace siete años, pero dijo que mantendría su promesa. Siempre.
Ahora dos torrentes de lágrimas brotaban de ambos ojos seniles, y terminaron creando un charco brillante en cada comisura.
—Pero entonces ¿dónde está su hijo hoy…, el hijo que entregó en adopción…, el hijo que dice que vinieron a buscar por la mañana?
—Eso nunca me lo dijeron. Claro que también me dieron otro.
Dejó el pañuelo en el regazo.
—Decían que solo tenía que olvidarlo todo.
—¿Porque le dieron a Lars?
—Sí. Solo tenía que esperar hasta la entrega.
Se sorbió las lágrimas.
—¿La entrega?
—Sí.
—Pero ¿dónde está Lars ahora?
Knud Tåsing planteó la pregunta sin verdadero interés. No veía cómo podía el hijo adoptivo de Dorah tener algo que ver con el misterio de Kongslund. Lo más probable era que Dorah hubiera olvidado los detalles de una adopción que, por lo demás, fue normal.
—Es chofer.
—Pero no recordará nada, ¿no? De entonces…
Por primera vez, pareció algo aliviada.
—No, era muy pequeño.
Y así cometió el periodista más crítico del país el mismo error que el investigador experimentado y asesor de seguridad Carl Malle. No le hizo más preguntas sobre el tema.
No veía que en las respuestas pudiera ocultarse nada interesante.
Knud Tåsing preguntó por última vez:
—¿Y está usted segura de que fue Marie Ladegaard quien… la vino a visitar aquella vez…, en 2001?
Ella volvió a hacer un gesto afirmativo. Sí, eso sí lo recordaba.
Knud Tåsing se levantó y trató de no dejar traslucir su enfado ante la anciana. Marie había vuelto a exponerlos a una ocultación más; una inexactitud pequeña, pero digna de atención.
Ese fue el problema que ocupó su mente en el trayecto de vuelta a Copenhague.
Yo ya estaba preparada para su cabreo y para las preguntas que iba a hacer.
Knud había tenido todo el viaje de vuelta para reflexionar sobre mis actos. Y yo había preparado cada respuesta, cada maniobra evasiva durante la noche; ahora o nunca. Una de dos: o daba por buenas mis respuestas, o si no quedaría al descubierto el verdadero motivo de que hubiera decidido mantener secreta la existencia de Dorah. Fue aquella idea la que hizo que pasara la mayor parte del tiempo de espera en la vieja silla de ruedas de Magdalene, sentada inclinada hacia delante, con los ojos cerrados, como solía estar ella muchas veces. Tenía más necesidad de ella que nunca.
Knud llegó a Kongslund hacia la medianoche, y preguntó por mí en el momento en que se encontró en el vestíbulo, bajo la mirada de la mujer de verde. Una puericultora asustada subió a buscarme de inmediato a la Habitación del Rey.
Orla y Severin habían elegido una vez más la armonía del jardín, y yacían cada uno en una tumbona, como dos hombres recuperando el aliento tras una larga reunión llena de demasiados mensajes incomprensibles. Apenas hablaban entre ellos, y ni siquiera me habían preguntado por las últimas novedades del caso. Por la mañana me limité a decirles que no había nada nuevo. Se ocultaban del mundo, y yo los comprendía.
El periodista se quedó junto a la ventana de la sala que da al jardín y observó a los dos hombres dormidos en el césped. Al acercarme yo, se sentó sin decir palabra en el oscuro sofá de caoba tapizado de seda gris azulada y fue directo a la pregunta central, sin andarse por las ramas.
—¿Qué está pasando, Marie? ¿Por qué diablos tenías que mantener en secreto tu visita a Dorah de hace siete años?
Estaba tan enfadado que su habitual discreto tono policial se evaporó ya desde los primeros segundos. Si Magdalene estaba cerca, o si me contemplaba desde su sillón del paraíso en lo Alto, yo no la sentía; aquel ajuste de cuentas iba a tener que hacerlo sola.
—¿Por qué lo mantuviste oculto? —repitió.
Me senté con cuidado en una de las sillas de anticuario de Kongslund y dejé caer el hombro casi hasta el brazo de la silla antes de soltar la primera de mis respuestas preparadas al detalle:
—Si te lo hubiera dicho desde el principio, habrías ido adonde Dorah. Y yo le había prometido protegerla.
Era una objeción verosímil, y me esmeré en mantener mi ceceo moderado, no tan violento como para irritarlo, pero esperaba que suficiente para perturbar su famosa concentración.
—Pero nos lo podías haber contado sin darnos acceso a la fuente —arguyó—. Eso lo habría respetado.
Su objeción era tan lógica como había esperado yo.
—Sí —dije tras una breve vacilación, cuya falsedad esperé que no captara—. Pero entonces tú creías que el caso era actual, y yo no habría podido buscar a Dorah en tan poco tiempo. Era demasiado arriesgado.
Estaba enganchando la vieja mentira a la nueva.
Quedaba una explicación lógica, cuidadosamente preparada.
—Pero ¿después…? ¿Cuando reconociste ante nosotros que la carta de Eva no era reciente? —preguntó, y se calló.
Tomé el relevo.
—Entonces no pensaba ya en Dorah. No veo por qué debería seguir teniendo importancia.
Había acentuado mi ceceo, porque era justo entonces cuando iba a poner a prueba mi absurda explicación.
Por un breve instante, pensé que lo había conseguido. Entonces llegó la pregunta que había temido:
—Pero ¿cómo conseguiste el nombre de Dorah?
El periodista había estado esperando aquel momento.
Al principio no dije nada.
Se inclinó hacia delante y se concentró, listo para luchar, mientras observaba por encima del borde de las gafas a un ser extraño, pero interesante.
—Había otra carta, ¿verdad?
De mala gana tuve que admirar su sagacidad e intuición.
—Nos has mentido en todo, Marie, y lo has hecho con maestría. Pero de camino aquí de pronto me he dado cuenta de que… —vaciló un momento— casi nada de lo que dices es verdad. Has vivido aquí demasiado tiempo.
Miró alrededor.
—No es de extrañar que hayas empezado a perderte entre la ficción y la realidad.
Sacudió la cabeza.
—Vives en un libro de cuentos, o tal vez en una fábula antiquísima.
No reaccioné.
—Nos dijiste que Eva no había incluido la carta a su hijo, la que le pidió a Magna que le entregara. Dijiste que se habría arrepentido. Pero no era cierto, ¿verdad?
Busqué bajo mi chal y puse una hoja de papel sobre la mesa. Era una acción inesperada, y tuve la satisfacción de ver la expresión petrificada de su rostro.
Era la tercera vez que me desenmascaraban, pero esta vez ya lo había previsto.
Levantó poco a poco el papel de la mesa y le dio la vuelta. Estaba escrito con letra menuda, por ambas caras, y el material era tan fino que la tinta de las letras en algunas zonas había pasado al otro lado. Había estado siete años en el imponente secreter africano sin que nadie la encontrara, porque la guardé en el cajón superior, el del doble fondo. No tenía ni una mota de polvo.
Y, de alguna manera extraña, fue bonito oír la voz ronca por el tabaco del periodista leyendo las palabras de introducción, que yo había leído innumerables veces:
—«Hijito mío: Alguien ha querido que no nos conozcamos. Hace tiempo que me di cuenta de eso…».
Vi que el periodista necesitaba con urgencia un vaso de vino, y probablemente aún más uno de sus cigarrillos mentolados que Susanne jamás toleraría en Kongslund, a pesar de que Magna, en sus días de grandeza, solía llenar la sala del jardín con nubes de humo de sus puritos Bellman.
—«La señorita Ladegaard deseaba mantener tanto tu nombre como el de la familia adoptiva en secreto. Era por consideración hacia nosotros dos…».
Y entonces encontró la explicación de la mujer menuda, Dorah Laursen, que me había exigido.
—«Solo cuando la amenacé con cancelar mi viaje y contar mi historia me enseñó el formulario de adopción con el nombre de una mujer que iba a ser tu madre adoptiva…».
Knud alzó la vista.
—Dorah Laursen.
Asentí en silencio.
—Por eso mantuviste oculta la carta de Eva a su hijo. Para que yo no viera el nombre de Dorah.
Leyó todo una vez más. Luego dijo:
—Pero eso no demuestra nada sobre el niño. Se lo quitaron antes de que pudiera verlo. Y Dorah no adoptó a su hijo Lars hasta cinco años después. No creo que mienta, no es de esa clase de personas. No entiendo la relación.
Tomé de sus manos el delgado folio con el importantísimo mensaje. Al fin y al cabo, era mío. No se opuso.
—Creo que Magna nos ha llevado, también a Eva, por una pista del todo falsa —expliqué—. Dorah no tiene nada que ver con esto. Por eso no te conté nada. Porque no tiene ninguna importancia.
—Por supuesto que la tiene.
Empujó las gafas hasta la altura de los ojos y sacudió la cabeza:
—Entregó a Kongslund un niño por la misma época en que Eva dio a luz, en circunstancias muy extrañas. Podría ser incluso la misma…
—¿Podría Eva ser Dorah…? —apunté con voz sarcástica.
—No, claro que no —respondió, sin dejarse provocar—. Pero el chico… podría ser John Bjergstrand, ¿no?
—Sí —repliqué—. Pero ¿cómo iba a aparecer el hijo de Eva en un piso junto a la estación de Svanemøllen, con una madre que, además, estaba convencida de que lo había dado a luz?
El sarcasmo hizo que mi ceceo se acentuara.
Se levantó, se dirigió a la ventana y volvió a observar a los dos abogados durmiendo en el césped. Me daba cuenta de la frustración del cazador por sus hombros rígidos, pero no dije nada para sosegarlo.
Había dado mi última respuesta.
—No lo comprendo…
Los dos hombros se hundieron de forma visible. Ya había terminado.
—Nadie lo comprende —le ayudé. Mi ceceo era otra vez el habitual. Y respiraba con normalidad.
—Necesitaré la carta para hacer una fotocopia. Debe de haber alguna pista.
Le alcancé por segunda vez la delgada carta de despedida de Eva.
—Dorah —empezó vacilante— sabía que yo iba a ir. Le había telefoneado un hombre que la amenazó.
Se volvió hacia mí.
—¿Has dicho algo a alguien?
Sacudí la cabeza.
—Ni siquiera a Orla y Severin.
Se sentó en el sofá frente a mí.
—Pero Marie, llamé aquí cuando recibí el anónimo sobre Dorah e iba a ir a visitarla.
Palmeó la mesa con ambas manos.
—Estamos intervenidos. Kongslund tiene los teléfonos pinchados —aseguró, con un deje curiosamente nervioso en la voz.
Nunca había visto a Knud Tåsing tan lejos de su aspecto por lo general tranquilo y calculador.
De pronto se puso en pie.
—Hay que avisar a los demás.
Asió su maleta marrón de escolar y salió de la sala medio corriendo. Lo hizo de forma tan melodramática como cuando se enteró de la historia de los anónimos.
Telefoneé a Dorah. Era la única persona a la que sentía necesidad de avisar.
Pasado casi un minuto, respondió.
No había duda de que temía otra voz amenazante desde lo desconocido. Pero debía de pensar también en su hijo, que estaba mezclado en un asunto que ella, en su casa aplastada, no tenía posibilidad de desentrañar.
Cuando me presenté, la decepción fue tan evidente como el miedo.
—Sí. —No dijo más.
Fui directa al grano.
—Dorah, ve adonde tu hijo y habla con él. También él ha visto los programas sobre Kongslund. Es lo mejor que puedes hacer.
Ella oyó la mentira en mi voz. Yo hablaba de su seguridad, y el mensaje era: lárgate mientras puedas.
—¿Dorah…?
Pero no respondió. Seguro que en aquel momento estaba agazapada en la oscuridad gris, debajo de las hilachas de polvo.
—Ve adonde tu hijo, Dorah.
—Nunca debí decirlo.
Su voz sonó como un susurro en el receptor. Yo no sabía qué decir.
—Nunca debí decírselo a nadie.
—Pero alguien lo sabe, Dorah… ¡y lo ha sabido siempre!
La anciana no se daba cuenta del carácter de los secretos de que se había enterado. Me entró miedo de verdad.
—¡Ve adonde tu hijo!
—Pero…
—¿Qué?
—Es que se ha mudado a Copenhague.
Abrí la boca para formular mi última petición insistente, pero no me dio tiempo.
Cortó la comunicación.
Me quedé un minuto con el receptor en la mano antes de colgar.
Tal vez esperase alguna aportación del Más Allá, pero no llegó. Claro que no. Magdalene había dejado la escena a su sucesora. Y los juegos a los que juega la gente acaban casi siempre descontrolándose. En aquel momento me daba cuenta de ello mejor que nadie.
Estábamos sentados en la terraza, ante la puerta de la Sala de Recién Nacidos, y una de las puericultoras servía té con rosco de vainilla, el postre preferido de Magna.
Peter Trøst había llegado justo después de la alarmante advertencia de Knud Tåsing, y los dos periodistas estuvieron un rato largo a los pies de la colina, bajo las doce hayas, muy juntos.
Yo los había observado desde la ventana de la Sala de las Jirafas, donde estaban los niños mayores, y su frustración era evidente. No podían hacer nada, e incluso a distancia sus rostros reflejaban impotencia cuando volvieron sin prisa hacia la casa.
Dejé que mis invitados bebieran el té, y aunque lucía el sol en un cielo completamente azul, la sensación de ser anfitriona, que nunca había experimentado antes, me puso la carne de gallina en ambos brazos, y oí un extraño zumbido en los oídos. Me sentía igual que la vez que tiraba de la cadena oxidada de mi elefante con ruedas japonés por los pasillos del hogar infantil, y la puericultora que me encontró en los escalones de entrada gritó: «¡Vaya, aquí está Marie viajando por el mundo con su mejor amigo, el Elefante!». No lo dijo con mala intención, pero fue una frase sin pensar e infinitamente estúpida. «¡No olvides volver a casa para cenar!», gritó.
Tiré de un chal de lana color verde bosque, que Gerda Jensen me regaló cuando cumplí dieciocho años, para cubrir mi hombro torcido, y esperé la primera palabra. De aquella mesa no iba a levantarme ni a desaparecer, y era una sensación extraña, enervante, que casi paralizaba mi capacidad de pensar. Sentía una añoranza desesperada por Susanne o Asger, para que intervinieran y pusieran fin al silencio; no mejoró el ambiente de la terraza que Orla Berntsen, por primera vez, estuviera sentado frente a los dos periodistas que durante años lo habían incordiado cuando era el principal solucionador de problemas del Ministerio Nacional.
Su balbuceante saludo de bienvenida terminó con un sorbido de nariz, y luego un silencio total. Tomaba el té nerviosamente, y algunas de las valiosas gotas se derramaron por su mentón.
—¿Es verdad que el ministerio hace escuchas a la gente?
Fue Knud quien tomó la palabra al fin. Hizo la pregunta directamente a Orla, en tono acusador.
Severin acudió al instante en ayuda de su amigo recuperado.
—Por supuesto que no. Al menos no con el consentimiento de Orla o de otros altos funcionarios. Eso te lo garantizo. Deben de ser los métodos de Carl Malle; trabaja con independencia del ministerio, y en este momento están desesperados buscando a Orla.
Severin había recuperado algo de su viejo espíritu combativo durante los dos días de descanso casi ininterrumpido en el césped ante la entrada de Villa Kongslund. Había incluso hablado amablemente con un par de chicos de dos años que, montados en sus triciclos, hicieron ochos en torno a él y a Orla durante una eternidad.
Peter habló.
—Por lo que me han dicho en el ministerio y en la Policía, no buscan a Orla. No de manera oficial.
Había en su voz cierta jovialidad.
—Pero por otra parte dicen también que si alguien sabe algo, debe decirlo. Con discreción.
Sonrió, como para recalcar lo absurdo de la petición.
—Si me están buscando, me entregaré a las autoridades, por supuesto; no tengo nada que ocultar —dijo en voz baja Orla. Pero después se sorbió la nariz, y el sonido del miedo que lo había perseguido siempre desmintió la última parte de la frase.
—Resumamos esta representación en la que hemos aterrizado, sobre todo gracias a Marie —propuso Knud, y sacó un bloc naranja de espiral de la maleta marrón de escolar que estaba junto a él sobre las baldosas de la terraza.
Las tres o cuatro hojas cuadriculadas estaban escritas con anotaciones ilegibles, y las ojeó un momento, como si las palabras hubieran salido de entre las páginas y hubieran desaparecido. Las gafas se balanceaban en la punta de la nariz. Luego encontró al parecer lo que buscaba, y dijo con cierta solemnidad:
—En pocas palabras, el asunto Kongslund se compone en este momento de los siguientes hechos: en 2001 Marie recibió por error la carta que debía haber recibido Magna. La había escrito una mujer llamada Eva Bjergstrand, que poco después viajó a Dinamarca, donde murió de repente. A Eva la encontraron en una pequeña playa al norte de Bellevue, es decir, bastante cerca de Kongslund. Su muerte coincidió con el atentado terrorista contra las Torres Gemelas de Nueva York, y por eso no había mucha gente que hubiera oído hablar del caso. Con anterioridad, Marie había investigado parte de la historia de la vida de Eva y sobre todo de su hijo John, que fue entregado en adopción en circunstancias muy extrañas y después desapareció.
Pasó a la siguiente página del bloc. Ni él ni Peter habían tocado sus tés; no era un brebaje que se viera en grandes cantidades en las redacciones con respeto hacia sí mismas, y la brisa del estrecho trajo a la mesa un vago olor a vino de tetrabrik.
—Luego Marie retrasó la continuación de la investigación —añadió, e hizo una pausa de reproche de un segundo—. Nada menos que siete años.
Chasqueó la lengua, irritado.
—Al acercarse el sesenta aniversario de Magna, Marie volvió a sacar la vieja carta y reanudó la investigación del enigma. Tal vez creyeras que debías a Eva un esfuerzo renovado, puesto que al fin y al cabo fue culpa tuya que la carta nunca llegara a Magna. Ni a nadie.
Volvió a observarme con aire de reproche por encima del borde de sus gafas.
—Solo quería estar al tanto —me disculpé, y oí lo estúpido que sonó en aquel momento. Pero nadie reaccionó.
—Como ya conocías los nombres de los siete niños de la Sala de Recién Nacidos en 1961, puesto que eras una de ellos, enviaste a los cinco chicos un anónimo días antes del gran aniversario, ya que sabías que el mejor asilo del país para niños necesitados durante medio siglo iba a ser el centro de atención. Adjuntaste los cuatro efectos que tenías disponibles: una fotografía de Kongslund, una fotografía de los siete bebés en las Navidades de 1961, una copia del formulario de adopción con el nombre de John Bjergstrand, y finalmente un par de calcetines de bebé que encontraste aquí, en el desván de Kongslund.
Knud Tåsing hizo un movimiento con la cabeza para señalar el erguido caballete del tejado de la villa.
—Lo hiciste todo tan dramático y llamativo como pudiste, incluso escribiste sus nombres y direcciones tras recortar cientos de letras de una revista que hablaba de tu llegada a Kongslund y pegarlas en los sobres, de modo que todo tenía un aire de novela de Agatha Christie. Igual de melodramático.
Knud Tåsing estaba llevando a cabo una venganza verbal.
—No tenía ni ordenador ni máquina de escribir —me defendí—. Y no me atrevía a escribir a mano.
Noté que la rabia imponía a mis labios un ceceo violento. Knud quería dejarme como una aficionada, para poder hacer él de Hércules Poirot.
Severin, quien, al contrario que el periodista, estaba especializado en existencias extrañas, se quedó mirándome con atención, como si yo fuera uno más de los seres perdidos sin salvación de una de sus largas columnas de misiones fracasadas. Percibí su escepticismo.
Knud sacudió la cabeza y reanudó su monólogo.
—Marie, sabías que al menos dos periodistas iban a ver tu singular mensaje melodramático y, por si acaso, en la carta a Fri Weekend, informabas de que Orla Berntsen tenía una copia en el Ministerio Nacional. Sabías sin ninguna duda que iba a reaccionar en cuanto lo viera, porque conocías mi historia, mi duro conflicto con Almind-Enevold y Orla Berntsen.
Incliné la cabeza y deposité mi sombría mirada impenetrable en el fondo del líquido verde oscuro que tenía ante mí. Orla alzó un momento la mirada de su taza, pero luego volvió a sumirse en el silencio.
—Y entonces empezó a ir todo mal, o bien, según el temperamento. Porque fue sorprendente el pánico con que reaccionó el Ministerio Nacional. Debemos suponer que fue el propio apellido, Bjergstrand, lo que hizo que alguien del ministerio convocara de inmediato una reunión de urgencia e incluso llamara al mayor apagafuegos de todos, Carl Malle. Tu tiro al azar dio en el blanco, Marie. Y en aquel momento Peter y yo supimos que había algo que investigar.
Enrojecí sin querer como una niña de diez años, noté que la sangre me subía por el cuello y se transmitía desde mis hombros torcidos hasta mi frente. Me asustó que después de todos mis años en compañía de dos mujeres extraordinarias, que nunca elogiaban ni condenaban a nadie, pudiera reaccionar de forma tan incontrolable.
Pero Knud no le prestó atención.
—Y de alguna manera, Marie, aquel miedo tuvo consecuencias desastrosas. Lo cierto es que ahora nos encontramos con la muerte de tu madre de acogida, tras haber recibido la visita de un desconocido, y acaba de añadirse el enigma de Dorah Laursen, que no debería tener nada que ver con el caso, pero que por alguna razón sí guarda relación. Así que ahora, por fin, creo que Marie se ha desahogado. Sobre todo con el último documento, que ninguno de vosotros ha visto antes. Solo hace una hora que lo tengo.
Se inclinó otra vez a la derecha y, con gesto exageradamente lento, sacó una carpeta amarilla de la desvencijada maleta escolar. Dominaba a la perfección las maniobras dramáticas de su gremio.
La carpeta amarilla contenía cuatro fotocopias de la carta de Eva al hijo que nunca había visto. Con gesto solemne, depositó en la mesa tres ejemplares frente a Peter, Orla y Severin, se guardó otro para sí y me devolvió el original.
—¡Gracias! —exclamé, como una tonta.
Puso la suya sin ninguna solemnidad sobre su taza de té, que no había tocado.
—En este papel está la clave. Es el epicentro del caso; son estas palabras que nunca llegaron a su destino, y que hicieron que Eva volviera a Dinamarca, al país que llevaba cuarenta años sin ver, cosa que está claro que no debería haber hecho.
Acercó los dos folios a las gafas delgadas.
—Esta carta está sin duda escrita a uno de vosotros, de los niños de Kongslund que estáis en la mesa, o a alguno de los tres que no están presentes, pero llegarán esta noche o mañana por la mañana. Susanne y Asger están con sus padres, en La Franja y en Jutlandia; en cuanto a Nils, llevo varios días tratando de ponerme en contacto con él, pero no responde al teléfono. Bueno, seguiré intentándolo. Seguro que está hablando con sus padres; razones no le faltan.
Acentuó un poco la palabra razones, como para protestar una vez más por mi manera brutal de desvelar la adopción.
—¿Y por qué mencionas a Susanne?
Era Peter Trøst quien preguntaba.
—Al fin y al cabo, tenemos el formulario, donde consta que el niño entregado en adopción era un chico. John Bjergstrand es nombre de chico —continuó en tono algo ingenuo.
—Es verdad —aceptó Knud Tåsing—. Pero en este momento no quiero excluir a nadie de la Sala de los Elefantes, de este lugar tan misterioso y extraño.
Knud Tåsing se medio volvió hacia las puertas del jardín, a unos metros de nosotros.
—Magna tenía un control total sobre la información que acompañaba a los niños que llegaban del Hospital Central: sus motes, sus fechas de llegada, sus períodos de permanencia, y puede que incluso más cosas. Y no voy a descartar que pudiera…
Se calló y nos dejó fantasear sobre las hipotéticas acciones turbias de Magna, más turbias de lo que habríamos podido imaginar. Orla Berntsen puso una mano sobre la otra, y pareció que trataba con todas sus fuerzas de clavar los dedos a la mesa, mientras se concentraba en la información de Knud Tåsing.
—No hay razón para creer que mi madre no es mi verdadera madre —argumentó. Su voz sonó como la de un niño, terca y triste a la vez, y vi que sus muñecas temblaban, mientras un pulgar estaba doblado hacia atrás en un ángulo casi imposible. Cualquiera diría que el jefe de Gabinete tenía un calambre en la articulación.
—¡No tienes ni puta idea, tampoco sobre tu madre! —cortó con brutalidad Knud Tåsing, y la vieja agresividad saltó hacia su antiguo enemigo, que palideció al momento. Orla tenía la mano izquierda medio oculta bajo una servilleta azul con el monograma de Kongslund, pero vislumbré que sus dedos estaban allá en lo oscuro y se ponían rígidos por la furia.
Severin, que había sido un parachoques viviente entre innumerables solicitantes de asilo y las autoridades danesas de inmigración, se levantó para defender al hombre que sentó las bases de la mayoría de sus incontables derrotas; fue un espectáculo curioso. Un gesto asombroso que era a la vez de orgullo y autohumillación. Estoy segura de que ninguno de los psicólogos entrados en años y fumadores de pipa de mi infancia habría conseguido jamás explicarlo.
Pero el abogado de refugiados no llegó a decir nada, pues fue el alto funcionario de extranjería cesado quien habló.
—Muchas veces sucedía que madres solas en circunstancias difíciles llevaban a sus hijos a Kongslund para una temporada.
Lo dijo con tono sosegado, y casi podían oírse en sus palabras las formulaciones mil veces repetidas por su madre.
—Sí, tal vez —concedió Knud—. Y perdona. Perdona mi salida de tono, Berntsen. Es lo que pasa, que no podemos estar seguros de nada.
—Yo estoy seguro.
Orla se recostó y se llevó la servilleta hasta el regazo. Desde las profundidades se oyó una serie de crujidos de huesos.
Si los demás lo oyeron, hicieron como si nada.
Knud abandonó la zona peligrosa y cambió de tema.
—De todos modos, la reacción del ministerio ante la carta de Marie demostró que el ministro nacional estaba metido en algo, cosa que la carta de Eva confirmaba. El otro día me tomé la molestia de ir a la Universidad de Copenhague en busca de información sobre aquellos tiempos, y escuchad: Ole Almind-Enevold estudió Derecho, como sabemos, pero era extraño lo poco que había en los archivos sobre aquel período. No obstante, encontré una anotación de su Facultad, con fecha de 1959, acerca de un proyecto de colaboración entre la Universidad de Copenhague e Instituciones Penitenciarias bajo la dirección de un abogado recién licenciado. Tendría unos veinticinco años. Iba a escribir una tesis sobre los problemas que representaba para la población reclusa femenina el derecho a la maternidad, y en aquella época debió de ser un tema relativamente extraño, muy anterior a que la condición femenina entrara con fuerza en las agendas políticas. El hecho de que la iniciativa fraguara dice algo sobre la obstinación y buenos contactos del Rey Absoluto. Según una nota que no encontré bajo el nombre de Ole, sino en un anuario editado por el jefe de departamento, el joven abogado había desarrollado la atrevida teoría de que la prisión prolongada dañaba a las mujeres mucho más que a los hombres, a pesar de que las mujeres en aquellos tiempos no recibían penas tan largas como los hombres por los mismos delitos. Enevold sostenía que ello se debía a que las reclusas no tenían posibilidad de seguir el instinto femenino primigenio más profundo: la experiencia de la maternidad. En su opinión, aquello era demoledor, y por eso, en el fondo, asocial y discriminatorio. Recordad que para entonces ya era miembro del gran partido social, y por lo visto reparó en la coincidencia entre su teoría, algo maniática, que sin duda se debía a su propio matrimonio sin descendencia, y un tema políticamente contundente que lo haría atractivo para al menos la mitad del censo: a saber, las mujeres.
Se produjo un largo silencio en torno a la mesa. Probablemente todos pensábamos en el poderoso hombre que dominó desde joven una mezcla de lo más moderna de cinismo y compromiso social en la que los ideales también servían a su propia carrera.
Tras un minuto en el que nadie dijo nada, Knud Tåsing retomó el hilo:
—Así que creo entender lo que sucedió. Ole nunca tuvo hijos, es un hecho mencionado en numerosas semblanzas periodísticas, y está claro que no era porque lo quisiera así. Al contrario. Es protector del hogar infantil más famoso del país, y sí, se trasluce que el compromiso se debió a la infertilidad de su mujer. Por aquella época, 1960, es un joven con éxito, que avanza tanto en el campo jurídico como en la política, casado con una mujer guapa y muy admirada. Pero… no puede darle la única cosa que desea él de todo corazón: descendencia. Un hijo. El joven licenciado frustrado se centra después, como un fanático, en la maternidad, y diseña su proyecto de investigación con ese espíritu, y en la cárcel conoce a la joven Eva, la mujer inocente pero culpable, que en aquel momento no es más que una niña, probablemente virgen, debemos suponer.
Knud Tåsing hizo una pausa, como si aquella fuera una cuestión importante, y dijo:
—Solo tiene diecisiete años cuando conciben a su hijo común.
Vi que el relato hechizaba a todos los presentes en la estancia; incluso a Orla, que ahora estaba recostado en su silla con las manos juntas tras la nuca y había conocido al acusado durante media vida. Ya no se sorbía la nariz.
—La deja embarazada, cosa que es tanto una catástrofe como una bendición para el joven abogado. Por supuesto que quiere tener el hijo. Y creo que es lo primero que pensó. Recordad que llevaba años soñando con tener un hijo, y que incluso hoy en día es presidente de la asociación Acceso de los Niños a la Vida, que lucha por la mayor limitación del aborto libre. Aquella desgracia es, de alguna manera extraña, una gran oportunidad para él. Ahora puede tener el hijo que siempre ha deseado, por un canal discreto y oculto, siempre que Magna quiera ayudarlo. Eso es decisivo, claro. Y así es como Eva termina en la sección B de Maternidad del Hospital Central, donde una noche da a luz a su bebé. Los únicos testigos presentes, los que de hecho vieron al niño llegar al mundo, ya están muertos. La estudiante para comadrona con la que he hablado no estuvo en el paritorio y apenas sabe nada. El bebé desaparece de la vida de Eva en brazos de Magna, eso lo sabemos por la estudiante, y luego Ole organiza el indulto de la chica y financia su viaje al lugar más lejano del planeta que podía imaginarse entonces, es decir, Australia. Como en los cuentos más crueles, la condenan a cien años de destierro.
Knud Tåsing calló un momento.
Y pese al talento del periodista para el melodrama, no hubo nadie que pestañease.
Todos creímos su relato.
—¿Y el chico…?
Al final, Orla no pudo evitar plantear a su antiguo enemigo la pregunta difícil, pero de vital importancia.
—Sí. ¿Qué creemos? ¿Qué creéis vosotros? Yo ya sé lo que creo.
Todos se inclinaron hacia el periodista, tan seguro, cuya fatídica metedura de pata en uno de los mayores casos criminales del país estaba en aquel momento olvidada por completo.
—Creo que el Rey Absoluto se subió al coche, fue a Kongslund y trató de adoptar a su propio hijo —aseguró Knud—. Quería al chico. Eva estaba lejos. Había vía libre.
Algo parecido a un suspiro colectivo se elevó en la suave brisa veraniega y se trasladó hacia el estrecho.
Luego se oyó la seca voz de abogado de Severin.
—Pero hay un problema. Porque a día de hoy no tiene hijos.
—En efecto. Porque algo salió mal. Algo debió de salir mal.
—Así que… Magna le ayuda al principio, y el bebé desaparece con discreción del Hospital Central y es llevado a Kongslund sin que nadie haya hecho nada ilegal. —Peter Trøst puso ambas manos sobre la última carta de Eva, casi como si fuera una reliquia que se debía proteger contra nuestro impulso de descubrir sus secretos—. Lo único anormal es que esa madre no es una chica relativamente inocente y anodina, sino algo muy diferente. ¿Es a eso a lo que te refieres? Es una joven asesina. Pero los ayudantes de Ole tiran de los hilos y hacen un trato. Le quitan el bebé y a ella la envían tan lejos como pueda imaginarse. Pero ¿por qué diablos no terminan la maniobra para que Ole pueda adoptar a su hijo?
Fue una vez más Knud quien acudió con la primera propuesta.
—Una de dos: o porque estamos equivocados y no quería al chico, o si no, y es lo que me parece a mí, fue su esposa quien no quiso el niño. No quiso adoptar. Para eso hacen falta dos. Y no es difícil imaginar lo que ocurrió; porque entonces Magna se habría quedado aterrorizada de pensar que la menor señal de su modo ilegal y escandaloso de obrar pudiera filtrarse al exterior. Por eso separa a Ole del niño, borra todas las pistas del niño y lo esconde con eficacia entre el resto de niños de la misma edad de Kongslund. Y finalmente lo entrega en adopción a una familia desconocida de algún lugar de Dinamarca.
Knud Tåsing miró a los tres hombres, uno a uno.
—Søborg…, Rungsted… o tal vez Aarhus, ¿quién sabe?
—¿Y pasa por alto el formulario que Marie encontró en Asistencia a la Maternidad?
Era otra vez Severin. Procediendo.
—Sí. Es el único fallo. Todo el mundo los comete. Pero, por lo demás, Ole no puede desvelar nada ni encontrar a su hijo; esa explicación se corresponde punto por punto con lo que presenciamos en la fiesta de aniversario. Su extraño discurso melodramático sobre la añoranza…
Knud Tåsing asintió en silencio, casi ceremonioso, en dirección a Severin.
—Habló de Magna como «la reina de la añoranza», y justo antes de brindar, dijo algo así como: «También yo albergo una añoranza, Magna, y es una añoranza que solo tú sabes de dónde procede, y que solo tú puedes mitigar». Todos creímos que era una declaración de amor, y que habían estado enamorados de jóvenes; pero tal vez estuviéramos equivocados. Podría resultar que lo que expresó, de hecho, fuera pura rabia.
Severin carraspeó, como habría hecho ante la Comisión de Refugiados antes de exponer su argumentación decisiva que facilitara a su cliente el acceso a la tierra prometida, algo ceremonioso y con la distancia que incontables derrotas habían impreso a su voz.
—Pero… ¿quién fue a visitar a Magna poco después del aniversario… el día que murió? ¿Sería Enevold?
Lo dijo en tono burlón, como si una acusación así contra la segunda autoridad del país fuera algo disparatado.
—Tal vez. O tal vez otra persona…
Knud Tåsing sacudió la cabeza y cambió de tema.
—Yo esperaba reducir las opciones cuando os pedí que vinierais con los nombres de vuestras madres biológicas. Confiaba en que alguno de vuestros padres adoptivos hubiera guardado la información recibida en el momento de adoptar. Pero ahora creo que Magna lo destruyó todo. Porque sabía que Ole iba a intentar buscar a los siete niños de la Sala de los Elefantes. Y siete niños, todos ellos indocumentados, eran un camuflaje que iba a ocultar todo. Por supuesto, podemos confiar en que Susanne y Asger encuentren algo; o Nils…
De pronto se volvió hacia mí.
—Porque ese es tu candidato, ¿no?
Me sobresalté, consciente de mi culpa. No había dicho nada durante el largo relato del periodista.
—Lo único que sé… —empecé a decir, pero callé al instante.
—Cuéntanos lo que te dijo Gerda… sobre Nils —me animó.
Mis hombros se hundieron más que nunca. Pero tenía que continuar la historia que puse en marcha hacía tanto tiempo.
—Visité a Gerda en 2001 —comencé, sin mirar a ninguno de los presentes—. Fue después de recibir la carta de Eva.
Estaba extrañada de lo claro que estaba hablando.
—Me dijo que hubo en la Sala de los Elefantes un chico, a quien las puericultoras llamaban Pequeño John… —sonreí de pronto, y a los demás debió de parecerles fuera de lugar—… porque era muy pequeño. Fue el único niño al que no pude vigilar durante los años que anduve…
Mi voz desapareció en el fondo de la garganta, y me callé, a un pelo de desvelar la singular manía que tuve en mi niñez de vigilar y espiar a los únicos compañeros de mi infancia. Pensé en las minuciosas anotaciones sobre su vida que estaban guardadas en mi armario de limonero: descripciones de los padres adoptivos, de sus amigos, de su nueva vida, y todo tipo de recortes de sus carreras de adulto. Asger, nombrado director del observatorio Rømer; Peter, la estrella de la nueva cadena; Orla, el temido jefe de Gabinete del Ministerio Nacional; Severin, en uno de sus momentos de derrota cubiertos por la prensa; Nils, el fotógrafo de guerra… Y Susanne, la sucesora de Magna.
Me ruboricé por segunda vez en pocos minutos.
—¿Los años que anduviste…?
Fue Peter Trøst quien hizo la pregunta lógica. Con curiosidad, pero con una mirada sorprendentemente amable. Era el hombre más guapo que había visto en mi vida.
—Cuando quise encontrar a John Bjergstrand —respondí con vaguedad.
Mi evasiva sonó casi como un ceceo, pero, aunque parezca extraño, tuvo en ellos un efecto tranquilizador. Reconocieron sin duda mi tendencia al ceceo.
—Presioné mucho a Gerda —continué—. Es una mujer a la que le cuesta una enormidad mentir, y aquel día me dijo al final que el niño al que llamaban Pequeño John por las aventuras de Robin Hood lo había adoptado la familia de un vigilante, que vivía en una casa pobre del barrio de Nørrebro, en Copenhague. Era algo fuera de lo habitual. Normalmente, una familia así nunca, pero nunca, habría sido reconocida por el sistema de Asistencia a la Maternidad. Se habría considerado demasiado pobre y su casa de mala calidad, por lo que una vida así habría sido demasiado peligrosa para el niño.
Subí el tono de voz para recalcar la cuestión más importante.
—El nuevo padre de Nils se llamaba Anker Jensen —terminé.
Knud Tåsing se inclinó hacia delante, y su torpe movimiento hizo volcar una taza. Pero no se dio cuenta.
Solo necesitó siete palabras para apuntalar su argumento.
—O sea, el padre de Nils Jensen.
Y luego susurró la continuación, de forma que todos pudieron oírlo.
—El vigilante nocturno de Nørrebro.
—Sí —confirmé.
En la terraza de lo alto de la Costa del Infierno, el ministro nacional giró la cabeza poco a poco y miró a Carl Malle, que había dormido en el anexo de los invitados y en aquel momento estaba dando cuenta de un grandioso desayuno tardío servido por su silenciosa anfitriona. Fue Carl Malle quien diseñó los planes que habían naufragado de forma tan catastrófica que los amenazaban a los dos.
Llevaba casado cinco años con Lykke cuando se dieron cuenta de que nunca iba a quedarse embarazada. Entonces la chica presa se quedó embarazada, y él propuso a su mujer que podían adoptar a un niño de Kongslund, con un solo plan en mente: si Lykke estaba de acuerdo, iban a poder adoptar al hijo de Eva sin que su esposa supiera que el padre era él.
Era diabólico y también diabólicamente lógico.
Pero Lykke titubeó, pues la intuición le decía que los hombres engañan, y recibió sus repetidas propuestas en silencio, y aquel fue el período más terrible de la vida de Ole, porque el niño ya había nacido. El famoso hogar para recién nacidos solo esperaba la decisión de los dos. El hijo de la condenada por asesinato nació en secreto en el Hospital Central, y Magna lo trasladó a Kongslund, y el plan de Carl Malle de convencer a Lykke para que adoptara les pareció a los tres confabulados muy sencillo. E incluso lo correcto para el niño, puestos a razonar desde la moralidad.
La Nochebuena de 1961 volvió a preguntárselo, insistente, a los postres, y en aquel momento Lykke tuvo un ataque de furia de una virulencia como no le había visto nunca. A continuación Lykke le comunicó su decisión sin levantar la cabeza, con la vista clavada en los motivos navideños del mantel que ella misma había bordado, y dejó claro que no quería volver a oír la palabra adopción. Si la presionaba más, iba a abandonarlo y a contar a los que preguntasen que el hombre que todos los daneses admiraban como el luchador por la libertad más joven de la resistencia y el político más prometedor de su generación había sacrificado a su esposa porque no había sido capaz de darle un hijo de un año para otro.
Ole se dio cuenta enseguida de que había perdido la partida, porque así era la moral en aquellos tiempos.
Aquello sería un golpe terrible para su carrera, y ni siquiera podía presentar pruebas de que era ella la culpable de su desgracia común.
Más tarde, mientras cantaban salmos de forma rutinaria —Lykke, como siempre, con voz cristalina—, Ole estuvo a punto de soltar la sentencia irrevocable: «¡Eres tú la que llevas la infertilidad en tus entrañas!». Lo sabía desde año y medio antes, desde que Eva se quedó embarazada. Pero la sentencia iría acompañada de la revelación que él temía más que cualquier otra cosa y, claro, no podía contarle el resto de la historia. No podía hablarle ni de la chica de la cárcel ni del niño que estaba ahora al cuidado de Magna. Aquel relato iba a desencadenar un escándalo de enorme alcance, y lo más seguro era que lo detuvieran.
—Si solo hubiéramos… —empezó, pero no terminó la frase, allá en la terraza del norte de Selandia.
—Sí. Si solo hubieras… hecho entrar en razón a Magna —explicó Carl Malle, que se daba cuenta de lo que pasaba por la mente de su compañero de lucha—. Pero eso es algo que nadie ha hecho nunca. Incluso Dios debe de estar cansado de su… habilidad organizativa… Si es que ha sido lo bastante necio para dejarla entrar.
El ministro nacional no respondió a la impertinencia. Había contado a Magna la decisión irrevocable de Lykke tres días después de la fatal cena de Nochebuena; estaban en el despacho del primer piso, a puerta cerrada, y él se dio cuenta del terror de la ambiciosa directora al pensar en el peligro en que los había puesto la decisión de su mujer. Magna se quedó mirando al estrecho con una mirada que no dejaba lugar a dudas acerca de su propia decisión. Iba a borrar las huellas de su atrevida maniobra lo mejor que pudiera; el niño debía abandonar Kongslund con el mismo sigilo con el que había llegado, y cualquier resto de su identidad iba a borrarse con la eficacia que caracterizaba a la admirada directora del famoso hogar infantil. Revelar lo que había ocurrido iba a costar a Magna la obra de su vida, y miles de destinos naufragados no iban a ser reparados con el entusiasmo al que tenían derecho. Por supuesto, ella no podía dejar que ocurriera tal cosa.
El ministro nacional se daba cuenta de que Magna había previsto lo peor, y que tenía un plan de urgencia preparado desde que el niño nació en el Hospital Central. No cedió ni una sola vez a los ruegos de Ole para ver al niño que la chica había dado a luz en secreto en la sección B de Maternidad. Se negó a ceder hasta que la adopción estuviera completada, y fue tan implacable como cuando cualquier madre o padre biológico le imploraba piedad en los casos en que después se arrepentían de su decisión de entregar al niño en adopción. La consideración hacia el niño era lo más importante, y Magna había percibido desde el principio la resistencia de Lykke, aunque Ole tratara de banalizarla.
—Si no consigues convencerla de que adopte, hay que proteger al niño —fue lo que dijo—. Es el principio inalterable de este hogar. Ningún niño entregado en adopción debe llegar nunca a la situación en que sus padres biológicos lo busquen, a menos que así lo desee. Y esa decisión no pueden tomarla hasta ser adultos.
Sonó como una voz del prólogo de la memoria anual sobre la obra de Asistencia a la Maternidad. Pero nunca permitió a Ole ver al niño. Y en el momento en que se produjo el rechazo, se obstinó más aún.
Ole no tenía medios para convencerla. No podía engatusarla ni amenazarla, porque cualquier fleco del escándalo del que formaban parte ambos iba a hundirlo hasta el fondo. Y entonces nunca podría ver a su hijo.
Aquella noche en Kongslund, se levantó y bajó las escaleras, y ella lo dejó hacer. Ole, en medio de su pesar, había comprendido que su propósito debía de estar condenado a muerte; de lo contrario, ella lo habría detenido. Así pues, continuó escalera abajo y pasó junto a la mujer de verde que cien años antes se enamoró de otro hijo ilegítimo, el rey Federico VII, a quien siguió hasta la tumba.
Ole abrió la puerta de la Sala de Recién Nacidos con tanto cuidado como pudo, para no despertar a los niños dormidos —los «niños elefante», como los llamaba con un deje de sentimentalismo—, y entró. Una lámpara de noche de color verde iluminaba la estancia, y estuvo un rato acostumbrando su vista a la débil luz. Miró alrededor; había cuatro camitas junto a la pared del norte, y otras cuatro en la del sur, mientras su corazón latía a un ritmo que habría inquietado a un hombre de más edad. Sabía tan poco de bebés que no podía ni distinguirlos por su sexo mientras observaba sus rasgos faciales. Por eso se agachó sobre ellos, uno a uno, y buscó los pequeños rasgos que tal vez fueran un reflejo de los suyos: la forma de un ojo, la curvatura de una nariz… Pero no encontró nada que lo convenciera. Uno de los niños tenía el pelo negro y largo, posiblemente sería una chica, y pasó a la cama siguiente, donde otro elefante azul dejaba caer la trompa hacia el rostro dormido, como si fuera a proteger al niño del hombre que se inclinaba sobre la cama. Aquella noche había siete niños en la sala, y la última cama, la octava, estaba junto a la ventana, vacía, tal como la recordaba muchos años más tarde. Los siete niños le parecieron casi iguales, aparte de pequeñas diferencias en el color y la longitud del pelo, y sintió una furia violenta hacia la mujer que decidía sobre sus vidas, y cuya decisión no podía hacer cambiar.
Magna llevaba un tiempo en la puerta cuando él se dio cuenta de su presencia.
—Vamos, márchate —dijo Magna, como si fuera un conjuro de los tiempos en los que la superstición reinaba en la Tierra.
Era una sentencia de muerte, formulada en voz baja, contra la esperanza que pudo abrigar, y en aquel momento, de hecho, Ole sintió ganas de matarla. Lo más probable es que solo lo refrenara la idea de que entonces iba a perder la última oportunidad de ver alguna vez a su hijo.
Aquella noche creyó que el análisis y la planificación le darían al final lo que deseaba. Pero Magna, por razones que él no comprendía, nunca quiso ceder a sus presiones.
Estaba sentado a la mesa, sobre la niebla matutina de la pequeña bahía de su propio Infierno, dándole vueltas a un plan que ni Carl Malle conocía. Cuando fuera primer ministro, iba a ordenar que se hiciera la prueba del ADN a todos los chicos sobre los que se inclinó aquella noche: Asger, Severin, Orla, Peter y Nils. En 1961 aquella técnica aún no existía, aunque hubiera podido convencer a Magna, y la primera vez que pidió a Carl Malle —que todavía estaba en la Policía— que mandara hacer las pruebas lo mejor que pudiera, no se llegó a ningún resultado. La técnica era demasiado reciente y estaba sin probar, fue lo que le dijeron los técnicos. Después Carl se negó en redondo a hacer otro intento; pensaba que era demasiado peligroso. Ya no estaba en la Policía, y tendría que implicar a muchos más, que se extrañarían de la petición y de la investigación, y el riesgo de vincular al político más popular del país con el mayor secreto que pudiera imaginarse era demasiado grande.
Pero nadie podría rechazar una orden del jefe de Gobierno. Y aquello sí que podía hacerse en secreto, como un asunto de Estado del que solo sabrían la primera autoridad del país y el médico que hiciera las pruebas. Estaría en terreno seguro.
Y de ese modo, por fin, encontraría al niño que había perdido. A su hijo.
Así fue como la propia vida, la continuación de su estirpe, concurrió en una furiosa carrera con la muerte; es decir, la del primer ministro.
Era de la máxima importancia que el hombre sentado en el trono más poderoso del reino muriera antes de poder dar la orden fatídica de cesar a su ministro nacional por la deshonra producida por el estúpido asunto del chico tamil. Si el Destino no ayudaba cuando se necesitaba su esfuerzo atento y oportuno, era difícil de comprender su legitimidad en asuntos terrenales.
Unos minutos después de la medianoche llamaron a la puerta del anexo sur. Era la misma puerta de la cocina que la puericultora Agnes abrió la mañana en que encontraron al bebé abandonado y se creó todo aquel revuelo.
El vigilante nocturno abrió la puerta; era Asger, que había tomado un taxi desde la Estación Central hasta Kongslund. No tenía aspecto de haber tenido un viaje tranquilo tras un día armonioso. Probablemente había pensado en la escena de la sala del barrio de los astros desde que tomó el tren después de pasar veinticuatro horas casi sin moverse de una habitación de hotel con vistas a la torre de la catedral.
Los demás se habían acostado, así que preparé un té, que llevé a la sala del jardín, donde estaba sentado con los ojos cerrados y las manos juntas, como si estuviera rezando.
Me habló de su visita a la casa donde había crecido. Del abandono que pidió a sus padres que reconocieran, y de su reacción. Sonaba como si estuviera pidiendo perdón.
Me quedé atónita.
—Has guardado en tu interior esa rabia durante todos esos años, y de pronto la superas en unos segundos, tras lo que te vas sin más, e incluso sientes mala conciencia para con quienes son los culpables de todo. Habrá pasado algo más, ¿no? Las cosas no pueden terminar como una estúpida discusión durante una cena… con berenjenas.
No sabía por qué utilicé la palabra como una acusación.
—No sé por qué salió así, Marie. Pero ahora ya lo he dicho, y tal vez ellos piensen también en eso. Mi padre era un maestro fantástico, sobre todo para los alumnos más flojos.
Asger me miraba casi con obstinación. Era absurdo.
—Era capaz de identificarse con todos los problemas. Daba cursillos a otros maestros sobre cómo tratar a los niños más difíciles, a los que nadie quería. Era la bondad personificada.
Asger calló.
—Perdona —se excusó—. Igual estoy diciendo tonterías.
Después salimos de la sala y me siguió a la Habitación del Rey, donde por lo demás solía estar sola.
Se quedó vacilante en la puerta. Lo esperé de pie, junto a la ventana, hasta que decidió entrar en el cuarto. Nos quedamos un rato en la oscuridad, sin tocarnos, mirando el cielo sobre la isla de Hven. Me sacaba casi dos cabezas.
Tal vez fuera su pesar por la visita a sus padres adoptivos, que había abandonado en el suelo, debajo de la mesa, en el barrio de los astros; o tal vez fuera tan solo su cercanía física la que me inquietaba. Le ofrecí que se sentara en mi silla de ruedas y empleara mi catalejo, que estaba fijado al brazo de la silla y perteneció al viejo monarca antes de que lo heredase Magdalene.
Sus largas piernas se plegaron sobre el estribo, y tuvo que agacharse mucho para ponerse al nivel del ocular. Miró fijamente a la oscuridad.
—Es muy bonito, Marie —dijo.
Sonó como si hubiera dicho: «Eres muy bonita, Marie». Pero, por supuesto, aquello era una fantasía, como habría dicho Magdalene, de la peor especie.
Luego desvió el catalejo un poco hacia arriba.
—Veo la Osa Mayor y su nube…
Nunca había estado tan cerca de mí.
—Siempre…, siempre he suspirado por…
Me puse rígida.
—Andrómeda —terminó.
Fui soltando aire poco a poco.
—Creo que las personas no deberíamos acercarnos demasiado a las últimas verdades —dijo Asger—. La ciencia siempre ha creído que en cada momento sabía todo lo que había que saber aquí en la Tierra, pero nunca ha sido cierto, ¿verdad? Tal vez hasta la muerte va a resultar algún día ser la puerta a la vida eterna, como sostienen los creyentes; lo que pasa es que no somos capaces de registrarlo con nuestros instrumentos científicos. Tal vez un buen día se demuestre que al final eran los sacerdotes y los creyentes en Dios quienes tenían razón, y no los científicos.
Asger sonrió.
—Pero de todas formas te agradezco que me guiaras hasta mi madre biológica aquella vez. ¿Tenías el expediente?
El cambio de tema fue tan brusco que en aquel segundo decidí decir la verdad, y aquello iba a ser de lo más insólito.
Asger sintió al instante el fantasma que atravesó la Habitación del Rey, y se volvió hacia mí. Tenía una intuición impresionante.
Aspiré hondo, una sola vez, mientras esperaba la frase que no tenía ni idea de dónde buscar. Luego hablé.
—Retiré todos los expedientes del despacho de Magna ya cuando tenía diez u once años. Están en un lugar secreto, pero da igual, porque en los expedientes no había nada en absoluto sobre los padres biológicos… o sobre tus padres biológicos. Nada de nada. Toda la información había desaparecido.
Estaba saltando hacia territorio desconocido.
Él se levantó de la silla de ruedas, que rodó un par de centímetros hacia atrás sobre las viejas ruedas.
—¿No ponía nada?
—No.
—Pero mi madre… —Se detuvo ante la palabra, y vi que el pánico asomaba en el borde de su mirada.
—No —repetí, implacable—. No era tu madre. Sencillamente, encontré a una mujer que por aquella época había dado en adopción a un niño por medio de Kongslund, un chico, pero no eras tú.
La súbita confesión me hizo cecear con tal fuerza que Magdalene debió de oírlo desde allí arriba, en su Espacio Celeste entre las nubes. Pero no se apresuró a ayudarme, como en los viejos tiempos.
—También di una vez a Severin un número de teléfono, cuando llamó a Kongslund para buscar a sus padres. También era falso.
—Pero durante todos estos años he…
Volvió a estancarse.
—Sí. Me ocupé de que viviera en aquella granja, cerca del viejo observatorio, para que entendieras todo. Porque sabía que lo apreciarías.
Los ojos de Asger todavía no revelaban ninguna rabia tras los gruesos cristales; solo un profundo asombro.
—Me ofrecías todo cuando te visitaba, sin reservas. No es de extrañar que deseara darte una madre biológica que fuera mejor que ninguna otra, y que además era vecina del observatorio más famoso de Dinamarca.
—¿Cuando me visitabas?
—Sí —respondí. Ya no había vuelta atrás—. En el Sanatorio de la Costa. Me ofrecías toda la galaxia, y la galaxia vecina, y todas las historias que contabas, poder ir a visitarte a tu casa alguna vez. Pero nunca fui, claro.
Asger se quitó lentamente las gafas, de todas formas no valían para nada en los segundos en los que la comprensión de mis palabras salió zumbando de la oscuridad. Creo que en el último instante buscó refugio en una nube tan prieta como la Vía Láctea o tan lejana como su querida Andrómeda; pero, por supuesto, era demasiado tarde.
—¿La chica ciega… eras tú…?
Por alguna razón, formuló la frase en presente.
—Sí. Es decir… Por supuesto que no estaba ciega, solo era un disfraz. Era mi excusa delante de las enfermeras, para que me dejaran entrar. Santo cielo, venía del Instituto para Ciegos, era una pobre ciega solitaria.
Agaché la cabeza, y volvió el ceceo, en tal medida que ni yo misma entendía casi las palabras.
—Seguramente estaba ya algo loca entonces; tal vez loca de añoranza por estar con alguien…, con algunos de los que había conocido. Los únicos.
—Pero ¿cómo supiste dónde estaba? ¿Cómo pudiste encontrarme allí?
Asger volvía a parecer casi atónito. Lo más probable es que lo entendiera ya, pero se resistía a la verdad más que nunca.
No respondí. De todas formas, mi ceceo habría vuelto incomprensibles incluso palabras sin eses.
—Dios mío —dijo al final—. ¿Nos has seguido a todos? ¿Nos has…?
En aquel momento era incapaz de encontrar las palabras adecuadas para describir mis extraños actos.
—¿Espiado?
—Susanne te visitó también —contraataqué. Hablaba sin escucharlo. Era una de mis artes.
—¿Qué pasa con ella? —Estaba ya muy desorientado.
—¿No habrías hecho cualquier cosa por ella?
Vi que para entonces Asger había perdido el hilo, porque claro, pensar en Susanne producía aquel efecto en él.
—Porque ella te abandonó, pero yo estuve allí cuando me necesitaste. Eras un chico que estaba triste. No eras un científico que lo controlase todo. Mirabas el mar y el cielo, y al final vino alguien a consolarte. ¿No es eso lo que importa?
—Dios mío —repitió, él, que de hecho solo creía en cosas medibles y visibles.
—Lo que hizo fue muy peligroso —expliqué.
—¿Lo que hizo…?
—Sí. Susanne. La mañana que soltó los pájaros. Nunca debió hacerlo. Sostiene que no fue ella, pero sí que fue. No hay otra explicación lógica.
Asger no dijo nada.
—Anteayer, antes de marcharse para visitar a sus padres adoptivos en La Franja, me habló de su madre. Me dijo: «Aunque no era más que mi madre adoptiva, nos parecíamos en algunas cuestiones decisivas: el mal genio, la rabia. A Samanda debía defenderla de mí alguien que fuera tan fuerte como yo. Por eso se aferraba a mi madre. Mi padre era demasiado débil. Creo que los tres temían lo que ocurría en mi interior, y solo esperaban la catástrofe. Y luego se escaparon los pájaros». Esas fueron sus palabras.
Susanne estaba de pie junto a mí en los escalones de piedra, mientras esperaba al taxi. Me habló en susurros, para que solo yo lo oyera, y con su rostro pegado al mío.
«Yo ya lo sabía —continuó Susanne—. Cuando me marché de allí, ya sabía para quién iba a ser más duro, aunque nadie llegara a formularlo. No para Josefine ni para Anton, sino para Samanda, por supuesto. Porque ya era culpable. Ella resultó ser la legítima, mientras que yo era la ilegítima, la proscrita. Empleé toda mi infancia en hacer que se sintiera culpable, porque lo percibía de forma inconsciente, como hacen los hijos adoptivos. Cuando por fin se supo la verdad, no me perjudicó a mí, sino a ella. Y Josefine lo vio, pero demasiado tarde. El día que llamó a mi madre de verdad “una puta de Hamburgo” no me perjudicó a mí, ni a sí misma o a su marido, sino a su hija».
Me quedé casi paralizada en los escalones de Kongslund hasta que se marchó, porque no me cabía la menor duda de que tenía razón.
Y así llegó la cuestión final, pero no conseguía reunir valor para contar a Asger lo de Samanda, que se ahogó en el estanque.
«Yo le hablaba muchas veces del estanque cuando éramos pequeñas —explicó Susanne—; que sería nuestro último recurso si las cosas se ponían feas, y que fue allí donde una vez vi un rostro de una niña pequeña abajo, en la oscuridad, en la profundidad, en la paz y tranquilidad que solo existen ahí. Incluso describí que estábamos juntas, bien adentro en el estanque, como dos pequeñas pulgarcitas que un día saldrían al mundo navegando en la misma hoja de nenúfar».
Susanne me dirigió una mirada extrañamente brillante.
«Pero en una hoja de nenúfar no entran dos, ¿verdad? Esa es la clave del cuento, ¿no? La falsa Pulgarcita irá al fondo, mientras que la verdadera flotará. Y es que yo ya sabía cómo terminaba, pero Samanda nunca había salido de allí. No tenía ni idea de las barbaridades que existen…, toda la maldad que impera en el mundo. Y se ahogó en el lago, como siempre supe que ocurriría».
La casa-caja de bombones se alzaba entre las colinas como lo había hecho durante las cinco generaciones en que fue propiedad de los Ingemann, la familia que ahora se llamaba Ingemann Jørgensen, tras el matrimonio de Anton con Josefine.
Los dos ancianos estaban sentados a la sólida mesa de madera tras el edificio principal, en su habitual silencio casi ininterrumpido. Era como si hubieran sellado un pacto para seguir viviendo juntos, por razones que solo ellos podían saber, empleando el mínimo de palabras. Sobre todo hablaban de quehaceres prácticos, y eran capaces de pasar una hora comiendo las cuatro rebanadas de pan de centeno con embutido y queso que componían su almuerzo, sin hablar para nada entre ellos.
Su hija Susanne llegó, sin avisar, en taxi desde el pueblo, y estuvieron dos noches cenando sin hablar, los tres, aunque tanto Anton como Josefine, cada uno en su espacio silencioso, tenían la sensación de que su hija quería decirles algo. Era como si el largo silencio fuera la antesala de un suceso sobre el que ninguno de los dos se atrevía a pensar. Si sabían algo de lo que contaban los periódicos y las televisiones sobre el asunto Kongslund, no lo dejaron entrever.
Desde el entierro de Samanda, más de tres décadas antes, la hija que les quedaba los había visitado unas pocas veces. Como mucho, cada tres o cuatro años, y al parecer solo porque seguía queriendo a su padre, a quien no se parecía, pero con quien había, pese a todo, sentido la única forma de seguridad infantil durante los años en que Josefine y Samanda se unieron cada vez más una a la otra. Nunca se quedaba más de una noche.
Almorzaron el tercer día, y en lo alto de una colina verde oscuro que se veía desde la mesa de madera tras el edificio principal estaba la delgada cruz blanca que señalaba la última morada de Samanda.
Tendría como un metro de altura, no más, y, como siempre, fueron las hábiles manos de Anton las que amarraron las dos delgadas tablas de abedul pintadas de blanco con un pedazo de cable de acero pintado también de blanco, al igual que construyó en otra época la pajarera en la que vivieron los doce canarios cantores de Josefine y Samanda. Y el décimo tercero.
Susanne recogió la servilleta de su regazo y la depositó ante sí en la mesa. Luego señaló la cruz y rompió el largo silencio.
—No fue ella quien rompió mis cosas —comunicó.
Anton dejó el tenedor, y después el cuchillo, pero no dijo nada. Josefine parecía petrificada en medio de un movimiento, aunque Susanne no la vio moverse desde que se sentaron a la mesa. Comía cada día dos rebanadas de pan de centeno con salchichón, otra con paté y una rebanada de pan de trigo con queso, cosa que llevaba haciendo desde que, en su temprana juventud, preparó por primera vez el almuerzo para sí y para su marido. En aquel momento las cuatro rebanadas estaban intactas ante ella.
—Todos creyeron que era ella, pero no lo fue.
—¿No fue… qué?
Fue Anton quien, vacilante, formuló la pregunta a su hija.
—Fui yo quien hizo los destrozos aquella vez… en la escuela. Fui yo quien destrozó mi bici, y fui yo quien hizo que os compadecierais de mí. Fui yo quien cuidó de que Samanda cargara con la culpa, aunque nadie se atrevía a decirlo en voz alta, porque nadie podía probarlo. Incluso vosotros, que estabais cerca, creísteis que fue ella. Todos creyeron que fue ella.
Josefine había puesto ambas manos sobre la mesa, con las palmas hacia abajo, y desvió la mirada de quien hablaba, mientras meneaba un poco la cabeza, como para ahuyentar las palabras. Daba la impresión de que estaba sentada con la mirada dirigida hacia la cruz solitaria de lo alto de la colina, como si, cosa absurda, esperase que llegara de allí un desmentido a la estremecedora revelación de Susanne. Pero solo se oyó el sonido del viento del fiordo entre los robles que rodeaban el pequeño estanque donde desapareció Samanda.
—No sabemos de qué hablas —cortó Anton. Muy pocas veces incluía a su esposa en sus observaciones personales, hablando en primera persona del plural, lo que revelaba la cantidad de energía que tuvo que emplear en la réplica.
—¿Quiénes son mis verdaderos padres? —preguntó Susanne.
—¿A qué te refieres? —intervino Josefine.
—¿Quién es mi madre, la de verdad, a la que llamaste «una putilla de Hamburgo»?
Susanne miró a los ojos a Josefine, que tenía la mirada clavada en el cielo sobre la colina y meneó la cabeza otra vez, muy poco, de modo que un extraño tal vez no lo hubiera advertido.
—Traté de buscar a mis padres de verdad cuando murió Samanda, pero no los encontré, porque toda la documentación ha desaparecido.
Susanne se volvió hacia su padre.
—¿Dónde están?
—Nunca hemos tenido ningún papel; solo sabemos lo que nos dijo la directora, que no fue casi nada.
Susanne lo creyó. Nunca le había mentido.
—Es por tu culpa.
Fue Josefine quien habló de pronto, todavía sin volver la cabeza, y por eso no podía saberse si la acusación estaba dirigida a Susanne o a quien había sido su marido durante medio siglo.
—¿Es por mi culpa? —respondió Susanne—. Mírame, madre. ¿Es por mi culpa?
—No me parece el momento adecuado… —empezó a decir Anton, pero era demasiado tarde.
Josefine se volvió hacia su hija, y las palabras surgieron con claridad de aquella boca que, por lo demás, hablaba tan pocas veces.
—Tú me la quitaste.
—¿Te refieres a Samanda… o a Afrodita, el estúpido pájaro? ¿Te acuerdas de la vez que cagó aquel huevo enorme? Estuve tres semanas tronchándome de risa. Ahí empezó todo.
Josefine emitió un quejido y cerró los ojos. Su marido estaba junto a ella, callado y con la boca abierta.
—Ahí empezó todo, madre, con los pájaros, y fuiste tú quien los trajo, y ya sé qué simbolizaban.
—De todas formas ¡no debiste soltarlos! —Era Anton quien habló de pronto, mientras a la vez ponía su manaza en el brazo de Susanne—. Pero no importa, hace mucho que te perdonamos.
—¿Que me perdonasteis? —Una expresión de asombro se deslizó por el rostro de Susanne—. ¿Perdonar, qué?
—Lo de los pájaros.
De pronto, el hombre vaciló.
—Porque fuiste tú, no pudo ser Samanda.
Se calló y pareció más desconcertado que nunca. A su derecha, Josefine seguía inmóvil frente a las cuatro rebanadas intactas.
Susanne se inclinó hacia ella.
—¿Vas a contarle la verdad, o lo hago yo?
Josefine no se movió.
—¿La verdad?
La voz de su padre sonó algo temblorosa. Hacía tiempo que debería haberse refugiado en el aire fresco de la granja.
Con un movimiento súbito de su mano izquierda, Josefine empujó su plato, que cayó de la mesa, y una rebanada con una delgada capa de paté aterrizó en el regazo de Anton con la parte del pan hacia abajo. Este lo recogió con un singular movimiento mecánico y volvió a depositarlo sobre la mesa.
—¡Fuiste tú quien los soltó! —gritó Josefine—. Fuiste tú quien… ¡Si no hubieras odiado tanto a tu hermana, jamás habría ocurrido!
—En cierto modo es verdad, madre; los solté. Pero de todas formas fuiste tú. Bien lo sabes. Aquella mañana… te vi. Te oí bajar las escaleras y te seguí. Te vi abrir la puerta de la jaula y abrir la puerta de la cocina, y luego volver a la cama. Fuiste tú; todos estos años he estado pensando por qué.
—¿Fuiste tú quien soltó los pájaros?
En aquel momento Anton pareció tan desamparado como el día en que su mujer le notificó en el patio de la granja que estaba embarazada y que lo mejor sería devolver a Susanne. Pero, en lugar de dejar que la conmoción lo llevara a hacer la característica maniobra de evasión que Susanne había visto tantas veces y abandonar su cuerpo hasta que quien hablaba desapareciera, llevándose consigo el desagradable mensaje, se quedó sentado y asió con fuerza a su mujer por las muñecas.
—¿Fuiste tú quien soltó los pájaros?
—Sí —dijo Susanne desde el otro lado de la mesa—. Cuando su favorito, Afrodita, murió, descargó su terrible venganza en todos nosotros, y al mismo tiempo se castigó a sí misma. Así es como cualquier psicólogo en su primer año de práctica en Kongslund habría presentado la cuestión.
Josefine miró el mantel y observó el lugar donde había estado su plato.
—Creo que Samanda se dio cuenta de que fuiste tú. Lo presintió. Y entonces se asustó de verdad. Creo también que descubrió tu otro secreto, madre: el que yo siempre he sabido.
—¿Secreto? —Anton, una vez más.
—Que Samanda no es hija vuestra. Es solo tuya, ¿verdad, madre?
Por un momento se hizo un silencio absoluto, y se oyó el viento entre las copas de los robles en torno al estanque. Luego Josefine dio un chillido enorme y de un tirón soltó su brazo de la presa de Anton, y el repentino movimiento hizo que los vasos de la mesa volcaran.
Anton no reaccionó en aquel espantoso instante. Tal vez había abandonado ya a su esposa e hija y estaba ya algo más allá, encima del patio, observándolas. O tal vez se le adelantara su mujer.
—Sí —confirmó Josefine, con una voz más enérgica que la empleada durante años—. Sí. Adivinó que fui yo quien soltó los pájaros. Y entonces le conté todo. Cómo se alegraron su padre y su hermana de la terrible enfermedad de Afrodita y la llevaron al bosque para retorcerle el cuello y echarla a un agujero donde nadie la encontraría jamás. Y tuve que tranquilizarla diciéndole que no tenía parentesco con vosotros.
—¿Le contaste a Samanda por qué la querías a ella y no a mí?
Josefine agachó un poco la cabeza al oír la repentina frase directa, algo así como si hiciera una reverencia permaneciendo sentada, pero su voz era firme y extrañamente clara.
—Me habría ido con él —confesó.
—Te habrías ido con quien amabas entonces, pero no lo hiciste.
—Conté todo a Samanda, que probablemente no…, que no era quien pensaba. Y que me habría ido con él si no fuera por… Si…
Se calló.
—Si hubieras tenido un mínimo valor —terminó Susanne.
Josefine rompió a llorar.
Anton no se movió. Su rostro permaneció en una inmovilidad total en aquellos segundos.
Susanne se levantó.
—Vaya vida. Primero das a luz a Samanda basada en una mentira, como un hijo natural secreto, luego yo la aterrorizo con mi vandalismo y mis historias de navegar por el estanque, y luego tiene una madre que le dice que no es…, que no es hija de su padre, sino de otro, de un charlatán trotamundos que hace tiempo que se fue y nunca va a volver. Y a quien no te atreviste a seguir ni hasta la puerta del jardín.
Josefine volvió a responder con un gemido, algo más alto que el primero.
—Y tenía un padre que nunca se enteraba de lo que pasaba.
Era Anton, que de forma milagrosa volvió a su cuerpo mortal y se volvió hacia su esposa con una frialdad que nadie habría atribuido al hombre tranquilo que fue el pilar inamovible de la quinta generación de aquella granja.
—Me habría ido con él —susurró Josefine.
Susanne se acercó otro paso y se inclinó hasta quedar a la altura de la cabeza de su madre.
—¿Te quedaste embarazada queriendo, madre?
Antes de que nadie pudiera oír la respuesta, Anton se levantó de la mesa.
—No puedo quedarme aquí.
Las cuatro palabras surgieron lentas, con cierta vacilación entre las sílabas, pero con tal claridad que todos entendieron que era una decisión de la que nunca iba a echarse atrás. No iba a volver a sentarse frente a su esposa, ni siquiera en absoluto silencio ininterrumpido.
Susanne me dijo después que Josefine nunca respondió la última pregunta.
Se quedó sola sentada a la mesa, vuelta como siempre hacia el horizonte. Después de haber oído el relato, no creo que viera a su esposo e hija abandonarla, y en el fondo tampoco creo que le importara mucho. Estaba sentada exactamente igual que cuando la vi por primera vez, hundida en el mar de sombras, en el banco, bajo las varas de avellano, con la mirada vuelta al sur, escuchando un mensaje que solo ella oía, y que recibía con un característico meneo de cabeza.
Y así seguía ahora, al oscurecer en la franja de tierra que fue una vez maldita por un rey.