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LA HUIDA

27 de junio de 2008

Creo que ni el Catedrático ni el ministro nacional habían pensado que un suceso tan casual —un anónimo que solo contenía un nombre en un formulario antiquísimo— pudiera sacudir sus cimientos de modo tan funesto en tan poco tiempo.

Recuerdo que Magdalene describió una vez la alegría del Rey Bueno porque Kongslund iba a estar terminado al mismo tiempo en que firmara la Constitución del Reino de Dinamarca: «Esa imponente villa va a quedar como símbolo de todo lo que yo era», dijo. Pero el pronóstico del monarca no se cumplió, porque, tres días antes de la firma, el viento roló al este, y una violenta tormenta azotó la costa. Primero derribó una de las siete chimeneas, la que estaba más al norte, luego los obreros se pusieron a reparar los daños, y entonces ocurrió algo extraño: la noche siguiente, que no hubo el menor viento, la chimenea más al sur también se rompió y aterrizó en el sendero de entrada, en el mismo lugar que la primera.

En consecuencia, debieron volver a edificar las siete chimeneas.

Así lo quiso el Destino, y eso no lo podía cambiar ni siquiera un rey.

Orla llegó a Villa Kongslund a última hora.

Había tomado un taxi con Severin, y estuvo sentado con el rostro en la penumbra, como un fugitivo, cosa que también era, en realidad.

El Ministerio Nacional había pedido discretamente a todas las patrullas de Policía del Gran Copenhague que buscaran al desaparecido jefe de Gabinete, sin dar más indicaciones. Oficialmente, no estaba en busca y captura, pero la gente de las patrullas percibía que su captura iba a ser recompensada.

Oí que Susanne recibía a los dos hombres, pero solo dejé la puerta entreabierta. Los acomodó en las habitaciones que pertenecieron a las primeras asistentas de Magna, las señoritas Jensen y Nielsen.

A la mañana siguiente me levanté temprano y, por primera vez en mucho tiempo, ayudé a dar de desayunar a los niños, e incluso cambié a un par de bebés, antes de recibir con Susanne a nuestros huéspedes en la sala de estar.

Aquella fue sin duda la mesa de desayuno más extraña de la historia de Kongslund. Frente a nosotras estaban sentados el jefe de Gabinete del Ministerio Nacional, causa del escándalo, y el abogado de refugiados más famoso del país, su adversario directo.

Orla aún parecía asustado por sus acciones —en la televisión, la víspera—, y no dijo ninguna palabra de bienvenida. A Severin, al contrario, se lo veía extrañamente eufórico, como si por fin se hubiera escapado de una cárcel donde hubiera pasado los últimos cien años, lo que en cierto modo era el caso. El asunto Kongslund de alguna manera había liberado su alma del despiadado idealismo que nunca le había otorgado otro honor que el reservado consentimiento de la moralidad, aunque algunos de los destinos fracasados por los que velaba alguna vez se libraron y consiguieron el asilo; pero incluso aquellos pocos afortunados solían abandonar a su salvador terrenal sin dejar nada más que un salario miserable. Algunos incluso reaccionaban con odio, porque con su acto de salvación les había quitado lo último de valor que poseían: su orgullo.

Asger fue el quinto en entrar en la sala, y se detuvo un rato en la puerta, con sus grandes gafas de catedrático en la punta de su larga nariz, observando el singular grupo. Se sentó a la cabecera de la mesa y dijo:

—¿Hay alguna novedad en el caso?

Severin sacudió la cabeza. Orla ni reaccionó.

Mientras Asger untaba de mantequilla un bollo, repasó las revelaciones de los últimos días, y sobre todo mi responsabilidad en los anónimos. Les habló de la relación de Susanne con Kongslund y de la carta de Eva Bjergstrand a Magna —que yo robé— y que Knud Tåsing y yo habíamos investigado, mientras Carl Malle buscaba al autor del anónimo.

Durante el monólogo, Orla estuvo con los hombros hundidos hacia delante y dos rebanadas de pan medio comidas en su plato; en la expresión de su rostro no pude ver más que el asombro que se apoderó de él cuando abandonó su antigua vida de aquel modo que la víspera por la noche había conmocionado a todo el país. Estuve esperando una sorbida de nariz, pero no llegó.

Severin, sentado a su lado, movía la cabeza arriba y abajo, casi eufórico, mientras Asger daba sus explicaciones.

—Lástima que no tengamos la carta que envió Eva a su hijo —se quejó.

—Que había pensado enviar, pero nunca envió —lo corregí. Para mí era fundamental mantener ese detalle respecto a la cuestión.

—Sí. Debió de arrepentirse en el último instante —aventuró Asger.

Susanne agachó la cabeza. Yo no veía en qué pensaba, pero sin duda Susanne sospechaba algo. Y, por desgracia, yo ocupaba el centro de sus sospechas.

De pronto, Asger sonrió y exclamó:

—¡Somos un grupo extraño, ¿no?!

Aquello sobresaltó a Orla, como si hubiera llegado a una conclusión parecida en el mismo instante. Y entonces, por fin, se oyó su característica sorbida de nariz.

—Estamos cinco aquí, en la mesa. —Asger miró de reojo hacia la pared opuesta, tras la que estaba la Sala de Recién Nacidos—. Y los cinco hemos pasado los primeros meses de nuestra vida en este lugar. Ahora nos hemos reunido, cosa que nadie había creído que fuera a ocurrir.

Una vez más, pareció que observara una constelación desconocida que no debería estar allí, con entusiasmo infantil y escepticismo científico a partes iguales.

Advertí un rubor intenso en las mejillas de Severin al oír las palabras de Asger. Por un momento, pareció un hombre que asumía una responsabilidad personal y penosa de un suceso del todo inesperado; así que su alma de salvador quizá estuviera preparada ya para que la llenasen de nuevos sentimientos de culpabilidad, incluso después de un descanso tan breve.

Susanne sirvió café al astrónomo larguirucho. Me miró por encima de la cafetera, como si me estuviera haciendo una pregunta inaudible, y casi esperé que de repente me pidiera que explicara la idea del reencuentro que ninguno de los presentes había deseado.

Por suerte, entonces Asger volvió a tomar la palabra.

—Según la fuente de Knud Tåsing, de la embajada australiana, a la mujer danesa le concedieron permiso oficial para establecerse en su nueva patria en diciembre de 1961. Pero bien pudo ocurrir que llegara antes, y creo que es lo que ocurrió. Eva Bjergstrand da a luz a su misterioso bebé en la primavera o a principios del verano de 1961, y luego personas con posibilidades de mover hilos en las altas esferas le dan un nuevo pasaporte, con otro nombre, y al final otra identidad. Y, para poner la guinda, también una flamante nueva patria. Así fue como se retiró del camino un enorme y embarazoso problema.

—Embarazoso ¿para quién? —pregunté, aunque por supuesto ya sabía la respuesta.

—Para ellos. —Era Orla, quien nos sorprendió al hablar por primera vez—. Para Almind-Enevold y sus ayudantes. Carl Malle y Magna.

No había pensado que fuera a hablar.

—Eso no lo sabemos, aún no —objetó Asger—. Primero hay que demostrar la teoría.

Orla calló.

Después de desayunar, Asger fue a su habitación a por su bolsa de viaje, y Susanne pidió un taxi. Su maleta azul estaba en el vestíbulo, bajo el gran cuadro de la mujer de verde a quien Magna solía llamar el ángel custodio de Kongslund.

La noche anterior estuve en la sala que da al jardín con Asger, quien me desveló el plan que tenían Susanne y él.

—Voy a acompañar a Susanne a Kalundborg. Ella va a buscar a sus padres en La Franja mientras yo voy a Aarhus a reunirme con los míos.

Después se levantó sin mirarme.

—Vamos a ver si saben algo, aparte de lo que me has contado. En la vida de todas las personas hay zonas oscuras, pero tal vez se pueda encontrar la verdad.

En cuanto a mí, ya no me quedaba nadie vivo a quien enfrentarme. Todavía no había desvelado nada acerca de la vigilancia exhaustiva a la que sometí en mi infancia a mis compañeros de sala. Iban a ponerse muy nerviosos, y yo no estaba preparada aún para esa reacción. Pero se me hacía insoportable la idea de perderme el final de mi aventura y su esclarecimiento definitivo. Anhelaba una vez más vivir la emoción de acurrucarme tras el comedero para los pájaros del jardín de Asger y reptar sin ser vista por la maleza junto a la casa-caja de bombones y oír, ver y escribir todas las palabras de su confrontación final. Por mí y por Magna. Pero sobre todo por Magdalene.

Sin embargo, Asger rechazó mi cautelosa sugerencia e insistió en que me quedara con Orla y Severin, que no tenían otro lugar adonde ir. De momento debían estar escondidos en Kongslund.

Susanne y Asger llevaron el equipaje hasta el taxi, y yo bajé al embarcadero, que fue siempre mi refugio. Me quedé de espaldas al viento y oí cómo partían, desde el mismo lugar donde conocí a la amiga de mi vida antes de que abandonase la vida terrena mientras observaba la luna que por primera vez se había dejado conquistar por los humanos.

Hacía calor, e instalé en el césped tumbonas para los tres que íbamos a quedarnos.

Al poco tiempo, Orla y Severin, cada uno por su lado, echaban un sueñecito al sol, con sus rostros vueltos hacia el estrecho. Llevé a la sombra una silla de jardín y cerré los ojos, como ellos.

El teléfono sonó al mediodía. Acababa de dormirme.

Desde la puerta del jardín, la puericultora más joven me hizo señas llevándose la mano al oído.

Era Knud Tåsing. Hablaba en voz alta, nasal.

—Voy con Susanne y Asger camino de Kalundborg —informó—. De allí Asger va a seguir a Aarhus, donde va a ver a sus padres. Yo voy a ir a Helgenæs.

No dije nada. No debía oír mi voz alterada.

El periodista interpretó mal mi silencio.

—¿Ha estado ahí la Policía…?

Por un momento sonó preocupado, pero tal vez más por la historia que debía salvar su carrera que por los dos abogados y la extraña mujer a la que nunca tuvo oportunidad de comprender.

—No ha venido nadie —dije. Sí que había habido un helicóptero sobrevolando la zona hacia el mediodía, pero no creía que hubieran reconocido a mis huéspedes dormidos en la postura que tenían en la hierba; los dos hombres estaban sentados, inmóviles, con el mentón caído hasta el pecho, parecían dos bañistas después de haber estado nadando un buen rato y a continuación haber tomado un bien regado almuerzo.

—¿Habéis oído las noticias del mediodía en la radio? —preguntó Knud—. Nuestro amiguito tamil es la noticia del día, por delante de Irak y Afganistán. Mi periódico ha enviado a Sri Lanka a dos reporteros para encontrarlo.

Tåsing sonaba de lo más entusiasmado, aunque su propio viaje iba en la dirección opuesta, y miré de reojo al hombre que al parecer había devuelto al joven buscador de asilo a una vida en la cárcel, o algo peor. En tal caso, su arrepentimiento llegaba demasiado tarde. Junto a Orla, Severin gruñía como mostrando su acuerdo subconsciente, pero sin despertar. Su cansancio debía de ser enorme tras los veinticinco años de trabajo al servicio despiadado de los extranjeros.

—Y ha llegado otro anónimo —comunicó Knud Tåsing en voz más alta, y estuve a punto de dejar caer el receptor al suelo.

Se dio cuenta de mi reacción.

—Tranquila, Marie… —sonó como si estuviera sonriendo—. Ya sé que no has sido tú la que ha enviado este; es un folio impreso sin más. Pero sí que es especial.

Esperé su siguiente frase.

—El autor me invita a visitar a una mujer en la península de Helgenæs, por eso salgo con esta precipitación. Parece que va en serio, pese a ser un anónimo.

—¿Una mujer en Helgenæs?

Formulé la pregunta con la mayor inocencia posible. Pero ya sabía su nombre, y podría haberlo dicho a coro con él.

—Se llama Dorah. Dorah Laursen. Según el anónimo, debería saber algo sobre el asunto Kongslund y sobre nuestro enigma.

La palabra enigma tenía un deje algo ingenuo en su boca, como si fuéramos niños en busca de distracción. Lo habría prevenido, pero no pude encontrar las palabras adecuadas. Y tampoco yo era capaz de pensar con claridad. No conseguía ubicar a Dorah en los acontecimientos que habíamos puesto al descubierto, y no tenía ni idea de quién había enviado el anónimo. Pero no interpreté mal el temor que atravesó la sala de estar de aquella mujer el día que la amenacé con contar a su hijo la verdad sobre él y sobre Kongslund.

Y, con mayor claridad que nunca, comprendí que debería haber estado presente cuando ocurrió.

Debería haber tratado de poner al descubierto la trama que hacía que los mundos de tres mujeres singulares estuvieran relacionados: Eva Bjergstrand, Dorah Laursen y mi madre de acogida.

Sencillamente, no veía la relación.

Mira que se lo advertí…

La anciana estaba sentada encorvada, con las temblorosas manos juntas en el regazo, como si en su interior siguiera implorando a un Dios vacilante y caprichoso que rehiciera todo lo hecho en la Tierra. Sobre todo, su última acción.

—Se lo advertí…, pero ahora… —Se quedó callada—. Ahora está…

El joven agente de la Policía reaccionó ante la última palabra no dicha. No por un sentimentalismo fuera de lugar, porque en la Academia de Policía te enseñaban a evitar esas cosas, sino porque el muerto era quien era. Un antiguo compañero.

—Bueno, no es seguro… —empezó, indeciso, y dejó sin terminar la frase. No se refería a la irrevocable muerte, sino a la afirmación de la viuda de que una mano humana había dado al muerto un malvado empujón definitivo en el borde del muelle.

El coche patrulla fue a la dirección justo después de realizarse la identificación, que se produjo en el momento en que sacaron al comisario jubilado del agua y lo tumbaron de espaldas. El muerto, cuando era jefe del Departamento de Homicidios, había trapicheado con varios de los hombres silenciosos que estaban junto al malecón, mirando algo conmocionados a su antiguo compañero.

Lo habían encontrado en las aguas negras del Muelle de las Brumas y la Casa de la Prensa, que albergaba, entre otros, el achacoso diario Fri Weekend.

—No quería abandonar ese caso —lloraba la viuda—. Y ahora está muerto.

Esta vez dijo la palabra en voz alta.

El agente arqueó las cejas.

—¿Qué caso?

La esposa del comisario jubilado habría explicado todo con gusto al joven policía, pero el llanto no la dejaba. Y tampoco se atrevía.

No quería hablarle del caso del que seguían escribiendo los periódicos y que su marido había decidido resolver, pese a que ella le dijo que era demasiado peligroso. De las señales que había visto: una piedra, un cabo de cuerda con un nudo corredizo, un pájaro, una rama de tilo… Su última acción fue llamar a una persona desconocida y apalabrar una cita.

—¿Con quién has quedado? —le preguntó su esposa con voz angustiada.

—Sé cuidar de mí mismo —gruñó él con condescendencia. Se habían querido durante una larga vida. Pero las dos últimas frases que cruzaron fueron una especie de diálogo de besugos.

El joven policía se encogió de hombros. Temía las lágrimas de los demás casi tanto como las suyas propias, y tampoco había mucho que añadir. A la anciana había que ahorrarle los detalles. Habían encontrado una brecha en la nuca del comisario jubilado, pero lo más seguro es que se la hiciera cuando se tambaleaba aturdido por el borde del muelle. En el agua negra chapoteaba una botella vacía de aguardiente, y los policías olfatearon con cuidado el cadáver goteante de su antiguo compañero. Detrás del olor a agua salada, percibieron con claridad el tufo a alcohol, como si su antiguo superior hubiera pasado la jubilación dándole a la botella de aguardiente.

Muchos lo hacían.

Y ningún agente de patrulla en su primer año de policía deseaba explicárselo a una viuda llorosa que, con una confusión evidente, no paraba de hablar de viejos casos sin resolver.

Si los días desagradables pudieran cambiarse y devolverse a su Creador, el viernes 27 de junio se habría borrado de la memoria del ministro nacional y estaría descansando en el cementerio de días no deseados antes de que nadie tuviera ocasión de decir: «Vaya mierda de día», pero, tal como estaba la situación, solo podía quejarse ante sus dos invitados, que no parecían los más adecuados para ahuyentar las visiones desagradables de otros.

Los tres hombres estaban sentados en la amplia terraza que rodeaba la lujosa finca que Ole Almind-Enevold poseía en Gilbjerg Hoved, en el norte de Selandia, y en un día mejor habrían disfrutado de la espléndida vista del estrecho de Kattegat como se merecía. Pero no aquel maldito día. Dejaron que la única mujer del grupo sirviera bebidas, y Lykke Almind-Enevold no tuvo que preguntar a los dos invitados de su marido por su marca favorita, ya que ambos habían visitado su residencia veraniega por lo menos veinte veces desde la creación del Ministerio Nacional en 2001.

Como siempre, representó a la perfección el papel de sonriente esposa del ministro, y dispuso un ambiente acogedor para las importantes conversaciones que mantenían los dos invitados con su marido. En el momento adecuado se retiró en silencio, sin que nadie lo notase, y si los seres invisibles hubieran tenido un reino, ella habría sido su reina indiscutible. Llevaba cincuenta y cuatro años en aquel trono, en un matrimonio compuesto solo de rutinas, y hacía décadas que había aprendido a considerar su nombre[8] una burla grotesca de la galería de vidas no deseadas por el Destino; si la felicidad de su nombre había estado alguna vez al alcance de su mano, nunca la había percibido, y tampoco la había merecido. Porque Lykke Almind-Enevold cometió el pecado de negar a su marido el hijo con que siempre había soñado, y asumió para sí la responsabilidad de aquella traición, aunque nadie sabía si la causa de su desgracia se debía a él o a ella. Ella consideraba su infertilidad la vergüenza más imperdonable de su sexo, y se quedó con él porque él se quedó con ella a pesar de aquel pecado.

Los tres hombres llevaban varios minutos callados, y su silencio recalcaba el carácter funesto del encuentro. Nadie habló hasta que Lykke terminó de servir y desapareció de la vista. Entonces, el ministro nacional alzó su vaso y dijo:

—¡Brindemos por un día nefasto de verdad!

Habló con voz vehemente y vació el vaso de un trago.

El Catedrático, Bjørn Meliassen, siguió su ejemplo, y su cabeza casi desapareció en el halo azul que siempre rodeaba su coronilla. La obra de su vida seguía afectada por una caída catastrófica de la audiencia, que algunos comentaristas de la prensa, alegrándose por el mal ajeno, decían que iba a ser el final de Channel DK, y no tenía ni idea de cómo financiar la supervivencia del Gran Cigarro. Ninguna de sus curas milagrosas en forma de nuevos conceptos sensacionales funcionaba ya. La gente se había vuelto más bien apática.

El ministro nacional llenó los vasos con el ambarino whisky de malta de las orillas de Loch Lomond. De no haber sido por aquel día maldito, habría disfrutado del sol del atardecer y hecho algún comentario sobre la bella imagen de velas blancas sobre la superficie brillante del Kattegat. El ministro nacional hizo construir su casa justo después de la mítica victoria electoral de 2001, y no reparó en gastos. Consiguió que el Ministerio de Medio Ambiente levantase parte de la molesta protección que se estaba aplicando desde 1950, y gracias a aquel pequeño ardid pudo edificar la villa en el lugar con mejores vistas, en lo alto del acantilado de treinta y tres metros de altura.

Abajo estaba la playa, que era de piedras, pero no importaba tanto, ya que a ninguno de los influyentes huéspedes de aquel hombre poderoso se le ocurriría interrumpir conversaciones y comidas importantes para bajar por las empinadas escaleras y darse un refrescante baño de agua de mar. Al oeste de la escalera privada del ministro con el cartel de «PROHIBIDA LA ENTRADA», había una piedra conmemorativa del filósofo Søren Kierkegaard, de quien el ministro no había leído un solo libro, pero que citaba a menudo en sus discursos con la ayuda del Curandero. En la piedra ponía: «Qué es la verdad, sino la pasión por una idea», y el filósofo escribió el aforismo trece años antes de que el Rey Bueno, con su especial talento para la oportunidad, resbalara cuesta abajo en Kongslund y encontrara una salida a su triste implicación en las discusiones sobre la democracia.

Pese a que, por lo general, en la prensa se hablaba con discreción de las residencias veraniegas de los ministros —no era cuestión de tentar a ningún desquiciado radical—, la villa de Almind-Enevold la conocía todo el país. Debajo de la casa del acantilado solía haber en los viejos tiempos un poblado de pescadores llamado Krogskilde, pero al final dejaron aquellas ocho casas debido a la escasez de capturas, tras lo cual a los habitantes, con ese indomable espíritu emprendedor tan típico danés, se les ocurrió buscarse el sustento a base de atraer a confiados buques hacia la costa en noches de tormenta y saquearlos. Allí estaba la eficiente y laboriosa gente de Krogskilde, hombro con hombro, agitando sus faroles —acercaos confiados—, tras lo que a las tripulaciones embarrancadas las llevaban con cuerdas hasta la costa, donde las atacaban, robaban y asesinaban con brutalidad. Por esa razón, la gente llamó al lugar Infierno en los siglos posteriores; los numerosos enemigos políticos del ministro nacional siempre pensaron que era un nombre que se adaptaba a la perfección al refugio del poderoso político.

El día se había torcido incluso antes de que el ministro nacional lograse reaccionar. El primer ministro lo había llamado a las ocho de la mañana, y había en su orden un tono que no prometía nada bueno para nadie. El Rey Absoluto salió pitando, sin esperar al Curandero, y todo fue mal. Pudo leer la nueva realidad ya en los rostros de las secretarias del antedespacho. Sus miradas reflejaban tristeza e incredulidad, y la secretaria de más edad del primer ministro, la señora Mortensen, tenía los ojos enrojecidos y se sorbía las lágrimas sin cesar. Los altos funcionarios lo recibieron inexpresivos, con movimientos rígidos y torpes, porque no sabían cómo manejar el embarazoso hecho que acababa de convertirse en el mayor problema del reino.

¿Y quién iba a explicárselo a las delegaciones extranjeras que tenían más tarde audiencia con el más alto cargo del país?

El ministro nacional entró en el despacho de su jefe, pero se detuvo en seco en el vano de la puerta y observó el escenario con un asombro que no pudo ocultar.

Durante la noche, el corazón de la nación se había transformado en una avanzada habitación de hospital plenamente equipada, con todo tipo de aparatos electrónicos e instrumentos. Había mesas con ruedas y bandejas tintineantes, pero por encima de todo dominaba una cama enorme que parecía una fortificación en medio de la estancia.

Ole Almind-Enevold observó la conversión del centro del Estado en habitación de enfermo, con sus correspondientes goteros, tubos, matraces y escáneres, con un desagrado físico rayano en el odio. Era su cargo el que pocos días antes del traspaso de poderes quedaba tan denostado que iba a provocar una tormenta escandalosa en todos los medios. Era su futuro el que se arrastraba por el fango.

El más alto cargo del país estaba medio sentado en la cama con esa expresión obstinada que caracteriza a personas que han reducido los contratiempos de la vida a un solo deseo terco de que caiga el telón. En este caso, el paciente iba a dejar la obra de su existencia con toda la visibilidad posible, con transmisión televisiva en directo desde Slotsholm e imágenes de helicóptero del coche fúnebre atravesando el portón de entrada. Después ningún historiador podría sostener que a causa de su debilidad hubiera abandonado su puesto cuando más falta hacía. El primer ministro, al ver al Rey Absoluto, asió un pequeño mando a distancia negro con cuatro luces intermitentes y un botón que ponía en marcha el sistema hidráulico de su moderno lecho, tras lo que su cuerpo se elevó majestuoso, más y más, hasta quedar sentado. El espectáculo era aterrador: el hombre resecado parecía un faraón muerto tiempo atrás que de pronto se levantaba de su sarcófago para dar a sus súbditos una última orden decisiva, y ni las secretarias ni el ministro nacional del umbral de la puerta supieron qué decir.

—Adelante —susurró el faraón con indulgencia.

En aquella postura sentada, el primer ministro podía mirar por las ventanas del oeste, y así mantener su control sobre el palacio de Christiansborg y los tejados y torres de la ciudad, y en aquel momento estaba erguido, con su camisa de seda color alabastro con amplias mangas cortas y el monograma de la Presidencia de Gobierno bordado en el bolsillo del pecho, y asintió en silencio a su mano derecha sin sonreír.

—Es un hermoso lugar para morir —hizo saber. Solo esas seis palabras, que sonaban como un resuello a punto de detenerse.

Ole Almind-Enevold no tuvo imaginación para responderle; el día no podía haber empezado peor.

—Ese anhelo se apoderará también de ti un día, y creo que es un rasgo distintivo del verdadero estadista.

En aquel momento el Rey Absoluto no supo si el Jefe estaba de broma, o si la Muerte había aparcado de una vez por todas su irrevocable sombra en el alma del primer ministro.

—Vi el reportaje de Channel DK sobre Orla Berntsen —continuó el moribundo, esta vez con un ronco susurro y con un repentino tono ominoso que no desvelaba la menor tristeza—. Decían que te habías sacado de la manga una historia falsa para que este ministerio cargara con la culpa, pero eso es pura invención, por supuesto.

El ministro nacional vio en el mismo instante la condena reflejada en los ojos del moribundo jefe de Gobierno. Y la rabia. Lo sabía todo.

—Por supuesto —replicó.

—Debes decir al Catedrático que ese tipo de mentiras son inaceptables. Y encima en televisión…

Ole Almind-Enevold asintió con la cabeza. Su traición no podía justificarse, se dio cuenta al instante. Agachó la cabeza como rezando, pero estaba lleno de una furia que no se atrevía a mostrar.

Como para recalcar sus restos de terca vitalidad, el primer ministro dijo después:

—Pero ¿qué ocurre, entonces, con ese chico tamil? ¿Vas a cargar otra vez con el caso?

—No, no, no. Ese caso está muerto y enterrado —aseguró el ministro nacional, y se arrepintió al instante de las palabras escogidas.

—¿El caso del tamil y el asunto Kongslund… están relacionados de alguna manera…?

La pregunta era tan venenosa que podría ser la precursora de una última maniobra estratégica: «Por desgracia, el ministro nacional ha declinado ser mi sucesor en el puesto, aduciendo motivos personales…».

Ole Almind-Enevold notó su desesperación como si fuera una lengua de fuego en una garganta reseca.

—De ninguna manera —respondió, pero tuvo un acceso de tos antes de poder continuar—. No son más que dos crisis que han coincidido en el tiempo.

De pronto, el primer ministro le guiñó el ojo, casi como un gesto jocoso, pero su mirada era torva y siniestra. Luego apretó de nuevo la pequeña consola con cuatro lucecitas, y oyó el sistema hidráulico bajando su cabecera hasta la posición horizontal. Un delgado hilillo sanguinolento bajaba desde su comisura izquierda hacia la garganta, como si algo en su interior hubiera entrado en descomposición mientras hablaba, y la raya de sangre hacía que su boca pareciera sonreír un poco.

Después hubo reunión de urgencia en el Palacio.

El Hombre de Grauballe y el Curandero estaban delante de su ministro —al principio en silencio, pero con todos los músculos tensos, como ante una huida inmediata—, mientras miraban la lluvia fina del exterior. El arcoíris nunca había lucido tan bello sobre la cabeza erguida de la serpiente, con sus matices verdes, amarillos y azules, y los dos asesores del ministro nunca habían estado tan desorientados. Primero llegaron noticias de Sri Lanka en el sentido de que dos periodistas daneses habían viajado a Colombo para buscar al chico tamil, que lo más seguro es que estuviese en alguna cámara de tortura estatal; luego el ministro volvió de su audiencia con el jefe de Gobierno, que se había atrincherado en el despacho que llevaban tanto tiempo esperando ocupar. Furioso.

El Curandero, que esperaba ascender a jefe de Gabinete tras la repentina caída desde las alturas de Orla Berntsen, trató de hacer un análisis breve y tranquilizador.

—No hay noticia que interese a la gente durante más de dos días, a lo sumo tres… Enseguida las relevan otras noticias de interés.

Nadie supo si hablaba del asunto Kongslund o del chico tamil; o de ambas cosas a la vez.

Se oyó un débil murmullo ronco procedente del otro lado de la mesa. Era el Hombre de Grauballe, pensando en voz alta en el último instante de su carrera.

—Sí, claro, debimos tomar nuestras decisiones según las indicaciones políticas recibidas y el ambiente político que percibíamos.

Sonó como si se estuviera entrenando para su defensa ante el tribunal investigador que veía ante sí, mientras las visiones de su ocio futuro casi habían desaparecido tras el arcoíris. El subsecretario entrado en años estaba ante su acusador.

—No te preocupes —lo tranquilizó el Curandero en voz demasiado alta—. Nadie de aquí ha hecho nada malo, y el atractivo que pueda tener la historia para la gente es muy limitado. Un chico que nadie conoce… —de pronto echó a reír—… y que nadie sabe de dónde viene… ¡Eso no tiene mucha chicha para los peces gordos mediáticos!

—¿Chicha…? —El subsecretario sopesó la palabra y palideció más. No entendía el lenguaje que los jóvenes pero poderosos asesores habían introducido en el ministerio.

A última hora de la tarde, el chofer preferido del ministro nacional, Lars Laursen, llevó al ministro al norte de Selandia en solo cuarenta minutos, y llevó su maletín al interior de la casa de veraneo, tras lo cual fue a pasar la noche en el hotel local. En aquel momento el ministro estaba en la terraza con sus dos invitados, observando la ruta roja del sol en el estrecho de Kattegat, y el espectáculo, por alguna razón, volvió a hacerlo pensar en el sistema hidráulico de la enorme cama del primer ministro. Los altos funcionarios ya habían empezado a chismorrear sobre la grotesca situación, cuyos ecos pronto trascenderían a la prensa; pero no iba a llevar a ninguna crisis, porque los comentaristas políticos caerían sin duda en la tentación de elogiar la firmeza histórica del hombre: ¡el robusto padre de la nación que estuvo al pie del cañón hasta el último día! Los relatos nacionales perfectos se hacían con ese tipo de material. Lo que fuera a hacer en el puesto no significaba gran cosa en aquel contexto y en aquella perspectiva dramática. La política danesa, a la hora de la verdad, no estaba impulsada por una aburrida actividad intelectual. Al contrario, había acción y decisión en ráfagas ultracortas.

El ministro nacional resumió para sus invitados el absurdo espectáculo de la cama hidráulica, y se quedaron conmocionados por el país, pero sobre todo por ellos mismos. El triunvirato debía tomar nuevas decisiones. Aquel moribundo bien podría convertirse en una amenaza para ellos.

Pero su anfitrión insistió en que había otras señales de peligro ante las que debían definir su actitud.

—Acabo de leer lo del excomisario ahogado, en la web de Fri Weekend —informó Ole Almind-Enevold—. A mí me parece un poco…

Quería haber dicho «inquietante», pero Carl Malle lo interrumpió de inmediato.

—No hay razón para preocuparse, Ole. No hay nadie que pueda relacionarlo con nada… ni con nadie —explicó el policía jubilado—. Un vejestorio que se cae al agua y se ahoga. Paf. Se acabó.

Las últimas palabras sonaron con una considerable carga de cinismo.

—Pero fue él quien encontró las señales de las que hablabas… durante la investigación de la mujer muerta de la playa. ¿Es posible que no se lo haya contado a nadie?

La pregunta difícilmente podría haberse formulado de manera más vaga, y de inmediato atrajo el interés del otro invitado.

—¿Señales…? —preguntó el Catedrático—. ¿Qué mujer muerta?

Había estado picoteando el ciervo que la esposa del ministro nacional había servido con salsa de caza picante, arándonos rojos y gelatina de grosella. Lykke los acompañó comiendo en silencio durante cinco o seis minutos, y luego abandonó la mesa sin que los demás se dieran cuenta.

Carl Malle dirigió una mirada de advertencia al hombre que había hecho recados muy peligrosos durante la guerra para sus compañeros de la resistencia de más edad; pero el ministro no se dejó amilanar. Sin prestar la menor atención al Catedrático de la televisión, habló solo a su antiguo compañero de lucha.

—Hay algo en aquellas señales… en aquellos accesorios… que no me gusta, Carl. Simbolizaban algo. Algo nauseabundo.

Miró al frente en la penumbra y tomó un trago del borgoña que acompañaba a la carne, sin disfrutar ninguna de las dos cosas.

—Sí, Ole, esa es la palabra apropiada: nauseabundo —dijo Carl Malle—. O tal vez solo sea una casualidad. Una vieja novela de ciencia ficción…, un pedazo de cuerda…, una mujer que se destroza el ojo…

Miró hacia el agua oscura, en la que los desgraciados marinos de los viejos tiempos ponían rumbo hacia la Costa del Infierno.

—Por mucho que lo intento, no consigo ver la relación.

—No olvides el canario —observó el ministro. Por un momento, pareció haberse tragado uno.

Luego se sacudió el desagrado con un marcado esfuerzo y se volvió hacia el Catedrático, que escuchaba boquiabierto la extraña conversación. Era un espectáculo fuera de lo normal. Todavía reinaba todopoderoso en su achacoso imperio televisivo, pero esa posición podría llegar a su fin muy rápido si los propietarios norteamericanos decidían sacrificar su experimento danés, bastante tocado del ala.

—¿Por qué no cortaste de cuajo hace mucho todas esas historias sobre Kongslund? ¿Peter Trøst y sus estúpidas revelaciones…? —preguntó el ministro.

—Porque Peter Trøst me amenazó con ir a una cadena de la competencia con Berntsen, y eso habría sido una catástrofe mayor aún para todos nosotros. Habría destrozado Channel DK, y ninguno de nosotros habría sacado beneficio alguno.

El Catedrático hablaba en voz baja, como si alguien hubiera bajado el volumen, y eso no era nada habitual en él.

—Este asunto está enfermando a la gente…, a toda la gente. Es como si todo el mundo hiciera lo que le da la gana.

—Sí. Brindo por eso.

Carl Malle alzó su copa vacía, sarcástico.

—¿No es con lo que sueña todo el mundo? ¿Y no es eso lo que predicáis que debemos hacer, en la mejor franja horaria?

El Catedrático lo miró ceñudo, y un débil sonido gutural fue su única respuesta.

—Libérate de prejuicios —dijo Carl Malle, en alusión al nombre del nuevo programa-gala de los sábados, que iba a liberar a la nación de los últimos restos de hipocresía; el que el Catedrático, al amparo de las gruesas paredes del Sótano Conceptual, llamaba «la desgarradora melancolía humanística» de los daneses.

Había que dar salida a los prejuicios de la población, con la fuerza que reside de por sí en los prejuicios, y dirigirlos sin ninguna vergüenza a las zonas y grupos que antes había que tratar bien, a pesar de interferir en el progreso: los improductivos, los inadaptados, los diferentes, los vanguardistas, los provocadores… y, por supuesto, los transeúntes, además de todos aquellos a quienes la gente, por muy buenas razones, tiene controlados. Deberían enfrentarse en un paisaje abierto, en el estudio de televisión, cara a cara. «¡Va a ser un liberarse de la tolerancia! —había gritado el Catedrático a sus leones antes de partir a casa del ministro nacional, añadiendo—: Vamos a presenciar un nuevo modo de comprender el mundo, un nuevo orden mundial, ¡una nueva persona!». El más joven de los Leones fue el único que no rugió de expectación, y dijo: «Pero ¿la tolerancia no es uno de los pilares de la democracia?», y el Catedrático dijo entre dientes: «¿No es acaso más antidemocrático reprimir el debate y mantener un tabú porque nadie se atreve a hablar de lo que realmente se mueve?», y el joven no tuvo respuesta para ello.

El ministro nacional sirvió vino en las copas de los tres hombres. Durante las guerras populares (lejos de las fronteras del país) y los grandes debates sobre terrorismo, islamismo y globalización, el Catedrático de la televisión y el Gobierno tuvieron un control pleno de la opinión pública, lo que trajo consigo votos en el parlamento y cifras de audiencias astronómicas. Pero aquello cambió poco a poco; era verdad que la gente seguía exigiendo ofertas rápidas, extremas, tanto en la televisión como en la política, pero al mismo tiempo estaba inquieta, como golpeada en la frente por el gran bate de béisbol del Aburrimiento, y muchos zapeaban sin descanso entre una cantidad cada vez mayor de productos de descuento hechos en un visto y no visto, tanto en la televisión como en la política, lo que estaba llevando a la locura a los Leones Conceptuales y también a los asesores. Al final recurrieron a la ambición, que debía ser la fuerza motriz del país en un mundo globalizado, y para miles de antiguos rebeldes juveniles y socialistas descafeinados fue un alivio colosal ajustar las cuentas con las aberraciones de tiempos pasados acerca de la igualdad y con el desagrado natural de barrer para casa. Channel DK les dio ánimos para liberar sus impulsos ocultos.

Y pese a todo, las audiencias seguían bajando.

En lo alto de la residencia veraniega del ministro nacional, el Catedrático dijo:

—Ole, eres el único en este país que puede asumir el cargo de primer ministro.

El futuro de Channel DK dependía de favores que después había que pagar.

—Me ocuparé de que mis periodistas pongan toda su energía crítica en contra de esa vergüenza…

Se refería al padre de la patria en la cama hidráulica.

Carl Malle se inclinó sobre la mesa. Nunca le había gustado aquel engreído de la televisión.

—Es extraño, Bjørn. Tu cadena de televisión no hace más que rendir homenaje a la juventud eterna y la belleza eterna, pero cuando se trata del más alto cargo del país, prefieres a un…

Se detuvo antes de decir «anciano», pero la palabra quedó flotando en el aire, y la impertinencia demostró lo importante que era Malle aquellos días para la supervivencia del ministro nacional.

El Catedrático hundió la cabeza más aún entre los hombros.

—Es distinto, Carl. Los jóvenes adoran los sueños… y los jóvenes modernos tratan de comprarlos. Sin ellos, no venderíamos anuncios. Pero el poder nunca es joven. Los soñadores nunca pueden conquistarlo. —El Catedrático alzó la vista, ceñudo—. El poder es tan viejo como queramos que sea, y a la gente le da lo mismo, siempre que mantengamos a distancia el aburrimiento y el miedo al futuro. Mis herramientas son la seducción y la inspiración; las vuestras, la vigilancia y el control. Pero nuestro objetivo último es el mismo.

El Catedrático se levantó. Las alusiones a la bajada de audiencia hacían mella en él. El ministro nacional llamó a su chofer al hotel; y aunque se había hecho tarde, casi medianoche, apareció con el coche ministerial de color azul real para llevar al Catedrático de vuelta al palacio televisivo.

Cuando se marchó, Almind-Enevold dio rienda suelta a su inquietud.

—Tenemos que hablar con más padres adoptivos, Carl.

El antiguo policía estaba sentado como una sombra inmóvil a la luz de la lámpara de aceite que Lykke había colocado en la mesa de la terraza en completo silencio. Sacudió la cabeza.

—Como sabes, no le saqué nada a Christoffersen, nada de nada. No tienen ni puta idea de hasta dónde llegó Asger. Creo que ninguno de ellos lo sabe, y también eso puede ser peligroso: llamamos la atención. También tenemos otro problema…

Carl Malle calló, como si buscara las palabras de un mensaje tétrico.

A pesar de la débil luz de las estrellas sobre el estrecho de Kattegat, fue evidente que el ministro nacional se puso algo más pálido.

El expolicía volvió a inclinarse sobre la amplia mesa.

—Hay una mujer en Jutlandia que sostiene que sabe algo del hogar infantil; de Kongslund. Parece ser que adoptó a un hijo en unas circunstancias muy extrañas, un chico que le entregaron con la mayor discreción gracias a Kongslund, pero fuera de los canales normales.

—¿Un chico?

—Sí, pero cinco años más tarde que el año que nos interesa —respondió Carl Malle, quien por la misma razón no creyó necesario mencionar el nombre de la mujer ni del hijo adoptivo. El desarrollo de los acontecimientos le parecía extraño, pero aquella noche, en la Costa del Infierno, no veía la relación que pudiera tener aquello con el ministro nacional.

Cuando se piensa en la inmensa fama del antiguo subdirector de la Policía como el mejor solucionador de problemas del país, tanto como alto cargo de la Policía como en la rama discreta a la que pertenecía ahora, el Destino debe de haberse inclinado sobre la barandilla de la hermosa terraza y depositado su dedo en los labios de quien hablaba. Él debería haber reaccionado ante el contacto, debería haberse olido una traición y percibido el peligro. Fue un error decisivo, y en el asunto Kongslund ese tipo de ocultación había resultado hasta el momento ser letal.

El político experimentado, desde el otro lado de la mesa, no deseaba saber más detalles sobre otro misterio que tal vez fuera a ser una carga para él en el futuro, así que saltó sin más a la pregunta central:

—¿Es peligrosa para nosotros? —preguntó.

—Se ha puesto en contacto con Knud Tåsing.

—¡Ah…! —La exclamación del ministro fue en voz baja. Por lo visto, la confrontación era inevitable. Una vez más.

—¿Cómo lo sabes?

Carl Malle se encogió de hombros.

—Escuchas —resumió.

El tono de la respuesta significaba: «Me has dado carta blanca».