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LOS NIÑOS DE KONGSLUND

24 de junio de 2008

Por aquellos días el hundimiento se aceleró. Se extendió desde el ministerio hasta la Casa de la Prensa y la cadena de televisión y, por supuesto, hasta Kongslund. No había vuelta de hoja para ninguno de nosotros.

Magdalene dijo una vez que los niños de la Sala de los Elefantes, ya desde recién nacidos, hablaban un lenguaje que ningún adulto podía oír, porque existía en un espacio en el que las ideas y las palabras no se habían formado aún. Me dijo que era un talento que estaba condicionado por la oscuridad absoluta: «El abandono fue la primera sensación que compartisteis, y la información sobre ese estado pasaba sin obstáculo entre vosotros, de cama en cama. Después hablabais del miedo y de luchar contra ese miedo, y puede ser que un buen día dejarais pasar también la rabia entre las Tinieblas, aunque, claro, podría ser peligroso en una estancia tan pequeña…».

Después se reía de mi extrañeza y decía: «Marie, recuerda que los niños pequeños tienen en su interior todo lo que van a perder cuando sean adultos: la aceptación total de las Tinieblas y de todos los seres que habitan en ellas».

Los vivos se aferran a la vida. A los no nacidos no los dejan vivir.

El ministro se refería a la vez a su primer ministro y al proyecto por el que había luchado durante toda su vida adulta.

La observación podría haberse considerado cínica, si no fuera porque los dos únicos presentes conocían tan bien el estilo.

Era esa forma directa la que había fascinado a la población danesa, y la que por esa misma razón fue la característica del Rey Absoluto del Ministerio Nacional desde la legendaria victoria electoral de 2001.

Aquel día de San Juan de 2008, el ministro nacional se enfrentaba a la materialización de la única verdadera ambición de su existencia adulta: el poder de la nación. En su cajón estaba la agenda que había elaborado para su primer período de Gobierno, y en primer lugar se encontraba la proposición de ley que iba a marcar el Nuevo Comienzo: «Proposición de ley para precisar la posibilidad de aborto libre para mujeres danesas».

Las líneas fundamentales de la ley estaban marcadas tiempo atrás, y se encontraban en los estatutos de la asociación ANV —Acceso de los Niños a la Vida—, fundada por el ministro nacional y una larga lista de los principales luchadores de primera línea por la Bondad de Corazón, a fin de establecer unos principios humanitarios inalienables: todos los niños daneses debían empezar la vida de la mejor manera posible; a ningún niño danés se le debía impedir la mayor felicidad posible. Ese principio, claro está, debería extenderse y aplicarse a todos los niños por nacer, porque la protección de la Vida debería, en un país cristiano como Dinamarca, aplicarse a los fetos mudos, y todos los luchadores por los derechos humanos debían por fin manifestarse de acuerdo.

La barbarie iba a terminar de una vez por todas.

Magna entró en la asociación debido a la relación de Kongslund con el poderoso político, e incluso aceptó que la incluyeran en la junta directiva de ANV. Pero creo que ella ya sabía cómo odiaba Almind-Enevold la infertilidad de su mujer, que fue sin discusión la tragedia de su vida. Era la causa de que elevara la falta de familia a la categoría de tragedia en la vida de todos.

Por consideración hacia los movimientos de base y las mujeres más rebeldes del partido, a lo largo de los años, Ole formuló sus objetivos con expresiones convenientemente vagas, y en su quehacer político fue endureciendo el tono de manera gradual, al mismo ritmo en que aumentaba su poder. Primero recomendó rebajar el límite para abortar desde las doce semanas hasta diez semanas, después, de diez a ocho, y en la propuesta secreta del cajón, había dado el paso de la octava semana a la sexta; pero, cuando el pañuelo del primer ministro quedó manchado de rojo de forma crónica, borró el seis y escribió un cuatro en su lugar, y volvería a corregirlo otra vez, hasta la prohibición total, que debería aplicarse a todas, excepto las pocas que pudieran demostrar un peligro claro e innegable. Y, al igual que en los casos de asilo, la mayoría de alegaciones de temor justificado serían rechazadas por falta de pruebas tangibles.

Aquella mañana, el ministro nacional había leído un artículo sobre unas nuevas píldoras del día después para chicas adolescentes de vida ligera, y la lectura lo puso furioso.

—Cuando llegue la hora, devolveremos a todos los niños daneses el derecho a la vida, sin excepción —afirmó—. Y prohibiremos todos esos preparados que matan a fetos.

Estaba de pie junto a la ventana, de espaldas a sus dos visitantes, como tenía por costumbre, y observó a dos asistentes sentadas en el banco de granito del patio del ministerio, mientras almorzaban.

—¿Vamos a prohibir también los condones?

La pregunta procedía de Carl Malle.

Por un momento, la rabia del ministro perdió el rumbo. Se volvió hacia sus visitantes.

—Si vale de algo.

—¿Si vale de algo…? —Era Carl Malle otra vez.

—Sí, si aumenta la natalidad. Sí…, la natalidad, que va de la mano con nuestro proyecto de bienestar. Cuando las danesas den a luz más niños, prometemos a cambio que no volverán a vivir en la degradante humillación de las mujeres que debieron entregar a sus hijos en adopción a…

Se detuvo.

—A Kongslund.

Fue Orla Berntsen quien pronunció el nombre en voz alta. Estaba sentado en el sofá del ministro y, por alguna razón, había dejado sus caras gafas de moda en un cenicero vacío que tenía delante. Quizá aquella mañana no quisiera percibir el mundo más de lo necesario.

Carl Malle se encogió de hombros y cambió de tema.

—Como sabes, envié a un par de hombres a Australia, para seguir la pista del paquete y de Eva. Y ha sido muy difícil. De hecho, imposible —concluyó.

El ministro nacional dio la vuelta al escritorio de abedul y se sentó sin prisa.

—¿Sí…?

—No está allí. Al menos, no con ninguno de los nombres con que la conocemos. O, si no, es que… ya no está. Todas las pistas que han encontrado apuntan a que salió del país, hace mucho tiempo.

No necesitaba decir más. El significado de la inquietante información era algo que los dos hombres querían por encima de todo ocultar a Orla Berntsen. No sabía nada de un comisario de policía meticuloso que hacía mucho tiempo encontró una mujer misteriosa, que no podía olvidar, muerta en la playa junto a Kongslund.

Ole Almind-Enevold agachó la cabeza. Podría haber sido un gesto de humildad. Pero el Rey nunca pecaba de humilde. Era una pregunta casi desesperada, no formulada.

Carl Malle dijo:

—Bien… Entonces, puede que esté muerta, como decíamos.

Carl Malle hizo un débil gesto de advertencia hacia Orla, y el ministro lo entendió. Se levantó y se dirigió al sofá tapizado con el terciopelo ministerial, gris a rayas finas, que el Hombre de Grauballe había elegido para su propio despacho y para el del ministro.

—Enhorabuena —felicitó a su jefe de Gabinete.

—¿Enhorabuena…?

—Sí. Por el chico tamil que has devuelto a Sri Lanka. Lo han denigrado a base de bien. En la prensa estamos ya home free

Era una expresión norteamericana de las que el Curandero había propagado en el ministerio.

Orla no dijo nada.

—Según Channel DK, el chaval era el centro de una red tamil mafiosa que lo utilizaba para engañar a la opinión pública, sosteniendo que su vida corría peligro.

El ministro se regodeó con las últimas palabras.

—En la opinión pública debería surgir una exigencia de piedad. En adelante los demandantes de asilo iban a ser tan compadecidos que las puertas se abrirían… Pero se ha desbaratado. La prensa ha recibido información de un fax anónimo, enviado al primer ministro por un refugiado de Sri Lanka, que lo describe todo. Y sí, es un escándalo.

El Rey Absoluto alzó el tono de voz:

—Es ese tipo concreto de fraude lo que debemos detener, porque incluso este Gobierno ha sido demasiado blando. Es justo eso lo que otorga legitimidad a este ministerio.

Ninguno de los otros dos hombres dijo nada. Había sido un plan pensado por Orla de arriba abajo, y no correspondía a la realidad; pero era un matiz que el ministro nacional casi había borrado de su memoria.

—Nos basta un par de ejemplos así cada año, entonces…

El Rey Absoluto buscó palabras para terminar la frase, pero lo interrumpieron antes de que pudiera continuar.

—¡Pero si todo es mentira! —exclamó Orla Berntsen. La frase llegó tan de pronto y sonó tan infantil e ingenua que todos se quedaron un rato paralizados. También Orla.

—Es que hablé con él —explicó el jefe de Gabinete, ahora con un tono más contenido, aunque, claro, era demasiado tarde, y alargó la mano hacia sus gafas, que estaban en el cenicero.

Los otros dos hombres se quedaron mirándolo. Ninguno dijo nada.

—Estuve con él, y no había nada extraño en el chaval, nunca ha sido parte de una red.

Se puso las gafas de nuevo.

—No, deberías ser el primero en saberlo.

El ministro nacional salió por un momento de su papel, y de pronto pareció que fuera a echarse a reír como un histérico.

—Había que echarlo, ¿no? No era más que una carta trivial en nuestro juego. Había que echarlo.

—¿Echarlo?

—Sí. Esa es nuestra filosofía, ¿no? Tu filosofía.

Orla Berntsen sacudió la cabeza.

—Pero no hay ninguna diferencia; en realidad, no.

Se levantó.

—¿Ninguna diferencia… en qué? —El ministro estaba estupefacto.

—Entre ellos: entre el chico de Sri Lanka… y el niño adoptivo John Bjergstrand.

El ministro sacudió la cabeza. Carl Malle sonrió, como si hubiera entendido a su manera la imprecisa frase del alto funcionario.

—Porque tú eres su padre, ¿verdad?

El Rey Absoluto miró incrédulo al chico que nunca había tenido un padre. Abrió la boca para hablar. Pero no emitió ningún sonido.

—Bajad la voz. —Carl Malle se había levantado—. ¡Siéntate, Orla!

Sonó como si estuviera hablando a un perro.

Pero Orla Berntsen, por primera vez en su vida, no hizo caso al enorme policía.

—Eres su padre, y eso significa algo especial para ti, pero todos los demás pueden irse al carajo, que es lo que hacen…, lo que han hecho toda tu vida.

Se dirigió a la puerta y la abrió.

Carl Malle seguía de pie, pero no hizo ademán de detenerlo. Volvió a parecer que el expolicía se divertía.

—Me voy —anunció Orla, con un último resto de etiqueta formal, del todo superflua.

El jefe de Gabinete del Ministerio Nacional apenas levantó una brisa en la estancia cuando la puerta se cerró tras él. Fue una maniobra por la que la Mosca lo habría felicitado, si alguna vez hubiera tenido la oportunidad. Pero no la tuvo. Orla Berntsen abandonó el despacho, su ministerio y toda su cómoda vida por última vez.

Desde luego, es preocupante.

La frente del Catedrático, desproporcionadamente ancha y brillante como una pantalla de plasma justo antes de que irrumpa la imagen, estaba iluminada de azul.

—Es como si todo se hundiera, como si todos pusieran todo en entredicho. Pero ¿para qué sirve?

Respondió él mismo, para asegurarse de que no hubiera ninguna respuesta estúpida:

—Para nada.

—Pero él ha decidido desvelar un complot en el órgano supremo del Estado —explicó Peter Trøst. Saboreó la palabra desvelar. Valía para abatir buitres; el Catedrático debió de oír pasar el proyectil cerca de su frente azul, porque se hundió de nuevo, rígido, casi paralizado, en la silla.

—Orla Berntsen recibió la orden de manipularnos, y fue lo que hizo; pero ahora se ha arrepentido —comentó la estrella de la televisión.

—Eres tonto, Trøst. Nos está manipulando…, en este momento.

—Pero ¿por qué? ¿Por qué había de hacerlo?

—Si ha mentido una vez, puede volver a hacerlo; entonces ¿cuál de las dos veces decía la verdad?

La lógica de esta frase hizo que la silueta del buitre estirase, triunfal, el cuello en la silla del presidente, en el noveno piso del Cigarro.

—Por supuesto que tiene derecho a llamarnos. Y me parece bien que lo escuches, aunque creo que deberías haber preguntado enseguida al ministro si el hombre es responsable de sus actos. Pero no va a aparecer en pantalla con ese chisme cuando hay pruebas de que es un mentiroso de tomo y lomo. Porque una de las dos historias es mentira, está claro, luego no puedes fiarte de ninguna de ellas. Con tu historial, deberías entenderlo mejor que nadie.

Peter Trøst sintió calor en el plexo solar, como si lo acariciaran unos dedos suaves. Observó extrañado que lo invadía una sensación de bienestar durante los segundos en que se dio cuenta de que sus puertas para una existencia futura en el Gran Cigarro estaban cerradas. Se encontraba indefenso ante el anciano que le había dado toda su carrera televisiva y le había quitado todo lo demás. Debería haberse marchado hacía tiempo. Pero ya no sabía lo que pensaba nadie, ni cómo se vivía la vida fuera del palacio televisivo; no sabía ni cómo hablaba la gente fuera de un estudio de televisión; no sabía ni cómo hablaba él sin un apuntador óptico que limitase sus mensajes a las palabras escritas de antemano en una pantalla. Tras su tercer divorcio, no quiso ir a casa, y anduvo al volante por las carreteras secundarias de Selandia, mirando las casas de todos aquellos pueblecitos que normalmente lo aterrorizaban en la vida cotidiana tanto a él como a sus compañeros. Gøderup, Osted, Borup… Fue la conciencia de esos enclaves de vida en salas de estar y cocinas, la que al final sacudió los cimientos de su autoconfianza. ¿Qué hacía la gente cuando no veía la televisión?

Peter Trøst no tenía ni idea.

Aquella mañana terminaron la reunión en el Espacio Conceptual del sótano cantando el salmo «Siempre confiado al caminar», y los cinco impetuosos leones conceptuales tararearon los versos junto a sus monstruosas botellas de coca-cola sin protestar, como tampoco protestaban ante las ideas más extrañas. El Catedrático había presentado el concepto marco para una nueva serie de programas que argumentaban a favor de la revocación del derecho a voto para todos los miembros improductivos de la sociedad: desempleados, clientes de programas de bienestar social y receptores de prestaciones para la integración.

—Pero el derecho a voto ¿no es uno de los pilares de la democracia? —objetó el más joven, en un arranque de valor.

—¿No es acaso más antidemocrático suprimir el debate y mantener un tabú? —fue lo que dijo el Catedrático entre dientes. Y el joven león se encogió, asustado.

—No va a haber ningún desmentido en la historia del tamil, Trøst —aseguró el Catedrático—. Y Orla Berntsen es un hombre acabado.

—Ya. Ya lo he entendido.

Peter Trøst Jørgensen dio la vuelta y salió del despacho del presidente.

El presidente del consejo de administración de Channel DK se quedó solo ante la ventana panorámica que daba al suroeste, y escrutó lo que se había reflejado en la mirada de su estrella. No veía qué era. Solo unos grupos grises de casas en el aburrido hasta el infinito paisaje selandés y, en primerísimo plano, su propio reflejo.

Al final sacudió la cabeza, dándose por vencido, y el brillo fulgurante de su frente pareció llenar toda la estancia.

Asger Christoffersen durmió también la cuarta noche en la antigua habitación de Gerda Jensen, en el primer piso de la villa.

La estancia estaba amueblada con sobriedad, porque Gerda se había llevado casi todos sus enseres al jubilarse.

Quedaron un par de sillas, un pequeño sofá y una cama, y al principio Asger miró alrededor con un nerviosismo que no era típico de unos ojos que a diario medían y pesaban el cosmos sin encontrar nada anormal en él. Tal vez, tumbado de espaldas bajo las vigas del techo, sintiera que el inmenso tejado con dos torres y siete chimeneas apretaba con fuerza su frente con la fuerza de su simetría; o tal vez la casa le provocara claustrofobia, como les ocurre a los astrónomos cuando no tienen a la vista cientos de millones de galaxias en cuanto levantan la cabeza.

Di las buenas noches a Susanne en la habitación que había sido de Magna durante casi sesenta años, frente al despacho con todos los expedientes y cuadernos de anillas que exploré de niña.

El antiguo sofá-cama de palosanto de Magna estaba recién hecho, como si lo hubiera usado la noche anterior y siguiera en él, mirándome con fijeza. El grueso libro de cuero verde solía estar muchas noches sobre el edredón, y de niña me quedaba unos segundos más en la puerta, fascinada por sus valiosos secretos. Pero durante todos los años que vivió mi madre de acogida, y ahora, tras su muerte, también, mantuvo el Protocolo de Kongslund lejos del alcance de los demás, incluida yo. Nunca imaginé que el objetivo de los intentos de robo que sufrió Kongslund durante un tiempo fuera otro que aquel libro. Y en mi mente tampoco había duda alguna sobre la razón de que los ladrones al final se dieran por vencidos y se marcharan de Kongslund con las manos vacías. Magna era demasiado lista y demasiado paciente para ellos. Nunca anduvieron cerca de encontrar lo que buscaban.

Aquella noche estaba sentada junto a la ventana en la Habitación del Rey, mirando al estrecho, que aparecía brillante y sin el menor oleaje bajo las estrellas, mientras pensaba en el niño que no lográbamos encontrar.

«Marie, no existe ningún John Bjergstrand», me había dicho Gerda. Pero me mintió. Estaba segura.

La luna arrojó sus dardos plateados sobre la isla de Hven, y sentí una súbita necesidad de llorar; pero, en el preciso instante en que me levanté para acostarme, llamaron a la puerta de la Habitación del Rey; la puerta que me protegió de visitas durante décadas, pero ahora ya no.

De todas las personas del mundo, Asger era el único al que habría abierto. Y el que menos esperaba.

Se quedó un rato junto a la puerta, mirando la silla de ruedas vacía junto al secreter, pero no dijo nada. Se sentó con cuidado en mi silla Chippendale. Sus piernas se doblaron sobre la elegante estructura y desaparecieron como dos palos largos bajo el asiento.

Yo seguía de pie; en aquella postura era solo un poco más alta que él, y cruzamos las miradas, él por encima de su nariz afilada que siempre pugnaba por elevarse hacia otros cuerpos que no fueran terrenales.

—Nunca debiste enviar los anónimos —empezó.

—No. —Lo reconocí de plano.

—Echaste a rodar algo que debía haberse dejado en manos del Destino.

También Asger hablaba del Destino. Le había costado darse cuenta de que existían fuerzas más potentes que Nuestro Señor y la Ciencia.

—Sí —admití, obediente. La última vez que estuve tan cerca de Asger fue en el Sanatorio de la Costa, cuando sus padres lo abandonaron y me vio, pero de todas formas no me vio, porque estaba enamorado de Susanne. Vio lo que creyó que era una chica ciega, pero era él el que estaba ciego. Era una verdad de la que aún no se hacía cargo.

—Debemos mirar adelante —dijo. Estuvo a punto de decir: «Hacia arriba».

—¿Por qué te hiciste astrónomo?

Yo siempre había tenido la habilidad de hacer preguntas que estaban a años luz del tema, y de hablar sin escuchar a la gente.

Pero al parecer no le molestaba. Tampoco a él se le hacía extraña esa habilidad.

—¡Tú también tienes un telescopio! —exclamó, señalando el catalejo del rey que, como siempre, se apoyaba, oblicuo, en el brazo de la silla de ruedas—. Y veo que estás estudiando la interpretación que hace Stephen Hawking del horizonte de sucesos de los agujeros negros.

Dirigió la mirada hacia los escasos objetos de mi estantería.

—¿Buscas tal vez la Teoría del Todo? —No lo dijo con ironía.

Me habría gustado responderle, pero las palabras se me quedaron trabadas en la garganta.

Me levanté y bloqueé sus vistas a la estantería. Allí, encima de mis biblias astronómicas y los libros sobre la isla de Hven y el astrónomo Tycho Brahe, había un par de las novelas más famosas de Agatha Christie —Maldad bajo el sol y El asesinato de Roger Ackroyd—, que siempre me fascinaron, y no tenía ninguna gana de que Asger se diera cuenta.

—¿Verdad que sería fascinante que Bohr y Einstein pudieran unirse al fin? ¡Me refiero a sus teorías! —exclamó Severin.

Planteó la pregunta como si yo tuviera un conocimiento especial sobre las relaciones entre científicos muertos.

—Ya sabes que Einstein aseguraba que Dios no juega a los dados; creía en un destino racional, establecido para todos los seres vivos de la Tierra. Pero era una tremenda paradoja, porque si todo está establecido, ¿para qué queremos un dios? Entonces Dios se moriría de aburrimiento.

Busqué una sonrisa, pero no la había. ¿Me estaba comunicando algo simbólico?

—Según la teoría de Niels Bohr sobre la mecánica cuántica, todos los acontecimientos futuros son imprevisibles, y ni siquiera sabemos dónde están los dados. La persona no tiene acceso a un mundo racional en el que todo puede dirigirse y planificarse, aunque lo creamos. Niels Bohr abrió nuestra puerta a la libertad. Nos dio la posibilidad de elegir, y no solo eso: nos dio la posibilidad de escoger entre una interminable serie de opciones, lo que nos distingue para siempre de máquinas, ordenadores y robots. Es el concepto más importante de la historia de la humanidad.

Asger me confió esa valiosa información en un tono de voz tan exaltado que los cristales de sus gafas empezaban a empañarse. Yo me había sentado en la silla de ruedas sin decir nada, pero él no prestó atención.

—Si la visión del mundo de Einstein fuera cierta, el libre albedrío sería una ilusión, porque entonces todo estaría decidido de antemano, y en consecuencia el destino de todas las personas estaría vinculado a un orden de acontecimientos concreto, que en última instancia sería impasible e inmutable.

Hablaba casi como un libro de texto, y a mí no me apetecía hablar del Destino con nadie, aparte de conmigo misma.

—Pero si la visión del mundo de Bohr es la cierta, entonces existe una energía que nadie puede explicar, y que está fuera del alcance humano, para siempre.

—Amén —terminé, como para volver a poner a Dios sobre el tapete, y para que Asger pusiera los pies en el suelo. ¿El astrónomo larguirucho había venido para darme una lección sobre la Eternidad?

De pronto se puso en pie y levantó la silla de anticuario hasta ponerla a mi altura, y sus ojos se iluminaron con tal claridad que debí cerrar los míos. No había estado tan cerca de un hombre desde que el psicólogo de la pipa sin encender se sobresaltó, asustado, y salió de mi cuarto tan rápido como pudo.

Pero todavía olía la mezcla especial de lana y jabón perfumado que siempre asocié con hombres de gran inteligencia; porque así olía toda la guardia de académicos y psicólogos de Kongslund.

—Vamos, que la imprevisibilidad del mundo no es solo una alucinación de una máquina que aún no comprendemos —concluyó mi invitado, y yo pensé en la elección que efectué en su nombre cuando le di la dirección del matrimonio de la granja de Selandia, y de repente sentí vergüenza. Sin tener ni idea de la verdad, Asger había seguido el rumbo que yo le marqué, de un observatorio a otro, y al final hasta Kongslund, donde yo lo esperaba. Aquí, al final del camino, seguía creyendo que todo aquel viajar era solo resultado de una casualidad de mecánica cuántica que nadie había podido prever.

—Pero nunca vamos a descubrir esa teoría —le dije, como para castigarlo por mis actos turbios.

Se quedó un momento con la cabeza gacha, y luego cambió de tema una vez más.

—Imagina que fuéramos las últimas personas que pudieran apreciar un hermoso cuadro o un bello relato, mientras que todos los demás no veían más que un pedazo de papel con garabatos, sin tener ni idea de su significado. Ese ha sido siempre mi gran temor: que nuestro bienestar un buen día llegue a ahogarnos, que un día solo elijamos a políticos que nos prometan más y más riqueza, y al final olvidemos el espacio del que formamos parte.

Asger sonó de pronto tristísimo, pero me pareció también algo fantasioso. Debió de darse cuenta, porque no dijo más.

Al día siguiente paseamos por el jardín de Kongslund. Subimos la cuesta, bajo las doce hayas, y nos sentamos en el mismo banco donde el Rey Bueno solía descansar sus pies, y también su alma.

A través de la maleza señalé la villa blanca cuya fachada sur parecía fluir hacia nosotros por el mar de hayas.

—Ahí vivía mi amiga de cuando yo era pequeña —informé, y en aquel momento sentí una añoranza que no me había molestado durante años—. Se llamaba Magdalene.

—Magdalene.

Asger repitió el nombre con el mismo tono soñador con que habría dicho Andrómeda o El Cúmulo de Virgo. Y me alegré.

—Sí. Era espástica. Estaba atada a su silla de ruedas. No obstante, aprendió a escribir. Escribió doce diarios. Escribía una línea al día.

El astrónomo contempló las velas desplegadas por el estrecho.

—En sus diarios se lee cómo se construyó Kongslund. Ella conocía la historia por su abuelo paterno. Sus primeros habitantes fueron un famoso capitán de Marina y su mujer. Se apellidaban Olbers y no tenían familia —expliqué.

Asger escudriñó la zona de la isla de Hven, como hacíamos a menudo Magdalene y yo cuando hacía buen tiempo.

—Transmitían alegría y felicidad adondequiera que fuesen. Magdalene los describía como la pareja más amable de toda la zona.

Él seguía sin reaccionar. Quizá se había olvidado de mi presencia.

—Olbers descubría todo el tiempo nuevos métodos para mejorar el crecimiento de las plantas. Una vez Magdalene los encontró en la playa, ocupados en recoger algas, que empleaban como abono.

Se me escapó la risa y puse la mano en su brazo mientras repetía las palabras que Magdalene había escrito en su primer cuaderno, que me sabía de memoria:

—«Una mañana vi al capitán de Marina cavando afanoso agujeros en la cuesta. “¿Mucho trabajo, señor Olbers?”. “Sí —me respondió—, Planto verbenas, de la variedad Queen Victoria”. “Pero dígame, ¿qué son esas cosas extrañas que hay al lado?”. “Es mantequilla”, aseguró. “¿Mantequilla?”. “Sí; la tierra aquí es tan magra que meto un pedazo de mantequilla junto a las raíces”».

Volví a reír, pero Asger seguía sin apartar la mirada del cielo sobre Hven.

—Creo que Magdalene los quería tanto precisamente porque no tenían hijos, pero nunca mostraban el menor pesar o enfado por su destino —dije.

La amiga de mi vida nunca tuvo esperanzas de reproducirse en forma de algún hijo. Incluso si su cuerpo encogido hubiera podido engendrar un ser vigoroso y con aspecto de persona, ningún caballero se habría aventurado por el sendero de entrada para conocerla. Entonces me callé. Era como si el astrónomo no quisiera saber de la presencia de Magdalene.

De pronto, rodeó con su largo brazo mi hombro torcido, que se hundió tanto hacia el suelo que a punto estuvimos de perder el equilibrio y caer colina abajo, como el Rey Bueno aquel día de verano tan memorable de 1847.

—Magdalene ya no está —declaró Asger.

Me quedé tan cohibida que podrían haberme confundido con uno de los erizos enroscados en la maleza.

—Por eso estamos sentados aquí —continuó—. Ambos buscamos cosas que ya no existen, o que están demasiado lejos para que nadie las recuerde. Y me recuerdas a alguien que conocí.

Sin querer, me alejé un par de centímetros.

—Todos los niños de la Sala de los Elefantes estamos solos hoy, como lo estuvimos entonces, al principio. Tal vez haya en nosotros un miedo a atarnos a nadie. Creo que les pasa a muchos hijos adoptivos.

No dije nada. Yo no era hija adoptiva.

—He estado casado. Peter ha estado casado. Orla y Severin han estado casados. Tenemos hijos. Pero aun así todo se ha venido abajo.

—No es porque seáis adoptados, sino porque sois hombres —repliqué, sin tener la más remota idea del tema.

Sonrió.

—Todas las relaciones se rompen —continué.

—No todas.

—Todos los padres son egoístas. Al final desaparecen. Aunque deberían quedarse.

—Yo, al menos, ya sé dónde está mi madre de verdad —dijo—. Gracias a ti.

Me alejé más aún. Para que no oyera los latidos de mi corazón.

—A lo mejor es verdad que Orla no es adoptado —aventuró—. De hecho, vivía solo con su madre.

—Hay tantas historias…

—¿Historias?

—Orla Berntsen es un hombre extraño.

Fijé la mirada en Øresund para no encontrar la suya.

—Cualquiera diría que le tienes miedo, Marie.

Callé.

—Por Dios… No puedes tener miedo a un funcionario de carrera que es más seco que la mojama. Un abogado trepa que lleva una existencia gris en la que los días se suceden, idénticos.

Dirigió su mirada a lo lejos, hacia el estrecho azul, y soltó una risa breve.

—Orla Berntsen solo es peligroso para quienes considera elementos extraños. Y ahí puede decirse también que lleva mucha carga de casa. Porque él mismo es un extraño.

Volvió a reír.

Pero yo notaba que la inquietud aumentaba en el largo cuerpo que tenía al lado, y su risa me recordó a la de Magna cuando, de niña, le contaba las visiones que atormentaban mis sueños, de las que no sabían ni los psicólogos.

Por eso me daba cuenta de que Asger solo reía por mí. Ya no miraba hacia Øresund, y tampoco al cielo, sino dentro de su alma, y lo supe antes que él. Asger estaba tan aterrorizado como yo. Sabía como yo que había algo desconocido e inexplicable en el pasado que estábamos desenterrando, sin saber lo que pudiera deparar.

Al igual que yo, Asger maldecía la fuerza que nos atraía más y más al Ministerio Nacional y a los hombres que mandaban allí.

Ha pedaleado desde el ministerio a Bispebjerg, y de allí ha ido a Grønnemose Allé, que atraviesa el pantano de este a oeste.

Al llegar al gran prado, se ha metido entre los árboles y ha seguido el sendero a lo largo del arroyo, hasta el lugar donde un atardecer de verano los patos alzaron el vuelo por entre las copas de los árboles y marcaron el final de su infancia. Es como si el chillido del Lerdo siguiera flotando en el aire, mezclado con la risa que pertenece al mismo Demonio. El gigante herido entra chapoteando al arroyo, y el ojo, que ha salido de su cuenca, está en medio de una papilla de nenúfares medio podridos y de hojas, en la orilla. El gigante gira y gira en torno a sí, chapotea en el agua y brama hacia la orilla, como si una última protesta ante la Muerte pudiera sanar su herida mortal. Da unos traspiés, cegado, hacia la orilla, pero a medio camino se desploma y extiende un brazo hacia el mundo que ha abandonado, y ya no emite ningún sonido. El agujero de su rostro mira al cielo, el otro ojo está cerrado, y Orla siente el miedo que desde entonces nunca lo ha abandonado. Ve una y otra vez la mano saliendo disparada hacia el rostro risueño del Lerdo y la mancha blanca que voltea describiendo un amplio arco a la luz del crepúsculo, pero no ha visto ni fugazmente el rostro que hay tras la mano, ni en sueños ni en estados de trance a los que se abandona cada vez más. El segundo decisivo es el chillido en la oscuridad.

Al igual que entonces, sale corriendo entre los árboles y encuentra el puente sobre el cauce del arroyo, desde donde recorre en bicicleta los últimos ciento cincuenta metros hasta el barrio. Con la llave que lleva encima desde su niñez entra en el vestíbulo, y percibe de inmediato el olor de su madre, como si aún lo esperara sentada en la sala. Aunque pone las cosas en orden con regularidad, no ha tenido necesidad de hacer limpieza de la casa desde que ella murió. Por eso hay telarañas bajo el techo y a lo largo de las paredes, y las finas hilachas cuelgan en guirnaldas blanco-grisáceas, vibrando en la corriente de la puerta del jardín, que no cierra bien. Nunca lo ha hecho. Hay una capa de polvo de un milímetro sobre el alféizar interior, y una fina capa de polvo sobre la mesa del comedor, a la que lleva años sin sentarse. Come de pie en la cocina y luego se sienta en el sofá, desde donde puede observar a su madre a escondidas, de un lateral, sin que ella pueda ver su mirada y adivinar lo que piensa. Ella no puede verlo en el mundo real, claro, porque lleva siete años muerta y enterrada, pero de todas formas sigue pareciéndole más seguro sentarse en el rincón, a sus espaldas, donde siempre se ha sentado. Hunde la cabeza, pliega sus miembros en el cuerpo y desaparece, tal como le enseñó su madre a hacer en el barrio de casas adosadas, hace muchos años.

—¿Me has ocultado algo, como dice el señor Malle del número 16? —le pregunta a su madre.

El sonido de una voz, aunque sea la suya propia, es tranquilizador, tras la huida del pantano, pese a que la pregunta es una estupidez. Ella nunca ha deseado hablar del pasado.

—He prometido dar con la verdad —afirma, inclinándose hacia delante. Habla en voz algo más alta y con mayor obstinación.

Pero la sombra del sillón azul no reacciona.

—Entonces, voy a registrar la casa —hace saber. Nunca ha hablado tan enfadado a su madre, ni muerta ni cuando vivía. Luego se levanta y sube decidido las escaleras a su cuarto y se sienta en su cama. La cortina está ajada, con manchas claras de moho y vejez. Sobre la cabecera de la cama cuelga la imagen de una revista, del chico que lanza a su padre una pelota de playa color naranja, como siempre ha hecho. La pelota cuelga en el aire entre los dos y congela el momento, que nunca cambia. Orla el Feliz se recuesta en la cama bajo la fotografía, con los ojos cerrados, y piensa en los años en que añoró a un padre que nunca se mostró en carne y hueso. Hasta el día en que encontró la piedra enorme en el pantano no comprendió lo que debió de ocurrir, y fue una solución que no reconoció hasta su vida adulta que solo existía en los cuentos.

—No me parezco a ti —comentó una vez a su madre. Ella se quedó sentada, en silencio, como si Orla no hubiera dicho nada.

Orla el Adulto abre la puerta de la habitación de su madre, y el olor de su piel y de su camisón, que sigue en una silla, casi lo hace arrepentirse de su decisión. No ha estado en la habitación desde la noche en que Lucilla lo encontró y lo rescató de la oscuridad.

Está en la habitación y oye el viento en las copas de los árboles sobre su cabeza. Escucha atento, pero el sonido de la respiración de su madre ha desaparecido para siempre.

Poco después apaga de nuevo la luz y baja a la sala. Ella sigue aún sentada, como si nunca se hubiera marchado, entre los dos brazos azules del sillón, que encierran el mundo de los dos.

—Me persigues, Orla. También después de muerta —le reprocha.

Él la mira por detrás.

—Carl me ha pedido que busque pruebas.

Los pulgares de ella rozan con cuidado el brazo del sillón.

—Dile que ya no estoy aquí.

Y sus manos vuelven a ser jóvenes, como si nunca hubieran acariciado o pecado, y la náusea hace que Orla respire con rapidez mediante sonoras sorbidas de nariz. Los pulgares de ella se deslizan de lado a lado, describiendo pequeños círculos en el terciopelo, antes de detenerse y transformarse. Algo se abre en el interior de Orla; cae de rodillas, como si quisiera rezar una oración allí mismo, en el suelo, ante su madre, y el capullo azul de su interior debe de haberse roto en ese segundo, porque el chaparrón de palabras atraviesa su pecho y sale por su boca con un sonido como no ha oído nunca.

Formula la pregunta que Carl Malle le ha exigido hacer, unos días antes: «¡¿Eres realmente mi madre?!».

Ella se vuelve hacia él en el trono azul.

Entonces él grita, para ensordecer la respuesta de su madre, y algo cálido se desliza por su lengua y cae mentón abajo, mientras está arrodillado junto al sillón azul. Asombrado, oye una voz más en su cabeza, y piensa que se parece a la de Poul, llamándolo tras el asesinato del Lerdo en el pantano. Orla alza la vista, pero no es Poul.

En el sillón de su madre hay sentado un chico de once o doce años, con los brazos apoyados en los brazos azules del sillón, y en la piel de los brazos hay un largo rasguño rojo que va desde la muñeca hasta el codo. «Sabía perfectamente cómo hacer el corte, lo aprenden unos de otros». El vigilante del centro de asilo sacudió la cabeza. «No hay que compadecerse de ellos por nada del mundo. ¡Si no, todos empiezan a hacerlo!». El vigilante dirigió al jefe de Gabinete una mirada de advertencia. Habían encontrado con vida el exhausto cuerpo del chico gracias a que un psicólogo de la Cruz Roja decidió visitar la enfermería en el momento en que la vida iba consumiéndose. El resto de demandantes de asilo estaban aterrorizados y encogidos, como si dieran por bueno el método de huida elegido por el chico tamil, pero todavía no hubieran hecho acopio del suficiente valor para tomar la misma decisión. Orla miró con fijeza los cortes sangrientos de los antebrazos del chico, como si nunca hubiera visto ese tipo de cosas. «¡Es su manera de echarnos la culpa!». El vigilante se alzó de hombros. Pero aquí, en el salón de Orla, los ojos del chico ya no son castaños como los de sus antecesores, sino azules como los de Poul el día que mataron al hombre en el pantano, y parece algo absurdo sobre el fondo de la piel oscura, casi negra, con la que ha nacido el chico tamil. Orla está a punto de reír en voz alta. «Hala, así se estará callado». El vigilante puso un par de bridas de plástico en las muñecas dañadas, y luego lo llevaron al aeropuerto y lo metieron en un avión para Sri Lanka. «Ahora ya no puede causar más daño, ni a sí mismo ni a otros. El vigilante chasqueó la lengua, y otra voz dijo: “Solo cumplimos con nuestro deber”». Era su propia voz. Y, en circunstancias normales, esa conclusión habría parecido en el fondo tranquilizadora, pero en aquella ocasión algún ser invisible se había quedado en su interior para rasgarlo todo y destrozarlo.

Salta con un reflejo que es tan viejo como la propia humanidad, y huye al sótano de la casa adosada. Pasa muchas horas encogido en la oscuridad, y no divisa la pesada cómoda de roble donde su madre ha conservado viejos pañuelos, medias de nailon, broches y pendientes hasta que, hacia la medianoche, se atreve a encender la luz del techo. Abre el cajón superior, y bajo dos paquetes de medias encuentra un joyero marrón con cerradura dorada, para la que no tiene llave. Nunca lo había visto.

Lo baja a la cocina, donde encuentra un cuchillo para el pan, con el que fuerza la cerradura. Debajo de un par de pendientes azules y un collar de perlas con piedras también azules brillantes hay una fotografía amarillenta de un hombre que sonríe hacia la cámara. La foto no es mayor que un sello.

Orla la examina tras los gruesos cristales de sus gafas. La huele, y es el olor de su madre el que flota en el cartón rígido. El hombre se le hace vagamente familiar, con su cabello oscuro rizado, pero no recuerda con exactitud dónde lo ha visto. Que él supiera, nunca venían hombres a casa de su madre. Siente la conocida picazón en los dedos y tras los ojos, mientras se hunde poco a poco en el centro de las Tinieblas, pliega sus miembros y desaparece del mundo visible. Es muy importante que nadie lo toque y nadie lo vea.

Las manos de Orla se apoyan en los brazos azules del sillón. Están blandas y transparentes, sin la menor señal de las articulaciones de los dedos, que desde niño ha aprendido a estirar y hacer crujir. Sus dedos se deslizan silenciosos atrás y adelante sobre el terciopelo, pero algo lo molesta y hace que gire la cabeza. Hay un pájaro muerto en la terraza. Ve su silueta oscura sobre las baldosas, junto a la puerta de la terraza, y tiene aspecto de llevar bastante tiempo muerto. El pico está abierto y apunta al cielo, como si mantuviera una conversación seria con los poderes superiores responsables. Ha golpeado el cristal. Oye sus alas golpear contra el cristal en los últimos segundos.

Se oye otro golpe, y la luz vuelve en el mismo segundo.

Es Severin, que golpea la ventana grande. Orla mira alrededor, confuso. El joyero plano está volcado boca abajo sobre la alfombra, entre sillas rotas y cojines despanzurrados; en el interior de la estancia hay cortinas rasgadas y lámparas derribadas, y los cuadros de su madre con motivos de fiordos, bosques y molinos de viento en la marisma están fuera de sus marcos, desgarrados y echados por las esquinas. Un viento furioso parece haber azotado la vieja sala de su madre.

Un momento después, Severin está en la estancia, observando los destrozos. Orla no ve en ninguna parte la pequeña fotografía del hombre desconocido. Severin abre y cierra la boca, como si fuera él quien hubiera volado contra el cristal y yaciera, paralizado, sobre el embaldosado de la terraza.

—Vaya… Debo de haberme enfadado de verdad.

Orla oye su propia voz susurrar, pero no puede creer que esté diciendo algo tan absurdo.

El abogado lo mira sorprendido, y de pronto echa a reír. La risa le recuerda a Orla al joven Severin de Regensen, hace tanto tiempo, y los dos hombres están un buen rato en la sala destrozada, riendo en voz alta, como locos, hasta que se les acaba el aire de los pulmones.

Más tarde, Orla está sentado, rodeado de manchas húmedas de sangre y bilis que ha derramado durante la noche. El agua lo reúne todo en una corriente densa que discurre como una rayita oscura hacia la puerta del jardín y la terraza, y los dos abogados están sentados cerca uno del otro, rodeados de islas del terciopelo azul destrozada con el cuchillo del pan. Severin abraza con torpeza a su amigo, como pueden hacer los hombres alguna rara vez, cuando se ven sorprendidos por algo abrumador e imprevisible.

Es el primero en hablar.

—Acabo de decir a mis padres que dejo la abogacía. Ya me he cansado de ganar dinero de las desgracias de los demás, así que voy a viajar.

Vuelve a reír.

—Si pudiera hacerme misionero, sería feliz. Porque es verdad lo que siempre han dicho. Está en mi naturaleza. Menudo santurrón de los huevos estoy hecho. Pero hasta entonces voy a vivir con ellos. Va a ser exactamente igual que al principio.

—Pero ¿qué hay de Hasse?

La pregunta sale de la boca de Orla antes de que pueda pararla. Porque Hasse siempre ha vivido allí, antes, durante y después de la llegada de Severin, y mucho más tiempo que el propio Severin. Los dos lo saben.

Severin no deja que la indiscreta pregunta lo afecte.

—Les he dicho que voy a vivir en el cuarto de Hasse, así que van a tener que sacar sus cosas. Tampoco es una exigencia disparatada después de cuarenta y siete años.

El abogado vuelve a parecer a punto de romper en carcajadas.

Orla ve ante sí la bolsa de la compra rojo oscuro, destrozada, con las compras de la tienda, las últimas compras de Hasse.

—Y después les he hablado de Kjeld, porque me parecía que ya no había que ocultar nada. Les he contado que Hasse no desapareció de mi vida hasta que murió Kjeld. Probablemente porque me tenía miedo, pese a estar ya muerto. Se acordaban del día que Kjeld cabalgó por el pantano, aunque preferían no recordarlo.

Orla contempló al hombre que había sido su enemigo en el ámbito de los refugiados durante tres décadas. Para su gran asombro, rodeó con un brazo rígido el hombro de Severin. Si la Mosca hubiera visto a su jefe de Gabinete en aquel momento, sus saltones ojos negros se le habrían caído al suelo, y sin duda habría experimentado un ataque de pura perplejidad. Porque Orla Berntsen carecía de sentimientos, todo el país lo sabía. El alto funcionario y el abogado de refugiados, juntos y abrazados.

—Al final, mi madre me ha dicho que parecía cansado, y que como nadie iba a usar el cuarto de Hasse, podía ocuparlo y amueblarlo si quería. Por cierto, ¿qué había de malo en acordarse de él? Por supuesto que Hasse llevaba muchos años muerto, pero seguían queriéndolo, siempre lo habían querido, y estaría con ellos, con o sin cuarto. No tenía nada que reprocharme a mí mismo en relación con Kjeld, ha dicho mi madre; que se cayó de un caballo porque no sabía montar, y eso podría ocurrirle a cualquiera. Que mi padre estaba de acuerdo. Que aquel idiota de Kjeld se había caído, sin más. Y así se allanó el camino. Como ha sucedido siempre.

Sí, así son las madres, habría dicho Orla, pero en realidad no sabía cómo eran. Su madre nunca le dijo nada que tuviera verdadera importancia. Todas sus frases tenían que ver con la vida cotidiana y con los quehaceres prácticos corrientes. Ella nunca le habló de sus pensamientos ni de nada que tuviera relación con ellos.

O quizá lo había olvidado.

Severin giró la cabeza.

—Así son las madres —sentenció, sin saber lo que pensaba su amigo, y el dios de la Amistad y la Camaradería entró revoloteando en la estancia y volvió a hacer que echaran a reír, con las caras tan cerca que cualquiera habría dicho que eran amantes.

El jefe de Gabinete del Ministerio Nacional, que había sido el centro de un misterio irresoluble, que había destrozado su casa y quemado el último puente de su carrera, estaba sentado en el suelo, en casa de su madre, junto al peor enemigo de su ministerio, ambos riendo como descosidos. A veces las existencias están hechas de un material singular, frágil: de lejos parecen fortalezas inexpugnables, pero de pronto cae una mano de lo Alto y barre con todo, con los parapetos, con la sensatez y con la falsedad. Paf, todo cae. Y todos los buenos ríen, por una vez.

Søren Severin Nielsen estaba sentado en un montón de leña con pedazos de terciopelo azul intercalados.

—He preguntado a Erling y a Britt a ver si tenían la menor idea de quién era yo. Y ¿sabes qué han respondido? Que no, que nunca habían visto ni un documento extendido a mi nombre, o al de mi madre biológica. Que la directora les dijo que ya no tenía importancia. Así que, si un buen día quería saber de verdad quién soy…, o era, antes de ellos… nadie podría ayudarme. Así es. No sabemos quiénes somos, y casi seguro que lo preferimos así.

—Yo sí lo sé —cortó Orla—. Yo no soy adoptado.

Severin no le hizo caso, como si no hubiera abierto la boca, y dijo:

—Tenemos las mejores intenciones, y lo planificamos bien todo, pero olvidamos hacer lo único correcto cuando llega el momento. Así hemos sido, también como padres. Tú estás divorciado, yo estoy divorciado, Peter está divorciado, Asger está divorciado…

—Yo no estoy divorciado —se defendió Orla, con una determinación en la voz que no sabía explicar.

—… y todo lo que deberíamos haber aprendido de nuestra infancia, ya que teníamos mayor posibilidad de aprender que los demás, no lo aprendimos. En absoluto. Es una venganza.

Severin se sorbió la nariz.

—Britt y Erling me adoptaron; pero solo lo hicieron porque Hasse murió. En realidad, yo era Hasse, recién reparado.

Orla le dio una palmada en el hombro. Era posible que Severin siguiera creyendo que su sonrisa no existía, pero las lágrimas de sus ojos no podía ocultarlas. Orla Berntsen nunca había visto llorar a una persona tan de cerca. Su madre jamás derramó una sola lágrima, pese a tener más razones para ello que cualquiera, y Lucilla, de La Habana, se encargaba siempre de las hijas.

Severin sacudió la cabeza y se alzó de entre las ruinas. Estaba descalzo. Orla observó que las puntas de sus calcetines estaban agujereadas, como si sus numerosos casos perdidos le hubieran impedido durante años comprar ropa nueva.

—Vámonos. —Severin sorbió la nariz entre las lágrimas que había derramado por sí mismo.

Salieron de la casa de Orla y primero fueron al cementerio donde Orla Berntsen había quedado con Peter Trøst y un equipo de televisión. Los tres chicos de la Sala de los Elefantes estaban juntos bajo los álamos.

Se había hecho tarde, y había empezado a llover otra vez. Mi carta acerca del pasado había reunido por fin los destinos que nadie pensaba que pudieran unirse después de tanto tiempo.

Peter grabó un reportaje con la historia de Orla, con la lápida de su madre en forma de rectángulo nebuloso al fondo de la imagen.

No hay más hogar que este —dijo Inge Troest Jochumsen con la determinación característica de la esposa de un médico, que en su tiempo también soñó con hacerse médico.

Su hijo, que en un ataque de rebeldía revolucionaria había renegado en los años setenta del distinguido doble apellido, convirtiéndolo en el más popular de Trøst Jørgensen, contempló a las dos personas con quienes había compartido su hogar.

Estaban sentados bajo los radiadores eléctricos de la terraza a la luz del crepúsculo, y no abordó el tema hasta que llegó el postre, y el silencio se abatió sobre el gran jardín de la casa, el olmo parecía una sombra oscura contra el cielo y las nubes que cubrían el estrecho de Øresund adquirieron el rosa perfecto de los últimos rayos de sol.

Laust movía las piernas, nervioso, bajo la señorial mesa de roble, que estaba hecha para reuniones familiares mucho más concurridas, y donde dos parejas de abuelos decidieron, casi treinta y cinco años antes, la fecha para desvelar los verdaderos orígenes del niño adoptado. Después celebraron el logrado décimo tercer cumpleaños de su hijo, en el que todo lo que había estado oculto hasta entonces se reveló de la forma más perfecta posible.

Peter recordaba los detalles de la catástrofe, que no habían perdido nitidez. El tanque Tigre, que apareció de pronto en una duna, y su padre, sentado en la torreta tras el blindaje cuya pavorosa invulnerabilidad protege a padres y comandantes de tanque.

Su madre dijo las palabras salvadoras con la alegría que el consejo familiar había considerado adecuada: «¡No somos tus padres de verdad…!».

—Entonces, ¿quiénes son mis verdaderos padres? —preguntó, con treinta y cuatro años de retraso.

Su madre pareció haber recibido un golpe duro e injusto en el rostro. Tras ella florecían los cipreses y los cerezos japoneses, junto con chopos negros, sauces, espino blanco, serbales y saúcos. Todo estaba como había estado siempre.

Acababa de filmar a Orla ante la tumba de su madre, leyendo la declaración que iba a poner fin a la carrera del alto funcionario y a provocar una crisis de Gobierno. En la lápida ponía «Gurli», y el nombre estaba escrito con letras doradas. Severin, fuera de campo, parecía un crío sentado con las piernas cruzadas, bajo un álamo bastante grande, sonriendo y asintiendo como si todo aquello no fuera más que una gran comedia. Tanto la cámara como la grabación estaban en una bolsa en el garaje, al lado de la motosierra que una vez taló el tilo del Colegio Privado y cambió la vida de Peter Trøst. Quería editarlo para que se convirtiera en el reportaje más sensacional de la historia de Channel DK al llegar la mañana.

—La verdad es que nunca supimos de dónde venías —declaró Laust Troest con cautela—. Porque Magna dijo que era mejor olvidarlo.

La pista se había ocultado terriblemente bien.

—Pero nos dejó entrever que tu madre podría haber sido… una mujer ligera de cascos.

Laust sonrió con aire de disculpa. Y se ruborizó.

Y ya no quisieron oír más. Por Dios.

—Nos pareció que no importaba —añadió Laust; su esposa estaba sentada encorvada, como las pescadoras vestidas de negro que fotografió Peter en la costa portuguesa en sus primeras vacaciones con InterRail, cuando tenía diecinueve años. Petrificada en el tiempo y el viento del mar. Luego terminó—: Creo que alguien mató a Magna por esa información.

La anciana, que era su madre, levantó la cabeza de un tirón, y Laust, por si acaso, como tantas otras veces, trepó al guardabarros delantero de su tanque y abrió la escotilla.

—Pero ¿por qué habrían de matarla? —se preguntó desde su elevada posición. Habían vuelto a El Alamein, como si el tiempo no se hubiera movido desde que cumplió trece años, y, cuando el enemigo se acercase, Laust volvería a meterse en su blindaje de acero y sería una vez más invulnerable.

—Por haberlo ocultado —explicó Peter—. Y por no querer desvelarlo a la persona que la mató.

—Pero ni siquiera saben si la mataron, o si fue un accidente.

—Todos estamos bajo sospecha. Sobre todo los que ya hemos matado antes.

La escotilla colgaba sobre la cabeza de su padre.

—No entiendo a qué te refieres. ¿Matado antes…?

—Sí, nosotros.

—Tonterías.

Laust bajó al agujero negro y se dispuso a cerrar la escotilla.

—Sí, papá. Yo maté al rector Nordal.

Su padre se paralizó en medio del movimiento, y durante un breve y centelleante segundo se olvidó de su carro blindado y de su vía de escape.

—Talé el maldito tilo con nuestra motosierra, y murió por eso. Y yo me alegré después, durante meses; qué digo, años; porque era justo lo que había esperado.

—Pero si estuvimos en su funeral… —La absurda objeción de Laust centelleó y desapareció en el silencio que siguió.

A su izquierda, Inge estaba boquiabierta, callada.

—Le arruinó la vida al padre de Knud —aclaró Peter—. Lo mató, aunque él fue el primero en morir.

—Pero ¿a ti qué demonios te importaba?

El argumento sonó como un inciso cortés en un debate televisivo de un lunes por la noche.

—Nada —repuso Peter. Vio la mano de su padre apoyada en la cubierta—. A nadie le importaba nada.

En la mirada de Laust había miedo.

Inge, a su izquierda, reaccionó al fin.

—No nos creemos lo que dices.

Extendió el brazo y posó su mano blanda en el brazo de su hijo.

—Siempre has tenido una fantasía muy viva, Peter.

Una madre no necesita la presencia de toda una división acorazada para evitar la verdad sobre su hijo.

—Puedo daros los detalles de cómo lo hice.

—Por supuesto que puedes. —Los ojos de Inge brillaron, como si reaccionara ante una broma sutil.

Laust dijo:

—Hace tantos años de eso que ya nadie recuerda nada. ¿Qué es fantasía y qué realidad…?

Hizo unos vehementes gestos afirmativos para sí, y el tono cortés lo mantuvo en lo alto del tanque un momento más.

—Yo ya sé lo que es la realidad. Os escuchaba dentro de casa y en la terraza; oía todo lo que decíais de mí. Y lo recuerdo todo —dijo con voz temblorosa.

La escotilla se cerró con estrépito. Inge se quedó sola con su hijo adoptivo. Había soltado su brazo.

—¿Te acuerdas del magnetofón que me regalasteis por mi cumpleaños, mamá? El viejo magnetofón B&O de mi habitación. Había un cable que subía, desde un micrófono instalado en la sala, hasta el magnetofón. A velocidad baja, podía escucharos durante ocho horas por cada una de las cuatro pistas; es decir, treinta y dos horas por cada bobina. Tenía cientos de horas grabadas. Tengo todo lo que decíais cuando creíais que estabais solos.

El desierto centelleó en torno a las dos personas restantes, y se hizo un silencio de muerte.

—Siempre hablabais de mí, y también de vosotros como padres, de lo buenos que habíais sido. De lo bien que hicisteis cuando me hablasteis de mi pasado y me dijisteis que era adoptado. De mi reacción adulta ante la información, y de la madurez que mostré. Mi abuelo materno dijo: «Esa madurez puede llevarlo lejos; tal vez al premio Nobel de Medicina». ¿Te acuerdas?

La conversación cesó, y empezó a oscurecer. Peter Trøst estaba borracho, y había atrapado a sus padres en una maniobra de tenaza cuyo objetivo ni él mismo conocía. No tenía más que decir.

Su madre se levantó y recogió las copas vacías en la fina bandeja de plata oval con la que se habían sacado y metido copas durante cincuenta años.

—¿Por qué no hiciste una carrera? —preguntó Peter.

Ella no respondió.

—¿Por qué andabas sin más por el jardín, plantando cipreses y flores y escribiendo cartas que firmabas como médico, aunque no lo eras?

Su madre se escurrió junto a él con la bandeja, y las copas tintinearon. Peter tuvo ganas de derribar la bandeja, pero no lo hizo.

—¿Por qué me dejabas en el jardín, rodeado de tus arbustos y árboles, sin decirme nada? ¿Durante tantos años?

Inge había llegado a la puerta del jardín.

—¿A qué esperabas?

La puerta se deslizó tras ella.

Peter se levantó y subió al desván, a su habitación. La cama estaba recién hecha, como siempre, y su madre había dejado una selección de periódicos y revistas en la mesilla de noche. En un rincón de la habitación estaba el magnetofón B&O sobre una pequeña tarima, y las dos bobinas de dieciocho pulgadas emitían un brillo suave en la oscuridad, como si bastara una sola orden para ponerse a funcionar y girar, girar y girar, como entonces.

Tal vez lo hiciera en sueños. Por otra parte, era extraño que un sonámbulo pudiera buscar en el garaje y bajar la pesada motosierra de su estantería, afilar los dientes oxidados y llenar los depósitos de aceite y gasolina con una mano que no derramaba una gota.

Sus padres se despertaron cuando puso en marcha la motosierra, y se agarraron uno al otro en la oscuridad, como si supieran lo que iba a suceder. Pero ninguno de los dos se levantó.

A la mañana siguiente salieron de casa sin hacer ruido y vieron que su hijo había estado sentado sobre un cojín en el banco pintado de blanco bajo el olmo, donde solía sentarse siempre de niño.

La motosierra estaba en la hierba, junto al banco, y no había cortado ni una ramita del viejo olmo. El árbol seguía allí. Los dos ancianos casi lloraron de alivio.

Luego se dieron la vuelta.

Inge gritó como si hubiera tropezado en el borde de un abismo y fuera a perder el equilibrio para siempre. Tal vez pensara que los palos negros dirigidos hacia ella eran los brazos esqueléticos de seres vivos de verdad, o, si no, vio enseguida lo que había hecho su chico antes de partir por la mañana temprano. Los pequeños cipreses de los pantanos, los cerezos japoneses que había cuidado para admiración de numerosos invitados, y protegido contra violentos juegos de chicos durante la infancia de Peter, yacían en el césped, todos ellos descuartizados, como si un demonio furioso hubiera atravesado el jardín.

Laust estaba inmóvil tras ella, y fue una suerte para Inge no volverse en aquel momento a mirar a su marido. En sus ojos no había enfado, pero tampoco empatía.

Aquella mañana, en el jardín, recibieron las respuestas a todas sus preguntas.

Por un instante todos enmudecieron.

—No os lo volveré a preguntar —fue el ultimátum de la estrella de la televisión.

El viento trasladó la voz de Peter Trøst por encima de la terraza del tejado y más allá, en ráfagas que en pocos segundos llegarían a los pueblecitos que se encontraban en su camino hacia el estrecho de Øresund.

Por el noroeste se acercaba la tormenta.

—¿Me apoyáis a mí… o apoyáis al presidente del consejo de administración?

La pregunta era corta e imposible de malinterpretar. El Catedrático estaba algo apartado, apoyado en la barandilla que daba al oeste, desde donde se veían los rastros de hormiga de trabajadores siempre atareados a los pies del Gran Cigarro. No se había hecho una reunión en El Paraíso Terrenal desde la tarde de San Juan, en que un imprudente enlace sindical gritó, exaltado: «¡Tal vez deberíamos enterrar a nuestros muertos aquí arriba!», tras lo cual terminó pasando el resto de sus días como investigador cultural, enterrado en un despacho del Sótano.

La mayoría de los trabajadores del Cigarro estaban, de pie o sentados, en el parque, rodeados de pequeñas cascadas y árboles exóticos, y el ambiente estaba claramente en contra del Catedrático. Si el entorno no hubiera sido tan idílico, podría haberse pensado en un motín. Peter Trøst llegó temprano por la mañana, y unas horas más tarde envió un mensaje electrónico que describía la propuesta del reportaje cuya edición acababa de finalizar. En el reportaje, el jefe de Gabinete del Ministerio Nacional, Orla Pil Berntsen, desvelaba cómo su propio ministro y el primer ministro, de forma conjunta, habían embaucado al país para volver a la opinión pública en contra de un chico tamil de once años que habían expulsado a Sri Lanka. Si no emitían el reportaje, Peter Trøst iba a abandonar la cadena y aceptar trabajar para otra de la competencia que quisiera emitir el reportaje. Lo había grabado él. Y tenía una copia.

El mensaje provocó una enorme onda expansiva en el palacio televisivo que al fin y al cabo se había construido para garantizar a los empleados del mundo bien engrasado de la televisión que sus días se coronasen con un sueldo considerable y una buena pensión. Nadie había conocido nada igual. En los ojos brillantes de los amotinados la sentencia era inequívoca: el resultado era irreversible, y la historia de Trøst, la mejor del año; debería emitirse con las noticias del mediodía.

Un instante después, se alzó un bosque de brazos, y nadie tuvo que hacer un recuento para comprobar que el Catedrático, por primera vez en su carrera, había encontrado la horma de su zapato en Peter. Incluso en sus colaboradores.

—Aunque durante años no hemos tenido tiempo para pensar en ello, ¡ya somos capaces de pensar hasta ese punto! —gritó el enlace sindical, que había salido a la luz desde el sótano para la ocasión. Sin duda, olía venganza—. En nombre de mis compañeros, voy a plantear la pregunta de si el simple hecho de pensar en otra decisión no exige la intervención inmediata de la Consulta Psicológica. ¿Qué confianza podemos tener en un líder que hace una valoración tan extraña de un producto periodístico en un medio de comunicación?

Todas las miradas se dirigieron a la barandilla.

—¡Solo os he pedido que valoréis los motivos del hombre y su actual estado mental! —respondió el Catedrático a gritos hacia el rumor provocado por la intervención del enlace sindical; aunque los amotinados se alzaban amenazantes contra el viento, su carismática figura de buitre seguía siendo tan temible que la mayoría retrocedió unos pasos sin querer. Nadie sabía si hablaba del hombre del reportaje, del jefe de Gabinete del Ministerio Nacional, Orla Pil Berntsen, o de su compañero y estrella Peter Trøst.

El Catedrático aprovechó el silencio con el talento adquirido para captar los cambios más imperceptibles en los estados de opinión.

—Pero esta manipulación es de lo más burda. Tenemos a un hombre que apunta a un chico indefenso de once años y dice: «Este chico no ha hecho lo que creíamos que hacía. Nos ha mentido; sus padres nos han mentido, su familia y sus amigos nos han mentido». Entonces, ¿qué nos queda?

El Catedrático extendió los brazos, suplicante, y Peter Trøst comprobó, aterrado, que las absurdas frases, que no tenían sentido ni lógica, volvían a encarrilar a sus compañeros en los bancos de niebla de la duda. Estaban tan acostumbrados a oír palabras sin contenido, que solo reaccionaban al tono, al ritmo y a la entonación.

—¡Si vaciláis ahora, ya podemos saltar todos por la borda! —gritó para ensordecer los disparates del Catedrático.

Dio un paso hacia la barandilla, y había algo en su actitud que hizo que un escalofrío recorriera a todos los presentes en el Paraíso Terrenal. Incluso el Catedrático pareció ser presa del miedo que hizo que la dirección de Channel DK creara la Consulta Psicológica en la sexta planta. La idea del escándalo —y la inmensa alegría de la competencia por el mal ajeno— en caso de que los trabajadores trastornados saltaran como lémures a la Muerte desde lo alto del Paraíso, y además por una decisión de todo punto dictatorial, era estremecedora. Tal vez el poderoso presidente incluso se viera asido por manos dispuestas y llevado hasta su última y vertiginosa plataforma mediática antes del sensacional empujón a la Eternidad.

—¡Ese reportaje va a ser nuestra ruina, va a echar por tierra todo lo que hemos creado! —exclamó el Catedrático, jugando su última baza, porque, claro, era difícil traicionar una casa que durante tantos años había ofrecido tal cantidad de alabanzas, autoalabanzas y solidaridad, y tantos bienes de lujo, y todo ello gratis. Esas cosas solían funcionar.

Pero las audiencias menguantes de los últimos meses y la cantidad creciente de depresiones habían vaciado de contenido el último argumento posible del Catedrático. Por primera vez en su vida miró alrededor, impotente, y su adversario aprovechó aquella indefensión al instante.

—¿A quién preferís? ¿Quién tiene que saltar al Infierno, nosotros o él? —gritó Trøst.

El Catedrático ya sabía la respuesta. Giró sobre sus talones y huyó del Paraíso y del Abismo.

El Curandero apagó el televisor y se volvió hacia los reunidos con los músculos de la espalda tensos. Era como si fuera él quien había montado una pequeña representación para los invitados en el salón de prensa del ministerio, donde se veían por satélite gran parte de las cadenas de televisión del mundo.

«Nos inventamos una historia sobre una red, y después hicimos que un ciudadano de Sri Lanka que reside aquí la hiciera llegar a Presidencia del Gobierno, para que la prensa se echara atrás en su defensa del chico tamil de once años», había dicho Orla Berntsen, mirando directo a la cámara, sin pestañear. Nadie podía tener la menor duda de que era verdad. Ni siquiera se había sorbido la nariz.

«Sí, el primer ministro también lo sabía, pero la idea se le ocurrió al Ministerio Nacional», fue lo que dijo.

—Se le ocurrió… Si fue su… —dijo entre dientes el ministro nacional, cabreado, y se hundió con pesadez en una silla blanca de plástico dispuesta para los periodistas visitantes—. Primero había que expulsar al chico para desviar la atención del asunto Kongslund, y luego había que justificarlo con una mentira. Fue todo idea suya.

El Hombre de Grauballe se volvió hacia la ventana con un rostro que parecía haber recibido un mazazo. Los ojos enrojecidos se posaron en las rutilantes gotas del surtidor y buscaron la parte del arcoíris en la que vislumbraba el pequeño jardín que tenía tantas ganas de cuidar. Con una buena jubilación. Veía sin duda que todo se desvanecía de un segundo a otro.

—¡Aquel puñetero anónimo lo ha trastornado todo! —exclamó Ole Almind-Enevold—. También a Orla Berntsen; la puta carta lo volvió contra mí. Me puso una trampa.

Pareció que el ministro fuera a llorar por primera vez en su vida.

Carl Malle dijo:

—Por lo que veo yo, todo recae en el primer ministro, que como quien dice está ya muerto.

El comentario cínico, hecho en voz baja, provocó un quejido de espanto en el fondo de la garganta del Hombre de Grauballe.

—Ole solo tiene que negar haber tenido conocimiento de ese episodio —continuó el antiguo policía—. Cualquiera puede ver que Berntsen debe de estar enfermo cuando se expone de esa manera. Y en el caso de que se haya cometido algún delito, es la Presidencia del Gobierno la que ha engañado a la ciudadanía. De aquí no se ha filtrado nada.

El Curandero bajó un poco los hombros y susurró:

—Carl tiene razón. De aquí no se ha filtrado nada.

El ministro nacional asintió con la cabeza, como si su mente estuviera muy lejos. Pero no lo estaba. Se encontraban en el despacho por cuya conquista tanto se había esforzado, y donde el primer ministro debía de saber ya que su apoyo más cercano y sucesor designado lo había engañado de manera imperdonable. Pero no podía probar nada. Fue lo que acababan de comprobar Malle y el Curandero.

—¿Dónde está Orla? —preguntó Ole Almind-Enevold, sin hacer ademán de desocupar la silla blanca de plástico duro.

—Vengo de Søborg —respondió Carl Malle—. Ya no está allí.

Había llamado a la puerta de casa de su madre, igual que aquella otra vez, hacía tantos años, y después entró en la casita adosada. Ninguna cerradura le cerró el paso, y ya en la entrada tuvo la impresión de que habían vaciado la casa de manera definitiva. Luego entró en la sala y se detuvo, asombrado, pese a que por su larga vida de policía había visto de todo un poco: muebles y cuadros esparcidos por el suelo; cortinas, cojines, floreros, vasos y cajones de secreter tirados de cualquier manera; todo estaba roto como en un ataque de furia desenfrenada. Si era cosa de Orla, el policía jubilado había encontrado una prueba inmejorable de que el alto funcionario estaba loco de remate.

—Había arrasado la sala de estar. Todo lo que había en el rincón donde solía sentarse su madre estaba destrozado —comunicó el expolicía a los otros tres, y el Curandero, cuya infancia había sido perfecta de cabo a rabo, desprovista de cualquier tipo de patético melodrama, sonrió, espontáneo.

Carl Malle había encontrado bajo los restos de un sillón azul una pequeña foto de tamaño pasaporte, y recordó el día en que se hizo. La madre de Orla insistió en guardar la foto de recuerdo cuando comprendió que él no iba a abandonar a su esposa ni a su hija. Nunca desveló que se hubieran conocido como otra cosa más que vecinos lejanos. Carl Malle la rompió en mil pedazos. Después se quedó en el jardín trasero y observó el mirlo muerto sobre las baldosas de la terraza. El pájaro yacía con el pico abierto hacia el cielo. Al otro lado del seto bajo se oían, como siempre, los sones del piano de cola del vecino del 14, que entraban y salían por las puertas abiertas del jardín, anunciando que nada había cambiado, a pesar del ruido que alguien debería de haber oído procedente de la sala de estar de la familia Berntsen.

—Sonaba como si estuviera rompiendo algo a golpes —dijo un vecino que alargó el cuello por encima del seto al ver a Carl Malle—. ¿Estás aquí como policía?

Había en su voz un deje de esperanza, un eco de añoranza por estar por fin cerca de una de las raras catástrofes de la vida. Luego su voz se vio ensordecida, como siempre, cuando el pianista golpeó las teclas con sus recios dedos y dejó que los bajos retumbaran a la luz del sol veraniego durante más tiempo del que habría parecido posible. Pero el vecino hizo como si nada; al fin y al cabo, el pianista tocaba en la radio al menos una vez por semana, entre las noticias de Irak y Afganistán y las luchas callejeras de Copenhague y París, y los habitantes del barrio apreciaban su contribución a la hora de alejar de ese vecindario de cincuentones la semilla del mal. Habían oído innumerables sonatas de Brahms.

—Gritó algo incomprensible, y luego sonó como si estuviera rompiendo cosas a golpes.

La voz del vecino vibró al compás de los sones del piano.

—Bueno, pero ya no está —explicó Carl Malle, y la información sonó como un mensaje de un tiempo pasado.

—¿Ya no está?

—No. Se ha marchado. Ya no hay nadie dentro.

—Pues no lo he visto marcharse…

Había desencanto en la voz, como si el hombre se hubiera perdido un milagro.

—El caso es que no está —dijo el jefe de seguridad.

—¡Pero entonces le falta un tornillo! —gritó el Curandero, de pie en medio del despacho ministerial, con las piernas abiertas como un gladiador en un circo romano—. ¡Lo hemos pillado!

Carl Malle observó al pequeño brujo que tejía sus hilos en torno a todo y todos.

—Ya he pedido una orden de busca y captura, pero estoy seguro de que no vamos a encontrarlo.

La afirmación hizo que el ministro nacional se removiera inquieto en la silla de plástico, pero no hizo ningún comentario.

—No obstante, puedes utilizarlo para desacreditar su verdadera descripción de vuestro absurdo tratamiento del caso del chico tamil —observó el antiguo policía.

El Curandero no hizo caso del sarcasmo.

—Es lo menos que puede decirse —comentó—. Estamos hablando de un hombre imprevisible y bastante peligroso que se ha descontrolado, además, en una casa adosada de un barrio decente, y ha perdido la razón. No debemos tratar de encontrarlo nosotros, hay que avisar a la Policía. En menudo berenjenal nos ha metido.

Nadie respondió al hombrecillo. La dilatada risa sofocada del Curandero flotó un rato en el espacio. Luego también él calló.

Al final, Carl Malle volvió a tomar la palabra.

—Debo tener acceso a todos los implicados: escuchas, control postal, vigilancia de Internet… La legislación antiterrorista nos permite todo eso, y yo lo quiero todo.

El ministro nacional asintió con la cabeza de modo casi imperceptible. No hacía falta más.

En aquella fase, Carl Malle iba a obtener cuanto pidiera.