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LA CHICA CIEGA

22 de junio de 2008

Hay muchos modos de matar a una persona. Y puede hacerse de maneras que parezcan casualidades, claro que sí, de forma casi imperceptible. Son los pequeños empujones, que prácticamente solo pueden ser obra de un destino malvado, los que siempre me han interesado.

Pero para un chico como Asger, creo que la mano que ejecutó la acción no era más que una sombra de su alma. Y por eso no la vio mientras ocurría.

La mirada del primer ministro había adquirido ese brillo de desconcierto que aparece en las personas cuando la Muerte interfiere y les corta el camino, pese a ser ese encuentro lo único seguro en la Vida.

Todas las señales de partida estaban presentes. No podían quedarle muchos días de Gobierno, y Ole Almind-Enevold ya no hacía nada por ocultar esa verdad.

—Todo está preparado, y se harán las cosas como tú deseas —dijo al jefe de Gobierno moribundo, con cierta solemnidad.

Hablaba a la vez de la llegada de la Muerte y de su propio ascenso al cargo más alto de la nación.

—Bien.

El primer ministro, ante la cercanía de la Muerte, había apartado el pañuelo para proyectarle las últimas toses —sin protección— en plena cara. Fue una provocación sin par, extraordinaria, que el ministro nacional no podía sino admirar, aunque la visión de las hilachas sanguinolentas de saliva de las comisuras no era lo más apetecible en una mañana de domingo soleada en que la Presidencia del Gobierno estaba en paz y casi sin gente.

Le habría gustado presionar para hacer un traspaso de poder rápido, pero no se atrevía a provocar a un hombre que mostraba tan a las claras su obstinación incluso a la Muerte.

—¿Tenemos controlado el… caso del tamil?

El simple hecho de emplear la palabra prohibida mostraba lo cerca del borde del abismo que se encontraba el Jefe.

Se refería al caso del chico de once años de Sri Lanka.

—Sí —lo tranquilizó el ministro nacional. Pero era el asunto Kongslund el que ocupaba sus pensamientos.

Carl Malle había visitado a los padres adoptivos de Asger, y pasó una larga noche preguntándoles por el pasado de su hijo y sus contactos con Magna. ¿La directora había desvelado alguna vez algo sobre el chico que pudiera dejar entrever sus orígenes o algo de sus padres biológicos? ¿Habían recibido algún documento al adoptarlo que pudieran conservar aún? ¿Se había puesto en contacto con ellos alguien con fines extraños?

Todas las respuestas fueron negativas.

Tal como esperaba, se trataba —una vez más— de un niño sin pasado; o, mejor dicho, su pasado parecía haberse borrado con esmero. Magna aconsejó a los padres de Asger que educaran al chico como si fuera su hijo biológico. No había razón para poseer información sobre unos orígenes a los que ya no había acceso, fue lo que les dijo.

Carl habló al ministro y a Orla Berntsen de su falta de resultados, mientras la serpiente del patio vomitaba cristales amarillos y verdes tan alto que hasta la Mosca, que entró y sirvió café, se distrajo un momento y dirigió dos ojos como cúpulas negras brillantes hacia el mundo exterior, cosa rara en ella.

—¿Qué hay de los médicos del Sanatorio de la Costa? ¿Podemos encontrar algo ahí? Deben de haber analizado las huellas biológicas que sea científicamente posible analizar, ¿no?

La pregunta del ministro nacional sonó bastante lógica.

Carl Malle esperó a que la Mosca girase en redondo y se escurriera pegada a los paneles de la pared antes de responder al ministro.

—No hay nada —respondió—. Ya he estado allí. Nunca encontraron a la madre biológica. Pero, por otra parte, había otra cosa…

Carl Malle se removió, inquieto.

—Su padre me contó que Asger desapareció una vez de casa durante cuatro días. Dijo que iba a un festival de música a Selandia, pero uno de sus amigos desveló más tarde, sin darse cuenta, que no había estado con ellos. Y poco antes Asger había hablado por teléfono con Marie…

Carl Malle sacudió la cabeza, como para recalcar una revelación casi asombrosa.

—Su padre oyó la conversación.

Hizo una pequeña pausa teatral, y el ministro se inclinó hacia delante.

—Cree que Asger estuvo buscando a sus padres biológicos durante aquellos días, sin decir nada a nadie.

«Los mejores hogares están junto al mar», habría dicho Magna. Y creo que puede decirse lo mismo de los mejores hospitales. Casi todos están alejados de la costa o en medio de ciudades grandes, pero el Sanatorio de la Costa estaba junto al mar y tenía vistas al fiordo.

En diciembre de 1972, Susanne estuvo desaparecida para Asger durante tres meses, tiempo en el que los redactores llenaron páginas de sus periódicos con bombardeos norteamericanos de Vietnam, mientras llegaban con regularidad insistentes declaraciones sobre la paz y promesas de esperanza en boca del nuevo primer ministro, que antes había sido un obrero normal, pero ahora iba a meter a Dinamarca en la Comunidad Europea. Mientras el mundo ardía, Europa debía unirse en una existencia común duradera.

—¿Qué se nos ha perdido allí? —decían entre dientes las auxiliares, que se cubrían el pelo con unas gorras blancas, como símbolo de su desinteresado trabajo con aquellos niños infelices. Como todas las personas abnegadas, creían sobre todo en su propia voluntad, y muchas veces temían la de otros.

Unos días antes de Navidades, Asger oyó pasos en el pasillo, fuera de la sala, y de mala gana desvió la mirada del cielo y del fiordo hacia la puerta. Conocía la mayoría de los ruidos, y tenía nombres para cada tipo de pisada que resonaba en el suelo. Llevaba meses esperando oír el sonido que podía traer a Susanne de vuelta, pero claro, nunca llegaba; estaba seguro de que no eran sus pasos lo que oyó, a menos que se hubiera quedado inválida y tuviera que caminar con bastón.

Toc, toc, toc, sonaba. Como si alguien golpeara los paneles del pasillo con un palo.

Se incorporó a medias en la cama y miró a la puerta.

Una niña de su misma edad avanzó decidida por la habitación donde estaba Asger —toc, toc, toc—, tanteó ante sí con el bastón, y siguió hasta la silla de al lado de su cama. Fue una proeza. Estuvo sentada inmóvil un momento, mirando al frente. Tenía el pelo cortado a lo paje y rasgos algo exóticos, uno de sus hombros colgaba un poco torcido —tal vez se debía a que tenía que agarrar el bastón—, y su rostro estaba algo desenfocado, como si la viese a través de dos objetivos desplazados unos milímetros.

Pero Asger se quedó tan asombrado por el avance de la ciega casi hasta sus brazos, que contuvo la respiración cinco largos segundos antes de preguntar:

—¿Quién eres?

Ella respondió antes de que terminara la pregunta, como si la supiera de antemano y hubiera preparado la respuesta.

—Voy a la escuela para ciegos de La Franja, y vivo allí.

Y su boquita se cerró como una flor perfecta que chupaba la savia de las palabras y esperaba más. Lo miró directamente, pero sin verlo, y él tuvo la impresión de que lo observaban, aunque era imposible.

Seguramente, alguna de las asistentes se habría apiadado de ella y la habría invitado a entrar.

—¿Eres ciega de verdad? —quiso saber Asger.

Ella no respondió.

—¿Cómo te llamas? —preguntó, mirando con curiosidad los ojos ciegos.

—Inger —respondió la chica. Sonó como «Ing-gir», porque ceceaba un poco.

—¿Quieres oír una historia? —preguntó Asger.

De pronto la mano izquierda de la chica cobró vida, y estuvo tanteando en busca de un punto de agarre. Luego Asger sintió cinco dedos rodeándole el antebrazo, y la chica se acurrucó como una bolita oscura en la silla de Susanne.

Asger leyó el primer capítulo del libro de Carl Sagan sobre investigación de la vida en el espacio, y cuando terminó ella se levantó y se marchó marcando el compás con el bastón.

Unas semanas más tarde volvió, y Asger aventuró teorías más avanzadas aún:

—Científicos como Niels Bohr han demostrado que nunca pueden preverse las órbitas de los electrones dentro del minúsculo átomo. Cada vez que te acercas, se mueven de forma arbitraria y de lo más fortuita, lo que significa que nada del mundo será o llegará a ser, como se cree…

Ella escuchaba sentada, con el pequeño bastón entre sus piernas enfundadas en leotardos, y le llamó la atención que todo casaba: el bastón, la pierna, el cuerpo, porque los tres eran igual de flacos, como las ramas de un sauce.

En enero lo dejaron empezar a entrenar con su pierna sana y caminar con muletas una hora al día. De cuando en cuando daban un paseo juntos, y después él leía para ella en voz alta, mientras la chica escuchaba, siempre en silencio.

—¿Dónde está tu casa de verdad? —le preguntó una vez.

—Junto al mar —dijo ella pasado un rato.

—¿Es un buen sitio? ¿Junto al mar?

—Sí —dijo—. Los mejores hogares están junto al mar.

A él le pareció que era una respuesta extraña, y las palabras lo atemorizaron un poco. Ni con la mejor voluntad podía decirse que su casa estuviera junto al agua.

—Pronto iré a casa —informó Asger.

La chica no dijo nada.

Tres días antes de que le dieran el alta en el sanatorio, oyó su sonido característico —toc, toc, toc— algo antes de lo habitual, y en la mano que no sujetaba el bastón llevaba un paquetito, que le dio después de sentarse.

Asger abrió el paquete y se quedó un buen rato mirando el contenido. En el pequeño estuche blanco había una rana disecada, con los ojos saltones y un cuerpo relleno de paja y hojas secas. Al parecer, se había partido el cuello. Por un momento sintió un hormigueo en la piel de su pierna mala, y notó que en los brazos se le ponía la carne de gallina. Pero, por suerte, ella no lo vio.

—Una rana… —dijo—. ¡Muchas gracias!

Pensó en lo que debería de haberle costado a una chica ciega atrapar una rana en la maleza, y en cómo la habría matado después con un giro brutal en el cuello. Estaba muy bien hecho. Miró de reojo los delgados dedos morenos de la chica.

Ella ni habló ni se movió.

—¿Has oído alguna vez hablar de la galaxia Andrómeda?

Ella no pareció oír su pregunta.

Pero Asger continuó, porque le encantaba la galaxia Andrómeda. El sonido de la palabra.

—Andrómeda es la galaxia más cercana a la Vía Láctea, y de noche puede verse con toda claridad —explicó, y la tomó impulsivamente de la mano. Aquella mano estaba tan fría y seca como la de la rana, pero no la soltó—. De noche veo Andrómeda por mi telescopio. Es un espectáculo fascinante.

La mano de ella siguió inmóvil bajo la suya.

—Vivo al lado de un observatorio; te lo puedo enseñar, si quieres.

Ella retiró la mano hacia sí poco a poco, y se puso derecha. Su mano estaba como antes, en el mango del bastón, y los nudillos aparecían blancos en la penumbra. Luego se levantó y se dirigió a la puerta. Nunca se había marchado de esa manera antes. Casi con prisas.

En el último momento se volvió y lo miró, y él se quedó esperando su despedida; estaba seguro de que no volverían a verse.

—He visto Venus encima de la isla de Hven —informó la chica. Y se marchó.

Tal vez ocurriera como con el sol y la luna, pensó Asger los días siguientes. Le encantaba el calor que irradiaba Susanne, pero la luna aparecía y desaparecía entre las nubes y contaba historias que eran más sombrías, más antiguas y más enigmáticas que ningún otro relato del universo. Asger lloró tres noches seguidas mientras los demás niños dormían, y no sabía por qué. Los seres que atraía eran, si cabe, aún más extraños y solitarios que él. Era uno de los números preferidos del Destino. Muchas veces le daba la sensación de vivir en un sinfín de mundos paralelos, tal como describió después el excéntrico físico David Deutsch: no había ninguna realidad aislada y fija. Pensó que si aprendiera el arte de dar un paso a un lado y desaparecer en un nuevo universo cuando le conviniera, entonces ni el golpe más malvado podría afectarlo.

Pero, claro, era un sueño, tan inalcanzable como el amor que acababa de encontrar —y dejar pasar—, como suelen hacer las personas.

En diciembre de 1973, la sonda espacial norteamericana Pioneer 10 fue más allá del mayor planeta del sistema solar, Júpiter, y la nave espacial con el mensaje de la humanidad a otros planetas siguió el rumbo que la sacaría del sistema solar y la llevaría más allá, hacia el universo.

—Fue Carl Sagan quien lo descubrió —dijo Asger mientras cenaban en la casa unifamiliar.

Sus padres asintieron, evitando mirarse.

Por lo visto, la larga estancia en el sanatorio no había cambiado nada fundamental, pero Asger ya no estaba solo en su interés por el universo. Había trabado amistad con un chico que vivía en el observatorio Ole Rømer, que se alzaba en una pequeña colina que había en el extremo de la calle de Asger. La madre de Ejnar había muerto durante el parto, y su padre, el director del observatorio, se casó, en atención a la ciencia, con una de sus alumnas, que podía observar a su hijo mientras él observaba las estrellas. La parte oeste del terreno estaba dominada por dos cúpulas imponentes que contenían dos enormes telescopios Cassegrain, y de día las cúpulas parecían un par de relucientes cascos plateados que un gigante hubiera abandonado bajo el cielo azul; algo mítico y grandioso rodeaba la zona.

El nuevo amigo de Asger descendía en línea indirecta, aunque eso daba igual, del astrónomo Peder Horrebow, que tuvo de profesor al mismísimo Ole Rømer, y que, según Ejnar, que era bastante precoz, se enredó en una seria controversia en torno a una deuda nada más y nada menos que con el padre de la literatura danesa Ludvig Holberg. Este, por pura irritación, llenó su pieza teatral Erasmus Montanus de pequeñas alusiones astronómicas, para regocijo de Horrebow, sobre el sistema copernicano, que en la versión de Holberg se convirtió en la cuestión de en qué medida la Tierra es redonda o plana. Ejnar se sorbió la nariz con displicencia ante aquella prueba de banalidades artísticas.

No obstante, como le gusta al Destino, fue el error científico fundamental de su padre lo que tuvo una influencia tan estremecedora en su corta vida. El padre de Ejnar, al igual que tantos otros investigadores astrales, era un decidido admirador del astrónomo estadounidense Fred Hoyle, quien consideraba que el universo estaba en un equilibrio sublime y estático, y sin mayores aspavientos estableció que el universo era eternamente inalterable, y que por tanto no tenía ni principio ni final. Aquello llevó a Hoyle y a sus discípulos a la inevitable conclusión de que el gran big bang —según los investigadores de la competencia, el comienzo de todos los tiempos— no era más que una bengala magnífica. Pero luego llegaron los años que marcaron época, en los que dos investigadores estadounidenses descubrieron el ruido del comienzo del universo y, por tanto, la prueba de que este no era estático ni nunca lo había sido. Y aquello fue el principio de la catástrofe, tanto para Ejnar como para su padre —y, por tanto, también para Asger—, al menos en mi opinión.

En los años que siguieron, el padre de Ejnar continuó obcecado bajo las cúpulas, mirando ceñudo a la oscuridad superior, como si esperase que de la nada surgieran respuestas trascendentales que salvaran tanto a Hoyle como a él, convirtiendo de nuevo la creación del mundo en una cuestión de eterna inmutabilidad. Durante aquellos años, Ejnar se convirtió en el discípulo más fiel de su padre, y en realidad fue aquello lo que juntó a los dos chicos: su constante órbita sobre el mismo tema sobre el que no estaban de acuerdo para nada: ¿el Mundo tuvo un principio, o no lo tuvo?

—¡El mundo empezó con el big bang! —exclamaba Asger, entusiasmado.

—No —se obstinaba Ejnar—. El universo siempre ha existido, y su tamaño es invariable.

Incluso en un barrio de calles con solo nombres de astros, fue una extraordinaria discusión entre dos chicos de trece años; el desacuerdo se hizo mayor cada mes que pasaba.

—¿Tú crees que los ovnis existen? —le preguntó Asger un día, confiando en encontrar un tema que tal vez pudiera detener el alejamiento entre ellos.

—Si están aquí, es que siempre han estado. Pero entonces, ¿dónde están? —respondió Ejnar, con la pedantería astronómica heredada durante generaciones a sus espaldas, mientras miraba alrededor con cautela.

—Puede que solo salgan de noche —propuso Asger.

El descendiente de Horrebow miró a su amigo con escepticismo. No era lógico: Asger defendía primero un punto de vista científico complicado que reducía el universo a un punto en una serie de acontecimientos pasajeros, y justo después fantaseaba con marcianos y platillos volantes. Pero Ejnar encerraba en su interior una añoranza y un amor que Asger no descubrió hasta que fue demasiado tarde, y que, como el universo de Hoyle, era ilimitado, sin principio ni final.

Al igual que el astrónomo Craig Watson, que cien años antes cavó un profundo agujero en la tierra para, en total oscuridad, poder observar los acontecimientos del cielo con mayor nitidez, los dos chicos cavaron un agujero profundo, negro como el carbón, en el suelo del bosque, bajo los árboles, cerca de la playa, al sur de la ciudad. Cuando lo terminaron, se miraron y se metieron en él con una escalera casera, sin darse cuenta de que con ellos había bajado el Destino.

La primera noche en el agujero, bajo las estrellas, Asger le dijo sin pensar a Ejnar:

—La ciencia siempre ha creído que todo conocimiento ha sido más o menos analizado, igual que tu padre y Hoyle creyeron con la teoría del steady state; en eso no hay ninguna novedad.

Ejnar se movió en la oscuridad.

—¿Estás llamando ignorante a mi padre?

—No, pero cree en la ignorancia. Y tú no tienes por qué hacerlo.

El amor que sentía Ejnar por su padre era incondicional, y Asger sintió una extraña furia en su pecho.

—Pero ¿y si tiene razón? —se oyó la voz de Ejnar en la oscuridad.

—Es que no la tiene. Está equivocado. El universo se expande a causa del big bang. Es algo que todo el mundo sabe ya.

La voz de Asger sonó otra vez implacable.

En aquel momento, una expresión de eterna tristeza cubrió el pequeño rostro ovalado de Ejnar, pero en la oscuridad del agujero Asger no pudo verlo, claro, y por eso no entrevió el peligro, y continuó:

—Tu padre solo sueña con retroceder en el tiempo hasta…

Se calló, y las palabras se pronunciaron incluso en el silencio que surgió entre ellos. «Hasta el tiempo anterior a tu nacimiento».

Las palabras flotaron en la oscuridad, burlándose de los dos. Antes del nacimiento de Ejnar, el estado del universo era de equilibrio absoluto, mirase adonde mirase el catedrático: la teoría de su vida estaba viva, su mujer, que murió al dar a luz, estaba con él, y él sentía una libertad y una audacia de las que la aparición de Ejnar, junto con la nueva imagen del universo, parecían haberlo despojado.

Asger oyó el furioso susurro, invisible en la oscuridad:

—Estoy hasta los huevos de estar en este agujero contigo.

Las disparidades científicas pueden expresarse así de simples en una cueva con forma de embudo, a cuatro metros bajo tierra.

Un segundo después, Ejnar trepó agujero arriba y desapareció, y desde aquel día no volvieron a verse. Es un hecho extraño que hasta los lazos más fuertes puedan romperse por algo parecido a puras casualidades. El agujero del bosque quedó abandonado, y las naves espaciales del exterior —si alguna vez estuvieron allí— encendieron sus turbinas cósmicas y abandonaron la zona con las manos vacías. Los chicos no podían comprender la energía que una y otra vez dirige a las personas a unos puntos de su existencia de donde no hay retorno posible.

Tras la ruptura, Asger anduvo solo varios meses, y se lo veía cada vez más inquieto, como si su mente estuviera ocupada en algo que era mucho mayor y más misterioso que los movimientos galácticos en la bóveda celeste. Fue entonces cuando sus padres lo llevaron al hogar infantil de Selandia, para que conociera su origen, aunque al parecer la visita no le causó la menor impresión.

Pero un sábado por la mañana en que la sala de su casa estaba desierta, fue directo al teléfono, en el alféizar interior de la ventana, y marcó el número que llevaba tiempo escrito en un pedazo de papel que tenía en el bolsillo.

—Inger Marie Ladegaard al aparato —dijo en voz baja, pero clara, casi como si lo estuviera esperando—. ¿Diga…?

—Soy Asger Dan Christoffersen —dijo él.

—Sí, estuviste aquí con tus padres. Con tus padres adoptivos.

—Sí. Era yo.

Estuvo un rato callado. La suave voz de Marie lo cohibía.

—Pensaba que…

Calló de nuevo.

Ella respiraba sosegada hacia el receptor. Pero no dijo nada.

Asger carraspeó y aspiró hondo.

—No se lo digas a nadie…, a nadie en absoluto…, pero quiero ponerme en contacto con mis padres de verdad. Quiero saber dónde viven y qué hacen.

—Es muy pronto.

—¿Pronto?

—Sí. La mayoría no llama hasta haber cumplido veinte o treinta años…

Asger oyó la voz sobria de ella emitiendo su extraño mensaje, y no supo qué decir.

—Muchos adultos sienten esa necesidad —fue lo que dijo Marie.

Él siguió callado.

—Veré qué puedo hacer —añadió Marie.

Asger oyó en un segundo plano que la llamaban por su nombre.

—Dame los nombres de tus padres y tu número de teléfono. Ya te llamaré yo.

Él estaba preparado para esperar varios días, pero el teléfono sonó una hora más tarde.

—Hola. Es porque prefería estar a solas —se disculpó. Es que no eres el primero.

Asger oyó su corazón palpitar.

—¿Tienes algo para escribir?

Marie habló con voz tranquila, como si transmitiera mensajes de ese tipo todas las semanas. A Asger le pareció advertir un ligero ceceo.

Dejó el receptor sobre la mesa. Vio por la ventana a sus padres atareados en el jardín. Su padre estaba clavando unos clavos largos en el gran comedero para pájaros que Kristine llenaba de migas de pan y pepitas de girasol todas las mañanas. Él tenía la respiración agitada y la camisa desabrochada, como si hubiera subido en bici toda la cuesta a ritmo demasiado vivo. Lo vio ante sí cuando se sentó en el borde de la cama en la Sala 11 del Sanatorio de la Costa, y oyó el sonido de la voz que transmitió el mensaje decisivo…: «Tu madre y yo». Lo vio fuera, en el jardín, clavando el último clavo en la travesera del pequeño tejadillo que protegía la plataforma de la lluvia y el aguanieve, y lo vio sonreír, satisfecho.

Qué esmero.

—Sí, ya estoy aquí —comunicó al auricular.

—Tu madre…, tu madre de verdad…, es el único nombre que tenemos. Se llama Else Margrethe Jensen. Cuando naciste, vivía en el barrio de Nørrebro, en Copenhague…, en el número cinco de Fiskergade. El resto tendrás que averiguarlo tú.

—¿Averiguar el resto?

—Claro. Ve al Registro Civil. La pueden encontrar en un segundo; es decir, si es que sigue viva.

—Gracias.

Asger cerró los ojos y se imaginó, como en una larga visión onírica, a la joven y bella mujer llamada Else Margrethe Jensen.

—¿Hablas con alguien?

Su padre estaba tras su hombro derecho.

—No.

Se estremeció y alcanzó el bloc con el nombre de su madre biológica.

—Vaya, ahora te molestan a ti. —La voz de Marie sonó como si estuviera sonriendo—. Di a tus padres que se ocupen más de ti y menos del jardín.

Después colgó.

Asger estaba demasiado alterado por la presencia de Ingolf como para reaccionar ante el hecho de que ella supiera que sus padres pasaban mucho tiempo en el jardín. Después le extrañó, pero desechó la idea. Tenía otras cosas en que pensar.

—¿Else Margrethe? ¿Quién es?

Su padre seguía tras él con el martillo en la mano, leyendo sin dificultad el nombre del bloc. Luego se separó de pronto y dijo:

—Vamos al jardín. Puedes ayudarme a reparar la manguera, que tiene más agujeros que una regadera. He arreglado el comedero para los pájaros, para que tu madre pueda volver a mimar a sus amiguitos con alas.

Rio en voz alta y atravesó la sala con paso pesado.

Asger lo siguió. Sintió una alegría repentina y desenfrenada porque el hombre del jardín no era su verdadero padre.

Les hizo creer que iba con dos amigos al festival de Roskilde, y Kristine e Ingolf se alegraron por su repentino interés por las cosas mundanas.

Tomó el ferry a Kalundborg, y desde allí fue en tren hasta Tølløse. Iba solo.

De la estación echó a andar hacia el oeste por la carretera, atravesando pueblos como Gammel Tølløse y Tjørnede, y trató de no hacer autostop, porque deseaba llegar a su destino con total discreción. Curiosamente, pasó por los mismos pueblos, por el mismo paisaje que, muchos años más tarde, Peter Trøst observaría desde su despacho durante los meses en que su existencia como estrella de la televisión se hundió; pero en tiempos de Asger ni se pensaba en palacios televisivos o en un mundo lleno de señales de televisión.

Según el Registro Civil, su madre se mudó a un pueblo en el centro de Selandia, donde vivió en una granja, a menos de cinco kilómetros del conocido observatorio del mismo nombre. Aquello puso por fin todas las piezas en su sitio para el quinceañero: si sus padres trabajaban en el observatorio, eso explicaría su pasión de toda la vida por el firmamento; todo estaría determinado por la biología. Ni se le pasó por la cabeza que la idea era bastante poco científica.

Observó la granja oculto entre el follaje. Sacó su telescopio de la mochila. A cada lado de la zanja se extendían los trigales hacia el este y el oeste, y a simple vista distinguió pequeños detalles del patio: un antiguo pozo cegado con un árbol en medio, una carretilla roja volcada, un pequeño banco azul a la derecha de la puerta de entrada, pintada de verde. Retiró la tapa de su brillante ojo de gran alcance y enfocó con cuidado.

Al poco tiempo, una mujer salió a la escalinata de entrada, y su rostro ocupó casi todo el objetivo, un rostro moreno, ovalado, entre sombras, que podría haber sido de cualquiera; pero Asger no tuvo duda. Era su madre. Su madre de verdad. Fue uno de los momentos más especiales e íntimos que había vivido jamás, y en su fuero interno dio las gracias a Marie. Observó la figura, que seguía de pie, inmóvil, en el patio de la granja. Miró la esfera luminosa del reloj y apretó un botón para anotar la hora, y poco a poco fue tranquilizándose. Ella seguía inmóvil en el centro de la imagen. Solo existía ella en el mundo. ¿Advertiría su presencia? Asger pestañeó varias veces, y le pareció que el objetivo estaba empañado.

A lo lejos, la sombra se movió. Se cerró la puerta, y el ruido le llegó con un retraso de medio segundo.

El telescopio se le cayó de las manos.

Lo dejó en el suelo.

Al poco tiempo cayó dormido, como acostumbran los niños, con el cielo formando un arco perfecto sobre su rostro; era casi como si se apoyara en sus globos oculares, y la humedad de su interior se deslizó por sus sienes hasta secarse junto al cuero cabelludo.

Cuando despertó, la mujer del patio de la granja había desaparecido. Limpió los cristales del catalejo, les pasó cuidadosamente una gamuza por encima mientras pensaba en su madre; entonces lo golpeó la certeza —y, si fuera por él, podría haber tardado miles de millones de años— como un puñetazo en el pecho, que dejó sin aire su cuerpo quinceañero: seguía siendo un extraño.

Su madre de verdad ya ni se acordaba de él. Y sus padres actuales habían soñado con otro hijo. Era como si estuviera muerto. Estaba muerto, de alguna manera.

Sintió vértigo. Sensacional descubrimiento… Lo envolvió la oscuridad, y cayó, cayó y cayó. Una eternidad más tarde, la NASA se puso en contacto con él mediante la voz sosegada que tan bien conocía: «Do you copy?». Estaba en el agua, oía el silbido de la botella de oxígeno y sentía la gran bocanada de aire fluir a su pecho. Unos minutos más tarde regresó el horizonte, y se alzó entre el chaparrón de puntos centelleantes, para ocupar su lugar en la línea azul que mantenía su mundo en equilibrio. Escupió un par de guijarros y retiró una pequeña astilla de la punta de la lengua.

Era tan blanca como la porcelana.

Unos días más tarde estaba en la borda del Prinsesse Elizabeth y observaba el Sanatorio de la Costa deslizándose a estribor. Seguía sintiéndose extrañamente solo en el mundo, pero, en el crepúsculo rojo de La Franja, la soledad le daba al mismo tiempo una sensación de libertad que nunca había conocido. Había estado tres días vigilando la casita donde la mujer que era su madre iba y venía, y al final la NASA hizo que su cápsula atravesara la atmósfera sin problemas y cayera al mar, en cuya superficie flotaba. Clavó la mirada en las sombras oscuras al este del hospital, allí en La Franja, en las arboledas que tan bien conocía, y trató de lograr una última visión fugaz de su rostro… Susanne… Pero no fue ella quien salió de las sombras. Fue la chica ciega cuyo nombre había olvidado tiempo atrás. En medio del viento del fiordo, sonó como si ella le gritara una advertencia; pero ya sabía que era una idea estúpida. Tenía alucinaciones visuales y auditivas por su cansancio.

De pronto se puso a pensar en Ejnar, a quien había abandonado; fue la primera vez que lo hacía en los dos años transcurridos desde que se separaron en la oscuridad de la sima del bosque.

Dio la vuelta y entró en la cafetería del transbordador.

Al día siguiente estaba sentado junto a la ventana en su casa, observando a las dos personas que habían sido sus padres durante quince años. Estaban, como siempre, hablando del comedero para pájaros, y parecían satisfechos con las nuevas reparaciones. La ventana estaba entreabierta, y oyó que Kristine le decía a Ingolf:

—¡Asger ni se acuerda de quiénes tocaron en el festival!

Asger sabía que su madre sabía que él no había asistido, y no tenía ni idea del porqué.

Estornudó y miró al cielo.

Unos días más tarde, un grupo de jóvenes daneses irrumpió en las fiestas de la independencia de Estados Unidos que se celebraban en las colinas de Rebild, y las singulares imágenes televisivas de pieles rojas a caballo devolvieron por un momento su atención al globo en el que había nacido.

Al día siguiente, el chico —a quien sus compañeros llamaban Ejnar-ovni, porque había empezado a hablar de ovnis a todas horas, sin que nadie supiera la razón— trató de llamar a Asger. Lo repitió al día siguiente, pero a Asger no le quedaban fuerzas para retomar las dilatadas discusiones sobre la naturaleza del universo, ahora que la vida terrena se había entrometido en tal grado en su actividad mental. Tenía que pensar en su relación con su madre biológica, no quedaba lugar para Ejnar. Lo apartó de su mente.

Cuando empezó los estudios de astronomía en 1980, Ejnar estaba en el mismo grupo, pero Asger lo atribuyó a la casualidad; de todas formas, su fascinación de juventud por los ovnis había quedado atrás. También en la universidad lo evitó.

—¿Vamos a ver si los ovnis siguen allí? —propuso un día Ejnar, mirándolo cohibido en la cafetería de la universidad. Su rostro estaba rubicundo, como la vez que discutieron sobre la naturaleza del universo.

Asger sacudió la cabeza.

Ejnar trató de jugar su última carta.

—¡Puede que el agujero todavía esté!

No funcionó.

Era difícil de creer que el Destino pudiera tejer sus hilos de forma tan invisible como magistral, siendo como eran sus características la pereza y la improvisación; pero es un hecho que las insensatas negativas de Asger durante el primer cuatrimestre de otoño le enseñaron mucho sobre la vida, porque semana tras semana fueron minando las ganas de vivir de su antiguo amigo. Ejnar estaba hecho de una pasta especial, que normalmente desaparece cuando un chico pasa de la infancia a la juventud. Había en su interior un conservante que no permitía que sus penurias y preocupaciones se descompusieran en los huecos donde los guardaba celosamente, y ese era el problema. Con el año nuevo, desapareció de repente sin dejar rastro, y corrió el rumor de que se había marchado con una chica a Copenhague; pero, por otra parte, nadie lo había visto nunca con una chica, y bien pudiera ocurrir que nunca encontrase una, dada el aura de soledad que lo rodeaba. Algunos de los antiguos compañeros de escuela seguían llamándolo Ejnar-ovni, pero ahora a causa de su vagar inquieto por los pasillos de la facultad a cualquier hora del día.

Lo encontraron a principios de marzo, en el interior del bosque, en la época en que la luz empieza a perturbar las observaciones de las primeras horas de la mañana, cuando los auténticos observadores aficionados maldicen la llegada de la primavera.

Alguien que hacía jogging había dejado la playa y el quiosco de los helados para describir un gran arco por los pequeños senderos del bosque hasta la carretera, cuando de pronto divisó una vieja estructura de madera que cerraba el paso. Parecía una torre que surgía de la tierra, apoyada en un tronco grueso, pero era una escalera, vieja y desvencijada. El deportista se puso en cuclillas y tomó aliento, mientras observaba la construcción en la penumbra matutina. Entonces le pareció ver un sombrero negro bajo la escalera, pero no era un sombrero, sino un agujero medio tapado. Se puso en pie y se acercó, picado por la curiosidad.

Fue el hedor lo que lo hizo detenerse y retroceder varios pasos. Asustado, dio la alarma.

Un par de horas más tarde, sacaron el cadáver del agujero. Estaba medio podrido, con huesos blancos sobresaliendo por lo que una vez fue piel y carne. En la facultad todas las conversaciones se interrumpieron, y las estrellas de las altas bóvedas del planetario se apagaron cuando se suspendieron las clases. Nadie sabía qué decir. Asger era quien más lo conocía, pero Asger no habló con nadie, ni aquel día ni después.

Según la Policía, Ejnar se metió en el profundo agujero del suelo del bosque, donde estuvo mirando las estrellas, como hacen los niños, mientras de aquella manera extraña suya mostraba su extraordinaria paciencia por última vez. No volvió a subir. Había junto a él un libro de un hombre llamado Fred Hoyle, que tenía un título muy significativo, en opinión de los investigadores policiales, aunque desconocido para ellos: La niebla negra.

La Policía lo confiscó, sin saber si tenía importancia para la investigación de la muerte. Puede que algún comisario, por guardar las formas, leyera entre bostezos las doscientas treinta y ocho páginas, tras lo cual el caso se cerró.

En la iglesia, Ejnar-ovni yacía en un ataúd, rodeado de coronas de flores blancas, amarillas y rojas, y Asger, que estaba presente junto con toda la facultad, se imaginó espantado el vacío sin nombre de su interior. Vio ante sí cómo los saltones globos oculares tocaban la parte baja de la tapa del ataúd, igual que habían tocado la bóveda celeste, pero esta vez sin ver. Vio al padre de Ejnar, el catedrático, sentado en la primera fila, llorando por su único hijo, y Asger no se atrevió a cruzar su mirada enrojecida, por miedo de la sensación de triunfo que, para su horror, había llevado consigo a la Casa del Señor. En aquel momento, el anciano debió de enterarse de una vez por todas de que el universo no era inmutable, y de que nunca lo había sido; y en lo más profundo de su ser, Asger oyó su propia voz hablando en tono magistral a los discípulos de Hoyle, al catedrático y a su hijo, a quien en realidad siempre envidió y casi odió por su convicción y su fidelidad.

«Queríais que el universo fuera estático —decía la voz—, para que el mundo durase eternamente, sin principio ni fin. Pero no es así como funciona el mundo. Intenté explicárselo a Ejnar, pero no llegué a hacerlo porque se escapó del agujero. No tenía la paciencia necesaria».

Insensible, dejó que su amigo muerto cargara con parte de su culpabilidad; en la primera fila de la iglesia, el padre de Ejnar-ovni levantó la cabeza, como si hubiera oído un levísimo sonido y no consiguiera localizarlo.

La Policía encontró allí abajo, en la oscuridad, un pedazo de papel, que iba encabezado por el nombre de Asger. Solo un par de agentes, el comisario y el propio Asger lo habían leído.

«Tenías razón. Desde esta posición se ve con nitidez la nube galáctica de Andrómeda. Sin telescopio. Siempre ha sido tuya. Ilumina con más claridad que nunca».

Fuera de la iglesia, Asger pasó de largo junto a la larga cola que serpenteaba hacia el padre de Ejnar.

No se atrevía a mirar aquellos ojos que lo habían perdido todo, y aun así miraban obstinados el ataúd blanco. Como si, incluso en aquel momento, quisieran seguir manteniendo que la inmovilidad era un misterio, no una sepultura científica.

Asger no debió ir a la granja de Selandia aquel verano. Aunque no comprendía la razón, sabía que era cierto, porque todo está relacionado. Es ese saber que los astrónomos comparten con los ancianos, pero al que nadie concede importancia. Ejnar lo había amado con todo el amor que encierra el universo; así de sencillo.

Creo que el Destino estuvo aquel día más que satisfecho, porque los vivos deben cumplir las exigencias mínimas de perspicacia y prudencia si tienen alguna esperanza de circular por la vida sin que les pongan demasiadas zancadillas.

«La telaraña más fina, el balanceo más cauteloso», como habría tarareado Magna.

Tienes que volver a buscarla.

Knud Tåsing pronunció las palabras con aire categórico.

El periodista había llegado solo, sin Nils Jensen, y Peter Trøst llamó para decir que no podía ir, después de haber estado a la cabeza del segundo programa itinerante de Channel DK en solo tres días, esta vez en el Forum de Frederiksberg.

El desayuno tardío, como había ocurrido la víspera, se quedó intacto en la mesa. Las enormes revelaciones de los secretos de Magna y de Kongslund eran como un tapón en la digestión de todos los presentes. Al final, dos puericultoras llevaron las bandejas de vuelta a la cocina.

Si el relato de Asger sobre la granja de Selandia, la Muerte y la Traición había impresionado a Knud Tåsing, no lo mostró. Se volvió hacia el astrónomo.

—Tienes que preguntarle si en 1961 entregó en adopción a un niño. O sea, a ti.

Habían desaparecido los signos de interrogación que el periodista solía colocar al final de sus largas intervenciones con voz nasal a la conversación; también había desaparecido su estratégico vagar de un lado a otro.

—De verdad que me extraña que hayas sido el único que ha podido encontrar sin problemas a su madre biológica —declaró.

Contuve el aliento, y esperé que Asger hubiera olvidado los detalles más importantes después de tantos años. Estábamos en la sala del jardín. Fuera llovía, y Susanne había encendido las tres lámparas que había en el aparador.

—Tal como os dije ayer, fue Marie quien encontró el nombre —aseguró Asger—. De eso no hay duda.

Me puse rígida otra vez ante las palabras reveladoras, pero por suerte Knud tenía toda la atención puesta en Asger, y no lo vio. El astrónomo no parecía muy dispuesto a volver a Selandia y a sus recuerdos sombríos.

—Para mí es suficiente saber quién era —dijo, categórico—. Y no era Eva Bjergstrand.

—Pero aquí ha sucedido algo que tanto Kongslund como el Ministerio Nacional han tratado de ocultar durante medio siglo —insistió Knud Tåsing. El color de la piel de su rostro flaco era como el de un humo algo amarillento. Asger no dijo nada.

Susanne se había colocado, como siempre, de espaldas a la ventana que daba al estrecho, en el oscuro sofá de caoba. Había recogido las piernas por debajo de ella, como lo haría una adolescente; se volvió hacia Knud.

—Puede que las muertes de Eva y Magna no fueran más que casos fortuitos —sugirió.

—Llama la atención lo fácil que muere la gente en cuanto se enreda en el caso Kongslund —dijo escuetamente el periodista.

—Sí, y tú tienes fama de no equivocarte nunca.

La sarcástica alusión a la catastrófica metedura de pata de Knud Tåsing aterrizó sobre nosotros con una rabia que no me parecía propia de Susanne. También era injusta, porque, por lo que yo veía, el periodista había puesto en el caso toda la energía que pudo movilizar. El asunto Kongslund era su última oportunidad de levantar cabeza. Durante la primera hora repasó sus indagaciones en Instituciones Penitenciarias, y sus avances —aunque en general no nos hacían avanzar— fueron impresionantes. Confirmó que Eva Bjergstrand había estado en la cárcel, y encontró a un guardia de prisiones jubilado que lo llevó a otro, y a otro, y así hasta cinco guardias con quienes habló mediante sus contactos. Por desgracia, sus respuestas se componían de material inconsistente y no llevaban mucho más allá. Al fin y al cabo, habían pasado cuarenta y siete años.

No obstante, el quinto recordaba a la chica, porque era muy joven, y porque la indultaron de repente. En cambio, no recordaba que estuviera embarazada, y tampoco recordaba a ninguna visita que hubiera mostrado un interés especial en la condenada por homicidio. Knud Tåsing buscó más información en los archivos de Instituciones Penitenciarias, volvió a peinar todos los documentos que tuvieran relación con la cárcel de Horserød, leyó todas las palabras hasta la última letra, pero seguía sin encontrar nada útil. Si había información de interés, las personas que desearon con tanto tesón mantener el embarazo y el parto secretos la habían perdido o borrado.

Asger levantó un dedo largo y delgado.

—¿Ha habido en Kongslund otros sucesos así…?

—¿De misteriosos? —completó la frase Susanne, asintiendo.

La víspera, durante el relato de Asger, la directora no me quitó el ojo de encima, de manera discreta, pero continua. Probablemente yo era lo más misterioso que había sucedido a los pies de la colina —desde la caída del rey—, y su evidente nerviosismo me dejó inquieta. Y es que llevaba muchísimo tiempo sin estar en compañía de extraños, desde los años en que hice mis viajes secretos al barrio de adosados de Orla, a la casa de Peter, en Rungsted, y a La Franja —y un par de veces a Aarhus— y, por supuesto, al Sanatorio de la Costa.

—Una vez entraron a robar al despacho de Magna —continuó Susanne—. Lo pusieron todo patas arriba, y nadie supo a por qué habían entrado los ladrones. Porque no robaron nada. Gerda lo mencionó entonces como ejemplo de una de las poquísimas cosas que podían alterar el humor de Magna. Un robo.

—Si alguien estuvo buscando algo en Kongslund, debemos investigar de qué se trataba —sentenció Knud Tåsing.

Pestañeé, y unas gotas de agua cayeron sobre mis manos, pero por suerte nadie lo vio. Por supuesto que habían investigado; Gerda, al parecer, solo había desvelado uno de entre la docena de intentos de robo que tuvimos en Kongslund. Todos sabían que el deseo expreso de Magna era hacer como si nada y tratar de no hacer caso de las misteriosas visitas.

El procedimiento era el mismo todas las veces: ni rastro de ventanas rotas, ni rastro de cerraduras forzadas; por lo visto, los intrusos entraban sin problemas. Venían siempre cuando estábamos de colonias o de excursión dominical a Copenhague, donde, en los grandes tiempos de Magna, paseábamos por Strøget desde Nyhavn hasta Rådhusplads y vuelta[7], porque mi madre de acogida quería mostrar a todos que ninguna de nosotras tenía nada de que avergonzarse. Cuando los visitantes se marchaban, los expedientes y las carpetas de informes, sacados de sus estanterías, quedaban desperdigados por el suelo, y había algo de provocador en la repetición continuada del mismo procedimiento enigmático. Magna solía quedarse igual de conmocionada cada vez, pero nunca lo denunciaba. Tenía miedo de la actitud de las autoridades ante la seguridad del hogar infantil si los repetidos intentos de robo salían a la luz, decía. Y todo terminó de repente el verano de 1985.

—De todas formas, hace falta más para derribar a Magna —aseguró Asger, como si ella viviera aún.

Me hice un ovillo en la silla y me fundí con la pared. El último intento de robo tuvo lugar durante el primer gran Carnaval de Pentecostés de Copenhague y, como de costumbre, la misteriosa visita dejó Kongslund en un estado de muda inquietud, casi como durante la guerra, y Gerda no exageró para nada su descripción de la reacción de Magna ante los misteriosos sucesos. Durante los días siguientes martilleó los tallos de las flores e hizo tintinear los floreros con una furia callada, y creo que las puericultoras lo interpretaban como expresión de puro miedo. Pero yo, que era su hija de acogida y había estado en sus brazos, también veía otra cosa en los violentos movimientos junto a las mesas con flores; algo que, para mí, era por lo menos tan evidente como lo que veían las puericultoras.

Puro triunfo.

Comprendí, por instinto, el porqué. Los incansables ladrones nunca encontraban lo que buscaban. Y Magna golpeaba los tallos de las flores con una energía que mostraba su enfado y su obstinación. Y su alegría por el mal ajeno.

No lograban encontrarlo.

—¿Qué podían andar buscando?

Asger formuló la pregunta banal en un tono tan serio como si estuviera preguntando por la formación del universo. Como siempre, contuve la respiración y callé, pero por suerte nadie reparó en mis pequeños tics. Al fin y al cabo, siempre los tenía.

—Papeles…, documentos… —respondió Susanne con vaguedad—. Si buscaban al niño, si ya entonces alguien tenía una pista, buscaría en registros y formularios de Asistencia a la Maternidad, como nosotros ahora.

—¿Gerda tenía alguna idea sobre quién podría ser? —preguntó Asger, mirando a Susanne.

—No —respondió ella.

Qué confianza más ciega en la mujer que anduvo mangoneando con comandantes alemanes y expulsó a una patrulla de la Gestapo del hogar para recién nacidos.

El astrónomo estuvo un largo rato contemplando sus dedos, largos como catalejos, que nunca deberían haber tocado otra cosa que lentes pulidas y los delicados mecanismos de los telescopios espaciales de gran alcance.

—Pero Magna debió de imaginarse algo —dijo con terquedad.

—No. Ni lo denunció a la Policía.

Susanne cortó con decisión el acceso a los pensamientos y motivos de Magna.

—Pero ¿por qué no han vuelto… durante tantos años?

—Se darían por vencidos.

Todos me miraron. Había terciado en sus reflexiones tras varias horas de mutismo, y mi arranque los pilló por sorpresa, también a mí.

—¿No es evidente? —continué, tratando de ocultar mi estúpida metedura de pata con un añadido ingenuo de cabo a rabo—. Si dejaron de venir, sería porque se habían dado por vencidos.

Por supuesto, sonó como una auténtica imbecilidad. Como describir ovnis que nunca volvieron, porque nunca habían existido.

No dije más. Mi error había cortado la conversación.