ASGER
1961-1972
Si algunos de mis viejos compañeros de la Sala de los Elefantes estaban destinados a sufrir los pequeños empujones burlones del Destino desde lo Alto —y por supuesto que lo estaban—, hay que decir que el golpecito que derribó a Asger por segunda vez en su vida era tan malvado que ningún poder terrenal podía haberlo planeado.
Aún lo veo ante mí, tanto en Kongslund como en la estancia con vistas al mar donde lo encontré mucho más tarde, en el sanatorio donde conoció a Susanne. Su desgracia era uno de los sucesos que le encantan al Amo, porque parecen enteramente casualidades dispuestas en un orden casual.
Hasta que Asger, con su terquedad y una buena dosis de cinismo que yo, por lo demás, no asociaba con él, fue culpable de la muerte de su amigo de la infancia, no comprendí lo que también él encerraba en su interior. Y lo inmenso que había sido siempre su amor hacia las estrellas y galaxias.
Lo separaron de su madre en la sección B de Maternidad una mañana temprano de 1961.
Tres días más tarde, unos brazos fuertes lo levantaron de su lecho, y Magna abandonó el hospital con el pequeño en sus brazos protectores.
Asger miró sin duda por encima del hombro de ella cuando lo llevaba al taxi, y me imagino cómo debieron de brillar sus ojos de investigador, redondos como canicas, como si ya en aquel inicio de la vida estuviera fascinado por el espacio celeste y todo el azul que rodeaba el planeta que tenían en perspectiva.
Nadie podía haber nacido en una época más maravillosa que Asger. Telescopios potentísimos estaban investigando cada vez más lejos nubes de estrellas, y ojos vigilantes descubrieron los quásares intermitentes que se encontraban a miles de millones de años luz. Ya con cinco años, Asger encontró su vocación en revistas ilustradas con historias de platillos volantes y civilizaciones desconocidas, y nutría su fantasía con informaciones que eran mucho más imponentes que el taconazo raso de Ole Madsen que entró en la portería sueca en junio de 1965, mucho más espectaculares que el encontronazo del delantero centro contra el enorme sueco a quien los periodistas deportivos llamaban «Chimenea de Hierro», y a quien hasta el amable comentarista Gunnar Nu Hansen deseaba lo peor. Cuando tenía siete años, dos investigadores estadounidenses encontraron ni más ni menos que el rastro del origen del mundo; oyeron una ligera crepitación en un radiotelescopio de Nueva Jersey, al principio pensaron que eran excrementos de paloma en el aparato, tras lo cual intentaron limpiar la creación del mundo de sus instalaciones con agua y jabón. Como es sabido, no lo consiguieron, porque lo que habían oído era el ruido del big bang —el nacimiento del universo—, y fue una historia maravillosa que de una vez por todas hizo que Asger dirigiera la mirada hacia arriba, por encima del tedio más físico de la vida terrena.
Con ocho años estaba tan obsesionado por la necesidad de dirigir la mirada hacia el cielo, con todos sus fenómenos luminosos, intermitentes, llameantes y volantes, que sus padres lo encontraban noche tras noche despierto, acurrucado en el alféizar de la ventana, absorto en la franja plateada brillante de la Vía Láctea, que dejaba caer pequeños fragmentos de infinitud en su cuarto. Ingolf y Kristine despertaban una y otra vez por su trajinar, y encontraban a su hijo sentado a la luz de la luna, encorvado, pero con la mirada clara y concentrado.
Kristine, su madre, era infeliz. Al igual que otras mujeres con los pies en el suelo, por una parte tenía la arraigada opinión de que el cielo nocturno era algo bien conocido —y, por eso, en el fondo, indiferente—, pero por otra percibía que representaba una enigmática profundidad a la que en condiciones normales ninguna persona debía acercarse. Además, un poder superior más chistoso de lo habitual había hecho las cosas de forma que la pareja de maestros compró su casa en un barrio en el que todas las calles tenían el nombre de algún cuerpo celeste iluminado del cielo nocturno: Neptuno, Atlas, Júpiter, y las bellas y sinuosas calles entre villas se encontraban en la parte nordeste de la colina donde se construyó el famoso observatorio, de nombre Ole Rømer, con sus dos cúpulas enormes.
Pero los jóvenes maestros no estaban nada entrenados para tales rupturas imprevistas de su existencia armónica. Ambos trabajaban en una escuela, a pocos minutos de la nueva villa blanca de una planta; en todas sus acciones había una imagen de sosegada solicitud —la escrupulosa vanguardia de la nueva Dinamarca de las casas unifamiliares—, y para completar la imagen hablaban todas las noches, cuando su hijo se había acostado, de las provocadoras visiones de libertad y rebelión de los años sesenta: la guerra de Vietnam y las pruebas atómicas, la dictadura de Franco, el muro de Berlín y los derechos civiles en Estados Unidos.
Pero en un momento dado las estimulantes discusiones llevaron al silencio en torno a un tema que ya no podían ignorar. Ingolf tiraba de la pipa, preocupado, mientras la voz de Kristine casi chilló:
—Lo he vuelto a pillar… ¡en el alféizar de la ventana!
Su marido cruzó las piernas y miró de reojo, nervioso, hacia la puerta del dormitorio de Asger. Estuvieron un buen rato así. Ambos eran conscientes de que el chico que dormía no era suyo, y de que por eso había en su interior huellas de gente que nunca habían conocido.
—¿Será culpa nuestra? —susurró Kristine, mirando por la ventana hacia las cúpulas.
No entendía que ni más ni menos que el Universo hubiera encontrado una grieta para entrar en su vida. Al final ella misma dio con una respuesta a la pregunta de la culpa:
—Fuiste tú —dijo con voz categórica una noche que el miedo volvía a acecharlos—. Fuiste tú quien dijo a nuestros amigos que había nacido el mismo día que enviaron a aquel hombre al espacio.
Pronunció con claro tono de reproche la palabra hombre.
Ingolf se estremeció un poco, porque era verdad que había coqueteado con la idea de que el primer gran triunfo de la investigación espacial hubiese coincidido con el nacimiento de su hijo. En el momento en que limpiaban, pesaban y medían en el Hospital Central de Copenhague el pequeño cuerpo estirado de Asger, el mundo se enteraba de que el cosmonauta soviético Yuri Gagarin había alcanzado exactamente trescientos kilómetros en la nada, a bordo de la nave espacial Vostok.
—Un hombre valiente subió al cielo, y un chico valiente bajó a la Tierra.
Así de enigmático se expresó delante de sus amigos y un par de vecinos. Pero lo hizo solo para darles la engañosa impresión de que tanto Kristine como él habían asistido al parto, y que por eso era Asger sangre de su sangre.
¿Iba a arrepentirse ahora?
Aquel día de abril Gagarin necesitó ciento ocho minutos para llegar a su lejano destino celeste, solo unos minutos más de lo que necesitó la mujer del Hospital Central —la madre biológica de Asger— para expulsar a su hijo en perfectas condiciones. Los dos intrépidos viajeros, el hombre y el chico, tomaron después una sustanciosa cena líquida, y el bebé se durmió, mientras que el cosmonauta escribió un texto de un par de líneas —en ruso— en estado ingrávido, en lo alto de la atmósfera sobre el planeta azul. Lo que Ingolf no contó a nadie fue el hecho terrible de que, en los momentos en que el hombre de la cápsula volvía al abrazo soviético de la Tierra —era en plena Guerra Fría—, la mujer se levantó de su lecho, salió por la puerta hasta un taxi que la estaba esperando y desapareció de la vida de su hijo. Así fue como lo describió Magna. La madre biológica de Asger era «una puta»; tal fue su sentencia.
—Pero él no tenía ni idea de lo que estaba ocurriendo —adujo Ingolf, irritado, como siempre que Kristine insinuaba la influencia perniciosa del relato espacial en el recién nacido en el Hospital Central.
Pero Kristine se limitaba a mirarlo con ojos brillantes. Era de Middelfart, y desgranaba las cadenas de argumentos con el irresistible deje cantarín de su tierra natal, la isla de Fionia:
—¡Hay más de lo que crees entre el cielo y la tierra, Ingolf!
Luego se echaba a llorar de nuevo. Espoleada por su propio saber.
Independientemente del motivo, crecía la necesidad irresistible del chico de observar e investigar cuanto se movía en el cielo: estrellas, cometas, planetas, galaxias, supernovas, aviones a reacción, gaviotas, pájaros cantores, mariquitas, avispas, abejas y mariposas. Con seis años le pusieron unas gafas de cristales tan gruesos como las lentes de un telescopio, y a mitad del primer curso de primaria parecía ya un ensimismado catedrático de física teórica. Su cabeza era bastante mayor que la media de las cabezas de los chicos de la zona.
Cuando Asger tenía nueve años, los astronautas norteamericanos Neil Armstrong y Edwin Aldrin alunizaron en el mar de la Tranquilidad, y Armstrong se paseó entre el polvo lunar durante dos horas y cuarto y pronunció las doce palabras que Asger clavó a la pared, encima de la cama: That is one small step for man, one giant leap for mankind.
Al día siguiente, Asger empezó a cojear de la pierna derecha; es una notable coincidencia que, durante los meses siguientes al paso de gigante que supuso el célebre alunizaje, sus pasos se hicieran cada vez más pequeños, hasta que apenas pudo caminar con normalidad. Su extraño defecto duraba ya más de un año, y al final se puso de espaldas al cielo y miró hacia abajo, y aquello fue una muy mala señal. Se quitó las gafas, observó su pierna derecha, y al final cerró los ojos y lloró. Entonces Ingolf y Kristine lo llevaron por fin al hospital, donde los médicos lo tuvieron mucho tiempo en reconocimiento, porque aquella pierna enferma era un caso muy raro, y sus padres apenas pudieron pronunciar el nombre de la enfermedad cuando les dijeron el diagnóstico: síndrome de Calvé-Legg-Perthes. La enfermedad llevaba el nombre de los médicos que habían hecho pública la descripción de su avance paralizante al microscopio: la cabeza de su fémur derecho se había desmoronado por una carencia de calcio —en la imagen parecía una bola de barro rota que arañaba y arañaba el hueso de la cadera—, y aquella avería mecánica se debía a un defecto congénito que los médicos decían que existía desde la mañana de los tiempos. El fallo estaba en la «masa genética» del chico, decían, es decir, en la piedra angular del organismo humano, tema al que por aquellos años se dedicaban todos los investigadores que no estudiaban el espacio celeste.
Ya la semana siguiente lo llevaron a un hospital que había en La Franja de Kalundborg, donde iban a tener su pierna inmovilizada para que pudiera luchar contra la enfermedad junto con cientos de niños con el mismo defecto congénito. Iba a tener que guardar cama; no una semana o un mes, sino por lo menos año y medio, decían los médicos. Y todos los niños del Sanatorio de la Costa, por seguridad, llevaban un arnés atado a la espalda con tres gruesas correas de lona a cada lado. Al chico, que siempre había soñado con volar al espacio, lo ataron a su lecho terrenal con tanta solidez como pudieron. Así de banal puede ser el Destino cuando está de talante sombrío. A mí no me extrañó. Hice tres largos viajes al Sanatorio de la Costa durante los años en que Asger estuvo tumbado en su cama. Ya nada podía sorprenderme. Eso creía al principio.
El primer día de hospital, Kristine se derrumbó de la lástima que sentía por sí misma. Lloraba inconsolable, y Asger la oía llorar desde el extremo opuesto del corredor hasta que la pesada puerta de hospital se cerraba tras ella. Su padre se quedó inmóvil, blanco, en el vano de la puerta, sin decir palabra, antes de seguir a su esposa. Por primera vez, Asger agachó la cabeza y se centró de verdad en sus padres; se quedó horrorizado. En aquel momento vio con claridad que estaba solo en el mundo. Cualquier ilusión de salvación quedó ahogada por la magnitud de la catástrofe. Estaba tan solo en su mundo como un astronauta en órbita que había salido de su nave directo a la negra nada. Sí que veía otros puntos luminosos a su alrededor en la bóveda celeste, pero jamás en la vida podría alcanzarlos. Entonces Asger no sabía que en esa cuestión ya era un niño experimentado, mucho más preparado para la oscuridad y la soledad que ninguno de los otros niños del enorme sanatorio.
La primera noche se despertó con un grito: era como si la habitación estuviera llena de gente que no veía, y en un momento dado oyó una voz, y le pareció que había oído aquellas palabras antes, pero no las entendía.
—¿De quién es el niño? —preguntaba la voz.
En su casa, Kristine despertó de pronto en la cama y gritó:
—¡Es mío!
Le extrañó haber respondido una pregunta que no había oído formular. Pensó en Asger, que estaba entre tinieblas con la pierna enferma y el defecto genético que los había traicionado a todos. Aquello fue el golpe más duro para Kristine, la pequeña información que le dieron los médicos cuando establecieron el diagnóstico: el defecto solo podía pasar a la siguiente generación por parte de la madre, estaba firmemente unido al cromosoma femenino. La madre biológica que abandonó a su hijo dejó en su interior una enfermedad.
Por eso, delante de los médicos tuvo que admitir que Asger no era hijo biológico suyo.
Cuando la presionaron para incorporar aquel interesante aspecto a su investigación, ella dio el nombre y dirección de la directora de Kongslund, pero después se sintió como una esposa repudiada que daba de forma voluntaria la dirección de su esposo a su rival, y la sensación se mezclaba con un temor, sombrío y profundo, a perder a su chico para entregarlo a una rival desconocida.
Ingolf le acarició el cabello en la oscuridad y dijo:
—Nadie nos lo va a arrebatar, Kristine, y tampoco hay nadie que desee hacerlo. Pero vamos a tener que decirle la verdad, ahora que todos los médicos la conocen.
Ella calló, se sentía como un animal en una trampa.
A fin de no perderlo, iba a tener que decirle algo que supondría que iba a perderlo. Así era como lo veía ella.
En las primeras Navidades en el hospital, sus padres le regalaron un pequeño telescopio de lentes tan potentes que, incluso de noche, podía seguir a las tripulaciones subiendo y bajando por las escalas de los petroleros que fondeaban en la entrada del fiordo, junto a la ciudad de Kalundborg.
En su habitación del hospital había niños de todos los rincones del país; incluso de Thorshavn, en las islas Faroe, llegaron dos mellizos con nombres típicos de allí —Høgni y Regni—, y de una ciudad de Groenlandia de nombre exótico llegó Daniel, que nunca recibía visitas y después de nueve meses había olvidado el rostro de su padre, de su madre y de sus hermanas. Por cada mes que pasaba, su semblante adquiría una expresión más pálida y rígida, y sus ojos negros, entre dos pliegues de piel, se ocupaban de sus asuntos, así que nadie podía saber qué pensaba; solo se veían sus manos morenas sobre el edredón, apretando un pedazo de piel de foca de pelo tieso que traía consigo cuando llegó.
Una mañana temprano, antes de que el sol terminara de salir en el fiordo, Daniel reencontró el alma de sus antepasados; encorvó sus dedos como garras y tiró con todas sus fuerzas de correas y arneses, se puso a patalear con tanta fuerza, mientras gritaba y jadeaba soltando espumarajos por la boca, que al final correas y contrapesos volaron por la sala. Tuvieron que acudir cuatro enfermeras, y después llamaron a un celador para agarrarlo por las extremidades, que parecían querer escapar de su cuerpo preso. Lo redujeron con pastillas y unas correas aún más gruesas, y ya no lo dejaron estar con la piel de foca que desencadenó la revuelta. No volvió a hablar con nadie.
Unos días más tarde, Benny, el chico ancho de espaldas de Copenhague, hijo de obrero, logró continuar la insurrección: aflojó sus arneses, se quitó las vendas de las piernas y, con una extraña risa burlona que surgía de su estómago como un gruñido, abatió la defensa lateral de la cama y se plantó en el suelo con aire triunfador. Estuvo así unos segundos, inseguro, y se agarró a una silla antes de soltarla y tratar de caminar con sus piernas sin músculos. Sorprendido por su escasez de fuerzas, la primera vez cayó de bruces y se quedó tumbado un rato, gimiendo. En las camas circundantes, sus compañeros yacían con los ojos muy abiertos, paralizados por el presentimiento de la insoportable catástrofe. Como en todos los movimientos rebeldes recién creados, la mayoría se contenían, temerosos, dejando que el líder avanzara los primeros (y muchas veces últimos) pasos en solitario. Pero entonces Benny se levantó de pronto, entró en contacto con una desconocida fuerza interior y dio el paseo de su vida de una pared hasta la otra —sin músculos en las piernas—, y de allí directo al Infierno, porque en el camino de vuelta —apenas cuatro metros lo separaban de la cama— la cabeza de fémur tan laboriosamente reconstruida se rompió en el hueso de la cadera, e hizo que cayera de lado en la oscuridad. Aquello le costó estar dos años más tumbado.
Había más historias terroríficas sobre el sanatorio; lo peor fue lo del hijo de un camionero, Karsten, que había hecho recados para Asger el verano anterior, antes de que le dieran el alta. Volvió a casa con su padre, que enseguida lo puso de ayudante en el camión y le hizo levantar cajas y mover sacos un día sí y otro también, hasta que su cadera, todavía endeble, cedió a la presión y Karsten se desplomó. No llegó a volver al Sanatorio de la Costa. Pocos días antes de que lo ingresaran de nuevo, abandonó su cama, cojeó en la oscuridad hasta un bosque cercano y se colgó de una gran rama, que ni siquiera se rompió por el peso de su cuerpo delgado. Tenía doce años y dos días, y la historia de terror circuló como un susurro entre las enfermeras, y los niños se llevaron un susto de muerte; nadie volvió a rebelarse. Asger, tumbado en su cama con vistas al fiordo, comprendió que el Destino no perdona a los que ya ha golpeado, al contrario, y que no está dispuesto a dejar que nadie deje su puesto antes de tiempo. Comprendió que el Destino tenía especial animadversión por chicos como Daniel, Benny y Karsten, de familias que no comprendían nada y no habían aprendido nada, y que por pura estupidez se resistían a lo inevitable. Parecía encontrar especial satisfacción en dar codazos a las familias más pobres y en peor situación, y en aplastar a hijos y a padres antes de que consiguieran escapar. Asger captó bien el mensaje, aguantó la respiración y no realizó ningún movimiento impulsivo aquellos días. Sabía mejor que nadie con qué nitidez puede verse el menor movimiento desde el espacio.
Le quitaron las correas y vendajes en julio de 1972, justo cuando el científico norteamericano Carl Sagan hizo publicidad del envío del primer mensaje humano a civilizaciones extrañas en la sonda espacial Pioneer 10. En él, la humanidad colocó sobre una placa de aluminio una imagen de un hombre y una mujer, e indicaciones para llegar a nuestro hogar en la Vía Láctea. Por si pasaba alguien por allí.
Para el alma de Asger fue como un mensaje de la libertad que lo esperaba en el exterior. De pronto podía doblar las piernas e incorporarse en la cama, y lo dejaron soltar un par de horas al día las seis correas que lo sujetaban al colchón.
La primera vez que se sentó en la cama apareció de pronto en el vano de la puerta una niña de pelo largo castaño cobrizo que le colgaba suelto sobre los hombros, como un halo. Casi se le había olvidado cómo sonaba una voz de chica.
—¿Puedo entrar?
Asger sintió el martilleo de su corazón.
—Vivo aquí cerca —se presentó—. Me llamo Susanne.
Su voz se acomodó en el pecho de Asger como una cabecita de pájaro.
—Venía a ver qué tal estás —continuó—. Me ha dicho mi madre que estabas aquí.
No quería espantarla por nada del mundo, y no hizo preguntas sobre la extraña frase.
—Entonces, ¿qué tal estás? —preguntó la chica.
—¿Has oído que han lanzado una nave espacial en busca de vida en el universo? —dijo Asger. Y entonces ocurrió el milagro; ella no se rio de él, solo preguntó:
—¿Han encontrado a alguien?
La chispa del amor saltó al instante. Fue así de simple. Y puede que Asger no haya amado a otras mujeres desde entonces. Los dos niños no sabían que se habían conocido de recién nacidos, pero creo que el inconsciente identificaba algunas señales inconfundibles: un olor, un color, una manera de moverse, tal vez la resonancia de una voz… Todo lo que habían compartido en la Sala de los Elefantes, pero de lo que en aquel momento ninguno de ellos era consciente.
En agosto de 1972, Susanne apareció un jueves por la tarde, cuando el sol brillaba en un cielo azul oscuro y el mayor petrolero hasta la fecha había fondeado en el fiordo, justo delante de la ventana de Asger; allí estaba, como una gran ballena en medio del agua, en un jueves magnífico, y Asger sonreía a todo el mundo.
—¿Ya sabes que nuestros padres se conocen desde hace muchos años? —preguntó Susanne.
Él se quedó pensativo.
—No —respondió—. Nunca me lo habían dicho. ¿Desde cuándo?
Pero la idea lo hacía feliz, porque le otorgaba una posición especial que ninguno de los chicos de su sección podía superar.
—Desde que nacimos. Se conocieron cuando nacimos en Copenhague —explicó, contenta.
La idea era prometedora. Habían estado de alguna forma juntos desde el principio.
—Nunca he oído hablar de eso —dijo Asger, no obstante, con franqueza.
—Fue en el Hospital Central.
—Lo único que sé es que nací el día que Gagarin voló al espacio, que fue el primero en hacerlo.
—Los padres no siempre cuentan todo —observó Susanne, con madura sensatez, y Asger tuvo ganas de extender el brazo y acariciarle el cabello.
En la sala de estar de su casa, Kristine se puso derecha en la silla y se llevó la mano a la frente, como queriendo quitarse un repentino dolor de cabeza, y dijo:
—Me preocupa que la señora Ingemann haya pedido a su hija que visite a Asger.
—Bueno, ya hemos hablado de eso. Ninguno de ellos conoce su pasado.
—Tendremos que decírselo pronto. Todos los médicos lo saben.
—Pero es que prometimos a la señora Ingemann guardarlo en secreto.
—Es posible que en realidad ella desee que se sepa la verdad.
—¿Por qué habría de desearlo?
—Debemos decírselo. —Kristine meneó la cabeza—. Si no, se lo dirán los médicos. Y entonces…
En su mirada había espanto.
En la mente de Ingolf se movía una sombra que adquiría la forma del hijo que amaba, antes de desaparecer otra vez.
—Pues entonces se lo diré yo —sentenció, levantándose.
Aquella noche hicieron el amor con una violencia que no recordaban desde los primeros días de la escuela de magisterio. Fue casi como una felicidad reencontrada, que, a diferencia de la antigua, no se dejaba echar a perder por su imposible sueño de juventud de hacer que Kristine quedara embarazada. Fue como si de pronto algo negativo en su relación hubiera dejado de existir, haciéndolos más retozones y ligeros de lo que habían sido nunca.
Se hizo un silencio absoluto en la terraza de Kongslund. Vi que para Asger aquella parte de la historia era problemática.
Yo había juntado con dificultad partes del relato —Susanne sabía de algunas piezas importantes, pero no de todas—, pero era sin duda la primera vez que él contaba su historia de un tirón y en circunstancias tan especiales.
Debía de darse cuenta de que el pasado podía desvelar una relación con el enigma para el cual nos habíamos reunido, y aquello debía de inquietarlo, por supuesto. Los adultos que nos rodeaban habían sellado un pacto de silencio, para el que tanto el hogar infantil como los jóvenes padres adoptivos tenían profundos motivos.
—Mi padre…, es decir, mi padre adoptivo —añadió con un destello tras los cristales de sus gafas— tomó el transbordador a Kalundborg igual que muchas veces antes. Pero esta vez, solo.
Todos los sentados a la mesa de la terraza escucharon. Todos se daban cuenta de que aquel instante era decisivo.
Sí, Ingolf lo hizo solo. Estaba ansioso por terminar la misión que le había encomendado su esposa. El viaje en taxi de la ciudad al sanatorio duró un cuarto de hora. Una auxiliar llevó la cama de Asger hasta la sala de visitas, para que pudieran hablar a solas.
—Tal vez te preguntes por qué he venido —comenzó Ingolf.
—Pues sí —reconoció Asger. Había estado terminando una lista de los acontecimientos más importantes en la investigación de las galaxias más cercanas desde 1890, y su mente estaba volviendo poco a poco al planeta Tierra, pero todavía no se había adaptado a la realidad.
—Mamá y yo hemos estado pensando. Y hay una cosa que nos gustaría decirte, algo que sí…, quizá debiéramos haberte contado… algo antes.
Los ojos azules de Asger estaban abiertos. El miedo aún no había enviado el primer pequeño púlsar a su conciencia.
—Mamá y yo no podíamos tener hijos —confesó Ingolf.
La mirada de Asger no pareció reaccionar, pero en su cerebro surgió un diminuto rayo de luz entre los lóbulos cerebrales, que golpeó el hueso frontal con un chasquido sordo. Durante los segundos que siguieron a la extraña frase de su padre, se podría haber ubicado sin problemas todo el desarrollo de la Vía Láctea, desde polvo cósmico hasta galaxias espirales de tamaño medio, en un período de miles de millones de años. Para él seguía siendo como un instante eterno.
—Por eso, tu madre y yo decidimos adoptar un niño.
Sonaba extraño, y lo dijo con voz demasiado alta y decidida.
—Fue la mejor decisión de nuestra vida —añadió Ingolf, sonriendo.
«Tu madre y yo». Su padre decía «tu madre y yo», no «mamá, tú y yo», la única seguridad que había conocido.
Quiso devolver la sonrisa. Pero su garganta emitió un sonido, como si algo se hubiera agrietado en el fondo de su pecho, y sintió mareo. Durante un segundo, la profundidad de su vientre cedió y el agua se coló entre el colchón y el fondo de la cama, y continuó por el suelo y bajó hasta el sótano del hospital. Se le escapaba por todas partes, por todas las grietas, y salía de él como de un recipiente que se hubiera rajado de arriba abajo.
La sonrisa de su padre desapareció.
—Pero Asger, somos tus padres… Tu madre y yo siempre estaremos junto a ti…
«Tu madre y yo».
En aquel momento apareció la jefa de enfermeras, la señorita Müller, junto a su cabecera; lo tomó de la mano y pidió a Ingolf que esperase fuera mientras le cambiaban las sábanas. Su padre volvió más tarde.
Sonrió para disculparse, pero en su rostro seguía dibujaba la conmoción. Después de estar un rato en silencio, sin cruzar una sola palabra, Ingolf empezó a moverse. Debía irse. Era tarde, y trabajaba al día siguiente. No podía pasar la noche fuera, y debía volver para contar cómo había ido todo; Kristine estaba consumida por el nerviosismo.
—Tengo que marcharme. Mañana he de ir a la escuela —fue lo que dijo.
No había fallado un solo día en su larga e ininterrumpida vida de maestro.
—Muchos recuerdos de tu madre. Quería que los dos habláramos de esto, de hombre a hombre, y ya lo hemos hecho. Has reaccionado muy bien. Muy bien.
Asger no había dicho ni palabra.
Ingolf sacudió la cabeza con cierta impaciencia.
—Tu madre te ha escrito una larga carta que recibirás mañana, y te llamaremos por teléfono el martes o el miércoles.
Por supuesto, Asger no debía estar varios días sin noticias, pensando en la nueva realidad, dijo, dirigiéndose a la señorita Müller.
—Vendremos a visitarte el domingo, como siempre. Con los últimos tebeos: Akim, Kaptajn Mickey, Fart og Tempo, Battler Briton…
Se despidió dándole un beso en la frente, donde los padres suelen colocar sus besos.
Muchos años más tarde, Asger entendió lo que su padre había pensado en el ferry tras la visita a su hijo deshecho, de vuelta a casa con su esposa y a la nueva ternura que habían reencontrado.
«No es ningún pecado contar la verdad. Fue la decisión correcta. Tal vez deberían haberla tomado antes, pero, por otra parte, había muchas cosas en que pensar; no había nada de malo en ello, teniendo en cuenta las circunstancias».
Nunca recibió ninguna carta de su madre, pero lo llamó por teléfono tres días más tarde. Lo llevaron en silla de ruedas hasta el teléfono, y dijo que estaba bien.
—Desde luego, papá llegó cansado a casa. —Puso cierto énfasis en la palabra papá.
Asger no dijo nada.
—Te llevaremos tebeos —dijo Kristine a guisa de despedida, y colgó.
Pasó la noche siguiente medio dormido, medio despierto, hasta la visita médica de las diez, en la que el jefe de servicio Bohr, que era hijo del famoso físico atómico Niels Bohr (a quien por supuesto Asger admiraba por su enorme contribución a la teoría cuántica), entró en la sala, como siempre, flanqueado por la señorita Müller y una pequeña comitiva de enfermeras.
—¿Qué tal estamos hoy? —preguntó el jefe de servicio, que por una vez parecía concentrado en el mundo exterior.
El agua volvió a abandonar a Asger, con la misma violencia que antes, y todos los de alrededor se quedaron estupefactos. Después recordó el olor de la señorita Müller, a delantal recién planchado y a polvos. Ella lo miró y dijo:
—Voy a llamar a tus padres. Vendrán a visitarte. Pueden pasar la noche en la habitación de invitados del jefe de servicio.
Asger se dio cuenta de que la promesa iba a cumplirse.
Una hora más tarde, apareció Susanne. Además, no solía venir los sábados. Era como si hubiera percibido que pasaba algo. En la cama, debajo del enorme edredón azul, el cuerpecito de Asger se contraía de desesperación, y de forma inesperada ella lo rodeó con sus brazos y lloró. Él le contó todo, y ella reaccionó con un furor frío:
—Deberían haberse quedado contigo. Voy a contárselo a mis padres. Los conocen. Pueden hablar con ellos. Volveré luego.
Nunca debió dejarla marchar. Fue el mayor error de su vida. Nunca volvió. No apareció ni a las tres, ni a las cuatro, ni a las cinco. No sabía su dirección ni su número de teléfono, y cuando hizo acopio de valor y preguntó a la señorita Müller si sabía dónde vivía, la espigada jefa de enfermeras lo miró un buen rato y dijo al final:
—Creo que debemos dejar que ella decida cuándo quiere volver.
Se sentó en el borde de la cama.
—Tal vez sus padres hayan decidido que esta noche querían estar con ella.
Sus ojos al decirlo tenían el mismo color gris luminoso que el agua del fiordo.
Cuando Asger despertó, su madre estaba sentada en la cama y su padre estaba de pie tras ella, y al fondo estaba la señorita Müller con su cofia blanca encima del pelo gris plateado.
Aquella noche, y la noche siguiente, y la siguiente y miles de noches después, trató de comprender los acontecimientos que en unos minutos transformaron su vida, pero no se dejaban aprehender en fases lógicas, medibles, a las que estaba acostumbrado por estudiar la formación de las estrellas y los planetas. No había ninguna fórmula que pudiera explicar las fuerzas desatadas por un poder desconocido para él.
En menos de un segundo se quedó aislado de las personas que habían sido sus padres.
Y, pocos días después, también de Susanne.
Llegó octubre, noviembre, diciembre, y al final dejó de esperar. Para él no había duda de que la chica que había amado —como solo puede amar un chico de once años— había desaparecido para siempre. Había sido un cuento, una fábula, un sueño que guardaba relación con su añoranza. El sueño más extraño que había tenido en su vida.
Susanne Ingemann había vuelto al presente, junto a la mesa de la terraza, y tenía lágrimas en los ojos, un espectáculo inusual, porque en su vida el sentimentalismo había resultado ser fatal, en el sentido literal de la palabra.
Asger le puso la mano sobre el brazo y, de forma absurda, imaginé que habrían tenido esa misma postura de niños. Él volvió a acariciarla, y ella sintió el peso del «Perdón», es mi única palabra, banal, para describir lo que ocurrió.
Knud Tåsing, que en su profesión había desarrollado un talento para distanciarse de los sentimientos cuando estos se colaban demasiado cerca, dijo:
—Pero eso no nos dice nada nuevo sobre Eva… o el hijo de Eva. Ya os he hablado del papel de Marie como autora de los anónimos, y no sabe más que nosotros…
Aquello era una pregunta sin signos de interrogación.
Peter Trøst estaba quieto en su lado de la mesa, con los ojos brillantes como después de haber dormido mucho. No dijo nada.
—He tratado de encontrar a Eva Bjergstrand —dijo Knud Tåsing—. Es imposible.
Agaché la cabeza y traté de ocultar mi alivio. El ojo izquierdo me lagrimeaba otra vez.
Asger habló con su voz profunda, en un tono casi consolador.
—Si otros la han buscado, tampoco la han encontrado.
—Claro. Porque buscan un fantasma. —Era Knud Tåsing de nuevo, descarnado.
Contuve el aliento. No entendía dónde había conseguido aquella información, que no debería estar en posesión de nadie, aparte de mí. Volví a mirar a la mesa, desesperada, y entorné los ojos.
Entonces, sin piedad, soltó la bomba.
—Porque, al parecer, la persona que escribió la carta de la que se apropió Marie murió… —por el tono, deduje que lucía una débil sonrisa— siete años antes de escribirla.
Luego se dirigió a mí.
—¿Me enseñas otra vez la carta, Marie?
Mis ojos rezumaban. No me atrevía a levantar la cabeza.
—¿Por qué quieres ver la carta? —Era la voz de Susanne.
—Porque una de dos: o los muertos han empezado a escribir cartas… o la carta se escribió mientras la persona vivía, y me inclino por la segunda explicación.
El sarcasmo de su voz sonó demoledor y del todo malvado.
—La carta que me enseñó Marie, estaba, por la fecha, escrita unos días antes de que ella enviara los anónimos, en abril de 2008, pero era imposible, claro…
Me levanté —todavía con los ojos cerrados— y abandoné el grupo. Era una curiosa retirada, pero nadie se movió.
Un momento después, me encontraba junto al secreter de roble de la Habitación del Rey, secándome las lágrimas de la cara. Después tomé la decisión. Esta vez dejé el folio con el ruego de Eva a Magna en el sobre azul de correo aéreo que no enseñé a Knud Tåsing la primera vez.
Cuando volví, estaban sentados, por lo que podía ver, en la misma postura, y al parecer llevaban minutos sin intercambiar palabra.
La mano de Asger seguía firme sobre el brazo de Susanne.
Sin decir palabra, arrojé la carta sobre la mesa de jardín, delante del sagaz periodista.
—¡El sobre desaparecido! —exclamó con tono algo más ligero, y sonrió—. Pues sí, efectivamente, el matasellos es de Adelaida, donde la misteriosa mujer vivió y murió. Y mirad la fecha… Lleva matasellos de abril de 2001. De hace siete años.
Todos lo miraron, estupefactos.
Tomó el primer folio y lo puso al trasluz.
—Y la fecha que escribió Eva… con esta iluminación queda bastante claro… —Se volvió hacia mí, y entonces percibí también la mirada constante de Peter y Asger—. La fecha está cambiada de forma imperceptible. Cambiaste el uno de 2001 por el ocho de 2008, simplemente escribiendo dos arcos a los lados del palo. No estaba muy bien hecho, pero mordí el anzuelo. Así que la carta de Eva, de hacía siete años, estaba vuelta a fechar como si fuera de este año. Pero ¿por qué?
Me pareció que Susanne se quitaba de encima la mano del astrónomo. No le había confiado aquella faceta de mi espíritu emprendedor, y no iba a comprender el motivo.
—Es verdad, sí… La carta llegó… Traté de encontrar a Eva, pero fue imposible.
Dejé al margen a Susanne. Estaba sentada inmóvil, y me di cuenta de su perplejidad. Pero también sabía que no iba a corregirme mientras siguiera sin saber qué estaba pasando.
—Eso sí —continué—, encontré una pista del bebé en los viejos archivos de Asistencia a la Maternidad, que estaban en el desván de la Dirección General de Derechos Civiles. Allí encontré el formulario de John Bjergstrand.
Levanté la cabeza, sin hacer caso de mi hombro izquierdo torcido, que se había hundido casi hasta la altura de la mesa, ni de que mi mejilla izquierda estaba roja, surcada por mi agua salada. Si se extrañaron por mi pronunciado ceceo, no lo dijeron; nadie trató de interrumpirme.
—Pero no sabía cómo seguir desde allí. Han pasado siete años.
Me detuve.
Vi que Asger fruncía el ceño, como si hubiera atrapado una enigmática supernova en su ocular celestial, pero no creyera del todo en la existencia del fenómeno. Lo comprendí. Porque yo debía seguir dejando las piezas más importantes en la sombra. En aquel momento estaba haciendo equilibrios sobre un abismo, igual que los elefantes de la canción de Magna, y solo podía esperar cierta suerte, y la fuerza del consejo de Magdalene desde el Más Allá: «La telaraña más fina, el balanceo más cauteloso».
Se hizo un prolongado silencio en torno a la mesa. Luego habló Knud Tåsing.
—Esperaste siete años. Pero al final decidiste enviar los anónimos a las personas que sabías que lo entenderían y tratarían de hacerlo público, ¿con la esperanza de que surgiera algo?
Asentí en silencio. Cayó algo de agua a mi plato, pero no lo vieron.
—Pero ¿por qué cambiaste la fecha de 2001 a 2008?
—Porque quería que pareciera actual.
Había preparado mi respuesta con todo esmero.
Peter y Knud asintieron con la cabeza, pensativos. Solo las cejas de Asger apuntaban más arriba, hacia la bóveda celeste. No distinguía la expresión facial de Susanne, pero tampoco era importante, siempre que no me interrumpiera.
—Pero ¿por qué esperaste?
Desde luego, no había nadie más insistente que aquel periodista con su peste a mentol.
—No estaba segura. Había pasado siete años buscando un modo… de seguir adelante, y no quería arriesgarme a que se quitara importancia al asunto diciendo que era una carta antigua —expuse. Era artificial, pero verosímil, y del todo falso.
Aun así, los periodistas volvieron a hacer un gesto afirmativo; su ingenuidad me asombró, a pesar de que de alguna manera la había previsto. En su mundo todo debía transcurrir en el ahora y el ser actual para poder vincularlo con la realidad; solo por eso se tragaron mi evidente mentira.
Asger tomó la palabra.
—Pero al principio no enseñaste la carta a nadie, ¿verdad? Solo el formulario.
—Puse otra fecha a la carta por si alguien llegaba a verla algún día. Al fin y al cabo, tampoco era tan complicado averiguar quién había enviado los anónimos.
Miré a Asger a los ojos tras sus gafas redondas y traté de encontrar un apoyo que no merecía para mi disparatada historia.
Al final también él asintió con la cabeza, y me di cuenta de que me encontraba interesante y, por primera vez, no solo por mi singularidad mental y mis huesos retorcidos. La gente como Asger tiene problemas con las mentiras; las percibe como si fueran misteriosos agujeros negros en lo más profundo de la Vía Láctea, percibe su presencia —incluso cuando son casi invisibles y están tan bien camufladas como las mías— y después trata de acercarse a ellas sin que su fuerza lo absorba.
—Pero ¡fue una tontería! —exclamó—. Que en un documento importante se cambiara la fecha podría haber puesto en peligro la credibilidad del caso. Si Knud le hubiera dado publicidad…
No necesitaba decir más.
Knud Tåsing observó la cesta del pan, como si estuviera pensando empezar el almuerzo para el que nadie tenía hambre. Luego dijo:
—Debí darme cuenta del engaño de Marie de inmediato. Porque Eva Bjergstrand decía expresamente que había escrito su carta un Viernes Santo, y que acababa de leer sobre una boda en un periódico danés el 7 de abril. Pero en 2008 Semana Santa cayó en marzo, casi tres semanas antes de que hubiera podido leer el mencionado periódico. Debí haberlo visto, pero es que yo siempre he pasado de la Semana Santa.
Sonrió con ironía.
—Además, en la primera línea escribe que había llegado de Dinamarca cuarenta años antes, pero en 2008 habrían sido cuarenta y siete años, y una falta de exactitud así no era probable.
Agachó la cabeza, como para expresar una débil vergüenza.
—Las señales estaban allí, pero no supe verlas. Me puse en contacto con la embajada australiana en Copenhague, pensando que la carta era reciente, pero tuve suerte: hablé con una secretaria que unos años antes había atendido una consulta parecida. Y aquello la dejó perpleja.
Una vez más, se produjo un silencio, largo y tenso.
El periodista tomó un pedazo de pan y lo partió por la mitad.
—Es decir, que otra persona había preguntado por Eva Bjergstrand, y la pregunta no era reciente como la mía, sino que se la hicieron varios años antes. La consulta se la había hecho una mujer, y me dio su descripción…
Se volvió hacia mí.
—Entonces lo comprendí: ¿aquella carta podía ser mucho más antigua de lo que yo creía? ¿Me habían engañado? Bastó mirar un calendario. En 2001, Viernes Santo cayó en abril, concretamente el 13 de abril.
El corazón martilleaba en mi pecho, esperando las próximas, decisivas, palabras.
Se llevó el pan a la boca, pero lo mantuvo en el aire.
—La secretaria de la embajada recordaba también que no existía ninguna Eva Bjergstrand, probablemente porque había cambiado de apellido. Pero, tras repasar todas las mujeres danesas que habían sacado la ciudadanía australiana en la zona de Adelaida, sí que encontró una cuya edad y fecha de nacimiento coincidían, pero justo en aquel momento, y a principios de septiembre de 2001, aquella mujer había salido de Australia… —dijo y entonces comió del pan hacia Dinamarca.
No me atrevía a mirar a los demás. Era la información que la señora de la embajada me había dado cuando me dirigí a ella por segunda vez. Pero al parecer no le había contado a Knud Tåsing que yo había recibido la misma información, o tal vez no le diera importancia.
De todas formas, le di mentalmente las gracias.
—Por supuesto, la señora de la embajada lo había olvidado, pero le pedí que investigara dónde estaba ahora la mujer danesa. Y la respuesta fue de lo más sorprendente. Porque por lo visto no había vuelto a Australia. Al menos, la habían borrado de todos los registros de ciudadanía. Al parecer, se quedó en Dinamarca y nunca volvió a salir. Pero entonces, ¿dónde estaba?
—¿En Dinamarca? —Fue Asger quien expresó el asombro de los reunidos.
—Sí. Pero luego llegó la siguiente conmoción, porque cuando la encontré… —Tåsing vaciló.
—¿Qué…? —preguntó Asger.
—Estaba muerta.
—¿Muerta?
—Sí. Aquí, en Copenhague. Bastante cerca de…
El ardor de Asger perdió fuerza, como si estuviera ante un fantasma. Y lo estaba, de alguna forma.
—Pero ¿cómo…?
—Me puse a leer los principales periódicos del otoño de 2001, de cabo a rabo. Tal vez hubiera ocurrido en Dinamarca algo que pudiera relacionar con ella. Una reunión anual de hermandad australiano-danesa, un congreso… O tal vez hubiera sufrido un accidente. Sus idas y venidas quizá estuvieran registradas de alguna manera. Era una posibilidad remota, claro, pero Dinamarca es un país pequeño. Cuando disparas en un estanque de patos, incluso un disparo al azar da muchas veces en el blanco.
Knud Tåsing parecía inmensamente satisfecho. Entonces apartó el pan empezado y dio a conocer su última inquietante información:
—Encontraron a una mujer desconocida, justo aquí, en la playa entre Kongslund y Bellevue el 11 de septiembre por la mañana; muerta, tal vez asesinada. Quizá viviera en Australia, al menos a juzgar por su ropa.
Se hizo un silencio total a su alrededor. La palabra era muy anticuada.
Knud se levantó de la mesa.
—¿Os dice algo la fecha?
Nadie dijo nada. Era una pregunta innecesaria.
—Sí, ¿verdad? Dos horas más tarde, dos aviones de pasajeros se estrellaron contra las Torres Gemelas de Nueva York, y todo el mundo se convulsionó. Solo encontré unas pocas líneas sobre la mujer y su muerte en los periódicos. Tenían otras cosas sobre las que escribir. Pero fue suficiente. Porque ahora yo ya sabía qué había sido de Eva Bjergstrand. Ahora ya sabía por qué no volvió a salir de Dinamarca.
Aunque angustiada, me irritaban sus maneras dramáticas y las palabras empleadas. Pero el hombre había dado en el clavo. Había encontrado el último descanso de Eva Bjergstrand en el entorno arenoso del estrecho de Øresund y la fecha de su muerte repentina, que era una fecha famosa. No me atrevía a mirar a Susanne. Al menos dos pares de ojos podrían haber desvelado falta de sorpresa; claro que tuvimos bastante tiempo para darnos cuenta de lo que venía.
—Pero ¿por qué pensaban que tal vez fuera un asesinato?
—Yacía junto a la orilla. Tenía lesiones en la cabeza, producidas por una piedra afilada. Pero no había pruebas, y tampoco pistas técnicas. También podía haberse caído. No llevaba documentación encima, pero su ropa mostraba que no era danesa. Uno de los países que el periódico mencionaba como posibilidad era Australia, pero nadie se interesó. Dieron carpetazo al asunto. En los periódicos solo se publicaron un par de noticias breves.
Y así llegó por segunda vez a Kongslund la información que yo había ocultado durante siete años, y solo me había atrevido a compartir con Susanne Ingemann. Y llegó de la mano de Knud Tåsing.
Los tres hombres que quedaban en la mesa no tenían ni idea de lo que había ocurrido desde entonces, pero todos se dieron cuenta de las fuerzas que mis anónimos habían desatado. Alguien había visto la relación con la mujer muerta de Bellevue, y alguien había sabido quién era ella, y de dónde había llegado.
Incluso Magna, a quien nada atemorizaba, trató de evitar el peligro que percibió durante los días en que llegaron los anónimos, y se había deshecho de su protocolo secreto justo antes de que la encontrasen muerta.
—Tiene que haber alguna relación con el ministerio.
Era Peter quien hablaba.
—Tiene que estar relacionado con Enevold o con Carl Malle, por eso están tan ansiosos por encontrar al chico.
—O con Orla Berntsen —añadió Susanne Ingemann. Y luego se ruborizó de nuevo, como si hubiera traspasado una frontera invisible que los demás desconocíamos.
—Si Orla es sospechoso, también lo somos nosotros.
Las gafas de Asger habían vuelto a resbalar hasta la punta de la nariz, y por una vez el larguirucho astrónomo había olvidado el cielo y ni siquiera prestaba atención a los aviones que sobrevolaban Kastrup a lo lejos.
—Eva solo puede haber vuelto a Dinamarca en busca de su hijo. De hecho, sería su única razón para venir aquí: su hijo.
Su mirada suplicante recorrió la mesa.
Nadie lo contradijo.
—Eva quería desvelarle las extrañas circunstancias en las que nació, y quería decirle lo del escándalo…, y que era hijo de una asesina —continuó Asger—. Quizá eso provocara un gran ataque de furia. Al menos, yo habría reaccionado así. Me habría repugnado que me dieran esa información. Y el hijo de la asesina podría ser también un asesino; eso nos hace sospechosos a todos, a todos los que estábamos en esa fotografía de la Sala de los Elefantes en las Navidades de 1961. Yo, tú, Peter; tú, Susanne; Severin, Marie, Orla, Nils… Eva pudo ponerse en contacto con cualquiera de nosotros, y puede que la reacción fuera muy violenta.
—¿La herencia biológica? —repuso Susanne—. ¿La mente asesina?
Había sorna en su voz.
Asger se volvió hacia su amor nunca consumado de la infancia y le devolvió la mirada desde la profundidad de los gruesos cristales de sus gafas.
—Sí, Susanne, sí; la mente asesina. Es posible.
—¿Y qué pasó después… con Magna? ¿Crees que también la asesinaron?
—Tal vez. El asesino trataría de ocultar sus huellas. Y Magna era un obstáculo. Con todo lo que sabía. Los anónimos provocaron una reacción en cadena.
—Si es que la mataron; no se ha podido demostrar —matizó Peter.
Cerré los ojos.
—Pues entonces Marie, desde luego, está fuera de sospecha —sentenció Knud Tåsing, a mi izquierda—. Su motivo siempre ha sido hurgar en la herida.
—Sí… tal vez —dijo Asger, algo ausente.
Habría preferido una respuesta más firme. Quizá me sintiera un poco ofendida.
De pronto, el periodista cambió de tono.
—No me habéis preguntado qué ponía en el periódico del que os he hablado, el periódico que Eva Bjergstrand mencionaba en su carta, el que encontró en un banco en Adelaida, que la puso tan furiosa que escribió una carta a Magna.
Abrí de nuevo los ojos.
Knud estaba disfrutando la situación, como un cazador que está en un claro del bosque con la presa recién cobrada, frente al resto de cazadores con las manos vacías. También yo intenté encontrar el artículo al que se refería Eva, repasando los grandes periódicos que podían llegar hasta Adelaida, pero en vano.
Todos esperaron en silencio.
—Solo un periódico trajo una noticia que de alguna manera pudo interesarle —continuó—. Y, mira tú por dónde, fue mi propio periódico, órgano del Gobierno en aquellos tiempos, cosa que no era de extrañar, ya que se trataba, a su manera, de un asunto de Gobierno…
Sus labios casi chasquearon de satisfacción por su descubrimiento.
—¿Cómo pudo un periódico tan modesto aterrizar en un banco de Adelaida? No tengo ni idea, pero a veces ocurren milagros.
Chasqueó los labios una vez más.
Nadie dijo palabra.
—El 7 de abril de 2001 se celebró una boda discreta en Copenhague, concretamente en la iglesia de Holmen. Allí se casó el funcionario más poderoso del entonces Ministerio de Interior, el que poco después pasó a llamarse Ministerio Nacional, con su compañera sentimental durante muchos años.
Knud Tåsing hizo otra pausa, y no continuó hasta que casi se hizo insoportable.
—El jefe de Gabinete Orla Pil Berntsen se casó con Lucilla Morales, nacida en La Habana, Cuba… —Sonrió, como si se diera cuenta de lo grotesco de aquel matrimonio—. Y presente en la ceremonia estaba nada más y nada menos que el entonces ministro de Interior, amigo y benefactor de todos nosotros y protector de Kongslund desde siempre: Ole Almind-Enevold.
Tåsing calló unos segundos, tosió una vez y mostró su carta oculta:
—Allí estaban los tres, hombro con hombro, en una foto de color enorme, en aquel ejemplar atrasado. No había nadie más en la fotografía.
Noté que la onda expansiva daba la vuelta a la mesa.
Todos los presentes sabían lo que aquello significaba. Si se tomaba en sentido literal el contenido de la furiosa carta de Eva Bjergstrand, no había otras posibilidades de interpretación que la que tenían delante, basada en el magnífico trabajo detectivesco de Knud Tåsing: la sombra en la vida de la joven, el hombre que era padre de su hijo y después —literalmente— la hizo desaparecer y desmoronarse, no era ninguna antigua celebridad de vida ligera, de los que salen por docenas en las revistas y podían ofrecer exuberantes chismes durante unas semanas; no, se trataba de un ciudadano que en cualquier circunstancia defendía la moral y el amor al prójimo y, sobre todo, los derechos inalienables de los niños tanto antes como después de nacer.
El ministro nacional del reino: Ole Almind-Enevold.
Si hemos de creer las palabras —del pasado— de la joven, el político más popular del país, al principio de su carrera, dejó embarazada a una chica muy joven en una cárcel, ni más ni menos, y después tiró de todos los hilos posibles para ocultar el escándalo. Cuando dio a luz a un chico, se lo quitaron justo después del parto, tras lo cual la joven fue desterrada en secreto y se borraron todas las huellas. De todo el asunto solo quedó, por un error, una huella mínima, dentro de una caja de la antigua Asistencia a la Maternidad, durante años: el nombre.
John Bjergstrand.
Pasamos unos minutos sin hablar, mientras el mensaje volvía a hacer la ronda de la mesa. No era de extrañar que Almind-Enevold, si la historia era cierta, hiciera tantos movimientos desesperados aquellos días en su enorme ministerio. Sin testigos del pasado y, sobre todo, sin el chico, la historia parecería pura fábula, manifestación de una enfermiza campaña difamatoria de la prensa y de una oposición sedienta de sangre. Pero, si aparecía el chico, una simple prueba de ADN, algo que un hombre de su posición, moralidad y ubicación política nunca podría rechazar, revelaría la verdad en menos tiempo del que necesitaba el Catedrático para decir entre dientes: «Sin comentarios». Todo parecía indicarlo. Uno de los niños de Magna tenía un historial que era tan singular que muchos tendrían dificultades en explicarlo: una madre encarcelada por asesinato y un padre que en aquel momento empezaba su largo viaje hacia el más alto cargo de la nación. Si una historia así se desenterraba del pasado, si un periodista como Knud Tåsing o cualquier otro conseguía confirmarla, iba a costarle al ministro nacional todo su reino y el definitivo encumbramiento a la posición del líder de la nación. Iba a saber lo que era la deshonra en un grado desconocido hasta entonces por ningún político danés, e incluso tendría suerte si bastaba con que dimitiera. Podría ponerse en marcha una investigación criminal, sobre todo debido a la muerte de Magna, en el caso de que apareciera una mínima pista nueva que indicara un posible móvil para asesinar.
No era extraño que Knud Tåsing dejara aquella parte de la historia para el final. En aquel momento no era más que una teoría destructiva que golpearía a cualquiera que la conociera y la empleara de modo inadecuado. Quedaban todavía muchos cabos sueltos, y el periodista, que ya una vez en su carrera cometió un error irreparable, lo sabía mejor que nadie. Sentí que el temor daba otra vuelta a mi alrededor. Había más en juego de lo que ninguno habría soñado tan solo unos minutos antes. Sobre la mesa, ante nosotros, estaba el ligero almuerzo que nos habían servido las puericultoras, intacto. Nadie iba a comerlo.
—Qué putada que no tengamos la carta que Eva iba a enviar a su hijo, pero que al final no incluyó —comentó Asger.
Bajé la cabeza y callé.
Susanne Ingemann trató de formular en voz baja lo que casi todos pensábamos, aunque no teníamos palabras para expresarlo.
—Si Ole es realmente el padre, también él tendría un motivo para…
Se detuvo un momento, como si la idea contuviera demonios que no se atrevía a dejar salir.
—Me refiero a… la mujer de la playa.
Volvió a callar y su rostro se puso extrañamente pálido. Pareció que en cualquier momento fuera a ceder a una violenta náusea.
—Almind-Enevold y Carl Malle…
Knud Tåsing sacudió lentamente la cabeza.
—Puede que sí, puede que no. En la embajada descubrí otra cosa. Dos hombres de la empresa de seguridad de Carl Malle consiguieron un visado para viajar a Australia unos días después de la muerte de Magna. La señora de la embajada no debería habérmelo dicho, claro, pero el caso es que lo hizo. Al día siguiente llamé al despacho de Malle, me presenté como primer secretario del Ministerio Nacional y pregunté a la secretaria si los dos hombres de Adelaida habían vuelto a casa.
Dirigió la mirada al estrecho, como queriendo encontrar la respuesta en las olas de la costa sueca.
—Me dijo que no.
Ni siquiera se preocupaba por lo fraudulento de su método.
—Pero si Ole o Carl supieran…, o estuvieran detrás… —Peter Trøst dejó la parte evidente de la frase sin decir, flotando en el aire—, entonces sabrían también que Eva Bjergstrand estaba muerta.
El astrónomo asintió en silencio.
—Te refieres a que si sabían que en 2001 vino a Dinamarca y nunca más salió de aquí, ¿por qué habrían de interesarse por Australia en 2008? ¿Por qué iba a enviar Carl Malle a dos de sus hombres allá? Es una buena pregunta. Con una respuesta evidente.
—Sí —dijo Peter, asintiendo con la cabeza—. No lo sabían.
—Pero es posible que solo busquen el paquete enviado por Magna —sugirió Knud Tåsing—. Podría ser razón suficiente, así que no importa.
Asger Christoffersen no dijo nada. Posó la mirada en Susanne, como tantas otras veces.
Estaba sentada, inmóvil. Se habían conocido de niños, y seguro que entonces era igual de guapa. Creo que seguía queriéndola.
—Claro que —dijo Asger con lentitud interminable— hay más cosas de las que imaginamos entre el cielo y la tierra. Una cosa sí que es segura. Todos debemos conseguir información sobre nuestras madres biológicas, quiénes eran y de dónde venían, para ver si una de ellas puede haber sido Eva Bjergstrand.
Dejó de hablar un momento.
—Eso va también por Orla, Severin y Nils, por supuesto. Debemos hacer esa pregunta a nuestros padres adoptivos. ¿Cuánto sabían en realidad de nuestros orígenes? ¿Qué les contó Magna? Debemos exigir ver los documentos que se les entregaron al adoptar, si es que aún existen.
Me di cuenta de lo que pensaban Peter y Susanne mientras Asger hablaba. Para él sería una cuestión fácil, porque ya sabía dónde buscar. Era fácil animar iniciativas desagradables y arriesgadas cuando no te jugabas nada.
Aquella noche soñé con Nils Jensen.
Estaba a la luz de la luna junto a su padre, el vigilante, en el cementerio, escuchando la singular y fantástica fábula del Gran Autor de Cuentos sobre la niña que tuvo que vivir en las Tinieblas, bajo tierra, después de haber pisado el pan de sus padres para poder atravesar el lodazal y llegar a casa con los zapatos secos. Aquella niña perdió, por su arrogancia, el derecho a la luz, a la vida y a los pájaros del cielo, y lo aprendieron todos los niños que vinieron detrás.
El anciano vigilante no había desvelado ni palabra sobre el pasado de su hijo ni sobre el milagro que hizo posible que una familia necesitada accediera a una de las codiciadas adopciones que solían estar reservadas a familias mucho más pudientes; aquella parte de la historia se había mantenido oculta hasta hoy. Nils Jensen nunca abrigó sospechas. Ningún demonio le había soplado verdades al oído, y su padre, que también en su trabajo renunciaba a la luz, prefirió callar. Nunca creyó que pudiera encontrarse la verdad.
En mi sueño, su mirada vagaba por la sala junto al cementerio de Assistens.
Nils Jensen repetía su pregunta en sueños: «¿Quién es mi madre?».
La verdad iluminaba la mirada del anciano vigilante, y después toda la sala. Su esposa se deslizaba sin ruido junto al papel pintado, detrás de los dos hombres, y cerraba la puerta tras de sí.
El vigilante y su hijo estaban solos en mi sueño. Pasaron un buen rato sin decir nada.
—¿Quiénes son mis padres? —preguntaba Nils por tercera vez.
Apenas oía responder al anciano.
—He guardado los papeles de tu bautismo durante todos estos años. Me dijeron que los quemara, pero los guardé.
Sonaba a la vez con aire de disculpa y obstinado, y extendía la mano hacia su chico.
Durante un momento, no había ningún movimiento en la sala, y durante un segundo estremecedor creí, en sueños, que siempre iba a ser así.
Pero entonces Nils tomaba la mano de su padre, y yo lloré, porque sabía que eso significaba que la niña de las Tinieblas no tenía por qué estar perdida para siempre. Tal vez el Autor de Cuentos cambiara el final.
Por una vez, dejé que el Destino colgase disgustado del borde de su parte del cielo, desde donde nos miró furioso a nosotros —vivos y muertos, recién llegados, rechazados, reparados de mala manera, torcidos, miserables y casi inmóviles—, en vez de volver arriba de un salto y pedir permiso para ponerse a cubierto. Fue un momento inusual de mi vida. Y por supuesto que fue también una provocación que —incluso en sueños— corría peligro de recibir castigo.
Aquella noche, más tarde, me despierto y estoy entre Tinieblas, escuchando los pequeños ruidos de los niños de la casa, y no puedo dejar de pensar en todos los niños que han dormido en estas estancias durante más de setenta años. De vez en cuando imagino que recuerdo todos esos rostros que se han vuelto hacia mí y distingo unos rasgos faciales entre miles, pero sé bien que solo Magna tenía esa habilidad.
Asger se ha retirado a la antigua habitación de Gerda Jensen, en la torre del sur, y algo más allá en el pasillo del primer piso duerme Susanne. Y su presencia común despierta en mí una vaga sensación de triunfo.
Desde que Magna me instaló en la Habitación del Rey, como recuerdo eterno de lo incompleto y defectuoso que era su hogar perfectamente simétrico, he estado esperando este momento.
Pienso en los que han vuelto y sonrío, yo, que nunca sonrío.
Me pongo a pensar si Asger, en su versión adulta, también alberga toda esa inocencia celestial que tan pocas personas tienen en la realidad. No la tienen Orla ni Susanne ni Nils ni Peter, ni siquiera Severin, que eligió todas las adversidades de la Bondad de Corazón y ayudó a tantos, y tampoco yo. Jamás hemos poseído esa inocencia.
Pero ¿Asger?
—¿Acaso se puede confiar en alguien? —pregunté a Susanne cuando hicimos la cama de Asger en la habitación de la torre, dimos las buenas noches y nos quedamos solas.
—Nunca he pensado en ello —respondió.
—Pero tú lo conociste, ¿no? Antes.
—De niños, Marie. Pero en realidad ¿quién conoce a quién de niño?
—¿Crees que sospecha de nosotras? ¿O de alguien en concreto?
Susanne se había detenido junto a la Habitación del Rey.
—¿Cómo encontraste a sus padres aquella vez? —preguntó. También ella dominaba el arte de dejar que las palabras cambien de sentido y se deslicen por sus propios pasillos sombríos.
Caminé hacia atrás desde el vano de la puerta, hasta que apenas pudimos vernos en la oscuridad. Solo la lámpara de las escaleras emitía algo de luz, y debíamos de parecer sendos espectros de una novela de fantasmas en casas mayores que aquella. Hacía mucho tiempo que no entraba conmigo a la Habitación del Rey.
—Creía que todos los padres biológicos habían desaparecido de las carpetas…, de los registros correspondientes a los niños de la Sala de los Elefantes —continuó.
No dije nada.
—Pero ¿todavía existen? —preguntó.
Retrocedí hasta el interior de la habitación y empujé la puerta. Y mis engañosas palabras quedaron flotando en la oscuridad a mis espaldas como pequeños planetas iluminados:
—Ya no me acuerdo.
Rodaron como un pequeño eco por el pasillo y desaparecieron.
En aquel momento yo solo sabía una cosa que siempre había sido cierta en Kongslund. Siempre. Yo la había querido siempre. Susanne Ingemann estaba hecha de ese material que aman tanto los hombres como las mujeres. Inalcanzable.