NILS
21 de junio de 2008
Naturalmente, Magna tiró de los hilos y envió de antemano a su fiel mensajero Carl Malle para que hablara con Susanne Ingemann ya mientras estudiaba Magisterio.
Así era cómo la mujer más formidable de mi vida pensaba y planeaba las cosas, porque nunca se fiaba de Dios ni del Diablo.
Susanne recibió una oferta para trabajar en el hogar y, de propina, la promesa de convertirse en la sucesora de Magna. ¿Quién podía ser más adecuada que ella? Y ¿cómo iba a decir que no la chica de La Franja, una vez comprendido su deber universal de ser la próxima reparadora en el taller que Magna había perfeccionado hasta hacerlo famoso y que nunca iba a dejar de serlo?
Todo encajaba, justo como mi madre de acogida había deseado.
Tras una noche sin sueños, me levanté temprano, pese a que no esperábamos la llegada de los invitados hasta el mediodía.
Habían pasado casi seis semanas desde la muerte de mi madre de acogida.
Era el momento que había soñado toda mi vida, que me había prometido la anciana Magdalene desde el día que nos conocimos.
—Paciencia —me susurró con su voz ceceante—. La paciencia es el único aliado de los repudiados y deformes.
Después emitió una de sus acostumbradas risitas sofocadas, como hizo durante los años en los que fue la única amiga de mi vida. Era el día que iba a volver a reunirme con tres de los cinco chicos de la Sala de los Elefantes.
Miré hacia el estrecho y la isla de Hven, pero por una vez dejé el catalejo en su trípode. Era el día más largo del año según el calendario de Kongslund, y lo interpreté como un gesto especial de los poderes que por fin habían vuelto a unirnos.
Poco antes de las doce oí dos coches detenerse al otro lado de la casa. Esperé casi cinco minutos para levantarme con lentitud de la silla de ruedas, echar un vistazo al espejo, que me devolvió la mirada, mudo, y bajar la escalera sin hacer ruido, junto al gran cuadro de la mujer de verde, pintado por J. V. Dorph.
Recuerdo que por un instante mi mirada se cruzó con la suya, vacilante, en medio de un escalón, como si ella tuviera que ver con la ceremonia inminente o pudiera contarme algo al respecto, pero su respuesta fue también el silencio. Luego atravesé el vestíbulo y abrí la puerta de la Sala de los Elefantes, donde los elefantes azules de Gerda me rodearon al momento con sus cientos de trompas alzadas. Los niños más pequeños los habían llevado al pabellón exterior a dormir la siesta, y en la estancia no había nadie más. Estuve un buen rato escondida tras la cortina, observando a los cuatro invitados que había en la terraza. Mi corazón latía tan rápido y con tanta fuerza que apreté los dientes por miedo a que lo oyeran.
—Este es el momento, Marie —cuchicheó la aliada de mi vida—. Ahora.
Magdalene tenía tendencia a la grandiosidad, y creo que la compartía con su distinguido pretendiente del Más Allá.
Los cuatro hombres hablaban con Susanne Ingemann. No oía lo que decían, pero a juzgar por sus expresiones, estaban ocupados en darse los primeros torpes saludos de bienvenida. Asger Christoffersen sonreía tras sus gafas gruesas como las lentes de un telescopio; les sacaba casi una cabeza a los demás, como si su búsqueda de estrellas hubiera estirado nervios y huesos en la misma dirección. Nils Jensen estaba a su izquierda, bien pegado a la tierra por su colección de cámaras sujetas al cuello por gruesas bandoleras: una Nikon réflex, una pequeña Leica y un gran flash; estaba igual que en la fotografía que reprodujeron los periódicos cuando ganó el primer premio de la Foto de Prensa del Año por la imagen de un niño iraquí sangriento, muerto; Peter Trøst estaba algo retirado, con las manos en los bolsillos y la mirada fija en el estrecho. Tal vez había leído sobre la historia real del lugar y sabía que el pequeño embarcadero de madera a los pies de la villa tenía su propio pasado glorioso: era allí adonde el navío real Falken arribaba a la costa de Skodsborg en los meses previos a la firma de la Constitución, cuando el Rey Bueno y la condesa Danner tenían que hablar con el arquitecto de Villa Kongslund sobre la inclinación del tejado y la colocación del muro exterior como marco de la simetría perfecta.
Peter Trøst se volvió hacia los reunidos en la terraza, pero poco a poco, como si en realidad hubiera preferido escapar. Knud Tåsing estaba callado, cosa rara, y con el ceño fruncido. Dos puericultoras habían dispuesto fresias amarillas en cuatro floreros azules bajo una sombrilla azul, y habían colocado una mesa de jardín blanca con vasos de cristal y cubertería de plata brillante, y Susanne Ingemann estaba inclinada hacia delante, empujando uno de los floreros al centro de la mesa, como si estuviera desplazado un centímetro invisible.
Me di cuenta de que Susanne se había percatado de mi presencia, y de pronto se volvió hacia las cortinas ondeantes de la puerta entreabierta de la terraza y dijo algo a los demás. Todos miraron hacia la puerta de la Sala de Recién Nacidos.
Salí a la luz del sol y avancé hacia ellos.
Se pusieron rígidos, casi como si hubieran visto un fantasma o a una persona a quien creían muerta años atrás. Cosa que, en cierto modo, era verdad. Me había puesto para la ocasión un vestido negro abotonado hasta el cuello, como habría hecho la anciana Magdalene. Me pareció un gesto adecuado, pero me daba sin duda un aspecto bastante anticuado. Entraba en su mundo como si viniera de un tiempo pasado.
—Os presento a Marie.
Susanne me alcanzó con un gesto rápido un vaso de agua de flor de saúco, sin duda para ocultar mi timidez y la suya propia.
La mano no me tembló, cosa extraña, pero percibía su curiosidad como pajaritos en el aire revoloteando en torno a mí. Había sido un misterio durante todo el asunto de Kongslund, al igual que durante los años previos, y allí estaba, de repente, vivita y coleando, la niña torcida que en otros tiempos jugaba en la habitación bajo la buhardilla, la famosa hija acogida por la directora, extraña, invisible.
Susanne me los fue presentando uno a uno, pero ninguno de los cuatro hombres hizo ademán de darme la mano. El contacto no se nos hacía fácil a ninguno, tampoco a Knud Tåsing, que ni siquiera había nacido de padres desconocidos. Yo ya sabía que había contado a los demás lo de la carta de Eva, lo que me convirtió en la autora del anónimo, pero en sus rostros no había enemistad alguna. Supuse que, al igual que el periodista, pensarían que la carta era reciente, y no quise quitarles la ilusión, claro. Igual que ellos tenían que creerme cuando les aseguraba que nunca había habido ninguna carta adjunta para el hijo de Eva.
Susanne me contó, y yo la comprendí, que tanto Tåsing como Peter Trøst habían tratado de ponerse en contacto con Søren Severin Nielsen, pero que el abogado no les había devuelto la llamada. Nadie se había puesto en contacto con Orla. La estrella de la televisión brindó con una leve reverencia, el gesto de amabilidad hizo que mi ojo izquierdo bizco se llenara de agua, y sequé la estúpida lágrima. Él atribuiría sin duda la reacción algo extraña a su fama y belleza, de la que todavía quedaba algo en su rostro. Él no sabía que yo había examinado de cerca cada uno de aquellos rasgos durante más años que la mayoría, y por eso los recordaba con mayor nitidez que nadie hoy en día, cuando casi se habían borrado.
—Gracias por recibirnos.
Asger hizo una reverencia educada y algo rígida. A pesar del calor veraniego, llevaba puesto un jersey de lana de cuello redondo, y en aquel momento había ladeado la cabeza, como si reconociera a algún ser lejano en mi torcida apariencia; o tal vez recordase la ayuda que le presté cuando quiso encontrar a sus padres biológicos. Aquella vez tuve que moverme rápido y darle la respuesta más lógica que pude encontrar.
Y él no se dio cuenta.
Pero, curiosamente, nuestra conversación empezó justo allí.
—Asger dice que una vez le ayudaste a encontrar el nombre de su madre biológica —dijo Peter Trøst con tono agradable.
Desvié la mirada, asustada. Debió de pensar que yo era más rara que un perro verde, pero mi corazón martilleaba mientras sopesaba la respuesta a la inesperada pregunta. De niña había amado a Peter, a distancia, ¿qué otra cosa podía hacer cualquier persona?
—¿Cómo encontraste su nombre? —Extendió la mano hacia Asger, como si la pregunta la hubiera hecho el astrónomo.
Knud Tåsing se mantenía algo apartado, observándome con mirada insondable; el periodista no había mencionado en la redacción mi responsabilidad en los anónimos, y aunque yo entendía el problema que suponía demostrar la teoría si yo lo negaba todo y lo rechazaba por ser un disparate, pero de todas formas me extrañaba su reserva. Puede que confiara en acceder a más fragmentos de la respuesta al enigma del bebé entregado en adopción, o puede que temiera, sin más, que la siguiente revelación implicara al único amigo que le quedaba, Nils Jensen. Yo entendía que Knud, por amistad, hubiera decidido mantener al fotógrafo en la ignorancia. Por eso estaba Nils a unos pocos metros del lugar donde pasó su primer año al cuidado de Magna, sin tener ni idea de ello.
Fue un error que el periodista ya no podía corregir.
—En los registros —dije al fin, aspirando hondo para que no se me notase el desagrado en la voz—. Encontré el nombre en los registros oficiales del despacho de Magna.
Acentué un poco la palabra oficiales, y mantuve a propósito mi ceceo a un nivel tal que Magdalene no se sintiera excluida de la conversación, pero de forma que mis palabras fueran comprensibles para los invitados que llevaban tanto tiempo esperando.
Susanne era la única de los presentes que sabía que la respuesta era una mentira de cabo a rabo. Y debió de estar pensando, algo asustada, qué pude decirle al chico, que entonces tenía quince años, que lo dejara satisfecho. Pero escondió su inseguridad tan bien como siempre. Vi que los cuatro hombres —también Peter y Knud, a pesar de lo diferentes que eran— estaban impresionados por su belleza, al igual que lo estuve yo; creo que sentían ya que conocían los hitos principales de su vida, tal como venían descritos en los artículos sobre Kongslund.
Knud Tåsing se volvió hacia el astrónomo larguirucho.
—Entonces, ¿quién era tu madre biológica, Asger? —preguntó con un tono algo escéptico.
—Desde luego, no se apellidaba Bjergstrand —respondió Asger con tono aún jovial.
—¿La visitaste alguna vez?
—Sí; o, mejor dicho, no. La vi.
Era una frase incoherente, singular, y la jovialidad había desaparecido.
Susanne acudió en su ayuda.
—Haré que traigan el almuerzo.
Se volvió hacia la puerta de la Sala de Recién Nacidos y dio unas palmadas con autoridad.
—¿Hay otros que hayan buscado a sus padres? —Knud Tåsing sostuvo la mirada de su amigo de la infancia, pero Peter Trøst no respondió.
—¿Dónde están ahora esos registros? —preguntó Tåsing, volviéndose hacia Susanne.
—Subiré a buscarlos al desván en cuanto pueda —anunció Susanne.
—Igual encuentras hasta tu formulario, de aquellos tiempos.
Todo movimiento cesó en la terraza.
El vaso de mi mano tembló. Knud no debería haber sabido eso.
En la puerta a la Sala de Recién Nacidos había una puericultora con un cuenco de arenque marinado al curry en cada mano, paralizada como una bailarina sobre hielo en medio de una pirueta. En Øresund las velas blancas se deslizaban hacia la costa y el puerto deportivo de Tuborg.
Susanne no consiguió ocultar la violenta expresión de extrañeza que deslució por un momento su hermoso semblante.
—¿Es que no debemos saberlo?
Knud Tåsing estaba justo frente a ella. Llevaba un jersey verde y pantalones de pana marrones, y parecía un antiguo maestro de escuela, con la vara de azotar oculta tras la espalda.
—He estado tan cegado investigando a los cinco chicos que nunca hasta ahora me había interesado por la última chica de la Sala de los Elefantes: la última de los niños de la foto.
Susanne se dejó caer en la silla de la cabecera de la mesa con la cubertería y los vasos de cristal. Como movidos por un impulso común, todos nos sentamos, a excepción de Asger. La puericultora puso con manos temblorosas los dos cuencos de arenque a la izquierda de Susanne. Knud seguía mirándola fijamente.
Entonces Asger se aclaró la voz desde las alturas.
—De hecho, fui yo quien lo descubrió —explicó—. Hace mucho de eso.
Sus gafas se habían deslizado hasta la punta de la nariz afilada, donde se movían como si pensaran en despegar, agitar las patillas negras y alejarse volando hacia el estrecho.
—Esta mañana se lo he contado a Peter y Knud, y a Nils, después de oír que era Marie quien había enviado los anónimos. No me parecía que fuera necesario antes, ya que todo gira en torno a un chico; pero ahora creo que necesitamos saberlo todo, si queremos tener alguna posibilidad de averiguar qué ha ocurrido.
Parecía, más que nunca, un investigador de enormes nubes galácticas que trataba de ver, atravesando años luz, el otro lado del universo, pero que por alguna causa desconocida temía lo que iba a ver.
Y, por supuesto, temía la reacción de Susanne.
Susanne hizo señas a la puericultora para que se marchara, ya había recuperado su energía. Fue impresionante.
—¿Dónde lo has sabido? —preguntó.
Asger puso la mano en el hombro de Susanne Ingemann. Era un gesto que normalmente solo se ve en matrimonios tras una larga vida en común.
—Mis padres conocieron a tu madre en 1962, en Kongslund, mientras esperaban la adopción, y volvieron a coincidir con ella diez años más tarde, en Kalundborg, cuando a mí me ingresaron en el Sanatorio de la Costa. A tu madre se le ocurrió que debías visitar al pobre chico enfermo. Le daba la sensación de que me conocía, y deseaba ocuparse de otros, como sabes. Pero no teníamos ni idea de que viniéramos del mismo sitio, porque, claro, en aquella época todavía no nos lo habían contado.
Asger asintió en silencio, como desafiando a Knud Tåsing, que estaba sentado de espaldas al estrecho y el embarcadero, y luego se volvió hacia Susanne.
—Cuando llevaba un tiempo en el sanatorio, mis padres decidieron que tenía que saberlo, y me dijeron que era adoptado. Como mi enfermedad era hereditaria, tuvieron que contar a los médicos que no era hijo suyo de verdad… Por eso. Unos años más tarde me hablaron de ti.
Susanne tenía la cabeza agachada hacia el mantel, sin mirar a nadie.
—No tengo ni idea de por qué dejaste de venir. —Esta vez Asger se dirigía solo a ella.
—Mi madre me lo prohibió… —dijo Susanne, y se quedó estancada.
—¿Te lo prohibió?
—Sí.
—¿Por eso desapareciste? ¿Tu madre no quería arriesgarse a que yo contara mi historia y su hija empezara a sospechar? ¿No debías saberlo?
—No.
Pareció que el astrónomo iba a hacer otra pregunta, pero de pronto se hundió, se sentó en la última silla libre y casi desapareció del grupo, como un reflejo del sol centelleando en una pared.
—Pero ¿cómo terminaste aquí?
Fue Nils Jensen quien formuló la pregunta, y parecía cada vez más desconcertado.
Y la cosa iba a empeorar.
—Conocí a Carl Malle.
Susanne se encogió de hombros, como si justificase la asombrosa realidad, o como si solo quisiera enviar una señal de que todos los presentes deberían haber supuesto mucho antes esa parte de su singular historia.
—Fue a visitarme a la Escuela de Magisterio y me habló de Magna. Eran viejos amigos de los tiempos de la guerra. Me ofreció un puesto en Kongslund. Lo pensé durante algún tiempo, y luego acepté. Quería ver el lugar que mis padres me habían ocultado durante tantos años.
Enrojeció, y fue un espectáculo inusual.
—Así que volví. Sí.
—Sí —corroboró Knud—. Todos habéis estado bajo vigilancia. La de un poderoso ángel custodio de pelo oscuro y rizado.
Si fue un intento de relajar el ambiente, fracasó, porque nadie rio.
Peter dijo:
—Yo nunca había visto a Malle, hasta ahora.
—A lo mejor lo que pasa es que no te dabas cuenta.
Todos me miraron. Era mi primera intervención por iniciativa propia. Las palabras brotaron de mis labios antes de que pudiera detenerlas. No podían saber lo bien informada que estaba, y Peter había pasado por alto lo rápido que se silenció el suceso del rector muerto cuando vengó las humillaciones de su amigo, al igual que Orla nunca entendió la rapidez con que lo enviaron al internado tras el homicidio del Lerdo en el pantano. Pero yo sí. La Policía dio carpetazo al caso del tilo talado, a pesar del barullo que montó un periódico con la teoría de que la tala había sido un intento premeditado de causar daño al odiado rector.
—No querían que comparásemos nuestros pasados —observó Asger—. Nos tenían bajo vigilancia, y no era para que un día nos reuniéramos.
Miró alrededor.
—Ni Susanne, ni Marie, ni Peter, ni…
Se detuvo de pronto, como si un cuerpo celeste desconocido hubiera caído entre nosotros.
—Nils —concluí, sin piedad.
Yo tenía esa habilidad.
Todos menos uno entendieron a qué me refería.
Pero se quedaron como estatuas, clavados a sus sillas.
El fotógrafo fue el primero en reaccionar, y se quedó mirándome.
—¿Qué…?
Aspiró hondo.
—¿Por qué estoy aquí?
Las palabras cayeron sobre las baldosas como una nidada de crías de pájaro empujadas fuera del nido antes de tiempo. Apenas se oyeron. Luego giró la cabeza hacia Knud, y después hacia Peter, luego hacia Asger y, para terminar, hacia Susanne. Había miedo en la mirada, y las cámaras negras colgaban inmóviles de su flaco cuello.
No me atrevía a mirar a Knud, tampoco a Peter, y a Asger, no digamos. Ellos no sabían lo que yo sabía de la pérdida. Solo verían la crueldad y el sacrificio personal que yo había decidido que hiciera Nils.
—¿Yo he vivido aquí…?
Esta vez sostuvo, desesperado, la mirada de Susanne. Si quería que las cosas siguieran como hasta entonces, debería responder que no.
—Sí —respondió.
—Pero… yo tengo a mis padres. No es posible.
Estaba cadavérico.
—Sí.
—No. Mis padres me lo habrían contado.
Estaba negando en redondo la realidad.
Susanne no le respondió.
Estuvimos callados un buen rato, como hace la gente cuando el dolor o la muerte se ha instalado entre ellos y nadie se atreve a romper el silencio. Nils Jensen tenía los ojos brillantes, y vi crecer en él una rabia feroz a medida que el eterno silencio le decía que no estaba en medio de un sueño.
Vi que la rabia levantaba la cabeza y salía de las Tinieblas en que la habían abandonado.
Se levantó.
—Tengo que irme a casa.
Nadie lo detuvo. Oímos su Mercedes arrancar y dirigirse hacia la salida.
Nadie dijo nada, y hubo un largo silencio.
—¿Ibais a dejar que viviera en la ignorancia el resto de su vida? —pregunté al fin, y sentí la misma rabia que había proyectado hacia su madre adoptiva cuando fui a visitarla.
—¿Habría tenido alguna importancia? —intervino Knud Tåsing—. Al fin y al cabo, siempre haces lo que quieres.
—¿La verdad acaso no tiene importancia?
Asger se aclaró la garganta.
—Debo reconocer que cuando mis padres…, cuando Ingolf y Kristine me dijeron que me habían adoptado, habría preferido que no lo hubieran hecho.
Susanne le dirigió una mirada que le habría gustado, si no fuera porque Asger tenía la vista clavada en el mantel, como si cielo y tierra hubieran cambiado de sitio. Durante los años que lo seguí a distancia, admiré la sabiduría de Asger. Su añoranza de las estrellas, que recordaba a mi propia añoranza cuando levantaba el catalejo del rey y lo dirigía hacia la isla de Hven, donde percibía un refugio que podía alcanzar sin salir de mi habitación, bajo las siete chimeneas blancas.
—No conocéis mi historia, es lógico —dijo con un aire más bien formal, y todos sacudieron la cabeza, casi aliviados, como si necesitaran un pretexto para borrar a Nils de su mirada interior—. Si no fuera porque Marie me ayudó a encontrar a mi verdadera madre, habría…
El astrónomo se calló.
No me atreví a mirarlo.
—Yo no debía haber sabido nada —aseveró—. Mis padres me lo dijeron cuando no les quedó otro remedio.
Juntó las manos como si fuera a rezar una oración al Dios que ocupaba el lugar más sagrado en lo Alto, hombro con hombro con todos los seres y fenómenos que admiraba Asger. Yo conocía toda su historia terrible en todos sus detalles. Conocía el preludio, el principio y la continuación, de memoria. Él, no.
Pero por primera vez tomé la palabra sin cecear.
—Viviste en el hogar infantil de Kongslund exactamente un año y nueve semanas, antes de que te adoptaran.
Alzó la vista, sorprendido.
—Vinieron a buscarte en un Volkswagen azul, y te llevaron directamente a Aarhus.
Las miradas intensas de todos estaban dirigidas hacia mí.
—Llegaste a casa de tus padres adoptivos en el verano del sesenta y dos.
Asger parecía haber visto un fantasma. Y, en cierto modo, lo había visto. Lo que pasa es que el fantasma pertenecía al mundo real, era de los que registran todas las observaciones que han hecho en el mayor de los secretos, y después se aprenden los apuntes de memoria.
—Llegaste a casa de unos maestros, y de joven fuiste la razón de que tu mejor amigo se suicidara.
Todos se quedaron petrificados. Si la luna hubiera caído en medio del jardín, nadie le habría prestado atención.
—¡Cuéntanos qué ocurrió! —exclamé. Agaché la cabeza y me callé.
Mi fiesta de reunificación se había aguado dos veces en pocos minutos, y no me extrañaba. La gente que ha vivido sola en una estancia cerrada tanto tiempo como yo no puede esperar que todo se arregle en un par de horas, ni siquiera en una terraza bañada por el sol y con vistas al centelleante estrecho.
Ni siquiera si Magna hubiera tenido razón cuando me juraba que nadie había crecido en un hogar mejor que yo habría habido ninguna otra manera de resolver el enigma de Kongslund.