SUSANNE
1961-1978
Llegó a Kongslund por segunda vez cuando ya era mayor. Entró en la villa con esa mezcla especial de cautela y obstinación que parecen albergar en el mismo cuerpo los niños de Kongslund.
Creo que cedió ante su curiosidad; creo que dejó que Magna la convenciera para ocupar el puesto de asistente de confianza y, después, el de sucesora. Y, claro, nadie podía haber sido más apropiada que ella.
Para mí siempre había sido la encarnación de la niña que se instaló en la hoja de nenúfar para remar por las vías fluviales hacia el Reino del Topo. La amé desde el primer día que la vi, cuando, agazapada tras saúcos y espinos, la miraba a escondidas y me imaginaba cómo debía de ser su vida allá lejos, en La Franja.
Llegó como una extraña y se fue como una extraña.
Así de fácil puede describirse el principio y el final de la infancia de Susanne Ingemann.
Habían pasado cinco años de la muerte de la anciana Magdalene cuando volví mi atención hacia aquella chica que nos dejó en marzo de 1962. Mi quehacer no dejaba de ser complicado, ya que sus padres adoptivos vivían en una zona a la que yo no podía acceder tan fácilmente.
La primera vez que tomé el tren de la Estación Central de Copenhague a la ciudad de Kalundborg tenía trece años. Fue un fin de semana en que Magna tenía un congreso con sus aliadas de la Bondad de Corazón en una pensión veraniega de la costa. Recuerdo que Gerda me observó con aquella mirada que había asustado a la patrulla de soldados en el exterior de Villa Kongslund, pero al final me dejó partir, e incluso me prometió no decir nada de mi ausencia. Creo que recordaba sus propias ansias de viajar, las que, con el paso de los años, fueron sustituidas por su amor hacia Magna, y puede que incluso comprendiera a nivel inconsciente que yo saliera a ver a uno de aquellos niños que una vez conocí: Susanne.
Pasé todo un día en la luminosa franja de tierra donde ella vivía a la sombra de un gran arce. No me vio, y tampoco yo me mostré. Tal vez debería haberlo hecho, a la luz de lo que ocurrió después, pero entonces ni se me pasó por la cabeza, claro. Era el ser más guapo e inocente de los que marcharon de la Sala de los Elefantes, y nadie que la viera podía creer que ningún mal fuera a afectarla. Era una equivocación que muchas veces me reprochaba a mí misma. Susanne Ingemann llegó a un hogar habitado por unos demonios más poderosos que los que nunca había conocido, y que por tanto no reconocí durante los primeros meses que la seguí a distancia, oculta tras las varas de avellano y la maleza de La Franja. Al igual que un montón de niños antes de ella, fue víctima de una fuerza que albergan muchos adultos —sobre todo mujeres— y que Magdalene me describió una vez como «el sueño de todo lo que podrían haber sido, el amor que podrían haber encontrado y los lugares que podrían haber visitado», pero les faltó valentía. ¿Y quién podía saberlo mejor que Magdalene?
Susanne llegó a la pequeña propiedad de La Franja en la fría primavera de 1962. La granja estaba bien cuidada, el edificio era sólido y había sido propiedad de los Ingemann durante cuatro generaciones. Desde la carretera, el edificio principal parecía una caja de bombones plana que un niño creativo había adornado con ventanas, puertas y un tejado inclinado, y después había dejado caer entre dos colinas, donde se alzaba al abrigo de las miradas curiosas y de las violentas ráfagas de viento procedentes del fiordo. Junto al edificio principal había un pequeño granero, y al final del prado, un pequeño pantano y un estanque en el que los niños del pueblo patinaban en invierno y nadaban en verano; el estanque lucía gris azulado por san Juan y verde oscuro en noviembre, cuando llegaban las tormentas invernales. Lo primero que Susanne recordaba de su vida era un día de otoño en el que bajó al estanque y se metió un poco en el agua y se quedó mirando el fondo, y de repente vio otro rostro que se mecía arriba y abajo, desaparecía y volvía a aparecer entre ramas, nenúfares y hojas de romaza. Así me lo describió una vez.
Desde la oscuridad bajo la superficie, una niña la miraba, desesperada, y Susanne sintió unas ganas enormes de dejarse hundir bajo los nenúfares y compartir con ella el frío y el silencio. Creo que mucho después comprendió a quién veía allí abajo, pero nunca lo desveló, quizá tampoco a sí misma. El grito de su padre desde la orilla la salvó, y nunca ha querido contar más.
Cuatro generaciones antes siempre había más chicos que chicas en la granja, pero los abuelos de Susanne tuvieron tres hijas, tres mujeres, y no tuvieron más descendencia. Así que cuando la hija mayor, Josefine, decidió casarse con el capataz de la granja vecina, quitó a todos un gran peso de encima; ahora la granja familiar podría continuar otra generación.
Creo que el Destino debió de oír su común suspiro de alivio, para después, como siempre, tomar sus precauciones. Bastó un único mal paso, un sueño ingenuo, un amor que de todas formas nunca podría materializarse. Y Josefine Ingemann avanzó hacia el abismo. Unos meses antes de decidir que iba a dar el sí al capataz, anduvo flirteando con un veraneante de Copenhague llamado Ulrik, que impresionó a la joven campesina con su exótico estilo de hombre de mundo. Conoció al esbelto joven en la ciudad un día de mercado, captó su mirada y participó de su sueño acerca de lo que podía dar de sí el futuro. Primero quería viajar por el mundo y recoger material para su gran libro de viajes, al año siguiente iba a volver a casa a publicarlo y cosechar gran fama y éxito, y luego iba a casarse con ella y convertirla en reina del castillo que habían soñado.
Era lo que decía.
Y de hecho un día se marchó, pero aunque ella le envió en los meses siguientes tantas cartas que ya no podía ni contarlas, a las listas de correos de todo el globo, nunca le llegó una sola respuesta.
Al final, envió su última carta y se resignó; se casó con el capataz de la granja vecina, que siempre la había querido, ingresando así en la larga hilera de mujeres que se han casado con un hombre afectuoso mientras sueñan con otro al que, al fin y al cabo, no se atrevieron a seguir.
Me di cuenta de que aquella granja era un hogar del gusto de Magna, porque estaba junto al fiordo, entre dos colinas, y hacia el sur y el oeste hasta donde alcanzaba la vista no se veía otra cosa que mar.
Los más antiguos moradores de La Franja podían contar a quien quisiera escucharlos que el paisaje azotado por los vientos ocultaba secretos y tragedias desde el principio del Reino. Fue allí donde el hijo de Valdemar el Conquistador murió cuando una lanza perdida le atravesó el corazón, tras lo cual el rey, abrumado por el dolor e impotente, encendió una hoguera tan grande que consumió cada tronco, cada rama y cada hoja de toda La Franja, y delante de las llamas echó la maldición de que sus habitantes fueran eternamente azotados por tormentas y vientos cada día durante mil años y nunca jamás encontraran abrigo.
Pero resulta que los árboles volvieron a prender en el barro húmedo y se alzaron hacia el cielo y por colinas, valles y prados, y mariposas blancas, amarillas y anaranjadas volaban rodeadas de auténticas escuadrillas de insectos zumbones.
Y en medio de aquel colorido vergel vivía Anton Jørgensen, el marido de Josefine Ingemann, que era tan modesto que, de ser por él, probablemente nunca habría venido al mundo. Y quizá fuera también la causa de que su simiente no lograse dar a Josefine un heredero, como si una fuerza le negara la fertilidad e impidiera que se materializara el sueño mayor de la familia.
La idea de adoptar surgió cuando la hermana pequeña de Josefine leyó en una revista un artículo de ocho páginas, con bellas fotografías en blanco y negro, de un hogar infantil en Skodsborg, al norte de Copenhague. La directora aparecía en un enorme césped, con los brazos abiertos haciendo un gesto inmenso bajo el titular: «Dejad que los niños se acerquen a mí».
Esperaron casi dos años hasta que les dieron el visto bueno para adoptar, y recibieron el mensaje la misma semana que Susanne nació y cubrió en taxi los pocos kilómetros que separaban el Hospital Central del hogar infantil Kongslund, donde las señoritas acomodaron su cuerpecito en una de las camas de la Sala de los Elefantes. Aquellos meses los pasó en la cama contigua a la mía —tal como supe más tarde—, y me fascinaba pensar en ello, mientras la contemplaba en la granja desde mi escondite entre la maleza y me daba cuenta de las adversidades, que no habían hecho más que empezar.
Nadie supo nunca si fue la sobria humildad de Anton frente a las mujeres fuertes de Kongslund lo que impidió que la familia recibiera el tan deseado chico; tal vez les prometieran otro niño más, como ocurría de vez en cuando; cuando Susanne, muchos años más tarde, preguntó a su padre por ese detalle concreto, la miró un rato, extrañado, y luego se metió las manos en los bolsillos e hizo como si no estuviera presente. Cuando a Anton le hacían alguna de las pocas, pero difíciles, preguntas de la vida, esa era su reacción: desaparecía sin previo aviso de su cuerpo, que en su aspecto físico seguía erguido sobre el suelo, adonde regresaba cuando el problema o el inquisidor había desaparecido. Susanne se dio cuenta de que nunca iba a responder, y lo dejó allí, en el patio de la granja. Unos minutos después Anton se puso en movimiento y se marchó, y todo pareció irreal.
Pero, tal como estaban las cosas, y cumplidas ya todas las formalidades, Anton y Josefine llegaron a Skodsborg el 9 de marzo de 1962 en su reluciente Volvo nuevo de color crema de vainilla, y Josefine se enamoró de inmediato de la pequeña belleza sentada en el suelo. Muchos años más tarde me di cuenta de que ese mismo día Magna habló a Josefine y Anton de los antecedentes de la niña, y era una historia que podía ser verdadera o inventada, pero que probablemente costó una vida humana: la madre biológica de Susanne fue directamente desde la cama donde dio a luz hasta la Estación Central, donde estuvo con una serie de hombres, e hizo lo necesario, y a continuación compró un billete de ida en primera clase a Hamburgo, y allí desapareció su pista. Tras esa descripción, la pareja de La Franja accedió con sumo gusto a la propuesta de la directora de destruir los pocos papeles que había sobre la turbia maternidad, en contra de los principios normales de Asistencia a la Maternidad.
Cubrieron los ciento veinte kilómetros de vuelta a La Franja por carreteras heladas sin parar una sola vez, deseando acostar a su recién encontrado bebé en su nuevo hogar y verlo despertar a una nueva existencia cuando el sol se alzara sobre el fiordo a la mañana siguiente.
Por la noche, tarde, hicieron el amor, como si quisieran simbolizar en un abrazo la concepción de una nueva vida, y Josefine gritó en voz alta bajo el musculoso cuerpo de Anton, liberándose de las preocupaciones de los muchos años malditos en La Franja. Se durmieron justo después, abrazados, ajenos al sonido del ser que aquella noche cantó a la vida en el fértil cuerpo de Josefine; su sueño era demasiado profundo para oírlo.
Al amanecer, la tempestad de nieve había continuado hacia el norte, y brillaba el sol sobre la granja y se filtraba por entre las ramas de los árboles a los que el viejo rey arrojara su maldición. En una franja de luz de la ventana estaba la niña, tan guapa e irreal como Pulgarcita en su hoja de nenúfar, en su cuna blanca, escuchando la llamada que solo ella podía oír.
Fue por aquellos días cuando el trotamundos de Ulrik —entre dos de sus numerosos viajes por el ancho mundo— reapareció en la vida de Josefine. Con discreción y cortesía, tal como ella lo recordaba.
Lo vio en la calle mayor de la ciudad, donde estaba haciendo las compras del viernes, y no hubo salvación posible, claro. Si oyó de lo Alto alguna advertencia, no le hizo caso. Ninguna mujer ha dejado nunca que un aviso tan vago la impidiera dar su corazón y algo más al elegido.
La invitó a almorzar en el hotel del Marino. Después ella lo acompañó a su habitación y escuchó sus aventuras por todos los oscuros continentes que había cruzado —sin pensar en ella para nada—, y fue como si el Viajero nunca se hubiera marchado; fue como si el cuerpo de ella nunca hubiera deseado otra cosa.
Tal como era Anton, no le extrañó que su mujer volviera más tarde aquel día, y Josefine tenía el recuerdo de la aventura tan grabado en la mente que ni su mejor amiga fue capaz de percibir la menor señal. En su biblioteca hubo desde aquel día una estantería con cuadernos de anillas que coleccionaba año tras año, con todos los artículos escritos por él en Hjemmet, Alt for Damerne y Familie Journalen.
Durante los años siguientes, Josefine envió cartas no atendidas a todas partes del globo y Ulrik publicó libros cada vez más gruesos con aventuras cada vez más grandiosas de rincones del mundo cada vez más lejanos de Dinamarca, y no digamos de La Franja, donde estaba decidido que viviera Josefine Ingemann desde el nacimiento hasta la muerte. Ella los compró todos, pero a él no volvió a verlo.
Cuando en verano de 1962, cuatro meses después de la llegada de Susanne, recibió la sorprendente noticia de su milagroso embarazo, estuvo seis días sin decírselo a nadie.
Al séptimo día hizo un aparte con Anton, una tarde que acababa de apearse del tractor, y le comunicó el hecho asombroso: la noche que volvieron de Kongslund hicieron el amor, dijo, y así fue como sucedió el milagro y se quedó embarazada. Esa era su historia, preparada con cuidado, cuyos detalles temporales bien podían encajar con un poco de buena voluntad.
Pero un hombre del calibre de Anton carecía de fantasía para imaginarse una traición de tales dimensiones. Así que se quedó en el patio de la granja, con su camisa roja a cuadros ondeando al viento, tratando de encontrar palabras para expresar su alegría. En el mismo instante, ella dejó escapar su siguiente observación, sin pensar en las consecuencias:
—Pero ¿cómo vamos a devolver a Susanne?
Anton se quedó inmóvil, casi sin respiración.
—¿A qué te refieres con… devolverla?
Los ojos verdiazules de Josefine tenían el mismo color de la superficie del estanque en los helados y luminosos meses de invierno, y ella le habló como a un niño:
—Anton, así es como debería haber sido, desde el principio, ¿no? Debíamos haber tenido nuestro propio niño. Ahora que estoy embarazada de nuestro hijo, seguro que hay en alguna parte unos padres sin familia que se alegren con Susanne. No necesitamos dos.
La lógica era de las que normalmente hacían que Anton callara al instante y abandonara su cuerpo, elevándose en el aire con gracia, sobre todo cuando estaba en compañía de mujeres; pero aquella vez, no. Josefine debería haber sospechado algo.
Anton se balanceó atrás y adelante durante unos segundos, mientras buscaba las palabras, y al final dijo:
—¿Dices que debemos entregarla… a gente…, a completos des…?
Josefine asintió y su boca se entreabrió con una sonrisa:
—También nosotros éramos completos desconocidos —arguyó—. Antes de que nos conociéramos.
Anton Jørgensen se quedó con los brazos colgando a los lados; se parecía al espantapájaros de la huerta, que su suegra vestía, invierno tras invierno, con sus camisas de campesino ajadas. Luchó en busca de palabras en los pocos segundos antes de que se lo llevara el viento.
—Escucha —susurró Josefine, acunando ya en sus brazos con suavidad al bebé recién nacido, que era sangre de su sangre—, llamamos a Asistencia a la Maternidad de Copenhague y les explicamos el problema. Así podrán encontrar otra familia para Susanne; una familia que pueda darle todo lo que nosotros ya no podemos.
De mayor, Susanne meditó muchas veces sobre aquel momento fundamental en el que Anton se quedó callado ante su mujer, comprendió de pronto su intención y abandonó su cuerpo para subir al cielo, desde donde observaba lo que nunca creyó posible. De un segundo a otro, su recto amor incondicional se convirtió en negra y contrahecha desesperación. En el antiguo mundo, su figura trabajadora estaba junto al tractor sin sospechar nada, esperando a la madre y al bebé; en el nuevo, miraba los ojos verdiazules de Josefine y la veía por última vez, antes de que su imagen se esfumara.
¿Cómo puede una persona protegerse de una catástrofe así? ¿Debería haberse tragado el miedo y la furia? Anton, como persona, era incapaz de responder a ese tipo de preguntas complicadas, pero su alma ya había encontrado la respuesta. Estoy segura de que Josefine lo vio desaparecer en aquel instante, y creo que los dos supieron que Susanne debía quedarse en la granja, pero que ellos nunca volverían a encontrarse como marido y mujer.
Como es natural, no se separaron físicamente, tal como me explicó después Susanne, porque ninguno de los dos tenía adónde ir. Fueron sus almas las que, en el crepúsculo nocturno, volaron cada una por su lado, casi como un par de hojas arrancadas, para no volver nunca más.
Josefine dio la vuelta y volvió a la casa, algo inclinada hacia delante, como si aún llevara al invisible bebé en brazos. Anton se quedó como un tronco de árbol, en medio del patio, y no se movió de allí hasta que empezó a oscurecer.
Aquel invierno Josefine dio a luz a una niña, a la que puso el nombre de una amiga de la escuela que se casó con un norteamericano y viajó por todo el mundo. Su amiga se llamaba Amanda, y lo cambiaron un poquito, así que la hermana de Susanne se llamó Samanda, porque Josefine, desde antes del nacimiento, había decidido que los nombres de las niñas empezasen por la misma letra. Tal vez deseaba de forma inconsciente ocultar el hecho de que los orígenes de las dos chicas eran radicalmente diferentes: que Samanda era sangre de su sangre, mientras que Susanne era una extraña, traída al mundo por una mujer que Magna les dijo que había sido puta en Hamburgo.
Era un hecho que, tras el nacimiento de Samanda, había que ocultar por todos los medios.
Los primeros años, las dos niñas crecieron en aparente armonía, pero en realidad estaban rodeadas del curioso silencio de sus padres y del lugar. La mayoría de la gente guarda vivas las lejanas impresiones infantiles, bien envueltas y apartadas en la sección inferior de la conciencia, pero de vez en cuando se caen de una estantería y aterrizan en el presente con estrépito, salta una bisagra y fluyen extraordinarias visiones y frases. Así era como Susanne recordaba mucho después la sensación de inseguridad cuando estaba en la cocina con su madre y le parecía estar en compañía de una desconocida. Olía el pan recién horneado, oía parlotear a Samanda, veía a su madre tomar a Samanda, sentarla en la mesa de la cocina y mirarla a los ojos mientras le acariciaba el pelo. Y en aquel momento Susanne percibía la diferencia que no había tenido la menor posibilidad de entender.
Percibía el amor de su padre cuando la levantaba en el aire y cuando la llevaba al campo y le hablaba de las maravillas que se escondían por encima y por debajo de la tierra, pero oía también un tono compasivo que Anton no podía ocultar, porque no se daba cuenta de su existencia. Cuando se hiciera mayor, sus padres podrían haberle contado toda la historia, pero en la casa-caja de bombones blanca hacía tiempo que habían decidido ocultar la verdad. En aquellos años Josefine estrechó cada vez más su relación con Samanda, mientras hacía cada vez menos caso a Susanne. Sus estanterías estaban llenas de libros altos y delgados con el nombre de Ulrik el Conquistador escrito en oro en el lomo, y relatos del amplio mundo exótico que ella no vería con sus propios ojos: cumbres nevadas del Tíbet, profundas grietas en el Himalaya, estrechos senderos incas de piedra en los Andes, que serpenteaban sin fin, cada vez más arriba. Por medio de las palabras de Ulrik, los conquistadores se colaban sin que los vieran Anton y las niñas hasta la habitación de Josefine, que siempre estaba dispuesta. Oía sus cuchicheos en medio de triviales conversaciones telefónicas para hacer el pedido en la tienda, veladas de cartas, consulta con el dentista y organización del bazar navideño, y cuando estaba sola y oteaba el fiordo.
Nunca intentó escapar. ¿Adónde iba a ir? Había leído sobre el nuevo movimiento de liberación a sus compañeras más jóvenes, en Copenhague, sería en 1970; pero comprendió por instinto que no habría sitio para ella. Ni siquiera sabían que existiera.
Entonces, desapareció en su interior, zozobró y se hundió hasta el fondo, y se tumbó a descansar en las profundidades de la existencia que le había tocado vivir y que no podía soportar. Todas las noches se sentaba en el banco rodeada del mar de sombras bajo las varas del avellano, donde yo me escondía, con la mirada hacia el sur. Saludaba a sus visitantes invisibles con un gesto con la cabeza, como si negara en silencio un mensaje que solo ella oía. Yo veía cómo se hundían sus hombros hacia la tierra, donde al final iban a desaparecer, y su boca entreabierta como protestando contra un hambre enorme, crónica, que nadie podía saciar.
Nunca había visto una añoranza tan grande. Ni tan siquiera a Magdalene, que era experta en todo tipo de añoranzas del cuerpo y del alma. La reconocí con cierta violencia, tal vez porque estaba haciéndome mujer, y porque temía que el mensaje preferido de Magna a los niños de Kongslund hubiera sido siempre falso. «Los mejores hogares están junto al mar». Pero no era verdad. Fue lo que aprendí en La Franja.
Junto al mar están los hogares de los que nadie puede escapar.
Ojalá Josefine hubiera respondido a aquellas llamadas, dijo una vez Susanne. Pero su voz no sonaba muy convencida.
Ojalá su madre hubiera seguido sus susurros hasta el final del arcoíris, en vez de dejar que las palabras de los conquistadores se convirtieran en mensajes susurrados sobre un mundo que estaba a una distancia infinita del jardín y las varas de avellano de La Franja.
Vista desde fuera, solo era una madre feliz con dos hijas que, bien es verdad, eran muy diferentes y no se parecían —y casi nunca jugaban juntas—, pero así suele pasar entre hermanos. Nadie ajeno a la granja habría imaginado que Josefine no albergara los mismos sentimientos maternales hacia una que hacia la otra.
Nadie reparaba en la tensión subyacente cuando Josefine encontraba restos vagos de una persona ajena en la forma de ser de Susanne. Para la mayoría de los padres, la diferencia innata entre sus hijos no es ningún problema, porque el amor es tan ilimitado que comprende singularidades, errores y diferencias incomprensibles. No tienen por qué temer que el amor pueda pesarse y abarcar demasiado o demasiado poco, porque al fin y al cabo se encuentra por todas partes. Pero con Josefine no era así. Cuando estaba con sus hijas antes de acostarlas, aparecía la fina diferenciación, que no debería haberse producido, y ocupaba su lugar en el espacio. Había en su voz un matiz tan débil que nadie pensaría que un oído humano pudiera captarlo, pero la hija adoptiva lo captaba, y se daba cuenta al instante de que era una invitada, una extraña. Que había unos vínculos que no se habían establecido.
Buscaba por instinto la compañía de su padre, que no parecía compartir la diferenciación, pero tampoco lograba expresar sus sentimientos con palabras, ni con amor, pena o rabia. En hombres como él, esa clase de fenómenos debía encontrar otras vías.
Un día estaba sentado en un tocón de un claro del bosque y tendió una rana delgada a su hija. Cerró con cuidado la mano en torno a ella y dijo:
—Este es uno de los mayores milagros de la vida.
Luego apretó el cuello del bicho con dos dedos hasta que las uñas se pusieron blancas.
—Esta es la puerta entre la vida y la muerte.
Y la mató y la dejó caer inánime sobre la hierba.
Susanne no entendió sus palabras entonces, pero se dio cuenta de que había ahogado a la frágil ranita mientras hablaba, y de que en su mirada había una expresión que hizo que sintiera quemazón en los ojos. Los frotó y sintió la humedad en sus dedos.
Al igual que la historia de Susanne sobre Anton ahogando a la rana, creo que la brutalidad siempre es la primera señal de que algo se cuece, y la brutalidad tiene muchas facetas. Cuando estaba en quinto de primaria, Susanne sufrió unas extrañas reacciones físicas, más propias de un adulto atacado por el estrés, o atormentado por la mala conciencia, que se pone a meditar sobre los disgustos. Primero apareció como un gorgoteo en el diafragma, y después una especie de punzadas en el estómago, como si se hubiera tragado una avispa que una vez por minuto aguijoneara sus costillas. Justo cuando el director y el maestro le restaban importancia pensando que serían retortijones, porque un día de lluvia anduvo con los zapatos mojados, empezó a presentar síntomas regulares de úlcera gástrica, y la pusieron a una dieta compuesta de sopa de avena y lenguas de gato. La compasión salía a su encuentro, y a intervalos adecuados se acordaba de apretar los dientes, como si superase con valentía un pinchazo de dolor. Luego daba un suspiro profundo, pero no exageraba demasiado, porque muy pronto se dio cuenta de que la auténtica compasión debe llenar de bienestar también a quien la muestra, y por eso no tolera la desesperación total ni la ausencia de esperanza.
Por aquella época, cuando cumplió doce años, a Susanne le regalaron una bicicleta azul de guardabarros brillantes, pero dos semanas después uno de los maestros la encontró tirada en la gravilla bajo el tejadillo de la escuela, medio doblada y pisoteada. Por la ferocidad empleada, parecía que alguien muy enfadado la hubiera arrojado al suelo y después hubiera saltado sobre el guardabarros y las ruedas y los hubiera pisoteado, así como los pedales y el manillar.
Susanne se quedó mirando el destrozo en silencio, pero no lloró, y tampoco dijo nada. Cuando el indignado director, acompañado del bedel, quiso poner en marcha una gran investigación para encontrar al responsable del acto vandálico, ella siguió sin decir nada, y se alejó de ellos; quizá los dos hombres sintieran preocupación ante aquel silencio singular, porque al parecer desistieron de someter a interrogatorio a todos los alumnos de la escuela, y el caso se cerró con asombrosa rapidez; nadie habló de lo ocurrido, y también los maestros de la sala de profesores callaron, como si hubiera algo innombrable, invisible, tras el inexplicable suceso.
En aquellos meses la energía pareció abandonar el cuerpo de su madre, Josefine. Sus ojos se retiraron a sus cuencas y casi desaparecieron, y su figura emitía un débil brillo luminoso, como si transitara por un mundo de fantasmas u otra dimensión diferente a la conocida. Las alfombras crujían un poco a su paso, y hasta las pesadas cortinas de la sala de estar ondeaban, como agitadas por una débil brisa, cuando pasaba al lado, también durante los largos períodos en los que las ventanas de la casa se mantenían cerradas, por orden expresa de Josefine. El silencio imperaba en todas las habitaciones en las que ella entraba.
Volvieron a producirse destrozos, violentos e imprevisibles, y Susanne era una vez más la única víctima: su ropa, su mochila, su plumier, incluso un par de cuadernos de ejercicios de cálculo, desaparecían, y luego los encontraban entre los matorrales o en un charco, desgarrados o rotos. Ocurría por lo menos dos veces por semana, y nada parecía poder detenerlo, pero, de alguna manera extraña, aquellos singulares sucesos parecían no hacer sino reforzar la sosegada paciencia de la niña —nunca lloraba ni reprochaba nada a nadie—, y por eso mismo creció la admiración de todos hacia ella.
Poco antes de las vacaciones de verano, de repente cesaron los episodios. Era como si el mal hubiera desaparecido de por sí y se hubiera alejado del municipio, dejando que las agresiones se filtraran a la tierra, de donde procedían. Nadie podía explicar el motivo, pero la mayoría sintieron un alivio que resultó estar fuera de lugar.
Aquel año la fiesta de la cosecha se celebró apenas cuatro meses después de cumplir Susanne doce años. Era una noche relativamente templada, y cuando Anton, en una de las pocas borracheras de su vida, se tambaleó y se desplomó en la cama con la ropa puesta, Josefine se coló atravesando las estancias de cortinas ondeantes y se sentó en el suelo con la espalda apoyada en la alta estantería donde estaban todos los libros de viajes. Tomó uno de la estantería y leyó uno de los capítulos que su conquistador perdido le había enviado, y así la encontró Samanda a las cinco y cuarto de la mañana. Sin darse la vuelta, la madre le susurró:
—Mira, es el hombre al que tu madre conoció una vez.
Josefine señaló la cubierta del libro y la pequeña fotografía del autor, con camisa de safari y tocado con un sombrero de ala ancha. Los rectos dientes blancos sonreían bajo un bigote rubio recortado.
—¿Madre…? —la llamó Samanda.
Josefine miraba al fondo de los ojos azules de él.
—¿Madre…? —repitió Samanda.
Josefine recordó que se llevó un dedo a los labios y le envió un beso de despedida desde la puerta entreabierta del taxi antes de desaparecer en el ancho mundo.
—¡Madre! —imploró Samanda—. ¡Cuéntame la aventura!
Y Josefine sujetó el libro en sus manos y leyó el capítulo de la Armada Invencible, que llevó de vuelta a España barcos y más barcos cargados del oro vivo que los conquistadores habían encontrado en las Islas Canarias: aquellos pajaritos dorados que tenían un canto mucho más hermoso que el que ningún príncipe ni rey de Europa hubiera podido oír en sus profundos bosques negros.
—¡Compremos uno de esos! —dijo, alborozada, Samanda, y nadie podía saber que un deseo tan inocente no era más que la prolongación de lo que el Destino había planeado años atrás, y que, de hecho, iba a suponer su perdición, tal como contó después Susanne.
Para cuando Josefine y su hija se fueron a la ciudad el lunes por la mañana, el sueño había aumentado a dos pájaros, y cuando estaban en la tienda dobló una vez más, convirtiéndose en cuatro, y hasta la jaula más grande de la tienda era demasiado pequeña, así que le dieron una caja de cartón grande con agujeros, para que los pequeños picos pudieran respirar, y se apresuraron de vuelta a casa. Allí interrumpió a Anton en su trabajo en el campo y le contagió el reciente entusiasmo hacia los cuatro nuevos inquilinos. A petición insistente de su esposa y de su hija menor, construyó en un día y una noche una enorme pajarera con rejilla para visones sobre una base de tablas de abedul y aglomerado, que era como debía hacerse.
Por indicación de Josefine, colocó la imponente jaula en la cocina, justo delante de la ventana que daba al sur. Pasado un mes, los cuatro inquilinos recibieron a otros dos, y pronto se vio en aquella estructura bien cortada de roble, haya, abedul, olmo y fresno a ocho canarios amarillo fosforito, llenos de vida y cantando a todo cantar con sus ocho picos afanosos apuntando al cielo. Piaban tan alto que Susanne sentía a veces la necesidad de taparse los oídos, pero no se atrevía, porque se daba cuenta del extraño embeleso que sentía su madre por sus nuevos aliados. Antes de terminar el año, los ocho se habían convertido en doce, pues esa era la cifra con que había soñado siempre Josefine, y llamaba a cada uno de los pájaros por el nombre de algún dios o filósofo griego que había encontrado en un libro sobre el Olimpo que Ulrik escribió el año en que ella dio a luz a Samanda: Hera, Afrodita, Anfítrite, Eolo, Atenea, Hermes, Dionisos, Prometeo, Poseidón, Zeus, Sócrates y Platón. Las diez hembras eran dioses o diosas, y los dos machos, filósofos.
Pasaba muchas horas en la cocina, frente a la pajarera. Se sentaba en un taburete y miraba por la red metálica hasta que los ojos se le enrojecían por la concentración continuada, como si esperase un suceso que aún no estaba a la vista. Una mañana Josefine fue a la ciudad; al atardecer volvió y vació en el sofá la bolsa de la compra: una jaulita de madera cubierta de un tapiz verde. La jaula estuvo junto a su cama toda la noche, y por la mañana la casa despertó a un cántico de trinos aflautados, y Susanne oyó la risa histérica de su madre.
—Este va a ser mi más preciado tesoro —dijo, riendo, en su dormitorio.
Al funesto décimo tercer pájaro lo llamó Afrodita, ya que era el nombre que más le gustaba, y a la anterior Afrodita de la pajarera le cambió el nombre a Aristóteles; no era nombre de dios ni de diosa, pero no tenía tiempo de ocuparse de eso en su exaltado estado mental.
La nueva Afrodita había nacido con una mutación del color bastante inusual: tenía el pecho blanco, y unas pocas rayas delgadas amarillas en las frágiles alas, que lucían como si fueran de oro. Pasó dos días en la pajarera, nerviosa, mirando de reojo a sus doce congéneres. Al tercer día se oyó en la base de la colosal jaula una extraña tos seca, y los otros doce canarios ladearon la cabeza y dejaron de trinar. Josefine dio un grito. La nueva Afrodita, la de los finos dibujos dorados en el plumaje, estaba encogida en medio de la pajarera y respiraba con dificultad, como si su bien torneado pecho fuera a estallar de un momento a otro. Aquel era el foco del interés de los demás pájaros. Pasaron otros dos días, en los que la desgraciada Afrodita perdió todo su esplendor y gran parte de sus plumas, de modo que recordaba más a un anciano Sócrates a altas horas de la noche que a la exuberante diosa del amor; estaba desaliñada, hinchada, casi calva.
A la mañana siguiente puso el huevo. Era un huevo enorme, verdoso con motas marrones, y Josefine, por una vez, asió con fuerza la mano de Anton mientras observaba el proceso.
Al principio, la cáscara verdusca dejó entrever un tamaño que parecía imposible, mayor que las ciruelas mirabel que solían recoger en verano en la punta de La Franja, y Josefine emitió un sollozo desesperado, como si fuera ella quien estaba dando a luz. La cáscara arqueada salió otro poco más; los ojos del pájaro estaban salidos de sus cuencas, mientras el pecho subía y bajaba con angustia e impotencia, y Josefine soltó un gran gemido ante el espectáculo. A continuación salió el resto del huevo, y Susanne, que había estado detrás de su madre, salió corriendo al baño, donde vomitó a chorros, y las cascadas de vómito y saliva terminaron con un estertor que casi ahogó la consumación del grotesco parto de la pajarera. Los otros doce pájaros estaban paralizados por el terror, y Samanda lloraba con los ojos muy abiertos.
Vieron al ave preferida de Josefine caer al suelo junto al temible huevo. Su pecho subía y bajaba. Luego el pájaro intentó trepar sobre el huevo para incubarlo, pero resbaló al otro lado. El numerito se repitió un par de veces sin que nadie interviniera, y Susanne no sintió ya ninguna compasión, ni por Afrodita ni por Josefine. Al final Anton metió la mano, tomó el huevo y lo examinó con detenimiento. Parecía agrietado y muerto.
—Está clueca —observó—. Va a seguir poniendo huevos hasta que la matemos.
Josefine lo miró con ojos llorosos, se levantó, le quitó el huevo y lo metió en un tupper azul que llevó con cuidado a su habitación. Al día siguiente reparó la cáscara agrietada con esparadrapo y cera, cosa absurda, pero seguía pareciendo tan inerte como antes.
Dos días más tarde, el huevo seguía cubierto de cera en el recipiente azul. Josefine cambiaba el esparadrapo cada mañana, y la cáscara adquirió un color más verde, como si un ser vivo en su interior se hubiera hinchado más y más y apretara con todas sus fuerzas contra las paredes de su cárcel.
Al sexto día Josefine cedió, y a la mañana siguiente Anton llevó a la extenuada Afrodita y el recipiente al bosque. Susanne se quedó vacilante en la puerta de la cocina.
Se acordó de la rana que su padre mató una vez sin avisarla.
—¡Ven conmigo! —gritó su padre, y al final Susanne accedió y salió corriendo con él.
Padre e hija atravesaron los matorrales hasta encontrar un lugar adecuado tras un arbusto de enebro con desnudas ramas en punta. Allí colocaron a Afrodita en el suelo, y el pájaro se quedó temblando en la jaulita de madera en la que había llegado, mirándolos, como si supiera bien lo que iba a suceder. Susanne observó las manos recias de su padre y, para su sorpresa, notó una expectación surgiendo de sus propios dedos; eran como pequeñas agujas afiladas; se le puso la carne de gallina, y no sabía por qué.
Su padre se puso en cuclillas con el pájaro aterrorizado dentro de su gran puño, y se miraron el uno al otro un buen rato. Poco a poco acercó su mano a Susanne, y ella tomó el pájaro e hizo como le había enseñado él la vez que mató a la rana ante la puerta entre la vida y la muerte. Un momento después Afrodita yacía en el envase, con el bello cuello roto con limpieza, y la cabeza colgando en un ángulo imposible. El pico que tan bien debía haber trinado estaba entreabierto, y los ojos, ya vidriosos. Cavaron un agujero en el suelo del bosque y metieron dentro el tupper con el cuerpecito amarillo. Después pisotearon la tierra y borraron todo indicio de la tumba, para que nadie pudiera encontrarla nunca. Para terminar, Anton pisó con fuerza los restos del huevo hasta que no quedó ni rastro de la cáscara verdusca. Luego pateó la tierra, y los últimos fragmentos se los llevó el viento.
Fue un invierno horrible; era como si Josefine hubiera interpretado la muerte de su pájaro dorado como un mal augurio y nunca más fuera a descender a la superficie de la vida cotidiana normal. Deambulaba por las habitaciones como un fantasma emitiendo una débil luz, su boca era una raya delgada bajo los ojos ojerosos que no enfocaban nada terrenal. Las habitaciones de la granja nunca habían estado tan atestadas de invisibles masas pesadas que tiraban de cortinas y paredes, tratando de absorberlas en su vacío; hasta las amigas la evitaban, y el débil piar del resto de pájaros del jaulón de la cocina apenas rompían el enorme silencio reinante.
Entonces, una noche, mientras dormían, el Destino se coló por las habitaciones y completó la catástrofe, tal como Susanne había sabido que ocurriría desde la llegada y la muerte de Afrodita. Yo era la primera persona a la que le contaba la historia, que era la más extraña que había oído nunca.
Una mañana temprano, todos los sonidos desaparecieron de pronto; los golpecitos contra los barrotes, el conocido tintineo, el rozar y piar de la cocina, todo había enmudecido, y la puerta de la pajarera estaba abierta. La puerta que daba al patio de la granja estaba también abierta de par en par, y todos los pájaros habían escapado. Una voz de mujer rompió el silencio, que casi había durado dos meses desde la muerte de Afrodita, con un sonido que no era de este mundo. Era un domingo por la mañana, y el grito viajó por encima de las colinas e hizo que gente a varios kilómetros de allí mirase al cielo, extrañada. ¿Qué ser vivo podía emitir un sonido así?
Cuando llegó Anton, Josefine estaba sentada a la mesa de la cocina, acunando su rostro oval aún bello entre dos puños cerrados. Tenía la boca entreabierta, y de su garganta surgía un extraño gemido. Entonces se oyeron unas pisadas rápidas, y Anton se volvió, bloqueó la puerta y no dejó entrar a sus hijas.
—¡No, no, no! —gritó en voz alta; había en su voz un tono que hizo que las dos chicas retrocedieran, aterradas.
No cabía duda para ninguna mente normal de que alguien había soltado los pájaros a propósito. Una puerta podía abrirse por un empujón o por accidente, pero una puerta cerrada con llave no se abría sin más, eso solo podían hacerlo dos manos decididas, que además habían actuado en silencio y sin que nadie de la casa dormida se diera cuenta.
—Tal vez haya sido un vagabundo —propuso Anton.
Pero Josefine se limitó a mirar al vacío con expresión ausente, y no respondió.
Anton se calló. Solo un demente se llevaría doce canarios con diferentes matices de amarillo pálido y dejaría la cubertería de plata.
Samanda y Susanne terminaron respectivamente primero y segundo de bachiller dos meses más tarde. La conmoción inicial parecía haber remitido, y todos debieron de pensar que el funesto destino que asoló a la granja ya había tenido bastante, al menos por aquel año. Susanne pensaba en la puerta que se había abierto mientras la casa dormía, y en el sol que se alzó sobre el fiordo y brilló como el oro de los conquistadores, tentando más de lo necesario a los pajaritos. Pensaba en la rana y en Afrodita, que yacían en la tierra fría.
Durante los meses siguientes, la piel de Josefine adquirió una cualidad más apergaminada que antes. Casi crujía bajo el resplandor grisáceo que la rodeaba. Su caminar se hizo vacilante, sus articulaciones parecían rígidas y tensas, como si solo girasen en sus bisagras cuando el cerebro se lo ordenaba. Susanne la vio un par de veces quieta, en medio de la sala, como si hubiera olvidado dónde estaba o cómo debía mover sus miembros. A la casa no llegaron más pájaros; la pajarera quedó desierta, y solo vibraba débilmente cuando Susanne o su padre iban del frigorífico a la mesa. Cenaban en silencio. La jaula metálica vacía estaba a la derecha, dentro del campo visual de Susanne, y no le gustaba, porque le recordaba a un enorme mausoleo, y le extrañaba que aún conservara su rejilla brillante, sin rastro de óxido, como si Josefine continuara pasando la bayeta húmeda cuando nadie la veía.
Entonces aspiró hondo y dijo:
—Me marcho de casa cuando empiece tercero de bachiller.
Josefine alzó la vista por primera vez en mucho tiempo. Anton tomó con parsimonia un bocado de gulasch y se lo llevó a la boca. Parecía casi como si no la hubiera oído. Tal vez había volado ya al desván para distanciarse de la escena.
Samanda estaba extrañamente rígida.
—Van a dejarme un piso en la ciudad.
Se refería a Kalundborg.
Josefine no se movió.
Susanne la miró a los ojos.
—Si tengo que quedarme en casa, voy a dejar el instituto y trabajar de cajera en un supermercado.
No sabía por qué lo había dicho.
Anton miraba al fondo del plato. Josefine tenía la boca entreabierta. Samanda estaba rígida y extrañamente pálida, sin exhibir la sonrisa que Susanne había esperado.
—En esta casa hay algo enfermizo —declaró.
En aquel momento, el pecho de Josefine pareció de pronto hincharse, como si fuera a reventar, y su cuerpo, llenarse de energía, como si toda la presión acumulada, que durante meses había hecho que su piel resplandeciera y sus miembros vibraran, se liberase de pronto.
Samanda extendió el brazo hacia ella, pero era demasiado tarde.
—¡Tú!
Josefine apuntó con su índice derecho hacia el rostro de Susanne.
—¡Esta nunca ha sido tu casa!
Susanne advirtió por el rabillo del ojo el movimiento defensivo de la mano de Samanda y sus ojos como platos, y en un segundo plano oyó tintinear la pajarera, como si en aquel momento todo el interior se sacudiera y se abalanzara contra la rejilla, o como si los pájaros hubieran vuelto milagrosamente y ocupado sus lugares para el gran duelo final.
—¡Ni se te ocurra volver! ¡No vuelvas a poner los pies en esta casa!
Entonces Anton despertó como por arte de magia y trató de extender su brazo hacia el brazo alzado de su esposa, pero del cuerpo inclinado hacia delante de Josefine salía en oleadas todo el aire comprimido del arrebato y lo empujaba a un lado, como si fuera una bola de pelusa al viento en la punta de La Franja.
La oleada de rabia golpeó a Susanne e hizo que se levantara de la silla.
—¿Sabes lo que eres? ¿Tienes alguna idea de lo que eres? ¿Sabes de dónde vienes? ¿Sabes de dónde? De Hamburgo… De Hamburgo… Naciste de una putilla… ¡Eres hija de una puta de Hamburgo!
Josefine alargó la última vocal hasta el infinito antes de estallar en un sollozo que provenía de abajo, del diafragma, y Susanne dio un salto y salió corriendo de la cocina con Anton detrás. Llegó a su bicicleta, que seguía rayada por el maltrato de cuando los destrozos, y se fue pedaleando antes de que Anton pudiera detenerla. Así fue como terminó la vida de Susanne en la casa-caja de bombones.
Tan repentinamente como había comenzado.
Dieciséis años antes llegó a la granja en un Volvo de color crema, como una extraña, y seguía siendo una extraña. La maleta del hogar infantil con los pequeños elefantes por fuera seguía en su armario, como un recuerdo de los pocos días en que fue la ilusión de Anton y Josefine; la niña de Kongslund con su halo dorado y la felicidad que parecía brillar en cuanto la rodeaba.
—¿En serio que te gritó eso? Una putilla de Hamburgo…
Es lo que pregunté, sorprendida, la noche que Susanne me contó la historia por primera vez, y se llevó un dedo a sus hermosos labios.
—Marie, ni se te ocurra…
Se interrumpió. Tras ella colgaba el espejo, negro y mudo de terror por la escena que se había desarrollado, y que de hecho puede ocurrir en la realidad, incluso a una persona que nada sabe de fealdad.
—Si no tengo a quién contárselo —respondí.
—Pero sí…, así fue como terminó.
—¿De un momento a otro?
—Sí. Pero siempre supe que iba a ocurrir. Estaba en el aire. Cuando compró los pájaros.
Se calló otra vez.
—¿Los pájaros?
—Sí, cuando murió Afrodita.
Volvió a callar.
Pero yo estaba demasiado impaciente para especular sobre su extraño tono de voz, un error del que no me di cuenta hasta mucho más tarde. Por eso hice la pregunta más lógica y natural:
—¿Qué pasó entonces?
—Me fui a vivir a Kalundborg, a casa de los padres de una amiga; claro, le di muchas vueltas al asunto de la adopción, de mi origen. Pero lo que más me aterrorizaba era que ya no era la niña de mi padre. No podía quitármelo de la cabeza. Mi madre y Samanda me importaban un bledo. Las odiaba.
Pero observé que seguía diciendo: «Mi madre».
—Mi padre lo silenciaba, y yo lo dejaba para otra ocasión. Al fin y al cabo, fue él quien me enseñó a despegar y a volar por el cielo hasta que la situación se normalizaba.
Hizo su grotesca alusión a la angustia vital de Anton con una pequeña sonrisa.
—Luego conseguí una habitación en el quinto piso de un edificio de Kalundborg.
—¿No volvisteis a hablar de ello?
Sacudió la cabeza.
—Ni en el entierro.
—¿El entierro…?
Me enderecé, y en aquel momento vi su espalda erguida como una sombra oscura en el espejo mágico tras ella.
Hizo un gesto afirmativo sin cambiar de expresión.
—Sí. El entierro de Samanda. Se murió. Sucedió al poco tiempo.
—¿Se murió?
Era una noticia tan extraordinaria que no podía creer lo que estaba oyendo.
—Sí. Murió solo un año más tarde. En el estanque. Donde cazábamos ranas.
Me miró con su luminosa mirada verde, y había un sosiego singular en sus rasgos. Yo estaba conmocionada.
—Cuando me marché, empezó a languidecer de una forma… que nadie podía explicar. Nunca llegó a marcharse de casa. Nadie sabía qué le pasaba.
Sentí un escalofrío en la espalda. Me maldije a mí misma por no haber visto el peligro que había acechado a Samanda; cuando vigilé a las dos hermanastras de la granja solo tenía ojos para Susanne.
—Le costaba respirar, ¡y al final apenas podía caminar! —exclamó Susanne Ingemann, rezumando todavía aquella pasmosa tranquilidad; después se inclinó hacia delante, así que ya no pude ver su silueta en el viejo espejo, que hacía tiempo que se había retirado al mundo de los cuentos, en el que tanto los espejos como las personas tienen cierto control sobre las monstruosidades—. Sus piernas se volvieron flacas y vacilantes, como si no quisieran caminar más.
Abrí la boca para hacer la siguiente pregunta, pero ella respondió antes de oírla:
—Los médicos no sacaban nada en claro. Todo se debilitaba en ella. Y una mañana la encontraron en el estanque. Lo más seguro es que fuera a bañarse, porque solía hacerlo de vez en cuando por la mañana, cuando hacía calor; pero debieron de faltarle fuerzas para volver a la orilla.
Describió el final en frases cortas, sin entonación, y en aquel momento deseé, como hacía mucho tiempo que no deseaba, haber tenido a Magdalene junto a mí; pero nunca me visitaba cuando Susanne estaba presente.
—¿Se ahogó…? —pregunté con lentitud.
—Sí.
«Los mejores hogares están junto al mar».
—La enterramos la primera vez que volví a la granja.
—Pero ¿tuvo algo que ver con…?
No sabía cómo formular mi grotesca pregunta, y Susanne respondió antes de que la terminara.
—No. Ella solía estar casi siempre con mi madre —explicó—. Con su madre, quiero decir. Es algo confuso, ¿verdad?
Se levantó y miró a la oscuridad, que a aquella hora de la noche se había tragado tanto la costa sueca como la isla de Hven, con el fantástico castillo del viejo astrónomo.
—La verdad es que no sé cómo imaginaba mi madre que era una vida familiar feliz, si consideraba que solo consistía en ver que sus hijas abandonaban el hogar cuando se casaran un buen día, como hizo ella; pero entonces me fui de pronto. Y todo cambió. La vida que había vivido ella… De pronto había un extraño en la casa.
Asentí en silencio de forma casi mecánica, sin comprender las extrañas e incoherentes reflexiones. Pensé en Samanda.
—¿No crees que es así? Las madres desean que sus hijos salgan a ellas; desean que nos parezcamos a ellas como dos gotas de agua, aunque deberían ayudarnos a hacerlo todo mejor… y a evitar los errores que ellas cometieron. Josefine deseaba que me pareciera a ella. No quería reconocer que había tenido que llevar a casa a una extraña.
Yo no estaba de acuerdo, y de todas formas existía otra explicación que, a mi entender, era mucho más natural.
—También puede que estuviera muy enfadada porque soltaste sus canarios —le dije—. Podría ser la causa de que perdiera el control. Aquellos pájaros lo eran todo para ella.
Susanne se llevó dos dedos a los finos labios. Era una mujer muy guapa, incluso en la penumbra y a distancia, sentada en la silla de anticuario. No era de extrañar que casi todos los hombres se comportaran como chicos apocados en su compañía, y que yo misma la hubiera amado.
—Pero Marie —dijo por fin, en voz baja, y había en su mirada una alegría repentina que me extrañó. Ladeó la cabeza, como para imitar a uno de los doce pájaros dorados huidos—. No has entendido nada, Marie. No fui yo. ¿Creías que había sido yo?
De pronto echó a reír, e iluminó cuanto la rodeaba, hasta el espejo estuvo un rato cegado y reflejó aquel resplandor como si fuera un cristal normal.
Me hundí en la cama, más torcida y sombría que nunca, inmóvil.
—Marie… Escucha, ¡no fui yo quien soltó los pájaros! —Volvió a reír, en voz más alta, y de pronto se puso seria—. Y seguro que ella lo sabía.
No supe qué decir.
—Pero es lo que pensabas, ¿no? Como los destrozos de mis cosas, ¿verdad? Todos creían que fue cosa de Samanda. Pero no fue ella.
De repente comprendí la rabia que había colmado a una de las hijas de La Franja, lo comprendí de repente; la revelación hizo que casi me cayera al suelo.
—La odiaba de todo corazón, Marie, tengo que reconocerlo. No tienes ni idea de cuánto se puede odiar a alguien cuando te sientes así…, como una intrusa. Como alguien que no tiene derecho a estar en ninguna parte.
Luego de pronto se alzó de hombros y dijo con un tono ligero que sonó extraño:
—Claro que no debería haberme marchado de casa; al fin y al cabo, la culpa no era de Samanda. Pero en aquel entonces eso me daba igual. Me daba igual su añoranza, odiándola como la odiaba. O quizá sabía bien lo que me hacía.
Se encogió de hombros otra vez.
—Además, ella murió.
En aquel segundo tuve una espantosa sensación de que en mi cuarto había otra persona más. Siempre he tenido cierto talento para el melodrama. Pero solo estaba Susanne, sentada inmóvil frente a mí, casi invisible. Tal vez estuviera a punto de elevarse en el aire, como Anton. Recordé su descripción del rostro que vio una vez en la profundidad del estanque de la granja. ¿Había sido realmente una ilusión? Me sentí helada.
Entonces oí su voz que me hablaba.
—Marie, siempre has vivido en un lugar donde todo estaba organizado para estar en armonía, siempre. En la casa más bonita aquí, junto al mar, bajo las doce hayas, en el hogar infantil famoso en todo el país. No tienes ni idea de cuánto se puede odiar…, de la rabia… Eres capaz de matar y sucede que, a veces, acabas haciéndolo.
Miré de nuevo el espejo, para establecer contacto con aquel ser que estaba convencida vivía en su interior. Pero el cristal estaba negro, y en aquel momento me di cuenta de que nunca volveríamos a charlar a solas.
—¿Quién crees que abrió la puerta de la jaula? —preguntó Susanne ladeando, burlona, la cabeza y con una leve sonrisa en los labios—. ¿Quién crees que lo hizo? Hasta que no sepas eso, no sabrás nada.
Para entonces llevaba tanto tiempo sentada frente a ella que tenía la boca seca y me sentía mareada, así que no respondí. Tal vez haya acciones humanas que en lo más profundo no deseamos entender.
—Tienes que resolverlo tú sola, Marie.
No dije nada.
Se alzó de hombros por tercera vez aquella noche.
—Pero cuando entiendas eso, lo entenderás todo.
Más tarde aquella noche, cuando apagamos la luz y me tranquilicé, oí su voz en la oscuridad, y no creo que me oyera llorar. Comprendí que aquella noche se había levantado una barrera entre las dos, pero entonces no entendí el porqué.
—Mientras estábamos en la iglesia en el extremo de La Franja cantando salmos y el pastor hablaba de la Vida Eterna y la madre de Samanda no paraba de llorar, decidí encontrar a mis verdaderos padres —dijo.
Sentí un momento de pánico, y mantuve los ojos cerrados.
—Pero ¿no los encontraste? —susurré. Conocía la respuesta mejor que nadie.
—No.
—¿No había ninguna…?
Era una pregunta estúpida. Mi voz tembló, pero ella no se dio cuenta.
—No —repitió—. No había ninguna pista que seguir. Ningún permiso de adopción, ninguna dramática «licencia real», como se llamaba entonces, ningún documento, tampoco en Asistencia a la Maternidad. Tampoco en Kongslund había ninguna anotación, todo había desaparecido…, o se había extraviado, como decía Magna. Puede que sea por eso por lo que después me nombró subdirectora. Le daría lástima.
No hice caso de su escandalosa ingenuidad. Más de treinta años después de que se marchara de Kongslund, volvió como mano derecha de Magna, y unos años después de que la nombrasen directora hizo algo asombroso, que recordé aquella noche, pero nunca me atreví a preguntarle por la razón. Instaló una bonita jaula de pájaros con cuatro canarios de color amarillo intenso que cantaban a pleno pulmón y regocijaban a los niños que eran lo bastante mayores para subir al primer piso. Subió por la escalinata hasta el piso de las señoritas y el antiguo despacho de Magna, y depositó la jaula en el extremo del pasillo, junto a la ventana que daba al oeste, para que pudieran pasar el día sobre las perchas brillantes observando las doce hayas a las que no podían llegar. Una especie de repetición de su propio pasado.
Tres de los pájaros vivieron casi quince años —lo que es una edad inaudita en la especie—, y cuando murió el último no compró otro, sino que dejó la jaula vacía en el alféizar de la ventana, intacta. Como la habitación de un difunto cuando sus familiares no han tenido el coraje de vaciarla.
El cuarto canario había desaparecido —de pronto— unos años antes, y fue un suceso en cierto modo tan misterioso como el que Susanne vivió de niña. Una mañana el pájaro desapareció.
Susanne se quedó, bañada por un rayo de sol, tratando de comprender el hecho simple pero irrefutable que nadie le podía explicar: la puerta de la jaula estaba cerrada.
La ventana estaba abierta, pero la puerta estaba como debía estar, al parecer inamovible en su bisagra. Todo indicaba que la abrieron durante la noche y después volvieron a cerrarla.
Y como Gerda, que estaba en la puerta, dijo en voz alta, más asustada de lo que nadie la había oído en muchos años:
—Ningún canario abre su puerta, y después vuelve a cerrarla…
No necesitaba decir el resto.
—… antes de echar a volar.
Nadie dijo nada.