EL PROTOCOLO DE KONGSLUND
20 de junio de 2008
Siempre me ha parecido que el miedo era hermano gemelo de la rabia. En mi caso, muy pocas veces se produce una cosa sin ir acompañada de la otra.
Pero ninguna otra sensación podía superar el miedo que nos paralizó tras el descubrimiento de Eva Bjergstrand, que a nuestro entender era la mujer muerta en la playa.
Susanne Ingemann nunca más volvería a intentar acercarse al caso.
Y también yo tuve mis razones para dejar que pasaran los años.
El cielo de junio estaba oscureciendo cuando el Bedford Caravan verdemar con el logotipo azul real de Channel DK pintado en las puertas atravesó Aarhus y bajó al puerto, donde fue el último vehículo en subir a bordo del transbordador rápido a Sjællands Odde.
Los dos hombres habían escuchado las noticias de las diez en el camión, y no había nada nuevo sobre el caso Kongslund, lo que tampoco habían esperado. Lo que sí hubo fue una noticia algo más larga sobre la expulsión del chico tamil de once años por el que los medios, por otra parte, habían perdido el interés cuando Søren Severin Nielsen retrasó la expulsión con una lluvia de sutilezas jurídicas. Sin embargo, su último recurso había sido desestimado, y el ministerio reaccionó al instante: iban a llevar al chico tan pronto como fuera posible al aeropuerto de Kastrup, y meterlo en un avión a Calcuta, desde donde tomaría un vuelo regular a Colombo, la capital de Sri Lanka, escoltado por cuatro corpulentos policías daneses.
El ministro nacional había vuelto a conseguirlo, resumía la conclusión favorable de un comentarista político. El Rey Absoluto volvía a demostrar su patriotismo, basado en poner a salvo a los judíos daneses durante la guerra, atreviéndose a expulsar a un extranjero que no tenía ningún derecho a quedarse en Dinamarca, sin tener en cuenta la edad, y que una fuente ministerial de confianza sostenía que era parte de una red muy amplia que se dedicaba a introducir tamiles en el país. Por miles.
Pero en las noticias de Channel DK el destino del chico no iba a ocupar mucho espacio entre los dos programas itinerantes del fin de semana en las dos mayores ciudades de Dinamarca. No había concentraciones multitudinarias para recuperar la primera posición en el cambiante cielo programático de las audiencias; lo que empezó con un show gigante en la sala Stakladen de Aarhus iba a tener continuación el domingo en un show televisivo mayor aún en el Forum de Copenhague.
En Aarhus, el jefe de informativos y entretenimiento, Peter Trøst, dio a los miles de asistentes pequeños adelantos de los próximos conceptos programáticos, y los siete leones conceptuales presentes estuvieron hombro con hombro en la última fila, observando la reacción popular. El concepto más controvertido de la noche se lanzó cuando el ambiente estaba en su apogeo, y los leones de la última fila tenían las comisuras brillantes mientras el tráiler de un show propagandístico a favor de la reintroducción de la pena de muerte en Dinamarca ocupaba las pantallas gigantes. El adelanto iba adornado con ejemplos ilustrativos de violaciones de niños, terror y asesinatos en masa como argumentos irrefutables a favor de la pena capital; fuera, en el crepúsculo, estaban aparcadas una tras otra las unidades móviles, ocupadas en cubrir cuanto allí se decía. Cuando el programa se estrenara, el público podría emitir su veredicto sobre una selección de auténticos criminales, y todos esperaban que aquellas sentencias fueran mucho más severas y consecuentes que las sentencias blandengues dictadas por los tribunales daneses. En las pantallas gigantes centelleaban imágenes dramáticas de los ataques con bombas incendiarias contra las embajadas danesas de Siria y Arabia Saudí tras la publicación de las caricaturas del profeta Mahoma, y Peter Trøst gritó:
—¡El futuro no es gratis! ¡Debemos luchar por el futuro! ¡Todos juntos!
Igual que la achacosa cadena debía luchar por sus cifras de audiencia.
Después, en los camerinos, brindaron con vino de reserva, aunque Peter sintió un desagrado momentáneo por lo que había ocurrido y por su papel en ello.
El mal humor no se le fue hasta que encontró a Asger Christoffersen en al aparcamiento, como habían convenido. Alto y espigado, algo confuso, con mechones de cabello erizados y gafas redondas, lo esperaba entre dos camiones. Se dieron la mano, y Peter metió la desvencijada maleta roja del astrónomo en la Bedford de la cadena antes de partir al puerto.
Un silencio algo embarazoso se abatió sobre ellos. Luego, como haría un académico distraído en una situación parecida, el hombre espigado se ajustó las gafas.
—Por mí, podemos ir y volver a la luna.
—¿A la luna? —Peter estaba perplejo por la extraña declaración.
—Sí. ¿No ves la simbología?
Peter sacudió la cabeza.
—Tú eres Tintín, y yo… —el singular astrónomo sofocó una risa, dichoso de pronto—, yo soy el profesor Tornasol.
De hecho, se parecía al distraído personaje de historieta, aunque era más alto, y Peter sintió en medio de su perplejidad un alivio repentino; como si el encuentro con Asger Christoffersen hubiera estado decidido desde muchos años antes.
Una vez en el transbordador, los dos se quedaron en el coche, en cubierta, tras los cristales tintados, mientras el resto del equipo iba a la cafetería a por cerveza y algo de cenar.
El distraído profesor de cómic había renacido en la figura de Asger Christoffersen: su expresión algo confusa, desde luego, quedó impresa en el rostro alargado del astrónomo. Llevaba unas gafas de cristales gruesos y montura negra y delgada sobre su nariz afilada, y de aquella apariencia algo indómita surgió una voz sorprendentemente profunda. Se recostó en el cuero blando y dijo:
—De pequeño era esmirriado, pero luego crecí, como si quisiera llegar… arriba y arriba…, hasta las estrellas… ¡Y antes que nadie!
Peter sonrió, pero no dijo nada.
—El año que empecé en la Universidad de Aarhus fue el año en que el físico norteamericano Alan Guth descubrió la mecánica de formación del universo, la época inflacionaria, en la que toda la materia de la que estamos hechos salió disparada al espacio con una fuerza inimaginable; luego escribiría en su bloc de notas: «¡Sensacional descubrimiento!».
El astrónomo rio tan alto y tan de repente que Peter Trøst dio un respingo. Luego cambió de tema.
—¿No es extraño que hayamos dormido en la misma habitación cuando…, cuando éramos bebés?
Asger Christoffersen pronunció la última palabra con evidente regocijo. Después realizó otro pequeño salto cuántico en su universo interior, fuera cual fuese, y dijo:
—He estado casado como tú, Peter, y divorciado, y he abandonado a una hija, igual que a mí me abandonaron. Incluso nosotros, que vinimos al mundo en Kongslund, cometemos los mismos errores cuyas consecuencias sufrimos hace tiempo. ¿No es extraño?
El estruendo de los motores del ferry fue a más, y el camión se balanceó rítmicamente sobre su lujoso sistema de amortiguación. Peter Trøst no tenía ganas de hablar de niños —ni de sí mismo— con nadie.
—Mi hija tiene quince años —continuó Asger—. Es curioso. Yo creía que una añoranza de ese tipo, la añoranza que siente un padre por su único hijo, se mantendría inalterable toda la vida; no se debería poder anular o limitar. Pero aun así ha ocurrido. Después de cierto tiempo disminuyó, como si el amor exigiera más que la mera presencia. Y un buen día lo entendí: la añoranza, al igual que las partículas más pequeñas de la Tierra, es influida por otras partículas con otras cargas y, claro, esa influencia depende de los tres pilares básicos de la vida: distancia, movimiento y tiempo. Si esperamos lo bastante sin darnos a conocer, y nos alejamos lo suficiente unos de otros, esas fuerzas actúan. Entonces la añoranza desaparece, y el amor se convierte en nada. Fue lo que me ocurrió a mí. Cuanto menos la veía, menos la echaba en falta. ¿No crees que a nuestros padres biológicos les habrá sucedido lo mismo?
Peter Trøst sintió algo de vértigo, como si los cabeceos del barco fueran a provocar un ataque de mareo.
—Estuve en el parto —dijo el astrónomo, sacudiendo la cabeza como asombrado—. Era lo que había que hacer en los años noventa. Me metí mucho en mi papel, casi como si estuviera buscando un nuevo planeta. Sentía todos los dolores que tenía mi mujer, las mismas cuchilladas, punzadas y pinchazos que sentía ella en su tripa y bajo vientre: era como una telepatía del dolor. Y al final tuvieron que darme epidural y acostarme en un puf en un rincón del paritorio para que me tranquilizara. Pensaban que estaba loco.
Peter no sabía si el astrónomo le tomaba el pelo.
—Algo más tarde, cuando nació mi hija, tuve un ataque de hipo y dolor de estómago, y cuando ella tenía espasmos intestinales a mí me dolía el diafragma. Pensé que me iba a morir.
Asger se inclinó un poco hacia la izquierda y tocó el hombro derecho de Peter.
—Si hubiera sido en la novela de Steinbeck que termina cuando todo se inunda y buscan refugio en un granero, le habría dado el pecho… Pero claro, no había leche.
Peter miró de reojo al espigado astrónomo, pero su sonrisa no era ni irónica ni provocativa. Al igual que Asger, también él había abandonado a sus hijas casi de un día para otro.
Fueron por el sur de Roskilde y se sumergieron en el océano de luz de la capital. Asger retomó su monólogo.
—¿Sabías que la luz de esos millones y millones de televisores encendidos se emite al espacio celeste y nos impide ver el cielo nocturno, dejándonos ciegos para ver planetas, estrellas y galaxias? Es casi simbólico, ¿verdad?
Peter Trøst volvió a mirar de reojo al hombre con quien compartió habitación en un famoso hogar infantil para ver si hablaba en broma, pero seguía sin parecerlo. Al contrario, irradiaba clemencia.
La inocencia de Peter había desaparecido para siempre cuando ya en su primer año de carrera sedujo a la secretaria de un ministro porque buscaba una información decisiva sobre el empleo excesivo de fondos públicos por parte del ministro —para viajes, estancias de hotel, restaurantes, incluso amantes—, y el contundente método empleado se convirtió en parte del mito de Peter Trøst. La conoció, al parecer por casualidad, en la piscina municipal de Gentofte, y tres semanas de sexo después, ella le contó lo que quería saber. Después no volvió a verlo hasta que empezó a aparecer en todas las pantallas del país dando a conocer sus revelaciones. Era su inicio en el estrellato, y solo tenía veinte años. No había pensado más en ello; las expectativas de los redactores eran lo único que tenía importancia. La chica, por el contrario, dejó el trabajo, a los compañeros y a todos sus amigos, avergonzada, y cinco meses más tarde la encontraron ahogada, no en la gran piscina de agua caliente del polideportivo de Gentofte, sino en una bañera con agua helada; por si acaso, había tomado tres frascos de pastillas para dormir y se había abierto las venas de ambas muñecas.
El mítico episodio continuaba desatando la admiración entre periodistas jóvenes, que pensaban que aquel tipo de métodos eran parte del juego; aquel tipo de episodios desafortunados no debería afectar a un auténtico reportero. Él había reprimido la experiencia en estado de vigilia, pero últimamente se le aparecía en sueños, lo miraba con fijeza desde el cielo nocturno con el pelo mojado goteando sobre su edredón. Para el caso, podía haber ido de la mano del rector Nordal. Y él despertaba, con las sábanas arrugadas y mojadas, por el sonido del agua, que sonaba como si saliera a chorros de un agujero abierto en un dique, en algún lugar de la oscuridad.
Aparcaron delante del hotel de Scandinavian Airlines, donde Peter había buscado alojamiento para el espigado astrónomo en una habitación pequeña pero lujosa del último piso, lejos de perturbaciones terrenas y con vistas al estrecho de Øresund y a la costa sueca.
Asger Christoffersen se quedó un largo rato junto a la ventana, intentando vislumbrar la isla de Hven allá a lo lejos; pero la isla de su famoso antecesor estaba oculta por la oscuridad.
Era el tercer viernes de junio, y habíamos seguido la transmisión del enorme show desde el Stakladen de Aarhus durante toda la tarde-noche. La emisión finalizaba a los compases del himno nacional cuando un sexto sentido me hizo levantarme y mirar por la ventana al vestíbulo. Un Audi azul oscuro avanzaba por el sendero de gravilla, y lo reconocí de inmediato.
Carl Malle iba al volante.
No habíamos esperado otra visita del jefe de seguridad en tan poco tiempo, lo que ponía en evidencia la desesperación que debía de reinar en el ministerio que lo había contratado. No podía pensar en serio que fuéramos a decirle más de lo que ya le habíamos contado.
Nos sentamos, como la primera vez, junto a la pequeña mesa de cristal de la sala que da al jardín, desde donde había vistas a la playa. Se divisaba vagamente la silueta de la central nuclear de Barsebäck a lo lejos, y el policía jubilado se quedó un rato como disfrutando el anochecer sobre el estrecho en un ambiente relajado, cosa que cualquiera que lo hubiera seguido a lo largo de los años sabía que era impensable. Carl Malle nunca se perdía en imágenes idílicas, fueran del cielo o del mar. Solo había venido en busca de la verdad que, en su opinión, encerraba Kongslund. Reaccionaba con lógica y determinación a las señales que, efectivamente, procedían de aquel lugar, y el miedo se erguía junto a él en el sofá, y nos miraba sin cesar.
El policía jubilado frunció el ceño y dijo:
—He hablado con el ministro nacional. Sigue creyendo que tienes información que puede sernos útil.
Me miró a los ojos y dijo:
—Por tu madre de acogida…
Aquella manera de hablar sentimentaloide era poco característica de él.
—Por ella debo facilitar una información que no poseo —completé su frase con tono de desprecio, mientras la rabia me hacía olvidar por un instante el miedo.
Él apretó fuerte la taza de té con su manaza. Podía romperse en cualquier momento.
—¿Qué sabía Magna de ese chico del que se habla? —preguntó.
—Nunca habló de John Bjergstrand —respondí. Era verdad.
—¿Quién ha enviado el anónimo?
—¿Cuál de ellos?
Se quedó un rato mirándome.
—La carta enviada a los chicos de la Sala de los Elefantes. A Orla Berntsen y a la prensa.
—¿Cómo voy a saberlo?
—Llevas mucho tiempo viviendo aquí.
Adelantó la mano con la taza.
—Bueno, tú te interesas por…
—¿Por el pasado? —terminé la frase.
Susanne no se había molestado en sacar pastas o alguna otra cosa de comer al jefe de seguridad. Quizá como muestra de su reprobación.
—Sí —respondió.
—¿Qué pintáis tú y el ministro en todo esto?
Era una contrapregunta repentina y muy directa.
Su mano con la taza cayó de pronto sobre la mesa, y se quedó un momento quieto.
—Hemos conocido a Magna casi desde el principio de Kongslund.
—Sí, te vi en Søborg.
El policía retirado entornó los ojos. Era un gesto de gran nerviosismo para un hombre como Carl Malle.
—Sí. Te vi con Orla y Severin. Cuando eran niños.
—Vivía allí —respondió en voz baja.
—También vigilabas a los demás, ¿verdad?
Malle giró la cabeza y miró a Susanne, que como siempre se había acomodado de espaldas al estrecho y a la luz en el pequeño sofá de caoba oscura, tapizado con seda gris azulada. Me pareció que estaba pálido.
—¿Qué era tan interesante de los siete niños de la Sala de los Elefantes…, de quienes estuvimos allí en 1961?
Oí su respiración a través de la mesa.
—Marie, llevo más de cincuenta años interesado en este lugar. He conocido durante el mismo tiempo a tu madre —declaró.
—Mi madre de acogida —lo corregí sin vacilar.
—¿Qué te ha contado Magna? Es lo único que necesitamos saber.
—No has respondido a mi pregunta.
Ahora era yo la que sonaba como un policía.
—Eres lista. Siempre lo has sido —concedió, con un tono especial de admiración en su voz que no había esperado—. Pero tus disparatadas preguntas no tienen nada que ver con la cuestión. Sabía por Magna que dos de sus niños vivían en mi barrio, era de lo más natural. Me pidió que me pusiera también en contacto con otros niños, tanto por curiosidad como por amor.
La palabra sonaba fuera de lugar en sus labios.
—O por si estaban en dificultades. Es natural.
Aquello sonaba más auténtico.
—Ten en cuenta que yo era una especie de ángel custodio de Magna.
Trató de sonreír, no lo consiguió, y casi susurró la última palabra. Me di cuenta de que estaba irritado por tener que dar explicaciones, como si fuera él el interrogado.
—¿Conoces a Asger Christoffersen? —pregunté, aprovechando que llevaba la voz cantante.
—¿De dónde habría de conocerlo?
—Tengo la impresión de que lo conoces.
—Sí, lo conozco.
La confesión llegó más de repente de lo que yo esperaba y acompañada de una mirada desafiante de sus ojos grises.
—Sí, porque sus padres estuvieron a punto de echarlo todo a perder, ¿verdad?
Su mirada vaciló, fue un espectáculo raro de ver. Durante todos los años que lo espié en Søborg no había visto nada parecido.
—Cuando hicieron que Susanne y Asger se conocieran, ¿verdad?
Me di cuenta de que Susanne se sobresaltó. Pero Carl Malle siguió callado.
—No debíamos hablar entre nosotros, ¿verdad? No debíamos darnos cuenta de que ninguno de los niños de la Sala de los Elefantes sabía nada de sus padres biológicos, o que habían estado a la vez en el mismo sitio y tenían la misma extraña laguna mental sobre su pasado, ¿verdad? De hecho, Magna, en contra del espíritu imperante en Kongslund, recomendó a los padres adoptivos de los niños que no desvelaran nada a sus hijos acerca de su pasado. ¿Verdad? No debían saber ni que eran adoptados ni que procedían de un hogar infantil. Porque así ella podía…, vosotros podíais… tapar el escándalo que de otro modo habría destruido Kongslund y a todos los implicados. ¿Verdad? ¿Estoy en lo cierto?
El hombre se quedó un rato en silencio; solo sacudió la cabeza.
—¿En qué consistía el escándalo?
Estaba extrañada por mi arrebato y por las palabras escogidas.
—¿Quién es John Bjergstrand?
Volvió a respirar con pesadez antes de recuperar el habla y dijo:
—Escucha, Marie. Ayúdanos a encontrar a ese chico, ya que Magna no puede hacerlo; porque tal vez la mataran a causa de esas cartas… y, sobre todo, por ese nombre. Por Dios, era tu madre.
—Mi madre de acogida.
—Sí. Y puede que alguien matara a tu madre de acogida para que no llegáramos hasta el niño.
—O para encontrarlo.
La acusación quedó flotando en el aire. No me atrevía ni a mirar de reojo a Susanne Ingemann.
—Nunca ha sido fácil hablar contigo, Marie.
—Nunca has expresado ningún interés en ello.
Quedó callado una vez más mientras controlaba su furia. Sus manazas rodeaban inmóviles la taza, de la que apenas tomó un sorbo. Luego dijo:
—Buscamos también su diario personal. El Protocolo de Kongslund.
No hice caso de la sorprendente información que parecía poseer.
—¿Qué pasa con nosotros, Carl? ¿Qué pasa con los niños de la Sala de los Elefantes que os inquieta tanto? ¿Qué nos hace tan interesantes?
Se levantó de pronto y soltó la taza. Había perdido la paciencia.
—Marie, creemos que Magna entregó el Protocolo a alguien antes de morir. Y tú eres la posibilidad más cercana.
Arrojó una pequeña tarjeta sobre la mesa.
—Llámame por teléfono si quieres hablar conmigo. Estoy seguro de que te haces una idea de lo que quiero saber. Llámame.
En el último instante recuperó la presencia de ánimo.
—Ah, claro. El interés de Marie por los asesinatos… —observé, y oí que sonaba como un gruñido, pero no pude contener la rabia.
—Sí, ¿verdad? Como en una novela de suspense, ¿no?
Era lo más cerca que se permitía Carl Malle de llegar a algo tan poco creador de realidad como el sarcasmo.
Luego abandonó la sala, y oímos que se cerraba la puerta principal del vestíbulo. Su taza quedó sobre la mesa, intacta.
Susanne Ingemann, directora de Kongslund y una hoja en blanco para la mayoría —fuera de Kongslund—, no había dicho ni palabra durante la confrontación.
Por supuesto, iba a tener que desvelar el secreto que muy pocas personas conocían, y que Carl Malle y yo acabábamos de compartir en la sala.
Otra de las pocas personas que lo sabía había sido Magna, claro.
La posición de Susanne como directora del conocido hogar infantil tenía tan poco de casualidad como cualquiera de los demás sucesos que relacionaban entre sí a los niños de la Sala de los Elefantes.
Magna la nombró su asistenta de confianza en 1984, y cinco años más tarde Susanne relevó a su jefa en la dirección. Mientras tomábamos té en la sala que da al jardín un par de semanas después del nombramiento, me llamó la atención lo guapa que se había puesto con los años, y me pareció extraño, como a todos los demás, que nunca se hubiera casado y formado una familia. Debió de tener literalmente cientos de pretendientes, pero, como es natural, no me atrevía a preguntarle por algo tan íntimo.
Para mi gran sorpresa, me visitó varios días después en mi habitación, adonde por lo demás casi nunca venía nadie. Aquello me cohibió al instante, ya que no solía recibir visitas, a excepción de Gerda o mi madre de acogida (y, claro está, Magdalene, antes de que empezara a cortejarla un rey en el Más Allá).
Algo insegura, le ofrecí la silla Chippendale, y me senté en la cama, callada, incapaz de hablar. Hasta el espejo calló aquel día, y fue como si se fundiera con la pared, cosa que nunca había hecho antes. Creo que estaba tan abrumado como yo por el resplandor de Susanne.
Durante las primeras visitas me preguntaba por los niños, y por las rutinas del hogar durante los años que yo había vivido allí, y era de lo más natural. Yo respondía como podía, y tal vez entraba en más detalles de los necesarios, hablándole de los métodos pedagógicos de Magna, que nadie había puesto nunca en entredicho, de su relación con Gerda y de su lucha contra todos los poderosos hombres sabihondos que, en el transcurso de los años, trataron de inmiscuirse en los asuntos de Kongslund, y eso pese a que debían de saber que se trataba del territorio ilimitado de Magna, que iba a devolver el golpe con tanta energía como cuando aplanaba a martillazos los tallos de las flores en la mesa de la cocina. Las explicaciones me dejaron algo jadeante, porque no estaba acostumbrada a hablar más alto de lo que Magdalene podía justo oír, pero fui relajándome, ya que Susanne escuchaba con enorme atención, y nunca me preguntaba nada personal.
Pero todo cambió.
—Eres una mujer muy guapa, Marie —dijo de pronto un sábado al atardecer, justo después de que le hubiera descrito la conocida escena de Gerda con el comandante alemán de la Gestapo en la guerra, sin duda con evidente admiración y voz entusiasmada.
Luego añadió lo impensable:
—¿Por qué no te has casado?
La sangre subió al momento por mi cuello, hasta llegar a mis mejillas torcidas, e hizo que mi colgante hombro izquierdo me abrasara como el fuego. Me hizo un daño horrible. Nunca había compartido mi fealdad con nadie, excepto el enorme espejo de caoba que había colgado de la pared toda mi vida. Ya de niña me acostumbré a sus modos algo malvados y a las preguntas impertinentes (que sabía se debían a la naturaleza insistente del espejo mágico) y a nuestras conversaciones nocturnas, que siempre giraban en torno a mis defectos innatos. Durante mi niñez, Magna se esforzó por suavizar mi extraña apariencia a los ojos de otras personas, contándoles —acompañada de sus cordiales risotadas, interminables— la historia del asombroso físico de la Niña Abandonada, que había embelesado a un montón de cirujanos ortopédicos y especialistas.
Pero Susanne no sonrió. Lo que hizo fue acercar la silla a la cama, donde estaba yo sentada junto a la cabecera.
—Tú no lo sabes, Marie, porque solo te contemplas en un viejo espejo cochambroso que no te abarca entera. Solo ves lo torcido y diferente. Pero no ves la imagen total.
Sus labios estaban entreabiertos, y la luz del sol bajando sobre el estrecho acariciaba sus hombros y su cuello. No puedo describirla de otro modo hoy. Ni siquiera Magdalene había llegado hasta mi alma así, sin la menor timidez, y me sentía muy abrumada. Tras ella colgaba el espejo, oscuro y reservado, envuelto en grandes sombras, y sentí que los celos que ni un espejo mágico puede ocultar habían quedado arrinconados sin remedio; se calló por primera vez en su dominio centenario.
Pese a todo, no me atreví a contestarle en aquel instante mágico, porque temía que el ceceo que compartía con mi vieja amiga espástica tras su muerte fuera a regresar e hiciera mis palabras incomprensibles para Susanne. Pero no tenía nada de qué preocuparme.
En aquel momento, se inclinó hacia delante entre el brillo de las siete velas encendidas dispuestas en el candelabro dorado que me regaló Gerda Jensen por mi confirmación, y me besó. Me quedé tan conmocionada que no pude apartar mi cuerpo ni un centímetro del de ella. Nos envolvía su aura roja al sol del estrecho, y de repente desaparecí en ella y, por primera vez en mi vida, abracé para mi asombro a otra persona de mi edad, y sentí que me ahogaba de una manera que nunca había conocido.
Varias horas más tarde, tumbada en la cama después de que Susanne se fuera, reí con tal fuerza que seguro que lo oyeron en la isla de Hven, y el viejo investigador celeste de nariz de plata debió de alzar la vista hacia el Carro y la Osa Mayor y preguntarse qué demonios había liberado el cielo nocturno.
«¡Todos, querido Tycho! ¡Todos ellos!».
Y una voz que debía de ser la mía gritó: «¡Ahora entiendo!».
Susanne volvió noche tras noche, y todo aquel invierno pasamos las noches juntas en la Habitación del Rey, mientras los niños dormían y las ayudantes velaban en la planta baja. Y una noche en que el viento silbaba helado entre las siete enormes chimeneas de Villa Kongslund, me contó quién era en realidad.
Cerró los ojos, desapareció de la realidad física y me habló de la península en la que había una granja rodeada de un pequeño jardín con espinos y zarzales; su historia era más funesta e incomprensible que cualquier relato que hubiera escuchado antes, fuera el de Orla, el de Peter o el de Severin, que ya había estudiado con un cuidado rayano en el miedo. Fue una declaración de confianza que nunca había mostrado a nadie, y a su espalda el espejo seguía negro e invisible; creo que aquella noche su magia se deshizo para siempre.
Nadie podía haber escondido su pasado mejor que Susanne Ingemann, pero ella no sabía que yo conocía su secreto más íntimo. Llegó a Kongslund en 1961 y la acostaron en la Sala de los Elefantes, donde pasó las Navidades conmigo —la otra chica de la sala— y con cinco chicos. Era el último de los siete niños de aquella fotografía de revista vieja, «los siete enanitos»: la única chica, aparte de mí.
Nunca me habría atrevido a contarle la verdad acerca de lo que sabía de su vida y de su pasado, aunque desconocía la razón. Tal vez me avergonzaba de mi añoranza de niña por conocer a los niños que se habían marchado, y mi extraordinario talento para seguir sus huellas y vigilarlos sin que nunca percibieran mi presencia —era una habilidad inusual, pero no una habilidad de la que se habla a otros con orgullo—. Y no era lo único que me contenía. Su vida era sin duda la más extraña de las cinco que recopilé a duras penas, y aquello se debía, claro está, a la decisión fatal de sus padres adoptivos de no hacer caso a la diferencia entre hijos adoptados y biológicos desde el principio. Los niños adoptados nacen en un extraño mundo al revés en el que la madre biológica ha rechazado su amor por ellos y, a cambio, una mujer desconocida les ha dado el suyo; ese equilibrio frágil, singular, puede desbaratarlo el menor acontecimiento imprevisto.
Pero la razón más importante, por supuesto, era la que podía costarle todo, y la que en el fondo la convertía en lo que era, pese a su llamativa belleza. Una copia de las antiguas señoritas.
Susanne había matado de una manera que nadie podía justificar.