LA CARTA DEL PASADO
24 de abril de 2001
Debí haber comprendido la aversión natural del Destino hacia la simetría, que es la defensa de los humanos contra la Incertidumbre y la idea de que no hay un orden universal superior. Debí ver las señales de que el Destino había despertado en su cama celeste para demostrar una vez más a vivos y muertos que no solo el enorme Azar sin fondo gobierna el mundo. Por supuesto que no.
Durante más de cuatro décadas, las palabras de Magdalene escritas a mano en sus pequeños diarios fueron el único eco del pasado desconocido de Kongslund, y yo creí que seguiría siendo así. Pero entonces el Destino levantó la mano y, atravesando la capa de nubes, me señaló; supe al instante que era demasiado tarde para escapar.
Las últimas palabras de Eva Bjergstrand me llegaron una mañana de abril de 2001. Cuando menos lo esperaba. La carta estaba en la pequeña estera de fibra del vestíbulo, justo bajo el cuadro de la mujer de verde. Debí haberla dejado allí, pero en el momento más atolondrado de mi vida hice justo lo que el Destino había soñado, lo que anhelaba.
En uno de los sellos del sobre aparecía la Ópera de Sídney; en el otro, un canguro saltarín en un paisaje desértico de color gris amarillento; pero yo no conocía a nadie de Australia. Los sellos eran impresionantes, igual que el país que representaban, pero yo ya sabía, por mi breve afición a la filatelia cuando tenía seis años, que los sellos australianos pocas veces eran valiosos. Cuanto mayor era su tamaño, menos valor tenían.
Aquella idea absurda me llegó mientras estaba sola en el vestíbulo.
Que yo recuerde, sentí un desagrado instintivo ante la carta, claro que puede tratarse de un intento de explicación a posteriori como consecuencia de los catastróficos sucesos que desató. La dirección estaba escrita con letra redonda, así que en ese sentido la carta había llegado a su destino correcto; pero el cartero, con las prisas, no se había fijado en la diferencia entre mi nombre —Marie Ladegaard— y el nombre escrito en el sobre: Martha Ladegaard. Mi madre de acogida se jubiló en 1989 y se mudó de Villa Kongslund a un piso de Skodsborg, y la carta era para ella, como es natural.
Estuve un buen rato indecisa, y examiné el sobre mientras especulaba sobre su contenido. El matasellos que le pusieron en la otra punta del globo era del 17 de abril de 2001, una semana antes.
El remitente más probable sería alguien que estuvo en el hogar de niño, o una familia adoptiva agradecida que enviaba un alegre saludo de un continente nuevo; pero por alguna razón no creía que fuera así.
Subí el sobre azul a la Habitación del Rey y me senté en la cama. Mis dedos torcidos temblaban un poco, como pedacitos de confeti al viento, cuando al final lo desgarré. Tal vez sintiera ya el miedo entonces, o tal vez no llegara hasta que empecé a leer; es difícil saberlo hoy, porque parece que las palabras han estado siempre en mi interior.
En el sobre había un solo folio doblado, escrito por ambas caras. El folio estaba doblado sobre otro sobre, más pequeño que el primero y de color blanco. El remitente había escrito en el segundo sobre, con tosca letra redonda, solo dos palabras: «Mi bebé».
Observé el folio, que, a diferencia del sobre, era de calidad normal, no especial para correo aéreo. Aquella pequeña falta de lógica se me quedó grabada en el hemisferio derecho de mi cerebro para posible uso posterior, porque yo soy así; tal vez me dijera algo sobre el remitente que pudiera serme útil.
La carta estaba fechada cuatro días antes de la fecha del matasellos, y al final el remitente había escrito su nombre: «Reciba un saludo afectuoso de Eva Bjergstrand», ponía.
En aquella época no me decía nada.
Debajo del nombre había dos líneas más: «P.D.: Espero que no se enfade porque me ponga en contacto con usted después de tantos años. Confío en que todo se arregle para bien de todos sin demasiadas complicaciones, y espero ilusionada su respuesta».
Podía haber doblado el folio y dejarlo sin leer encima de la mesa. Podría habérselo llevado a Magna la próxima vez que fuera a la panadería de Skodsborg, pero yo estaba hecha de otra pasta.
Ahora que es demasiado tarde, cuando el tiempo no puede recuperarse, deseo con toda mi alma no haber visto nunca la carta. No haberla leído. Ojalá se la hubiera entregado a mi madre de acogida, porque así nadie la habría encontrado, y posiblemente habría evitado todas las cosas espantosas que ocurrieron a continuación.
Por otra parte, la carta me ofreció información sobre un mundo que no conocía, pero por el cual sentía una inmensa curiosidad. Fue como observar por el largo catalejo real de Magdalene una época que todos pensaban superada y olvidada, y que por eso nadie deseaba contarme.
Lo que vi fue mi hogar cuatro décadas antes, y lo que oí fue una voz que llevaba enmudecida casi otro tanto.
No habría podido detenerme ni aunque el mismísimo guardián del Santo Grial de la Bondad de Corazón hubiera trepado a mi hombro torcido y con voz de trueno me hubiera gritado su aviso al oído: «¡Detente! ¡Vas a entrar en un mundo que no es el tuyo! ¡Detente! ¡Por Dios!».
No pude resistir la tentación de avanzar por aquella puerta abierta.
Querida srta. Martha Magnolia Ladegaard (Magna):
Esperando que esta carta le llegue y que usted la lea con el mismo espíritu con que ha sido escrita, me animo a escribir las palabras que he guardado tanto tiempo sin decir.
Kongslund lleva cuarenta años en mi mente. No como una sombra o un eco del pasado sino presente y con la misma claridad que en los días de 1961 cuando hablamos sobre lo que iba a suceder. Sobre el indulto y la entrega en adopción y que tendría que irme lejos para empezar otra vida. Tengo delante su felicitación de Navidad con la imagen de «los siete enanitos». Cómo les envidio la inocencia y la mirada alegre que lucían bajo sus gorros. Si uno de ellos es mío, y estoy convencida de eso, usted no lo mencionó y ya sé la razón, por supuesto. Serían entregados todos en adopción los meses siguientes.
Tal vez haya sido una decisión equivocada escribirle. Tal vez debería dejar la pluma. No escribo para «cambiar algo» o para acusarla de ningún «error», al contrario. Creo que hizo usted lo que le dictó la conciencia en la esperanza de darnos una oportunidad para continuar en la vida. A mi hijo y a los nuevos padres adoptivos. Y a mí misma.
Como ve estoy escribiendo estas líneas un Viernes Santo. Y como bien sabe usted es un día señalado para mí. ¿Recuerda cómo nos reíamos por la extraña coincidencia de que yo hubiera nacido el día que representa la muerte en el mundo cristiano? De niña muchos de mis cumpleaños caían en Semana Santa aunque todavía helaba y siempre reinaba un silencio de muerte incluso en la calle bulliciosa donde crecí.
No pasa un día en que no piense en mi hijo. Usted dijo que había que olvidarlo todo. Era lo que debíamos prometernos la una a la otra por el bien de mi hijo. Hasta ahora he cumplido mi palabra. He hecho lo que he podido por olvidarlo y hay veces que casi lo consigo. Me he preguntado a menudo si teníamos otra opción, pero nunca he encontrado respuesta.
Aunque el tiempo no cura todas las heridas, también el dolor se hace llevadero. Pero como siempre, no hace falta gran cosa para que este vuelva y por eso le escribo esta carta. Justo antes de Semana Santa, cuando el pasado es siempre más cercano, caminaba por Adelaida. Muchas veces hay turistas daneses delante del viejo hotel leyendo periódicos que los pilotos y azafatas han traído de Dinamarca. Uno de ellos había dejado su periódico en el banco y me dejé tentar por la necesidad de tener noticias de mi país natal. No tengo costumbre de hacerlo.
El periódico que abrí traía un artículo largo sobre una boda en la iglesia de Holmen de Copenhague y en una foto de los invitados reconocí al padre de mi único hijo. Estaba tomada en Slotsholmen el sábado 7 de abril. Me quedé sin habla. Todavía veía frente a mí su rostro en la sala de visitas y oía su voz hablándome hasta que ya no pude resistirme.
Que Dios me perdone, señorita Ladegaard, pero en este día preciso en que Jesucristo colgaba de la cruz le pregunto: ¿qué derecho tiene él a la felicidad que ha alcanzado? ¿Qué derecho tiene a lo que yo nunca tuve?
¿Se imagina la soledad que siento en la sala donde estoy?
Toda una vida echada a perder por culpa de una única y terrible visita y una única decisión que no podía ser otra. Temo que ahora él conozca y vea a mi hijo mientras yo estoy aquí sola. ¿Cree que suena espantosamente autocompasivo? Es que no puedo reaccionar de otra manera.
Por eso me he decidido a escribirle esta carta. No para romper la promesa de silencio que hice sino para pedirle un último favor: ¿quiere entregar a mi hijo el saludo que adjunto y mi nombre y confirmarle que existo? ¿Quiere decir a mi hijo que no ha habido día que no haya pensado en él y deseado que todo hubiera sido diferente para poder enderezar el colosal pecado que se ha cometido?
¿Intercederá por mí ahora que el tiempo apremia?
No sé si he recibido suficiente castigo por mis terribles acciones. Pronto sabré la respuesta. Puede que aún exista para nosotros la esperanza del consuelo. Tal vez incluso de perdón.
Reciba un saludo afectuoso de Eva Bjergstrand.
P.D.: Espero que no se enfade por ponerme en contacto con usted después de tantos años. Confío en que todo se arregle para bien de todos sin demasiadas complicaciones y espero ilusionada su respuesta.
Pero en el sobre no ponía remitente, así que Magna debía de conocer la dirección.
Al día siguiente telefoneé a la embajada australiana de Copenhague, pero me di cuenta de que no entendían mis preguntas.
La funcionaria me propuso que llamara a la embajada danesa en Sídney, pero yo no quería involucrar a las autoridades danesas.
Puede que ya para entonces tuviera una sensación de lo que luego se hizo cada vez más claro: mi investigación sobre la misteriosa remitente, Eva Bjergstrand, y su enigmático hijo iba a entrañar un enorme riesgo del que no era consciente al principio.
Así que por una vez salí de Kongslund y tomé el autobús hasta Østerbro. La sede de la embajada australiana era una villa sorprendentemente pequeña, habida cuenta del tamaño del país al que representaba.
Cuando estuve cara a cara con la funcionaria, repetí mi solicitud; ella anotó los pocos datos que había, y una vez más me propuso que me pusiera en contacto con la representación danesa en su país. Pero al final me prometió investigar el caso.
Seguí hasta la biblioteca de Krystalgade y hojeé los tres periódicos más importantes de Dinamarca que podía imaginar que terminaran en un banco en Australia. Pero no encontré la imagen de la que hablaba Eva Bjergstrand. Quizá se equivocara de fecha.
Ya para el día siguiente, la funcionaria de la embajada telefoneó a Kongslund, preguntando por mí. Susanne Ingemann llamó a mi puerta; su curiosidad saltaba a la vista. Para empezar, casi nunca había llamadas para mí; además, la mujer hablaba inglés y, en tercer lugar, había mencionado una embajada extranjera. La australiana.
Pero sabía que no le convenía preguntar.
Me permití cerrar la puerta del despacho, para que Susanne no pudiera seguir la conversación, y durante los minutos siguientes recibí en pocas palabras el mensaje que había esperado: no, no había ninguna danesa que se llamara Eva Bjergstrand en la zona de Adelaida. Tampoco en toda Australia. Una de dos: o hacía tiempo que se había marchado, o el nombre no era el correcto. Claro que había una tercera posibilidad, me dijo mi ayudante australiana: la mujer que buscaba podría haber cambiado de nombre y llamarse de otra forma, un nombre desconocido en Dinamarca. De hecho, muchos lo hacían. Se produjo una pausa elocuente. Australia era un país enorme que, al igual que Estados Unidos en siglos pasados, había absorbido muchas almas descarriadas que de otro modo se habrían derrumbado. Muchos habían cambiado su antigua identidad por otra.
Y esta era un alma descarriada.
Pasé varios días con la carta de Australia ante mí; miraba el sobre azul de correo aéreo y la carta de la mujer que firmaba Eva Bjergstrand. Me la aprendí de memoria.
Usted dijo que había que olvidarlo todo. Era lo que debíamos prometernos la una a la otra por el bien de mi hijo. Hasta ahora he cumplido mi palabra.
Pero entonces llega lo imprevisto.
El periódico que abrí traía un artículo largo sobre una boda en la iglesia de Slotsholmen de Copenhague y en una foto de los invitados reconocí… al padre del niño.
La habían hecho en Slotsholmen el sábado 7 de abril. Me quedé conmocionada.
La idea de venganza.
«¿Qué derecho tiene a lo que yo nunca tuve?».
Aquellas palabras me golpearon con una fuerza para la que no estaba preparada. Tal vez porque había conocido a tantos niños cuyos padres habían abandonado todo lo que los demás creían que amaban, muchos de ellos por la mañana temprano y sin dejar la menor huella, para asegurarse de que no iban a encontrarlos; tras lo cual las mujeres se dejaban enredar en la Gran Desaprobación que todos por aquella época habían conseguido transmitir a los pobres niños abandonados, tanto si lo querían como si no.
Magna era el único acceso al niño que la mujer nunca conoció, y por eso adjuntó a la carta un sobrecito blanco donde ponía: «Mi bebé».
Pero yo estaba segura de que mi madre de acogida nunca iba a satisfacer su deseo. Nunca iba a abrir la puerta a un pasado del que ninguna otra persona sabía nada. Allí radicaba su poder. Y comprendí que precisamente por eso el Destino, bajo la forma de un simple cartero, había optado por arrojar la carta de Eva a mis pies, y yo pasaba las horas en la Habitación del Rey con el pequeño sobre en mis manos. «Mi bebé». Qué banal.
Dentro estaban las últimas palabras de Eva a su hijo; una vez más, sonaron todas mis alarmas al mismo volumen que la canción de Magna sobre los elefantes azules balanceándose sin cesar. Y pasé varios días sin abrir el sobre, mientras analizaba mis posibilidades de satisfacer el deseo de la mujer sin cometer mi último pecado. Noche tras noche trataba de invocar a Magdalene, ya que era mi única cómplice de verdad en las situaciones difíciles de la vida, pero últimamente le costaba dejar a su real Amigo del Alma del Más Allá, y razoné que tendrían cosas más importantes de que ocuparse. Su falta de respuesta reforzó mi hipótesis.
La tercera mañana temprano me colé en la Sala de Recién Nacidos, y cuando el primer cono de luz surgió de un resquicio de la cortina y se proyectó sobre la pared con los elefantes, recibí la respuesta que llevaba esperando tres días sin dormir. «Siete elefantes se balanceaban», cantó una voz lejana por encima de mi cabeza, y me dio la impresión de que los pequeños rostros de las camas sonreían hacia lo desconocido, para lo que aún no tenían palabras. El mensaje nunca había sonado con tal claridad, y su resonancia era casi tan fuerte como en los tiempos de grandeza de Magna, cuando el balanceo de los elefantes sobre la tela de araña sonaba como el crujido de la madera.
Volví a la Habitación del Rey y tomé el sobre de encima de la carpeta del escritorio del capitán.
El sobre blanco no tenía ni un milímetro de grosor, y era tan ligero que podía dudarse que contuviera nada en su interior. Lancé una última mirada al estrecho de Øresund y a la isla de Hven, donde el viejo astrónomo, por supuesto, nunca había prestado atención a problemas tan terrenales como aquel, cerré los ojos y desgarré el sobre.
Me quedé un rato en la silla de ruedas de Magdalene, desde donde nuestros ojos jóvenes y viejos habían observado el mundo durante cinco décadas, con la carta en la mano. Otra carta más que nunca debí haber leído, ni siquiera pensado en ella, pese a que en principio no parecía contener más que un pacto entre una madre y su hijo desconocido.
El mensaje de Eva quedaba tan frágil en un papel tan fino que cualquiera diría que estaba tejido de tela de araña y había estado guardado en las Tinieblas durante siglos.
Pero aún despedía un vago olor a la presencia de una persona.
«Hijito mío».
Era el encabezamiento, algo sentimental.
Pero tampoco esa señal de peligro me disuadió de seguir leyendo, claro.
Hijito mío:
Alguien ha querido que no nos conozcamos. Hace tiempo que me di cuenta de eso y creo que es lo mejor para los dos. Pero has de saber que no pasa un día o una hora sin que piense en ti y te desee toda la felicidad que puede alcanzar un ser humano.
¿Cuánto sabes? ¿Cuánto te han contado? Es lo que me he preguntado todos los años que no te he tenido conmigo. Te arrancaron de mí mientras aún estaba en la cama en que te di a luz y nunca te vi. Mis ojos nunca se han depositado en tu rostro y ahora me parece el peor castigo al que puede someterse a una persona. La señorita Ladegaard deseaba mantener tanto tu nombre como el de la familia adoptiva en secreto. Era por consideración hacia nosotros dos. No sé si después te habrá hablado de tu madre y de su destino, pero en esta carta le pido que te lo cuente todo y que responda a las preguntas que puedas hacerle: sobre mis actos y mi crimen y sobre la huida que terminé aceptando porque no podía vivir contigo después de lo que había hecho a mi propia madre.
Tenía diecisiete años cuando naciste en el Hospital Central. Nadie debía saber que estaba embarazada. Mi única exigencia fue que te pusieran mi apellido y así lo hicieron en la capilla del Hospital Central la mañana siguiente al parto para que hubiese un papel donde constara que éramos familia. Has sido un consuelo para mí todos estos años. Has estado en mi mente desde entonces y hoy estás tan cerca como aquella noche antes de que te apartaran de mí.
Pero en las últimas horas me faltó el ánimo. Exigí reunirme con la señorita Ladegaard para que encontrara otra solución menos dura, pero dijo que no había otra. Debían entregarte en adopción en el mayor de los secretos. Le supliqué que me diera el nombre de tu nueva familia para que al menos pudiera tranquilizarme respecto a tu seguridad. Saber que todo te iba a ir bien adonde fueras a ir. Se negó. Solo cuando la amenacé con cancelar mi viaje y contar mi historia me enseñó el formulario de adopción con el nombre de la mujer que iba a ser tu madre adoptiva. Y hoy me alegro por ello. Esa información es mi única prueba de que nunca he tratado de romper mi promesa o hacer algo que pudiera causarte dolor. Tu madre adoptiva se llama Dorah Laursen y en otra época vivía en Østerbro. Nunca me he puesto en contacto con ella y nunca he dado señales de vida. Ha sido lo más difícil de mi vida, pero he mantenido mi promesa.
La vida no puede vivirse otra vez. Pero has de saber que mi amor perdura pese a la distancia aunque nunca vayamos a conocernos. En mi decisión actual no hay ningún dramatismo. Solo la certidumbre de que ya no soporto más la añoranza. Nací un Viernes Santo y cometí mi crimen irreparable un Viernes Santo. Escribo mi última carta un Viernes Santo. Me encuentro en un mundo en el que no pinto nada. Para mí solo tu vida tiene significado. Rezo para que puedas transmitir la bondad de mi interior. Sobre todo porque has crecido muy lejos de mis aspectos perniciosos y mi espantosa influencia. Rezo para que me tengas en la mente y así pueda vivir en ti con el amor que transmitirás a tus hijos. Es todo lo que puedo permitirme soñar.
La señorita Ladegaard puede contarte el resto con todas mis bendiciones.
Mi amor por ti será eterno.
Eva, tu madre
Mi primera reacción no fue de compasión hacia la mujer desconocida que había perdido cuanto amaba —su hijo, su país natal y su familia, si es que la había tenido—, sino una sensación bastante más egoísta que no comprendí enseguida: una furia violenta y una profunda irritación.
Unas ganas de deshacerme de la carta al instante y olvidarlo todo, la caligrafía frágil y la manera tosca de expresarse. ¿Era un aviso de suicidio lo que se sugería al final? Aquella posibilidad era lo que más me irritaba.
Me centré en el aspecto práctico del asunto, el nombre de la madre adoptiva, pero nunca había oído hablar de una Dorah Laursen que viviese en Østerbro. Nunca había visto ninguna señal de que Magna, mi madre de acogida, hubiera tenido contacto con una mujer de ese nombre, ni hacía cuarenta años ni recientemente.
En el compartimento secreto del armario de limonero estaban los apuntes de mis muchos años de vigilancia de los niños cuyos padres adoptivos había ido encontrando. Mi investigación estuvo desde el principio organizada de forma metódica con ayuda de Magdalene, y las anotaciones de Kongslund eran todo lo precisas que podía haberse esperado de una directora de la talla de Magna. Lo único que nos extrañó —también entonces—, pero que en aquel momento no era tan importante, fue la ausencia total de información sobre los padres biológicos. Normalmente, los datos familiares se registraban al detalle en los documentos de Asistencia a la Maternidad y del hogar infantil, pero en todos aquellos casos las casillas para escribir los nombres del «padre biológico» y de la «madre biológica» estaban vacías. Lo que pasa es que en aquel momento no me importaba quiénes fueran los padres biológicos, porque solo quería saber dónde estaban los niños en aquel momento. Y encontraba sin problema las direcciones de los padres adoptivos.
Al principio me contenté con encontrar a las familias que vivían más cerca y que, con mi curiosidad hacia la vida fuera del hogar, observé a distancia los años siguientes: al principio, Peter Trøst y Orla Berntsen, y después también Severin y Asger.
Pero el quinto chico de la fotografía navideña de 1961 no aparecía por ninguna parte. No estaba en los papeles de Magna y, por mucho que buscaba, no acertaba a saber qué había sido de él. O por qué no aparecía.
Por lo demás, el día de llegada estaba anotado con claridad en el calendario de 1961 de la Sala de los Elefantes: el 3 de mayo llegó un bebé a Kongslund, ponía, y lo acomodaron en la cama de los recién llegados.
No se citaba ningún nombre, lo más seguro es que no lo bautizaran en el Hospital Central, y era de lo más normal. En Kongslund, a los niños les ponían los nombres Magna y sus ayudantes.
Aquella vez Magdalene y yo desistimos, con reticencias, y dejamos el enigma sin resolver. Solo Magna podía contarme la verdad, pero se negaría a hacerlo basándose en lo que siempre había sido una regla de oro en su trabajo: que los niños de Kongslund estaban bajo su tutela, y que por eso no debían temer que nadie pudiera localizarlos, sobre todo los padres biológicos, que habían decidido abandonarlos. Además, no me atrevía a desvelar lo que me había traído entre manos.
Con varios años de retraso, la carta de Australia volvió a traer a la actualidad el misterio de aquel chico. Allí estaba el rastro que me faltó los años anteriores, estaba convencida de eso.
Volví a leer el nombre de la mujer que, según Eva, había adoptado a su bebé: «Dorah Laursen», que vivía entonces en Østerbro.
Me extrañó que mi madre de acogida hubiera corrido aquel riesgo. Magna, pese a su estilo vivaz, era una mujer de lo más cuidadosa.
Por otra parte, la alternativa habría sido un escándalo de proporciones inmensas, y lo debió de considerar su último recurso. La jovencísima madre había amenazado con desvelar lo que había ocurrido en realidad: que un ciudadano respetable había dejado embarazada a una peligrosa criminal menor de edad, tal vez incluso en una celda, menudo sitio, no podía haber nada peor. Seguramente, el padre del niño sería un policía o el director de la cárcel; un hombre que después trepó en la sociedad hasta el punto de aparecer en los periódicos, o al menos en el periódico que estuvo leyendo Eva en un banco de Adelaida, solo porque había estado invitado a una boda en Copenhague la semana anterior.
Ya en 1961 y 1962, las consecuencias de tal revelación les habrían parecido enormes tanto al hombre como a las señoritas de Kongslund.
Encontré un listín de teléfonos en el despacho de Susanne Ingemann, al final del pasillo, y busqué el apellido Laursen. No había en Copenhague nadie que se llamara Dorah.
Entonces llamé a información, con un resultado igual de negativo. Sabiendo solo el nombre y apellido no podían hacer nada, y el número podía estar registrado a nombre de su marido, si estaba casada, o de su pareja.
Estaba segura de que se casó en 1961, porque era una de las condiciones imprescindibles para adoptar en aquellos tiempos. Relaciones familiares decentes. Pero claro, podía haberse divorciado y vuelto a casar, y vuelto a divorciarse varias veces desde entonces.
Mi siguiente idea fue buscar confirmación de que existió una persona o una familia con ese apellido en Østerbro durante el año que me interesaba, 1961. Necesité varios días y una visita a la compañía telefónica TDC, que antes, en la zona de Copenhague, se llamaba TCSA: Telefónica de Copenhague, Sociedad Anónima. Allí me dejaron un ejemplar del Directorio Telefónico de 1961, y en él encontré, como por arte de magia, el número de teléfono de la familia Laursen, que, por extraño que parezca, estaba a nombre de Dorah, y justo en el barrio que la mujer de Australia recordaba:
«Svanemøllevej, 31, Østerbro».
Combinando listines de aquella época con los actuales, encontré a tres personas que todavía vivían en el mismo edificio; una de ellas, incluso, en el mismo portal.
Al día siguiente fui en autobús a Østerbro y llamé primero a la puerta de la casa donde había vivido Dorah. Hablé con una madre joven que no sabía nada de la mujer que había vivido antes en el piso. Ya me lo esperaba. Entonces bajé un piso y llamé a la puerta de la única familia que llevaba viviendo allí desde los años sesenta. Un señor mayor abrió la puerta y me miró sin comprender. Un pequeño terrier de largos bigotes grises gruñía tras sus largas piernas flacas.
—Busco a una tal Dorah Laursen, que vivió en este portal hace cuarenta años, en el tercero —anuncié con cierta solemnidad. No estaba acostumbrada a hablar con extraños.
—¿La señorita Laursen? Pero se mudó hace muchos años.
Fue curioso, la recordó al momento.
Me pareció increíble la suerte que estaba teniendo.
—¿Estaba casada? —pregunté, porque a su marido sería más fácil seguirle el rastro.
—¿Casada? No, no creo. Vivía sola.
Estaba perpleja por la información.
—¿Sola?
Iría contra las reglas fundamentales de Asistencia a la Maternidad, en el sentido de que los niños adoptados debían crecer en familias sanas y completas, es decir, con un padre y una madre.
—Pero tenía un hijo, ¿no? —dije, algo confusa, y ahora con temores.
—Sí… —El anciano vaciló un momento—. Tuvo un niño justo antes de marcharse.
—¿Justo antes de marcharse…?
—Sí; fue el año en que murió mi mujer… —El anciano vaciló—. En 1966.
—¿En 1966?
Estaba más desconcertada que nunca. Era como atravesar un pasillo oscuro y darte cuenta de que todas las puertas que abrías conducían a nuevas estancias sin iluminar que nadie sabía que existían.
—Sí. Tuvo un chico aquel año. —Sonrió de pronto—. Solía llevarlo en el cochecito a la tienda de comestibles. Por cierto, creo que era adoptado. El niño.
—¿Adoptado?
—Sí.
—¿No puede haber sido antes? —Traté, angustiada, de hacerlo retroceder en el tiempo, hasta los años que buscaba—. ¿En 1961 o 62?
—No —insistió. Con tono decidido—. Mi mujer murió en 1966.
—Pero ¿sabe adónde se mudó con el chico?
—Sí. A Jutlandia. Estaba cansada de la gran ciudad. Recibí una carta suya después de que mi mujer falleciera.
Percibió enseguida mi curiosidad.
A los pocos minutos volvió con un pequeño sobre en la mano. La dirección de la remitente venía escrita con buena letra en la parte posterior: «Dorah Laursen, Sletterhagevej, 18, Stødov, Helgenæs».
El perro me miraba burlón entre las piernas del anciano, como si supiera lo que vendría.
Iba a tener que viajar, aunque no me gustaba. No había ido tan lejos desde que emprendí la investigación de Asger Christoffersen y sus padres en Jutlandia, cuando todavía éramos niños.
Aquellas nuevas fechas eran un auténtico enigma. No lograba comprender cómo la mujer que habían elegido para adoptar al bebé de Eva en 1961 fue declarada «sin hijos», hasta que, según el anciano, adoptó a un chico en 1966. Cinco años más tarde. Tal vez desistieran en Kongslund y buscaran a otro niño.
Pasé muchas horas meditando sobre mis opciones, pero no quedaba ninguna. Tres días más tarde, me apeé del autobús 361 en Stødov, un pueblecito de la península de Helgenæs, y llamé a la puerta baja y estrecha de una casa encalada con tejado de paja. Abrió una mujer corpulenta, de cuello ancho y corto y piernas también cortas, que me hizo meditar sobre si su figura algo achatada guardaría relación con la reducida superficie de la casa; sobre si sería posible que una permanencia prolongada en una vivienda de techos tan bajos no terminara aplastando el aspecto físico de una persona hasta hacerla plana.
—Buenos días —dije.
Tendría unos setenta años, y su sala de bajas paredes parecía algo desordenada, llena de cachivaches y finísimas telas de araña, que mis ojos entrenados detectaron enseguida en las franjas de luz procedentes de las estrechas ventanas.
En el preciso instante en que pronuncié la palabra Kongslund, me interrumpió con mirada asustada.
—¿Viene de Kongslund? ¿Del hogar infantil?
Mantuve el lado torcido de mi rostro en la sombra de la sala, para no aumentar la inquietud de la anciana, y dije con cautela:
—Sí. He vivido allí toda mi vida.
Se quedó un rato callada. Luego dijo:
—Pero ¿qué ha ocurrido en Kongslund, después de tantos años, que tenga que ver conmigo?
La pregunta era de lo más sencilla, pero aun así extraña; su voz tembló al hacerla.
—¿Hace cuánto tiempo que no oye nada de nadie de Kongslund? —quise saber.
Por alguna razón, enrojeció de pronto.
—¿Se refiere a la vez que entregué a mi niño? ¿O más tarde?
Su miedo flotaba como una sombra oscura entre el polvo bajo el techo.
—Hábleme de la primera vez —la animé, tratando de ocultar mi extrañeza por lo singular de su pregunta.
—No es fácil, al fin y al cabo ha pasado mucho tiempo —dijo con la enorme lentitud propia de la región de las colinas—. Solo recuerdo que me puse en contacto con ellas… la vez que me quedé embarazada.
Cerró los ojos y miró hacia su interior.
—Les pedí ayuda porque no tenía ni idea de quién era el padre.
—¿En qué año se quedó embarazada? —Me alejé de ella un poco, confiando en que así pudiera volver a desplegar su cuerpo abatido.
—Fue en 1961. Mi hijo tiene hoy…
Se interrumpió, abrió los ojos y se quedó mirándome con fijeza. Luego dijo:
—Es que se lo dieron a otra.
—Pero hoy tiene un hijo, ¿no, Dorah?
Le hablé como a una de las niñas de dos años de la Sala de las Jirafas, pero no hizo caso.
—Sí, Lars. A él lo tuve la segunda vez. Cuando me enfadé.
—¿La segunda vez?
—Sí. Primero vinieron en busca… de mi hijo. Una mañana temprano. Era una mujer a la que no conocía.
Se sorbió la nariz, una sorbida profunda y corta que llenó la sala. Después continuó:
—Me habían prometido que nunca oiría más de aquello ni tendría más problemas. Se llevó al niño…, a mi hijito… Porque no era una adopción legal, y eso fue todo.
Alzó la vista, algo temerosa, como si acabara de ocurrir.
—Eran las cuatro de la mañana.
—¿Quién se lo llevó?
Desde su postura encorvada, Dorah dijo en voz baja, pero clara, dispuesta para defenderse:
—¿Cómo iba yo a saberlo? Primero hablé con Asistencia a la Maternidad, y luego con una señora de Kongslund, que dijo que todo iba a arreglarse, y que era lo mejor para mí. Solo tenía que recibir a su mensajera cuando llegara. Y después debía olvidar todo el asunto.
Mensajera. Reparé con un escalofrío en la palabra que había empleado. Sin saberlo, era la misma palabra que aparecía en el diario de Magdalene: «Era una mensajera, no una madre, me di cuenta enseguida. Dejó sin más al bebé en los escalones; no hubo ninguna despedida, ninguna pena».
—¿Tenía que olvidarlo todo?
—Sí. No debíamos hablar de ello nunca más.
—Pero ¿luego se quedó embarazada?
Me miró, sorprendida.
—No. Ese era el problema. Fue como si mi acto hubiera…
Buscó las palabras un momento, pero luego desistió y continuó en voz baja, como si me estuviera confiando un secreto íntimo:
—Al cabo de un tiempo me arrepentí… de haber entregado a mi hijo. Así que llamé a Kongslund y exigí que me lo devolvieran. Entonces volvió a visitarme la señora de Kongslund.
—¿La misma señora?
—Sí. No recuerdo el nombre, pero era menuda y delgada. Fue en el invierno de 1965. Me dijo que no podía recuperar a mi hijo… porque hacía tiempo que lo habían entregado en adopción.
Dorah se sorbió la nariz y se la secó con su rollizo antebrazo, como lo habría hecho un niño.
—Y entonces me enfadé de verdad, porque era yo quien se había quedado sola, y ellos quienes dijeron que era lo mejor para mí. Pero se equivocaron de cabo a rabo. Debí haberme quedado con mi niño.
Volvió a sorberse la nariz.
—Entonces le dije que, ya que estaba claro que vivían en un mundo donde se podían dar y quitar bebés, tendrían que darme otro niño en lugar del que me habían quitado.
Me sobresalté, y mi reacción debió de ser evidente, porque se calló, inquieta, y fue como si desapareciera de la superficie de la Tierra, hundida entre los cojines del sofá.
Pasado un buen rato, se movió otra vez.
—Al principio no querían. Decían que no podían comprometerse. Pero yo hablaba en serio. Y entonces se asustaron.
Salió a la superficie desde las profundidades del sofá, fue casi un renacer. Ahora sonreía y, por alguna razón, su sonrisa me pareció macabra.
—¿Se asustaron?
Rio y se sorbió la nariz a la vez.
—Ya lo creo, si por ellas fuera me habrían entregado a alguien para que me encerrara; pero no se atrevieron, y al final cedieron, y dijeron que tendría que esperar.
—¿Esperar?
—Sí, a la entrega. —Los ojos de Dorah resplandecieron.
La entrega. Sentí que mis hombros torcidos se helaban.
—Fue a principios de febrero. —Volvió a mirarme, con obstinación, como si yo fuera una de ellas—. En 1966.
Esperé la estremecedora continuación.
—Pues eso, que vino…, fue un sábado por la noche…, con mi niño. Con mi nuevo hijo. Y los papeles y todo eso estaban en regla, claro, incluso lo habían bautizado, se llamaba Lars, y dijeron que no se podía cambiar. Pero a mí no me importaba.
Sonrió mirando el reloj de la pared, completamente envuelta en el pasado.
El triunfo de su vida.
Era grotesco.
—No me importaba que se llamara Lars.
Una cascada de preguntas atravesaba mi mente, y no sabía cuál formular primero. Lo que me estaba contando no tenía pies ni cabeza. ¿Cómo podía haber tenido un hijo, otra vez, cinco años más tarde?
¿Y qué había sido del primer hijo?
¿Y quién era la mujer que daba y se llevaba niños, la mismísima mensajera de la Bondad de Corazón?
—No lo entiendo —avancé, con voz lenta, sin esperar una explicación.
—Tampoco yo lo he entendido nunca —reconoció, levantándose de pronto—. No quiero hablar más de ello. Ya no importa. Me dieron a Lars, y eso es lo que cuenta. Nunca ha habido problemas con él. Y son muchos años.
—¿Dónde está…? ¿Su hijo?
—No vive aquí. Es chofer. Conduce para la Compañía de Limusinas de Aarhus. Hace de chofer en fiestas y bodas de la gente rica. Va a venir esta tarde a visitarme.
—¿No le ha contado nunca…? ¿Lo de…?
—No, ¿qué iba a decirle? Porque tampoco he sabido nunca de dónde venía… Y prometí no decir ni palabra a nadie.
Empecé a sentir la rabia en mis huesos torcidos. La sentía subiendo por el diafragma, los pulmones y la garganta, preparándose para saltar, al rojo vivo, en medio de la sala, donde no había sitio para un arrebato tan violento.
Aspiré y frené el acceso de rabia. Y me levanté.
—Pues óigame bien, señorita Laursen. No hay que dejar que sus niños ignoren algo tan importante. No hay que hacerlo nunca —casi susurré la última palabra—. Porque pese a todo lo notan, y eso los destruye para siempre. Destruye sus vidas, porque saben que pasa algo raro, aunque nadie hable de ello en voz alta. Lo saben… Al igual que todas las personas saben esas cosas. La mentira es una ilusión. En lo más profundo de nuestro ser, siempre sabemos la verdad.
Se quedó mirándome, asustada.
—Alguien le ha jugado una mala pasada, Dorah, y tanto usted como yo debemos aclararlo. Lo único que sabemos es que tiene que ver con Kongslund, y si no se lo dice usted a Lars, lo haré yo, y hablo en serio. Debe…, debes… decirle la verdad. Enseguida.
Se hundió en el sofá gris y se echó a llorar.
No volví a ver a Dorah. La dejé a última hora de la tarde, antes de que llegara el hijo; aunque, a la luz de lo que sucedió después, no hay duda de que debí quedarme a explicárselo todo. A ambos.
Debí haber estado presente cuando su hijo, llamado Lars, recibió la terrible noticia. Debí haber estado allí para registrar cómo reaccionaba el hijo ante la espantosa historia; es imposible saber cuándo y en qué situaciones reaccionan las personas de forma incontrolable, pero en mi confusión ante el llanto de la mujer, me imaginé que su hijo sería una versión masculina, algo más joven, de Dorah, lo que fue un error garrafal, por supuesto, ya que no había entre ellos el menor vínculo familiar.
Debí haberlo sabido mejor que nadie.
Cuando él apareció en Copenhague, era demasiado tarde. Y nunca supe cómo logró acceso al círculo más cercano de amistades de Magna.
Aquel día, en el paisaje salpicado de colinas, pasé por alto lo más evidente.
Volví a Kongslund con una idea fija: iba a repasar los archivos que había con el apellido Bjergstrand y las escasas informaciones recogidas a duras penas. Podía resultar ser una larga búsqueda, y tendría que contar mis planes a Susanne Ingemann. Y también lo de la carta de Eva Bjergstrand.
Esa parte de la cuestión no me preocupaba demasiado. Susanne sería discreta. A fin de cuentas, tenía más en común con ella que con ninguna otra persona que conocía, y muchísimo más de lo que pudiera sospechar nadie que no fuera de Kongslund.
Fue ella quien propuso que ampliara la búsqueda a los archivos de Asistencia a la Maternidad, que con el paso de los años se había incluido en la Dirección de Derechos Civiles. Allí estaban, metidos en cajas y transportados a un desván, donde seguramente seguirían estando, dijo, a menos que alguien los hubiera tirado a la basura. Siendo como era la directora de Kongslund, consiguió en pocos días facilitarme el acceso a los archivos.
En efecto, las cajas estaban apiladas bajo los techos abuhardillados del desván, y exigirían un trabajo inmenso que solo una tenacidad rayana en el fanatismo podía confiar en realizar. Yo lo vi claro al instante. De no haber sido porque Magdalene me enseñó todo lo que valía la pena saber sobre la paciencia y la inmovilidad, y de no haber sido porque mis años de infancia en Kongslund me enseñaron a pulir esos talentos, habría dejado las cajas en paz después de las tres o cuatro primeras, que no contenían más que interminables carpetas de expedientes, montones de papeles y colecciones de documentos complicados, incomprensibles, que yo, buscando la aguja en el pajar, hojeaba de todas formas, folio a folio, leyendo línea a línea.
Día tras día iba adonde estaban mis cofres del tesoro, subía las escaleras al desván y abría y cerraba expedientes y carpetas de los grandes años de adopciones, en las décadas de los cincuenta y sesenta. Lo más pasmoso eran las extensas valoraciones psicológicas sobre los denominados «niños dañados» y sus padres, a menudo tan dañados como ellos, que llenaban una carpeta tras otra. Menuda exhibición de material averiado y reparaciones inútiles, menudo desfile andrajoso de seres enfermizos, cojeantes, fracasados, que avanzaban serpenteando sin cesar hasta la siguiente derrota, y hasta la siguiente, y otra más, pero que justo antes del abismo encontraban a una señora que olía a humo de purito y fresias recién cortadas, que ofrecía a sus esfuerzos fracasados una recompensa, olvido, perdón. Toda una nueva existencia.
Mi madre de acogida creía de verdad que los hijos e hijas de los humillados podían emprender una nueva vida en casa de los limpios e irreprochables, y se esforzaba mucho en imitar los procesos que tienen lugar en el taller donde Dios y el Diablo, de sublime común acuerdo, modelan a golpes las vidas de las personas con la esperanza de evitar que intervenga el Destino y manipule el resultado. En la gran historia de la Reparación Universal, Magna era la reparadora más obstinada que haya existido nunca; lo vi con total nitidez.
A medida que pasaban los días, el aire de la buhardilla baja de la Dirección se hacía cada vez más seco, como si yo le quitara hasta la última gota de humedad con mi rabia concentrada. Tosía mucho, y a punto estaba de abandonar, cuando mi larga búsqueda dio al fin resultado.
Fue la tarde del sexto día. Abrí una de las últimas cajas de mudanza con las palabras «Asistencia a la Maternidad» escritas en la tapa, y retiré el plástico negro que cubría el contenido. En una carpeta donde ponía «Casos comenzados - 1961» encontré un sobre de plástico titulado «Casos sin cerrar», y en su interior había doce formularios con nombres de niños que estaba claro que no habían seguido un procedimiento de adopción regular.
En uno de los formularios estaba el nombre que llevaba tanto tiempo buscando: «Bjergstrand».
Estaba escrito a mano en letras mayúsculas, con unas líneas tan claras como si acabasen de escribirlas, y delante había escrito un nombre de chico: «John».
John Bjergstrand.
Mi mano se estremeció un poco.
En el extremo superior izquierdo del formulario ponía «1961», escrito con caracteres pequeños, y algo más abajo había una serie de campos a rellenar con nombre, fecha de nacimiento, lugar de nacimiento y residencia. Solo dos de los campos estaban rellenados cuando por alguna razón el caso no se cerró y desapareció en los espaciosos archivos de Asistencia a la Maternidad. Alguien, hacía mucho tiempo, escribió a lápiz o bolígrafo el nombre, que aparecía tan claro que podía leerse ahora sin dificultad en la buhardilla de la Dirección de Derechos Civiles: John Bjergstrand.
Volví a leerlo una y otra vez. Con mirada atónita. Justo después del nombre, la misma mano había añadido cuatro palabras: «Sala de Recién Nacidos».
Lo lógico habría sido devolver el formulario a Magna, pero no podía hacerlo. En su lugar, a la mañana siguiente me dirigí a casa de su antigua ayudante, Gerda Jensen, que vivía en uno de los pisos caros, recién construidos en Skodsborg, con vistas al estrecho. No tenía ni idea de cómo pudo permitirse aquel lujo; pero las señoritas llevarían una vida muy sobria durante los años en que trabajaron en Asistencia a la Maternidad, y así habían llegado a amasar pequeñas fortunas.
—Gerda, tienes que hablarme del último niño de la Sala de los Elefantes —le dije sin tapujos, dejando la famosa fotografía de «los siete enanitos» en la mesa, ante ella. La foto navideña de 1961.
El resto de las pistas, el formulario, los calcetines y la carta de Australia, me las guardé, de momento.
Ni pestañeó. Siempre había sido muy fuerte. Solo confiaba en una persona en el mundo: Magna Louise Ladegaard. Pero desde siempre sintió debilidad por mí —al fin y al cabo, yo era la única familiar, aunque no directa, de Magna—, y aproveché la ocasión.
—¿Para qué revolver en el pasado? —exclamó la mujer espigada que pintó los elefantes azules de la Sala de los Elefantes—. El pasado ya no tiene importancia.
Estábamos sentadas en el sofá.
—Para mí sí la tiene —repuse.
Me arreglo bien con las personas de edad, cosa que, por una u otra razón, le sucede a todos los niños adoptivos.
—¿Dónde está el séptimo niño?
Señalé otra vez la fotografía, en la que los gorros de gnomo hacían difícil distinguir a los chicos de las chicas.
—¿Quién de ellos es?
Gerda se quedó mirando al frente, como si no quisiera admitir que hubiera oído mi pregunta. Luego tomó un sorbo de té de su elegante taza azul cielo de porcelana real. Frunció los labios. Era la mujer que una vez obligó a toda una patrulla de la Gestapo a marcharse por donde habían venido.
—¿Cómo lo llamabais?
Era la pregunta más lógica que podía hacerse. A todos los niños de la Sala de los Elefantes les ponían un nombre.
Vaciló. De pronto soltó la taza y me tomó la mano.
—Marie, no tiene ninguna importancia…
A pesar de lo que decía, yo la calé. Gerda tenía una debilidad que muy pocas personas tienen en el mundo: no sabía mentir. En su juventud lo había intentado un par de veces, me dijo Magna una vez, pero a las pocas palabras sus labios se tornaron blancos, sus pupilas doblaron el tamaño y su voz agradable le falló y se quedó en medio de la negación que era la mentira, tras lo cual se puso a hiperventilar, como si le faltara el aire, se tambaleó, y habría caído desmayada allí mismo de no haber intervenido alguien. Fue un fenómeno bello, pero inquietante, opinaba Magna, que nunca tuvo dificultad para soltar una mentira, piadosa o no, cuando el fin lo justificaba.
Aquella mañana, lo que sabía sobre Gerda iba a ser mi arma más potente: si Gerda quería evitar mentir, tendría que estar muda desde el principio, apretar aún más sus labios de por sí delgados y azulados y quedarse mirando un punto fuera de todo engaño terrenal. Pero era demasiado tarde.
—Gerda, es importante para mí —repetí.
Su rostro alargado, casi triangular, que estaba prácticamente blanco, con aquellos grandes ojos oscuros sobre la delgada nariz puntiaguda, se volvió hacia mí, y la boca, cuyos labios nunca habían visto el carmín, ni transmitido ninguna información engañosa, pronunció una sola palabra:
—John.
Solo un nombre, sin apenas entonación. John.
—¿John? —dije, con el corazón latiendo deprisa—. ¿Estás segura?
—Sí. Las puericultoras lo llamaban Pequeño John porque era más pequeño que… —De pronto sonrió y dejó que el triángulo se abriera como una anémona de mar ante un rayo de luz solar—. Más pequeño que ni sé.
—Pequeño John —repetí. Así que ¿se llamaba John?
—Lo llamábamos John.
—Pero… —La interrumpí con una pregunta—. ¿Llegamos en la misma época?
—Hace mucho de eso, Marie.
—Pero ¿de dónde venía? ¿Quiénes eran sus padres?
—Se llamaba John. Fue entregado en adopción.
Me daba cuenta de que Gerda no quería soltar ningún detalle más. Había cumplido ya los ochenta, y a veces le costaba concentrarse. Pero estaba segura de que sabía más, y de que solo esquivaba mis preguntas por lealtad hacia Magna.
—¿Es el mismo John de este formulario?
Empujé con brusquedad el papel con el nombre John Bjergstrand hasta dejarlo a la altura de sus ojos.
Se puso rígida. Por un momento sus dedos delgados se doblaron sobre el papel como patas de araña, y luego dijo:
—No lo sé. No lo sé, Marie. Ha pasado mucho tiempo.
—¿Quién era, Gerda?
Se hundió en el sofá como un globo que ha perdido aire. Luego se enderezó de pronto y empezó a aspirar dando bocanadas cortas, y al mismo tiempo la sangre abandonó su rostro, que se puso más blanco de lo que había podido parecer posible.
—No sé… de dónde… —susurró—. Lo… adoptó una…
La agarré del brazo, del brazo que me acunó de niña y pintó los elefantes azules de las paredes. Era preciso que terminara la frase antes de desmayarse.
Pero era demasiado tarde. El cuerpo de Gerda giró a medias y se deslizó de lado contra el sofá.
Extendí los brazos al instante para detener la caída, y así estuvo, inerte, en mis brazos, que eran fuertes, a pesar de la malformación, moviendo sus labios lívidos en un intento por hablar. Era incapaz de mentir.
—¿Sí…? —casi le grité.
—La familia… de un vigilante… de Nørrebro…
—¿Cómo se llamaba la familia?
Pero Gerda se puso rígida como un palo, y dentro de un segundo iba a desvanecerse.
—¿Cómo se llamaban? —repetí. Aquello podía matarla.
—Se llamaba… Anker… Jensen —susurró.
—¿Era el padre de John Bjergstrand? —continué, tratando de volver a poner a Gerda en una postura normal.
Puso los ojos en blanco. Era un espectáculo pavoroso.
—No tiene… importancia…
Un espumarajo de saliva asomó por la comisura. Recordé cómo salvó a Kongslund y a cientos de judíos durante la Segunda Guerra Mundial a base de callar, pero si el comandante alemán hubiera hecho una sola pregunta adecuada y exigido una respuesta, ella lo habría contado todo.
—Sí que la tiene; ¡para mí! —grité, pero casi me había dado por vencida.
De repente alzó la voz, como si hubiera tomado una determinación y ya no pudiera echarse atrás.
—Marie… ¡No existe ningún John Bjergstrand!
La solté. Se desplomó al suelo.
Magna había conseguido una relación tan estrecha con aquella mujer que, en esa cuestión delicada, decidió dejar de lado todo en lo que había creído siempre. Ella, que no mentía nunca, me había mentido.
Solté un suspiro y dije por última vez:
—Es importante, Gerda…
Pero ella ya no oía.
Luego me marché, y no volví a verla hasta el día en que enterramos a quien había sido nuestro norte común en la vida.
De todos los errores que cometí, aquel fue el mayor: hacer oídos sordos a la última advertencia de Gerda Jensen.
Después de visitar a Gerda, me di cuenta de que no podía seguir adelante.
Ni con mi mejor voluntad llegaba a ver relación alguna entre el bebé que trajo al mundo Eva Bjergstrand en el Hospital Central bajo el mayor de los secretos y el hijo que consiguió Dorah varios años más tarde.
Cuando le conté a Susanne mi visita a Gerda, se quedó mirándome, asombrada. Luego leímos de nuevo la carta de Australia. Con minuciosidad y gran lentitud.
—Es extraño, Marie… Eva ni siquiera sabe que es un chico.
—Así solía ser en aquellos tiempos. Las madres no debían saber nada de quienes eran carne de su carne.
Sonó casi como si estuviera defendiendo la postura de los médicos de entonces.
Estábamos en la sala que da al jardín analizando la situación. De todos modos, otras gentes, aparte de Magna y Gerda, debían saberlo. Los médicos y el resto del personal deben de haber estado implicados, pero no iban a ser fáciles de localizar y, en caso de encontrarlos, tendrían poderosas razones para no contar nada, si era cierto que había sucedido algo encubierto.
—Pero Magna podría haberle dicho al menos el sexo del bebé —reflexionó Susanne con una extraña amargura en la voz.
—Ya, pero Magna debía ocuparse de que desapareciera el chico. Y después Eva.
—La familia del vigilante de la que hablaba Gerda debe de ser la auténtica. La que adoptó a John…
—Aun así, es raro que no le cambiaran el nombre. Que Magna… No tiene ninguna lógica.
Susanne comprendió la duda que me roía, y el miedo. Si nos poníamos en contacto con la familia del vigilante, los padres adoptivos, con una probabilidad del cien por cien, desconocerían el pasado del chico. Y no íbamos a poder probar de ninguna manera que el John que habían adoptado era realmente el chico que la condenada por asesinato Eva Bjergstrand dio a luz e hizo bautizar en el Hospital Central en 1961. Si sugeríamos eso sin ningún soporte documental, nos arriesgábamos a causar un daño terrible a la familia. Si le daba al vigilante la carta que escribió Eva a su bebé, podría ser un error fatal.
Al fin y al cabo, no teníamos ni idea de si seguíamos una pista falsa, pues Magna había protegido su rebaño con todos los medios a su alcance. Y Gerda había mostrado que era una maestra de la mentira, cuando hacía falta.
El único paso lógico era hacer un esfuerzo más por encontrar a Eva Bjergstrand. Tal vez habría una manera de reconocer al niño de la que solo ella supiera. Una danesa que llegaba a Australia, en una fecha que podíamos fijar con entre seis y nueve meses de error, debía de haber dejado alguna pista en alguna parte.
Volví a llamar a mi contacto de la embajada australiana, y a base de insistir logré que lo intentara otra vez. Y sucedió el milagro. Con la ayuda de mi información sobre el año de partida, la edad y el lugar donde se estableció, tras varios días de búsqueda encontró a una mujer danesa que había logrado la nacionalidad australiana en 1975, tras haber viajado al enorme país catorce años antes. No se llamaba Bjergstrand, pero aquello no era ninguna sorpresa. Sus influyentes amigos podrían haberle proporcionado otra identidad sin problemas.
Pero la edad coincidía, y su nombre de pila era Eva. Y entonces llegó la conmoción.
La señora de la embajada estuvo un buen rato delante de la pantalla, y casi se ruborizó cuando me contó lo que yo había considerado imposible. La mujer que acababa de encontrar había llegado a Dinamarca solo dos días antes de que yo volviera a preguntar. No era una información que debiera haberme llegado, pero mi amiga australiana estaba tan asombrada como yo.
Susanne y yo nos pusimos casi histéricas por nuestro éxito. El misterio iba a poder aclararse en pocos días. Una suerte con la que no contábamos nos había sonreído, poniéndonos ante lo que parecía una coincidencia absurda.
Hoy, por supuesto, habría preferido que no hubiéramos seguido adelante.
El siguiente paso era, a su manera, fácil: una búsqueda paciente de hotel en hotel por el centro de Copenhague, tarea que emprendimos aquel mismo día. Me había inventado una historia conmovedora, pero falsa de arriba abajo, sobre una colaboradora comercial australiana cuya dirección de hotel había olvidado.
¿Tenían registrada alguna mujer con ese nombre?
Nuestro paseo por la ciudad no dio ningún resultado aquel día, pero ya a la mañana siguiente pude contar a Susanne la historia de mi milagroso descubrimiento: en el quinto hotel del día, el recepcionista hizo un gesto afirmativo y me dijo que habían tenido a una mujer que les entregó un pasaporte australiano cuando llegó, unos días antes, pero por desgracia se había marchado la víspera, sin dejar rastro.
—Ya no está aquí —le confirmé a Susanne—. Ha debido de volver.
Susanne estuvo de acuerdo, pero aun así le parecía que deberíamos ir a la biblioteca de Krystalgade a buscar en los periódicos a una mujer cuya desaparición se hubiera denunciado, o que hubiera sufrido algún accidente. Parece como si hubiera tenido un presentimiento terrible que debería haber sido inconcebible en un mundo racional, y pese a que yo había expresado que era un plan poco realista.
Al día siguiente estábamos en la sala de lecturas de la biblioteca central y, tras buscar durante media hora, Susanne encontró la noticia en un periódico de Copenhague.
Se dice que una conmoción repentina puede paralizarte el aparato motor y gran parte de los hemisferios cerebrales izquierdo y derecho a la vez.
Eso le sucedió a Susanne Ingemann.
Todavía recuerdo cómo estaba inclinada sobre el periódico, con el semblante pálido, expresando en palabras la horrible información. Fue como abrir una puerta de golpe y encontrar tras ella algo que superase tus más locas fantasías.
Nuestra búsqueda terminó cuando encontramos la información escasa, pero inquietante, del artículo.
Los días siguientes solo hablábamos del caso en susurros, y sentíamos siempre la amenaza del pánico.
Me daba cuenta de que Magna debía de tener la misma información sobre Eva Bjergstrand que yo; no había venido a Dinamarca con otro objetivo que buscar a su antigua aliada, que entregó a su bebé en adopción y le dijo que era lo mejor para ella.
Por instinto, me daba cuenta de qué había convencido a Eva para volver a su país natal, rompiendo la promesa que había hecho. Envió una carta, pero nunca recibió respuesta. No tenía posibilidad de saber que su insistente ruego de ponerse en contacto con su hijo no había llegado a manos de Magna porque intercepté la carta y, en un arranque de imprudencia, decidí convertirme en dueña y señora del proceso posterior.
Visto así, yo era más responsable que nadie de que las cosas se desarrollaran como lo hicieron; establecí las condiciones para un encuentro entre las dos mujeres, y estoy segura de que Magna se dio cuenta al poco tiempo de que la mujer que la visitó en septiembre de 2001 había desaparecido.
No era de extrañar que mi madre de acogida hubiera reaccionado, contra su costumbre, con temor cuando el contenido del primer anónimo se hizo público en Fri Weekend siete años más tarde. Era una de las pocas personas que sabía de los demonios que podía despertar un viaje de vuelta al pasado. Ver en el periódico aquella información oculta y hace tiempo olvidada sobre el misterioso niño debió de pillarla desprevenida. Eva había desaparecido para siempre, era lo que dejaba entrever la noticia del periódico que Susanne encontró en la hemeroteca de la biblioteca de Krystalgade, no cabía duda; a pesar de eso, su pasado se abría paso entre las sombras y amenazaba a los vivos que trataban de olvidar.
Cuando los periodistas se pusieron en contacto con Magna para que respondiera sus preguntas indiscretas, al final decidió deshacerse del Protocolo de Kongslund, que contenía todos los apuntes privados de su vida en el hogar de recién nacidos durante medio siglo.
Era la única explicación posible de su paquete a Australia.
Aquella noche en Kongslund, después del entierro de mi madre de acogida, solo le conté a Knud Tåsing lo imprescindible de la historia, y le hice creer que la carta de Eva había llegado a Kongslund en abril de 2008, solo unas semanas antes.
Leyó la carta tres veces sin fijarse en la evidente falta de lógica, que podría haberlo reenviado al camino correcto respecto a Eva Bjergstrand y a mi papel en todo el asunto. Examinó la fecha, pero no sospechó nada, y se adentró por el camino equivocado. Si no hubiera sido tan hipermétrope —pero muchos viejos periodistas lo son—, se habría dado cuenta del problema de la fecha; bastaba con que se inclinara para notar mi torpe conversión del 1 de 2001 en 8 de 2008. Por supuesto que había cambiado la fecha. Nadie debía darse cuenta de que Eva Bjergstrand ya no existía.
Le dirigí una sonrisa, pero no le abrí el menor resquicio a mi oscuro interior. Era un arte que todos los pequeños elefantes azules de Magna habían aprendido a dominar mucho antes de que familias esperanzadas se los llevaran a sus nuevos hogares.
—¿Qué hay de la carta al niño de la que habla? —preguntó Tåsing pasado un tiempo.
—No había ninguna carta adjunta —respondí—. Debió de arrepentirse en el último momento.
Mi mentira salió con tal facilidad que el periodista más escéptico del país se la creyó a pies juntillas. Claro que también yo había tenido tiempo para entrenarme. Cerré la posibilidad de que siguiera las pistas que había seguido yo, porque no le hablé de Dorah ni de la península de Helgenæs, ni de mi contacto con la embajada y la llegada a Dinamarca de la mujer australiana, y desde luego que no del tétrico descubrimiento de la hemeroteca de la biblioteca de Krystalgade aquella tarde, siete años antes.
Entonces soltó la obviedad que yo había estado esperando:
—El paquete era para Eva. El paquete que Magna envió antes de morir… era para Eva Bjergstrand, ¿verdad?
No respondí.
La siguiente idea encajó con toda lógica en su cabeza.
—Puede que Magna le haya contado a Eva en su carta todo lo que desconocemos. La Policía debería poder encontrarla en Australia, si saben el nombre.
Esa era la cuestión que me temía al tomar la arriesgada decisión de contarle algunas cosas. Pero, una vez más, no supo ver lo que tenía delante, e interpretó mi silencio como que aprobaba su teoría.
—Sí, debería poder —concedí—. Pero puede ser peligroso informar de nada a las autoridades mientras Carl Malle siga al frente de la investigación.
Me di cuenta de que había dado en la diana, y volví a sentir un profundo alivio.
Tras la muerte de Magna, solo Susanne y yo conocíamos la peligrosa información sobre Eva Bjergstrand. Que llevaba siete años muerta y la encontraron en circunstancias misteriosas en la playa de Bellevue en 2001. En los años transcurridos, las dos guardamos el secreto, y nos daba miedo seguir ahondando en el enigma sobre el niño desaparecido. Existía solo para nosotras, como un terrible recuerdo mudo.
Pero en mi mente, por supuesto que no había olvidado a Eva. Nunca pude olvidar su veredicto sobre el padre desconocido del niño. Yo lo recordaba todo con una rabia que ya no sabía si era de ella o mía. La rabia permaneció acallada durante siete años, hasta que ya no pude aguantar más el silencio.
Tomé la decisión al acercarse las fechas de la gran fiesta de aniversario el 13 de mayo de 2008, y por mi cuenta —y de la única manera que tenía sentido para mí— envié la escueta información que había recogido a los niños que estaban implicados. De forma anónima.
No dije nada de mi decisión a Susanne Ingemann, porque sin duda me habría quitado la idea de la cabeza. Me daba cuenta del pánico que nunca la había abandonado. Por supuesto que debía de saber que yo era la autora más probable de los anónimos, y no hice nada por desviar sus sospechas.
Pero no dijo nada.
—Esta carta… —Knud Tåsing volvió a poner la mano sobre el folio manuscrito de Eva— puede hacer que se reabra el caso. Hay una cosa en común entre la muerte de Magna y el misterioso John Bjergstrand: Australia.
—Donde la Policía sigue sin haber encontrado nada —añadí.
—Por lo que sabemos. Pero debería ser fácil encontrar a una mujer de nombre tan danés en Australia; más aún reduciendo el campo a Adelaida, como menciona ella.
Knud Tåsing se alzó de hombros.
—Yo la encontraría.
Volvía a estar seguro de sí, como siempre.
Semana y media más tarde, supo que había fanfarroneado demasiado aquel día en la Habitación del Rey. No existía ninguna Eva Bjergstrand en ninguna parte de Australia. Knud me llamó un domingo por la tarde para decírmelo. Si alguna vez se había establecido en aquel país colosal una Eva Bjergstrand, se había desvanecido, y el periodista sonaba, contra su costumbre, deprimido. No aparecía en los directorios australianos, ni en correos de Australia, y tampoco en Internet. Tal vez se escondía tras un nombre que solo Magna conocía, dijo, y me di cuenta de lo desorientado que lo había dejado el fiasco.
Le dije que lo sentía. Por suerte, no podía ver mi expresión.
Aunque su talento podía venirme muy bien, no pude evitar sentirme aliviada una vez más. Desde mi punto de vista, y desde el de Kongslund, Eva Bjergstrand era un capítulo pasado. Había muchas cosas, y mucho más importantes, en que podían centrarse los vivos. Para empezar, el padre, que para mí era símbolo de la arrogancia de los hombres, y a quien por cada día que pasaba estaba más decidida a poner un nombre y a desenmascarar. Un hombre que había continuado una existencia despreocupada después de su «pequeño desliz», y nunca más pensó en Eva ni en el bebé abandonado. Nunca iba a poder buscar mi propio pasado —aquella puerta estaba cerrada para siempre—, pero me juré rebuscar en el de John Bjergstrand. Y encontrar a su padre.
Por eso decidí jugar la última carta con Knud Tåsing.
—El niño a quien llamaban John, según una de las antiguas ayudantes, podría ser… Nils Jensen. Recordaba que su padre es vigilante en Nørrebro —le conté.
Casi oía sus pensamientos girando en torno a la nueva información, como si no le gustara ni pizca adónde lo conducía.
—Pero ¿no estás segura? —dijo al final. Con un extraño tono esperanzado en la voz.
—No. No estoy segura. No sé si Nils es de verdad el niño que dio a luz Eva Bjergstrand. Tanto Magna como cualquier otra persona relacionada con Asistencia a la Maternidad puede haberlo complicado todo más de lo que podemos imaginar, para despistar a los perseguidores.
Vaya palabra extraña.
Un par de días después, el periodista volvió a Kongslund y estuvo un rato largo sentado en la silla Chippendale que el propio Rey Bueno regaló para amueblar la Habitación del Rey.
Al final dijo:
—Pero en realidad no es él lo importante, ¿no? Para ti no es John lo importante, ¿verdad? A quien buscas con tanto ahínco es al padre del chico, ¿no? Al hombre que abandonó a su hijo y dejó que la madre desapareciera para siempre, ¿no es así?
Me quedé recostada en la silla de ruedas y no respondí.
—Solo Magna sabía con exactitud quién es el padre, y ahora está muerta; puede que la mataran precisamente por eso.
No hice un gesto afirmativo ni negativo.
Entonces él dijo las palabras que yo llevaba todos aquellos años esperando:
—Quizá debería volver a reunir a los niños de la Sala de los Elefantes.
Habría jurado que al decirlo enrojeció, a pesar de su experiencia de años en proyectos extraños. Lo repitió:
—Me refiero a reunir a los siete niños de la Sala de los Elefantes y ver si entre todos podemos resolver el misterio.
Era la oportunidad que yo llevaba tanto tiempo esperando. Tuve que concentrarme mucho para ocultar lo emocionada que estaba.
—No lograremos que asista Orla —dije con un sosiego que me costó conseguir, y sin cecear para nada, pero sin entender por qué había dicho eso.
—Tal vez. Pero Peter Trøst va a Aarhus el viernes, y puedo hacer que traiga consigo a Asger Christoffersen de vuelta a Copenhague.
No mencionó a Nils Jensen, y comprendí el porqué. En el universo de Knud Tåsing, el fotógrafo nunca debía llegar a conocer la verdad, y me pareció una doble moral típica de un periodista que, por lo demás, exigía que todo se hiciera público, sobre todo lo relativo a personas que nunca conoció.
Debió de pensar que yo era de la misma opinión.
Cuando se fue, me quedé una hora sola, observando la isla de Hven bajo un cielo estrellado, llena de confianza. En la oficina de correos de Søllerød me aseguraron aquella misma tarde que todas las cartas y paquetes para Magna me serían remitidos, a mi nombre, a Kongslund, y era todo lo que necesitaba saber.
Como Eva llevaba tiempo muerta, yo sabía que, con el tiempo, el paquete de Magna sería devuelto al remitente. Al final me llegaría a mí.
La voz del pasado iba a decirme dentro de pocos días lo que todos deseaban comprender. Y que era del todo necesario que escuchara yo antes que nadie.
Esperaba un envío de lo más importante.