EL ENTIERRO
5 de junio de 2008
Tal vez sea cierto lo que Magdalene me escribió desde el Más Allá la noche anterior a que enviásemos a mi madre de acogida a su último viaje a las Tinieblas: «Recuerda, Marie, que los adultos son solo niños que han aprendido a ocultar su verdadero yo tras su ropa bonita y su cara inocente; en realidad, la gente reacciona de forma cada vez más infantil con la edad, y por eso se convierte en más peligrosa con el paso de los años, y mucho más violenta e impredecible».
Desde la muerte de Magna solo se comunicaba conmigo por escrito.
Me quedé mirando las palabras, y después pasé la mayor parte de la noche despierta, con una sensación ominosa de que Magdalene no solo estaba exponiendo una observación filosófica general, sino que estaba pensando en una persona en particular.
Eso fue unas horas antes de que el periodista Knud Tåsing me visitara en Kongslund y abriera las puertas a lo que había permanecido oculto tanto tiempo.
La iglesia de Søllerød, que se alzaba sobre una colina que dominaba el lago del mismo nombre, había envejecido con gracia, con sus paredes blancas y la torre y la parte del coro acabadas en ladrillo medieval rojizo. Los primeros ladrillos se colocaron en el siglo XII, y en el cementerio, que descendía hacia el lago, mi madre de acogida iba a tener un mirador que casi seguro podía satisfacer su eterna necesidad de encontrar los mejores lugares para sí, para sus allegados y para todos los niños que había enviado al mundo.
Nos encontrábamos en el lugar que Magna había elegido con tal esmero. El último.
Alcé la vista hacia el techo de la iglesia, y casi esperé toparme con la mirada de mi madre de acogida u oír su voz, porque sin duda iba a estar presente en su propio funeral. En algún lugar sobre nuestras cabezas, estaría flotando y observando la ceremonia, no me cabía duda, y observaría que yo seguía sin llorar.
La última vez que estuve en una iglesia fue de niña, cuando enviaron a Magdalene, sin silla de ruedas ni catalejo, al Más Allá. Aquella vez estaba sentada en el regazo de Magna y lloré por la única amiga de mi vida, que era tan vieja que yo no creía que pudiera morirse. Ahora era la propia Magna quien yacía firme y ceremoniosa allá, en la oscuridad, bajo las coronas del ataúd, y sentada junto a mí estaba su fiel ayudante, Gerda Jensen, que, pese a su corta estatura, era la tercera gran mujer de mi vida. La única todavía viva. Estaba sentada, con la mirada fija, entornada, como si estuviera haciendo la cuenta atrás para sí y aún no hubiera llegado a cero. El olor a fresias llenaba el lugar, originando cada par de minutos un estornudo medio ahogado en los bancos de atrás, y me llenaba de satisfacción infantil que la Eternidad no pudiera acoger a la Elegida con el respetuoso silencio que el invitado de honor a la ceremonia, Ole Almind-Enevold, habría preferido.
Detrás de mí había ministros y funcionarios, gente que estuvo en la resistencia, médicos jubilados y miembros de corporaciones locales, enfermeras, comadronas y antiguas nodrizas, y al fondo, un pequeño grupo de señoritas de edad de los años gloriosos de la Asistencia a la Maternidad de Copenhague. Coronas de flores blancas y amarillas adornaban el féretro, y los temerosos de Dios, que eran prácticamente todos, estaban sentados con la cabeza gacha, como si oraran discretamente por el alma de la difunta. Pero yo sabía que no era cierto: que la mayoría pensaban en cosas completamente diferentes y albergaban ideas de un cariz que nadie se atreve a mencionar en voz alta en una iglesia. No tenían que ver con la muerta del ataúd, sino con su propia existencia y su afanoso bregar por el Campo de la Vida. Giraban en torno al temor a que Nuestro Señor Jesucristo no hubiera resucitado en realidad, y no fuera a estar preparado para recibirlos cuando un día los transportaran envueltos en profusión de flores a la Incertidumbre. Que el Señor hubiera olvidado tanto la hora como las promesas de eternidad, porque estaba demasiado ocupado en otros quehaceres. O la posibilidad indecible: que no existiera; que los átomos del cuerpo subieran directos a la estratosfera y se convirtieran en parte del Universo, pero no de la Eternidad.
Estoy segura de que Magna estaría emocionada por su encuentro con las Tinieblas Eternas, pues su quehacer la había dotado de una naturaleza siempre curiosa que deseaba conocer todos los secretos de la vida. También el último. De todos modos, también estoy segura de que habría preferido permanecer otro par de años en la Tierra para cumplir su papel en el proyecto que el destino había dispuesto en su camino: la Gran Reparación…, la enorme, inconclusa reparación de las heridas que los adultos, en su inconsideración, causan a los seres más pequeños y valiosos. El trabajo de reparación lleva en marcha desde los tiempos del hombre de Cromagnon, y no hemos avanzado gran cosa. Tal vez se consiga localizar, y erradicar, un uno por cien del egoísmo humano por cada generación —es un cálculo optimista—, y tal vez aumente la capacidad de compasión un uno por mil por cada siglo, lo que es mucho decir; pero, a pesar de todo, ese era el tipo de esperanza que abrigaba Magna.
En el banco de atrás se sienta Susanne Ingemann, y junto a ella Carl Malle y la directora tiempo atrás jubilada de la antigua Asistencia a la Maternidad, la señora Krantz. Tras ella está Orla Berntsen, y junto a él, Peter Trøst y Søren Severin Nielsen, flanqueados por sendos matrimonios de edad que no dejan de sorberse la nariz por el brutal olor de las flores. Sus padres. Los reconozco de las excursiones de todo el día que hice en mi infancia a Rungsted y Søborg.
El Rey Absoluto está de pie junto al féretro, y destaca sobre la magnífica cubierta de flores igual que un pequeño tulipán de color rosa con unos pétalos absurdos y genéticamente modificados de color blanco plateado. Mueve la cabeza arriba y abajo, ya que —una vez más— está preparado para ofrecer un discurso a mi madre de acogida, la mayor reparadora que haya conocido el país. Va vestido con un traje oscuro, tiene las manos juntas y se parece un poco al de la funeraria de Strandvejen, que en aquel momento sagrado está sentado en la sombra, triunfante, en el último banco de la iglesia.
—Magna fue una de las fundadoras de la asociación ANV, Acceso de los Niños a la Vida —está diciendo Ole Almind-Enevold, y no estoy segura de que a mi madre de acogida le gustara oírlo, porque aunque comprendía los involuntarios, o al menos no suficientemente pensados, efectos colaterales del aborto —que niños vivos que reían y cantaban frente a ti fueran aniquilados—, también comprendía la carga insoportable para las jovencísimas mujeres de las que había conocido a tantas en su labor. Y no necesitaba estar muerta para adivinar el gran potencial de las asociaciones antiabortistas para el ambicioso político que hablaba ahora sobre sus restos.
El ministro nacional juntó las manos ante sí y alzó la voz hacia el techo de la iglesia.
—Magna me contó una vez una historia que nunca he contado a nadie, quizá porque no sabía cómo interpretarla.
Hizo una breve pausa teatral, y hasta los estornudos sueltos remitieron con el tiempo.
—Me contó la historia de un niño cuyo padre enfermó de tuberculosis, a quien dijeron que iba a morir. El desgraciado niño rogó a su Dios del Cielo que dejara vivir al padre, y este, que oyó los desesperados rezos, al final hizo a su hijo una promesa para la eternidad, que alcanzaba más allá de la Muerte: «Cuando ya no esté —le dijo—, solo tienes que esperar con paciencia, y volveré. Además, ya sabes que sigo estando contigo, y que Dios existe y vela por ti, y que llegará el día en que viviremos juntos la vida eterna». El enfermo murió, lo enterraron, y el niño se dispuso a esperar.
El ministro calló de nuevo, y me pareció ver una sombra de sonrisa en sus labios. Detrás de mí alguien sofocó un estornudo.
—Magna detuvo su narración justo ahí, y no reaccionó hasta que perdí la paciencia y pregunté: «Pero Magna, ¿cuándo apareció el padre del niño?». Ella respondió: «Pero Ole, esa es la cuestión: nunca apareció». «Pero no es posible —le dije—, entonces la historia no tiene lógica». «Sí —dijo ella—, el chico esperó y esperó, año tras año, el niño se hizo mayor, pero no ocurría nada, y el niño que se hizo mayor al final envejeció, y nunca dejó de esperar, pero seguía sin ocurrir nada, y al final fue la Muerte la que llegó, y el padre no volvió nunca como había prometido».
Ya no había ninguna duda. Almind-Enevold sonrió. Percibí la vaga inquietud de los presentes en la iglesia, como si un pequeño diablo luminoso hubiera soltado chispas desde el techo sobre la piel desnuda de los fieles.
—Se trataba de su padre —explicó. Su mirada se dirigió a la tapa del ataúd—. Aquel niño era Magna.
La conmoción hizo que la respiración de los asistentes al funeral casi se detuviera.
—Como quizá sepan varios de los presentes, su padre era pastor de la iglesia de Gauerslund, junto a Børkop, y en opinión de Magna no rompió su promesa, ni lo haría nunca, pues si la Eternidad existe, debemos poseer también la paciencia sin límite de la Eternidad. En su opinión, una promesa así no tiene límite, y tampoco final. Su padre hizo lo que debía. Consoló a su hija y probó que estaba en lo cierto, decía Magna. Y también ella vivió siguiendo ese principio el resto de sus días.
Calló un rato, y luego dijo:
—Paciencia sin límite.
Yo no recordaba la historia, porque mi madre de acogida nunca me la contó, y no me extrañaba, ya que debió de prever mi rabia. Yo comprendía mejor que nadie lo que aprendió Magna de aquella experiencia trágica: lo decisivo era la voluntad de hacer el bien, porque al final el propio bien se encargaría de probar que tenía razón. No era persona que reparase en las desilusiones que una filosofía así podía generar en otras personas, porque nunca vaciló en el crisol de su taller de reparación. Cuando reparaba, surgían chispas a su alrededor que caían sobre todo, nobles o plebeyos, y mientras tanto ella se concentraba en su trabajo. Al fin y al cabo, aquel acto de voluntad fue lo más importante para ella, y creo que esa era la razón de que yo no llorase.
El Rey Absoluto baja la cabeza. El discurso ha terminado. Esta vez no nos ha nombrado ni a Magdalene ni a mí, y tampoco ha citado de los diarios de Magdalene, que yo ignoraba que conociese.
La iglesia se vacía poco a poco.
El féretro blanco de asas doradas es transportado por Carl Malle, Ole Almind-Enevold, Susanne Ingemann, Orla Berntsen, Søren Severin Nielsen y Peter Trøst. Un séquito de lo más extraño. Rechacé formar parte de él. Nadie iba a ver a la hija acogida por la anciana directora con la espalda deforme y los pies torcidos hacia dentro desvanecerse bajo el peso del cadáver de su madre.
Salen a pasos cortos, demasiado cortos, a la luz, y afuera está la prensa de todo tipo: revistas, diarios de la mañana, de la tarde, periodistas enarbolando micrófonos, y hombres altos y grises con cámaras de televisión al hombro.
Knud Tåsing está junto a Nils Jensen, que por alguna razón no parece querer fotografiar la procesión. Ha pasado otro par de días con oleadas de especulaciones en la prensa: ¿la muerte de Martha Magnolia Louise Ladegaard tuvo algo que ver con el caso de los anónimos? ¿Quién la visitó la noche en que murió? ¿Quién era el destinatario del misterioso paquete que envió unas horas antes de su muerte?
Por lo visto, la Policía se había dirigido tres veces, sin éxito, a las autoridades australianas, y también había hecho indagaciones en clubes y asociaciones daneses de Sídney, Melbourne, Brisbane, Adelaida y Perth, sin ningún resultado. No parecía haber ninguna pista que relacionara a la anciana directora o al hogar infantil de Kongslund con alguien o algo que la Policía australiana pudiera señalar. Después de tres semanas de cubrir apresuradamente cualquier relación que pudiera existir con el asunto Kongslund, todo se fue a pique, y vi el brillo satisfecho en la mirada de Ole Almind-Enevold allí, al borde de la tumba. También el caso del chico tamil había desaparecido por completo de las primeras planas, después de que Søren Severin Nielsen bloquease la expulsión con una lluvia de peticiones de permiso de residencia por razones humanitarias y quejas por violación de la Convención sobre los Derechos del Niño. Ningún medio tenía tanta paciencia.
Estábamos en la falda de la colina, mirando al lago de Søllerød y cantando el salmo Qué preciosa es la tierra como es debido, sin el sentimentalismo que se cuela en el eco de una iglesia de techos altos. Depositaron a Magna en la oscuridad y le quitaron la vista de su taller terrenal, tan ligera como si volviera a ser una niña. La gente de la prensa se había quedado junto a la pared sur de la iglesia, donde está el pequeño relieve de arenisca que representa a la Virgen María y al Niño Jesús de pie sobre la media luna, con doce estrellas encima; no cantaron. Por lo general, los periodistas no lo pasan bien en los cementerios. Tal vez porque les recuerdan el pasado.
Los distinguidos invitados fueron en coche hasta Kongslund, donde había más ramos de flores, y una fragancia en todas partes que no habría sido tan intensa ni si la mismísima Magna se hubiera ocupado de llenar los floreros con sus manos generosas. La mayoría de los invitados salieron a la terraza o se quedaron en el jardín, donde el sol dibujaba motivos sobre el césped, se filtraba por las copas de los árboles e imprimía a todo un resplandor dorado. Pocas semanas antes, muchos de los presentes se habían reunido para el aniversario de Kongslund; ahora volvían para cerciorarse de que la gran directora realmente había muerto.
Ole Almind-Enevold está de pie en la puerta de la sala que da al jardín, hablando con Susanne, y de pronto ella me llama:
—¡Marie, ven un momento!
Ole me recibe con su mirada insistente, arrogante costumbre del ministro nacional. Nunca he sido de su gusto, y tal vez crea que sé algo importante sobre los asaltos que ha habido en Kongslund las últimas semanas.
Pero no sabe cuál puede ser mi papel.
—Ole pregunta por un registro que tuvo que llevar Magna… —dice Susanne Ingemann, observándome con una mirada singular, y no creo que desea que responda. Pero también ella teme al poderoso hombre.
—¿Un registro?
Me balanceo sobre mis piernas torcidas, con los ojos secos, y veo en mi imaginación el interior de la tumba de Magna. No se lo ha llevado consigo. De eso estoy segura.
Susanne hace un gesto afirmativo.
—Sí, un registro con descripciones de todos los niños del hogar, tal vez desde 1936.
—Están los expedientes del despacho —digo, alzando la mirada desde Las Tinieblas. Pero sin mirar a Ole.
—Probablemente lo llamaba su protocolo o su cuaderno de bitácora; tenía el tamaño de un diccionario, y estaba encuadernado en cuero verde.
Me encojo de hombros y miro solo a Susanne.
—Magna no me contaba ese tipo de cosas.
Ole se pone rígido, y siento su furia en mi hombro izquierdo como una brisa fría.
Susanne también se da cuenta.
—Debía de contener, entre otras cosas, anotaciones sobre Kongslund de los años cincuenta y sesenta, que tal vez prueben que no ha ocurrido nada de lo que escriben los periódicos.
El Rey Absoluto tiene razón, por supuesto. Magna nunca hizo nada sin pensarlo bien. Con el Protocolo puesto a buen recaudo, las personas poderosas a las que había ayudado seguirían prestando su apoyo a Kongslund.
Pero había pasado por alto el auténtico peligro.
—¿A quién ha podido escribir en Australia? —pregunta el poderoso ministro en voz baja. Tengo la extraña sensación de que conoce la respuesta.
El semblante de Susanne está tan pálido que el halo brillante que rodea su cabello casi ha desaparecido. Oigo las voces del jardín como un crepitar lejano. La isla de Hven está envuelta en el oleaje, esperando mi llegada como siempre.
Doy la vuelta y me marcho. Salgo al recibidor, que está desierto. Nadie me sigue, y solo la dama de verde, desde su magnífico marco del rellano de la escalinata, me sonríe cuando paso junto a ella. Cierro la puerta de mi único refugio y giro rápido la llave en la cerradura. Magna me trajo aquí hace más de cuarenta años, justo aquí, delante de la ventana, para que pudiera observar el mundo y las costas que nunca pisaría en la realidad. Ya sabía lo que hacía.
Y yo acababa de ofender a un rey por segunda vez.
En aquel instante llamaron a la puerta, a mi espalda. En todos los años en que Susanne había sido directora, era la única que me visitaba en la Habitación del Rey. Yo no recurría a nadie, y los demás tampoco recurrían a mí.
Volvieron a llamar. Y luego por tercera vez.
—¿Susanne…? —pregunté con un fuerte ceceo, como cuando Magdalene, en un ataque de risa, se medio resbalaba hasta el suelo.
—No. Soy Knud Tåsing, el periodista.
Mi primer pensamiento fue del todo ilógico; la prensa no estaba invitada a la parte privada del funeral, así que ¿cómo diablos había entrado? Pero era demasiado tarde para hacer como si nada, y de todas formas no podía detenerlo.
Tal vez tampoco yo lo deseaba, porque era necesario poner en marcha la fase decisiva del caso Kongslund, que de otra forma caería en el olvido, como deseaba el gobierno. Por aquellos días me sentía en cierto modo como Jesucristo debió de sentirse la última vez que estuvo en la Tierra: sabía con exactitud lo que había que hacer según el manual, y también cuál sería el resultado, pero de todas formas, o quizá precisamente por ello, vacilaba ante cada nuevo paso decisivo.
Me levanté y abrí la puerta. El periodista estaba solo en el pasillo sombrío. Era delgado y sorprendentemente bajo y, con sus pantalones marrones de pana y su jersey verde, parecía una rana sobrecrecida en la penumbra.
Nunca había abierto la puerta de mi habitación a ningún hombre.
—Solo quiero hacerte una pregunta sencilla, y será rápida —hizo saber.
Estornudé. No existe nada que sea sencillo o rápido. Le señalé la silla junto a la ventana, y se sentó en ella con cuidado, como si temiera que fuera a desplomarse bajo su peso. Pero era una silla Chippendale, la más cara de todo Kongslund, y tan fuerte y sólida como cuando el rey de los ebanistas la construyó dos siglos antes. Me daba cuenta de que el viejo espejo de caoba seguía toda la escena con desaprobación, pero de momento dejó que sus adornos dorados hablaran por sí mismos.
Ya no había vuelta atrás. Me senté frente a él en la silla de ruedas de Magdalene y coloqué mis pies torcidos en el estribo. Era mi postura favorita cuando sentía una gran inquietud y necesitaba inspiración de lo Alto, es decir, de mi vieja amiga espástica. Si le pareció extraño, ningún rasgo facial lo dejó entrever. Debía de tener los nervios bien templados.
—Te acompaño en el sentimiento, por supuesto. Magna Ladegaard era una mujer fantástica —fue lo primero que dijo.
No hice ningún comentario, pero dejé que contemplara el lado torcido de mi rostro mientras esperaba su primera pregunta. Al fin y al cabo, era yo quien lo había atraído con mis actos.
—Confiaba en poder discutir un par de cosas contigo. Tienen que ver con Kongslund.
No dije nada.
—Marie, creo que fuiste tú quien envió los anónimos.
La acusación expresa quedó flotando en el aire entre los dos.
Aunque lo había esperado, fue un susto, porque fue más directo de lo que jamás pensé que fuera a ser. Su mano descansaba en la pequeña maleta escolar que siempre llevaba consigo, y yo sabía que en cualquier momento podía abrirla y soltar sus demonios sobre quienes no respondieran sus preguntas.
Le mostré mi sonrisa torcida; la mueca habría asustado a alguien más inseguro que Knud Tåsing, pero él ni pestañeó.
—Enviaste los anónimos porque te diste cuenta de que en Kongslund había un secreto, un gran secreto, ¿verdad, Marie?
Seguí sin decir nada.
Abrió la maleta, tal como había previsto yo, y dijo:
—Mira.
Reconocí al instante el demonio que el periodista había llevado a Kongslund el mismo día del entierro de Magna, y era verdad: aquello iba a abrir todas las puertas.
—Este ejemplar lo he encontrado en la Biblioteca Real. Pero creo que tienes un ejemplar idéntico… y me gustaría verlo —anunció.
Tenía en la mano —como tantas veces antes— una vieja revista, y no necesité inclinarme hacia delante para saber el nombre y la fecha: Ude og Hjemme, 25 de mayo de 1961.
Se dio cuenta por mi reacción de que estaba atrapada.
—Verás. He visitado a la puericultora que encontró a la niña abandonada en los escalones de piedra. Había guardado todas las revistas sobre el mayor acontecimiento de su vida, excepto una. Esta.
Arrojó la revista de más de veinticinco años en mi regazo, y en el mismo movimiento —así pareció— otro demonio surgió de la maleta, y un sobrecito blanco aterrizó sobre la revista.
—Y aquí está el anónimo a Fri Weekend, al Ministerio Nacional y a Channel DK, y a saber a cuántos más que tuvieron relación con la Sala de los Elefantes en el período que te afecta. Lo interesante…, Marie Ladegaard…, es que las letras del sobre son las mismas que las del artículo sobre el aniversario de Kongslund y el singular bebé abandonado. Las rojas y las negras, pequeñas y grandes… Todas ellas están recortadas una a una de ese número de Ude og Hjemme del 25 de mayo de 1961. No hay ninguna duda.
Presentó con teatralidad su impresionante atajo a la verdad.
—¿Y sabes por qué la puericultora que te encontró no tenía precisamente esa revista en su colección? —preguntó.
No respondí.
—Porque se la había dado a la niña abandonada.
Su mirada se iluminó.
—Se fue de Kongslund al poco tiempo de producirse el episodio, y pidió a Gerda Jensen que le diera la revista a la niña que había encontrado en los escalones de entrada, como recuerdo. Fue la única revista que dio, y seguramente lo haría porque no contenía ninguna fotografía de ella.
Mis movimientos no eran tan ágiles como los suyos, pero lo cierto es que se sobresaltó cuando, sin decir palabra, giré con la silla de ruedas y me dirigí al viejo secreter que perteneció al capitán de Marina Olbers, fiel jefe de la Armada del Rey Bueno y primer propietario de Kongslund.
Abrí el cajón inferior del secreter, puse a un lado dos montones de viejas carpetas y recortes de periódico, y le tendí una copia exacta de la revista que había traído.
La abrió con un movimiento rápido y examinó las páginas en las que había estado el artículo sobre Kongslund.
Todos los titulares y gran parte del resto del texto estaban cuidadosamente recortados. Faltaban letras por todas partes.
Rio en silencio, sin pestañear. Fue una hazaña formidable.
Volví a cerrar el cajón y ladeé la cabeza. Si reparó en la obscenidad asimétrica que tenía delante, lo escondió bien. Entonces dije, con el ceceo que había caracterizado a la mujer de la silla de ruedas y que siempre empleaba cuando el mundo exterior a Kongslund encontraba grietas en la existencia que yo había construido con esmero:
—Así es como todo encaja.
No había hablado de forma tan singular desde que el último de la multitud de psicólogos de Magna me visitó, tras pedirlo ella con insistencia, y salió a las pocas horas con la pipa rígida y fría entre sus labios blancos.
—Pero nunca lo reconoceré en público, así que ya puedes olvidarte de escribir un artículo sobre mí —le avisé.
Se quedó sorprendido, como se habría quedado cualquiera (pero solo por poco tiempo) ante mi extraño acento, y por primera vez percibí inseguridad en su mirada.
—Pero ¿por qué no? —preguntó al fin—. Quieres que se aclare el caso, ¿no?
Mi ceceo era tan bajo que tuvo que inclinarse hasta la incomodidad en la obra maestra de Chippendale.
—Eso no es importante.
—En aquel artículo se decía que el bebé abandonado era un chico. ¿Cómo explicas eso?
No respondí.
—¿Puede tratarse de un error?
Seguí callada.
—¿Quién es John Bjergstrand?
Agaché la cabeza hasta mi torcido hombro izquierdo y lo miré desde mi colgante ojo izquierdo. Él ni pestañeó. El silencio se alzó entre nosotros como una gruesa puerta de cristal que ninguno de los dos quería abrir, pero nos veíamos uno al otro sin dificultad. Al final dije:
—¿John Bjergstrand? ¿Quién es?
Fue como un eco; como un eco apagado, retorcido, ceceante. Aquella tarde, mis eses eran una auténtica catástrofe natural.
—No, no debes de saberlo, porque de lo contrario no habrías tenido que pedir ayuda al mundo exterior. No habrías enviado los anónimos a los demás de la Sala de los Elefantes. Pero ¿por qué te pusiste en contacto precisamente conmigo?
Se inclinó tanto hacia delante que una persona en una situación más real habría caído de bruces al suelo. Como todos los periodistas, era exageradamente vanidoso, y quería saberlo. Nunca debió preguntarlo.
Le conté la verdad.
Se quedó más conmocionado de lo que yo esperaba.
—¿Que no me lo enviaste a mí…?
Knud Tåsing estaba por una vez desconcertado. Habría encendido un cigarrillo si no hubiera estado sentado frente a un ser tan especial en una estancia tan hermosa. Vi su tensa espalda encorvada como un monte verde en el espejo que había tras él.
Le conté quién habían sido mi verdadero destinatario y, claro, aquello lo afectó más todavía.
—¿Nils…? —preguntó. Incrédulo.
—Sí, en 1961 había cinco chicos en la Sala de los Elefantes. Estaba Orla, estaba Peter Trøst… y Severin y Asger… Y el quinto chico era Nils; al que más me costó encontrar.
Knud Tåsing estaba atónito frente a mí. El espejo nos miraba a los dos, burlón.
—Sí, es adoptado, aunque nunca se lo han dicho. Pero yo hace tiempo que lo sé.
—Pero ¿por qué…? —empezó.
No respondí.
—¿Escribiste a los cinco porque querías saber quién era John Bjergstrand, o qué había sido de él?
Magdalene lo miró desde el escondite que tenía en mi alma, pero también ella calló. Me daba la violenta sensación de estar sola en la estancia.
—Así que ¿no lo sabes aún?
Callé.
Se quedó un rato largo con los ojos medio cerrados, y después dijo:
—He encontrado a la madre del chico, o, mejor dicho, a la persona que lo trajo al mundo.
Esta vez fui yo quien se inclinó hacia delante, y las palabras casi saltaron de mi boca:
—¿Dónde está?
Formulé la pregunta repentina, algo absurda, en presente.
—Era una mujer muy interesante —explicó, y soltó el tercer demonio de su maleta, un bloc con páginas escritas con letra menuda que sostuvo frente a mí. Pero su letra era tan ilegible que no era capaz de descifrarla.
—Cuando tuve en mis manos tu carta… a Nils, solo tenía ese nombre, y fue el trabajo más difícil de mi carrera: ¿quién era aquel chico? ¿Quién había enviado aquella información anónima?, y ¿por qué? Mi primer paso fue retroceder en el tiempo, y solo tenía el nombre de unas pocas personas, una familia que tal vez no existiera ya, de apellido Bjergstrand… Pero tuve suerte. Mucha suerte. El apellido era poco frecuente, y apareció en un viejo directorio de la compañía telefónica de mediados de los años cincuenta, y pertenecía a una mujer que vivía en Copenhague, en el barrio de Vesterbro. Se llamaba Ellen Bjergstrand.
Se quedó un rato callado.
La breve pausa fue casi insoportable. Tenía algunas de las piezas más importantes del rompecabezas con el que había estado yo luchando.
—Esa mujer podría ser familiar de ese misterioso John, pero ninguna de las consultas que hice en las parroquias de Vesterbro, en el Ejército de Salvación o entre los habitantes más viejos del barrio tuvo el menor resultado. Al final estaba tan desesperado que fui a la Biblioteca Real y les pedí ver todos los periódicos locales de aquella época; como tantas otras veces, una simple y paciente lectura dio al final su fruto. De pronto apareció el nombre, y no era de extrañar, porque la mujer de apellido Bjergstrand, la única que pude encontrar, fue asesinada en su piso de Vesterbro en 1959.
De pronto se enderezó, como si estuviera viendo la reconstrucción del asesinato a un metro de distancia.
—Y no la asesinó cualquiera, sino su propia hija, y aquella hija… —me miró— se llamaba Eva Bjergstrand.
Bajé la mirada en silencio, y mi hombro izquierdo ocultó mi expresión facial. Entonces decidí hacer la única pregunta lógica —cosa que él esperaba—, y dije con cierto ceceo:
—¿Y qué pasó entonces con la pobre chica? ¿Con Eva Bjergstrand?
—De eso no había nada. Al menos, en la prensa. Los periodistas dejaron muy pronto de escribir sobre el caso. Era una tragedia familiar sobre la que en realidad nadie deseaba escribir.
Asintió en silencio, como para confirmar para sí la desaparición de la chica.
—Pero aun así la encontré. Por fin. En aquella época, a las mujeres jóvenes condenadas por crímenes graves las llevaban a la cárcel de Horserød, en Selandia, así que me puse a buscarla en la biblioteca de Instituciones Penitenciarias. Repasé todas sus antiguas memorias anuales y anotaciones carcelarias, y era cierto: llegó a Horserød en 1960. Entonces me dejaron mirar en sus archivos, y al final encontré otra pista, que era tan vaga que la habría pasado por alto si no fuera porque… —se quedó callado unos segundos mientras una sombra de satisfacción trepaba por las comisuras—, porque pertenecía a un apunte escrito tan al margen y tan breve que solo podías encontrarlo si sabías de verdad qué era lo que buscabas. Pero tenía un presentimiento.
Knud Tåsing alardeaba ya sin tapujos. Yo no quería mostrar demasiada curiosidad en aquel momento, y me irritaba que no fuera capaz de ocultar el orgullo del cazador cuando ha seguido la pista hasta su presa.
—A una chica llamada Eva Bjergstrand la indultaron el mes de mayo de 1961, y salió de la cárcel con toda discreción, y posiblemente sin que la opinión pública fuera informada de ello jamás. Y luego desapareció.
Mi hombro se hundió tanto como pudo, y me quedé sentada en la silla de ruedas, más torcida aún de lo que recordaba haber visto nunca a Magdalene.
—Pero ¿por qué…? —empezó a decir—. ¿Por qué indultaron de pronto a la chica?
No respondí.
—Porque estaba embarazada. Sí. De hecho, el resultado de la prueba del embarazo seguía en los archivos. Hasta los más expertos cometen errores. Y la prueba estaba hecha en el Hospital Central. Eva Bjergstrand fue encarcelada por asesinato en 1959, con solo quince años, y dio a luz un bebé en secreto absoluto en la sección B de Maternidad del Hospital Central, al parecer, en la primavera de 1961, con solo diecisiete años.
Estaba impresionada. En unos pocos días, había llegado casi tan lejos como yo.
Volvió a mirarme, triunfante.
—Aquella información coincidía con otra pista, a saber, la estudiante de comadrona que encontré por medio de viejos archivos sindicales de Copenhague y que había estado como alumna en el Hospital Central a principios de los años sesenta. Me contó una historia de lo más extraordinaria, casi increíble.
Knud Tåsing sonrió, porque él la había creído, por supuesto.
—Una mujer jovencísima a la que llevaron a Maternidad y asistieron siguiendo un procedimiento muy especial y que dio a luz un niño que fue inmediatamente retirado por las autoridades hospitalarias, tras lo cual la chica desapareció también. Era una locura. Esa comadrona, que hoy disfruta de jubilación anticipada, no ha olvidado jamás aquel día. Incluso ha tratado de encontrar a la chica para pedirle una explicación por los extraños acontecimientos; pero no lo ha conseguido, porque no sabía ni cómo se llamaba, y tanto el médico como dos colegas mayores que asistieron al parto han muerto hace tiempo. No hay ninguna anotación en ninguna parte, y ella ya no recuerda la fecha exacta. Solo que fue a finales de la primavera de 1961.
Hice un gesto afirmativo a mi visitante con admiración reticente. Me imaginaba a la antigua comadrona en los escalones de Kongslund pidiendo ayuda a Magna, y a Magna dejando caer apenada las manos, que habían acogido a miles de niños en un abrazo confiado, como para expresar que demasiados seres habían pasado a su lado sin dejar huella.
Por supuesto, era mentira. Los recordaba a todos.
Knud Tåsing había llegado al final de su historia.
—Es decir, que las mismas semanas en que la asesina Eva Bjergstrand fue indultada, una joven da a luz en el mayor de los secretos a un niño en el Hospital Central. Es tan llamativo que no puede hacerse otra cosa que relacionar ambos sucesos, y creo que el resultado salta a la vista. La madre del niño que conocemos como John Bjergstrand es la joven que mató a su madre por razones que, por lo que contaban periódicos, se negaba a revelar. De alguna manera quedó embarazada mientras estaba encarcelada, y solo tenía diecisiete años. Tu madre de acogida y las señoritas de Kongslund le ayudaron a ella y al hombre implicado a salir del apuro. Y lo único que quedó fue el impreso que encontraste muchos años más tarde y que te ocupaste de enviarme a mí… o a Nils.
Knud Tåsing se quedó mirándome por encima de sus gafas. Me daba cuenta de que necesitaba un cigarrillo y una copa de vino.
—¿No estoy en lo cierto?
Su voz sonó casi implorante.
No dije nada. Las piezas de su rompecabezas estaban sobre la mesa, junto a las mías, y se correspondían a la perfección. Solo había un problema: no le daban ni a él ni a mí una explicación del verdadero misterio.
No nos decían nada acerca de quién era el padre del niño y no desvelaban a qué se dedicaba ni dónde podríamos encontrarlo hoy en día. No nos permitía hacernos ninguna idea sobre lo que había sido de los dos personajes principales. La madre y el hijo.
Él lo sabía bien, claro.
—No nos dice quién la dejó… o por qué tu madre, Magna, murió… —Aspiró el humo de un cigarrillo imaginario—. O dónde está el chico hoy en día.
—¿Pudo decirte algo la comadrona sobre el bebé?
La pregunta lo pilló desprevenido, pero solo un momento. Luego dijo:
—Nada. Ella no participó en el parto. Su misión era ayudar a una enfermera a tranquilizar a Eva antes y después de que diera a luz. Había que vestirla y sacarla del paritorio. Cuanto antes, mejor. Era lo que se recomendaba entonces. Si piensas en rasgos distintivos, en lunares…
Se quedó callado.
—Los ojos —fue lo único que dije.
No hizo caso de la extraña ocurrencia. Tal vez no me oyera.
—Lo que me extraña es que Carl Malle y el ministerio no lo hayan sabido hace tiempo —indicó—. Cualquier detective medianamente hábil podía encontrarla. Al fin y al cabo, Bjergstrand es un apellido relativamente raro en Dinamarca.
Me miró, como si esperase respuesta.
—Piénsalo bien —dije—. Tal vez no sea necesario.
Mi ceceo había desaparecido.
Knud Tåsing pestañeó, desconcertado.
—Puede que Carl Malle ya sepa todo eso de antes, todo lo que acabas de contar. Puede que por eso mismo el nombre provocase el pánico en el ministerio.
Knud se inclinó tanto hacia delante que olí el mentol de su aliento.
—Ya entiendo a qué te refieres —comentó—. Pero ¿cómo encontraste tú el nombre… y el impreso?
Impulsé la silla de ruedas de Magdalene hasta el secreter. Si el periodista pensaba que estaba loca, los ojos grises que me siguieron no lo dieron a entender.
En el cajón superior había una carta que nadie había visto, aparte de mí y de la mujer que la envió. Hasta ahora me había esmerado en ocultarla, sin mezclarla con el caso Kongslund.
En un principio estaba dirigida a mi madre de acogida, pero nunca llegó hasta ella.
Tendí la carta a Knud Mylius Tåsing.
—Es de ella.
—¿De Eva Bjergstrand? —Estaba atónito.
—Sí.
La tomó con un gesto casi respetuoso y leyó el único folio escrito a mano con lentitud, a fondo, dos veces, antes de mirar la fecha y decir:
—Trece de abril de 2008.
Contuve el aliento.
Luego la leyó por tercera vez, como si quisiera memorizarla palabra por palabra, y dijo:
—Te llegó esta carta, encontraste un formulario con el mismo nombre… ¿y nos lo enviaste todo a nosotros?
—Sí.
Me miró casi con admiración.
No dije nada.
Consultó su reloj.
—Estamos a cinco de junio. La debieron de enviar después de Semana Santa, es decir, pasados unos días, durante la tercera semana de abril, y puede haber tardado una semana en llegar. Nosotros recibimos tu anónimo el cinco de mayo. Has actuado con rapidez.
No dije nada. Pero mi corazón latía con fuerza. No me importaba que fuera hábil, pero sin pasarse.
—Cuéntame qué ocurrió, Marie Ladegaard.
Sonó como un cómplice de una vieja obra de teatro.
Sacudí la cabeza. Knud Tåsing solo iba a ver las piezas del rompecabezas que yo quisiera enseñarle.
—No hay mucho que decir. Me llegó la carta. Hice unas averiguaciones. Y luego transmití la información.
Era uno de los mayores eufemismos jamás formulados en Kongslund. Y mira que se decían eufemismos allí. Como siempre fue mentira, mi ceceo había vuelto con toda claridad.
Knud Tåsing abrió la boca como si fuera a decir algo, pero al final se arrepintió.
Le habría gustado ser un pequeño gusano que, sin impedimento ni obstáculo, pudiera abrirse camino hasta mi corteza cerebral e investigar mis secretos.
Tal vez todo habría sido diferente si hubiera tenido esa facultad.
El despacho del ministro nacional, con sus paredes de color burdeos, era tan grande como una sala de baile.
En una de las paredes había un mueble-armario colosal de nogal italiano con multitud de puertas y cajones, cubierto de motivos y grabados exóticos. En la pared opuesta, un interiorista alemán había instalado una falsa chimenea, con sus goznes y tiradores de latón y una repisa de roble tintado de verde.
En medio de la estancia se encontraba el magnífico escritorio del ministro nacional, y Almind-Enevold estaba sentado en su trono frente a su asesor especial de seguridad, Carl Malle. Parecían dos empresarios de funeraria cabreados que acabaran de recibir un mensaje de Vida Eterna en la Tierra y fueran a ir a la quiebra. Orla Berntsen estaba de pie junto a la ventana.
Diez minutos antes, el chofer del ministro, Lars Laursen, los había dejado en el ministerio tras el entierro de la mujer que cada uno de ellos había conocido en momentos decisivos de su vida.
—He estado en la Dirección Familiar, como convinimos, y ha ocurrido algo extraño —dijo Carl Malle, dirigiéndose al hombre del trono.
El ministro lo miró largo y tendido, y preguntó:
—¿Has encontrado alguna pista sobre el nombre?
—No —declaró el jefe de seguridad—. Pero estaba todo revuelto, me he dado cuenta. Las carpetas con papeles de Kongslund, entre otros los de la Sala de los Elefantes, habían sido revisados con lupa. O sea, que alguien ha estado allí antes que nosotros, y hace ya cierto tiempo de eso. Los cubría una gruesa capa de polvo. Tal vez de años.
Orla creyó las palabras del jefe de seguridad sin más. Carl Malle sabría apreciar esa clase de detalles.
El ministro nacional habló.
—Pero suena muy raro. ¿Quién coño ha sabido nada antes de que llegara el anónimo?
La pregunta quedó flotando en el aire, como si exigiera una explicación inmediata.
De pronto, Carl Malle se volvió hacia Orla.
—Sí…, ¿quién? ¿Quién diablos ha revuelto en los archivos de la antigua Asistencia a la Maternidad y luego los ha divulgado a los cuatro vientos, de modo que nadie puede sacar de ellos nada en limpio?
Orla Berntsen no respondió.
—Podría ser Severin; pero también podrías ser tú, en busca del pasado.
Carl dejó que la singular acusación flotase un rato en el aire.
—Nadie de la Dirección sabe nada. Pero todas las cajas están abiertas, y los papeles están sacados de sus cuadernos de anillas. Todo está patas arriba.
Orla habló desde la ventana.
—No he sido yo.
—Entonces puede que haya sido Severin o Trøst. O Marie.
Se adivinaba la furia en la mirada de Carl Malle. Alguien había vencido al antiguo policía en la línea de llegada, llegando antes a la fuente que tal vez ofreciera una pista de aquel chico, John Bjergstrand. Carl Malle no estaba acostumbrado a que se le adelantaran.
—¿No está quedando claro que alguien acusa al partido de ser el culpable de todo esto? —dijo Orla Berntsen—. Así que ¿por qué no nos concentramos en eso? Eso es lo importante. ¿Que alguien ha estado revolviendo en unas cajas viejas? ¿Y qué…?
—¡No has entendido una mierda! —espetó Carl Malle, mirando desde la cima de su corpachón al hombre a quien ayudó a salir de una infancia miserable en un barrio de casas adosadas de Søborg—. No has entendido que ese chico es la clave de todo lo que ha ocurrido.
—Y lo que dices es ridículo.
El ministro se levantó de su trono, hecho de brillante ébano y abedul. Su rostro había adquirido un vago tono rojo púrpura, parecido al brillo del arcoíris que se formaba en el surtidor cuando el sol estaba en lo más alto.
—Pero nuestro remitente anónimo tendría alguna intención al enviártelo a ti —continuó Carl Malle, todavía vuelto hacia Orla—. ¿Guardas cosas viejas, papeles de tu época en Kongslund?
—No. Mi madre las habría…
—Tu madre adoptiva está muerta.
La observación del ministro interrumpió a su hombre de confianza, el jefe de Gabinete, de forma tan brutal que dio un respingo. El ministro había dicho expresamente: «madre adoptiva».
—¿Mi madre adoptiva?
—Me refiero a tu madre.
—La casa es tuya ahora —intervino Carl Malle—. Tal vez haya algo entre sus cosas que nos ayude.
Orla Berntsen palideció y se sorbió la nariz dos veces antes de responder.
—No creo. Es una casa muy pequeña. Ya lo habría encontrado.
—Prueba a buscar otra vez.
El antiguo jefe de la Policía se daba perfecta cuenta de la posición de Orla en la casa vacía; de que aún no se había decidido a sacar nada del hogar de su niñez, y de que en aquel momento vivía allí mientras esperaba su divorcio y una señal que le dijera adónde ir.
—Sí, registra la casa cuanto antes —dijo el ministro, señalando la puerta—. Tal vez encuentres algo que habías pasado por alto.
La audiencia había terminado, y Orla dejó a los dos hombres, con una expresión de pura obstinación que un alto funcionario normalmente mantendría oculta.
Cuando el ministro se quedó a solas con su experto en seguridad, llegó la pregunta.
—Si solo supiera quién…
Carl Malle no dijo nada.
—¿Quién era…, quién es John Bjergstrand?
—Podemos hacer una cosa; podemos provocar a la persona que siempre ha estado más cerca de Magna, y que es la única que tal vez posea información que pueda servirnos.
—¿Marie?
El expolicía agachó la cabeza.
—Siempre me ha dado repelús. Esa loca de mierda con sus extrañas citas del diario de la vecina espástica.
—Pues bien que las usaste el día del aniversario.
—Creo que Marie no sabía que su madre de acogida había hecho una copia.
—Puede que Magna en realidad estuviera celosa de ella.
El jefe de seguridad se interrumpió, como si hubiera estado a punto de expresar una teoría demasiado fantasiosa.
El ministro apenas le hizo caso. Bastante tenía con su asociación de ideas.
—¿Qué carajo puede haber habido en ese paquete? ¿Puede haber sido su Protocolo, sus anotaciones personales…?
—Sí. —El antiguo jefe de Policía estuvo de acuerdo—. De eso no cabe duda. Creo que Magna al final envió su librito con todas sus informaciones sobre nosotros y el niño a la madre del niño. Debía de saber con exactitud adónde enviar el paquete.
—¡Tenemos que encontrarlo!
—He enviado a dos hombres a Australia. Aún no la hemos encontrado, pero la encontraremos. Seremos los primeros.
—Tenemos que ser los primeros.
—Como es lógico, trabajarán con gran discreción; y si aún vive, seremos los primeros en encontrarla. Pero hay otra cosa…
—¿Sí…? —El ministro nacional quedó a la espera.
—El comisario jubilado del que te hablé, el que llamó al jefe de Homicidios.
—Sí. Querías hablar con él.
—No. Quería saber sobre qué había preguntado. Ese comisario es un hombre con quien no me llevaba bien, así que no hay que ponerse en contacto con él. Pero constituye un problema.
—¿Sí…? —dijo el ministro por tercera vez.
—Es un policía competente. Ya te he dicho que hace unos años llevó el caso de una mujer que apareció muerta en una playa muy cerca de Bellevue… y de Kongslund. Sigue dándole vueltas al asunto. Nunca supieron si se trataba de un accidente, de algo involuntario… o de algo mucho peor: asesinato.
—¿Involuntario?
—Tal vez se cayera, sin más. El caso es que no podía contar la historia. Estaba muerta. Pero hubo algunas circunstancias que hicieron de aquel un caso algo… especial.
Carl Malle vaciló y esperó a que el ministro, impaciente, le pidiera que continuara, pero no lo hizo.
—No llevaba ninguna documentación encima —continuó—. Jamás supieron quién era.
—Bueno, eso no es tan extraño. Sería una turista en tránsito. O una suicida que no deseaba que la identificasen.
—Pero sí que encontraron ciertos objetos en la playa aquella mañana —dijo Carl Malle sin dejarse distraer, y prosiguió—: y eso fue lo que alarmó al comisario. Envió la lista de los objetos encontrados a la Policía Federal norteamericana en busca de ayuda, pero había ocurrido en los días posteriores al ataque terrorista a Estados Unidos en septiembre de 2001 y, claro, el FBI tampoco tenía ningún dato para descifrar las señales que les llegaron; es decir, si es que había algo que descifrar.
—No es propio de ti hablar en clave, Carl. ¿De qué estás hablando? ¿Señales…?
—Sí. Junto al cadáver había una vieja novela de ciencia ficción. También había una rama que habían cortado de un árbol y llevado hasta la playa. Además, había un trozo de cuerda con un nudo corredizo. Pero lo más extraño fue que había también un canario con el cuello roto. La mujer dio contra una piedra al caer, y era más o menos la única piedra de cierto tamaño que había en toda la playa. Le destrozó un ojo.
—¿Y…? —El ministro volvió a adoptar un tono arrogante.
—Bueno, solo pensaba… Es como si hubiera un significado que debiese entender, pero no logro encontrarlo.
Carl Malle se calló y alzó la vista al techo, como si la ayuda pudiera venir de allí.
El ministro se recostó en su silla de anticuario, realizada con extremada finura por los hermanos ebanistas Andreas y Severin Jensen.
—Creo que hay que tener un talento fuera de lo normal para encontrar la lógica de eso, Carl. ¿Ha habido más casos…?
—No. Ya lo he investigado.
—¿Y qué relación tiene eso con Kongslund?
—La última señal estaba en el bolsillo de la muerta.
—¿Sí…? —El ministro sonó a la vez desconcertado e irritado.
—Era una fotografía. Una pequeña foto en blanco y negro… —Carl Malle se inclinó hacia delante—, de Villa Kongslund. Y era exactamente la misma foto que envió el autor del anónimo al Ministerio Nacional y a Fri Weekend hace un mes. Y fue justo esa foto la que vio el comisario en el periódico, y por eso reaccionó.
Estaba claro que la información había alterado al ministro nacional. Aun así, trató de restarle importancia.
—Pero montones de niños entregados en adopción pueden haber encontrado una copia de una foto de Villa Kongslund.
—¿Exactamente la misma?
—Pues claro.
—Pero… había otra cosa.
—¿Sí…?
—Creían que la mujer no era danesa. Analizaron su ropa.
Carl Malle dejó que la información flotara en el aire.
El ministro nacional palideció de forma visible. Y ya no necesitó animar a su jefe de seguridad para que continuase.
Carl Malle asintió con la cabeza.
—Sí. En su opinión, la mujer podría ser de Nueva Zelanda o… —el ex alto cargo policial hizo una breve pausa teatral bien ensayada— Australia.
—¡No! —La exclamación de Ole Almind-Enevold era auténtica, de alarma.
—Y, claro, eso es lo que debe preocuparnos ahora.