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LA MUERTE

15 de mayo de 2008

En el primer piso de la villa está mi madre de acogida, como siempre fiel cumplidora de sus obligaciones, inclinada sobre sus registros y libros de contabilidad; de vez en cuando abre el cajón superior del precioso secreter de palo de rosa con adornos en bronce, saca el Protocolo de Kongslund y escribe en él. El libro es tan grueso como el antebrazo de un luchador, y está encuadernado en cuero verde oscuro, y a la pregunta que, con curiosidad infantil, le hice una vez respondió sin vacilar: «Es mi cuaderno de bitácora, Marie. ¡Sin él no puedo mantener el rumbo de mi nave!».

Y se echó a reír; fue como un tronar procedente del este.

El contenido del Protocolo era un secreto que iba a llevarse a la tumba. Los cimientos de la villa crujirían y se quejarían, pero lo llevaría consigo; ni siquiera la curiosidad insaciable de una niña abandonada abriría el cajón del secreter y desvelaría su contenido. El mueble era tan sólido y tenía una cerradura tan a prueba de paciencia, que todos mis esfuerzos fueron vanos.

Tal vez reparase en los finos arañazos, como de unos dedos pequeños, de los paneles del secreter de palo de rosa, y sacase sus propias conclusiones…

Pero, por supuesto, aquello no le provocó la menor inquietud.

Martha Louise Magnolia Ladegaard murió a los dos días de su —definitivamente última— fiesta de aniversario.

Como es natural, toda la nación quedó impresionada, porque había aparecido tan viva y magnífica, como su nombre indicaba, en todas las pantallas del país. Las celebraciones casi habían hecho olvidar a la gente las feroces acusaciones de la semana anterior, y hablaron una y otra vez de ella como la que había ayudado a miles de niños daneses a iniciar su vida, y a continuarla, junto a miles de padres agradecidos, en hogares daneses seguros.

Recuerdo que una vez Magdalene me dijo: «Envió a todos los demás a vivir su vida, pero a ti te quiso para sí». Y luego añadió, con un fuerte ceceo que recalcaba su advertencia: «La Rabia, Marie. La Rabia. ¡Debes tener cuidado con la Rabia!».

Antes de que pudiera pedirle que lo aclarase, se dio la vuelta y se fundió con las sombras, dejando en mi cuarto terrenal solo un débil olor a mantillo y humo de pipa de espuma de mar (creo que últimamente pasaba la mayor parte de su tiempo en el Más Allá con su amigo del alma, el Rey Bueno).

La repentina y brutal muerte de Magna hizo que, para la Policía, el estatus del caso Kongslund pasara de ser algo misterioso y un poco ridículo a ser asunto serio.

Hasta entonces, los altos mandos policiales, ocultos tras las puertas de sus despachos, más bien se encogían de hombros ante la chapuza de los anónimos, mientras que, a su entender, el ministerio había reaccionado de forma exagerada, y se quedaron satisfechos con que un hombre como Carl Malle hubiera tomado la investigación en sus manos. A ninguno de ellos le había gustado nunca el tipo, así que ya podía ir a hacerse el harakiri por los suelos encerados de los pisos superiores.

Pero eso fue antes de que el personaje principal del caso apareciera muerto en su piso de Skodsborg. A partir de ese momento los investigadores de Homicidios echaron el resto, y las últimas horas de la famosa directora jubilada se rastrearon e investigaron durante muchos interrogatorios. El caso Kongslund se había reabierto por sí solo.

Encontraron a mi madre de acogida tumbada en el suelo de la sala, justo debajo de la ventana que daba a la empresa funeraria. La encontraron varias horas después de que algún milagro o algún médico pudiera salvarle la vida. Yacía en el suelo en un charco de sangre, con la cabeza descansando en un cuaderno blanco que contenía cientos de recortes de periódico con imágenes de niños de muchas remesas de Kongslund.

Varios de los recortes estaban esparcidos por el suelo en torno al cadáver.

Durante el día siguiente, los policías trataron de elaborar una especie de retrato-robot del escenario del crimen en el piso de Magna en un momento en que la mayoría de los vecinos dormían y nadie esperaba visita, ni de la Muerte ni de nadie parecido. Pero solo disponían de un testigo, porque solo un vecino estaba despierto cuando oyó voces en el piso superior. El de Magna. Era el dueño del pequeño supermercado Oceka, vivía justo debajo de Magna, y la víspera la vio, con un sentimiento de orgullo que por lo demás no relacionaba con su experiencia con mujeres, en la televisión festejando su aniversario y el de Kongslund, magnífica e invulnerable bajo la mirada vigilante de toda la nación.

Al parecer, Magna estaba leyendo sus cuadernos cuando tuvo una visita inesperada. El caso es que había más libros, blancos, rojos y marrones, con cartas, fotos y recortes, amontonados en la mesa baja cuando la Policía echó la puerta abajo. En la mesa había dos tazas de café sin usar, y la anciana directora yacía boca arriba al lado de la estantería. Junto a ella había un purito —un Bellman, su marca favorita—, apagado. El tendero se había acostado, pero en un momento dado oyó ruido en el piso superior. Era un tipo miedoso, que había nacido —su madre, después del parto, lo envolvió en una manta y lo depositó en un cajón de cómoda acondicionado como cuna— en la misma habitación en la que dormía, y no tuvo ánimo para salir de la cama.

La Policía llegó a la conclusión de que Magna se levantó e iba a sacar el cuaderno de la biblioteca cuando cayó con tanta fuerza que su frente golpeó la segunda estantería superior, y después dio media vuelta y perdió el equilibrio. Dio un grito al caer, y fue el segundo de los ruidos que oyó el tendero, y el que lo hizo levantarse de la cama. Luego, al parecer, Magna cayó de lado contra una antigua silla Sheraton, lo que le ocasionó una herida abierta en la sien —una de las características distintivas de aquellas sillas era precisamente los bordes afilados de sus respaldos—, y el tendero se echó a temblar de miedo por tercera vez al oír el estruendo.

Magna se rompió la nuca nada más tocar la cabeza el suelo. Su mejilla derecha estaba apoyada en un cuaderno con la inscripción «1961-1964» escrita a mano con esmero en el extremo superior derecho; era casi la única zona que no estaba cubierta de sangre.

Al final, el tendero encendió la luz y observó a su esposa; una vez más lo asaltó un tremendo temor a compartir la eternidad con una persona que en realidad nunca llegó a conocer, y que cada noche, y ahora también durante parte del día, ahogaba en ronquidos su vida compartida. Tal vez fuera aquel temor lo que, pese a todo, le dio valor para levantarse y avisar a la Policía. Poco después, el epicentro de su vida se llenó de destellos azules, sirenas y ruido de fuertes pisadas en la escalera.

Era evidente que habían revuelto en las cosas de la directora muerta. Varios cajones estaban sacados de sus cómodas, tanto en el pasillo como en el dormitorio, y su contenido esparcido por el suelo. Pero, en teoría, podía haber sucedido antes de la muerte de la antigua directora, y tal vez estuviera haciendo limpieza, aunque los policías dudaban de ello. El problema era que no había ninguna prueba técnica de que se debiera a otra cosa que a un traspié involuntario de las piernas cansadas. No había marcas de violencia intencionada, golpes o patadas. Solo la declaración del tendero de que oyó ruido en el piso de arriba.

—¿Qué daban en la tele cuando oyó llegar al invitado? —preguntó uno de los investigadores.

El tendero lo miró un rato, y luego respondió poco a poco:

—No recuerdo nada. El aparato es un viejo Telefunken y siempre lo tengo a tope de volumen. Verá, es que mi mujer ronca.

El policía hizo un gesto afirmativo sin haber entendido ni jota. Estaba a punto de amanecer; por la ventana se veía la costa sueca como una raya delgada de pelusa gris en el horizonte, y el dueño de la funeraria, que vivía justo enfrente, estaba ante su puerta mirando absorto los coches de la Policía. Tenía un brillo azul intermitente en los ojos, casi como si sonriera. Iba a tener clientes famosos.

De pronto, la mirada del viejo tendero se iluminó:

—La última vez que vi a la señorita Ladegaard estuvo comprando sellos en el supermercado, anteayer, justo después de la fiesta. Volvió al rato. Era… Bueno, puede que no lo crean, pero volvió con una carta, o, mejor dicho, un paquete, que tenía que enviar a Australia. Eso sí que recuerdo… A Australia…

Los ojos del tendero casi se salieron de sus cuencas en un destello de sincera añoranza.

Luego volvió a hundirse en la silla y se encogió de hombros, como si deseara volver al cajón de cómoda donde empezó su vida.

—¿A Australia…?

El policía miró confuso a su único testigo, como si quisiera saber qué tenía que ver con la historia, sin anotar la frase en su bloc.

Pero el silencio se abatió sobre la estancia, y el purito se apagó entre los dedos del anciano. El tendero miró a la oscuridad que se cernía sobre su cabeza, como si pudiera hacer que la anciana del piso de arriba volviera a caminar y nada de lo ocurrido hubiera ocurrido. Ni siquiera su nacimiento.

El policía lo dejó llorar en paz.

La Policía recorrió los pocos centenares de metros que separaban Skodsborg de Kongslund, donde yo dormía en la Habitación del Rey a esa hora de la mañana.

Llamaron a la puerta de entrada. Susanne Ingemann les abrió.

La víspera habíamos estado ordenando el jardín y la casa después de la fiesta de aniversario, retiramos incontables fresias amarillas cabizbajas, ahogadas por el humo de puritos y habanos de los distinguidos invitados. Las metimos en grandes bolsas de basura, y el dulce olor de la podredumbre se extendió por la sala del jardín.

El olor permanecía suspendido en el vestíbulo cuando llegó la Policía y Susanne llamó a mi puerta.

—Es la Policía. Tu madre ha… —empezó a decir, y por un momento pareció que iba a echarse a llorar.

—Mi madre de acogida —la corregí, antes de que pudiera terminar la frase. Enseguida me di cuenta de lo que me quería decir, y algo en mi interior debería haberse derrumbado, o al menos debería haberse abierto alguna grieta que dejara escapar mis emociones. Pero no sucedió nada.

A día de hoy no recuerdo ningún sentimiento.

Las escasas preguntas rutinarias —y mis breves respuestas— duraron apenas diez minutos. Yo no sabía nada. Había hablado un poco con Magna una hora antes de que llegaran los invitados a la fiesta, y luego me metí en la cama con un tapón de color anaranjado en cada oído, dije, porque mi habitación daba a la explanada donde tenía lugar la ceremonia. Ni vi ni oí nada interesante.

El policía volvió a darme el pésame, y se marchó. Me dirigí a la Sala de Recién Nacidos y cerré la puerta. Las cortinas estaban corridas. Los gruesos pliegues impedían que entrara la menor luz. Los niños dormían. La canción había enmudecido.

—Hola —dijeron las tinieblas—, nunca has podido mantenerte lejos por mucho tiempo.

Y hay que haberlas conocido tanto tiempo como yo para comprender que sus saludos, a diferencia de los del espejo, no pretenden burlarse de nadie.

Me acerqué a la ventana y descorrí las cortinas, y los elefantes azules salieron de las sombras y arrojaron los dorados conos luminosos de la mañana por sus rechonchas trompas, como siempre habían hecho. Una vez le pregunté a Gerda cuántos elefantes azules había pensado pintar en la estancia a la que llamábamos Sala de los Elefantes, y se limitó a responder: «Dejé de pintarlos cuando ya hubo bastantes».

Sospechaba que había una razón más profunda que explicase la manía de Gerda con los elefantes azules; varias de las puericultoras decían que había pintado uno por cada niño que pasó por la Sala de Recién Nacidos en todos aquellos años, hasta que se jubiló. Una vez se me quedó mirando un buen rato —yo tenía solo siete u ocho años— y dijo: «Marie, aquí hemos tenido todo tipo de niños: hemos tenido hijos de madres jovencísimas e hijos de padres más pobres que las ratas que no veían la manera de mantenerlos. Hemos tenido hijos de catedráticos, políticos y grandes empresarios, e incluso hemos tenido hijos de delincuentes y asesinos, y esos son lo más difícil, porque una herencia así puede perseguir a un niño toda la vida si nadie interviene».

Gerda nunca puso en duda la importancia de la herencia biológica —era unos años antes de que todos los académicos empezaran a centrarse en las circunstancias sociales—, y más tarde me di cuenta de que Gerda la temía más que cualquier otra cosa.

—La mente de un criminal puede seguir viviendo en la del niño, a pesar de que no haya contacto físico entre ellos —me contó una vez—. Incluso si el hijo crece en las circunstancias más favorables que pueda haber, y con los padres adoptivos más cariñosos del mundo, el vínculo de la sangre nunca se rompe, Marie. Cada niño alberga la herencia de su verdadero padre y madre en lo más profundo de su ser.

Me quedé junto a la ventana y mi mirada se deslizó por el cono de luz hasta el elefante azul que colgaba en el aire encima de la cama en la que estuve de recién nacida. El cuerpo rechoncho del elefante estaba partido por la mitad donde el papel se había levantado, pero seguía flotando sobre mí, sujeto por unos hilos invisibles, y experimenté por primera vez el miedo del que una vez hablara Gerda, pero sin saber con exactitud hacia dónde dirigir la atención. Estaba segura de que se refería a uno de los niños que estuvieron conmigo en la Sala de los Elefantes en las Navidades de 1961; si mi impresión era acertada, aquel niño tenía que ser el misterioso John Bjergstrand que todo el país veía como símbolo de una persona no deseada, desechada y rechazada. Uno de esos seres a los que las buenas voluntades de Kongslund siempre habían deseado salvar.

Subí al primer piso, me senté en la silla de ruedas que dejó Magdalene y dirigí la vista hacia la isla de Hven. Seguía sin llorar. Allí descollaba el imponente observatorio de Stjerneborg, donde Tycho Brahe cometió la torpeza de su vida al no posicionar correctamente la Tierra en el espacio celeste: «¡Jamás aceptaré que el sol sea el centro del universo! —gritó—. ¡Es una mentira infame, la Tierra no se mueve!».

Aquel error siempre me había gustado.

Y claro, cuando el espejo me vio en aquel estado de descuido, aprovechó para formular la pregunta posiblemente más malvada hasta el momento: «Querida Marie, pero ¿quién es tu madre?».

«Tú», le habría respondido, burlona. Pero me callé. Los espejos rococó de otros tiempos, procedentes de enormes villas de Strandvejen, no entienden esa clase de ironías. Y en aquel momento tenía cosas mucho más importantes en que pensar.

Los días que siguieron, los investigadores de Homicidios intentaron desentrañar el misterio de la muerte violenta de Magna, sin hacer ningún descubrimiento relevante. No veían un móvil, ningún patrón de conducta, ninguna salida al laberinto, y si era verdad que la empujaron —y si tenía que ver con los anónimos, como conjeturaba la prensa—, las posibilidades eran tantas que sembraban aún más confusión y desataban teorías aún más fantásticas. Cada nueva teoría llevaba a un callejón sin salida, y cada callejón sin salida aumentaba la frustración.

Entonces, un joven policía recordó de pronto que el dueño del supermercado Oceka, vecino de Magna, había dicho algo de un paquete que esta había enviado a Australia. Pero hacía mucho que había salido del país, y el pobre tendero no recordaba el nombre del destinatario que Martha Magnolia Louise Ladegaard escribió en el paquete. Solo estuvo un momento en el mostrador de correos que había en el establecimiento. Le puso sellos por más de doscientas coronas, porque iba muy lejos, y Magna le dio las gracias. El tendero volvió a empezar a parlotear como un niño que pide agua, y los policías desistieron de seguir preguntando.

Pasada una semana, la investigación estaba estancada —eso se desprendía de su ausencia en los periódicos—, y la gente de Homicidios ponía los ojos en blanco cuando no miraba nadie.

Por lo que le entendí al policía que vino a Kongslund un par de días más tarde y habló conmigo largo y tendido sobre Magna, su muerte había asustado más aún al primer ministro, al ministro nacional y a su asesor de seguridad, el antiguo policía Carl Malle. La Comisaría Central de Información ofreció ayuda a los investigadores, pero estos la rechazaron.

Si Magna sabía algo que había llevado al enfrentamiento en el piso de Skodsborg, podría haber otros en peligro, dijo el expolicía.

¿Se referiría a mí?

¿Podía Magna haber sabido algo peligroso?

No le respondí.

Si el visitante anduvo revolviendo en sus cajones, ¿qué es lo que andaba buscando?

Nadie sabía la respuesta. Pero observé que la Policía, con la mayor naturalidad, había metido al ministro nacional y al antiguo cargo policial en la categoría de no sospechosos. También aceptaron que en el hogar todas tenían una coartada común: la limpieza tras el festejo.

Un par de días después iban a tener los nombres de todos los niños que llegaron a Kongslund en los años 1961 y 1962, y que podrían estar relacionados con el misterioso John Bjergstrand de los anónimos. Yo solo di uno: el mío.

Después confiscaron todos los registros de Kongslund y se pusieron a leerlos. No podían saber algo que yo ya sabía: que toda huella de las acciones de Magna había sido borrada con esmero de los cuadernos de anillas verdes con información sobre niños daneses correspondientes al período que les interesaba. Volví a pensar en Magna. Pero seguía sin llorar.

En caso de que existieran respuestas a los enigmas de Kongslund, yo sabía dónde se encontraban, lo que pasa es que no transmití la información. Todo estaría en el libro que guardaba Magna en el secreter de palo de rosa, que yo recuerde; un libro que siempre me había fascinado, pero que solo vi por breves segundos unas pocas veces. El Protocolo de Kongslund.

Su valioso registro secreto.

Yo no sabía si Ole Almind-Enevold y Carl Malle conocían su existencia. La Policía había puesto patas arriba los efectos personales de Magna, pero no se llevaron nada de importancia. El Protocolo había desaparecido, y no me extrañaba. Después de oír la descripción que hizo el tendero de la última acción de Magna, me hacía una buena idea de dónde estaría en aquel momento el valioso documento.

Pero era un secreto que no deseaba compartir con nadie por nada del mundo. El Protocolo era de mi propiedad tras la muerte de Magna; e iba a recuperarlo.

En un momento dado, Susanne perdió la paciencia con la investigación policial y exigió que se le devolvieran los restos mortales de Magna —habían pasado más de tres semanas—, para que la antigua directora pudiera ser enterrada con dignidad en la iglesia de Søllerød. Los policías accedieron. Habían perdido. A Magna la podían haber empujado, pero también podía haberse caído, y el caso estaba listo para ser archivado como accidente.

Quizá alguien lo recordase —al menos lo recordaba una persona que estaba interesada en Kongslund—, pero había ocurrido exactamente lo mismo en el caso de la mujer asesinada en la playa, entre Kongslund y Bellevue, siete años antes. También ella, como Magna, murió tras una caída en circunstancias misteriosas, y también aquel caso se archivó a regañadientes como algo fortuito. El comisario retirado que investigó la defunción y después habló de sus sospechas a un periodista que nunca publicó la historia estaba en una casa de veraneo en la localidad costera de Rågeleje, leyendo una y otra vez artículos periodísticos sobre la directora muerta.

Al final dejó de lado los periódicos y se quedó un buen rato mirando por la ventana, extrañado una vez más.

La mujer muerta en la playa llevaba consigo una fotografía de Villa Kongslund. Y ahora la antigua directora de Kongslund había muerto de forma igualmente misteriosa. A pesar de su experiencia de décadas, no lograba ver la relación. Pero sintió la profunda inquietud de aquella vez.

Una vez más puso la mano sobre el teléfono y sopesó sus posibilidades. Su sentido del deber, tan importante para él, le decía que alguien tendría que señalar aquellas coincidencias inexplicables, pero temía volver a tropezar con Carl Malle; su instinto de policía le decía que no iba a poder avanzar, y un antiguo compañero le advirtió una vez que no corriera riesgos: Malle lo oye todo. Su nombre señala su característica más fundamental[6].

Su esposa lo miró, premonitoria. Siempre se daba cuenta de cuándo lo atacaban sus ansias juveniles de meterse en situaciones inseguras y amenazantes.

Ya no era ningún joven.

La mirada asustada de su esposa resolvió la cuestión. El policía retirado dejó caer el teléfono.