EL ANIVERSARIO
13 de mayo de 2008
El Destino, por supuesto, había decidido que ninguno de los involucrados en el asunto Kongslund pudiera vivir en paz.
Había para ello demasiados cabos tentadores revoloteando, ofreciendo excesivas posibilidades.
Por esa razón, disculpé mi asistencia a la gran fiesta en la que Kongslund invitaba a toda la nación a festejar el sesenta aniversario de la legendaria Magna Ladegaard al servicio de niños abandonados. Usé la excusa de un fuerte catarro primaveral, porque todo el personal de Kongslund estaba estornudando mientras hacía los preparativos para la fiesta entre el perfume de fresias recién cortadas.
Si hubiera sabido lo estúpido que era también aquel último dispositivo de seguridad, quizá habría actuado de otro modo. De todas formas, los acontecimientos posteriores me golpearon con la misma seguridad absoluta que si el Amo Supremo me hubiera visto, presumida y al descubierto, en el paisaje del césped, entre las mesas decoradas para Magna.
El ministro nacional estaba sentado con las manos juntas al lado de su jefe de Gabinete en el asiento trasero del coche negro ministerial, y el chofer, que se llamaba Lars Laursen y era de la península jutlandesa de Helgenæs, condujo con lentitud, casi con parsimonia, el último tramo a Skodsborg.
Solo llevaba unos meses de chofer del segundo ministro más importante del país, pero irradiaba la extraordinaria calma de las colinas de su patria chica y, claro, eso atrajo al ministro nacional. Inspiraba confianza tener a un hombre estable y jutlandés de pura cepa tras el lustroso volante de caoba del coche ministerial.
El jefe de Gabinete observó de soslayo al ministro, que miraba por la ventanilla tintada sin hacer ademán de hablar.
—Hay una cosa de la que tenemos que hablar… —dijo con un aire de vacilación nada característico en él.
El ministro, abstraído, hizo un gesto afirmativo.
—Es sobre el chico tamil al que hay que expulsar.
El ministro nacional no respondió enseguida. Hacía tiempo que nadie, a excepción del primer ministro, podía exigirle respuesta inmediata a una pregunta. Orla calló y se recostó en el asiento. Los rasgos de carácter más extraordinarios los había abandonado como restos de un naufragio en su niñez —así lo tranquilizaba su subconsciente—, pero, claro, eso solo era cierto los días tranquilos en que los demonios de su infancia se tomaban un merecido descanso y dejaban de recordarle el barrio, el pantano y el ojo en el fango; por no hablar de su existencia fracasada, con una esposa y dos hijas a las que ni siquiera sabía por qué había abandonado.
Derecho hacia el norte, algo más allá de Bernstorffsvej, se alzaba la villa donde vivía Lucilla con sus dos hijas. Al poco tiempo de empezar a trabajar en el ministerio, Orla se fue de vacaciones por primera vez en su vida. Eligió Cuba porque la imagen del país, eterno rebelde expulsado de la buena sociedad, por alguna razón, lo fascinaba. Aquella noche de Año Nuevo los cubanos celebraban el vigésimo quinto aniversario de la revolución, y en medio del jolgorio del Malecón oyó una voz de mujer gritando «¡Happy New Year!». El saludo de la chica iba dirigido, por supuesto, al Che en su cielo rojo, no al hombre torpe del muelle que había crecido en el barrio de casas adosadas de Søborg; pero sí que se dio cuenta de que lo había oído, y se echó a reír a la vez que él. Así fue como, en el fondo, debía a un héroe comunista, revolucionario, la primera y única mujer de su vida. Medio año más tarde, ella fue a Dinamarca y consiguió permiso de residencia casi al momento. Era justo antes de que empezaran en serio las oleadas de refugiados en 1985. Tuvieron una hija, que había cumplido veintitrés años, y, tras la muerte de la madre de Orla en 2001, otra hija, tardía. Se alegraba de no haber tenido un hijo.
—Supongo que, en colaboración con el departamento, sabes lo que haces.
La voz del ministro nacional interrumpió sus pensamientos.
Pasaron junto a la playa de Bellevue, donde solía pasear de niño con su madre en bici, mientras que los padres de los demás chicos iban en coche a Hornbæk y Tisvilde con sus hijos bien repeinados y vestidos.
—Claro —aseguró Orla—. La expulsión del chico tamil va a retirar de inmediato el foco de atención de Kongslund. Pero es que hay más…
El ministro calló, como señal de su reconocida cautela.
—Después vamos a desvelar que el asunto de la petición de asilo en realidad es una mentira —hizo saber Orla.
El ministro no reaccionó. Mentira era una palabra peligrosa, viniera de un amigo o de un enemigo.
—El método es sencillo. Hay grandes desavenencias entre el grupo grande y el pequeño de refugiados de Sri Lanka, tamiles y cingaleses, y el pequeño grupo de cingaleses que existe en Dinamarca quiere desvelar que el asunto del chico tamil es un gran montaje, y que los refugiados tamiles viven a lo grande a cuenta de una red criminal que los ayuda a engañar a las autoridades danesas, falsificando documentación y presentando peticiones de asilo basadas en mentiras.
El ministro siguió sin reaccionar. Tamiles era una palabra igual de temible.
—La revelación va a llegar al ministerio de una fuente cingalesa fiable, un hombre con quien ya nos hemos puesto en contacto.
Entonces el ministro habló con aire prosaico.
—Pero con los cingaleses en guerra contra los rebeldes tamiles de Sri Lanka ¿un testigo así no será recibido con críticas?
—Sí…, si es que se da a conocer.
—Ajá.
—Pero en consideración a su seguridad, vamos a hacer pública su denuncia de forma anónima, por medio de una carta o quizá un telefax. Por supuesto, estamos obligados a proteger su identidad, y la prensa lo entenderá, incluso eso añadirá dramatismo al caso. Porque en realidad a la prensa no le importan los detalles si ha olfateado una buena historia.
El ministro asintió en silencio. Tuvo la palabra termitas en la punta de la lengua, pero no la pronunció.
—Nuestra fuente va a contar que los tamiles de Dinamarca tienen una red secreta para traer de forma ilegal el mayor número posible de los suyos a Dinamarca. Con papeles falsos, contrabandistas ilegales y métodos fríos y calculados.
El ministro calló. Iban a envolver la mentira en la inocencia que expresa la sinceridad absoluta. Sonaba ya como un hecho.
—Va a decir que ese chico tamil por el que tantos lloran no es más que la punta de lanza de un plan secreto diseñado por esa red despiadada, en el que se emplea a los niños para lograr que sus padres entren al país por la reunificación familiar. No se puede ser más cínico. El objetivo es construir una gran sociedad tamil paralela dentro de estas fronteras, exactamente lo mismo que han hecho en el sur de India.
—Joder, ¡es demasiado! —comentó el ministro, aspirando por la nariz.
—Cuando la prensa y la población se den cuenta de ese hecho, creo que habremos resuelto el problema tamil de una vez por todas —sentenció Orla. Era único resolviendo problemas.
El ministro siguió callado un rato. Después dijo:
—¿Y esa fuente…? Existe, ¿verdad?
—Sí. Tengo contacto con él. Llegará un fax.
Orla se volvió hacia su jefe.
—Pero hay otra cosa: creo que deberíamos dejar que el Cura…, que el jefe de relaciones públicas…, pase la idea a su colega de la Presidencia de Gobierno. Quedará mejor si la denuncia procede de allí. Ellos no tienen implicación directa en el caso del chico, y el Jefe no tiene nuestra fama de… no andarnos por las ramas con los extranjeros.
La mirada de Ole Almind-Enevold atravesó el cristal oscuro que separaba los asientos delanteros de los traseros, y se fijó en la nuca del chofer. El Jefe. Se refería al primer ministro. Era terreno peligroso, muy peligroso.
Orla entendía lo que pensaba su ministro: su propio jefe de Gabinete, su funcionario preferido, y el mejor solucionador de problemas de Slotsholmen, le pedía en aquella excursión en coche a la fiesta de aniversario de Magna que colocara con discreción la cabeza ya moribunda del primer ministro en el campo de tiro. Si algo fallaba, iba a costarle el puesto al responsable supremo, es decir, al jefe de Gobierno. Si, por el contrario, triunfaba, el primer ministro lo felicitaría por su excelente plan, y el jefe y asesor de Almind-Enevold nunca descubriría que hasta la fase decisiva había estado con la cabeza y el tronco expuestos, y su vida política a merced de su mano derecha. De uno u otro modo, el plan aseguraría a Ole Almind-Enevold el acceso al puesto con el que había soñado durante todos aquellos años de segundo de a bordo. Si en el último instante el primer ministro hacía ademán de dejarlo de lado —la gente enferma podía volverse loca, y era evidente que el asunto Kongslund lo preocupaba—, el Rey Absoluto podía emplear el secretísimo plan de los cingaleses como ariete, amenazando con una revelación demoledora: que hasta el primer ministro había pensado un plan que engañaría a la opinión pública y echaría la culpa a tamiles inocentes. Aquello mancharía su reputación.
Orla vio por el rabillo del ojo que su jefe aprobaba el plan. Le bastó un segundo.
No se dijeron nada más.
Era decisivo que el ministro nunca diera el visto bueno al plan formalmente, de palabra. Así, en el peor de los casos, podría negar su participación con auténtico enfado.
—¡Es un lugar precioso! —exclamó Orla, mirando al restaurante Strandmølle.
Con la soltura característica de muchos años de colaboración, abandonaron el mundo sombrío al que ninguno de los votantes del partido tenía acceso.
Ante el viejo restaurante, que en tiempos del rey había sido la cantina de los trabajadores de la fábrica de papel, había sillas y mesas dispuestas para la temporada de verano, y en un banco con vistas al estrecho vieron a un hombre de pie, no más alto que un enano, poniéndose de puntillas y besando en la boca a una mujer alta y rubia. Ella estaba descalza en la hierba y sonreía, con su mano en el hombro de él. Ninguno de los hombres del coche dijo nada. Últimamente se veían cosas muy extrañas. Tanto fantásticas como grotescas.
El coche ministerial pasó la colina de Skodsborg y torció a la derecha por el amplio sendero que se abría entre los dos pilares chinos, tan altos como dos hombres.
Como una ballena en un mar verde, el Audi azul oscuro se sumergió en las sombras bajo las hayas y se detuvo frente a las ventanas que Orla conocía tan bien. Junto a él estaba uno de los pocos que sabía la razón.
El chofer jutlandés Lars Laursen salió del coche y les abrió la puerta.
Los periodistas habían ido detrás del coche ministerial durante un tiempo, y comentaron con escueta ironía al ver el extraño espectáculo junto al restaurante con las palabras: «¡Pulgarcita y el Gigante!».
Los dos habían cubierto el segundo centenario del nacimiento de Hans Christian Andersen unos años antes, y se rieron igual que cuando eran adolescentes.
Nils Jensen iba solo delante, como un chofer privado, para que los dos reporteros del asiento trasero pudieran concentrarse en intercambiar información y diseñar una estrategia común antes de llegar a Skodsborg. Se pegaron a la rueda del Audi azul del Rey Absoluto.
—Creo que no nos ha visto —observó el fotógrafo, echando mano de su cámara, como si pensara sacar una foto al azar tras el parabrisas. Nadie habría creído que el chofer del enorme Mercedes hubiera crecido en un pisito del barrio de Nørrebro, detrás del cementerio Assistens, donde todos los domingos iba a visitar la tumba del Gran Escritor acompañado de su padre. Este le hablaba del cuento del niño arrogante que negó a sus padres pobres cuando pisó el fino pan de trigo para no mancharse los zapatos, tras lo cual terminó en lo más profundo, con la Dama del pantano, como un adorno del Infierno. Había sido el cuento favorito de Nils Jensen, y también su mayor terror.
Ya de adulto, la fotografía le abrió las puertas a un mundo que nunca antes había visitado, y supo salir a viajar y documentar las siete grandes, pero fotogénicas, plagas: inundaciones, terremotos, incendios forestales, hambrunas, genocidios, guerras y huracanes. Su padre había estado recientemente en la galería Glashuset, donde el vigilante nocturno guiñaba los ojos sin cesar, observando el fotostato de una africana —una niña— moribunda, sin hacer ningún comentario a su hijo. Se había jubilado, y casi nunca salía a la luz del día, que se le antojaba más intensa por cada año que pasaba. Nils estaba tras él, vestido con la chaqueta de cuero comprada con los ingresos de la exposición, que le costó más que lo que habría bastado a diez familias africanas para comer durante un año. Su padre olfateó los caros materiales selectos y entornó los ojos grises casi ciegos bajo las cejas blancas.
—¿Fri Weekend piensa seguir cubriendo la noticia? —preguntó Peter Trøst desde el asiento trasero. Estaba pensando en la dirección del periódico y en sus antiguos lazos con el Gobierno.
—¿Y Channel DK?
Los dos periodistas se miraron con obstinación sin responder. Ninguno de los dos lo sabía.
Knud Tåsing fue el primero en ceder.
—He encontrado algo interesante en alguna de las fuentes que conocieron el hogar en aquellos años. Por aquel entonces, la Sala de los Elefantes estaba reservada a niños especiales que recibían atención especial de la directora y sus dos ayudantes.
—¿No era una sala para los recién nacidos?
—Sí. Todos los niños pasaban sus primeras veinticuatro horas en la Sala de Recién Nacidos, donde la guardia nocturna se intensificaba, pero la mayoría pasaban enseguida a las otras dos salas, que se llamaban la Sala de las Jirafas y la Habitación de los Erizos, o a un pequeño dormitorio con literas tras la habitación de la torre. Solo unos pocos se quedaban allí, en aquel lugar privilegiado.
No necesitaba decir que Peter había sido otro de los elegidos. Ambos lo sabían.
—Cuando en la sala estaban todos aquellos niños privilegiados, eran siete en total, porque siempre había preparada una cama de urgencia, que las asistentes llamaban la octava cama, que se usaba para recibir adopciones de urgencia, para que todos los bebés pudieran pasar sus primeras veinticuatro horas en la Sala de Recién Nacidos. Tengo una fuente que estuvo en el hogar los años que nos interesan, y se sabía de memoria todos los apodos de los niños, como si los hubiera recitado la víspera: el Mayorista, estaba segura, era Orla Berntsen, porque había visitado el hogar muchas veces con su madre, que estaba soltera y vivía en Søborg. Y Mechas, o Buster, era Søren Severin Nielsen, que también había estado de visita un par de veces. A Asger, tu amigo jutlandés, lo apodaban Viggo, que era el nombre del primer ministro de entonces, Viggo Kampmann, y había también una Clara, llamada así en honor a la actriz Clara Pontoppidan, y según mis cálculos se trata de la otra chica de la fotografía de 1961…
—Impresionante.
—Sí. Pero no nos acerca a la resolución del enigma.
—¡Orla!
El nombre se oyó con la misma intensidad que recordaba, pero aun así dio un respingo. Ninguna otra persona, a excepción de Almind-Enevold, se dirigía al jefe de Gabinete del Ministerio Nacional por su nombre de pila y en aquel tono.
El pasado se ha convertido en presente de inmediato. Ella está viva frente a él, como entonces, lleva una cámara fotográfica antigua en la mano y le saca una foto antes de que alguien llegue a responder.
El chofer abre la puerta al ministro, pero el Rey Absoluto se ha detenido en medio de un movimiento y se queda durante unos instantes paralizado, con el cuerpo medio salido del coche. No le gusta que lo fotografíen.
Magna extiende sus brazos de oso hacia Orla Berntsen, y le da un abrazo real, como le gusta llamarlo. A Orla le parece que los ojos de la antigua directora están más brillantes de lo habitual, pero no es de extrañar, con la presión que están sufriendo ella y el hogar.
No obstante, la voz de Magna ha guardado la franqueza de sus orígenes del este de Jutlandia.
—Sois casi los últimos —dice, estrechándolo como si quisiera consolarlo, y él deja que la mujer apriete sus brazos y hombros, pero sin corresponder. Va vestida con un traje de paseo azul, y se ha empolvado las mejillas como protección frente a las horas agitadas que se avecinan.
La sucesora de la anciana directora está a su sombra. Es alta y delgada, y por una vez no va vestida de verde, sino que lleva puesto un vestido amarillo canario. Una débil sonrisa, medio formal, medio irónica, adorna sus labios. Susanne Ingemann tiende la mano al ministro, y después a Orla, y finalmente al chofer. Parece hacer una reverencia cada vez.
Las dos mujeres conducen a los invitados desde el recibidor, atravesando la sala con el pequeño pabellón para el té, y salen por una puerta trasera de la parte norte de la casa, donde el pequeño grupo gira a la derecha por el estrecho sendero del jardín cubierto de losas redondas.
Hay más de cien invitados en el césped frente a la villa, y otros tantos bajo las hayas, junto al anexo del sur. Todos sostienen delgadas copas en la mano, acariciados por la suave brisa del estrecho de Øresund, y un pequeño ejército de paparazzi revolotea alrededor y aprovecha que por una vez han podido entrar en el famoso hogar infantil. Entre los invitados no se cuentan niños, y a los periodistas se les prohíbe el acceso a la villa. En la playa, a un par de metros del antiguo embarcadero, hay una estructura metálica desde la que una grúa ha elevado en el aire una cámara con un gran objetivo negro dirigido a los invitados. «Channel DK», pone en cada una de las patas del trípode.
Un grupo de periodistas se mueve entre el gentío y llega a su presa natural, el orador principal del evento, Ole Almind-Enevold. La mayoría son de Glas & Galla, y a todos los reporteros se les ha exigido expresamente, como condición de entrada, que no perturben la alegría de la ceremonia con preguntas embarazosas. El Curandero ha acudido en taxi para vigilar la ceremonia, y sus ojos saltones encuentran sin cesar nuevos focos de interés entre el gentío; tal vez espere divisar al autor de los anónimos cerca del ministro. Algo más allá, la colosal figura de Carl Malle sobresale de entre un grupo de mujeres de edad y cabello canoso, sentadas en un banco largo pintado de blanco bajo las hayas, que sin duda representan a un grupo superviviente de la época de grandeza de Asistencia a la Maternidad.
El ministro ha subido a la terraza donde solían estar las tiesas señoritas en los viejos tiempos, y se detiene a la sombra del amplio alero, entre dos sólidas columnas blancas. Alza su copa de vino espumoso portugués y brinda con Magna.
—¿Seguís cuidando bien a nuestros pequeños elefantes azules? —le pregunta el ministro nacional a la antigua directora.
—Por supuesto.
Orla Berntsen es el único que lo oye; los demás no captan las palabras por el ruido de voces del jardín.
Varios invitados se vuelven hacia la terraza, y la conversación se va apagando. Carl Malle se ha acercado, y pone la mano en el brazo de Almind-Enevold. El ministro entrado en años se pone rígido, no le gusta que lo toquen. Luego sonríe de pronto, como si le hubieran soplado una palabra para la siguiente frase, y saca un folio doblado del bolsillo. Lo pone frente a sí.
Así era como recordaría siempre Orla al Rey Absoluto: recuperando de un momento a otro su papel de ministro, como si nunca hubiera vivido entre personas mortales.
Una transformación fluida, instantánea y perfecta en el símbolo admirado del reino.
Susanne Ingemann sonrió a los invitados.
—Gracias a todos por haber venido. Ahora nuestro invitado de honor, el ministro nacional Ole Almind-Enevold, va a dirigirse a Magna, la señorita Ladegaard, la homenajeada.
El anuncio fue recibido con aplausos espontáneos.
Sin dudar, el ministro nacional se volvió hacia la antigua directora y le habló directamente. Su voz podía oírse hasta en Øresund, porque la terraza bajo la Habitación del Rey amplificaba cada palabra.
—El tiempo, Magna. El tiempo —empezó, levantando la vista en dirección a las doce copas de haya que se alzaban hacia el sur en lo alto de la cuesta, detrás de la cabeza de ella—. El tiempo es invisible, es irreal, y hay quien dice que no existe en absoluto. No obstante —volvió a mirarla—, lo decide todo en la vida de una persona. También en la tuya. El tiempo, y su compañera más fiel… —el Rey Absoluto avanzó hasta la directora, hasta quedar a no más de metro y medio de ella—: la añoranza.
El aquel momento, la caída de una hoja habría hecho más ruido que los invitados de Kongslund. Tal fue el ambiente que creó el segundo hombre más poderoso del país con tan solo unos árboles y una terraza, el Cielo y Øresund.
Después echó un vistazo al folio manuscrito, extendió de pronto la mano derecha y dijo:
—Aquí, bajo las hayas, nació hace muchos años una niña espástica. Era la nieta del arquitecto que diseñó Kongslund, cuyas ideas, según el mito, fueron apoyadas por el fundador de nuestra democracia, el rey Frederico VII. El rey solía pasear al atardecer por esta colina, por esta misma colina, por esta playa.
El ministro calló un momento y se volvió hacia la casa vecina; la fachada blanca se divisaba entre la hojarasca verde, y el relato sobre el último rey absolutista estaba en su apogeo. Volvió a levantar el brazo.
—Por esta colina caminaba… el rey bueno, el padre de la Constitución… Y esta casa —señaló con la mano Villa Kongslund— se edificó durante los años memorables en que los redactores de la Constitución dieron forma a la Carta Magna del reino de Dinamarca.
Todos aplaudieron con espontaneidad. Hasta un par de paparazzi soltaron la cámara para aplaudir.
Luego el ministro nacional volvió de nuevo la atención hacia los reunidos.
—En este mismo lugar nació la niña que hoy he elegido para traerle a Martha Louise Ladegaard un saludo del pasado. Espástica, paralítica de nacimiento, incapaz de caminar por los senderos y recorrer las colinas, el bosque y los prados, nacida para ser diferente: repudiada. Podían llamarla fea o desfigurada, incluso deforme, y podía decirse que su destino y su fisonomía eran una carga; pero uno podía fijarse también en su temperamento alegre, en su dedicación y en sus ganas de vivir. Era una niña con una fuerza como la que nos gustaría a todos que aportasen a la vida nuestros hijos, hijos de los que este país no puede prescindir. Y voy a contaros por qué.
El ministro nacional se permitió una pequeña sonrisa. Luego continuó:
—En lugar de compadecerse de sí misma, aprendió a escribir, es la pura verdad. Entre otras muchas celebridades, también acudió a la casa de la colina un hombre llamado Hans Christian Andersen para visitar al abuelo de la niña, el arquitecto, y puede que eso explique su extraordinaria necesidad de contar la historia y expresarse. Puede que le haya ayudado y le haya inspirado, puede que incluso la tomara de la mano con cuidado cuando ella escribió sus primeras palabras…
Llegado a ese punto, el ministro nacional tuvo a bien ignorar que la muerte de Hans Christian Andersen se produjo muchos años antes de que naciera Magdalene.
Luego sacó un pequeño cuaderno del bolsillo y lo sostuvo con la mano derecha para que todos pudieran verlo.
—Al morir en 1969 en este lugar, legó sus diarios a Marie, hija de Magna, la homenajeada, que por desgracia está enferma hoy y por eso no está presente. Quería que leyera un pasaje concreto, pero tendré que hacerlo yo, y el público deberá abstraer el hecho de que mi voz dista mucho del tono suave de Marie, y mucho más del de la mujer espástica que lo escribió.
Unas risas indulgentes se elevaron hacia las copas de las hayas, y el Rey Absoluto hizo otra pausa teatral antes de continuar:
—Es un párrafo que escribió en su silla de ruedas, justo aquí, bajo las hayas, en el verano de 1945, nada más terminar la guerra. Pensemos, mientras escuchamos sus palabras, que tenía una minusvalía grave. Tardaba días en escribir una línea. Se llamaba Anne Marie Magdalene, pero todos la llamaban Magdalene.
Miró un buen rato el papel, y cualquiera habría pensado que tenía un nudo en la garganta.
Empezó a leer:
—«Sin duda, la añoranza me ha acompañado toda la vida. Somos como hermanas, nunca nos hemos separado, y no creo que hubiese podido vivir de no ser por los niños de Kongslund. Corretean a mi alrededor, trepan a mi regazo, me consuelan, sin saberlo, todos los días. Pero también leo la añoranza en sus ojos, y me doy cuenta de que su añoranza es aún más profunda que la mía. Es algo que he aprendido: antes que vivir esa añoranza, prefiero quedarme en mi inmovilidad y conocer mis raíces».
Ole Almind-Enevold dejó de leer. Los invitados se quedaron inmóviles. Hasta el viento pareció quedarse un rato colgando sobre el estrecho, conteniendo el aliento. Una cámara de televisión al hombro estaba grabando, un fotógrafo se puso en cuclillas a la izquierda de la terraza —seguro que deseaba tener las copas verdes de fondo—, y hasta los reporteros esperaban en silencio la continuación.
Se volvió lentamente hacia la homenajeada:
—La añoranza, Martha, ese es el secreto de tu actividad aquí durante sesenta años. Nadie ha luchado contra la añoranza como tú, con toda tu plenitud y presencia.
El ministro nacional levantó una mano, gesto que pareció a la vez amenazante y generoso.
—En estas colinas, entre Øresund y los hayedos que han inspirado a tantos escritores daneses a lo largo de los siglos, vivieron de generación en generación toda una serie de linajes; aquí residían viejas familias distinguidas con apellidos como Kaufmann, Nebelong, Ottosen, Damm, Henriques, Holbek y Michelsen. —Arqueó las cejas como para expresar cierta reconvención—. Y aquí llegaste tú, Magna, con tu grupito de niños daneses corrientes: Jensen, Olsen, Nielsen y Larsen…
El ministro nacional frunció un poco el ceño, como para dar a entender la visión curtida de la vida que tenían aquellas gentes.
—Jørgensen, Hansen, Svendsen… y Pedersen. Tu labor resonó por todo Skodsborg e incluso en Copenhague, y al final por todo el país. Estuviste desde el principio en la asociación ANV, Acceso de los Niños a la Vida, que sigue existiendo y se hace más popular cada día que pasa, y que en estos años está en primera línea del renovado debate sobre el acceso de las mujeres al aborto llamado libre, y desenfrenado, en nuestro país. Pero ¿cuál era el secreto de Kongslund?
Volvió a meter el papel en el bolsillo de la chaqueta y miró a los ojos a Magna.
—Creo que era tu conocimiento sobre la añoranza, Martha. Nadie ha conocido como tú la naturaleza de la añoranza. No fue ninguna casualidad que mandaras pintar los sólidos elefantes azules en las pared de la Sala de Recién Nacidos, porque has protegido, en el mejor sentido de la palabra, a quienes estaban indefensos con tu cuerpo, con el sosiego y la obstinación sólida y temible que caracterizan a una elefanta con su manada.
Un murmullo de risas atravesó el césped. El ministro había tocado un tema peligroso —su tema predilecto en política, con propuestas de limitación al aborto libre—, para luego abandonarlo. Magna —nacida Martha Magnolia Marie Ladegaard— estaba sentada con la cabeza gacha, una sombra roja se había desplegado en su cuello y parecía un gran pétalo de amapola desgarrado contra la piel. Lucía un collar de perlas verde oscuro, y un poco a la derecha del escote llevaba un broche azul. Una amatista.
—Así fue como te convertiste en nada menos que reina de la añoranza, y después en superadora de la añoranza. Y para miles de niños eso significaba que el tiempo podía volver a avanzar. Pero, porque siempre hay algún pero, y como ilustración de ese pero, voy a leer, para terminar, uno de los últimos párrafos del diario de la espástica Magdalene. Está escrito poco antes de su muerte, más de sesenta años después de que escribiera sus primeras líneas.
Ole Almind-Enevold volvió a sacar su papel del bolsillo, lo abrió y se concentró en el texto:
—«No hay persona ni acción que pueda borrar del todo la añoranza. Esta permanece en la oscuridad que nos rodea. Se apacigua con la luz del sol, pero vuelve con la oscuridad. Los niños juegan a mi alrededor, y me muestran con claridad y sin vergüenza que moriré sola, olvidada por todos. Mis preguntas nunca obtendrán respuesta; de todas formas, no tengo a quién dirigirlas al llegar la oscuridad».
Calló sin levantar la mirada, como si quisiera recalcar algo especial. Luego continuó:
—«Todos los años de mi vida he esperado un milagro. No en forma de movilidad física o de más palabras que las que ya me ha dado la Providencia. Tampoco en forma del Gran Amor, de eso ya me han hablado otros. En su lugar, soñé durante muchos años con encontrar una señal de la Divinidad que, como dice la Biblia, todas las personas poseen. Una visión fugaz del altruismo que va más allá de alma y cuerpo. Durante muchos años creí que un milagro así solo podría darse en un lugar lejos de mí misma, o en un viaje que no podía emprender, o en libros que nunca llegaría a leer. Pero el milagro estaba aquí. Se encontraba justo delante de mis ojos, en el jardín, bajo las hayas. Encontré el milagro en la persona más solitaria que he conocido en mi vida».
El ministro calló. No corría la menor brisa. Después leyó las últimas líneas:
—«Eso es lo que he querido contarte siempre, Marie, pero me ha faltado valor en vida. Tú eras el amor que me regaló Dios. Tú eras un resquicio en mi inmovilidad. Eras mi luz. Hasta que no te haces vieja, no ves las cosas simples con mirada clara. Ahora sé la respuesta: cada vez que una persona está sola entre Tinieblas llorando por otra persona, se produce el milagro. Y nos libera».
El poderoso ministro levantó el cuaderno en el aire y volvió las páginas escritas a mano hacia el público del césped, como para celebrar un triunfo nunca antes recordado.
—Una niña abandonada.
Aquel gesto produjo un efecto notable, y los invitados que estaban sobre el césped se quedaron inmóviles, hasta el más joven de los fotógrafos; algunos incluso con lágrimas en los ojos. La solemnidad era una de las claves de la popularidad del ministro nacional; solo el rostro arrebolado de Magna delataba otro sentimiento —tal vez su enfado porque habían descrito en público a su hija de acogida como la persona más sola del mundo—, pero si alguien lo pensó, enseguida se diría que no había sido la intención de Ole Almind-Enevold.
Volvió a hablar desde la terraza:
—¿Y tú, Magna? ¿Has dejado un rastro de añoranza? ¿Has dejado almas que albergan añoranza? Seguro que respondes que sí, porque todas las personas dejan un rastro de añoranza. Y nadie es perfecto.
Retrocedió medio paso y la miró. La roja lengua de fuego parecía el espinazo de un dragón en el cuello de Magna. Sus labios estaban despegados, como si se ahogara. A distancia podía parecer una sonrisa tímida, pero no lo era.
—Creo que es la lección que puede sacarse de tu quehacer y de tu vida, Magna: que la añoranza existe y nunca puede borrarse del todo, pero que puede mitigarse. También yo albergo una añoranza, Magna, y es una añoranza que solo tú y yo sabemos de dónde procede, y que solo un milagro podrá mitigar algún día. El milagro de Magdalene se produjo, al final. Tal vez me ocurra lo mismo a mí. Ojalá.
Las palabras eran enigmáticas, pero las pronunció con un tono que pretendía ser desenfadado, hasta que elevó la voz:
—Y con ese deseo en la mente, pido a los presentes que levanten sus copas y gritemos todos tres hurras por la homenajeada, que lo merece. ¡Por Magna, que ha sido un ángel custodio durante sesenta años!
Una de las señoras sentadas en el banco bajo las hayas susurró:
—Le acaba de decir que la quiere, y que siempre ha vivido con esa añoranza… Qué bonito.
Las otras señoras asintieron en silencio como girasoles bajo la lluvia fina.
En la terraza Ole Almind-Enevold seguía frente a la directora jubilada de Kongslund. Susanne Ingemann se había colocado entre los dos, como si quisiera separarlos. Orla Berntsen se acercó al ministro con una copa en la mano, y en ese momento Nils subió a la terraza y levantó la cámara.
—Me gustaría hacer una foto de la homenajeada con el ministro —dijo con la voz segura que daban cinco premios de fotografía y más exposiciones aún sobre la desdicha humana.
Magna se quedó mirando al fotógrafo tapándose la boca con la mano, como si acabara de atrapar una palabra que ya nunca saldría. Entonces se les acercó Orla Berntsen.
—Hay una llamada para el ministro, del despacho. Y es urgente.
Una mano bajo el codo del ministro, y lo alejó con suavidad del fotógrafo.
Tras ellos apareció el Curandero, como el susurro del viento, pero se detuvo a mitad de las escaleras, y por una vez dejó las cosas como estaban.
La antigua directora se quedó mirando a Susanne Ingemann, quien sacudió la cabeza de forma casi imperceptible y la hizo retroceder con la mirada hacia la puerta del jardín. Entonces se puso en marcha la catástrofe a cámara lenta entre los invitados y subió por las escaleras de la terraza hasta el epicentro del terremoto.
Nils notó la mano pesada en su hombro.
—¡Aparta ese aparato!
El ruido del obturador sonó como un tiro, y a la vez una mano le arrebató la cámara. Luego recibió un puñetazo en la sien, y la manaza tiró de la correa y de la cámara. Dos pasos vacilantes, otro tirón, y la pesada Nikon digital hizo añicos el cristal de la puerta del jardín con tal estrépito que los ciento cincuenta invitados los miraron asustados. Tres altos funcionarios del ministerio se arrojaron al suelo, creyendo que alguien estaba disparando; claro, estaban en plena era del terrorismo, y los tres habían hecho cursillos de supervivencia. Un puño enorme acertó en el diafragma de Nils y le vació el aire de los pulmones.
Knud Tåsing saltó delante del hombretón, que aún agarraba la correa del aparato.
—¿Qué diablos hace? —dijo el periodista con voz trémula.
—¡Puto fotógrafo! —gritó Carl Malle.
Entonces Susanne Ingemann se puso entre ellos, y no había ningún temblor en la voz de la sucesora de Magna cuando dijo:
—¡Basta!
Orla Berntsen seguía asiendo el codo del ministro, esta vez con ambas manos, y era un espectáculo cómico y torpe. El ministro nacional estaba aislado en la terraza, con una expresión de asombro en el rostro. A un par de metros se encontraba Peter Trøst, desconcertado durante un segundo porque no veía a su cámara por ninguna parte y no entendía qué ocurría.
—¡Que se vayan ya!
Carl Malle dio la orden como si fuera un mando policial en una batalla callejera. Se oyeron lloros de niños desde la Sala de Recién Nacidos, y las cortinas blancas de la puerta de la terraza ondearon al viento.
La estrella de la televisión avanzó hasta Carl Malle.
—Esos niños pueden haber recibido un susto del que tardarán meses en recuperarse —se quejó, y la frase pareció fuera de lugar en aquella extraña situación; pero el jefe de seguridad retrocedió un paso, y ambas mujeres y el ministro debieron de entender el gesto, porque un instante más tarde los cuatro habían desaparecido por la puerta rota que daba a la Sala de Recién Nacidos. Orla Berntsen no se movió, como si hubiera preferido ir con ellos, pero tuviera que obedecer una orden que nadie había oído.
Peter Trøst le puso la mano en el brazo.
—¿Qué pasa, Berntsen? ¿Por qué no podemos fotografiar a la homenajeada con el ministro?
El jefe de Gabinete no respondió. El Curandero se acurrucó como una sombra tras su hombro izquierdo.
—¿Por qué no puede verlos juntos la opinión pública…?
El protegido del ministro se quedó mirando al presentador; en sus gafas enormes había pequeñas manchas de vaho o sudor.
—¿Qué pasa con el anónimo? ¿Lo habéis denunciado a la Policía?
Era Knud Tåsing, que se había acercado a Trøst.
Orla Berntsen miró con fijeza a su antiguo enemigo mortal y se sorbió la nariz.
—He grabado el discurso del ministro, pero la verdad es que no he entendido nada. ¿Sabes tú de qué iba? ¿Le has ayudado a escribirlo?
Orla Berntsen volvió a sorberse la nariz. Era difícil saber si el sonido expresaba miedo o desprecio, o ambas cosas. Se quedó quieto ante sus dos enemigos, como si quisiera fundirse con su entorno, y por un momento casi fue invisible.
—¿Qué están ocultando la homenajeada y el ministro? —Era Knud Tåsing otra vez.
El jefe de Gabinete se sorbió la nariz por tercera vez.
—¿De qué iba todo eso de la añoranza…?
—¿Y yo qué coño sé?
Orla Berntsen se movió para dar un paso atrás. El arrebato hizo despertar de su prolongado trance al Curandero, que se colocó entre Orla y su acosador, y se llevó al jefe de Gabinete hacia la entreabierta puerta doble de la Sala de Recién Nacidos.
—¡Alguien se trae algo entre manos en Kongslund! —gritó Knud, con un tono teatral—. ¡Y vamos a descubrir de qué se trata!
Por un momento se había salido de su papel objetivo, y a Peter Trøst le pareció que sonaba casi como un detective aficionado de un cómic. Nils Jensen seguía sentado en la escalera, más asustado que maltrecho por el golpe del expolicía. La estrella de la televisión pensó que todos los presentes se comportaban como niños.
—¿No podemos portarnos como adultos? —se oyó, casi como un eco, la voz aflautada del Curandero. Un segundo más tarde había llevado al jefe de Gabinete a un lugar seguro tras las cortinas ondeantes, y las puertas al jardín se cerraron.
En aquel momento, todas las cámaras estaban enfocadas hacia los participantes en la dramática batalla. Los tres eran periodistas.
Se dieron cuenta demasiado tarde del efecto de las imágenes que saldrían en la primera plana de todos los periódicos al día siguiente.
Se montó un buen escándalo, por supuesto. De hecho uno de considerables dimensiones.
Los medios de la competencia se regocijaron, con el misterio como acompañante sensacionalista del escándalo. Nadie podía decir con exactitud de qué trataba realmente la disputa de la terraza, ya que el ataque del expolicía llegó de manera inesperada, y después él desapareció.
Nadie lo había visto desde entonces.
En Fri Weekend el resultado de la batalla solo podía ser uno, expresado en pocas palabras: «Se acabó la historia», dijo el redactor-jefe de Knud Tåsing, y todos los periodistas sentados a la amplia mesa de reuniones asintieron en silencio como una sola cabeza y un solo cerebro, cosa que sucedía cada vez con más frecuencia. Estaban completamente de acuerdo con su jefe.
Ni uno solo de los presentes, tampoco Nils Jensen, mencionó la posibilidad de interponer una denuncia contra el antiguo policía.
En el Gran Cigarro, el Catedrático movió las mandíbulas como si acabara de terminar una buena comida y sintiera un ronroneo familiar de satisfacción en el estómago lleno.
—Se acabó Kongslund… Se acabó Kongslund, querido Trøst. Una implicación tan personal no es periodísticamente aceptable, pero eso ya lo sabes.
Se oyó su risa retumbar por los espacios de techos altos, hasta arriba, allá por el Noveno Cielo y el Paraíso Terrenal, y hacia abajo, pasando por la Consulta Psicológica de la sexta planta. Todos debían saber que la amenaza contra Channel DK había remitido, y todos debían reconocer que aquella historia retorcida había llegado demasiado lejos. El reportaje sobre la fiesta de aniversario se redujo en las noticias de la noche a un breve plano, con un audio horrible, del discurso del ministro nacional desde la terraza, frente al hogar infantil.
Al día siguiente, salió Fri Weekend con un artículo a dos columnas en la página siete de la sección segunda del periódico. Ni siquiera había una imagen. Todos comprendieron que la historia de las misteriosas adopciones ya no interesaba a nadie. Solo quedaba el escándalo, la pelea entre varios periodistas conocidos y un asesor ministerial.
Por la noche, los tres reporteros fracasados se reunieron en casa de Peter Trøst. Knud Tåsing observó el póster del soldado con la granada de mano sobre un fondo rojo y ladeó la cabeza, burlón, pero no dijo nada. Nils Jensen llevaba una pequeña Leica colgada del cuello y seguía dando la impresión de que le faltaba por lo menos la mitad del oxígeno que necesitaba. Los tres hombres permanecieron un rato largo en silencio.
—Por lo que a mí respecta, voy a seguir investigando —anunció Knud Tåsing por fin, con un lenguaje propio de policía enteradillo. En el exterior oscurecía. Pues claro que iba a seguir. Si el caso se estancaba, iban a despedirlo en un santiamén. La dirección de Fri Weekend estaba ya sometida a una presión enorme—. Hagáis lo que hagáis, veréis el resultado de mis últimas investigaciones.
El periodista abrió la desvencijada maleta de escolar que seguía usando desde sus tiempos de grandeza.
Estaba repleta de revistas.
Peter Trøst encendió la lámpara colgada sobre la mesa, pero siguió callado.
—Mirad esto…
El periodista arrojó una revista sobre la mesa. Era un ejemplar sorprendentemente bien conservado de Ude og Hjemme, con la fecha 25 de mayo de 1961 escrita en una casilla rectangular roja en la parte superior de la portada. En la imagen de la portada aparecía una niña con un vestido blanco de encaje y un gran ramo de fresias amarillas en el regazo. Tanto la niña como las flores estaban recortadas con cuidado y colocadas sobre un fondo azul, y la niña de pelo largo oscuro sonreía con picardía al lector. «Visitamos el mejor hogar infantil del mundo. 25 años», ponía debajo de la imagen.
Peter Trøst miró casi con irritación a su antiguo amigo.
—¿No hemos leído suficientes revistas?
Pero Nils Jensen pasó las primeras páginas de la revista y comprobó que el papel era sorprendentemente fino. En un anuncio ponía en grandes letras azules: «Sigue la lotería, con premios de cuarto de millón», y a continuación venía el reportaje sobre la fiesta de aniversario: «Niña abandonada, inesperada invitada a la festividad». Había una imagen de conjunto del jardín de Kongslund, y por un breve instante podría creerse que correspondía a la fiesta de aniversario de Magna de la víspera, pero luego Peter Trøst cayó en la cuenta de que tanto los vestidos como los peinados de las mujeres de la fotografía eran de mucho antes.
—Esa foto se sacó durante el veinticinco aniversario de la fundación de Kongslund, es decir, en 1961 —explicó Knud—. Y como veis, también aquella vez hicieron la fiesta en el césped.
—Increíble. ¡Saqué una foto desde el mismo punto! —exclamó Nils.
—Sí. Hay cosas que no cambian nunca —replicó Knud Tåsing—. Pero lo interesante en este caso es el texto, la parte del texto que habla de la niña abandonada. Y otra cosa…
Hizo una pequeña pausa triunfal.
—Esta revista está, sin duda de ninguna clase, impresa con los mismos tipos de letra que los que empleó el autor del anónimo en la carta que nos envió.
Por un momento se hizo el silencio.
Luego los otros dos se inclinaron para leer las palabras que señalaba el periodista. Por si acaso, las había subrayado en rojo.
«No obstante, tampoco fue un día de celebración normal para la señorita Ladegaard y el personal a su mando, porque ya desde la mañana temprano un invitado inesperado anunció su llegada. Cuando una de las puericultoras oyó ruido junto a la puerta del anexo del sur y miró, vio un capazo con el bebé más tierno que pudiera imaginarse. ¡Un niño abandonado! La puericultora, Agnes Olsen, señala a Ude og Hjemme que nadie vio cómo depositaban al niño. El bebé estaba muy animado, era sorprendente. Pero la Policía sigue sin saber quiénes son sus padres».
Peter Trøst dijo, extrañado:
—¿El niño?
Knud Tåsing apretó el puño como el guerrero del póster.
—Sí, ¿verdad? Siempre se ha dicho que llegó a Kongslund una niña abandonada, y en el resto de las revistas pone lo mismo: una niña…, es decir, Marie Ladegaard, que años después se convertiría en hija acogida por la directora. Eso es lo que se ha dicho siempre.
—Debe de ser un error tipográfico —dijo el fotógrafo—. Los periodistas que escribían cometían fallos.
—No parece un error tipográfico —sentenció Knud Tåsing—. Pero claro, después de patear kilómetros y kilómetros, di con Agnes Olsen, que vive en Brønshøj ahora, cincuenta años después de aquello.
El periodista sonrió.
—Me puse en contacto con varios viejos conocidos de los sindicatos correspondientes, y ¡zas!, la encontré. Ahora disfruta de una pensión de invalidez, y no tiene hijos. Puede que tuviera bastante con los de Kongslund.
Nadie le rio la ironía.
—Y ahora llegamos a lo interesante. Porque Agnes Olsen recuerda a día de hoy que al principio le pareció que el bebé abandonado era un niño. Entonces le pregunté cómo era que el niño se había convertido en niña en el resto de periódicos y revistas, pero dijo que no tenía la menor idea. Simplemente fue su primera impresión en los escalones exteriores, y aquel día tan ajetreado debió de decírselo al periodista de aquella revista.
Nils Jensen miró a su colega, luego a Peter Trøst, y luego de vuelta a Knud; después formuló la pregunta del millón:
—Entonces, ¿qué?
Knud Tåsing sacó un Prince mentolado de una pequeña pitillera de plata que solo usaba en verano, cuando los paquetes de cigarrillos podían arrugarse en el bolsillo del pantalón. Nils era el único que sabía que en la base tenía grabada la fecha de boda de Tåsing. 8.8.88. Se divorció un año después del escándalo que hundió su carrera.
El periodista encendió el cigarrillo y dijo:
—¿Cómo que entonces, qué?
Peter Trøst tomó la palabra.
—Nos reúnes aquí y dices que vas a continuar, y que han surgido nuevos datos, y te basas en un minúsculo cambio en la información sobre si el bebé abandonado de hace más de cuarenta y cinco años era un niño o una niña…
Se quitó de encima una de las nubes de humo de Knud.
—¿Por qué diablos es tan importante?
—Porque olvidáis que John Bjergstrand era un niño.