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SKODSBORG Y EL REY

12 de mayo de 2008

Kongslund se construyó durante los meses en que se redactó la Constitución, y no habría sido posible sin la inspiración del rey que era querido por todos. Era lo que decía el mito.

¿Y qué mejor sitio que la parcela preferida del Rey Bueno cuando las huestes de decididas señoras de Asistencia a la Maternidad de Copenhague buscaron un edificio adecuado para la descendencia no deseada de los daneses? ¡Ninguno! El propio rey era hijo de una madre de vida alegre, de la que lo separaron ya de niño, y siendo adulto tomó a una mujer del pueblo por ilegítima esposa y disfrutó las distracciones corrientes de la vida diaria; luego decidió subir a los cielos sin dejar heredero, de forma que su rama del linaje real se extinguió, como las carpas del estanque de Dyrehaven, al que le encantaba ir a pescar.

Ah, sí. Kongslund había sido su amor. La Constitución la firmó casi distraído, entre dos excursiones de pesca.

Debía de haber algo que había pasado por alto. Fue lo que pensé durante los días en que el ministerio intensificó la búsqueda del autor del anónimo.

Debía de haber ocurrido algo decisivo antes de que fuera lo bastante mayor para entenderlo, y debió de suceder con tal discreción que no dejó ni una pista que yo pudiera seguir.

Releí los documentos que pudieran arrojar algo de luz sobre el enigma, e investigué hasta los mínimos detalles, esperando encontrar alguna pista.

En los meses siguientes a mi aparición, había en la Sala de Recién Nacidos ocho camitas de madera pintadas de blanco, cuatro mirando al norte y cuatro mirando al sur; eso ya lo sabía. Cuando la sala estaba ocupada al máximo, había ocho pequeños biberones en una estructura colgada del techo, de manera que la encargada de la guardia nocturna podía, mediante un ingenioso sistema a base de cuerdas, hacer bajar uno u otro biberón a un niño agitado, que así podía saciar la sed sin que el biberón cayera en la cama. He oído a Magna negar ante periodistas curiosos el empleo de la estructura de biberones, y más tarde sostuvo que mi preocupación por la soledad de los niños me había emborronado la conciencia, haciéndome ver visiones. «Mi pequeña Inger Marie, ¡has visto cuerdas donde había trompas!», decía, riendo; pero su voz dejaba ver más de lo que ella era capaz de ocultar, y los niños de la Sala de Recién Nacidos compartían secretos mucho antes de que los adultos pensasen que eso fuera posible.

Retrocedí hasta los primeros años de la vieja villa, en busca de alguna señal que estaba segura de que deberían haber dejado en el camino.

El abuelo paterno de Magdalene acababa de terminar los cimientos cuando se produjo el acontecimiento más decisivo de su vida. En lo alto de la colina, encima del solar, estaba el punto de observación favorito del último rey absolutista cuando visitaba su residencia de verano en el cercano palacio de Skodsborg. A mediados del mes de marzo de 1847, tropezó con una raíz y patinó sobre el trasero por la resbaladiza colina hasta chocar con un golpe seco contra el último tocón que quedaba en el solar.

Quiso la casualidad que el temeroso constructor estuviera a los pies de la colina y presenciara la caída del rey. Se acercó asustado e hizo una reverencia. Pero el monarca abrió los ojos y miró los cimientos construidos de una villa grande; así fue como, por una casualidad afortunada, quedó sellada la suerte de la colina. Villa Kongslund terminó de construirse durante los meses en que se redactó la Constitución del Reino de Dinamarca. La casa estaba casi terminada el verano en el que la democracia relevó al rey absolutista en Dinamarca, y el rey participó, siguiendo la tradición, con bastante más entusiasmo en la construcción de la hermosa villa junto al estrecho de Øresund que en la prolija redacción del texto constitucional. Llegaba trotando, algo jadeante, por la arboleda, huyendo de la vida cortesana de palacio y de las aburridas reuniones del Consejo de Ministros, que casi siempre pasaba dormitando; y solía saludar a gritos a los diligentes trabajadores. «¡Qué parcela más preciosa, qué hayas más robustas!», le oía gritar el abuelo de Magdalene, a la vez que tiraba de la pipa y se le quemaban las puntas de los pelos del largo bigote majestuoso. Cuando no tenía tabaco, a veces metía en la pipa hojas y diversas ramitas y fumaba envuelto en una humareda negro-azulada.

—Ya veo que has hecho lo que decías, y has construido al próximo propietario una pequeña habitación entre las torres, con vistas al estrecho y a la costa sueca —resopló el rey desde lo más profundo de la humareda.

—Pero si fue una propuesta de Su Majestad —protestó el arquitecto con la humildad propia de todo súbdito.

—Sí, bueno… —concedió el rey, colocándose bajo las doce hayas de la colina y aspirando embelesado de su pipa favorita—. Hay que ver cómo me gusta este bosquecillo.

En sus diarios, Magdalene reproducía las descripciones hechas por su abuelo de Su Majestad, sentado bajo las hayas, muchas veces con su largo catalejo real dirigido hacia el estrecho y la isla de Hven; al terminar la construcción, el rey regaló su catalejo al arquitecto de Villa Kongslund, en agradecimiento por su esfuerzo. Uno de los últimos días antes de finalizar la obra, apareció Su Alteza Real de entre las gruesas hayas con el gran amor de su vida asida del brazo.

—Este es el palacio del que te he hablado, Louise —anunció, y las ramitas que sobresalían de su pipa refulgieron alegres, haciendo casi imposible divisar su boca tras la perilla y las nubes de humo azul.

—Cuando esta casa esté terminada, entregaré el poder al pueblo —añadió el rey, casi con respeto, como si fuera un niño pequeño lo que presentaba a la ciudadana Louise Rasmussen, quien sonrió a su rollizo y campechano marido.

—Si es así, me parece que las fatigas han valido la pena —dijo ella con cierto aire críptico, como acostumbraba.

Para entonces —y esto lo considero la prueba de que son las mujeres quienes han convertido siempre los actos caóticos de los hombres en algo comprensible, pese a todo— ya había entregado en adopción clandestinamente a un niño, tras una aventura con un chambelán apellidado Berling.

El Rey Bueno murió a finales de 1863 sin dejar heredero al trono; de hecho, hacía tiempo que sabía que era imposible, incluso con la apasionada señorita Rasmussen en la cama, y con él se extinguió, por tanto, el último heredero de la vieja casa real, tras lo cual la nación debió encontrar otra. Casi podría decirse que el país adoptó un nuevo linaje real, a falta de uno natural, biológico.

—¡Marie! —llamaron a la puerta.

Me estremecí. Como muchas veces antes, había entretejido la historia de Kongslund con la solución a mi enigma, sin saber por qué. Y había tenido unas fantasías absurdas.

—¡Sal enseguida! —gritó Susanne desde el pasillo.

Me levanté algo rígida del lugar donde había estado sentada con la mano descansando en el viejo catalejo de Kongslund, y abrí la puerta.

No era habitual ver a Susanne Ingemann en aquel estado.

Su bonito rostro brillaba, como si hubiera subido por una escalinata el triple de larga que la de Kongslund antes de llamar a mi puerta.

Había capeado las visitas, tanto del periódico como de la cadena de televisión, con la tranquilidad que advirtió en ella Magna, y no dio a los periodistas el menor indicio del antiquísimo universo fatídico que había tras los muros de Kongslund. Si habían percibido algún ruido tras las gruesas puertas, Susanne Ingemann las había cerrado con esmero, y si, a pesar de todo, abrigaban sospechas de que la antigua villa guardaba profundos secretos, en los días transcurridos no habían avanzado nada.

Con Carl Malle era diferente, y Susanne no me dio ninguna elección.

—Vas a tener que bajar —explicó, ahora en susurros, como si se hubiera arrepentido de sus gritos.

Malle estaba en la sala que daba al jardín asiendo una taza de té Oolonger, el favorito de Magna y ahora también de Susanne; la porcelana fina quedaba casi oculta en su manaza. Apenas había cambiado desde los años en que era invitado fijo en Kongslund por Navidades y fiestas de aniversario, durante la época de grandeza de Magna. La sonrisa de su rostro bronceado conservaba la franqueza que a través de los años había convencido a la mayoría de que era su sincero y buen corazón de policía el que les ofrecía protección y ayuda, y de que no conocía la traición.

Susanne y yo ya sabíamos que no era cierto.

Se medio levantó de la silla e hizo una pequeña reverencia.

—Marie Ladegaard. Gracias por darme al fin la oportunidad de hacerte un par de preguntas.

No supe distinguir si estaba ya en plan irónico desde el principio de la conversación.

Susanne se sentó en el sofá, de espaldas al jardín y al estrecho, y yo elegí una silla justo frente al jefe de seguridad. A distancia, pero con contacto visual directo.

—Marie —indicó Susanne—, Carl quiere hacerte un par de preguntas en relación con los anónimos.

—No creo que pueda ayudar gran cosa.

Mi tono de voz era de rechazo, pero, para estar segura, emití la frase formal con un ligero ceceo en la punta de la lengua.

Carl Malle me observó un buen rato con el ceño fruncido. Luego dijo:

—Marie, Susanne me ha ofrecido su ayuda para buscar a los niños que de mayores han podido tener relación con…, con este caso. El ministro desea que se investigue todo. La prensa está pasada de rosca. Un ministerio no puede hacer la vista gorda ante algo así. En este momento, los periodistas ven conspiraciones por todas partes.

Abrió la mano y depositó la taza. El último centímetro cayó en el platillo con un sonoro tintineo.

—El autor del anónimo ha tenido la habilidad de enviar sus desatinos a diversas personas que han tenido relación con este lugar. Supongo que también vosotras habréis recibido el anónimo.

El último comentario lo hizo como si se le acabara de ocurrir.

Sacudí la cabeza por las dos.

—No —dijo él.

—Pero ¿cómo puede la Policía recibir ayuda de Kongslund? —pregunté—. ¿Vais a tener acceso a los archivos confidenciales? ¿Registrar la casa?

Mis indignadas objeciones parecían lógicas.

Carl Malle sonrió ante mi enfado; tenía los dientes blancos, fuertes como los de un joven.

—Registrarla no, Marie. Susanne es buena amiga del ministro, y este caso es motivo de incomodidad para los niños a los que Kongslund ha ayudado y protegido durante décadas. Un poco de contacto informal y un poco de ayuda mutua solo puede ser beneficioso; además, ya no soy policía.

Susanne estaba callada, de espaldas al mar, y su semblante pálido quedaba enmarcado en el halo rojizo que la hacía tan atractiva a los ojos de los hombres.

—Unos registros tan confidenciales nunca pueden ser una cuestión de interés común —observé.

—El problema es que aquí no hay ningún registro: han desaparecido.

Yo no dije nada, y traté de concentrarme en ocultar mi satisfacción por la frustración de Malle. Claro, estaban seguros de Susanne y de sus ganas de colaborar. Pero, al fin y al cabo, su aparición como directora de Kongslund en 1989 fue tan poco casual como los nombres de los receptores de los anónimos en mayo de 2008.

—No podemos encontrar nombres ni direcciones de ninguno de los padres biológicos de los niños que estaban en la Sala de los Elefantes en las Navidades de 1961, que venían reproducidos en una foto de la que el autor del anónimo tenía una copia —expuso Carl Malle—. Tú eres la única de la que sabemos de dónde viene, es decir, de ninguna parte.

El expolicía hizo una breve pausa, como si hubiera dicho algo muy divertido.

—Pero ahora es como si todos vosotros fuerais niños abandonados, y eso es lo que nos extraña. ¿Dónde están los papeles?

Dirigió la mirada hacia Susanne, que por supuesto no tenía respuesta.

Y nunca se atrevería a formularle la pregunta de forma más directa en mi presencia. Los tres lo sabíamos.

Pensé en Magna y me permití una sonrisa.

—Némesis —comenté, ceceando claramente las dos eses.

Para mi sorpresa, la insolencia pasó desapercibida. Probablemente Carl Malle no quería arriesgarse a una riña en aquella fase de la conversación. En su lugar, dijo:

—Debería haber partidas de bautismo, copias de partidas de bautismo, o certificados de nacimiento.

Tenía razón. Los niños que no se bautizaban porque su madre biológica desaparecía después del alumbramiento debían llevar al menos una pequeña nota en la que constaba: «Niño sin bautizar, nacido de tal el día tal en el Hospital Central».

Debía poner claro la fecha y el nombre de la madre.

—¿Dónde están? —preguntó el hombretón. Por un momento, sonó como un niño triste que no encuentra nada en la búsqueda del tesoro de una fiesta de cumpleaños.

No respondí, porque no había nada que responder. Sabía mejor que nadie que ya no existían. Que la única pista que quedaba estaba en un compartimento secreto del armario de limonero que había un par de metros encima de su cabeza.

—Y debería haber también otros documentos. Asistencia a la Maternidad redactaba minuciosos informes sobre los padres, tanto biológicos como adoptivos; para aquellas solteronas bondadosas era una cuestión de honor. Así que todo ha estado ahí…, desde la mañana de los tiempos.

Era asombroso lo que sabía de los procedimientos de aquella época. Y el ex alto cargo de la Policía acababa de desvelar una explicación posible para uno de los enigmas con que tropecé pronto, pero que nunca me atreví a mencionar a nadie: ¿cómo había encontrado Carl Malle a Orla y Severin cuando todavía corrían entre los setos de Søborg sin saber ellos mismos que habían pasado su primer año de vida en Kongslund? ¿Cómo había podido localizarlos cuando nadie, excepto sus padres adoptivos y la directora de Kongslund, debería saber nada de su pasado y de su domicilio posterior? Hasta aquella visita siempre creí que, por una vía u otra, había tenido acceso a documentos que estaban en poder de las autoridades, pero su frustración mostraba a las claras que nunca había sido el caso.

Mi siguiente idea era desagradable a más no poder, porque la primera explicación lógica era que la fuente de su estrecho contacto con Orla, Severin y Peter en su infancia era el propio Kongslund… Magna.

Pero me resistía a creerlo.

No creía que mi madre de acogida compartiera de buena gana esa información con un hombre como Carl Malle, que todos aquellos años había sido el colaborador más cercano de Ole Almind-Enevold. Aquello solo dejaba la otra posibilidad, la última, que hasta entonces había descartado por fantasiosa, pero que ahora debía aceptar: habían vigilado de forma descarada a los niños de la Sala de Recién Nacidos; los siguieron cuando abandonaron Kongslund y los espiaron en sus nuevos hogares.

Habría sido bastante fácil de hacer, pero me parecía también bastante drástico.

Por supuesto, fui una ingenua.

La voz de Malle interrumpió mis pensamientos.

—En la segunda mitad de 1961 y hasta la primavera de 1962 solo estuvisteis los siete en la sala, siete niños en total. Y son precisamente las siete parejas de padres biológicos que no logramos encontrar en las carpetas… ni en ninguna otra parte.

Su descripción del problema fue de lo más exacta.

—Como es natural, nos interesan los cinco chicos.

Alcé la mirada.

—¿Qué hubo de especial en la Sala de los Elefantes durante aquellos meses? —le pregunté.

Era una pregunta que llevaba tiempo deseando hacer a Magna; y ahora, por paradójico que parezca, brotaba de mi boca teniendo delante al hombre que me inspiraba una enorme desconfianza, y a veces también miedo. Hasta el punto de que podía provocar el silencio del alto cargo de la Policía jubilado, cosa que ocurrió: y el silencio duró un buen rato.

—¿Qué hay realmente detrás de todo esto? —insistí.

El expolicía recuperó el habla.

—Tú has tenido acceso a los registros…

Me puse rígida.

—No, claro que no.

La respuesta fue tan anodina que podía significar cualquier cosa, y el jefe de seguridad reaccionó enseguida a la provocación.

—Marie Ladegaard: husmear con documentos confidenciales es algo punible.

—¿Por qué habría de husmear con esos papeles? Un niño adoptivo que desea encontrar sus raíces, vale, es posible, puede que hasta probable; pero soy la única de la Sala de los Elefantes que con toda seguridad no tenía ningún papel encima cuando llegó, y, por tanto, tampoco raíces que buscar.

Por un momento se quedó perplejo por lo espontáneo de mi lógica, y solté el aire poco a poco.

Susanne se inclinó hacia delante, envuelta en su halo cobrizo.

—No hay razón para molestar a Marie. No ha tenido el menor motivo para robar los documentos de nadie —indicó.

No podía estar más equivocada.

Pero Carl Malle estaba atrapado en nuestro fuego cruzado; puso la mano sobre su taza de té, que no se rompió de milagro.

—Te estoy muy agradecida por la ayuda que me prestaste aquella vez, Carl —dijo Susanne—. Y conoces mi historia mejor que nadie. Nadie en el mundo me habría hecho aceptar actividades perjudiciales para Kongslund si hubiera podido evitarlo de alguna manera.

Había formulado el final de la frase en un subjuntivo diabólicamente hipotético. Carl Malle estaba noqueado. Si percibía alguna cuestión ilógica, ya no podía expresarlo con claridad.

—Una vez entraron en Kongslund —continuó Susanne—, fue en tiempos de Magna, y registraron el despacho del primer piso y lo pusieron todo patas arriba. Tal vez desaparecieran entonces los papeles. Tal vez no seas el único interesado en ellos.

Carl Malle se quedó mirándola, y por un momento temí que Susanne diera un paso más y lo implicara de forma activa con la sugerencia: «Tal vez hayas registrado ese despacho antes».

Pero, por suerte, no ocurrió tal cosa.

—Esos nombres solo pueden estar en casa de Magna —aseguró, echando así el muerto a su antecesora. Estaba segura de que Magna sabría arreglárselas.

Podría haber mencionado otro lugar: el registro eclesial de la capilla del Hospital Central, donde estaban apuntados muchos de los niños adoptivos de Kongslund. Eran los que llegaban bautizados enseguida, habían nacido delicados y podían morir, o aquellos cuyas madres, inseguras de su decisión, retrasaban la separación definitiva e insistían en bautizarlos antes de que se los llevaran. Pero lo más probable era que ya hubiera estado allí, en vano. Sin un nombre en un certificado de nacimiento —ni una fecha de nacimiento—, al anterior subdirector de la Policía no iba a serle fácil buscar en los registros eclesiales.

Carl Malle asintió en silencio. Debía de tener la sensación de que estábamos confabuladas, sin poder probar el porqué ni el cómo. Hizo un esfuerzo notable por concentrarse. La taza seguía pareciendo un pajarillo blanco bajo su manaza.

—Estoy haciendo un listado de todas las familias que adoptaron niños en aquel período —dijo con lentitud—. Para después buscar los domicilios actuales de los niños.

Hizo una pausa, que duró al menos cinco segundos, antes de proseguir.

—Los anónimos del ministerio y del periódico se enviaron desde la oficina de correos de Østerbro. He encontrado tres tiendas en toda Selandia que venden el tipo de sobres en que se enviaron el formulario y los calcetines. Una está en Østerbrogade…

Hizo otra pausa, igual de larga que la primera.

—En el Gran Copenhague hay muchos niños adoptivos de aquel período, claro, pero eso reduce algo el campo —explicó.

Dicho en otras palabras, que había absuelto a Asger Christoffersen como posible autor de los anónimos, porque vivía en Aarhus. El espigado astrónomo estaba de momento tachado en la lista de sospechosos de Carl Malle.

—Pero no veo que eso nos lleve a ninguna parte —objetó Susanne Ingemann, que había recuperado el color y lucía con orgullo su halo rojo oscuro, como acostumbraba—. Al menos, no hasta que encuentres un motivo que marque la distancia entre los muchos inocentes y el pecador autor del anónimo.

Lo dijo sin sombra de sonrisa.

—No es que me parezca que haya nada malo en escribir una carta a algunas personas que en otra época estuvieron en el hogar infantil, tal vez para ayudarles…

Lo miró con sosiego al otro lado de la mesa, entre la tierra de nadie y las décadas transcurridas, y luego terminó la conversación con una brutalidad inusual:

—Pero estoy segura de que nunca has sentido nada así.

Antes de irse y a pesar del susto, Carl Malle estuvo a punto de pedirme que le mostrara mi habitación. De registrarla. Mirar debajo de la cama, en el armario y en los cajones cerrados con llave. Se lo vi en la mirada.

Pero lo guardó para sí.

Volví a sentir miedo. Malle pensaba tal vez en su próximo paso, y quería estar seguro de su decisión.

Por alguna razón, la absolución de Asger Christoffersen como autor del anónimo me inquietó. Carl Malle podía cambiar de parecer en cualquier momento cuando su pista de Copenhague terminara en un callejón sin salida. Yo había seguido a Asger a distancia; era fácil, porque salía con regularidad en los periódicos, donde escribía artículos divulgativos sobre los enigmas de la bóveda celeste. Yo, que había crecido con vistas a la isla de Hven, enamorada en secreto del viejo astrónomo Tycho Brahe, con su nariz de plata en su observatorio, había leído la mayoría. Estuvo de visita en Kongslund en verano de 1975, justo antes de empezar el instituto y unos años después de que sus padres, en un espectáculo singular, le desvelaran el secreto de su vida. «Eres adoptado».

Yo ya sabía que Susanne conocía la historia, porque en otro tiempo tuvo mucho más contacto con él que yo.

Llegaron a Kongslund hacia el mediodía. Asger y sus padres habían atravesado Dinamarca en medio de una ola de calor que aquel verano hizo que los daneses jadeasen mirando al sol y buscasen las costas por decenas de miles. Tenía catorce años y no recordaba nada de su pasado remoto: ni la casa, ni el mar, ni la mujerona de abrazos maternales, y tampoco el elefante con ruedas japonés o la niña que hacía unas reverencias tan graciosas y le dio la mano aquella tarde. En pocos años me había transformado, mi cabello se había aclarado, y mi madre de acogida, pretendiendo adularme, a veces me llamaba «guapa».

Lo cierto es que me preguntó:

—¿Hemos coincidido antes?

Eran palabras formales, incluso en boca de un chico de catorce años.

Sacudí la cabeza, y no volvió a preguntar. El padre de Asger estaba pálido y dijo que iba a dar un paseo por la playa. Algo después lo vi en cuclillas junto a la orilla, como afectado por el calor. Su madre estuvo tomando té verde con Magna en la sala que daba al jardín.

Lo llevé a la Sala de Recién Nacidos y dije:

—Era aquí.

Y dejé que observara el entorno un momento. Los elefantes azules caminaban por las paredes por doquier; pero fue directo a la puerta de la terraza y se quedó mirando el estrecho.

—Los elefantes han estado siempre aquí —dije para captar su atención.

—¿Eso de ahí es Hven? —preguntó, de espaldas a mí.

Seguí su mirada; pero en aquel momento no miraba a Hven para nada. Su padre seguía acurrucado junto a la orilla, de espaldas. Después Asger se movió de pronto, señaló un punto en el cielo y dijo:

—Tycho Brahe creía que el sol era el centro del universo. Los científicos de todos los tiempos han creído que lo sabían todo en aquel momento. Pero en todas las épocas se han dado cuenta de lo poco que sabían y los fallos que cometían; así que ¿por qué íbamos a saberlo todo ahora? Un día hasta la muerte va a percibirse como una oscura limitación medieval.

Era una afirmación arriesgada, hasta para un chico de catorce años tan listo como Asger. Asentí sin entender lo que quería decir; ya para entonces era la persona más enigmática que había conocido.

—Algunos investigadores opinan que el tiempo no existe —anunció—. Y si no hay tiempo, es posible que tampoco exista la distancia. Y si no hay distancias, el propio movimiento es también una ilusión.

Eran palabras extrañas, incluso en un lugar como aquel, pero las apunté con esmero en uno de mis diarios cuando volví a estar sola. En la playa, el padre de Asger se había inclinado sobre el agua, como si examinara su propia imagen. Era un espectáculo extraño. Asger se alejó de la ventana, y recuerdo que sus ojos estaban llorosos, pero no entendí por qué.

—Me gustaría que fuera así —dijo como en sueños.

—¿Cómo? —pregunté, tonta de mí, y de pronto tuve la sensación de que hablaba de sus padres. Pero si era el caso, su respuesta fue todavía más remota y extraña que las precedentes.

—Que las ideas de uno fueran la única fuerza del mundo —afirmó.

Luego salió corriendo de la Sala de Recién Nacidos y me dejó sola, rodeada de elefantes azules que se balanceaban.

Dos mil novecientos setenta y tres en total.