EL ENIGMA
12 de mayo de 2008
Magna siempre simbolizó la inmutabilidad, la calma y la fachada exterior. Era algo que sus amigas de la Asistencia a la Maternidad de Copenhague suscribirían hasta el día de su muerte.
Cuando esperábamos invitados, yo solía estar, también de mayor, a su lado, disponiendo las flores puestas en agua en baldes y cubos por todas partes, y le pasaba los largos tallos verdes y delgados de las flores, que Magna rápidamente colocaba en fila y golpeaba sobre la mesa de la cocina antes de meterlas en los floreros. Después yo los distribuía en el anexo, en la sala de juegos, en la habitación de la torre y en la Sala de Recién Nacidos, donde en sus cuarenta años de directora jamás se vio una flor marchita o abatida.
Era algo que quienes conocieron a mi madre de acogida podían confirmar: bajo sus cuidados ni las plantas ni las personas sucumbían. Punto.
—Niños de cajón.
La afirmación llegó de una voz seca de anciana, y con un tono que no admitía discusión.
¿Y por qué habrían de discutirlo los dos reporteros? Ninguno de los dos sabía el significado de la expresión.
—Los llamábamos «niños de cajón», y es lo que eran.
Las dos señoritas de edad avanzada estaban hundidas en sus sillones. Dos pequeños cuerpos fuertes descansando en un tapizado de flores grandes, de colores tan chillones que casi herían la vista. Debían de andar por los setenta y tantos, y tenían un relato fantástico que contar, porque ambas habían vivido los tiempos de grandeza de las adopciones en el país.
—En los años sesenta se puso un poco de orden —dijo la mayor—. Pero en los cincuenta teníamos aquellos «niños de cajón», cuando las jóvenes madres entraban en el Hospital Central al amparo de la oscuridad y dejaban a sus bebés recién nacidos, pero no deseados, en un mueble grande que teníamos.
—Una cómoda —aclaró la más joven—. Con unos cajones grandes.
Sonó extrañamente satisfecha.
—Sí —dijo la mayor—. Nacían y eran entregados y puestos en un cajón. Bueno, hasta que se suprimió el sistema.
Sonaba de lo más absurdo. Pero Knud Tåsing y Nils Jensen tenían que creerlas. Ambas habían sido asistentes sociales en Asistencia a la Maternidad durante las décadas en que la asociación acogió a decenas de miles de madres danesas golpeadas por el destino y a sus hijos no deseados, cuando auténticas legiones de médicos y abogados llevaron a cabo con la mayor escrupulosidad posible gran cantidad de adopciones.
En 1961, las dos mujeres se ocupaban de las jóvenes que daban a luz en la sección B de Maternidad del Hospital Central.
—Entregamos en adopción a miles. Les encontrábamos los mejores hogares que podíamos.
—Y cuando se cerraba aquella puerta, la madre biológica no podía ponerse en contacto con su niño nunca más —dijo la mayor, como si estuviera pronunciando una sentencia de muerte, pero de nuevo con un tono extrañamente satisfecho.
—En aquella época no había pastillas anticonceptivas ni dispositivos intrauterinos, y si una joven quería un diafragma, necesitaba permiso de sus padres. Las madres que decidían entregar a su bebé en adopción…, creo que no cabe duda de que nunca lo olvidaron, aunque tal vez trataran de alejarlo de su mente.
—Sí —corroboró la otra, mirando primero a Knud y luego a Nils—. Les dábamos por lo menos tres meses para que se lo pensaran antes de continuar con el proceso, y de hecho la mitad de ellas solía arrepentirse. A las demás las poníamos en el diario, como se decía en aquella época, y después planteábamos casos de paternidad para poder financiar el pago del hogar infantil.
De pronto, las dos se echaron a reír.
—¡Si es que encontrábamos al tipo!
—¿Muchos de los padres desaparecían? —preguntó Knud.
—No le quepa la menor duda… Pero entonces conseguíamos información por otros canales, y todo se escribía en un formulario verde: desde la estatura, peso y color de ojos de los padres hasta antecedentes penales e informes de sus años escolares. Y, si habían estado en la cárcel o presentaban otros problemas sociales graves, tratábamos de encontrar una familia adoptiva muy tolerante para el niño.
La lógica de tal proceder les pareció clarísima a ambas.
Knud alzó la vista de sus apuntes.
—¿Quién venía a por el niño para llevarlo a Kongslund?
—Pues la señorita Ladegaard o la señorita Jensen. Llegaban con un capazo y tomaban un taxi para volver —dijo la mayor de las señoras, que tenía derecho a responder la primera.
—¿Recuerdan algo de un chico cuyo padre o madre se apellidaba Bjergstrand? Ya sé que ha pasado mucho tiempo.
Ambas asistentes sociales sonrieron, condescendientes.
—No, claro que no. Entregamos en adopción a cientos de ellos; qué digo, miles. Pero pueden probar en los registros eclesiales del Hospital Central.
—Ya he pedido a un conocido que los consulte. No aparece nada. No hay nadie con ese nombre.
—O su amigo no lo ha visto; porque no tiene una fecha exacta.
—No tendrán, por casualidad, algún papel guardado de aquella época, ¿verdad?
Otra mirada condescendiente.
—Si todavía existen, estarán guardados en la Dirección General de Derechos Civiles. Ahora se llama Dirección Familiar.
—Pero si los papeles y las anotaciones de los registros eclesiales tampoco están ahí, ¿hay algún modo de encontrar a un niño de aquella época?
Ambas se quedaron pensativas, con la cabeza algo inclinada.
—Bueno, están los certificados de buena conducta, claro —indicó la mayor, y la más joven asintió en silencio—. Porque los padres adoptivos debían presentar a dos personas conocidas que afirmasen que estaban capacitados para adoptar y educar a un niño.
De pronto, las dos volvieron a reír, como si supieran a la vez lo que venía a continuación.
—Recuerdo que hubo un pastor que se puso hecho una furia ¡porque él era bueno por definición, y solo Dios podía juzgarlo! Puede que encuentren una copia en alguna parte.
Rieron de nuevo.
—¿Hay algún otro modo…? —Knud Tåsing hizo un último intento desesperado.
—Después solíamos ir a ver cómo les iba en sus nuevas familias, y escribíamos un informe. Pero claro, para entonces el niño ya había cambiado de nombre.
—¿Saben dónde vive el chico? —preguntó la más joven.
Knud sacudió la cabeza.
—Las familias que se quedaban satisfechas solían enviarnos tarjetas de Navidad. Las colgábamos del tablón de anuncios en Adopciones. Pero hace un montón de tiempo que desaparecieron, por supuesto.
—Además, muchos padres adoptivos nunca dijeron a sus hijos que eran adoptados. Preferían esperar hasta que los niños pudieran comprenderlo. Y la espera se eternizaba. Siempre les decíamos que era demasiado tarde. Incluso después de tres o cuatro años es ya demasiado tarde. En sus mentes y almas se afianza esa impresión de que hay algo que no marcha, y les queda una sensación instintiva de no pertenencia y de que les han mentido. Es algo muy, muy peligroso. Les decíamos que es algo que casi se adquiere con la leche materna.
Las dos ancianas sonrieron. La última frase la habían pronunciado casi a coro. Luego se callaron.
—Pero pocos lo hacían, ¿no?
Era Nils, que intervenía por primera vez.
—Pues sí. Era por la vergüenza de no haber sido capaz de traer un niño al mundo.
La más joven continuó.
—Pero cuando no había problemas con la autorización de adopción, sacábamos los formularios verdes y hablábamos un poco con la familia adoptiva sobre los padres biológicos. Los niños con defectos visibles eran los más difíciles de colocar; entonces les encontraban familias de acogida.
—¿Como Marie, la hija de Magna…, de la señorita Ladegaard?
Las dos ancianas se quedaron paralizadas por alguna razón, y dirigieron a Knud una mirada algo reprobadora, como si acabara de entrar en territorio prohibido.
—¿Conocieron a Marie Ladegaard? —preguntó Knud, mirándolas a los ojos por encima del borde de sus gafas.
—Por supuesto —dijo otra vez la mayor con cautela.
—Exactamente, ¿cuándo llegó a Kongslund? Se dice que era un bebé abandonado.
Una vez más, se comunicaron sin girar la cabeza. Flotaba en el aire la precaución que pareció suscitar el mero sonido del nombre de Marie Ladegaard. Las mujeres, que antes se quitaban la palabra una a otra, se quedaron mudas.
—La leyenda dice que apareció en las escaleras de una entrada lateral de la villa.
Una débil sonrisa. De nuevo la mayor:
—Sí, era un bebé abandonado. Y mañana hará cuarenta y siete años de ello.
—¿Sucedió en un aniversario de Kongslund…?
—Sí, fue el veinticinco aniversario de la fundación del hogar infantil, el 13 de mayo de 1961. Estábamos allí.
Ambas hicieron un gesto afirmativo a la vez, como si se les reavivara el recuerdo.
—Nunca encontraron a sus padres, ¿verdad?
No dijeron nada. Como si la propia pregunta fuera una muestra de estupidez.
Knud Tåsing puso el bolígrafo encima del bloc.
—Así que ¿no desean hablar de Marie Ladegaard? —preguntó.
Las ancianas estuvieron un buen rato sin moverse. Después se inclinaron un poco hacia delante, con un movimiento simultáneo casi encantador.
—No —dijeron a coro, como una sola voz.
Me daba cuenta de que Knud Tåsing iba a encontrar a gente de aquella época, como las dos asistentes sociales, pero no me preocupaba demasiado.
Se lo contarían a Magna, y aquello la tendría preocupada justo antes del aniversario.
En los días posteriores a la visita de los periodistas, había oído a Susanne deambular inquieta por los pasillos, pero ni una vez se acercaba a mi puerta. Tal vez el misterio que nos rodeaba le daba más miedo del que estaba dispuesta a reconocer. Percibíamos que la sombra del ministerio caía sobre Kongslund, y ella debía de saber que aquello iba despertar mi ira más que impulsarme a buscar cobijo. Todos los días, la directora gestionaba adopciones en la planta baja, mientras yo me escondía bajo el caballete, en la Habitación del Rey, y solo aparecía cuando tenía ganas de compañía. Podían pasar días sin que nos viéramos, y no hablamos del caso.
Aquellos días Magdalene me visitaba pocas veces, casi siempre para hablarme de la conquista que había hecho en el Más Allá, y que, como todos los amantes, esperaba durase eternamente: «Estamos sentados bajo las hayas, en un sofá de nogal italiano. Su Majestad me habla de cuando se batió por la patria en la batalla de Isted y perdió un brazo», susurraba, basculando entusiasmada casi noventa grados hacia el suelo, así que por instinto yo alargaba el brazo para asirla. Aunque también mi cuerpo estaba construido como una anormalidad asimétrica, entendía bien la naturaleza de la simetría y su poder sobre las personas. Entendía la diferencia entre el distinto paso por la vida de las personas guapas y feas. Cuando estaba sentada en el jardín con Susanne mirando al estrecho, la veía envuelta en un fulgor rojizo, como si tanto el sol naciente como el poniente se hubieran puesto de acuerdo para cortejarla e invitarla a acompañarlos tras el horizonte, mientras que yo era angulosa y oscura, retorcida de nacimiento, clavada en la tierra como un palo roto, y había vivido en dos mundos diferentes hasta donde me alcanzaba la memoria: uno armónico y otro grotesco, uno para los que quedaban y otro para los desaparecidos, uno con los ojos abiertos y observándolo todo, mientras en el otro los tenía medio cerrados y no soportaba la luz. Adquirí la costumbre de, cuando alguien, muy de vez en cuando, llamaba a mi puerta, volver el lado menos favorable antes de mirar; no quería defraudar a un invitado, menos aún al hombre que Magdalene me prometió que llegaría un buen día. Con doce o trece años encontré un viejo vestido verde en el desván, casi del mismo color que el que llevaba puesto la mujer guapa del cuadro; cuando el hogar infantil estaba en completo silencio y todos dormían, lo sacaba y bailaba conmigo misma frente al espejo, sin hacer caso a las manchas de moho y al tejido reblandecido y lleno de agujeros. «Eres fea», murmuraba el espejo, gruñón; pero no me afectaba, porque me imaginaba que el vestido había pertenecido a una princesa, tal vez a la mismísima condesa Danner.
Durante los años en que crecí en Kongslund, Ole Almind-Enevold, el protector del hogar, era ya una estrella en ascenso dentro del partido, que, con su insistencia en los inalienables derechos sociales y democráticos, se convirtió en el centro natural para el danés medio durante el florecimiento del Estado de bienestar. Cada vez que nos visitaba el ministro, Magdalene giraba resuelta la silla de ruedas y desaparecía en dirección a la casa blanca en lo alto de la colina, como si lo temiera o lo despreciara, o tal vez ambas cosas. Recurrir a un hombre como Ole era un acto instintivo por parte de Magna, mi madre de acogida; me daba cuenta de ello cuando sus visitas se repetían una y otra vez, y percibía, incluso a aquella edad, que estaba en juego la supervivencia del hogar infantil.
Él no tenía tanto poder como ahora, pero era lo bastante poderoso para influir en los conservadores vecinos de Kongslund, que no sentían la menor simpatía por aquel refugio para hijos ilegítimos famoso en todo el país. El joven político cambió poco a poco el estado de opinión y, tanto en el Søllerød Posten como en el Berlingske Aftenavis, convirtió las acciones de Magna en un empeño auténticamente danés, heroico, comparable al suyo propio. Convirtió al «bebé abandonado» en símbolo de aquello por lo que luchaba y con lo que soñaba su partido: la propia lucha a favor de los más débiles. Y aquella campaña me hizo famosa en todo el país durante muchos años. Estaba bien pensada, y probablemente me encerró en Kongslund para el resto de mi vida.
Durante mi adolescencia, los doce diarios de Magdalene fueron mi consuelo. Había uno en el que me detenía una y otra vez. Por la fecha, lo había empezado en febrero de 1966, y comenzaba con una observación tan enigmática que nunca me vi capaz de desentrañar su verdadero significado.
«Han robado a otro más —escribió, y continuaba—: Solo han pasado veinticinco días desde lo de la niña, que después volvieron a encontrar. Lo han dado por desaparecido en las noticias de la radio. Es un chico. ¿Será esa la explicación que he estado buscando? ¿Fue así como llegó Marie aquí?».
No entendía aquello, y me irritaba lo indecible. Me sentaba en la cama e imaginaba a Magdalene ante mí, inclinada sobre el papel y con la cabeza abatida sobre el pecho, poniendo toda su concentración en cada letra. Pero no entendía el contenido. ¿Quiénes eran los dos niños misteriosos robados de los que hablaba?
Cinco años después de mi llegada como bebé abandonado, Magdalene vinculaba por alguna razón el secuestro de un chico en una calle de Copenhague con mi llegada como bebé abandonado. Y estaba claro que le preocupaba:
«Pienso a menudo en la mañana en que llegó Marie a Kongslund, cuando vi a la mujer en la cuesta. ¿Por qué lo hizo de aquella manera, cuando puede entregarse en adopción a cualquier niño dentro del anonimato? Volví a pensar en ello ayer, cuando oí hablar del incidente del chico robado; aunque parezca extraño, me inquieta igual oír hablar de niños que desaparecen sin razón que oír hablar de niños que aparecen sin razón».
Fue lo que escribió, así de incompleto e incomprensible, y no me dejó leer el texto hasta después de su muerte. Cuando pedí una respuesta, no recibí ninguna.
Orla Berntsen estaba de pie junto a la ventana en el momento en el que Carl Malle cerró la puerta tras de sí. Abajo, en el patio, la serpiente alzaba su cuerpo arqueado y escupía sus entrañas a tal altura que rozaban un rayo de sol antes de pulverizarse entre destellos lila y verde. En el patio casi nunca había gente del ministerio, aunque en los ocho bancos cortos se podía almorzar a diario cerca de la serpiente.
—El mundo no penetra hasta tus dominios.
Carl Malle hizo la observación con un ligero aire burlón.
El protector de Orla Berntsen de los tiempos del barrio de casas adosadas de Søborg había envejecido, su rostro estaba más arrugado, y el pelo rizado canoso, pero su aura era la misma. No quería que le llevaran la contraria, no quería cambiar los planes por razones diferentes a las que él conocía y aceptaba. Y, naturalmente, debía tener un plan. Para eso le pagaban.
—¿Cómo van las cosas con el chico tamil? —preguntó el expolicía.
—¿Te refieres al que está detenido en el asilo Norte, del que hablan los periódicos?
—Sí, ese chaval de once años que habéis encarcelado.
Carl Malle sonrió, burlón.
—Es lo que quiere la gente. La gente no quiere refugiados ilegales en Dinamarca, tengan la edad que tengan.
—¡La gente! Tú también has sido un chico de once años, e incluso casi podríamos decir que ilegal. Desde luego, nada deseado, ¿verdad?
Orla Berntsen entornó los ojos. No podía decir a su protector de la niñez que el tratamiento brutal para con el chico tamil se debía también al intento de desviar la atención de los medios del caso Kongslund. Sintió el conocido temblor en las falanges y en las yemas de los dedos; no terminaba de acostumbrarse a la presencia del jefe de seguridad en el ministerio los últimos días, ya que aquel policía entrado en años iba por sistema de despacho en despacho interrogando a todos, desde el más joven de los funcionarios, que se ponía hecho un flan, hasta el Hombre de Grauballe y el Curandero; y también a él.
Todos los días a última hora Carl Malle mantenía con el ministro conversaciones de horas al otro lado de la puerta insonorizada, lo que aumentaba al máximo el nerviosismo en los pasillos y despachos del ministerio. Orla Berntsen era de los pocos que conocía la relación entre el ministro y el anterior subdirector de la Policía. La primera vez que los vio juntos no estaba preparado, y se asustó. No sabía que existiera un vínculo entre aquellos dos hombres poderosos que se turnaron como benefactores de la por lo demás insignificante familia Berntsen, en el barrio de adosados de Søborg.
Los dos hombres se encontraban en aquella ocasión en la estancia del ministerio llamada el Palacio; era una mañana temprano de la primavera de 2001, y parecían estar en medio de una discusión de estrategias para las elecciones que todos pensaban que el partido iba a perder, pero que los estrategas electorales, con el Rey Absoluto al frente, convirtieron en triunfo al anunciar la creación de un nuevo Ministerio Nacional.
Los dos hombres estaban repasando una campaña de diez puntos acerca del predominio de musulmanes en las cuatro ciudades mayores del país, que debía llevarse a cabo en colaboración con la recién establecida Channel DK; Orla consiguió retirarse con tal discreción que solo Carl Malle lo vio.
Su violenta reacción fue inesperada, y no tenía nada que ver con la estrategia política a seguir. Tuvo que tumbarse en el sofá de su despacho y cerrar los ojos, mientras hacía cábalas sobre la relación entre los dos hombres; no la veía y no podía explicarla. O tal vez la explicación estuviera tan cerca que no la veía.
El policía jubilado apareció en su despacho poco después, como si nada hubiera pasado, y respondió gustoso las preguntas que el futuro jefe de Gabinete ni siquiera había llegado a formular.
—¿Que cómo es que nos conocemos Ole y yo? Pues nos conocemos de tiempos de la resistencia. ¿Cómo crees, si no, que ese gnomo habría sobrevivido a los horrores de la guerra?
Carl Malle soltó una carcajada.
—Pero ¿cómo es que vivías en el mismo barrio que yo? —La voz de Orla tembló de forma casi incontrolable.
Carl Malle volvió a reír.
—Bueno, Dinamarca es un país pequeño, Orla, muy pequeño.
Se sentó despreocupado en el borde del escritorio de Orla Berntsen.
—Que yo recuerde, Magna aconsejó a tu madre un barrio apacible en consideración hacia ti, y después sugirió uno que ya conocía de antes, porque yo vivía allí. También a ella la conocía de la resistencia. Pero a mí no me dijo nada. Ya conoces a Magna. No pide consejo a nadie, ¡y a un hombre, menos!
Rio por tercera vez.
Sonaba aceptable, y Orla tenía por aquella época otras cosas en que pensar. Aquellas semanas su madre estaba moribunda en la casa adosada de Søborg. El tumor del estómago crecía sin parar, como si todo el dolor retenido quisiera salir y terminar de una vez. Cuando lo llamaba por teléfono, los silencios podían durar varios minutos, y después Orla se quedaba con la boca tan seca que no podía hablar con nadie; ni siquiera con la Mosca, que podía pasar media hora revoloteando en torno a él, casi invisible.
Al final se mudó a Søborg para cuidar a su madre, que estaba envuelta en mantas en el sillón de orejas azul ajado, mirando al frente. Sus manos eran blancas, con manchas rosas y lilas, y sus dedos temblaban, pero ya no les quedaban fuerzas para llevar a cabo su viaje por el terciopelo desgastado hasta el Centro de la Ira. Ya percibió la muda reprobación de su madre cuando decidió irse a vivir con otra mujer; no dijo nada, pero se quedó sentada en su trono azul con los labios apretados. Tal vez por eso, Orla no quiso casarse con Lucilla mientras viviera su madre, y tampoco se interesó por que las dos mujeres se conocieran. Lucilla, que era cubana y había crecido en la Habana Vieja, junto al puerto de La Habana, percibió el peligro por instinto; se calló y dejó que su pareja y sustento viviera aquellos meses en casa de su madre enferma.
Orla ayudaba a Gurli a acostarse, y luego se retiraba a su viejo cuarto, bajo la imagen del hombre y el chico en la playa con la pelota anaranjada colgando inmóvil entre ellos. Despertaba con la mano derecha encorvada sobre la sábana, como la garra de un pájaro grande. Crujía los dedos y escuchaba el ruido tranquilizador que hacía desaparecer las violentas visiones de sus sueños.
Una tarde le llegó un mensaje después de una reunión: la señora Berntsen había llamado. Era el 23 de marzo de 2001, y cuando llamó su madre no respondió.
Orla salió del ministerio enseguida, no usó la bicicleta, y en el puente de la Bolsa abordó un taxi que lo llevó rápido a Søborg. Era la última hora de la tarde.
Su madre yacía boca abajo en la terraza, a pleno sol, como si durmiera. Si los vecinos se hubieran medio levantado de sus sillas de jardín y mirado al otro lado del seto bajo el tibio sol primaveral, la habrían visto; pero llevaban años sin preocuparse por lo que pasaba al otro lado del seto. Tampoco ahora por la muerte. El hombre del piano, por una vez, se había saltado su sonata vespertina, y por tanto reinaba el silencio en el barrio.
La llevó en brazos hasta la sala y la tumbó en el sofá con el rostro vuelto hacia el sur. Era la dirección en que le gustaba mirar siempre. Algo se movía en el interior de Orla, y se llevó la mano a la tripa. Salió a la terraza donde había encontrado a su madre. Había un mirlo en el portillo del jardín. Entró de nuevo. Pensó en la noche del pantano, cuando murió el Lerdo, en el ojo sobre la hoja de romaza que lo miraba como si quisiera arrastrarlo a las profundidades, en los remolinos azules de la corriente con hilachas de rojo donde la Muerte dejó su huella.
Se sentó en el sillón de reposabrazos gastados de su madre. No recordaba haberse sentado nunca allí. Gurli Berntsen, oficinista jubilada, tolerada e ignorada durante cuatro décadas en el barrio de Frydens Vænge, golpeada por una enfermedad incurable, desplomada en su terraza y muerta.
La Mosca y Lucilla le organizaron el funeral. Orla estuvo sentado en la primera bancada de una iglesia casi vacía. Atravesó la lluvia con las gotas rodando por el paraguas, sonándose la nariz taponada con una desesperación que lo hacía enrojecer de furia. Lucilla lo entendió, por instinto, pero nadie podía ayudar a Orla Pil Berntsen, hijo ilegítimo de Gurli Berntsen.
Se quedó callada.
Orla pasó días en la casa de Søborg. Subió al primer piso y observó las paredes blancas. Se sentó en la cama que había estado recién hecha desde que se fue de casa; miró la foto del chico que lanzaba al aire la pelota anaranjada y el hombre que levantaba los brazos al cielo estirando las manos hacia arriba en un intento eterno de asirla, y las pecas de su nariz se separaron y volaron como cuerpos celestes en el universo en expansión. Estornudó. Cerró los ojos.
Una semana después del funeral, su mundo seguía invadido por las visiones centelleantes que había dejado ella. Durmió en cama de su madre en el primer piso, mientras Lucilla cuidaba en Gentofte de la hija que tenían.
A la mañana siguiente fue al cementerio de Bispebjerg y torció a la izquierda junto a la capilla. Se puso en cuclillas en el pequeño montículo donde yacía su madre. Caían gotas de los álamos. Al anochecer Lucilla, que había crecido en un mundo mucho más extraño que el danés, lo encontró tumbado bajo un pequeño seto detrás de la tumba. Lo salvó con una simple información sobre el secreto más íntimo de la vida. «Estoy embarazada», dijo con el vientre tenso bajo los álamos. Aquella noche se acostaron en la cama de su madre, y el tiempo corrió hacia atrás hasta donde pudo. Lucilla se puso a gritar en la oscuridad del cuarto, como si hubiera visto un fantasma. Se sentó en la cama y miró el espejo ovalado de Gurli Berntsen, con su marco de palosanto pulido y brillante, como si mirase el inframundo. Orla encendió la luz enseguida, pero su madre había desaparecido para siempre. Lucilla lo sacó de la oscuridad y lo cubrió con su cuerpo, completando así el trato que su ángel custodio cerró con el de él años atrás, cuando los barcos ululaban en el puerto de La Habana y dos extraños se besaron.
Por la mañana, cuando Lucilla despertó, él estaba en el sillón de reposabrazos azules. Una vez más, supo instintivamente lo peligroso que era aquello y lo cerca que estaba la perdición.
Al día siguiente le propuso matrimonio.
Se casaron el 7 de abril, solo dos semanas después del funeral, y el futuro ministro nacional, Ole Almind-Enevold, fue su padrino. Un solo periodista supo del acontecimiento y sacó una única foto bien enfocada cuando salían de la iglesia; fue una historia de lo más llamativa: el ministro encargado de los extranjeros y de las expulsiones iba medio paso por detrás de su jefe de Gabinete, que acompañaba a su exótica novia morena al altar cristiano.
La foto apareció en la página nueve de un solo diario de difusión nacional al día siguiente, el domingo de Ramos; pero, aparte de esa filtración, el partido consiguió cerrar ese episodio que, de lo contrario, podría haber sembrado confusión en las filas de futuros votantes.
Es esa ironía a veces absurda del destino que justo aquella imagen fuera, a su manera, la que echara todo a rodar, y se convirtiera en el principio del caso Kongslund y en motivo de la muerte de tantas personas.
Había dejado la casa adosada intacta, e intacta estaba cuando Lucilla dio a luz una hija tardía, y desde entonces había estado deshabitada, aparte de la visita mensual de una empresa de limpiezas.
Pero las últimas semanas el tiempo ha regresado, casi como si los años hubieran decidido retenerlo. Ya no puede abandonar la casa de Søborg, adonde se ha mudado, dejando a su familia.
Después del trabajo va a su antiguo barrio y se sienta en la sala, que no ha cambiado desde entonces. Se sienta en el sillón azul, con las manos extendidas sobre la pelusa blanda. Tiene los ojos cerrados, y a lo lejos el pianista se pone a tocar su sonata de Brahms. Entre los violentos compases oye las palabras que compartió con Severin: «Pereza. Ansia de poder. Mentira. Avaricia. Deslealtad. Arrogancia. Insensibilidad…».
«Indecisión».
Oye su propia voz como un susurro en la estancia.
—¡La indecisión no sirve para nada! —Carl Malle ha irrumpido en su cadena de pensamientos.
Su alma vuela de vuelta al ministerio y aterriza en la silla del despacho antes de que Malle llegue a ver que ha hecho un largo viaje siete años atrás en el tiempo.
—Si tus viejos amigos se ponen en contacto contigo, sobre todo Severin, ¡tengo que saberlo!
Orla Berntsen abrió los ojos y alzó la vista. El viejo policía había sin duda controlado sus idas y venidas, y sabía que había vuelto a mudarse a la casa adosada de su difunta madre —parecía haberse vuelto loco—, y que deseaba separarse de su esposa, como si la separación formal fuera la única respuesta sincera a la separación de hecho. Su trabajo consistía en saber ese tipo de cosas.
Solo un mes después de su boda con Lucilla, Orla visitó a Magna y le hizo la pregunta que Carl Malle antes había respondido con tal inocencia: «¿Por qué fui a vivir al mismo barrio que Carl Malle?».
Para su horror, la respuesta que le dio fue muy diferente a la del policía.
—Sí, también me sorprendió a mí —reconoció Magna—. Pero le entendí a Gurli…, a tu madre…, que un buen amigo le había recomendado el barrio. Y por lo visto también recibió alguna ayuda.
—¿No fuiste tú quien le encontró la casa?
—¡Qué va!
Magna emitió una carcajada profunda desde el fondo de su garganta.
—Solo nos ocupábamos de los pequeños, querido Orla, no podíamos cuidar también de los mayores. ¡De sí mismos debían ocuparse ellos!
Orla nunca desentrañó el juego del que formaba parte. Pero el miedo siguió en su interior en forma de vaga inquietud que podía percibirse por turnos en sus dedos, hombros y músculos faciales. Se daba cuenta de que sus sorbidos de narices iban a más, y temía los apodos que pudiera ganarse en el ministerio.
Trató de telefonear a Magna desde la sala de estar de la casa de su madre, pero ya no respondía a las llamadas. Luego tecleó el número de Kongslund, donde Susanne Ingemann recalcó que Marie Ladegaard no quería que la molestaran, y dijo que no entendía lo que estaba ocurriendo.
—¿Qué voy a saber yo de vuestro pasado? Llegué aquí en 1984 —explicó, y su voz tembló un poco al decirlo. También ella estaba asustada.
Orla se dio cuenta de que la directora mentía.
—He intentado quedar con Marie Ladegaard —aseguró Carl Malle, como si le hubiera leído el pensamiento—. Parece que no está muy ansiosa, así que tendré que aparecer sin anunciarme. Claro que tampoco saldrá mucho de casa.
Orla dejó las gafas en el escritorio ante sí, y el expolicía quedó reducido a una silueta algo nebulosa, vaga. Temía que su viejo aliado de la infancia, con su instinto policial que nunca se jubiló, se diera cuenta de la traición que había cometido unas pocas horas antes. Había abusado de su confianza y traspasado todo límite. Orla Berntsen nunca había creído poseer la necesaria valentía. Pero quizá fuera la locura momentánea el aliado más importante a la hora de la verdad.
Temía que se le notara la traición en la voz, que aún quedara un eco de la locura que lo había impulsado a telefonear a Severin y contárselo todo.
Y apalabrar un encuentro.
Notó el temor en la voz del abogado el mismo segundo en el que se presentó. No era una llamada que inspirase lo que se dice confianza en Søren Severin Nielsen.
Pero al menos respondido al teléfono, por fin. Y, por alguna razón, a pesar de su enemistad de años, accedió a reunirse con él.
Como es natural, no podían quedar en el despacho del abogado, el rostro de Orla Berntsen era demasiado conocido por la serie de reportajes sobre peticiones de asilo rechazadas emitida por Channel DK, donde los periodistas del Catedrático casi lo habían convertido en héroe popular. Si alguien veía al funcionario que con sus propias manos había construido la firme política gubernamental para extranjeros en uno de los pocos lugares de encuentro que había en la capital para refugiados en dificultades, no iba a haber ninguna explicación lógica que ofrecer, y Søren Severin Nielsen quedaría comprometido para siempre.
El piso que tenía Severin en los Lagos también quedaba descartado, porque allí aparecían refugiados y amigos de refugiados sin anunciar su llegada, y de vez en cuando también periodistas a quienes hacía falta un caso humanitario rápido para el aburrido periódico del lunes. Por eso, Orla eligió el barrio que ambos conocían tan bien, y como los padres adoptivos de Severin seguían vivos, decidieron encontrarse en la casa adosada roja de Orla.
Severin llegó con media hora de retraso, claro, colorado por el estrés, con el cabello ralo y un vago olor a las cervezas de perdedor que, como de costumbre, había bebido al salir del trabajo. Dos o tres, según el número de casos de asilo que hubiera perdido durante el día. Orla estiró la mano, pero su antiguo amigo hizo como que no la veía, y murmuró un «hola» en voz baja. Ambos eran hombres desmañados; casi entraron de lado en la casa, sin mirarse directamente. Se sentaron en el sofá donde Orla había depositado a su madre muerta siete años antes, y se removieron inquietos sobre los cojines. Era el atardecer, y el sol producía pequeñas bolas de fuego reflejadas en las persianas medio inclinadas; en el alféizar interior de la ventana había unas figuras blancas de porcelana representando a ángeles alados y campesinas con caperuzas blancas.
Al final, Orla se decidió.
—¿También a ti te ha llegado un anónimo…?
Severin asintió y puso su carta sobre la mesa baja de azulejos.
Se arrimaron, con titubeos, para examinarla, y fue curioso que Orla no sintiera el mismo desagrado por la cercanía corporal de la que siempre huía, ayudado por brillantes y amplias mesas de reuniones. No había tocado a otra persona, aparte de estrechar formalmente algunas manos, desde que dejó embarazada a Lucilla en el dormitorio de su madre, en la cama de Gurli, poco después del funeral.
—El contenido es exactamente el mismo —aseguró Severin, cuyos ojos estaban tan surcados de venillas como su rostro, debido a su certeza de que no iba a llegar ningún equipo de salvamento que asegurase a él y a sus clientes un mundo mejor—: el formulario, los calcetines…, la foto de Kongslund.
Orla Berntsen fue a la cocina a descorchar una botella de vino blanco.
Colocó ante sí las copas en la mesa de mármol y dijo:
—No entiendo qué quiere decir, Severin. O qué cree Fri Weekend que ha ocurrido.
El abogado seguía sentado, mirando el sobre y la carta.
—No creo que el periódico tenga pruebas de que haya ocurrido nada especial.
Como siempre, el juicio de Severin era jurídicamente sensato y sólido, cosa que solo unos pocos relacionaban con un abogado de refugiados con ramalazos idealistas.
—No es seguro que Kongslund entregara jamás en adopción a hijos de gente conocida o tratara de esconder su pasado en un saco profundo para que nunca pudieran volver a encontrarlo.
Severin miró una vez más la singular carta de la mesa.
—En realidad, no es más que una afirmación de Knud Tåsing; antes también ha afirmado otras cosas, como sabes.
Orla iba a hacer crujir los dedos, pero volvió a ponerlos rápido sobre las rodillas, por miedo a que un crujido distractor interrumpiera la conversación.
—Un caso es suficiente —sentenció, aludiendo al formulario con la escasa información sobre el niño apellidado Bjergstrand—. Una entrega secreta en adopción sería más que suficiente. Y tampoco me gusta tener…
Se calló.
—Te refieres a que también tú tienes un pasado que desconoces. —Aquello fue una constatación.
Orla se quedó paralizado, casi sin darse cuenta, pero no dijo nada.
—Temes que tu madre no fuera en absoluto quien decía ser, o que tal vez no fuera tu madre…
Orla Berntsen se levantó del sofá dando una breve sorbida de nariz, sin intentar escondérsela a Severin.
—Yo no digo eso —se defendió—. Ahora está muerta. Pero siempre ha sido mi madre.
Se dio cuenta de lo disparatado que sonaba.
Severin bebió del vino, como hizo en la residencia antes de que simularan confesarse unos a otros, antes de que Orla vendiera su amistad por su acceso a una carrera de alto funcionario con Almind-Enevold.
Orla, sin saber por qué, se había sentado en el sillón azul.
—¿Has intentado alguna vez llamar al número que tenías, el de tu madre biológica?
Las palabras abandonaron la boca de Orla sin que este se diera cuenta.
Severin puso la copa en la mesa. El enigma de la madre de Orla había pasado al olvido.
—¿Cómo lo sabes?
—Me lo contaste una vez. En Regensen.
—No, nunca he llamado.
Orla no dijo nada.
—Era demasiado tarde. Además, tuve a mi propia hija.
—Me dijiste que el número te lo había dado Marie. ¿De dónde lo sacó?
—No tengo ni idea.
—Vamos, que tampoco tú sabes nada. Sobre tu pasado.
Severin cambió abruptamente de tema.
—¿Recuerdas que te hablé de Kjeld?
—Sí.
—Aparte de a ti, solo se lo he… confesado… a mi exmujer. Y jamás me he atrevido a contárselo a mi hija.
Sonrió, como para recalcar el trasfondo irónico, algo disparatado. Se casó en 1988, tuvo una hija y su propio despacho durante los años en que las cifras de inmigrantes no cesaban de subir. Podría decirse que nunca estaba en casa.
—Puede que en realidad fuera Hasse, mi hermano mayor muerto, al que maté en la pradera. Por segunda vez.
Aquello parecía el comienzo de una maniobra defensiva especialmente complicada.
En aquel instante, Orla sintió un deseo inmenso de contar a Severin el incidente que cambió su vida, aquella noche junto al cauce del arroyo, con Poul y Karsten, y el gigante herido bramando de miedo y revolcándose desesperado en el agua cenagosa.
Por supuesto, Severin había presentido todo lo que iba a decir, incluso antes de que terminara el extraordinario relato. Tardó menos de diez minutos en contarlo, pero se dio cuenta de que había conmovido incluso a un experimentado abogado de refugiados que había oído las mayores atrocidades.
—Cuando volvimos, estaba muerto —terminó—. Y el ojo estaba… en una hoja de romaza.
—¿Cómo sabes que fue tu mano la que… —Severin buscó las palabras—, …la que cometió el crimen?
Observó que los dedos de Orla se deslizaban por los brazos del sillón describiendo unos círculos nerviosos, y al abogado no le recordó nada que hubiera visto en su casa, donde su padre reaccionaba ante los problemas caminando inquieto de una pared a otra, de una habitación a otra, mientras su madre estaba sentada en el balcón, soñando la vida de otro niño. O simplemente soñando con Suecia.
—Porque lo tenía en mi interior —dijo Orla, sin saber bien qué quería decir.
—Pudo ser la mano de Poul. Decías que era malo —insistió el abogado.
Los dedos de Orla se detuvieron en los pliegues del terciopelo.
—No. Oí un ruido, y venía de mi interior.
—¿Un ruido?
—Como una cascada… que te atraviesa.
Calló.
Severin frunció el ceño y dijo:
—¿Piensas alguna vez en la gente a la que machacas como funcionario, a día de hoy, sin que sepan el porqué?
Había en su voz una rabia repentina.
El jefe de Gabinete del Ministerio Nacional se levantó del sillón azul y se sorbió la nariz, enfadado.
—¿Qué pregunta es esa?
—Desde que nos separamos, y desde que los primeros refugiados iraníes despertaron en la población exigencias de asilo y permiso de residencia en 1985, no hemos estado de acuerdo en nada, a pesar de que venimos del mismo lugar. Han pasado más de veinte años, Orla. Al principio era mi mundo el que tenía la razón; pero ahora es tu mundo el que manda.
Orla Berntsen se sorbió la nariz.
—Eres tú la mano que surge de la oscuridad. —Se vislumbraba el fulgor de los ojos del abogado en la penumbra de la sala de la casa adosada—. Y no, nadie logra verte la cara ni comprender por qué ocurre. Pero eres el golpe que mata a un chico tamil de once años con la misma seguridad absoluta. ¿Por qué?
Orla Berntsen dio un paso atrás, furioso. Percibió en el abogado fallido el olor dulzón de la derrota.
—Qué melodramático te pones. Porque es lo que desea la gente. Lo sabes tan bien como yo. La gente ha elegido el Gobierno que mejor se lo asegura… y que asegura el futuro protegiéndonos de los extranjeros que amenazan la integridad, con los medios que la propia gente ha señalado. Lo que pasa es que tú trabajas contra eso. Es lo que llamamos democracia.
—Mentira. Uno a uno, todos los daneses defenderían a un chico así. Porque deseamos socorrer a gente necesitada. Ocurrió lo mismo con los judíos durante la Segunda Guerra Mundial. Los ayudamos.
—Los judíos… —Orla percibía el furor incontrolable de su voz y respiraba hondo para evitar las sorbidas de nariz que no deseaba que oyera Severin—. Lo único que quitamos a esa gente son sus raíces y su país. ¿Te gustó acaso haber sido entregado en adopción?
Se daba cuenta de lo extrema que sonaba la comparación, pero no podía detenerse.
—Se marchitan, Severin. Mueren; ¡con la misma seguridad con que murió Kjeld!
El abogado se levantó también del fino sofá de abedul, y por un momento su rostro brilló como una luna roja en la penumbra. Luego dio un par de zancadas y se detuvo en la puerta del vestíbulo.
—Guarda mi carta, Orla Pil Berntsen. Por lo visto, te preocupa más que a mí. No puedo ayudarte. Eres tan cabezota en esta cuestión como en todas las demás. Para mí es un enigma cómo hemos vivido en el mismo lugar, y más aún que hayamos sido amigos. El porqué se me escapa. Pero todo eso pasó hace tiempo. Mañana te llegará mi petición de asilo humanitario para el chico tamil. Piensa en tu propio pasado cuando levantes la mano.
—Está ahí, sorbiéndose la nariz, y se niega a participar en nada que sea constructivo…
No era una palabra que emplease a menudo Carl Malle, pero había abandonado con visible irritación el despacho de Orla Berntsen, y llevaba un buen cabreo cuando entró en el del ministro nacional.
—Estoy convencido de que los cinco chicos de entonces han recibido el maldito anónimo. Hemos interceptado una conversación entre Asger Christoffersen, de Aarhus, y Peter Trøst, de la que se deduce que ambos han recibido el saludo anónimo.
—¿Haces escuchas a una cadena de televisión? —La voz del ministro adquirió un inusual eco de incredulidad.
—Sí, y a un observatorio, que siempre tiene las antenas extendidas, incluso hacia el Universo. A veces es práctico poder recurrir a antiguos contactos, estarás de acuerdo en eso.
Había en su tono un evidente sarcasmo provocador.
—¿Qué le habéis dicho a Susanne Ingemann? —El ministro nacional estaba junto a la ventana observando el jardín del patio.
—Que consideramos el anónimo como el acto de un psicópata, que puede ser el anticipo de algo mucho más drástico. Tal vez un atentado. Terror. Que hay que andar con mucho cuidado en estos tiempos de terror, cuando hasta el Ministerio Nacional recibe amenazas… Y que también Kongslund puede estar amenazado. Bebés saltando por los aires debido a unos musulmanes locos; daría la vuelta al mundo.
—Sí —corroboró el ministro, indignado de pronto—. Vivimos en un mundo espantoso.
Se había olvidado por completo del viejo.
Carl Malle asintió en silencio.
—Estamos investigando el origen del sobre y las letras recortadas, y voy a conseguir los nombres de todas las familias que recibieron en adopción a un niño de Kongslund en aquel período, en los años 1961, 1962. Nos ayuda Susanne Ingemann, aunque no le hace mucha gracia que miremos en los viejos registros…
—¿Y cuando tengas los nombres de esas familias…?
—Entonces encontraremos las direcciones actuales de los niños. Lo más probable es que hayan abandonado el nido hace tiempo, pero en cuanto identifiquemos la zona geográfica del remitente podremos compararla con la lista.
El ministro nacional apretó los puños y ocultó sus uñas manicuradas.
—Carl, tienes que poner patas arriba la antigua Asistencia a la Maternidad. Debes ir a la Dirección Familiar y ver qué puedes encontrar. Ya me encargaré de que no pongan pegas. Sí, ya sé que lo hemos intentado antes, sin fortuna, pero ahora la influencia de Magna ya no es tan grande. Quiero que se investiguen todas y cada una de esas malditas cajas, cada circular, cartera y archivador donde pueden haber guardado algo. Quiero que remuevas todas las piedras, tanto aquí como en el extranjero, en las que alguien puede haber escrito ese puto nombre, John Bjergstrand…, así como cualquier nombre que se le parezca o que sea derivado de él. Debes buscar las familias que adoptaron niños en aquella época, y preguntarles si se han puesto en contacto con ellas personas ajenas que mostraban un interés fuera de lo normal por el niño que recibieron de Kongslund.
Carl Malle sonrió débilmente.
—Vale. Pero en este momento el gran problema es Severin.
El Rey Absoluto cruzó lentamente las manos delante del mentón, y aquel simple gesto pareció en sí reprobatorio.
—Severin —afirmó—. Un chico no querido que ha echado a perder todas sus posibilidades. Un abogado para los perdidos y desesperados, para todos los estafadores y defraudadores que llegan a Dinamarca. ¿Cuál es el problema?
—Se reunieron ayer por la noche, Ole. No estuvieron juntos mucho tiempo, pero se reunieron.
El ministro parpadeó un momento. Tampoco era normal.
—Tengo a un hombre siguiendo a Severin; se fue directo desde su despacho hasta donde vive ahora Orla, que le abrió la puerta. De pronto… —Carl Malle chasqueó dos dedos gruesos— se reconciliaron.
—¿Sabemos de qué hablaron?
—No, pero nos lo podemos imaginar, ¿no?
—Debes ponerte en contacto con él…
El Rey Absoluto se calló. El abogado de refugiados y el halcón del Gobierno en el mismo barco. Podría ser una catástrofe. Carl Malle se puso hecho un basilisco la vez que supo que Ole Almind-Enevold se había ido de la lengua con Orla en la universidad, al contarle que Severin había estado en el mismo hogar infantil que él. Le dijo que había corrido un riesgo enorme.
El expolicía aspiró hondo y dijo:
—Puedo ponerme en contacto tanto con Orla como con Søren Severin Nielsen y ocuparme de que la relación cese. También puedo hablar con Susanne Ingemann en Kongslund, y con Marie Ladegaard, y después iré a Aarhus, ya que Asger Christoffersen está involucrado también. Lo de Trøst podemos dejarlo en manos del Catedrático.
El ministro se recostó en la silla de anticuario. Por un momento, su rostro femenino bien delineado recuperó el sosiego. Ole no era más que un chico larguirucho cuando se conocieron, un chico al que apenas hacían caso los adultos de la resistencia, aparte del hecho de que podían emplearlo para hacer recados y transportar mensajes fulminantes de un extremo al otro de la ciudad. Pensaban que los alemanes jamás sospecharían de un chico tan joven. Ole nunca hizo preguntas, y una vez que se puso en marcha no miró atrás.
Carl Malle jamás pensó que se convertiría en otra cosa que chico de los recados.
La primera vez que lo nombraron ministro, en 1979, el poderoso policía puso en marcha una investigación discreta sobre su pasado, porque corrían rumores de una madre comunista, y en aquellos años no se bromeaba con el comunismo. Los sandinistas habían vencido en Nicaragua, la Unión Soviética sujetaba Europa Oriental con puño de hierro, y el Primero de Mayo se celebraba en toda Europa como día de fiesta nacional, con las calles tomadas por grandes masas de gente. Malle se alió con un viejo amigo de la Comisaría Central de Información, y los dos policías hicieron el trabajo con rapidez y discreción, con un resultado tranquilizador. Sí que era cierto que el recién nombrado ministro creció en una pequeña granja al sur de la ciudad de Vejle, que su padre azotaba a su único hijo con lo primero que encontraba —era antes de la época, algo más indulgente, de las perchas—, y que su madre era comunista ya desde la revolución rusa de 1917, pero nada indicaba que hubiera habido contagio directo. Fue ella quien empujó a su hijo a la resistencia, porque pensaba que los alemanes eran menos peligrosos para él que su imprevisible marido; así que, de manera indirecta, condujo a su hijo hasta Malle.
Carl y sus camaradas cercanos fueron enviados a Copenhague en septiembre de 1943, Ole marchó con ellos, y en Skodsborg conoció a Magna cuando empezó el traslado de judíos a Suecia. Después, estudiando Derecho, conoció a Lykke, y se casaron el día que Ole cumplía veintiún años. En 1957, de Instituciones Penitenciarias le pidieron realizar un proyecto sobre la población reclusa femenina del país y cómo llevaban la vida de la cárcel y, ya desde el principio del estudio, el abogado recién licenciado y con un pasado de brutalidad a sus espaldas desarrolló una tesis muy interesante —y asombrosamente cargada de teoría de género— de que cualquier estancia en prisión dañaba mucho más a las presas que a los presos. Sostenía que ello se debía a la limitación de su posibilidad de seguir el instinto primigenio más antiguo y más fuerte del mundo: la experiencia de la maternidad.
Aquella parte de los apuntes sobre la vida de Almind-Enevold la escribió Carl Malle solo —y luego la escondió—, porque no veía razón para hacer partícipes a otros de hechos que podrían ser su seguro de vida si Ole se enemistaba alguna vez con él. El ambicioso joven abogado y aspirante a una gran carrera política tenía un problema matrimonial cada vez mayor: Lykke y él trataron de tener hijos durante tres años, en vano. Lykke no se quedó embarazada a pesar de sus sueños y esfuerzos.
El joven abogado se ponía furioso por la falta de apoyo de su esposa en aquel ámbito decisivo de la existencia, sin duda porque había soñado tanto con tener un hijo que no podía imaginar una vida sin él, después de una infancia en la que vivió una pesadilla que duró años con un padre taciturno y violento en una casa pobre del medio rural.
Lykke le arrebató la posibilidad de mostrar que todo podía mejorarse. Que los patrones de conducta podían modificarse.
Y precisamente en aquella situación crítica, el Destino se alzó, tan perezoso como siempre, para ocultar sus propósitos, y levantó su mano escuálida, que pareció saludar a los mortales y descreídos allí abajo en el infierno terrenal. Fue en abril de 1960. Una sola zancadilla, brutal e inesperada, bastó. Y hay quien dice que, aunque tanto Dios como el Diablo parecen creados a imagen del hombre, el Destino, con su imprevisibilidad en apariencia caprichosa, es el correspondiente femenino de esos dos hombres rudos.
El Rey Absoluto interrumpió sus pensamientos.
—Carl…, ¿por qué ahora? ¿Por qué justo ahora…?
Carl Malle no respondió.
—Es importante, decisivo que lo sepamos.
El ex alto cargo de la Policía vaciló un momento. Luego dijo:
—Hay una última cosa que no sé muy bien cómo tratar.
Aquello era una confesión de lo más inusual en un hombre de la reputación de Carl Malle.
El jefe de seguridad se inclinó hacia delante.
—Anda por ahí un comisario de policía, bueno, en realidad está jubilado, que se ha dirigido al actual inspector jefe de Homicidios y le ha dado una información que por lo visto tiene que ver con el caso Kongslund.
Ole Almind-Enevold arqueó las cejas. En unos segundos se puso todavía más pálido.
—Por lo que me han informado, ha propuesto a su antiguo colega estudiar con detenimiento un antiguo caso sin resolver acerca de una mujer muerta, una muerte misteriosa en una playa cercana a Kongslund. No sé más. No me lo ha dicho el jefe de Homicidios, sino uno de sus subordinados… que me pasa información.
—Estoy seguro.
—Pero tengo que investigarlo más.
—No te quepa la menor duda.
Fue la última orden explícita del ministro nacional a su antiguo compañero de lucha, antes de que el Destino golpease con una violencia que nadie podía haber previsto.
Carl Malle se levantó sin más comentarios y abandonó el despacho.