EL ÁNGEL CUSTODIO
11 de mayo de 2008
Creo que tanto el caso del chico tamil como el asunto Kongslund provocaban visiones que ni el asesor más listo podía controlar en aquellos tiempos. Al fin y al cabo, somos un país y una gente que hemos crecido escuchando cuentos sobre pobres niños rechazados: desde el de la cerillera moribunda y la niña solitaria bajo la hoja de romaza, hasta el de la beldad del corral de patos y la sirenita que tuvo que dejar el palacio donde el príncipe la había encontrado cuando era una niña abandonada.
La materialización de tales visiones podría generar conmoción, sentimentalismo e indignación, y al final quizá también rabia, y eso era para lo que periodistas como Knud Tåsing y Peter Trøst estaban, de forma consciente o inconsciente, preparados.
Defender a los niños simbolizaba desde antiguo que la Bondad de Corazón seguía alojada en algún lugar profundo del subconsciente nacional.
El primer ministro tosió, una vez más. Su rostro aparecía tan nítido contra la ventana y el cielo azul colgado sobre Slotsholmen que el ministro nacional estaba seguro de que su perfil desnudo podía cortar el cristal. Ole Almind-Enevold sonrió, pero enseguida se tapó la sonrisa con la mano y tosió junto con su jefe, solidario como en los viejos tiempos, cuando el partido era joven y rojo.
El único hombre del reino con más poder que el Rey Absoluto apartó el pañuelo blanco y lo dejó sobre el escritorio. Había en él unas vagas rayas rojas, donde sus labios habían tocado el paño, y el contacto —ambos hombres lo sabían sin asomo de duda— era el precursor del abrazo del que el por lo demás tímido jefe de Gobierno no iba a poder privarse ni liberarse. Sería cuestión de semanas que las rayas se convirtieran en manchas y la tos, aquel ladrido agudo, perdiera fuelle poco a poco. Así era como iba a terminar. El moribundo nunca pronunciaba el nombre de la dolencia que sufría, pero a sus subordinados inmediatos les parecía que había en ella algo infinitamente anticuado, desde la sangre que afluía a los labios hasta la debilitada cavidad pectoral; aquella lenta languidez le venía de perlas a la visión del mundo del jefe de Gobierno, que tras las bellas consignas sociales y democráticas componía el sueño del patriarca de reinar para siempre.
—Antes de seguir, háblame de ese… caso…, el del anónimo y el jaleo del hogar infantil. ¿Cómo se llama…?
—Kongslund.
Era el ministro nacional quien había solicitado el encuentro, y Kongslund no estaba en el orden del día. Era domingo de Pentecostés.
—Eso es —confirmó el primer ministro—. Pero ¿qué interés puede tener eso para la prensa?
—Es uno de nuestros mejores hogares infantiles… Y la acusación no es muy agradable que se diga: haber llevado a cabo una actividad secreta de la que nadie sabía nada —explicó el Rey Absoluto.
—¿Es verdad?
—No. Pero aun así tratamos de encontrar al remitente, y a otra gente de aquella época. Hay que tener en cuenta que subvencionamos Kongslund mediante los presupuestos… Y también hay un fondo especial.
—Bien.
El primer ministro volvió a toser en el pañuelo blanco con el anagrama del partido, y dejó una raya mortal más en el paño.
—Tú has sido una especie de protector de esa institución durante años, ¿verdad?
Ole Almind-Enevold se irguió. La indirecta era tan débil y la amenaza tan sutil que solo podía captarlas quien llevaba décadas siendo el segundo del partido.
—He pedido a Carl Malle, que ya nos ha ayudado antes, que encuentre al autor. Está a punto de hacer un descubrimiento. No cabe duda de que se trata de alguien que ha pasado por Kongslund, como empleado o como niño.
—Bien —repitió el jefe de Gobierno, dejando el pañuelo con manchas rojas sobre la carpeta del escritorio.
Ole Almind-Enevold se quedó un rato mirándolo. Luego dijo:
—Me gustaría informarte acerca del caso del tamil.
—¿El caso del tamil? —El primer ministro tosió aún con más fuerza que antes. Eran palabras que asustaban a cualquier líder político.
—Sí. Me refiero al caso del chico tamil de once años del que la prensa lleva días hablando. Hay que hacer que desaparezca de los periódicos. Ya. Según mis fuentes, detrás del revuelo hay una red malvada, y no podemos darle permiso de residencia como piden los medios.
—No voy a mezclarme en eso, es una cuestión que te atañe solo a ti, como ministro nacional.
Aun moribundo, ningún jefe de Gobierno desearía verse mezclado en el delicado problema de los refugiados; todavía menos tratándose de un niño.
—Enviaron al chico a Dinamarca como punta de lanza de una maniobra a gran escala, en la que montones de niños tamiles no acompañados van a venir a pedir asilo, porque son menores de edad, y después pedirán la reunión familiar con sus padres de Sri Lanka. He podido saber que una gente que conoce el problema piensa ponerse en contacto con el Gobierno danés con el objeto de detener ese ataque a la práctica danesa del derecho de asilo —aseguró el Rey Absoluto.
—Perfecto.
El padre de la patria tosió otra vez. Luego de pronto cambió de tema.
—En cualquier momento puedo estar demasiado débil para continuar, así que debes estar preparado.
Almind-Enevold agachó la cabeza como el hijo del rey junto al trono.
—Por supuesto. Pero soy mayor que tú, y en ese caso llegaría al puesto como el jefe de Gobierno más viejo de la historia del país.
El primer ministro cacareó entre dos toses. Le gustaban las valoraciones sinceras.
—Sí —concedió—. Pero debemos asegurarnos un traspaso sin fricciones a la siguiente generación, y en una situación crítica… —Saboreó un instante la palabra y la cambió por algo con más fuerza todavía—. En una situación de fuerza mayor, no se nos puede reprochar haber nombrado para el puesto durante un período transitorio a nuestro hombre más experimentado.
—Puede que tengas razón.
—Mira alrededor, Ole. El mundo quiere líderes fuertes, entrados en años. ¿Quién ha sido más popular que Reagan y que el presidente Deng Xiao Ping? Comparado con ellos, eres un chaval. Todavía pareces joven, y nunca has tenido hijos que te robaran energía y te hicieran envejecer antes de tiempo con preocupaciones; considéralo una circunstancia feliz. Te queda tu fuerza. Mírame a mí…
La petición se vio ahogada por otro fuerte acceso de tos. No le quedaban fuerzas ni para tomar el pañuelo.
Esta vez su sucesor no tosió con él.
El primer ministro, con la cara roja por el esfuerzo, hizo un gesto con la cabeza a su ministro más cercano, además de consejero.
—Puedes irte, Ole. La próxima vez que estemos frente a frente, tendremos asuntos más importantes en el orden del día.
Tosió otra vez. Las comisuras de sus labios estaban manchadas de sangre. Hablaba de su propia muerte.
Peter Trøst había bebido demasiado vino después de repasar la visita a Kongslund.
Salió de su piso de Østerbro temprano por la mañana, tras dormir unas pocas horas, y estaba vestido con el primer traje del día en el sexto piso del Gran Cigarro, pensando en Magna, que tiempo atrás estuvo en el sendero de entrada y lo sonrió y abrazó como si nunca se hubiera ido. Ahora no se atrevía a responder a sus ruegos por ser quien era.
El teléfono sonó justo cuando iba a descolgar el receptor.
—Soy Asger Christoffersen —dijo una voz muy profunda—. De Aarhus. Has dejado un mensaje.
Se quedó un rato sin decir nada. El nombre le sonaba familiar.
—Comunicación transoceánica… ¿Aló…? ¿Eres Peter Trøst? —Tras las palabras se adivinaba una sonrisa.
—Sí…
Era una señal de estrés. Su cerebro estaba quieto y se negaba a funcionar.
—Has dejado un mensaje. Soy uno de los pequeños elefantes azules… —La voz profunda emitió una risa breve—. Al igual que tú.
La conciencia le volvió en aquel segundo. Aunque lo que aquel hombre sabía de él lo había dejado una vez más sin palabras.
—Marie me lo dijo hace tiempo —dijo la voz con ánimo tranquilizador—. Marie Ladegaard, de Kongslund.
—¿Has hablado con ella? —Vaya pregunta estúpida.
—No desde mi adolescencia. Pero si no quieres que se sepa nada en público, no diré nada.
Peter no reaccionó ante la oferta.
—Quiero reunirme contigo, Christoffersen; lo antes posible.
Sonó rígido sin pretenderlo.
—Creo que no sé nada de ese caso, pero por mí no hay problema.
—Vamos a emitir un reportaje sobre el aniversario de Martha Ladegaard, mañana. Es posible que quiera…, más adelante…, hacer un seguimiento. —Dudó un momento. Sonaba vago—. Es importante.
—Serás bienvenido. Vivo en el observatorio Ole Rømer de Højbjerg. No tiene pérdida, está en el centro de la Vía Láctea.
El astrónomo emitió su risa corta, que sonaba como cuatro pequeños gruñidos. Luego añadió:
—Por cierto, el hombre del ministerio no es el único que recibe cartas; pero tampoco yo se lo he contado a nadie. Y también a mí me pareció desagradable…
Por tercera vez, la estrella de la televisión perdió el uso del habla. No estaba preparado para aquella información, y se asustó. Por alguna razón, había creído que un desconocido de provincias no estaría al alcance del autor del anónimo. Y, claro, se había equivocado; pero aquello hizo que el enigma creciera. ¿Quién podía tener un conocimiento tan detallado que pudiera encontrar a un puñado de niños que solo tenían en común que casi cincuenta años antes estuvieron en una sala concreta de un hogar infantil concreto al norte de Copenhague?
¿Cómo era posible?
Asger Christoffersen debió de notar la sorpresa de la estrella de la televisión, pero no dijo nada.
—Dentro de poco va a venir de visita un grupo de estudiantes. Vamos a estudiar la galaxia Andrómeda.
Volvió a adivinarse una sonrisa en la voz.
—Está muy lejos, así que debo darme prisa. Pero llama un par de días antes de venir; si es que vienes.
Colgó.
Peter tecleó una vez más el número de Magna. Seguía sin responder. Volvió a intentarlo mientras esperaba el ascensor, y una tercera vez justo antes de entrar donde estaban los leones conceptuales, que, como siempre, se sentaban encorvados y medio ceñudos detrás de sus gigantescas coca-colas.
El jefe de conceptos estaba presentando en voz alta los planes de lanzamiento del nuevo «genio danés» de la cadena, un filósofo que sostenía haber encontrado la solución al enigma del tiempo, y que en las tomas de prueba se inclinó hacia la cámara y dijo: «¡El tiempo no existe!», mientras mezclaba con habilidad un montón de conceptos de la física, la filosofía y la cosmología, añadiendo al resultado unas gotas de lenguas extrañas. Aquello lo convertía en alguien muy indicado para los medios, en opinión del jefe de conceptos.
—¡Puede convertirse en un movimiento popular!
—¡Solo existe la distancia! —exclamó el genio en la pantalla que colgaba sobre la mesa de reuniones, tras una barba colosal que cubría un labio leporino grande como un cráter; allí estaba, rodeado de un grupo de fieles discípulos que permanecían sumisos detrás; tres de ellos llevaban barba, y cuatro tenían labio leporino, como su maestro, y todos, a excepción de uno, eran bajos y corpulentos como él. Solo había un hombre alto en el grupo, que quedaba descolocado, y por eso los bajos y corpulentos lo trataban de mala manera. El hombre alto se llamaba Aksel, y los bajos se comportaban con él como si fuera un idiota ambulante. Peter se dio cuenta de que eso les hacía bien, y comprobó una vez más que la televisión, la política y la religión poseían un rasgo común del todo necesario: la constancia en la conformidad. Lo único que exigía era un flujo constante de disidentes que se podían mostrar a los discípulos para provocar su miedo, terror… y furia. La condenación, y solo ella, era el aglutinante del concepto común.
El Catedrático saltó desde su sitio en la cabecera de la mesa y gritó:
—Los jóvenes del sesenta y ocho se rebelaron contra todo y todos, incluso contra sus padres, pero ahora encuentran la mayor satisfacción atreviéndose a decir cosas que nunca habían dicho: «¡Bombardear afganos, devolver refugiados, encerrar a delincuentes, suspender la ayuda exterior, invadir Irak!». ¡Es una enorme satisfacción que les da un regalo fantástico de propina!
Calló un momento, y todo el grupo de cuellos estirados pareció gritar la respuesta a coro, y el Catedrático no los defraudó:
—¡¡Vuelven a sentirse jóvenes!!
Peter vio que los labios apergaminados se movían, y fue como si las palabras llegasen un cuarto de segundo después del movimiento, debía de ser una ilusión sonora. Luego el Catedrático agitó la mano, y la reunión terminó. Hubo ruido de sillas y el pequeño ejército abandonó el local.
El Catedrático hizo señas a Peter. Volvieron a sentarse.
—¿Has pensado sobre lo que te dije?
—¿Sobre Kongslund? —Una simple constatación.
—Sí. No es cuestión de ocultar nada, Trøst. No es cuestión de mi relación con el ministro, y Kongslund me importa un bledo. El problema es airear historias que la gente no entiende, ¡y que son de hace más de cuarenta años!
El Catedrático alargó su cuello torcido hacia Peter, y una extraña expresión astuta apareció en su mirada.
—Es muy bonito que creas en el mito del flujo libre de información, todos esos remolinos impetuosos de imágenes y mensajes; pero todo eso es mentira, y deberías saberlo. En realidad, el flujo de información nos ha ahogado, es el nuevo diluvio universal, y todos nosotros chapoteamos en él flotando boca abajo como buceadores muertos.
El Catedrático sonrió, satisfecho de su curiosa metáfora.
—Todos somos buceadores muertos llevados por la corriente; puede que parezca que nos movemos, pero no es más que una ilusión.
Peter sintió náuseas, como si estuviera a punto de vomitar; o tal vez estuviera ahogándose panza abajo en la grotesca caricatura del Catedrático.
—Deja el caso, Trøst. No va a llevar a ninguna parte.
El Catedrático se levantó y se marchó.
Quizá tuviera razón. No estaba actuando con racionalidad. Había días en que sentía añoranza por los años en que sus padres lo mantuvieron en la ignorancia y, al menos en apariencia, era igual a los demás niños. Un chico sin la información que ahora amenazaba con destruirlo.
En las semanas previas a cumplir trece años, Peter reparó en el extraño ambiente que reinaba en su casa, y supo que se avecinaba algo espantoso; pero, en sentido estricto, ya había percibido la amenaza desde los primeros años. Los niños pequeños tienen intuiciones que los adultos desconocen. Perciben las traiciones antes de que ocurran, prevén una despedida mucho antes de producirse, y echan de menos antes incluso de la separación. En algún lugar de su mente infantil estaba el recuerdo de un mundo que sabía que existía, aunque no lo viera; muchas veces había sentido como si viviera en la casa otro niño, un niño invisible, que lo seguía al jardín y se sentaba junto a él en el banco blanco, debajo del olmo, y copiaba sus mínimos movimientos. Pero cuando dirigía a sus padres una mirada inquisitiva, no decían nada. Laust e Inge pensaron desde el principio que se mostraban cariñosos con él. No eran conscientes de la sensación de dolor que llevaban a cuestas. El dolor se pone las máscaras necesarias para esconderse; se viste de rabia y reproche, de amargura e indiferencia, y, en el caso de Inge, incluso de desprecio hacia las familias con hijos biológicos que les habían llegado como un regalo del cielo. Había en lo más profundo de Inge un sentimiento que nunca reconocería ante nadie: una aversión hacia el niño que cuidaba, acariciaba y acostaba por la noche. Magdalene reconocía el sentimiento como la rabia del ser nonato hacia el niño adoptado; hacia el niño que recordaba a Inge que no había podido ser portadora de vida.
Esa rabia puede existir en la profundidad del alma durante años, y el niño percibe la vaga presencia de peligro. Muchos niños adoptivos tratan inconscientemente de suavizar la amenaza sonriendo, complaciendo a su entorno y mostrando agradecimiento. Muchos nunca llegan a saber que son adoptados, pero en lo más profundo saben que no son bienvenidos, y sonríen, sin saber por qué, al mundo que los rodea.
—Queremos decirte una cosa —le dijo su madre.
Él sonrió.
Había en la mesa trece banderitas. Le habían regalado una copia perfecta del tanque Tigre de la Segunda Guerra Mundial, cuya torreta podía girar trescientos sesenta grados cuando le ponías las pilas.
Tras ella estaba su padre, de pelo rizado y mejillas hundidas que parecían profundas zanjas en un suelo de oscura barba crecida. Todos los días caminaba en silencio por las habitaciones de la casa dando pasos que hacían vibrar las paredes, y a Peter se le antojaba parecido al general de blindados alemán de los tebeos de guerra que describían la campaña del Norte de África. Raras veces hablaba con su hijo.
Más allá, en la sombra, estaban sentados sus abuelos maternos y paternos, y notó en sus miradas un brillo expectante, a la luz de las trece velas de cumpleaños que su madre había clavado en la tarta de seis pisos con crema pastelera y nata batida con pedacitos de bombones de regaliz. Cerró los ojos y oyó el ronroneo de la catástrofe con la misma nitidez que el conductor del tanque Tigre en las arenas del desierto en El Alamein.
—Peter, tú no recuerdas tus primeros años —comentó su madre.
Él escuchó el sonido que se acercaba.
—Queremos hablarte de aquellos años. Estabas en un hogar infantil que hay en Skodsborg, porque…
Inge se calló.
El profundo ronroneo fue subiendo de volumen, y vio a sus abuelos inclinarse hacia delante para no perderse ni una de las palabras decisivas, las palabras que formularon entre todos la víspera mientras comían berenjenas rellenas en la terraza.
—Vamos, que no somos… —empezó su madre. Luego se calló de nuevo y llenó de aire su pecho delicado.
En aquel momento el tanque Tigre apareció sobre la duna y apuntó el largo cañón negro hacia su silla.
—Bueno, sí que somos tus verdaderos padres, pero no te hemos dado a luz…
Vio que el mensaje, como una pequeña nube de humo, abandonaba la boca de su madre, pero no tuvo tiempo de ponerse a cubierto.
—La verdad es que no.
Lo tomó de la mano, que estaba quieta sobre la servilleta, junto a un poco de crema amarilla de la tarta.
Peter esperó el impacto, y por un momento la miró sin verla; pero no sucedió nada.
«No te hemos dado a luz».
Tal vez fuera el momento más decisivo de su vida, pero la explosión no hizo ruido. Solo hubo un cartel que alguien debía de haber clavado en la oscuridad sobre la cabeza de su madre, y que llevaba para siempre el mensaje: «No te hemos dado a luz».
—Pero te queremos.
En aquel momento debió haber adivinado la maniobra ejecutada a la perfección y debió oponerse a aquel intento de no dejarlo escapar. En aquel desesperado segundo debería haber introducido una cuña en el compacto frente de los adultos y haber desgarrado sus flancos sin piedad. Debería haberse echado a llorar entre cafeteras de plata y tazas de porcelana hasta que su corazón ilegítimo se partiera; pero en lugar de eso experimentó en aquel primer segundo de conmoción la existencia de un ser en su interior que ignoraba se encontrara allí: un ser que era mucho mayor que sus trece años, que dominaba el engaño frío, calculado, la representación que está en la base de la actuación de una auténtica estrella.
Se observó con calma a través de la fina malla que separa al sueño de la realidad, y contempló sin pasión su propia reacción ante aquella espantosa información. Presenció el momento de la transformación y comprendió su deber universal de satisfacer todas sus expectativas. Oyó su propia voz, que respondía en tono bajo y sosegado, era el sonido más asombroso que había oído jamás.
—Ya me había parecido, así que no os preocupéis, no importa. Lo importante es que estoy con vosotros.
Deberían haberse extrañado por las educadas palabras que eligió; deberían haberse medio levantado de sus sillas y pedirle que retirase la frase. Aquellas palabras deberían haberles dado un susto de muerte, pero sin embargo su respuesta provocó un suspiro de alivio, y la pura liberación del aire contenido apagó tres velas de la tarta de cumpleaños, dejando los primeros treinta segundos de su nueva vida en un resplandor apagado, fascinante.
Corrieron las lágrimas, pero esta vez de puro alivio, hasta el comandante de la torreta del tanque parecía, a distancia, conmovido, y Peter demostró por primera vez en público su don para percibir lo que otros sentían, su talento para incorporar las esperanzas y expectativas de los demás y reaccionar en total concordancia con ellas.
Sin por ello sentir nada en absoluto.
Aquel talento fue la cualidad innata de su nueva vida, y a partir de ese día se convirtió en su álter ego. En aquel instante nació una estrella.
—Es el día más feliz de mi vida —dijo su madre, emocionada, atrayendo hacia sí a su hijo, que notó los latidos de su corazón—. Después del día en que te recogimos en el hogar infantil. Ay, qué bonito quedaba junto al mar.
Peter sonrió. De alguna manera, había sabido que lo diría. «Los mejores hogares están junto al mar».
Incluso su padre se animó, se acercó a la mesa y lo asió por los hombros con esa torpeza que solo los padres con mentalidad de general de división acorazada —que son los más— pueden mostrar. El resto del día desapareció en la gran simulación creada entre todos, y que ya entonces Peter sabía que lo acompañaría hasta el fin del mundo.
CUANDO TE RECOGIMOS, rezaba el cartel.
Después, en el cálido anochecer veraniego, los adultos brindaron en la terraza por el éxito de la familia, y las voces, atravesando el aire de la noche, subieron hasta Peter, que estaba tumbado sobre el edredón, mirando al cielo por las ventanas Velux. En su rostro no podía leerse si captaba el mensaje de las voces alegres. No podía verse si estaba despierto o si solo estaba dormido encima del edredón con los ojos abiertos, como aprendió a hacer en las Tinieblas de la Sala de los Elefantes y practicó tantas noches que el ser extraño de su interior ya no podía contarlas.
PERO TE QUEREMOS, rezaba el cartel.
Al día siguiente fue en bici a casa de My, a quien había decidido dejar de llamar por su apodo. En adelante iba a llamarse Knud. Había pasado más de un año desde la muerte repentina del rector Nordal.
Knud Tåsing estaba medio enterrado en un gran puf verde, con la cabeza ladeada, sopesando la enorme confidencia de su amigo durante casi un minuto.
Luego habló.
—Es curioso, porque he pensado a menudo si en realidad no me habrían adoptado, si mi madre se fue de verdad a España, como dice mi padre. He pensado si sería realmente mi madre… Y con mi padre, lo mismo. No me parezco nada a él.
Peter permaneció en silencio. Aparte de la estatura, My y su padre se parecían como dos gotas de agua: el mismo pelo rubio claro, las mismas pecas en la nariz y el mismo caminar algo inclinado hacia delante con las manos en el fondo de los bolsillos, pese a que Hjalmar había encogido y no era más que una sombra de sí mismo desde el escándalo del Colegio Privado.
—Probablemente somos los dos adoptados —aventuró su amigo, y esa era la máxima declaración de solidaridad.
Aún recordaba las palabras de su madre cuando lo despertó a la mañana siguiente y le dijo que había llamado la Policía. Knud había encontrado a su padre en el suelo de la sala, delante del póster de Marx, temprano por la mañana, y despertó a un vecino. Pero Hjalmar estaba muerto sin remedio, y Knud estaba solo en la comisaría. No tenía familia con la que ponerse en contacto en esta encarnación.
—Ha sido un ataque al corazón —informó Laust.
Peter asintió en silencio. También su corazón casi se había detenido. Por supuesto que era el verdadero padre de Knud. En aquel momento sintió una rabia que lo asustó tanto que casi se quedó petrificado en el vestíbulo, frente a su padre.
«Te queremos». La frase continuaba dando vueltas en su cabeza como una canica que rebotase sin parar de pared en pared.
—¿Quieres venir a la comisaría?
Peter no respondió.
—Puede vivir con nosotros. Está solo en el mundo.
Fue un momento que no debe envidiarse a nadie. La gran decisión vital a la que se enfrentan de pronto las personas, en la que no pueden correr a la izquierda ni a la derecha, retroceder ni continuar como si no hubieran oído nada.
No dijo nada.
Laust miró un rato largo a su hijo, y luego hizo un gesto afirmativo, como si hubiera recibido una respuesta.
—He llamado al trabajo y me han dado el día libre. Voy a la comisaría.
Pocas veces decía más de dos frases seguidas.
Peter se vistió y salió con la bicicleta. Cuando ya no podían verlo desde las ventanas, torció a la izquierda, pedaleó hacia el bosque y se sentó en uno de los tocones del claro fruto de su tala del otoño anterior. Llevaba meses sin pensar en el incidente, en la humillación del padre de My ni en el patio de la escuela vacío en la oscuridad; ni en la tormenta de nieve y la pesada motosierra, que no arrancó hasta el tercer intento.
Nunca contó a My —Knud Tåsing— lo que hizo, y tampoco iba a decir a nadie lo que ocurrió entre él y su padre justo antes de que Laust fuera solo adonde estaba Knud. Apenas podía entenderlo él mismo. La traición había sido de dimensiones tan enormes que nada podía excusarla. Tuvo que esconder el secreto más hondo aún que el secreto del tilo. Knud Tåsing tenía un tío en la isla de Ærø, y de momento iba a vivir allí. La noche que partió, Peter soñó que el rector Nordal se le acercaba respirando con pesadez en la oscuridad; en sueños, el rector se alzaba sobre su cama con largas ramas sobresaliendo de sus mangas vacías, y su aliento olía a mantillo, a lluvia y a hojas podridas (no había mejorado mucho tras varios meses muerto). A la mañana siguiente, Peter escondió la camiseta del pijama en lo profundo del armario para que su madre no percibiera el hedor.
Fue por aquella época cuando se hizo adulto de una vez por todas y siguió el rumbo que lo condujo a la sexta planta del palacio televisivo de las afueras de Roskilde.
Se quedó frente a la ventana panorámica con los ojos cerrados, y se imaginó al hombre adulto llamado, como los hombres que desafiaron la noche polar y sucumbieron en el intento, Knud Mylius Tåsing. Extraños motivos hicieron que los dos chicos se reencontrasen más de treinta años después para desentrañar el enigma representado por un nombre que ninguno de ellos había oído nunca.
Resumió el caso para sí una vez más. Habían recibido el anónimo por lo menos él, Orla Berntsen y Asger Christoffersen, y probablemente también los otros dos chicos que, según el pie de foto de la vieja revista, estaban en la Sala de Recién Nacidos en las Navidades de 1961. El autor del anónimo, que de alguna manera los había encontrado de adultos, debía de pensar que uno de los chicos era John Bjergstrand. El contenido de la carta era una simple petición para investigar el pasado: el receptor que no pudiera encontrar a sus padres biológicos tendría que ser el misterioso chico que tanto interesaba al autor del anónimo.
Peter Trøst no era un hombre valiente y, de no haber estado Knud Tåsing, no habría dado un paso más. Abrió los ojos y fijó su mirada en el oeste. La clave debía de ser Magna. Aquella Magna que de manera tan evidente llevaba días sin querer hablar con nadie. Debía de haber testigos de entonces, enfermeras, puericultoras, comadronas, asistentes sociales… Y Knud Tåsing iba a encontrarlos uno a uno. Había heredado la obstinación de su padre.
Pensar en la enorme villa marrón le producía escalofríos, como si un batallón invisible de demonios del pasado hubiera caminado con él. O tal vez fuera solo el viento que llegaba del fiordo y aullaba a su miedo mientras rodeaba el Gran Cigarro. La noche en que vomitó en los matorrales sin saber por qué, también él, como los demás miembros del equipo, vislumbró una figura entre los troncos de los árboles, un ser encogido que pareció observarlo antes de desaparecer.
«El Ángel Custodio de Kongslund», susurró una voz en su sueño. Era absurdo.
Miró hacia los pueblecitos con nombres extraños allá a lo lejos. Por supuesto que estaba traumatizado. Recordó las noches en que yacía con las manos ocultas en la oscuridad bajo el edredón, para que nadie viera lo que habían cometido aquella noche en el Privado. El olor a mantillo. La certeza de la podredumbre y, recortada contra la luz de luna de la ventana del techo, la silueta nudosa del rector Nordal.
El hombre al que había matado.