LOS ELEFANTES AZULES
10 de mayo de 2008
El aniversario se acercaba, solo faltaban tres días, y yo percibía la tensión que se había apoderado tanto del ministerio como de los reporteros que iban detrás de la conocida historia del posible Pecado Original de Kongslund, que toda la nación seguía con interés. No parecía que nadie pudiera detener el proceso.
Hace muchos años, la víspera de una despedida más y antes de las primeras estrofas de la antigua canción, le hice a Magna la pregunta que siempre había deseado que respondiera: «¿Cuántos versos tiene?». Y mi madre de acogida respondió: «¿Cuántos debería tener?».
«Dos mil novecientos setenta y tres», respondí sin titubear, y advertí en su mirada un espanto repentino, como si una niña tan pequeña no pudiera imaginar cifras tan grandes. Después dijo: «Nuestra canción seguirá toda la eternidad, Marie, también mucho después de que tú y yo llevemos tiempo muertas».
Me quedé hundida por el peso de aquella enorme confidencia. Como puede comprenderse, la respuesta no me tranquilizó lo más mínimo.
El seguimiento diario de la noticia en la página tres de Fri Weekend se cubría con una mano, y a juzgar por la mirada descontenta del redactor-jefe, era demasiado poco.
El asunto Kongslund corría el peligro de perder fuelle antes de arrancar de verdad.
Era un día frío en el que el viento corría por las calles y avenidas de la ciudad y por el antiguo puerto, donde la Casa de la Prensa, con sus grandes ideales de libertad, igualdad y tolerancia, paradójicamente, había supuesto el final de los viejos pasotas de las casas-barco que se alineaban en el Muelle de las Brumas. La Policía se los llevó a todos y acabaron en la trena, y nadie volvió a pensar en ello. Knud Tåsing se apresuró a cobijarse bajo el edificio negro de cinco pisos que se alargaba por la dársena del puerto y que siempre le hacía pensar en un bloque de construcción enorme que una torpe mano infantil, algo distraída, hubiera rechazado. El redactor-jefe lo miró en silencio, y por un momento se vio como un ratón en una ratonera que, por supuesto, disponía de queso, pero no de salida, y era posible que los soñadores expulsados dejaran caer una última maldición vengadora, porque nada parecía ir bien en el achacoso proyecto de periódico. La energía vital se filtraba desde la redacción con un pequeño, aunque evidente, gluglú, a medida que las tiradas bajaban y bajaban, y el redactor-jefe era el tercero en solo siete meses que se encargaba de las noticias nacionales.
—Si no hubieras tenido tu reputación de épocas pasadas, esto no habría sido noticia —le dijo a Knud Tåsing, mostrando así a todos los presentes su descontento por el titular del día: «Antigua directora calla sobre el asunto Kongslund». No podía negar que Knud Tåsing había sido una estrella en su vida anterior, pero nunca le pareció que la implicación casi personal del periodista en los casos que había cubierto fuera profesional ni aceptable.
Channel DK había emitido aquella mañana los primeros avances de un documental de actualidad sobre Kongslund programado para el 12 de mayo a las ocho de la tarde. Solo faltaban dos días y, cinco días después de que arrancara el caso, era lo único que lo hacía interesante.
Por eso era necesaria una cobertura continua.
—¿Saben algo que nosotros no sepamos? —preguntó el redactor jefe, de manera más tradicional imposible. Llevaba corbata, algo cada vez más popular como símbolo de que habías dejado atrás la época soñadora y saludabas a una realidad que se componía de un paño mucho más resistente y rutinas seguras y bien planificadas.
—No lo sé —confesó Knud Tåsing. Había convertido otro paquete de cigarrillos en una bola arrugada verdiblanca y la observaba al detalle. El resto de periodistas guardaban silencio, expresando la resignación que se había asentado en la mesa de reuniones de la enorme sala de redacción, donde cada vez había más escritorios vacíos a causa de la sangría económica del diario.
Nils Jensen entró y se colocó junto a uno de los tabiques separadores verdes, que era demasiado frágil para poder apoyarse en él. Llevaba al hombro su cámara Nikon.
—Esa fiesta de aniversario… ¿Podemos sacar algo de ella? A mi entender, la «gran revelación» no va a producirse. Debemos reconocer que no hay tal cosa —sentenció el redactor-jefe.
Knud Tåsing catapultó con el dedo la bolita cubierta de celofán, que desapareció por el borde de la mesa.
—No estoy de acuerdo, y trabajo en el caso, pero están poniendo obstáculos en el camino.
Sonaba de lo más formal.
—No puedo ponerme en contacto con la Dirección Familiar, la antigua Dirección General de Derechos Civiles. He enviado peticiones de acceso a actas, he pedido ver antiguos archivos, contratos de trabajo y pagos de salarios, todo lo que supuestamente deberían tener, para poder encontrar a antiguas empleadas. Pero nos bloquean.
—Empleadas que probablemente murieron hace tiempo, puesto que nadie se ha dirigido a nosotros para ofrecernos ayuda —sostuvo el redactor-jefe, al que no habían contratado por su talento para desarrollar ideas, sino por una promesa de hacer subir la productividad con cada vez menos colaboradores.
—Quizá porque no son precisamente lectoras asiduas de este periódico, si es que quedan lectores —respondió Knud.
El redactor-jefe apretó sus enormes puños, como enfadado.
—Abstente de hacer ese tipo de observaciones, Tåsing.
Dirigió una mirada al fotógrafo, que todos sabían que era medio amigo del periodista, pero Nils Jensen se limitó a mirar al suelo.
—Nos han confirmado que el formulario y los calcetines de niño son de aquella época. Y vamos a reunirnos con dos asistentes sociales de la antigua Asistencia a la Maternidad, que tal vez puedan arrojar algo de luz sobre lo que ocurrió en Kongslund en los años sesenta; es con lo que vamos a salir mañana —comunicó Tåsing.
—¿Y qué dicen esas dos señoras? ¿Las asistentas sociales?
—Como es lógico, no las he presionado por teléfono. —Knud Tåsing miró con fijeza al redactor-jefe—. Habría sido una estupidez.
—Desde luego, eso nos asegura que no tenemos ni idea de qué contar mañana. Si es que hay algo que contar.
Los doce silenciosos periodistas reunidos en la mesa lucieron una débil sonrisa en sus rostros nerviosos.
—Eso garantiza que no sientan miedo, ni que hablen con otros que tal vez las convenzan para cerrar el pico.
Knud Tåsing se levantó de su silla de repente.
—No me extraña que este periódico esté a punto de hundirse. Quizá a los ilustres señores de arriba —levantó una mirada hacia la panóptica sala de dirección en la que antiguos revolucionarios juveniles y líderes sindicales trataban entre todos de evitar el hundimiento de su último altavoz— no les parezca una buena idea molestar a sus viejos amigos del partido y del Gobierno. Quizá debamos seguir siendo casi un periódico del Gobierno, que cuida contra viento y marea los buenos lazos de antaño.
El redactor-jefe se levantó tan rápido que derribó la silla.
—Escogemos los reportajes siguiendo criterios de relevancia, ¡ya lo sabes…!
—Sí, pero la relevancia tiene también ojos y oídos, y percibe mejor que nadie cuándo la dirección se torna peligrosa.
—En otra época fuiste un hombre admirado, Knud Tåsing, también por mí; pero después sucedió algo, ¿verdad? Y digo expresamente: quizá…, puedes pensar sobre la cuestión…, quizá eres tú el mayor obstáculo para esa historia que tanto aprecias.
El redactor-jefe aspiró hondo.
—Porque ¿quién carajo va a creerse una historia procedente de un hombre que cometió un error tan garrafal que costó la vida a dos niños? Quizá sea esa la señal que oigo de arriba, de abajo y en mi propia mente. ¿Quién coño va a arriesgar el negocio y la propia existencia del periódico sobre esa base?
Knud Tåsing palideció y se quedó como si alguien hubiera absorbido el oxígeno del aire que lo rodeaba.
—Vaya.
La palabra salió de sus labios y desapareció al cabo de un segundo.
Entonces se oyó una voz procedente del tabique separador.
—Ya nos las arreglaremos para sacar una historia para mañana.
Tranquilizador. Era el fotógrafo, que nunca solía intervenir, sobre todo si había muchos periodistas presentes.
Todos lo miraron. Sorprendidos.
Nils Jensen, que por lo demás solo hablaba en imágenes, y que había dicho a Knud que la historia era sensacionalista, dijo:
—Mientras Channel DK le dedique tiempo, la gente va a mantener el interés, al menos hasta la fiesta de aniversario, y entonces tal vez ocurra algo que nadie haya previsto.
Tenía una expresión algo sorprendida en el rostro. Pero no podía saberse si se debía a su repentino monólogo, o a que, como en una súbita revelación, percibía lo profético de su predicción.
El técnico de sonido apagó el motor y abrió la puerta de la unidad móvil. Salió y miró alrededor.
Peter Trøst se quedó un rato en el asiento trasero. Aunque las pautas de producción de los canales de la competencia exigían cada vez mayor efectividad en las tomas de exteriores y, por tanto, cada vez menos gente en las unidades móviles, el jefe de informativos y entretenimiento de Channel DK trabajaba siempre con técnico de sonido, cámara y ayudante de producción, como en los viejos tiempos.
Peter Trøst se recostó un rato y cerró los ojos. En el camión siempre solía sentirse a la perfección justo antes de grabar. Disfrutaba el olor a cuero y goma, los aparatos encendidos y el humo de cigarrillos flotando entre ellos; la sensación de que todo estaba encendido, preparado para la acción. El Chevrolet de Channel DK era más bonito y más caro que la mayoría de camiones del ramo, y tenía más equipamiento y más potencia de emisión que cualquier otra unidad móvil del país, ya que estaba pagado por la generosa cadena matriz de Estados Unidos.
Salió y cerró la puerta, lentamente, casi en silencio, como si temiera que el ruido fuera a despertar a alguien dormido en los matorrales bajo las hayas, pero no se veía ningún movimiento, ni había nadie a la vista.
Alzó la mirada. La casa estaba como la última vez que la visitó, a las pocas semanas de cumplir dieciséis años. Su madre, como acostumbraba, asió su mano derecha y dijo con voz empañada: «Este fue tu primer hogar, Peter. No lo olvides nunca». Durante la mayor parte de su vida, sus padres no hicieron otra cosa.
La víspera había estado en la villa de Rungsted junto con su madre, viendo en la tele un reportaje emitido de las colinas de Rebild, donde un grupo de pieles rojas con pinturas de guerra del grupo de teatro Solvognen atacó a unos doscientos ciudadanos respetables que festejaban la independencia de Estados Unidos. Fue la primera vez que se dio cuenta de que una simple idea convertida en acción, y después en imágenes, podía abrir de par en par las grandes puertas televisivas y llegar a todos los rincones de Dinamarca. El milagro no era la propia acción, sino que el mundo se abriera de forma tan incondicional. La última vez que visitó Kongslund fue también el día en que decidió ser periodista de televisión.
Hizo una seña al técnico de sonido, que apagó el cigarrillo. La ayudante de producción ya estaba en la escalera, llamando a la puerta con el puño cerrado, pese a haber un timbre a la izquierda del marco. El sonido dejó un eco, como si la villa respondiera con desgana desde lo más profundo de su alma cubierta de hiedra.
Según Magna, Peter nació en el Hospital Central de una desconocida que lo trajo al mundo una tarde hacia las siete, y justo después permitió que lo sacaran del lecho y de la habitación. Lo colocaron en una cama, en total oscuridad, como si fuera un paño fino doblado, demasiado frágil para tocarlo. Lo abandonaron en un mundo que no tenía principio ni fin, en el que había que tener el oído bien aguzado para oír el apacible trajinar del Señor al otro lado de la pared.
Nueve meses más tarde lo adoptaron sus nuevos padres. Le pusieron de nombre Peter Troest Jochumsen, que simplificó el momento en que terminó la carrera de periodista, porque por aquel entonces para hacer carrera convenía presentarse como alguien surgido del pueblo, tal vez incluso de la clase trabajadora. La mayoría de los daneses lo conocía por su nombre artístico, Trøst, y Jochumsen se convirtió en Jørgensen; apenas había nadie que supiera de su paso del hogar infantil a la villa de ricos, porque siempre se negó a responder preguntas personales cuando llamaban de las revistas.
Desde muy temprano, su madre mostró una predilección especial por las plantas más frágiles y delicadas de este mundo; plantaba por todas partes arbolitos y arbustos exóticos, sujetos a pequeños soportes o guiados por hilos para que pudieran alcanzar el sol: chopos negros, cipreses de los pantanos, espino blanco, cerezos japoneses e incluso un arce caucasiano que daba brotes rojos en verano, y las delicadas plantas hacían que su madre repudiara todas las ocupaciones normales de un chico, como jugar al fútbol, volar cometas, el frisbee, el arco y las flechas… y al final también correr. Era como si quisiera obligar a su hijo a quedarse sentado, quieto, a la sombra del olmo. Y fue allí donde habló por primera vez con My de las acusaciones lanzadas contra él por el rector Nordal.
Después del escándalo, el padre de My se hundió más y más. Se había vuelto más taciturno que nunca. La victoria del rector Nordal le hizo agachar el espinazo, por lo demás tan recto, hasta que en invierno se arrugó como un junco cubierto de hielo. Aquello asustó a My, que durante años había creído que era indomable, invulnerable e imposible de doblegar. Sentado en el banco, confió a Peter la experiencia más querida de su vida infantil, expresándola más o menos así:
—Cuando un hombre… como mi padre… sueña con abrirse paso en el mundo, construye el sueño en torno a algunas palabras, y en su mente las repite una y otra vez. Por la noche oía las palabras de mi padre, cuando hablaba en sueños…
Peter miró a su amigo y sintió la débil inquietud que surge entre personas cuando los problemas no pueden resolverse.
—Esas palabras son como una columna vertebral —continuó My—. Atraviesan el cuerpo y lo mantienen erguido, hacen que huesos y músculos estén en su sitio. Sin ellas todo se derrumba. Así que esas palabras deben estar hechas del mejor material, del más fuerte que se pueda encontrar.
Hablaba casi como un adulto.
—Hjalmar creía que los mejores materiales, los más fuertes, eran la determinación y el orgullo, como en los libros.
Había empezado a llamar a su padre por su nombre de pila cuando no estaba cerca.
Sacudió su cabeza pecosa y trató de completar la complicada cadena de ideas.
—En el momento en que esas palabras le hacían falta, ya no las recordaba.
Miró a lo alto del olmo bajo el límpido cielo azul del jardín.
—¿Entiendes?
Peter se quedó mirándolo sin decir nada. No estaba acostumbrado a que su amigo hiciera tales reflexiones filosóficas, después de una infancia con poca conversación. Habría querido preguntar: «Pero ¿cuáles son, entonces, los mejores materiales?». Pero se calló.
—Las palabras no eran de verdad —siguió My—. Lo que pasa es que sonaban bonito.
Estuvieron un buen rato sin decir nada.
—«¡No te rindas nunca!», solía decir. «¡No te rindas nunca!» —My observó sus manos, como si estuviera viendo las palabras entre sus dedos.
Peter comprendió. Que Hjalmar se rindiera sin más había sido un golpe paralizante.
—El mejor material… —My titubeó—. El mejor material es sentir que vales.
Tenía una lágrima posada como un pequeño insecto brillante en la mejilla, y no profundizó en su reflexión. Pero, más de treinta años después, Peter recordaba la respuesta, y su sensación de miedo, relacionado con la sencilla descripción hecha por My del camino que lleva al hundimiento de toda persona.
Por eso reaccionó a la llamada de ayuda de la única manera que sabía.
El día que llegó el diario de la mañana con la noticia del fallecimiento del rector, un par de semanas después de la tala del tilo, el padre de My, Hjalmar, levantó una sola vez la vista de su ejemplar del Diario del pueblo; miró a los dos chicos, que comían dulces navideños en la mesa, y sostuvo la mirada de su hijo un par de segundos. Luego volvió a su mundo agrietado, donde la vergüenza se mantenía inmóvil como un rey en su trono.
Peter nunca inició a My en su secreto. Nunca hablaban de lo que sucedió. Tendría que esperar, si querían que su amistad durase.
Y el Destino, como tiene por costumbre, dejó que aquel aplazamiento sin razón de ser se prolongase para siempre.
La ayudante de producción había gritado su nombre, quizá un par de veces, porque sonaba algo preocupada. En los escalones de la entrada había una mujer alta que lo saludó con una sonrisa, como si lo conociera de tiempo atrás.
Tal vez fuera una reacción a la fama de Peter.
—Susanne Ingemann —dijo la mujer, haciendo una reverencia.
A Peter le pareció peculiar, pero también fascinante; hizo la reverencia como si ambos fueran unos personajes del siglo pasado subiendo las escaleras de un palacio de fábula. Ya nadie hacía reverencias.
—Tú ya has estado aquí —anunció la mujer, como para explicar la razón de su extrañeza; luego hizo una seña con la mano izquierda y lo condujo a la antigua casa. Su cabello castaño cobrizo estaba recogido con un pasador, y llevaba un vestido verde y unas sandalias blancas.
Peter recordaba el vestíbulo y la amplia escalinata de color blanco que llevaba a las partes no vistas de la existencia, donde vivían la directora y sus ayudantes, y recordaba las fotografías en blanco y negro del aparador, que se remontaban en el tiempo hasta 1936 y recogían a todos los niños que habían pasado por las salas de techos altos del hogar para recién nacidos Kongslund.
—¿Cuándo estuviste en Kongslund por última vez? —preguntó Susanne Ingemann.
—Al terminar el bachillerato. En 1980. Fuimos en coche de caballos hasta Copenhague. Pero no entré.
—¿Has hablado recientemente con la señorita Ladegaard?
—Lo he intentado, pero no responde el teléfono.
Bebieron té en la sala que da al jardín, con vistas al césped recién cortado, a la playita y al estrecho. El mar estaba como un espejo.
—Como comprenderás, estamos molestas por el seguimiento de Fri Weekend. Así que si lo que te interesa es el lado más sensacionalista de la cuestión, no soy la más indicada. Me ocupo de Kongslund tal como Kongslund es hoy día y, desde luego, aquí no vienen los niños de los ricos. Al contrario.
Su dialecto era de Selandia, del centro o del oeste, no estaba seguro.
—¿Cuándo te entregaron en adopción?
—En 1962.
Odiaba aquella palabreja —entregado—, que aseguraba que no quedaba nada atrás, que nada podía rehacerse, y que todos lo sabían.
—Naciste en el Hospital Central, y al poco tiempo viniste aquí. Igual que la mayoría, ¿no?
—Sí.
Después volvió a callar. «Hospital Central» eran palabras de un certificado de nacimiento que nunca había visto. No le gustaba pensar en ello, y no quería que lo persiguieran visiones de la oscuridad que lo rodeó las primeras horas de su vida. Volvió allí treinta años más tarde para traer al mundo a su primer hijo, que tuvo con su segunda mujer, y llegaron a maternidad de noche. Por lo que sabía, era el mismo lugar donde su madre desconocida dio a luz, y allí cometió un error fatal, fruto de la arrogancia.
El Destino despertó de pronto: qué oportunidad.
Los llevaron al paritorio número tres, donde había una bañera y unos cojines para descansar, incluso un puf, en el que se tumbó, jadeando, su esposa de entonces. Pero Peter Trøst estaba inquieto, como suelen estarlo los periodistas cuando la intimidad hace sombra a la visión de conjunto; iba a dar una vuelta, quizá encontraría un televisor que emitiera la CNN en directo desde alguno de los focos de atención mundiales, y volvería después. Se encontró con Marianne en el pasillo, y estuvieron en el despacho de ella hablando de los viejos tiempos. Qué oportunidad. No esperaba verla convertida en comadrona, y tampoco ella esperaba verlo convertido en una celebridad; Peter ya no oía el jadeo de su esposa. Marianne rio.
—Estaba muy enamorada de ti en el instituto —confesó con ese aire de intimidad al que se enfrenta muchas veces la gente famosa. Sonó el teléfono, pero ella no contestó. Era menuda, rubia y delgada bajo la bata, y le dio la espalda para lavar unos instrumentos; qué oportunidad. Él la recordaba como una bolita de nieve en una fiesta de Navidad en el instituto; un movimiento repentino en el espacio, que llegó rodando a sus brazos.
Marianne se volvió.
Había en el rincón una litera en la que podía descansar el personal. El Destino se desperezó con placer, casi con inocencia. Entonces ocurrió. Cerró la puerta con una mano, y con la otra los empujó uno hacia el otro; ella le miró las manos y quedó desconcertada por el comportamiento de él; pero luego emitió un jadeo desde el fondo de la garganta, y Peter supo que todo iba bien, y que Marianne compartía la misma fantasía, tal vez lo más terrible que pueda imaginar una mujer, tanto personal como profesionalmente: iba a hacerle olvidar que estaba a punto de ser padre del niño de otra mujer.
Sin duda, aquello echó a perder buena parte de su vida.
Otras veces casi le entraban ganas de echarse a reír.
Si había habido alguna duda, se desvaneció en el cálido aliento de ella, mientras su pequeño cuerpo delgado se apretaba una y otra vez y sus pechos se erguían puntiagudos hacia su boca. Ella se corrió en el mismo instante en que lo sintió entrar —era una excitación que él sabía que causaba la fama—, y gritó, y volvió a gritar, y fue como si los gritos no cesaran, hasta que de pronto se puso rígida y lo apartó de sí, se puso la bata y abrió la puerta.
Fue entonces, con algo de retraso, cuando él cayó en la cuenta de lo que ocurría: los gritos eran de una parturienta.
La alarma hizo acudir a dos médicos. Lo intentaron con una cesárea, lo intentaron con oxígeno y con tubos, lo intentaron con amenazas, ruegos y maldiciones, pero el bebé no revivió. Era un chico. Estaba en medio de aquella blancura, reflejando lo que debería poseer una persona: inocencia, suavidad, alegría. Al final de la vida.
Peter adujo mil pretextos: solo había ido hasta el quiosco, no era culpa de nadie. Volverían a intentarlo.
—He oído gritar a otra parturienta, y me he asustado —dijo su esposa, y él no dijo nada.
Al poco tiempo se divorciaron.
—¿Cuándo lo supiste? —preguntó Susanne Ingemann. Había cruzado las piernas y buscaba el modo de hacer su tercera pregunta.
Peter parpadeó, y pensó que su comportamiento debía de parecer extraño. Solía esconderlo a la perfección.
—Me refiero a cuándo supiste que eras adoptado —añadió Susanne.
—Me adoptaron en 1962, pero no me lo dijeron hasta el día que cumplí trece años.
—A algunos no se lo dicen nunca.
Susanne Ingemann lo miró a los ojos.
—A veces no sabes qué es lo mejor.
Peter asintió en silencio.
—Lástima que los padres no sean mejores actores —comentó ella—. Si supieran cumplir su papel, los niños no tendrían por qué saber de los pecados del pasado. Es la mala actuación la causante de la puñetera situación.
Peter Trøst se extrañó por la brutalidad de las palabras escogidas. La voz de ella estaba empañada. Vivía sola, era lo que le habían dicho sus informantes. Empleaba como vivienda privada el antiguo piso de la directora, pero poseía también una casita adosada en Christiansgave.
—¿Cómo eran tus padres? —preguntó Susanne. Por lo demás, era él quien debía hacer las preguntas.
—Bueno, vivíamos en Rungsted —respondió él como un estúpido, como si respondiera a otra pregunta—. Por eso íbamos tan a menudo a Skodsborg. Bueno, después de que me lo dijeran.
—¿Algún trauma…?
—No… Nada visible.
Ella sonrió.
Peter se tranquilizó un tanto. Por supuesto que estaba traumatizado. Siempre lo supo. Veía a sus hijas unas dos veces al año, no tenía amigos y a sus padres adoptivos de Rungsted, con sus elegantes apellidos Troest Jochumsen, los visitaba tan poco como podía.
—Me mimaron demasiado. Mi madre estaba en casa. Lo más espantoso de mi infancia fue que el lápiz se me rompiera en el examen final de inglés de tercero de bachiller.
—Protegido contra todo peligro procedente del exterior —dijo Susanne con voz lenta.
—Sí.
Luego se calló. La franqueza de ella lo cohibía, sentimiento con el que tropezaba una vez cada muchos años. En la televisión, ese tipo de reacciones se envolvía con una membrana de luz y presencia que solo dejaba detrás un zumbido de electricidad estática, como después de caer un rayo suave.
—Como es natural, hay en Kongslund lugares en los que normalmente no se puede grabar.
Su cambio de tema fue repentino. Se levantó.
—Uno de ellos es donde viven los más pequeños. Pero tú ya has estado aquí, y Kongslund bien puede hacer una excepción con un invitado tan especial.
Peter se puso en pie también. Las palabras de la directora lo habían dejado algo mareado. Y es que le había dado permiso para entrar en la Sala de Recién Nacidos.
Era una extraña declaración de confianza.
Ella señaló una puerta azul que había en un pasillo estrecho y llamó suavemente con las yemas de los dedos. Abrió una mujer joven.
—Adelante.
—Está como en los años sesenta, no ha cambiado nada.
Están en la Sala de los Elefantes, donde todo empezó. Eso ya lo sabe. Hay más altura hasta el techo de lo que él recuerda. Cuatro camas a la derecha, cuatro camas a la izquierda, y cortinas blancas que ondean al viento que entra por una ventana abierta. Es el único movimiento que hay en la estancia. Las paredes están cubiertas de las figuras que han dado nombre a la sala: son azules, con el mismo abanico de tonos que recordaba; cientos de pequeños elefantes rechonchos que parecen barritar por encima de los Mowgli humanos que duermen bajo suaves edredones gruesos. Observa un rostro dormido, los ojos cerrados y la boca cerrada, la piel blanca y el pelo oscuro. Se tambalea un poco frente al niño, como si estuviera mareado.
Susanne se ha detenido en medio de la estancia.
—¿Te ocurre algo?
—No, no es nada, nada. —Peter luce su sonrisa de estudio para mostrar que todo va bien—. Es extraño volver a estar aquí.
Por supuesto, suena idiota.
Debía de haber al menos mil elefantes a su alrededor, todos de color azul oscuro y rechonchos, como si estuvieran clonados del mismo modelo. ¿Cómo habían podido pintar tantos?
Después pasó otra vez por el vestíbulo, y se puso a mirar las fotografías en blanco y negro, pero ella se colocó en su campo de visión y de alguna manera lo empujó hacia la puerta.
—Solo quería ver si era capaz de reconocerme —observó.
—Casi nadie se reconoce —explicó ella.
—Supongo que apareceré en las anotaciones que hay aquí, ¿no? En los registros y expedientes que haya de entonces. —Era una entrada torpe a la zona prohibida.
Susanne no respondió.
—¿No hay anotaciones de aquella época?
Knud Tåsing se habría muerto de risa.
—No lo sé. Creo que los viejos expedientes ya no están. Al menos, yo no los uso. Puede que Magna, la señorita Ladegaard, los tirara o se los llevara consigo.
—Pero habrás leído el artículo de Fri Weekend, donde aparecen tus declaraciones, ¿no?
—No. A decir verdad, raras veces leo el periódico.
—¿No te interesa nada lo que ha ocurrido? Tal vez hayan ocurrido aquí cosas que… —buscó otra vez las palabras adecuadas—, que no eran muy afortunadas.
—¿Afortunadas…?
De pronto soltó una risa campechana.
—No creo que Fortuna sea una palabra que ninguno de los niños de Kongslund relaciona con su estancia aquí, ni entonces ni ahora. Me pregunto si la palabra adecuada no será Destino… Como el dedo de lo alto que te elige justo a ti para que tengas el peor comienzo imaginable en la vida. Abandonado por tus propios padres, desde el principio… —Volvió a ponerse seria—. Deberías entenderlo mejor que los demás.
Peter pensó en el sobre azul y en su singular contenido. Lo había sacado del cajón después de la discusión con el Catedrático, y por un breve instante pensó enseñar su contenido a Susanne Ingemann. Dejar que la inquietud se alojara en sus ojos verdes. Le habría gustado ver su reacción.
Luego se encogió de hombros.
—No, es que pensaba que serías más curiosa. Es extraño que un antiguo niño de Kongslund haya recibido una carta así, ¿no? Me refiero a Orla Berntsen.
—No puedo decir nada al respecto.
La respuesta sonó sorprendentemente formal.
—Que además trabaja para quien ha sido protector del hogar durante décadas.
Esta vez Peter había batido todos los récords de torpeza.
—Si supieras tú las enormes casualidades que pueden darse en un país tan pequeño como el nuestro… —dijo Susanne Ingemann con una sonrisa—. Niños que han pasado por aquí han vuelto a encontrarse después en la vida en los lugares más extraordinarios, sin saberlo ellos, y sin que hayamos podido decírselo, por nuestro voto de silencio. Dinamarca no es un país muy grande. Los padres de niños adoptados han vivido bastante cerca de la familia biológica sin saberlo. Se han encontrado en supermercados y en tiendas de ropa sin tener ni idea de la relación. Han jugado en el mismo club de bádminton, se han saludado y han pensado: «Qué persona más interesante, ya me gustaría conocerlo más». Incluso se han enamorado, prometido y casado. Pero nunca han sabido nada. —Sonrió, y su mirada verde brilló—. Es fascinante, ¿verdad? Como en los cuentos.
—En el mundo de los medios de comunicación, nuestro deber es eliminar las casualidades.
Hasta él se dio cuenta de lo ampuloso que sonaba.
Ella rio.
—¿Lo dices en serio? Pues entonces es una gran tragedia. Creo que deberíais leer más a Hans Christian Andersen y no pasar tanto tiempo organizando las cosas.
—No creo que el anónimo llegara por casualidad al receptor, y tampoco creo que Kongslund fuera una casualidad, en absoluto. Lo que pasa es que no hemos encontrado la relación.
Le entraron ganas de acariciarla.
La directora se alejó un poco.
—Tengo entendido que la hija acogida por Magna sigue viviendo aquí.
—No veo qué relación puede tener con el caso. No podéis grabarla.
—Vale. Pero recuerdo que estaba… impedida. La conocí cuando vine de visita de pequeño, y me gustaría saludarla.
Sonó igual de inapropiado que todo lo anterior, y lo era.
—No habla con nadie. Excepto en ocasiones especiales. Ya sabe que estás aquí, y debe de haber decidido que esta no es una de esas ocasiones.
Susanne Ingemann había vuelto a cerrarse.
Estuvo grabando un elefante azul de la Sala de Recién Nacidos con la cámara al hombro mientras el equipo lo esperaba fuera, bajo la luz del crepúsculo. Eligió un elefante que se balanceaba en una cabecera, sobre un mechón de pelo oscuro; se acercó con el zoom y siguió su trompa hacia la boca amplia, los pequeños colmillos y los ojos negros.
Así iba a empezar el reportaje.
Justo después, la cámara iba a efectuar un barrido hacia la derecha y enfocar al bebé en la cama: una mejilla, una almohada, una cabecera, al fondo, una ventana, y después la oscuridad.
Estuvo en la unidad móvil, en el sendero de entrada, viendo las tomas del día. El equipo estaba sentado en las escaleras, fumando, y la ayudante de producción hablaba en susurros, como si temiera despertar a las criaturas que dormían cerca de allí. Peter pensaba titular el reportaje «Los niños de la Sala de los Elefantes», si no sonaba demasiado tintinesco, y empezar con las palabras: «La estancia de los elefantes azules ha sido el primer hogar de miles de niños cuyas vidas no tuvieron el mejor comienzo…».
Entonces se detuvo, soltó el botón de edición y se recostó en el respaldo de la silla. Era una banalidad, por supuesto.
Estuvo un buen rato inmóvil, y sintió una extraña inquietud por su intervención en la historia, mientras sus manos descansaban en el atril. Sus dedos parecían pequeñas ramas negras, como las que agitaba vengativo el rector Nordal en sus sueños de los últimos treinta años. Cuando los alzó poco a poco, le pareció que tenía ampollas en las palmas, como si se hubiera agarrado a un pedazo de hierro candente.
Oyó su propio grito asustado.
Los del equipo lo vieron salir tambaleante del camión, entrar corriendo al bosque, bajo el grupo de hayas altas, y oyeron el sonido de alguien que estaba vomitando. No lo entendían, porque nunca habían visto a su jefe y reportero estrella emborracharse en el trabajo. Concentraron sus miradas en el interior de la masa verde oscuro, y les pareció divisar los contornos de una villa abandonada, sin ventanas, justo donde estaba él.
A uno de ellos, según contó después, le pareció entrever la silueta de una figura encogida junto a un tocón enorme. ¿Era Trøst?
La estrella de la televisión salió al poco de detrás de las hayas e hizo un gesto con la cabeza a sus colegas sin decir palabra. Se levantaron y entraron al camión. Arrancaron y se fueron.
Al principio, mientras atravesaban el bosque de Jægersborg Hegn, Peter Trøst estuvo mirando medio vuelto a la oscuridad de atrás, donde solo había un par de faros tras el enorme Chevrolet con los cuatro del equipo.
—Tuerce a la izquierda —indicó tras cinco minutos de trayecto, y el técnico de sonido puso el intermitente de la izquierda, dejó la carretera principal y se adentró en la oscuridad de una carretera transversal.
Recibió otra orden.
—Aquí a la derecha.
Y volvió a describir una curva para introducirse en la oscuridad más profunda aún de la estrecha Damvej, que parecía un túnel bajo las copas de enormes hayas y castaños de Indias. Peter Trøst seguía mirando hacia atrás.
Un momento después apareció un par de faros en la curva, a algo menos de cien metros.
—Mierda —maldijo.
—¿Crees que nos siguen?
Era el cámara, tratando de mantener los ánimos; pero se calló cuando captó la expresión facial de Peter bajo la luz del salpicadero. Junto a él, la ayudante de producción hundió medio cuerpo en el asiento, como si temiera un disparo de precisión por el cristal trasero, como en las series norteamericanas.
—No creía…
Peter Trøst no dijo más, y nadie supo qué pensaba decir, pero todos callaron.
Se hizo el silencio en la oscuridad del camión. La gente de la televisión creía muchas veces que los seguían, les hacían escuchas y los vigilaban; era una especie de chiste en el gremio, pero siempre se decía con una pizca de presunción, que se supone que expresaba un deseo mortal por realizar un último producto importante en su carrera. Tal vez Peter no fuera el único que pensaba en el misterioso accidente en el que un miembro de la Banda de Blekingegade se salió de la carretera en un tramo desierto en medio del bosque, cuando llevaba tiempo bajo el control de la Comisaría Central de Información. Los más conspiranoicos sostenían que fueron los perseguidores quienes sacaron el coche de la carretera.
Cuando el par de faros se fundió con cientos de otros faros y se convirtió en una corriente dorada en la autopista E-4 en dirección sur, se notó que la tensión se aliviaba y el oxígeno volvía a la cabina del camión en cantidad abundante. La ayudante de producción se enderezó. Debían de estar avergonzados por su exagerada reacción.
Al sudeste de Roskilde, cuando la silueta de la torre ovalada del palacete de la televisión surgió de la niebla, el cámara dijo en su habitual tono despreocupado:
—Había otra casa en lo alto de la colina, ¿no?
—Sí —respondió Peter Trøst—. Pero lleva muchos años vacía y está en ruinas. Parece ser que el dueño vive en Estados Unidos.
—Pero parecía que… había alguien corriendo allá arriba.
El periodista estuvo un buen rato callado. Luego contestó:
—Debe de haber sido una alucinación, Jesper.
—Una niña con un vestido blanco…
—Pues has debido de ver un fantasma. Antes vivía una niña en aquella casa, hace muchos años, dice la gente de la zona, pero ni mucho menos corría: ¡era espástica y se desplazaba en silla de ruedas!
Todos rieron, y en la risa se adivinó un débil tono de alivio.
Allí, bajo el resplandor del fantástico Cigarro de la cadena de televisión, nadie tenía suficiente fantasía para imaginarse qué otra cosa podrían haber visto. Y, claro, nadie había percibido los silenciosos mensajes que se arremolinaban en torno a los oscuros desvanes, ya que tenías que haber pasado toda tu vida en Kongslund para percibirlos bien.
Volvió a su piso de Østerbro después de, una vez más, recorrer al azar el paisaje de Selandia, atravesando los pueblecitos de nombres extraños que veía desde su ventana panorámica.
Aparcó su BMW azul entre un Jaguar negro y un Renault blanco, y entró en el portal. En el edificio vivían también un redactor de periódico, dos conocidos tertulianos y un abogado, colocado en las alturas de la Administración estatal, cuya mayor ambición era entablar una amistad privada con el famoso presentador de televisión. Pero Peter Trøst nunca había tenido ganas de mantener largas discusiones sobre la influencia del Partido Popular en el debate sobre inmigración, las irresponsables peticiones de subidas salariales de los electores de izquierda, o, peor aún: las guerras de Irak y Afganistán, en las que participaba Dinamarca después del ataque terrorista a las torres de Nueva York.
Recordaba el consejo básico del Catedrático a los ambiciosos reporteros de la cadena durante su primer año: «Para nosotros, la vida se compone de sentimientos descritos en imágenes, y en el mundo televisivo la fórmula mágica de los sentimientos comprende siete: bienestar, malicia, sensiblería, susto, indignación, repugnancia y rabia. Ni uno más».
Quería seguir punto por punto la receta del Catedrático y hablar de la difícil infancia de Magna y del papel heroico que desempeñó durante la ocupación, y de su lucha contra la burguesía esnob, que finalmente tuvo como resultado la victoria y la fama de Kongslund en todos los rincones del país. Después iba a sembrar en medio de aquel triunfo la atormentadora duda; iba a describir los persistentes rumores acerca de que la clientela más fina de Strandvejen había encontrado una posibilidad de empleo para el hogar con la que nadie había soñado; incluso había recibido ayuda del partido.
Era el oscuro relato que el anónimo había resucitado en una época en la que el mínimo escándalo en los medios podía derribar a un cargo electo.
Por eso, siguiendo la estela del escándalo, las noticias de la televisión y los periódicos sensacionalistas iban a formular las preguntas inevitable: «¿Kongslund se mantuvo vivo solo porque hombres poderosos lo protegieron por motivos inmorales y egoístas? ¿Se sacrificaron miles de niños huérfanos en el altar del silencio, incluso con ayuda del partido que siempre proclamaba su solidaridad y su protección de los débiles?».
Oyó voces provenientes del patio y descorrió la cortina; era un sábado por la noche, y había una joven en el césped, hablando con los chicos del piso de estudiantes del segundo. Era pelirroja como Susanne Ingemann, y llevaba tres aros de oro relucientes en la oreja que daba hacia la sala de Peter. Este abrió la ventana sin hacer ruido, pero no oía lo que decían. La chica era clavada a Susanne tal como apareció en la fotografía del Fri Weekend. La siguió con la mirada.
La idea de sentarse en el césped junto a ella y disfrutar la tibia noche veraniega era impensable. Ella lo miraría y diría: «¿Qué haces…?», y los chicos, que se parecían a él de joven, reirían en voz alta: «Ah, sí, ya sé… —Y la sonrisa desaparecería—: Tú eres ese que hace las noticias que nadie quiere ver»; y la chica examinaría sus arrugas y ojeras: «Te llamas Peder Trøsk o algo así, ¿no?». Y los jóvenes echarían a reír con toda su fuerza juvenil y no harían caso de la sincera pena que sentía. Y él respondería: «Sí, soy el del programa que apagáis todas las noches».
«No, tu programa ni lo encendemos». La chica se reiría como las imágenes de la sala de edición, sin sonido.
Cerró de nuevo la ventana, se recostó y miró el viejo póster de la revolución cubana colgado sobre la cabecera de su cama, en el que aparecía un guerrillero arrodillado. Una de las rodillas estaba clavada en la tierra oscura, y el brazo izquierdo, tan atrás como podía. La granada de mano estaba pegada a la mano izquierda, de donde iba a arrojarla con toda la fuerza contenida en la fe en una causa imperecedera y justa.
Peter Trøst tenía el póster desde joven. Nunca antes había pensado sobre lo que había fuera de la foto. Jamás se había preocupado por quién era el enemigo.