12

SEVERIN

1976-1984

Siempre me ha parecido que el encuentro entre Orla y Severin fue un acontecimiento que no estaba previsto, aunque creo que ambos chicos fueron asignados a propósito al barrio donde vivía Carl Malle.

En el barrio al oeste del pantano, en los suburbios de Copenhague, crecieron miles de niños en la Dinamarca de los sesenta, y el peligro de que los dos chicos coincidiesen —y desvelasen parte del extraordinario plan del que formaban parte— era tan pequeño que los dedos invisibles que movían las marionetas del caso Kongslund no lo creyeron posible.

Severin se marchó de Kongslund pocos días después de Orla, y todas las señoritas, asistentas y puericultoras se colocaron como siempre en el sendero de entrada para despedirse y desear al pequeño viajero una buena vida. Pero el nuevo hogar de Severin no era del tipo de los hogares en los que se crían muchos niños adoptivos, y en su caso podría decirse que la Muerte se le había adelantado.

Se balanceó otro elefante… sobre la finísima tela y desapareció…

Y, como es natural, yo fui detrás.

Así que había una piedra enorme en el pantano, donde Orla libró su última batalla contra los demonios; gris y maciza, en medio de un claro, parecía la espalda de un gigante que se había puesto en cuclillas con la cara apoyada en las rodillas para observar los prados, los castaños de Indias y las gaviotas por encima de los juncales. Fue allí donde Severin, escondido y a distancia, con un gran vendaje blanco en la cabeza, lo vio por primera vez, pero desde entonces iban a pasar siete años hasta que el chico de las casas amarillas se diera a conocer.

Los días posteriores al asesinato del Lerdo en el pantano, Carl Malle tiró de los hilos sobre los que antes tenía un poder absoluto, y encontró un internado donde Orla, el Ilegítimo, el inquieto chico disparatado y sin amigos, pudiera aprender a comportarse en la vida.

Cuando casi tres años más tarde regresó para empezar el bachillerato, el inquieto temperamento de payaso —su única defensa contra la soledad en sus años de chico— había desaparecido, y nunca volvió, que se sepa. Lo que lo reemplazó fue algo ante lo que nadie en el barrio supo qué decir —tampoco Severin—, porque el nuevo Orla se ocultaba tras unos ojos inexpresivos que muy raras veces miraban a nadie, o ni siquiera levantaba la vista; casi podía desaparecer del entorno, sin que nadie recordara que había estado presente. Evitaba a la gente sin disimulo, igual que antes la buscaba. Siguió llevando el pelo corto entre los regimientos de hippies melenudos vestidos con chaquetas militares, montados en motocicletas con cintas, sudaderas y consignas aprendidas que exigían que internaran a sus padres y los reprogramaran para el mundo de los justos. Estaba solo.

No obstante, el instinto de supervivencia hizo que terminara sus estudios, e incluso que acudiera al acto de despedida oficial del instituto, y a la posterior fiesta. Fue aquella noche, con el clásico birrete en la cabeza, cuando Orla Pil Berntsen conoció a Søren Severin Nielsen, y lo más probable es que estuvieran predestinados a ello. Orla Berntsen había alcanzado un agradable estado de letargo, una invisibilidad que dominaba a la perfección, cuando de pronto una voz le habló a través de la música y la neblina humeante del local de la fiesta. Se asustó. Normalmente, nadie le hablaba. Orla el asocial, el chico del pantano.

Alzó la mirada, sus ojos salieron por un instante de su escondite, y se dio cuenta, sorprendido, de que el chico frente a él lo veía, y que recibía las señales. Tendría que huir, o desaparecer, o dejar que el chavalito delgado, que también llevaba gafas —eran negras, pesadas, con patillas anchas—, lo viera y le hiciera la pregunta que estremeció sus labios finos:

—¿Tú no vives en las casas adosadas rojas?

Orla decidió hacer un solo gesto de asentimiento.

—¿Cómo es que lo sabes? —oyó, algo asombrado, hablar a su voz sin haberle dado permiso.

—Te he visto allí. Y en el pantano. Me llamo Severin. Vivo en los bloques amarillos. En el número 61.

Orla calló, de pronto se sintió incómodo. Los chicos de los bloques eran numerosos, como los trabajadores de las fábricas grises que había entre las ramificaciones de la autopista, y eso era cuanto sabía de ellos. Gente desconocida. Durante diez años, los chicos de las casas adosadas los machacaron a pedradas sin verlos.

—También nosotros os arrojábamos piedras sin veros —dijo Severin.

Orla entornó los ojos. ¿Había hablado sin darse cuenta? Su nariz emergió como un pequeño periscopio en la oscuridad; luego sintió un escalofrío y se sorbió la nariz.

Pero el chico de nombre Severin no pareció oírlo.

—Una vez me dieron una pedrada en la cabeza y me llevaron a Urgencias en ambulancia, con sirena, luces y toda la pesca —recordó. La información llegó sin reproche ni enfado, y no dejó ningún sentimiento de vergüenza ni culpa; no había pequeñas dosis de veneno entre las palabras; era extraño, porque las familias de los bloques y de las casas adosadas habían educado a sus hijos en el desprecio a la sociedad invisible que había al otro lado del seto, con una fuerza que no debería menguar con la edad. Orla iba a sorberse la nariz otra vez, pero no emitió ningún sonido. Le dio el tiempo justo de formular su breve comentario en los tres segundos que necesitó el Destino para empujarlos en brazos del Dios de la Amistad y la Camaradería.

—¡Fui yo quien tiró la piedra! —rio Orla—. Te pusieron un vendaje enorme en la cabeza.

Su nuevo amigo rio también.

Habría dicho una cosa más, pero no se atrevió. Así que se quedó callado.

Regresaron juntos a casa después de la fiesta, y se separaron en el seto de espino dándose la mano como verdaderos adultos.

Pero en la vida diaria eran serios, y ambos decidieron estudiar Derecho, e ingresaron juntos en Regensen, la vieja y enorme residencia frente a la Torre Redonda de Copenhague, que fue construida para hijos de familias modestas que no podían permitirse vivir en la ciudad y estudiar en la universidad. Convivían allí arribistas, vencedores y gente que llevaba en la bolsa kilos de resplandecientes premios de laboriosidad y unas calificaciones medias más altas que el Himalaya. Solían preparar juntos el derecho de sucesiones, fiscal y penal, y también hablaban de las chicas más guapas de la residencia. Entraron en la asociación de estudiantes, junto con el hijo de un conde empobrecido y una estudiante de Teología, que todas las tardes atravesaba la galería de Jorck hasta Strøget y cantaba con el Ejército de Salvación, y por eso sus numerosos admiradores —ninguno de los cuales sabía si la admiraban por su belleza, por su mentalidad o por su voz— la llamaban la Chica de la Salvación.

Una cosa era segura: la habitación de Severin en la residencia estaba ordenada, como lo era él, con pocos muebles y gusto sencillo, aparte de una extraña piel de animal gris-amarillenta que colgaba de la pared de la cabecera, sujeta con ocho clavos largos.

—Debería estar en el suelo —le aconsejó Orla un día—. Delante de la chimenea.

No había ninguna chimenea, y tampoco era ese el problema.

—No es ningún oso —objetó Severin, y de pronto se puso serio, casi como si fuera a echarse a llorar—. Es el perro de mi tío. Era un golden retriever, solía jugar con él de pequeño. El tío Dan lo desolló cuando murió, y me regaló la piel cuando me confirmé.

Se calló, hizo un gesto huraño, y luego dijo:

—Es una perra, se llama Mille.

Orla se quedó mirando a Mille, a la piel de Mille, y luego a Severin. Era el otro rasgo extraño que había desvelado Severin. Y ni él se dio cuenta.

Aunque los dos jóvenes procedían del mismo lugar, sin que ellos lo supieran aún, y ambos fueron abandonados por su madre recién nacidos, en algunas cuestiones decisivas se habían desarrollado de forma diferente. Orla mostraba un pavor siempre presente por que su madre fuera a desaparecer en la nada, dejándolo solo en el mundo —aquella particularidad fascinó a nivel teórico a los psicólogos barbudos fumadores de pipa de Asistencia a la Maternidad—, pero en el caso de Severin ni el reconocimiento conseguido ni el amor de su padre adoptivo erradicó su sentimiento de no pertenencia, y al Severin adulto, tanto dormido como en estado de vigilia, lo acosaban los síntomas derivados de su llegada poco armónica al mundo: justo después de nacer lo trasladaron a un cuarto oscuro como la pez sin ningún contacto físico. Temía y deseaba la cercanía de otras personas. Que se convirtiera en abogado de los seres más débiles, casi perdidos, es un fenómeno digno de reflexión; que a lo largo de los años perdiera caso tras caso y aun así continuara matándose a trabajar es un hecho que, al menos en una interpretación, debería parecer inquietante.

Por eso, cuando los dos jóvenes tuvieron a Ole Almind-Enevold de profesor invitado en el tercer año de la carrera, estaban preparados para un encuentro que iba a marcarlos muchos años más tarde. Fue en 1982, y el Rey Absoluto había sido ministro de Justicia en el anterior Gobierno, y solo por esa razón llenaba el auditorio en su visita mensual a la universidad. Su nombre provocaba sin quererlo un montón de divertidos juegos de palabras; el caricaturista de un periódico ya lo había comparado con el Rey Absoluto, quien entregó todo su poder y que fue tan popular y tan corriente que todos tuvieron que reír, pero nadie se atrevió a enemistarse con él. Los últimos socialistas de la facultad seguían defendiendo espectaculares revueltas armadas como las del País Vasco y Belfast, y las agresiones conocieron un repentino florecer cuando los últimos y desesperados miembros de la banda terrorista Baader-Meinhof murieron en la cárcel de Stammheim, en Alemania Occidental, y los izquierdistas se negaron a creer la explicación de las autoridades de que se habían suicidado.

Su profesor, el antiguo ministro de Justicia, soltó una enorme carcajada.

—También yo fui luchador por la libertad, un auténtico luchador por la libertad —explicó—. Y esos cabrones no eran luchadores por la libertad…, no eran nada; simplemente optaron por la salida fácil, la de la liebre. Aquellos cobardes no aguantaban nada, ¡eran unos niñatos!

Esa burla tuvo un efecto paralizante entre los más progresistas de la audiencia. Se quedaron como petrificados ante las oleadas de carcajadas. Uno dejó los estudios en señal de protesta, pero fue el único en emprender una acción tan poco eficaz. El resto se dieron cuenta por instinto de que la tierra se había desplazado y de que el mundo se estaba transformando, y solo diez años más tarde la mayoría de ellos eran abogados de empresa muy bien pagados, mientras que Stammheim era el nombre de una pesadilla, un pozo oscuro en una mente juvenil, que por suerte se había cerrado.

A los tres meses de empezar el curso, el profesor pidió a los asistentes que reflexionaran y que después escribieran como máximo siete características que no creían que fueran compatibles con la abogacía.

«Los siete pecados capitales del abogado».

El mejor y único amigo de Orla, Severin, de mente idealista y metódica, escribió: «Pereza». Lo primero.

Tras una reflexión, escribió la siguiente característica: «Ansia de poder».

Pensó un poco más y escribió la tercera: «Mentira».

Y justo después añadió: «Avaricia».

Luego, por si acaso, se lo enseñó a Orla, quien asintió y lo animó a continuar; al fin y al cabo, Severin era así. Su quinta característica fue: «Deslealtad».

Después pasó un rato largo callado, meditando sobre las dos últimas características, mientras miraba de reojo a su amigo Orla, que estaba inmóvil, como un muerto, con el bolígrafo en la boca y una expresión distraída en el rostro. Luego escribió la sexta característica: «Arrogancia».

Miró por última vez de soslayo a Orla, que seguía sin haber escrito una sola letra, y terminó la lista con un evidente rasgo de carácter negativo que casi había olvidado: «Insensibilidad».

Orla estuvo chupando el bolígrafo hasta que Almind-Enevold se aclaró la garganta y preguntó si todos habían terminado; luego lo bajó de pronto al papel y escribió solo una palabra con un movimiento rápido de su fuerte muñeca.

Cuando el antiguo ministro de Justicia abrió después las respuestas, sonrió y asintió para sí, satisfecho. Su impresión había resultado cierta. Su alumno preferido, y tal vez más que eso, solo había escrito una palabra:

«Indecisión».

Nada más.

Su viejo amigo Carl Malle no se había equivocado, no había exagerado. Aquel chico estaba hecho de esa pasta: igual que él cuando tenía su edad.

Un mes más tarde, Ole Almind-Enevold invitó a su estudiante preferido a la pizzería Italiano después de clase. Orla tomó pizza con gambas, su anfitrión pidió un tazón de sopa de tomate y le hizo una serie de preguntas, tanto sobre su infancia como sobre qué pensaba de Dinamarca y del futuro de la nación.

Cuando Orla volvió a Regensen, su amigo Severin bajó corriendo la escalera desde su habitación y lo recibió en el patio, donde había un tilo gigantesco, que era más grueso y fuerte que ningún árbol que hubiera visto Orla en su vida, y constituía el centro de las muchas fiestas de verano al aire libre.

Severin acudió al encuentro de Orla sin saber que el mundo había cambiado.

—¿Qué tal? —casi gritó—. ¿Qué quería? ¿Te ha ofrecido algún trabajo?

Era el último año de carrera, y la pregunta era razonable, pero Orla no tenía ganas de responder.

—Si me lo ha ofrecido, puedes quedártelo —respondió.

—¿Si te lo ha ofrecido…? Pero sabrás qué te ha dicho, ¿no?

—Me ha hecho un montón de preguntas —dijo Orla a la defensiva.

Los ojos de Severin estuvieron a punto de salirse de sus órbitas tras las gafas.

—Bueno, pero ¿qué…?

Orla hizo un gesto de rechazo con la mano, la misma mano que había escrito con tal tranquilidad la característica a la que el jurista de carrera debía renunciar: «Indecisión».

—No tenía nada que ver con la carrera. Ni con la carrera ni con el derecho.

—Pero ¡si has estado fuera dos horas y media!

El comentario de Severin tenía su lógica.

Orla dejó la bolsa sobre los adoquines y se dejó caer en uno de los bancos blancos que había bajo el tilo.

—Vale. Me ha preguntado a ver si sabía que tú habías vivido en el mismo hogar infantil que yo cuando éramos pequeños.

Miró a la copa del tilo y dejó caer las veintidós palabras paralizantes de su declaración sobre la cabeza de Severin como veintidós pequeñas bombas.

—¡¿Qué?! —Severin palideció de pronto.

—Me ha dicho que habías estado en un hogar infantil llamado Kongslund, en Skodsborg, a principios de los sesenta, igual que yo. ¿Es verdad?

Los brazos de Severin cayeron a los lados. Era un día fresco de otoño, con un viento que hizo que una hoja se pusiera a bailar junto a sus pies, antes de posarse absurdamente en la punta de un zapato y quedarse allí.

Orla dijo, con una vehemencia inexplicable:

—No me habías contado que fueras adoptado. ¿Es verdad?

—Sí.

—Ya lo podías haber dicho.

La rabia. La revelación del antiguo ministro de Justicia en la pizzería lo había conmocionado; fue en ese segundo cuando la facultad de «decisión» lo encontró en la silla, frente a Almind-Enevold.

—Sí.

La confirmación de su amigo Severin quedó flotando en el aire.

—Pero no me lo contaste.

—Mi madre me lo contó antes de empezar en la escuela —dijo Severin, como si fuera una explicación por su silencio muchos años después. Se detuvo y sacudió su pie izquierdo, pero la hoja no se movió. Dio unos pisotones en los adoquines.

—A ti ¿te llevaron de Kongslund?

—Sí. Pero… ¿cómo lo sabía él?

—Le he hablado de mí. Le he dicho que mi madre me llevó allí al poco de nacer, el primer año. Entonces él se ha reído y ha dicho que ya lo sabía. Y luego me ha hablado de ti.

—Pero ¿cómo…? —Severin tenía los ojos brillantes y calló. La hoja había desaparecido.

—Me ha dicho que hacía décadas que conocía a la directora de Kongslund. De joven ayudó a Asistencia a la Maternidad. Eran quienes se encargaban de todas las adopciones en los años sesenta. El tío tiene una memoria fotográfica. Dice que recuerda todos los nombres de los niños que vio. Y que tú y yo estuvimos juntos.

—Suena a… —Una vez más, Severin se calló y examinó las puntas de sus zapatos.

—Suena a casualidad, pero tal vez no lo sea —objetó Orla. La rabia había vuelto.

—Pero ¿qué hacía él en Asistencia a la Maternidad?

—Era abogado. Trabajaba asistiendo a los más débiles de la sociedad. Hace muchos años que conoce a las señoritas de Kongslund. Participó en la resistencia junto con ellas.

Al cabo de un rato estaban sentados bajo la piel aplastada y estirada de Mille, y Severin habló por primera vez de sus padres. Su padre adoptivo era vidriero y se llamaba Erling; su madre adoptiva era sueca, y se llamaba Britt. Antes de que llegara Severin habían tenido un hijo, llamado Hasse, que murió con solo seis años.

—Salió a la carretera y lo atropelló un camión de veinte toneladas con remolque.

Pareció que Severin iba a echarse a llorar.

El camión chocó con el chico, que se había quedado quieto en medio de la calle —todos los miembros de la familia de Severin tenían eso de pararse en cualquier sitio y quedarse absortos—, y le pasó por encima con los cuatro pares de ruedas de la derecha. La bolsa de la compra que Hasse llevaba en la mano quedó sobre la calzada con todos los productos intactos. Hasta un tarro de remolacha superó el accidente sin romperse. La bolsa de la compra estaba ahora bajo llave en un cajón del dormitorio de Britt, y su marido nunca consiguió abrirlo y retirar aquel objeto brutal. Hasse fue su única posibilidad, porque Britt tuvo una grave intoxicación durante el parto, y casi murió de los esfuerzos durante la penosa llegada del niño al mundo. Como se quedó estéril, no podía hacer otro Hasse, y por eso se encerró en un caparazón de duelo; se sentaba en absoluto silencio junto a la ventana que daba al parque infantil que había entre las casas amarillas, y soñaba con tal intensidad con los paisajes de su niñez, un lindero del bosque sueco y unos potros pastando, que atraía sin querer todas las miradas.

Los potros fueron el instrumento escogido por el Dueño y Señor de todas las contingencias de la vida para provocar la catástrofe que mucho más tarde iba a golpear a Severin.

Britt pasó meses sentada, alzaba la vista y sonreía con amargura a Dios, dando a entender con un lenguaje lento, una y otra vez, que no había sido Su culpa. Pero claro que lo había sido. Entonces Erling supo qué tenía que hacer. Lograron adoptar en un tiempo relativamente corto, lo que significa, en aquella época, tres años, y así fue como Severin llegó por fin a una familia fantasma en la que el espíritu de otro chico seguía presente en las estancias y se quedaba absorto volviendo a casa de la tienda de ultramarinos con su bolsa de la compra de color rojo vivo en la mano.

Orla estaba alterado por el relato de su amigo.

—Yo esperaba de unos adultos que fueran más… adultos —comentó. Pero Severin echó a reír en medio del comentario, derramó vino tinto sobre su camisa, y se puso a hablar con su boquita color rubí colgando hacia la boca de Orla, como si quisiera que lo besara, o que lo dejara hablar sin más; Orla sintió de nuevo la rabia provocada por la revelación de Almind-Enevold.

Erling fue en busca del pequeño Severin, a quien en Kongslund llamaban Buster, como el popular artista del programa televisivo Circus Buster, y lo llevó de Skodsborg a casa en el coche de la empresa. Llevaba en el remolque cuatro gruesos cristales de ventana que debía entregar a un mayorista, y mientras Severin dormía en el asiento trasero colocó los cuatro cristales en la elegante villa y se tomó una cerveza con el mayorista. En un prado detrás de la casa se pavoneaban cuatro caballos grises, y fue sin duda allí donde al nuevo padre adoptivo de Severin se le ocurrió la idea del trueque de su vida.

Creo que su mente generosa fue decisiva. En su tiempo libre, Erling era una especie de saltimbanqui; una vez cambió dos ventanas Velux por un monociclo, y sabía pedalear veinte metros mientras lanzaba al aire sus dos pelotas moteadas de azul y volvía a recogerlas. Pese a la llegada de Severin, Britt siguió durante varios años sentándose junto a la ventana, y nada parecía aliviarla. Un día, cuando Severin contaba siete años, su padre volvió de una juerga, algo más tarde de lo normal, pero, por otra parte, acompañado de un caballo de carne y hueso. Llegó caminando por la Maglegårds Allé y torció en la esquina, tirando de un enorme caballo castrado gris que bizqueó algo asustado a los niños boquiabiertos. Britt se quedó mirándolo desde la ventana abierta de la cocina, y por una vez no fue ella quien atrajo la atención de los vecinos.

—¡Mira qué te he comprado! —gritó Erling, y la peste a cerveza de su aliento casi paralizó a los más cercanos.

No hubo reacción en la ventana de la cocina.

—Tranquila, Britt —continuó en un tono de voz consolador—. No lo he comprado. Se lo he cambiado al mayorista…

—¿Y qué le has dado tú? —preguntó Britt con temblorosas vocales suecas, apretando contra sí a Severin, porque no podía imaginar cuál de sus escasas pertenencias podían cambiarse por un caballo.

—¡Pues el coche! ¿Qué, si no? —rugió Erling con la alegría del borracho y rompió a reír, y las oleadas del eco se repitieron cuatro o cinco veces entre los bloques de casas—. ¡De todas formas, no valía para nada!

—¡Imbécil! —gritó Britt, alzando la voz por primera vez desde la muerte de Hasse, lo que muestra lo asustada que estaba—. ¡¿Cómo vas a llevar la empresa ahora?!

Erling se quedó petrificado un segundo, solo un segundo, como si, debido a la velocidad, por un instante hubiera olvidado que los buenos cristales macizos pueden ser tan frágiles como pesados para transportar en un caballo, porque el padre de Severin era así: impulsivo y animoso, sobre todo bajo los efectos de la cerveza; nunca agresivo, sino suave y cuidadoso, razonable, magnánimo, generoso, compasivo y práctico. Y, por encima de todo, espontáneo ante gente con buenas ofertas bienintencionadas.

En el momento en que conoció al mayorista —y vio los cuatro hermosos caballos— solo pensó en Britt, que siempre soñaba con su patria chica y le hablaba de los potros en los prados, que Hasse debería haber cabalgado, si no fuera porque se quedó absorto en medio de la calzada con el tarro de remolacha en la bolsa de la compra. Con un nudo en la garganta, que la cerveza no hizo sino empeorar, recordó que Britt compró un póster de Pippi Calzaslargas sentada en lo alto de su caballo gris moteado y lo colgó junto a la cabecera de la cama del pequeño Hasse mientras derramaba una lágrima. Fue un año después de su fallecimiento.

—Pero ¿dónde vamos a meterlo? —preguntó Britt, desesperada, desde la ventana de la cocina, mientras seguía erguida, con su vestido floreado de manga corta y el cabello rubio ondeando al viento como un icono cinematográfico en un drama demasiado prolongado.

—En el sótano —susurró el padre de Severin hacia la ventana, pero con volumen suficiente para que todos lo oyeran—. Por la noche vivirá en nuestro sótano, donde hay mucho sitio, y podemos dejar hierba y turba, y también una manta para que no pase frío. ¿Creías que no había pensado en eso?

Britt meditó un poco la cuestión, y luego hizo un gesto afirmativo a su marido.

—Pero has de prometerme que de día lo sacarás al pantano, porque si no va a morir de claustrofobia.

Erling sonrió, porque se dio cuenta, por el tono sueco de la lengua cantarina de su esposa, de que el eco de los profundos bosques había surtido efecto.

Sin quererlo, Orla dirigió la vista a la pared de la habitación de Severin; pero no, por suerte no había nada colgado que recordara a una cabeza de caballo, una pezuña o un mechón de crin. Así que el animal debió de sobrevivir a su singular encuentro con aquella familia generosa. Pero claro, empezaron a llegar quejas, y el portero, el señor Johansen, se presentó acompañado de su hijo adolescente, Kjeld, y dio cuenta de las muchas peticiones anónimas de vecinos molestos: para empezar, estaban las boñigas y el olor del sótano, y luego estaban los niños, que se asustaban cuando el penco se paseaba por el parque infantil; además, debía de estar prohibido por ley albergar animales en un bloque de viviendas. Fue unas semanas antes del último paseo a caballo de Kjeld, que supuso que toda la cuestión fuera objeto de la atención de la Policía, tras lo cual Erling comprendió por fin que la batalla estaba perdida, y, después de unas cuantas cervezas, convenció al mayorista para deshacer el trueque. Un coche por un caballo.

Orla estaba en Regensen, mirando asombrado al chico flaco y algo cabezón. Le costaba relacionar sus maneras educadas con los tratos absurdos que hacía su padre adoptivo.

—Claro que tampoco somos familiares —dijo Severin, leyendo su pensamiento—. En sentido estricto hemos nacido en familias diferentes; lo que pasa es que nos ha unido… Hasse.

A Orla le costaba entender que hubiera ocurrido algo tan interesante y singular al otro lado del seto de espino, en aquel mundo que, por lo demás, solo se expresaba cuando se elevaba un grito hacia el crepúsculo rojo porque una de las piedras de Orla había dado en el blanco.

—Tengo una cicatriz aquí, donde me dio la piedra —indicó Severin, poniendo un dedo delgado en una pequeña depresión sobre el ojo izquierdo.

Luego levantó la copa y contempló su rostro reflejado en el vino.

—La verdad es que es extraño que me quisieran. Con esa mueca que tengo de nacimiento.

Asintió en silencio, triste, a su reflejo en la copa.

—¿Mueca…?

—Sí. Nunca he podido sonreír de verdad.

Severin bebió el vino y miró a Orla.

—Así. —Sonrió, melancólico—. ¿Lo ves?

—¿Ver, qué?

—Que tengo la cara así. No puedo sonreír de verdad.

Orla se quedó callado, y el Dios de la Amistad y la Camaradería plantó con fuerza repentina un dedo frío y flaco entre sus omoplatos, haciendo que la parte superior de su cuerpo se inclinara hacia delante y se quedara paralizada en una postura torcida, casi imposible.

—¿A qué te refieres? —preguntó al final.

—Ya no importa. Sonrío como me da la gana, aunque no lo vea nadie.

Sonrió y miró a Orla a los ojos. Luego bajó la voz de pronto.

—Los primeros seis años no tenía ni idea de que no fueran mis padres. Cuando me enteré estaba sentado en un pequeño taburete en el pasillo, junto a la cocina, y de pronto vino mi madre con los rulos puestos y dijo: «Por cierto, no somos tus padres de verdad, Severin, ellos desaparecieron al poco de nacer tú, y entonces nos convertimos en tus padres». Recuerdo que pensé lo fácil que había despachado el asunto… —Se miró en el vino—. Con unas frases sencillas y comprensibles.

Orla volvió a sentir la rabia. Pasó un breve rato, y no dijo nada.

—Entonces pregunté por algunas cosas sin importancia, pero la verdad es que no me lo tomé a pecho. Cuando llegó a casa mi padre, fui corriendo hacia él y le grité: «¡No eres mi padre de verdad!». Y nunca lo olvidaré, porque entonces empezó a llorar y me dijo: «Sí, Severin, soy tu padre». Pero entonces dije: «Mamá me ha dicho que tengo otro padre». Y entonces lloró más aún.

Severin miró a Orla con ojos brillantes, después de casi una botella de vino.

—Habían perdido a su hijo, y entonces me adoptaron. Habían tenido un hijo, pero yo era un extraño. Así que todos nos quedamos desconcertados a más no poder. Entonces mi padre me tomó en su regazo y dijo: «No, no soy tu padre de verdad, pero de todas formas soy tu padre, y te quiero más que a nada en el mundo. Has de saber una cosa: nunca va a faltarte de nada». Pero ya la primera noche estuve pensando en cómo serían mis padres de verdad; había ocurrido algo, pero no sabía qué. En realidad… —Severin hablaba con voz nasal, y se calló. La realidad tendría que esperar.

Orla lo contempló con ojos entornados.

Severin tomó otro sorbo de vino.

Orla sintió de nuevo la rabia que sabía que iba a romper su amistad.

—¿No se te parecían? ¿Britt y Erling?

—En absoluto.

—¿Ni física ni psíquicamente?

—No. Ambos son bastante grandes y anchos, y yo, pues ya ves.

Orla pensó en su padre, a quien no podía visualizar, porque, al igual que la sonrisa de Severin, solo existía en un mundo invisible.

—Tenemos unos nombres bastante feos, ¿verdad? Severin y Orla. Siempre me tomaban el pelo en la escuela Kennedy. Todos gritaban: «¡Severín, Severín, siempre tan cantarín!».

Rio y babeó un poco.

Orla asintió con un gesto. Conocía bien a los golfos del primer gueto de cemento de Dinamarca, al que, aunque parezca raro, pusieron el nombre del presidente norteamericano asesinado.

Severin dijo:

—Todo era en honor de Hasse, lo de encontrar un huérfano. Su memoria iba a honrarse con un acto así de bondad infinita.

Una gota roja colgaba de su comisura. Parecía sangre.

—Recuerdo que una vez fui con mi madre a la peluquería, y la peluquera dijo: «Amiguito, tienes el mismo pelo que tu madre», y a mi madre se le helaron los dedos, y dijo: «No es el caso».

Severin sonrió, tenía los labios rojos.

—Toda la familia participaba en la mentira, todos ellos, por la memoria de Hasse.

Se levantó y, rodeando la mesa con paso inseguro, se dirigió hacia Mille, cuya piel colgaba a la altura de la vista. Levantó la mano y tocó con el índice y el pulgar las pequeñas uñas grises.

—Solo me adoptaron… —cubrió una garra con el hueco de la mano, las uñas sobresalían entre sus dedos—… para mantener vivo el recuerdo de mi pequeño maldito hermano mayor. Eternamente vivo. Es toda una paradoja, ¿no? Como en un juicio, ¿a que sí? Hay que decir la verdad, pero luego das la espalda al público. Somos muy insensibles, ¿verdad? Es nuestra maldición. No porque seamos hijos adoptivos, sino por haber pasado por allí, por Kongslund.

La sonrisa inexistente desapareció.

—Yo no soy hijo adoptivo —aseguró Orla—. Lo que pasa es que mi madre no pudo estar conmigo el primer año.

—Claro que eres hijo adoptivo.

—¿Has estado alguna vez con tus padres de verdad?

—Tengo sus nombres y el número de teléfono. Una vez que visitamos el hogar infantil, una niña, una tal Marie, me dio sus nombres. También los he llamado por teléfono. Pero siempre cuelgo antes de que respondan. Me falta valor.

Severin se tumbó de pronto y se quedó dormido.

Su libreta de teléfono estaba sobre la mesa. Orla, tras estar un rato pensando en el relato de Severin, la tomó y la abrió, y no sintió la menor compasión por el chico flaco de las casas amarillas. Sabía con precisión dónde había anotado Severin los dos números de teléfono más importantes de su vida: en la M y en la P. Así de simple.

Bajó a la cabina de teléfono —eran las tres de la mañana— y miró el pedazo de papel con los teléfonos de los padres biológicos de Severin, según Marie. Era extraño que hubiera tenido acceso a ese tipo de información confidencial. El padre vivía en la zona de Copenhague.

La cabina de Regensen estaba medio escondida tras la puerta verde que daba al jardín, y Orla vio el tilo por una ventana estrecha. Marcó el número, y un buen rato después respondieron, y una somnolienta voz de hombre preguntó:

—¿Sí…?

—¿Fue un buen polvo?

—¿Cómo…? —dijo la voz, algo más despierta—. ¿Quién es?

—Skodsborg, 1961. ¿Te quedaste a gusto yéndote y olvidándote del crío?

—¿Quién es? ¡¿Quién…?!

—¿Te quedaste a gusto yéndote para ser padre de los hijos de otra mujer?

—¿Qué diablos…?

—¿Piensas alguna vez en tu primer hijo? ¿Quieres su número de teléfono? No, claro. Dejemos eso de lado. Olvidemos el pasado, ¿verdad?

Orla colgó con fuerza. Se inclinó hacia delante y miró al patio, donde las chicas de la asociación de estudiantes dentro de pocas horas iban a poner la mesa para su almuerzo dominical bajo el tilo. La Chica de la Salvación se reiría, siempre tenía abiertos sus ojos límpidos, y a Orla le recordaba a la hija de los Pedersen, la que una vez le pidió que comiera «la azul», allá en su barrio.

Cuando despertó al mediodía, solo había dormido unas horas. Se puso el quimono, fue al teléfono y marcó el otro número de la libreta de Severin.

—Soy Pia —dijo una voz juvenil.

—¿Tu madre se llama Susanne?

—Sí. ¿Quién es?

—Nada, salúdala y dile que se olvidó un niño. Fue hace mucho tiempo, pero bueno. En Skodsborg. Solo dile que se olvidó un niño, hace mucho, mucho tiempo. Pero que él la sigue esperando. Bueno, si es que tiene tiempo…

Orla colgó. Apoyó la frente en el cristal de la cabina. Vio a Severin, con una gran resaca, sonriendo algo forzado bajo el tilo. La Chica de la Salvación estaba inclinada sobre la mesa, cortando lonchas de un gran salchichón en la gruesa tabla de la cocina de la residencia; rio y puso la mano en el brazo de Severin. Después cantaron un salmo de otoño con voces lejanas, y Orla se quedó escuchando, escondido en la cabina. Apenas oía la letra: «El bosque languidece por doquier».

Pero los árboles no languidecen, solo se secan las hojas, y ya no dan cobijo cuando llueve.

Luego marcó un tercer número, y esta vez oyó la voz de su madre, algo asustada, como si tuviera una desquiciada premonición de que algo terrible se estaba cociendo; pero Orla dejó que el receptor y el silencio flotaran en el aire mientras imaginaba la distancia exacta entre ellos: unos cinco kilómetros, setecientos treinta y seis metros y cincuenta y nueve centímetros, si ninguno de los dos se movía.

Orla escuchó el aliento de su madre, que preguntó:

—¿Diga…?

Y después, temerosa:

—¿Eres tú, Orla?

Orla tapó el auricular con la mano, y luego la retiró; una baba colgante se deslizó desde sus labios fruncidos hasta el auricular negro brillante; Orla bajó la vista a la hoja de romaza en el agua oscura, y el ojo le devolvió la mirada, aterrorizado. No pudo formular su pregunta. La chica bajo el tilo rio, y después cantó y pareció un ángel. Algo más tarde, Orla invitó a Severin y a la Chica de la Salvación a su cuarto. Ella estaba educada en la fe católica, y se había marchado de su casa con una bolsa de plástico llena de discos de Alice Cooper y Black Sabbath como único equipaje para la vida. Aquello no echó a perder su sentido del humor. Mientras subían las escaleras, ella cantó a Jesús y a la felicidad que aportaría a las personas si solo pidieran perdón.

—¡Hagamos un confesionario para nosotros, miembros de Regensen conscientes de nuestra culpa! —gritó Orla.

Severin lo miró con su pequeña sonrisa invisible, y es posible que la extravagante idea alargara en unas pocas semanas la amistad condenada a muerte de los dos chicos.

Los tres amigos construyeron con madera contrachapada una caja de casi dos metros de altura, hicieron un agujero en uno de los lados y lo cubrieron con un grueso paño negro. Se turnaban a sentarse en el taburete del interior de la caja para escuchar las confesiones mutuas. Era muy infantil.

Solo podían pronunciar una respuesta tras la confesión de culpa, solo: «Te comprendo». Justo lo que dirían los idealistas pedagogos y participantes en el debate social de la época, independientemente del alcance del Pecado.

Severin y la Chica de la Salvación contaron anécdotas de sus borracheras pecaminosas, y Orla salmodió tras la cortina: «Lo comprendo».

Pero luego llegó su turno, y de repente el ambiente de la estancia se transformó; la narizota se sorbió los mocos y los labios carnosos se movieron y dieron cuenta de visiones tan extrañas que tanto a Severin como a la Chica de la Salvación el juego les pareció cada vez más tétrico. Ni siquiera una católica escapada de su casa había vivido nada parecido; al final ambos se excusaron de hacer más confesiones alegando trabajos a completar y dolor de cabeza. Orla se agarró un cabreo que no pudo controlar, y un viernes por la noche, tarde, llamó a la puerta del cuarto de Severin.

—Tienes que confesarte. ¡Ahora! —dijo con voz empañada, y Severin, que vio que tenía los ojos enrojecidos, lo acompañó. Iba a ser la última vez, e iba a contarle el secreto que creía que Orla intuía.

—¿Recuerdas que te hablé del caballo de mi padre? —preguntó el chico de las casas amarillas, una vez ocupado su sitio en la caja.

El confesor al otro lado de la cortina no dijo nada.

—Sucedió algo con aquel caballo que no te he contado… O, mejor dicho, con el chico que lo montaba. Era Kjeld, el hijo del portero… —Severin vaciló un poco—. Era el chico más feo y malo que he conocido en mi vida, pero le encantaba aquel caballo, y cuando íbamos a pastar al pantano, solía venir detrás; un día lo dejé montarlo, y el animal se puso como loco. De pronto echó a correr, a toda velocidad, y Kjeld se agarró a la crin y no paró de chillar, y justo al lado de los juncos, casi junto al arroyo, el caballo paró en seco, y Kjeld voló por los aires y golpeó con la cabeza la piedra gris grande, ya sabes a cuál me refiero. Se quedó tumbado en la hierba, con los ojos cerrados, y recuerdo que me quedé mirándolo. Tenía sangre en las mejillas y en la frente; recuerdo que sentí una gran alegría. Estaba bien que yaciera allí. Pasó tres semanas en el hospital hasta que le dieron el alta, pero ya no volvió a ser el mismo, y un par de meses más tarde se desvaneció y se lo llevaron. A las semanas oímos que había muerto. Kjeld había muerto.

Calló un momento.

—Igual que Hasse.

Se había confesado.

La voz de Orla llegó con un tono grave e imperioso, como si Severin se hubiera impuesto una carga demasiado grande.

—Lo comprendo bien. Al fin y al cabo, no fue culpa tuya.

—Es que no digo lo más importante… Yo ya sabía que aquel caballo estaba algo loco. Ya sabía que Kjeld podía hacerse daño. También yo había intentado montarlo. Se suponía que era un auténtico caballo indio; también a mí me había derribado. Estaba loco, no había quien pudiera con él. Conseguí que se estuviera quieto mientras Kjeld lo montaba, y me aseguré de que tenía bien asida la crin, para que pudiera cabalgar un trecho a bastante velocidad antes de que lo derribase. Esperaba que se hiciera daño; nunca he esperado nada con tanta fuerza…

Severin se aclaró la garganta.

—O, al menos, que se diera un golpe… Pero que se muriera…

Pareció que fuera a echarse a llorar.

—Deseabas que muriera. —El confesor no estaba haciendo una pregunta.

—Lo único que recuerdo es… Parecía un niño pequeño, tumbado allí…

Echó a llorar.

—Lo comprendo. —La voz de Orla atravesó nítida la cortina—. Lo comprendo.

No había la menor duda de que lo comprendía.

Igual que lo de Hasse.

—Aquel día aprendí que se pueden tener ganas de matar, y también hacerlo. —Se oyó la voz de Severin—. Por lo demás, no es algo que se cuente a otros.

—No.

—¿Tú alguna vez…?

—No.

La cortina se estremeció un poco; aunque puede que no fuera más que la brisa de la calle.

Severin se levantó. Sus pasos lo sacaron del cuarto; había sido su confesión definitiva, no volvió, y al mes siguiente empezó a salir con la Chica de la Salvación, y el confesionario se quedó sin usar en un rincón del cuarto de Orla.

Eso creía Severin.

Pero a Orla le quedaba una historia que ya no tenía a quién contar. En lugar de Severin, colocó un viejo magnetofón Tandberg tras la cortina que podía grabar tres horas seguidas. Si alguien hubiera tenido acceso a las cintas —claro que estaban bajo llave en un gran mueble de roble—, se habría quedado más alterado que Severin y la Chica de la Salvación, porque en la oscuridad, a solas, Orla el Raro no tenía que reconciliarse con el escepticismo del mundo exterior ni tratar de evitar su reprobación; allí era a la vez el padre, el pecador y el juez, y, cuando el resto de la residencia dormía, él pasaba sin ninguna dificultad de un personaje a otro mientras hablaba a la cinta ronroneante del viejo Tandberg.

—Lo comprendo —decía el padre.

Y el Pecador gritaba:

—¡No me abandones!

Pero no había ninguna reacción, y el juez estaba al fondo, cuidando de que el silencio también se grabara en las cintas.

—Perdóname —susurró el hijo.

El padre siguió callado.

Orla oía su propio silencio en las cintas, clavado a las bobinas, donde zumbaba y zumbaba, y se hacía más profundo por cada metro que pasaba.

—Nadie es una isla —decía la voz.

Él respondía:

—Me acuso de haber preguntado a Almind-Enevold si puede conseguirme un puesto en el ministerio cuando termine la carrera.

Luego no había ningún sonido durante un buen rato, y uno casi podía imaginar a Orla, sonriendo y bebiendo vino.

—Puedo empezar este verano.

Durante un minuto la estancia está en silencio, y solo lo rompe el débil susurro de las bobinas al girar. Luego se oye la voz del padre:

—Has pecado. Pero has pagado por tu pecado con la amistad de Severin, y no puede pedirse más.

El siguiente fin de semana Orla se marchó sin explicar a Severin ni al resto de estudiantes de la residencia cuáles eran sus planes. El chofer de la empresa de mudanzas tenía una hija chiflada por las marionetas, y Orla le regaló el extraño confesionario.

Dos meses más tarde empezó de funcionario en el ministerio que entonces se consideraba el más estimado y respetable: el Ministerio de Justicia, el primer paso de la carrera de un abogado ambicioso.

Alquiló una habitación en una calle con vistas al hotel Østerport y a las vías del tren. Llegaba tarde por la noche y se levantaba temprano por la mañana. Durante los fines de semana, practicaba un nuevo ritual en lugar del que había abandonado: a medianoche se hundía en su butaca y se relajaba del todo; entonces, centímetro a centímetro, limpiaba su mente de perturbaciones internas, descascarillaba las palabras, luego las ideas y finalmente los sentimientos. Después se mantenía en total oscuridad bajo una cúpula lisa cubierta de nácar que daba una impresión sonora y táctil igual que la del interior de una caracola como la que le dio su madre de niño, que todavía guardaba el sonido de la rompiente allá lejos, en el Mar del Norte.

Entonces abría con respiración pausada la cubierta de su subconsciente y dejaba que las imágenes del barrio y del pantano llenaran el espacio. Las alas de mariposa arrancadas, el ojo depositado en la hoja de romaza, el agujero negro del rostro del gigante muerto que desapareció en las Tinieblas. Encendía tres velas y se quedaba sentado en el mismo estado y en la misma postura hasta que el último pedazo de mecha se retorcía y apagaba. Dejaba que las imágenes bailaran en torno a su rostro iluminado y volviesen a desaparecer, mientras el sonido susurrante se convertía en cuchicheos de voces lejanas y débiles.

Muchas veces concluía la ceremonia llamando al padre o a la madre biológicos de Severin al final casi de la noche, y las respuestas del otro lado de la línea sonaban somnolientas y metálicas. Nunca decía nada, se limitaba a dejar el receptor junto a las velas consumidas durante medio minuto, antes de cortar la comunicación.

Una noche se desvaneció y se deslizó a la misma invisibilidad que tan bien dominaba en tiempos del bachillerato. Un soplo de viento apagó las tres velas que tenía delante, y de pronto despertó y se vio allí, solo en la butaca, acurrucado, inclinado hacia delante como un pájaro negro desmañado, y se sintió helado por dentro, sin poder respirar; el terror explotó en su interior, el pánico fluyó por sus nervios: alguien lo había dejado a solas consigo mismo, dentro de su propio cuerpo y, lo que era peor, atrapado en su cráneo, entre Tinieblas, sin poder salir. No podía vivir.

Saltó de la butaca y corrió desesperado por la habitación, tocó las paredes con manos temblorosas, emitiendo extraños ruidos de sorberse la nariz como no había oído nunca. Era dos personas, encerradas en una, y tenía la cabeza a punto de estallar: no, no, no… no-no-no… ¡no-no-no-no-no! Oía los latidos de su corazón aterrorizado y las alas, golpeando en vano contra el cristal.

Poco a poco la presión claustrofóbica de sus ojos se aligeró y se desplomó al suelo, rendido. No sentía los brazos.

Aquello se repitió unas semanas más tarde, y la reacción le provocó tal miedo que buscó un ritual más abierto. Al principio se masturbaba en la oscuridad de su cuarto, sin moverse ni tocarse, solo por la fuerza de su concentración, pensando en las chicas del departamento; tras unos meses adquirió tal maestría que podía hacerlo en el autobús al volver del trabajo, sentado junto a la ventana con la cara vuelta, mirando con fijeza a los peatones, que pasaban al lado sin enterarse de nada. Se imaginaba a la nueva becaria de Derecho en una postura forzada sobre el escritorio, bajo un abrazo violento, y se corría antes de que el autobús llegara al hotel, y a veces incluso antes de llegar a media altura de Bredgade.

Llevaba quince años sin ver a Severin cuando el anónimo llegó al ministerio.

Pero sintió en su interior que volvían los antiguos sentimientos de la residencia: ternura, añoranza y rabia, y algo que estaba todavía más profundo y a lo que nadie podía poner nombre. Ni siquiera los hombres barbudos que una vez trataron de descifrar su mente cuando encontraron al imbécil del tuerto en el arroyo.

En el ministerio, cinco días después de llegar el anónimo, estuvo esperando la llamada de Severin. Pero parecía que su antiguo amigo hubiera tomado la firme decisión de no restablecer el contacto.