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EL MINISTRO NACIONAL

9 de mayo de 2008

Una vez, cuando tenía doce o trece años, pregunté a Magna si estaba segura de que los finos hilos de la tela de araña podían sostener todos los cuerpos que se balanceaban sobre ellos, año tras año.

Me miró impaciente y respondió:

—Marie, ¡esa tela puede sostener a todos los niños de todo el mundo!

Tal vez mi inquietud se debía a mis propios miembros deformes, que poco a poco se acostumbraban a su cautiverio justo en aquellos años; o tal vez presintiera ya entonces que nadie iba a sacarme nunca a bailar. E incluso aunque ocurriera el milagro, mi fealdad provocaría el fatídico balanceo que haría que los hilos se rompieran y todo el rebaño de mi madre de acogida se precipitara al abismo.

Como de costumbre, Magna rio por mi temor, igual que se reía de todos esos disparates, y yo cerré los ojos y rogué que el Implacable de las alturas no lo oyera.

Peter volvió a meter en el cajón la carta y los calcetines de ganchillo. Solo había mencionado la primera parte de su vida a unas pocas personas.

Su decisión de abrir la puerta al pasado la tomó sin darse cuenta, como la vez que estuvo practicando con la sierra en el bosque. Peter Trøst Jørgensen llevaba treinta años viviendo el presente, y el presente era en su mundo como un túnel que iba desde los estudios de televisión del Cigarro, junto a Roskilde, hasta las salas de estar danesas, donde la gente de ninguna manera deseaba —como diría el Catedrático— que sus momentos entrañables se estropearan por espectáculos de mal agüero si se acercaban demasiado. La televisión es eso, televisión: un modo de observar el mundo, como si estuviera cerca, pero sin estarlo de verdad. Y Kongslund era la joya nacional predilecta en la era de la globalización.

En el Espacio Conceptual del sótano, donde los jóvenes leones de la cadena, entre gruñidos y bufidos, concebían superconceptos atractivos para los espectadores, el Catedrático había empezado el día gritando:

—El ayer no sirve para nadie… Nadie quiere perder el tiempo con preocupaciones. La gente quiere que se le recuerden las cosas, ¡pero no los problemas!

Los jóvenes leones de la mesa conceptual asintieron en silencio, y sus melenas susurraron, porque allí, en el palacio televisivo, la palabra del Catedrático era ley. Era dueño y señor del Cielo, centro emisor de señales y padre del ejército de hormiguitas.

Siendo profesor de literatura nórdica en la Universidad de Copenhague, recibió de repente, sin esperarlo, su bautismo televisivo en un programa de debate en el que habló de la influencia creciente de la televisión en la gente con un sociólogo cultural enemigo de las pantallas. Aquella noche pronunció la frase que cambió para siempre su existencia, algo gris, de profesor titular universitario: «La televisión es la octava maravilla del mundo, porque tiene la capacidad de mitigar y atender todos los problemas que tememos cada uno de nosotros: soledad, aislamiento, violencia y guerra, incluso hambruna y catástrofes naturales. ¡La televisión es la única revolución verdadera hoy en día!».

Unos años más tarde, Channel DK hizo de la identidad nacional su marca de clase y nombró al popular catedrático de la televisión presidente del consejo de administración, y el Catedrático decía ahora, con la mayor naturalidad, todo lo que durante mucho tiempo había sido incorrecto para la televisión, alabando a los ricos y poderosos y marcando distancias con el humanitarismo exacerbado:

—Queremos tener derecho a rechazar todo lo que nos sea extraño, usos, costumbres y naciones: otomanos, polacos, rumanos, eslovenos, tamiles, uzbecos, turcos…, ¿y qué más?

No es de extrañar que pronto estableciera fuertes vínculos con el partido mientras las cifras de audiencia subían sin parar.

Peter Trøst estaba junto a la ventana panorámica de su despacho oval, observando las zonas boscosas de los alrededores. Había visitado Kongslund con sus padres poco después de que le revelaran el mundo que le habían mantenido oculto; parecieron tan aliviados que cualquiera diría que habían cometido un asesinato y al final habían hecho las paces con Dios. O tal vez el perdón procediera en realidad de la antigua directora, que los recibió en el sendero de entrada, abrazó a Peter y lo levantó en el aire, como si aún viviera allí. Solo tenía trece años.

Conoció a la hija acogida por Magna en la visita siguiente, y estuvieron en su singular habitación del primer piso, que recordaba el puente de un barco —incluso había fijado un catalejo en el brazo de una vieja silla de ruedas—, tratando de recordarse mutuamente aquellos primeros años. Y les era imposible, por supuesto. Pero ella le habló de Asger, que había estado en la Sala de los Elefantes por la misma época y más tarde partió en busca de sus auténticos padres. Aunque Asger se mudó a Aarhus y vivía una vida alejada de Kongslund, Marie era capaz de describir, por extraño que pudiera parecer, el barrio en el que él creció, casi como si hubiera estado allí y lo hubiera visto con sus propios ojos. A Peter aquello le resultó extraño.

Peter Trøst sacudió la cabeza tras el enorme escritorio y llamó a las escuelas municipales de Aarhus, una a una, preguntando por una pareja de maestros con un hijo llamado Asger. Los encontró al quinto intento.

—En efecto —respondió el director de la escuela. Habían trabajado en la escuela de Rosenvang, en Viby, durante más de cincuenta años, y acababan de jubilarse. Su hijo se había convertido en director del observatorio Ole Rømer, y los alumnos de la escuela solían visitar el observatorio varias veces al año para estudiar nubes galácticas como Andrómeda, el Cúmulo de Virgo y la Gran Nube de Magallanes—. Desde muy pequeño siempre estaba mirando hacia arriba. Él es así. Sueña, como Hawking, con encontrar una teoría que lo explique todo.

Luego cambió de tema.

—No irán a… acusarlo de algo, ¿verdad? Jamás ha sido extremista, ni en política, ni…

El director de escuela se calló, como si estuviera sopesando una hipótesis peor aún.

Peter Trøst lo tranquilizó. Encontró el número del astrónomo y levantó el receptor, pero vaciló. Observó desde la ventana panorámica las manchas oscuras que, a pocos kilómetros unas de otras, salpicaban el paisaje de colinas selandés. Skalstrup, Brordrup y Gøderup, extraños nombres de pueblecitos en un mundo que, en general, nunca visitaba. No tenía ni idea de qué hacían en aquellos lugares.

Luego tecleó el número del astrónomo. Al otro lado de la línea se oyó un clic.

—Soy Asger Dan Christoffersen. En este momento estoy en el observatorio, pero volveré pronto. Deje un mensaje, y lo llamaré.

La voz era más profunda de lo que había esperado Peter, tan alejada como podía estarlo de las más altas formaciones astrales y espectáculos celestes. Dejó un mensaje breve sin decir de qué se trataba, porque no quería correr el riesgo de asustar al hombre. Luego se quitó la chaqueta y la camisa; últimamente había empezado a sentirse sucio después de andar dos o tres horas con la misma ropa, y la peor época era justo aquella, cuando al frescor invernal lo relevaba la tibieza de principios de primavera, y él sentía como si alguien le tocara la piel con una mano caliente (no le gustaba el contacto físico). Para cuando terminaba el trabajo, muchas veces llevaba puesto el tercer o cuarto traje, y había empezado a desconfiar de los compañeros que pasaban todo el día con la misma camisa y corbata.

Después volvió a tomar el receptor por tercera vez y llamó a Søren Severin Nielsen. El nombre del abogado aparecía con regularidad en los periódicos, y casi siempre en relación con imposibles peticiones de asilo y con el colapso de permisos de residencia para los refugiados más necesitados. En la oficina debía de haber una sola persona, porque nadie respondió la llamada, ninguna secretaria, ningún pasante: solo una voz de hombre, ronca y gastada, que casi susurraba.

—Søren Severin Nielsen está en el juzgado. Deje un mensaje.

Peter vaciló un segundo. Recordaba a Søren Severin Nielsen por su participación pública en varios casos importantes de refugiados: flaco, algo violáceo, como si ahogara su interminable lista de fracasos en la Comisión de Refugiados y el Ministerio Nacional en demasiada cerveza al terminar el trabajo. Colgó.

Pensó por un momento llamar a Magna, pero vaciló, sin saber por qué.

Una vez la directora le dijo: «Recuerda, Peter: los hijos ilegítimos llegan a nosotras igual que Moisés en su cesta de junco, y por eso los mejores hogares infantiles están junto al mar».

Era una observación extraña, incluso en un país que está rodeado de agua.

Se quedó mirando el cielo sobre un par de pueblos selandeses singulares de cuyos habitantes lograba visiones fugaces cuando conducía su coche sin rumbo para matar el tiempo, camino de su casa en Østerbro. Al día siguiente de la llegada del anónimo se quedó absorto —cosa rara en él—, y sacó un mapa, y allí estaban, claro, todos los pueblos de nombres singulares de una época pasada. En realidad, no entendía sus actos y sus pensamientos de los últimos días; tal vez fuera todo culpa del anónimo, pese a saber que las desgracias pocas veces se basan solo en el correo.

Su madre le decía: «Eras el niño más guapo que hubo jamás en Kongslund. ¡Todos querían llevarte a su casa!». Y entendió la maldición. El recorrido vital de mucha gente lo deciden los cuerpos físicos que Dios, en perfecta colaboración con el Diablo, ha decidido darles al nacer: hay personas que son tan feas que nunca se recuperan de las derrotas a las que los ha expuesto su infancia, y hay niños que son tan guapos que nunca escapan a la atención a la que los ha acostumbrado su crianza; esa tendencia se refuerza muchísimo en los niños adoptados, bien que lo sabía él. En lo más profundo de su ser siempre había sido consciente de la excelencia que le habían otorgado sus años de infancia; si alguna vez tratase de evitarla, con seriedad y sentimiento, el Destino, con rostro cansado, se inclinaría sobre el borde del cielo, desde donde no quita ojo a vivos y muertos, y cortaría el nervio que mantenía la inseguridad y la vanidad en un equilibrio apretado, pero vital.

Y entonces él se derrumbaría.

Todas las estrellas temen esa caída repentina de la cumbre del triunfo, y con el asunto Kongslund como un abismo abierto ante sí, Peter Trøst bordeaba el pánico.

Sonó su móvil.

El ministro estaba subiendo. Se levantó, colocó dos copas de vino en la mesa oval de reuniones, de madera de palosanto, y abrió la puerta.

Almind-Enevold era más pequeño de lo que parecía en la tele, y de cerca se le veía una manicura tan perfecta que alguien podría sospechar que fuera gay. Pero los sabuesos de la prensa crítica no habían encontrado señales de eso, más bien al contrario. Vivía con su esposa y no tenían hijos; en ocasiones se veía con otras mujeres, pero su esposa, Lykke, no se enteraba.

El ministro nacional iba acompañado de cuatro guardaespaldas, seguramente para ilustrar las historias que su jefe de prensa, el Curandero, contaba ante los medios, sobre amenazas y acoso desde círculos musulmanes, fundamentalistas. Pero los guardaespaldas se quedaron al otro lado de la puerta.

El Rey Absoluto se sentó sin que lo invitaran en la butaca más grande y mejor tapizada, con la copa de vino tinto en una mano y un purito delgado en la otra. Las esbeltas volutas subieron hacia el techo, y el poderoso hombre asintió con un gesto al coordinador de informativos y entretenimiento.

—En otros tiempos no se mezclaban los informativos con el entretenimiento, dijo tras un aro de humo perfecto, casi como si estuviera hablando al humo, y no al hombre.

Peter Trøst adoptó un tono superficial.

—Hay que adaptarse a los tiempos, y a las cifras de audiencia —comentó, sonriendo—. Al igual que el Gobierno debe adaptarse a sus cifras.

El ministro lo miró un rato como si no entendiera.

—Las cifras de las encuestas —aclaró Peter.

El Rey Absoluto emitió un par de carcajadas cortas, que sonaron igual que un puñado de cascos de cristal al caer sobre un suelo embaldosado. Todos los periodistas conocían la fama de aquel hombre por su dureza casi rotunda, tanto en privado como en el trabajo, una frialdad que en el pasado sorprendía a sus contrarios. Era amigo personal del Catedrático, a quien conocía desde que ocuparon la Facultad de Derecho durante los años de grandes revueltas, antes de que cambiaran los tiempos.

Peter dejó su copa en la mesa.

—Ya sé que tienes una relación especial con el hogar infantil de Skodsborg. Y dentro de cuatro días la directora va a festejar su sesenta aniversario.

—La anterior directora; sí, es cierto. —El Rey hablaba en su habitual tono bajo.

—La auténtica directora, podría decirse. La que siempre has apoyado como jefa del hogar infantil que contribuiste a hacer famoso.

El ministro no reaccionó. Tenía una hilera de dientes pequeños, y labios descoloridos, y la despejada frente brillante parecía un muro de piedra inexpugnable.

—¿Fue tuya la idea de la fiesta de aniversario del 13 de mayo? —preguntó Peter Trøst.

—He colaborado en los preparativos, sí.

—Eso provocará comentarios positivos, en lugar de lo que se lee en los periódicos sobre los anónimos. Y sobre el tratamiento del ministerio a un chaval tamil huérfano que hay que expulsar…

Peter no sabía por qué había mezclado dos casos. Tal vez fuera por el vino. Sentía la necesidad de provocar a aquel hombre como ningún periodista normal de la televisión lo haría.

—Sí —dijo su invitado, sin mostrar sorpresa alguna por la extraña mención doble.

Peter Trøst abrió el cajón superior y sacó su ejemplar del Fri Weekend. Leyó en voz alta algunos fragmentos subrayados.

—«Famoso hogar infantil, acusado de esconder a miles de niños… Podían ser políticos, funcionarios o actores que no deseaban jugarse la fama y la carrera por un pequeño desliz… Podían dirigirse con toda confianza a Kongslund, a la casa de la directora ahora jubilada… Allí se solucionaba su problema con discreción y total satisfacción».

El ministro dio un sorbo al vino, pero no reaccionó.

—¿Tienes algún comentario que hacer a ese resumen?

—¿Para eso me has hecho venir hasta aquí con tan pocas horas de antelación? —Al parecer, el ministro olvidaba que la propuesta había sido suya—. ¿Para escribir una historia fantasiosa como esa? Me parece que no es digno.

—Pero bueno, de alguna manera se trata de tu periódico, del periódico del Gobierno. Fri Weekend sigue recibiendo millones en donaciones del partido desde los viejos tiempos. —Sus ganas de desafiar al ministro seguían pareciendo algo extrañas.

—Era mi periódico —explicó el ministro, golpeteando el artículo donde aparecía el nombre de Knud Tåsing—. Antes de que este periodista intentara implicar en un escándalo al Gobierno con esa basura.

Pronunció la última palabra como si una tijereta le hubiera mordido la lengua; luego se calló. Su piel pálida había adquirido un tono rosa, casi como el del cielo de Kirke Såby y Tølløse justo antes de ponerse el sol.

—¿Fango? —Peter Trøst estaba sinceramente sorprendido por la expresión.

—Sí, como el que se saca de un pantano, que huele a podredumbre y agua salada estancada. Pero esto te lo digo a micrófono cerrado.

—No obstante, el periódico dice que has pedido a un viejo conocido, un antiguo policía, que ahonde en el caso, con discreción. Así que ¿la historia os interesa?

El ministro se inclinó hacia delante, y su frente brilló.

—Escucha, Trøst. Una vez que se filtra una cosa así, y el autor del anónimo ha sido lo bastante hábil como para alarmar a un periódico sensacionalista, no queda otro remedio que tomártelo en serio. O, mejor dicho: hacer como que te lo tomas en serio. Y entonces es conveniente escoger una empresa privada, en vez de alarmar de forma oficial a la ciudadanía, a la Policía y a los servicios de inteligencia, y gastar las coronas del contribuyente en nada. ¿No te parece? El despilfarro es, por lo demás, uno de los temas favoritos de Channel DK.

Peter calló. El ministro podría haber sido lo bastante listo como para pensar así. El sobre azul que había recibido junto con otros pocos elegidos estaba en el cajón del escritorio, bajo llave, a solo un par de metros de ellos; pero no podía desvelar su propia implicación, que no se había atrevido a revelar ni siquiera al Catedrático.

—Según el periódico, tu mano derecha, Orla Berntsen, vivió en ese mismo hogar infantil hace mucho. ¿Cómo lo valoras?

—Supongo que no hay nada grabando, ¿verdad?

—Que yo sepa, no hay ninguna cámara encendida —aseguró Peter, mirando alrededor, desafiante.

—Ni idea.

La estrella de la televisión estuvo a punto de soltar una risa ahogada. Qué descaro. Se quedó mirando al ministro, que seguía con las manos cruzadas sobre la mesa.

—¿Crees que es una casualidad que justo él recibiera un anónimo?

La ironía de la pregunta era evidente, pero el ministro se limitó a encogerse de hombros, como si temiera que algún micrófono oculto fuera a grabar algo acerca de ese estúpido desconocimiento, precisamente sobre aquella cuestión.

—Podría interpretarse el texto en el sentido de que sabías, o alguna vez supiste, que en Kongslund ocurrían cosas encubiertas. Pero sin intervenir.

Peter Trøst dejó la insinuación flotando en el aire. Transitaba por terreno peligroso.

El hombre de la butaca parecía estar observando una bruma lejana, una escuadrilla formidable de palabras que llenaban el aire entre su universo y el del periodista, y dijo:

—Dime, ¿cuál es tu interés en esto? ¿Por qué estás tan ansioso por hacer un programa a partir de esas difamaciones…?

Peter Trøst se enderezó, algo asustado. ¿Conocería el ministro su pasado? No era posible. Entonces aspiró hondo.

—¿Se hacían esas cosas en Kongslund?

—Conozco el hogar infantil, y nunca he sabido de nada así. Con eso no quiero decir que no pueda haber ocurrido cualquier cosa; al fin y al cabo, yo no vivía allí. Solo era un buen amigo. Conocí a Magna, a la señorita Ladegaard, durante la guerra…

—Sí, ya lo sé.

—Y le ayudé con el sueño de su vida, me enorgullezco de decirlo. Y creo que Channel DK debería centrarse en eso esta semana, cuando van a homenajear a Kongslund decenas de miles de personas, no solo en Dinamarca…

Alzó la copa y la mantuvo frente al rostro de Peter.

—Salud. Vendrán invitados de todo el mundo.

Apuró la copa e hizo ademán de levantarse.

Peter sopesó su última pregunta: «¿Te ayudó ella alguna vez, a ti o a alguien que conocieras?». Pero seguro que eso desencadenaría un buen cabreo, y seguro que bloquearía todo contacto posterior con el ministerio.

El ministro nacional lo miró como si hubiera percibido la sombra de la pregunta en sus ojos.

—No. Tampoco he estado envuelto en nada secreto o encubierto… —Sonrió con frialdad—. Y si lo hubiera estado, no me parecería que debiera interesar a nadie excepto a los medios sensacionalistas.

Apartó la copa vacía.

—Perteneces a un Gobierno que en cualquier contexto habla de valores humanos y de honradez, y de dar a todos los niños del país una buena infancia y una buena vida en una familia segura.

Peter Trøst volvió a sentir una furia inexplicable que no parecía muy profesional, pero que era incapaz de controlar.

—Por supuesto, sería interesante si alguien de tu partido hubiera vivido bajo principios muy diferentes, y retorcido todas las reglas. Escondiendo los frutos de sus aventuras en consideración a sus vulnerables carreras… ¿Cuánto más se encontraría debajo de una alfombra así…?

El ministro nacional se levantó.

—Esta conversación roza lo grosero —aseveró con la cabeza algo ladeada—. No hay nada de lo que has insinuado, y exijo cierto respeto, también a la prensa. Miró enfadado al periodista y añadió: —No ese lanzar sospechas y ese afán sensacionalista.

En aquel instante se abrió la puerta, el Catedrático entró sin llamar, fue directo hasta el ministro y lo asió de los hombros, casi con camaradería.

—Querido Ole, en la prensa somos así. Tenemos que mantener algunas de las viejas tradiciones, por el bien de la democracia. Tú mismo alabas a la prensa porque da a la gente confianza y la seguridad de mayor justicia, porque es nuestro perro guardián, y la garantía de que podamos hablar de todo. No podemos prescindir de ella.

—El sensacionalismo no es libertad de expresión —aseguró el ministro, sacudiéndose las manos de encima.

—No, y por eso vamos a manejar el tema con moderación, puedes estar seguro de ello. Te trataremos con justicia y ecuanimidad, igual que tu Gobierno nos ha tratado siempre con justicia. Cosa de la que estamos agradecidos.

El ministro estaba mirando hacia el sur, como si le hubiera entrado un interés repentino por los bosques de Borup y Kirke Hvalsø. Luego dijo:

—Sí, nos tratamos mutuamente como nos merecemos… Y sí, me gustaría mucho que no dañásemos el recuerdo de uno de nuestros mejores hogares infantiles de todos los tiempos.

Asió su abrigo. Los cuatro guardaespaldas habían entrado en el despacho y se desplegaron en torno a él.

Peter Trøst miró al Catedrático, que seguía frente al ministro. Tenía la vaga sensación de que se había sellado un pacto entre los dos hombres. Quizá hubiera podido evitarlo con una simple pregunta. Pero no la hizo.

Puede que tampoco hubiera cambiado los acontecimientos de los próximos meses. A esos niveles, los hombres raras veces desviaban su rumbo ante otros, y no cedían casi nunca.

Incluso si hubieran visto el peligro, y tal vez deberían haberlo visto, se habrían quitado de encima la responsabilidad; el proceso habría continuado hacia su punto cero, donde al fin y al cabo nadie podía cambiar nada. Así solía ser en los antiguos cuentos, así era en el amor y en la guerra, y así es en el universo de los poderosos, donde la ambición es reina y no permite el acceso a ningún otro sentimiento.

Pero por supuesto que se castiga.

Había tres personas en el despacho aquella tarde, y medio año después dos de ellas estaban muertas.

Después el Catedrático le dijo a Peter, como un profesor que habla a un estudiante:

—Lo has hecho bien hasta que lo has amenazado. Ha sido una idiotez.

El Catedrático debía de haber escuchado la fracasada conversación desde el otro lado de la puerta.

Se acercó a Peter.

—Estoy de acuerdo con él en que exageras el significado de los anónimos. Cualquier imbécil puede escribir esos chismes estúpidos.

Peter se quedó mirando al presidente de su consejo de administración. El asunto Kongslund chocaba de frente con los planes del Catedrático y de los jóvenes leones conceptuales para ampliar las cifras de audiencia y mantener la ventaja sobre los canales de la competencia. Se podrían abordar los problemas, pero en tal caso los «malos» deberían ser individuos bien definidos: moteros, terroristas, musulmanes; no unas autoridades sin rostro, y desde luego que no el Estado de bienestar. «¡Debemos estar a favor de las cosas buenas de la vida!», rugió Bjørn Meliassen en la conferencia estratégica de enero con los jefes de Channel DK, apodados «los Nueve Supremos». «Debemos encontrar la felicidad en nombre de los televidentes, y la felicidad es todo lo que ya tenemos: es nuestra familia, nuestros hijos, nuestra televisión, nuestro bienestar y nuestro país. ¡Eso es lo que debemos defender! Los que no estén de acuerdo, que se marchen, y los que no se adapten, que vuelvan a sus países de origen. No podemos adoptar los estúpidos usos y costumbres de todo el mundo».

Bjørn Meliassen aspiró hondo.

—Yo sé una cosa que no sabes que sé, Trøst. Sé que también tú estuviste en el hogar infantil de pequeño, que has vivido en Rungsted y que eres adoptado; sé lo de Knud y también sé… —Se inclinó hacia la estrella de la televisión, cuya mano se paralizó en el aire mientras sujetaba la copa de vino—. Sé que tu rector murió de un ataque al corazón tras unos actos de vandalismo en tu colegio. Sé mucho, mucho más de lo que piensas, y me doy cuenta de que hace falta ser un hombre más fuerte de lo ordinario para enfrentarse a todo lo que te ha pasado.

Peter se puso rojo como un tomate. Le pareció sentir la brocha de la maquilladora en el cuello, pero solo era el Catedrático, soplando aire frío entre sus labios finos.

—¿Qué te creías, Trøst? ¿Que no iba a informarme acerca de mi mayor estrella? Ja, ja. Nunca has buscado a tus verdaderos padres, pero hay muchos que lo hacen. No sabes ni quiénes son, y tampoco deseas saberlo. Por eso te atrae tanto Kongslund. Es tu propio pasado el que persigues mediante ese estúpido personaje de John Bjergstrand. Deberías acudir a nuestros excelentes psicólogos y sacarlo todo.

Peter Trøst notó las oleadas de náusea que subían desde el fondo del diafragma. El Catedrático había mencionado episodios de su pasado de los que de ninguna manera debía tener conocimiento. El Colegio Privado, el vandalismo y el tiempo en que había sido amigo de Knud Mylius Tåsing. ¿De dónde había conseguido aquella información?

—Escucha, Trøst. —El Catedrático nunca llamaba a Peter por el nombre cuando estaba en plan didáctico—. Aunque nos subvenciona un tío rico de América, nuestro futuro no se basa en limosnas, sino en peleadísimos ingresos por publicidad. Así es nuestro mundo. No hacen falta historias como esa, créeme. Y hay otra cosa…

Los ojos del Catedrático brillaban como la noche en que apareció en su primer y más brillante programa de televisión, y Peter miró con fijeza sus ojos malvados a dos metros de distancia.

—Justo después de que llamaras tú al ministerio, ha llamado Carl Malle, de parte del ministro. Como jefe de investigaciones, está indignado por nuestra intromisión, porque dice que puede entorpecer cualquier intento de esclarecer el caso.

Peter se imaginó a Carl Malle, el vigilante y el cazador, y en aquel instante supo de dónde procedía la información del Catedrático. La náusea trepó algo más por su garganta. Sabían más de lo que era posible.

—Es él quien me ha investigado —afirmó—. Es a Carl Malle a quien has pedido información sobre mí.

La última verdad centelleó contra el cielo del crepúsculo y desapareció.

La mirada del Catedrático vaciló, pero solo un segundo. Luego sacudió la cabeza, apenado. Su respiración sonaba agitada.

—Esa historia va a ser tu perdición, Trøst.

Sonó como una premonición.

Peter salió del despacho con la botella de vino vacía.

En el aparcamiento la náusea atacó por tercera vez a Peter Trøst, con tal fuerza que se agachó entre dos unidades móviles, pensando que iba a vomitar.

Pasó tres horas conduciendo sin rumbo entre los pueblos que veía a diario desde su despacho del Gran Cigarro, mirando por las ventanas iluminadas y observando las sombras de la gente que vivía dentro.

No tenía ni idea de por qué.

Trató de llamar de nuevo a Søren Severin Nielsen; era muy posible que el abogado pudiera ayudarle. Había conocido antes al jefe de Gabinete del Ministerio Nacional, y también él había pasado por Kongslund. Se decía que era un abogado hábil, aunque había elegido una especialidad desastrosa.

Pero seguía sin responderle.