10

PETER

1961-1973

Creo que los niños de la Sala de los Elefantes sabían cuándo iban a marcharse mucho antes de que los entregaran a brazos extraños. Creo que nos despedíamos en silencio, como hacen los niños, y que el mensaje de la separación pasaba sin problemas entre nosotros, de una cama a otra.

Por alguna razón, siempre me dormía antes de que Magna terminara su canción, y soñaba que un día me acompañaban a uno de los coches de la entrada, transportada por la interminable serie de versos de Magna.

Peter fue el siguiente en marcharse. Una mañana su cama junto a la ventana estaba vacía. En sueños, lo vi caminar sobre la delgada telaraña que habían hilado para él las señoritas, y en su caminar no había inseguridad, ni la menor vacilación.

A finales del verano de 1972 llevaba varios meses vigilando intensamente a Orla, y ya no estaba tan segura de mi añoranza por lograr una familia y alejarme de Kongslund.

Su extraña vida en el barrio de casas adosadas, rodeado de niños que lo despreciaban por ser un elemento extraño y perturbador, pero con quienes, de todas formas, trataba, me asustaba cada vez con más furia.

Después de mis excursiones, Magdalene solía visitarme por la noche —cada vez pasaba más momentos alegres y celestiales junto a su amigo del alma, el Rey Bueno—, para examinar entre las dos mis apuntes y hacer añadidos antes de ocultarlos en el fondo falso del viejo armario de limonero; fue ella quien, una noche de verano, me propuso observar con mayor detenimiento a otro de los niños de la Sala de los Elefantes.

Nuestros ojos se posaron en Peter, claro; Peter el Feliz.

En la foto de las Navidades de 1961 está tumbado bajo la rama de abeto con el tambor, sonriendo a la cámara. No es de extrañar que las puericultoras parlanchinas lo llamaran Poul, como el joven héroe de la pantalla Poul Reichardt. La ayudante de más confianza de Magna, Gerda Jensen, me contó después cuánto lo adoraban.

Tomé el autobús de la costa y me apeé en el puerto de Rungsted, que por aquel entonces se componía de un par de embarcaderos de madera con alguna barquichuela y una pequeña playa adonde iban a veces los pasotas con sus gruesos jerseys islandeses a sentarse al sol, fumar hachís y beber cerveza casera. Desde allí caminé el último tramo hasta la dirección que había encontrado en el escondite de Magna. Se trataba de una enorme villa blanca rodeada de un exuberante y bien cuidado jardín; había un pequeño banco pintado de blanco debajo de un gran olmo, en el que estaba sentado Peter, en medio de una franja de sol que milagrosamente había atravesado el follaje del olmo. Tumbada tras los arbustos, observaba los pájaros salir a saltos de las sombras y agruparse en torno a él, como si solo fuera un reflejo del sol que no había que tomar en consideración. Y con el catalejo observaba su rostro. Él no se daba cuenta. Nunca me vio.

Pasé semanas tras los setos y arbustos que rodeaban el imponente jardín que ahora era suyo; al contrario que el mundo de Orla, estar allí era como estar ni más ni menos que en el Paraíso. Todo estaba florecido, y si tenías predisposición a la envidia, esta podía germinar y crecer y serpentear por las raíces del corazón, pero solo a distancia, y solo hasta el momento en que mirabas aquellos ojos azul-grisáceos que más tarde millones de daneses tendrían ocasión de ver cada noche. Durante su primera infancia, Peter poseía una muy extraña falta de autoestima y una despreocupación por su aspecto que marcaba un agudo contraste con lo que sucedió después. Estuvo en el centro del mundo desde el primer día de escuela, pero no parecía sufrir ningún daño por su enorme popularidad. Esta no lo inducía a fanfarronear ni a mangonear, y tampoco a no hacer caso a los más débiles de la clase; al contrario.

El Colegio Privado era una especie de reserva, con edificios bajos funcionales, para los hijos de los ricos, con acceso a un bosquecillo donde los alumnos mayores podían pasear durante el recreo del almuerzo. Desde Strandvejen subía un largo sendero recto de gravilla hasta una verja que se abría por la mañana y se cerraba por la noche, y la verja estaba custodiada por los perros del rector, un par de feroces y escuálidos galgos ingleses que de día estaban encadenados tras una cerca de alambre en un rincón del patio de recreo, y por la noche los soltaban. Si alguien se acercaba a la verja de noche, se oían los ladridos de los perros por el bosque como un eco furioso, y los sonidos aún más lúgubres del estrépito sordo que hacían al lanzar sus cuerpos nervudos contra la odiada barrera; si las dos bestias hubieran sido un poco más delgadas, se habrían escurrido entre los barrotes, y sin duda era justo esa visión terrorífica la que mantenía a ladrones y pirómanos potenciales —bueno, a cualquier extraño— lejos del terreno del Colegio Privado.

Hasta las Navidades en que murió el rector Nordal —y sus dos galgos—, cuando la vida de Peter, con once años, cambió de arriba abajo.

El dueño y señor del Colegio Privado era un hombre de actitud muy severa, temido por los doscientos veinte distinguidos alumnos de la escuela por su discreto sarcasmo y sus repentinos ataques de ira mastodóntica. Sonriente frente a los padres, siempre tenía a mano una acertada palabra de elogio sobre su aplicada hija o su avispado hijo, lo que hacía que las descripciones que esos mismos hijo e hija hacían del álter ego rugiente y espumajeante del rector se considerasen excusas poco probables en las casas de buen tono de la zona. Ahogadas por el llanto, las acusaciones de sadismo contra el rector solían suponer a menudo otra bofetada o un día más sin salir de casa, y los padres cuyas criaturas había alabado el rector por su sinceridad inquebrantable, ponían más sentimiento y contundencia en el castigo.

Peter se dio cuenta de que también había niños que no le gustaban al rector Nordal.

Temprano por la mañana, después de encadenar a los perros, llegaba sin prisa por el sendero que había desde su domicilio, con la vista dirigida expectante hacia la entrada. En medio del patio, se detenía un rato bajo el majestuoso tilo, que era el orgullo del colegio, y escuchaba el susurro del viento en su imponente copa, y por supuesto que debería haber oído su advertencia: unos quejidos y gemidos, que se debían a que las raíces más profundas sabían que la Muerte estaba en camino. Pero no la oyó. Había ayudado a cuidar el árbol, y este había crecido tanto que se había convertido en símbolo de toda la zona.

Que siguieran llegando niños tarde, pese a saber que justo en la entrada se encontraba esperándolos aquel galgo humano, dice algo sobre las ansias de libertad inherentes al ser humano, y sobre todo a los niños. Los pecadores, con el miedo del rebelde pintado en los ojos, se colaban por la enorme verja de la entrada y eran recibidos por el grito furioso del rector. Cuando se inclinaba sobre ellos, su aliento olía a azufre, a rayos y a ácido clorhídrico, y aquel tufo nauseabundo había llegado a ser con el paso del tiempo más temido incluso que las observaciones más sarcásticas del rapapolvo:

—¿¿El señorito no podía despegar su culo gordo del edredón de seda?? —gritaba, mientras asía con brutalidad una oreja y tiraba hacia arriba—. Ya te enseñaré yo a darte prisa, maldita sabandija.

Después empujaba al alumno hacia el sendero de gravilla.

—Te lo enseñaré ¡como hay Dios!

Y las palabras se hundían hasta el fondo en un baño espumoso de maldiciones, todo ello mientras al osado, puesto de rodillas, le llegaba una bocanada de aire vomitivo que paralizaba todos sus órganos.

A los padres más pobres de la región raras veces se les ocurría inscribir a sus hijos en el Privado, pero cuando era así el rector Nordal les quitaba la idea de la cabeza en un santiamén. En su colegio no iba a haber hijos e hijas de secretarias y barrenderos, ningún proletario iba a manchar su distinguida fama con nombres ordinarios como Olsen, Jensen, Hansen y, Dios lo librara, el peor de todos: Pedersen. Un apellido ordinario de trabajador.

Solo una persona de todo el municipio aguantó la presión e insistió en su derecho, y puede que hasta amenazara con ir al periódico local de Usserød, que en aquellos tiempos era casi socialista; hasta que el rector, flaco y lívido de furia, tuvo que ceder. Aquel primer emisario del mundo exterior a los barrios opulentos, donde los chicos llevaban chaquetas de botones dorados y se convertían en pequeños patriarcas a la edad de ocho años, entró en clase con la cabeza hundida, como avergonzado. No recordaba a ninguna otra persona, niño o adulto, que Peter hubiera visto: delgado, con el pelo medio largo, una camiseta descolorida y pantalones grises arrugados. La señorita Iversen lo presentó; allí, junto al encerado, caído de hombros, parecía una copia en miniatura de los adolescentes que la Policía acababa de correr a porrazos en Copenhague durante las manifestaciones contra el Banco Mundial y la guerra de Vietnam. La señorita señaló un pupitre vacío en la fila de la ventana, y el chico se hundió en él, como abrumado por un peso enorme, y desapareció en un aura de lejanía y mutismo que parecía protegerlo de las miradas hostiles.

En cualquier otra clase lo habrían machacado; tan solo por su nombre, que solía decir en un susurro inaudible: «Knud Mylius Tåsing»; y aunque el apellido se debía a la isla danesa de donde procedía su familia, los dos nombres eran los dos primeros resultados de la admiración sin límite que sentía su padre por los exploradores de Groenlandia Knud Rasmussen y Ludvig Mylius-Erichsen.

Este último, explicó entusiasmada la señorita Iversen, había sido un gran héroe danés. Tal vez el mayor de todos. Desapareció en la noche polar en marzo de 1907, a unos 79 grados de latitud, y nunca lo encontraron. Leyó en voz alta el último apunte del diario escrito por su héroe, justo antes de que la expedición se sumiera en la oscuridad, lo que hizo que el chico cuyo segundo nombre era Mylius enrojeciera con tanta intensidad como el último y desesperado cohete de socorro en la noche polar: «El otro día cumplí treinta y cinco años. Dentro de otros quince, las energías me habrán abandonado…».

El culto a los héroes de la señorita Iversen hizo que los demás chicos aborrecieran al instante el famoso nombre, que decidieron reconvertir en My, en honor a las enormes locomotoras MY que sacaban unos convoyes colosales de la Estación Central y tiraban de ellos por todo el país. Luego hacían muecas y bufaban por las comisuras, como si soltaran vapor de unas calderas sobrecalentadas, y My se hundía, impotente, entre ellos. Su padre trabajaba en una fábrica textil de ropa, y su madre, si los rumores eran ciertos, había muerto de tomar pastillas y fumar hachís viviendo como una auténtica hippy.

Pero aun así Peter lo invitó un día al jardín de su casa, y estuvieron sentados bajo el olmo, donde My de repente hizo una pregunta que Peter, para su asombro, ya sabía que iba a hacerle:

—¿Qué altura tenía el olmo cuando eras pequeño? —My señaló el olmo.

—Desde luego, era mayor que yo —respondió Peter con esa lógica aplastante que ha llevado a hombres a la luna y preparado a personas para responder a las cuestiones más complicadas de la vida.

My se quedó meditando la breve respuesta, pero no dijo nada.

—No —se adelantó Peter.

My asintió en silencio. Había pensado en si tendrían que talarlo alguna vez.

Al principio era huraño, casi feo, un chaval de hombros estrechos y uñas sucias al final de sus largos dedos nerviosos, y mientras el padre de Peter era médico jefe de servicio especializado en neurología y enfermedades cerebrales, el padre de Knud iba a trabajar a las seis de la mañana y volvía a las cuatro de la tarde, se quitaba el mono de trabajo, se duchaba y se ponía una camiseta con una imagen en blanco y negro del héroe revolucionario Lenin en el pecho antes de sentarse en el patio, ante el bloque de viviendas con su periódico, el órgano del frente comunista El diario del pueblo.

Si el padre de Peter era taciturno, Hjalmar, el padre de Knud, era mudo como el mausoleo en el que habían dispuesto a su ídolo para su descanso eterno. Lo que deseaba saber Peter de la familia de My tuvo que sacarlo de las pocas cosas que había en las minúsculas habitaciones: retratos de los grandes padres socialistas Lenin y Marx junto a la mesa del comedor, y la fotografía de la sonriente madre desaparecida, que según el relato susurrado de My ni mucho menos había muerto, sino que había encontrado la auténtica libertad revolucionaria en una granja de hippies que practicaban un modo de vida budista en una provincia del sur de España; allí meditaba con las piernas cruzadas a la sombra azul de las montañas; mientras tanto, sonreía con melancolía a su chico desde marcos dorados en el televisor, en la cocina y en la mesilla de noche, y estaba incluso goteando, pero siempre sonriente, en la estantería del champú, fuera de la cabina de la ducha que Hjalmar había instalado en un rincón de la cocina.

Para Peter era un enigma cómo el admirador de Lenin, miembro durante años del Partido Comunista y enlace sindical en la fábrica textil, se había obstinado tanto en apuntar a su único hijo al más privado de todos los colegios privados del mar de armonía burgués del norte de Selandia, incluso tal vez al más capitalista de todos los colegios capitalistas de Dinamarca. Y un día le preguntó si había estado alguna vez con el rector Nordal.

Al principio, el padre de My no se movió, y se quedó en silencio un rato largo. Luego bajó lentamente su cabezota de cejas pobladas y abrió El diario del pueblo.

Mientras leía, dijo:

—El rector Nordal no es importante.

Aquel error de apreciación iba a resultar fatal para él. Es probable que fuera justo la creciente popularidad de Knud Mylius Tåsing la que, junto con su presencia indebida en el Privado, hizo que el rector Nordal, apodado «el Galgo», se saliera de sus casillas y, por ello, sellara el destino, tanto suyo como del padre de Knud. El rector sentía un odio irrefrenable por un hombre así, que acudía a mítines políticos, imprimía carteles de color rojo vivo e incitaba a los hombres a la revuelta contra los dueños de fábricas que tenían beneficios exorbitantes; sobre todo porque el dueño de la fábrica textil estaba en la junta directiva del Colegio Privado y era una de las eminencias conservadoras más sólidas del municipio. La persecución comenzó a principios de la primavera de 1973, y el pretexto para el rector Nordal fue una coincidencia extraordinaria. La historia no pudo completarse hasta mucho más tarde, a partir de los fragmentos sueltos, como cuando se reconstruye un avión que se ha precipitado entre las nubes y ha estallado en mil pedazos, y fui yo quien la completó.

Animado por el éxito de My en el Privado, uno de los compañeros de Hjalmar había apuntado a su hijo al distinguido colegio, pero aquel chico delgaducho no poseía el encanto ni la fuerza bruta de My —tampoco era amigo de Peter—, y le llovieron las gamberradas desde el primer día. Al tercer día estaba solo en el patio de la escuela, llorando, y la parodia de sorberse la nariz que hicieron los mayores desató enormes carcajadas, cosa que hizo que los galgos de la jaula de la parte trasera de la vivienda del rector ladrasen más alto que nunca. Knud había aprendido tres principios de su taciturno padre: proteger a los débiles —fundamento de toda sociedad humana—, solidaridad —instrumento de transformación— y orgullo —pilar de la honradez personal—. Así que el chico de Usserød, que había ido a una escuela pública de Copenhague y tenía una madre revolucionaria en Andalucía, en su cuarta reencarnación, llevó al chico sollozante a un banco, le echó el brazo al hombro y durante el recreo del almuerzo entraron juntos al bosque con la frente alta y miradas que se entrenaban para su nueva lucha de resistencia común.

Cuando volvieron, los niños ricos estaban algo inseguros, y puede que el Galgo percibiera en aquel momento la presencia de un contrario mucho más fuerte que los retrasos matutinos de los niños ricos: el riesgo de que uno, que ya eran dos, se convirtieran en muchos, y que muchos se convirtieran en más aún; vamos, que los Pedersen del mundo terminaran echando abajo la puerta de acceso a la tierra prometida, dentro de los dominios de los ricos.

Al Privado había llegado la revolución.

Así que el Galgo dejó preparado el camino que iba a tragarse al padre de Knud Tåsing y resolver el problema de una vez por todas. Golpeó a la mañana siguiente temprano. Hizo llamar a cinco de los alumnos mayores, de séptimo, y la puerta del despacho del rector estuvo cerrada durante casi una hora; cuando salieron, dijeron que no habían visto nunca al rector tan pálido y con una mirada tan incandescente. Mandó llamar a Knud. Durante el recreo, los chicos de séptimo formaron un círculo en el patio, cuchicheando entre ellos, pero Knud seguía sin volver. Fue a buscarlo su padre, que llegó con el mono de trabajo y zuecos, y luego los dos se marcharon cabizbajos a su motocicleta y desaparecieron por el bosque.

Knud no volvió al colegio hasta pasada una semana, y un aura de silencio y lejanía, que ya nunca iba a desaparecer, lo ocultó de las miradas de los demás. El rumor del escándalo recorrió el patio del colegio, entró y salió de las aulas, y lo confirmó sin lugar a dudas la mirada enrojecida del Galgo. En el tiempo que siguió, el rector Nordal trató a los alumnos de la escuela con una extraña clemencia que resultaba desconocida para todos. Hasta los pecadores que llegaban con cinco, seis, o siete minutos de retraso solo recibían una reprimenda en voz baja, casi con la boca cerrada y con un mínimo de vapores de azufre, después los enviaba al aula. Hasta los perros estaban callados.

Nadie puede explicar cómo consiguió Knud Mylius Tåsing atravesar la larga noche polar que se extendió durante varios meses. Parecía probado, por los comentarios de los chicos de séptimo, que My y el chico nuevo habían entrado al bosque abrazados, y que algo había pasado entre ellos allí, rodeados de troncos; no había duda. My había obligado al chico a participar en actos de una naturaleza que solo podía insinuarse; la insinuación, que de alguna manera era más horrible que una confesión, fue suficiente para el rector y para la escuela en su conjunto.

Un par de noches más tarde, Peter tuvo un sueño nauseabundo: en él era una sombra en el despacho del rector, esperando lo que iba a suceder. Entraba al despacho el padre de My, todavía oliendo a sudor y humo de cigarro porque no había tenido tiempo de ducharse, con la imagen de su barbudo héroe revolucionario en la tripa.

—Debe comprender que lo que más deseamos es evitar un escándalo, y quizá la intervención de la Policía —explicó el Galgo al trabajador, y pudo verse al instante cómo el hombre del bloque de viviendas de Usserød se vaciaba de toda la resistencia y todo el escepticismo, todo el desprecio hacia hombres de la calaña de Nordal que My había absorbido desde que era un bebé, como una bolsa rajada se vacía de arena.

Peter supo en aquel instante que My era inocente. En sus ojos no se veía atisbo de vergüenza.

Un par de semanas más tarde, los padres de Peter organizaron una fiesta de otoño en el jardín con sus distinguidos amigos de los barrios de Rungsted, Christiansgave y Vedbæk. Las estancias se llenaron con las familias más selectas del barrio de Strandvejen, y después de la cena el dueño de la fábrica textil y su buen amigo el alcalde se retiraron a un rincón de la sala. Peter los oyó reír, y de pronto surgió una palabra que captó su atención: «comunista», y después: «escándalo».

Peter se acercó.

—Al final siempre se achantan —se oyó la voz del dueño de la fábrica. Otra carcajada.

—Sí, la bronca no la olvidará nunca —asintió el alcalde, mientras su rolliza mano alzaba la copa de coñac—. Nordal lo ha llevado de una manera fantástica y elegante —concluyó el alcalde en tono de admiración.

El dueño de la fábrica observó la ceniza de su largo cigarro y asintió con la cabeza.

—Bueno, ahora ya han encontrado su lugar adecuado; tanto la sabandija grande como la pequeña.

A la semana siguiente, Peter lo comprobó: el padre de My acababa de comunicar que no tenía intención de presentarse a las elecciones sindicales de la fábrica. El partido trató de que cambiara de parecer, según escribió el Diario de Usserød, pero él no ofreció otra explicación más que su deseo de que lo relevaran en su puesto.

Peter se dio cuenta enseguida del diabólico ultimátum que planteó el rector Nordal el día que llegó a la escuela el padre de My: Hjalmar podía mantenerse firme y abandonar a su hijo, o podía abandonar su causa y salvar a su hijo.

—Si aceptamos que hay que mantener a la Policía fuera de esto, debemos actuar con discreción, pero con responsabilidad. Por supuesto, usted no puede seguir siendo políticamente activo y enlace sindical en una posición en la que en cualquier momento se arriesga a encabezar una huelga y ser despedido, o tal vez incluso ser investigado por la Policía. Es un padre solo, y ese chico tiene necesidad de usted; sobre todo, después de esto.

Peter oía e incluso olía las palabras con tanta claridad como si tuviera delante al rector Nordal. Las palabras lo atormentaban una y otra vez cuando yacía insomne escuchando el viento en el olmo de su jardín feliz, y nadie puede decir con exactitud si fue el susurro del viento entre las hojas o la visita nocturna del espíritu fétidamente triunfal de Nordal lo que le dio la idea; pero una mañana temprano se levantó, tomó un cuaderno y empezó los preparativos, que duraron todo el otoño en el que Dinamarca fue azotada por la crisis del petróleo y el país se transformó y depositó su confianza en un nuevo partido rebelde de derechas para protestar contra algo de lo que la población solo podía divisar los contornos.

La motosierra llevaba años en el garaje sin usar. Peter la metió en una gran bolsa negra y pedaleó hasta el interior del bosquecillo de Rungsted, donde durante tres semanas se preparó para la ejecución de su plan: darle al aire, acelerar, agarrar bien, equilibrar, apretar y mantener la hoja firme. Unos padres más atentos habrían reparado en los callos de sus manos, donde antes hubo ampollas; pero no Laust e Inge, que leían el periódico y escribían cartas, de forma que pasaban la mayor parte del tiempo con la cabeza inclinada.

A solo tres días de las Navidades, el escándalo azotó el Privado como una catástrofe natural.

Era una mañana de invierno cuando el rector, como de costumbre, fue a encadenar a los galgos tras su inquieta guardia nocturna; pero, por una vez, el aire no se vio rasgado por los ladridos de los perros y sus pesados cuerpos frenéticos lanzándose contra la verja. Uno estaba muerto, y el otro yacía moribundo en un rincón del patio, con espumarajos en sus agresivas mandíbulas inferiores. El rector Nordal oyó un gemido que tal vez se encontrara más en su mente que en el oscuro patio escolar cubierto de nieve. El orgullo del colegio, el imponente tilo, estaba cortado desde la raíz, como por una enorme mano invisible; había caído de lado sobre la fuente del patio, y sus ramas más largas habían hecho añicos la marquesina y las ventanas del ala sur de la escuela. Los bomberos y policías a los que el hombre conmocionado había llamado caminaban sin rumbo entre vidrios, cascotes y ramas, mientras el rector los seguía, impotente, con los puños cerrados, tratando de comprender la catástrofe.

Solo encontraron una huella, abajo del todo, junto a las raíces, donde una potente motosierra, atendiendo a lo limpio del corte, había perpetrado el acto con rapidez y soltura. Había unos guantes caros de piel de búfalo que enseguida condujeron a un alumno de séptimo que dos agentes se llevaron en coche sin gran tumulto. Como nadie podía pensar que el chico hubiera hecho el trabajo solo, fueron en busca de sus cuatro amigos más cercanos y los llevaron a comisaría. A los perros envenenados los envolvieron en bolsas de plástico y se los llevaron también, sin que el rector ni siquiera girase la cabeza. Pasó horas inmóvil, con la mirada fija en el tilo cortado, y aún seguía allí cuando el último coche salió del patio marcha atrás. Algo desconocido y violento había entrado en el Privado; puede que tuviera alguna sospecha; puede que se diera cuenta de que por descuido había desafiado a una mente que era mucho más violenta que la suya, y que estaba mucho más llena de odio de lo que él habría juzgado posible.

Fue el último día que profesores y alumnos vieron a su rector.

El segundo día de Navidad le dio un ataque de apoplejía, y murió a las ocho en punto de la primera mañana del nuevo año en el hospital de Usserød sin haber recuperado la conciencia.

Solo un periódico se hizo eco del hecho, y un periodista resuelto estableció la conexión entre la muerte repentina y la brutal poda, unos días antes, del orgullo del colegio.

En la portada del diario, en grandes titulares, ponía: «Vandalismo provoca muerte de rector».

La muerte del árbol se había convertido en la muerte del hombre; un hombre que, con la misma actitud estrecha y agresiva que mostró mientras vivía, acompañó a sus galgos a la tumba.

La Policía interrogó a los cinco chicos durante días. Pasaron semanas en las que el municipio hirvió de habladurías y rumores, pero como no podían castigar a los autores detenidos de séptimo ni sacarles unas declaraciones que concordasen —y tampoco un arma asesina que se correspondiese con las características técnicas mencionadas por los expertos en silvicultura—, tuvieron que descartar la relación, enterrar al rector y dejar el vandalismo donde más convenía a todos: en el baúl de los recuerdos.

Los chicos de séptimo fueron puestos en libertad y enviados a sus casas, a castigos que pudieron oírse a gran distancia en el barrio costero durante las semanas siguientes. Eran los mismos chicos que habían acosado a Knud, los que un día de otoño arroparon al rector en su historia del escándalo destructor.

Volvieron a la escuela con las mejillas ardiendo y los ojos inyectados en sangre.

El principal sospechoso jamás supo cómo habían desaparecido sus guantes de la estantería del pasillo para aparecer, vio con horror, entre las raíces del olmo talado el último día de escuela del año y del rector.

Pese a la búsqueda afanosa, los profesores o alumnos del Colegio Privado nunca pudieron explicar la cuestión y encontrar al verdadero asesino del árbol y del hombre.