LA CADENA DE TELEVISIÓN
8 de mayo de 2008
Magdalene diría que nada en la vida sucede como está previsto, ni siquiera en las altas esferas del Reino. El bebé que la puericultora comparó con Moisés en la cesta de junco dio que hablar en todos los periódicos del país; luego vendrían las grandes cadenas de televisión, y con ellas iba a aflorar de verdad la indignación y el escándalo.
Y era esa, por supuesto, la situación que temía el ministerio.
De todos los niños que localicé y seguí en los años posteriores a su salida de Kongslund, Peter era el más vulnerable y extraordinario; aunque, como es natural, no lo parecía en las pantallas de televisión del país. En su vida adulta hacía justo lo que Magna predijo en su canción interminable: balancearse por la finísima tela de araña sin detenerse ni mirar a los lados.
Todos lo seguían con la vista; todos lo admiraban.
A nadie se le ocurriría que su vida contuviera secretos de los que los siete niños de la Sala de los Elefantes habían logrado ocultar.
Para una persona fantasiosa, los grandes estudios de Channel DK, al sur de la ciudad de Roskilde, en el centro de Selandia, podrían parecer una nave nodriza, procedente de una galaxia lejana, que había hecho un aterrizaje de emergencia; pero, observados con ojos más neutros, se trataba de una forma ovalada muy alta y negra que se extendía más y más hacia las nubes. Y, como los ojos neutros eran la mayoría, la gente de los alrededores empezó a llamar al edificio «el Gran Cigarro», o, simplemente, «el Cigarro». Los observadores críticos —y quedaban unos cuantos de ellos entre los últimos socialistas y radicales del ámbito cultural que la cadena de televisión atacaba sin parar— pensaban que el apodo le iba bien a una casa cuya única ambición era esforzarse por tener cada vez mayores audiencias y obtener el máximo beneficio.
Entre la niebla del fiordo podía verse cada mañana a los empleados, como pequeños puntos negros, moviéndose desde el aparcamiento y atravesar el césped, para entrar en el edificio donde tenían sus ocupaciones diarias y, visto desde arriba, la procesión parecía un largo ejército de hormigas abriéndose paso en una mesa de billar, dejando tras ellas una huella clara. Nadie miraba atrás, nadie dudaba del éxito del día, siempre llegaban al trabajo sin retraso, jefes, periodistas, secretarias, técnicos, mensajeros y trabajadoras de la cafetería, agradecidos por trabajar en el centro del mundo de la televisión. Incluso a distancia, el coordinador de informativos y entretenimiento, Peter Trøst, desde su despacho en el sexto piso, percibía el celo personificado en la inclinación de los cuerpos subiendo la colina, y observaba cómo cambiaban de sitio los pies, se erguían los cuellos, se volvían las cabezas y las voces de su amo se llenaban de buena disposición antes de dar los buenos días a los hombres uniformados detrás del mostrador.
Todos estaban sujetos a la filosofía que el presidente del consejo de administración, Bjørn Meliassen, trazó desde las alturas del Cigarro en su llamamiento a la población el día de primavera en que se creó la cadena: «La televisión nos da cercanía y conocimiento; la televisión nos trae la aventura y nos ofrece concordia».
Meliassen era profesor de universidad, pero ya en su primera aparición en la televisión se presentó como catedrático, y sus palabras admonitorias quedaron ahogadas por la salva de aplausos de los más de mil empleados del edificio. Todos estaban encantados con el Catedrático.
Channel DK creció en pocos años, hasta convertirse en los estudios de televisión mayores y más avanzados de Dinamarca, que, en la primavera de 2008 —solo un año antes de su asombroso y catastrófico fracaso— contaba con su propio médico y su equipo de enfermeras, psiquiatra y tres psicólogos con consulta en el sexto piso, media docena de masajistas y fisioterapeutas, aparte, claro está, del personal de cafetería y limpieza, obreros de mantenimiento, técnicos, mensajeros y guardas de seguridad, y un sinfín de periodistas. En el piso del presidente de la junta había una sala de cine, otra de conciertos, un gran auditorio, un club nocturno y una cafetería para los empleados, a la que llamaban «el Noveno Cielo», porque estaba en el noveno piso. Había también allí, oculta a las miradas de los visitantes, una puerta discreta que llevaba a los «Camarotes de los Jefes», que se componían de doce dormitorios de lujo, con cuarto de baño incluido, una gran ventana panorámica oval y un pequeño balcón con vistas a los fiordos de Roskilde y de Holbæk, la península de Tuse y el cabo de Kongsøre. Una escalera de caracol serpenteaba más arriba aún y conectaba los doce dormitorios con una hermosa terraza, donde habían instalado nueve bancos antiguos de madera de teca junto a un jacuzzi y una piscina con forma de lágrima azul. En la parte este de la terraza estaba la zona de ocio de los empleados, un parque compuesto de un jardín asilvestrado con pequeños arroyos y cascadas, árboles exóticos, arbustos y flores. Los empleados llamaban a la instalación de la parte superior del edificio «el Paraíso Terrenal» —o «el Paraíso», a secas—, y el chiste estaba en que era el único paraíso que la gente iba a necesitar conocer.
El Señor podía quedarse con el suyo.
—¡Tal vez deberíamos enterrar a nuestros muertos aquí arriba! —gritó una vez un delegado sindical en medio de un discurso exaltado el día de san Juan, pero al día siguiente lo degradaron al sótano junto con el resto de seres vivos enterrados en la sección de cultura. Con un hombre triunfador como el Catedrático no había lugar para bromas.
Al jefe de la sección de cultura de la zona del sótano lo llamaban «Parece Ser», porque «parece ser» que alguien lo vio una vez en la superficie de la tierra, donde por lo demás no se le había perdido nada, ya que su sección funcionaba solo como coartada para justificar las considerables subvenciones por servicio público que recibía la cadena por parte del Gobierno. En medio de la sección de cultura habían construido una cámara casi insonorizada con una puerta de acero forrada con plomo, que todos los invitados oficiales creían que era el sanctasanctórum del periodismo cultural, pero que los trabajadores de confianza conocían como «Espacio Conceptual». Habían llenado la estancia de jóvenes leones que no sabían nada del mundo, pero lo sabían todo sobre cómo influir en las masas, y era allí donde el Catedrático y la estrella indiscutible de la cadena, Peter Trøst, recibían sus ideas para nuevos formatos de programa populares.
Parece Ser no tenía ni idea de conceptos. Eso sí, era el único que leía las secciones de opinión de los periódicos, y por eso fue también el primero en ver el singular artículo de Fri Weekend sobre el anónimo y el famoso hogar infantil.
Le recordó una extraña fábula de su infancia, y podría haberlo desechado sin más.
No obstante, en un momento de presencia mundana, subió en ascensor a la luz del día y dejó el recorte sobre la mesa del jefe de informativos, Bent Karlsen, en el tercer piso. Pero a Karlsen, que más que nada estaba contratado para producir reportajes informativos ultracortos y muy dramáticos, la historia le pareció una apuesta cara y difícil que requeriría por lo menos medio día de investigación y todo un día para tomas, y por eso dejó el artículo sobre la mesa oval de informativos antes de subir al Noveno Cielo para tomar un cuenco de lechuga («Lo hemos contratado como carnívoro, y va y nos sale vegetariano», dijo un día entre dientes el Catedrático).
Peter Trøst Jørgensen, el coordinador de informativos y entretenimiento, encontró por casualidad sobre la mesa de informativos el artículo de Fri Weekend escrito por Knud Tåsing. Su mirada quedó prendada de la imagen de la antigua directora.
La reconoció enseguida.
Se sentó al borde de la mesa y se puso a leer, lo que era un espectáculo insólito para jefes de su nivel.
Luego buscó a Karlsen, que estaba en la cafetería celestial, con algunas hebras de lechuga en su bien afeitado mentón, y bebía agua mineral con gas.
—¿Qué historia es esta?
Dejó el artículo con la imagen de la mujer con el niño delante de su inmediato subordinado.
Karlsen lo miró: el titular decía «Famoso hogar infantil acusado de esconder a miles de niños».
—No es ninguna historia —objetó—. Porque la historia ya la ha publicado esa mierda de periódico, Fri Weekend. Y además —tragó una rodaja de pepino— tiene que ver con la identidad, la adopción, ese tipo de cosas.
Karlsen colocó un tomate cherry brillante en su boca perfectamente redonda, como para recalcar lo absurdo del punto de vista del periódico.
—Así que la rechazamos.
—¿La rechazamos?
—La examinamos con cuidado y nos pareció que no valía la pena seguir con ella. No tiene miga.
Karlsen tenía por costumbre pasar al presente histórico en cuanto podía, porque el pasado solo existía en contextos mundiales fastidiosos que raras veces generaban una televisión cercana.
—Pero ¿lo has leído? —Trøst se inclinó hacia delante—. Solo porque haya salido en un periódico… Pero si nadie de nuestra audiencia lee periódicos ya…
—Pues no… —El tenedor del jefe de informativos taladró medio huevo duro—. Tampoco disponemos de gente para escribir esa clase de historias. La gente ya ha empezado a irse de vacaciones.
—Pues lo haré yo —aseguró Peter Trøst, siguiendo el estilo característico de la joven cadena. De vez en cuando, los jefes de sección hacían un reportaje si una historia tenía algún interés personal especial o relevancia política.
Karlsen partió en dos el huevo duro con el tenedor y se encogió de hombros.
Peter Trøst Jørgensen lo dejó y bajó a su enorme despacho de jefe con vistas al suroeste, donde podía estar solo. Su secretaria estaba de baja por estrés y no había pedido otra.
Lo que conmocionó al coordinador de informativos del artículo de Fri Weekend no fue reconocer el hogar infantil, o lo mucho que sabía el periodista sobre el lugar, porque otro tanto sabían miles de daneses. Kongslund había sido la institución matriz de hogares de adopción y de recién nacidos. Había muchos como él.
Observó el paisaje al oeste de Roskilde, las colinas, linderos de bosque y las manchas marrón oscuro que marcaban cierto tipo de construcción urbana, como en un mapa semiborrado que nadie se dignaba a reemplazar, y abrió y cerró el único cajón de su escritorio, para el que, de hecho, tenía una llave. Indeciso. Fue la descripción del sobre con letras recortadas, los calcetines de niño y el extraño formulario lo que lo conmocionó. Oculta en el cajón del antiguo escritorio de abedul, bajo un cuaderno anaranjado de tamaño cuartilla, estaba la carta de la que hablaba el periódico; o, al menos, una copia exacta.
La había recibido el 5 de mayo, el mismo día que el periódico y el ministerio, en un sobre del mismo tipo, y con las mismas letras coloreadas de revista pegadas encima. Tenía en la mano el mismo formulario misterioso, de casi cincuenta años antes.
John Bjergstrand. Nada más.
¿Lo habría elegido a propósito, o solo era uno más de una serie de periodistas que habían recibido una copia del viejo formulario?
Esperaba que fuera lo segundo, aunque lo dudaba, por supuesto.
Al principio metió la carta en el cajón y trató de olvidarla. Pero de pronto el artículo de Fri Weekend le había hecho recordar tanto el anónimo como todo su pasado, que muy poca gente conocía. Sus padres y sus abuelos le hablaron del hogar infantil cuando lo consideraron lo bastante responsable y seguro —el día que cumplió trece años—, y añadieron cuanto sabían sobre su madre desconocida. Casi nada. Él no tuvo posibilidad de investigar sus informaciones, así que, en realidad, no tenía ni idea de quién era. Era una situación que compartía con muchos otros hijos adoptivos, y no solía haber ningún problema.
Junto al formulario estaban los calcetines de niño hechos a ganchillo de los que hablaba el periódico. Alguna vez habrían sido blancos, pero estaban grises por los muchos años transcurridos. Pensó en las hijas de su último matrimonio —fracasado—, que tenían siete y ocho años. Las veía poco. No las echaba de menos. Olió los calcetines; olían a humedad y edad, pero desprendían un olor algo especiado, como si hubieran pasado tiempo en un jardín de flores. No podía explicarlo. Su madre nunca había hecho nada de ganchillo. Nunca vio cerca de ella nada parecido a un ovillo de lana o una labor; solo recordaba su interés enfermizo por los arbustos, árboles y macizos de flores del jardín: se mostraba mucho más interesada por el crecimiento y la vida cotidiana de las plantas que por su marido y su hijo…
Hijo adoptivo.
Pensó en Knud Tåsing, y vaciló. Tal vez no le quedara ya ánimo para decisiones tan importantes, y probablemente estaban más alejados de lo que estuvieron nunca, aunque llevaban años saludándose, en silencio, en diversas conferencias de prensa; era más fácil cuando estaban rodeados de compañeros. No se hablaban desde la catástrofe del Colegio Privado. No habían vuelto a hablarse desde la muerte brutal del rector Nordal, que a Peter Trøst le parecía que había ocurrido hacía una eternidad.
Sus dedos teclearon el número del periódico. Aspiró hondo.
El tono de llamada duró casi cuatro minutos, en Fri Weekend debían de estar ahorrando en personal.
Preguntó por el periodista sin presentarse, y volvió a esperar. No lo había llamado por su nombre completo. No había muchos que supieran que al periodista le pusieron el nombre de un conocido explorador de Groenlandia, y por eso tenía Mylius como segundo nombre. Aquello le costó un montón de bromas en el Privado.
—Tåsing. —Solo una palabra.
Nunca había estado más tranquilo.
—Aquí Peter Trøst.
—¡No me digas!
El antes admirado periodista no tardó ni un segundo en añadir a sus palabras la adecuada dosis de ironía. Debía de estar acostumbrado.
Peter había escrito un gran signo de interrogación de aspecto extraño en su bloc, y trazó una raya por encima. La iniciativa era suya.
—Tengo delante tu artículo sobre Kongslund —anunció—. Estoy pensando hacer un reportaje.
—Bueno, pensé que te parecería interesante. A mí me lo parece; con lo que sé…
Peter Trøst calló. Knud Tåsing recordaba su historia, y además pensó en ella cuando escribió el artículo. Era de los pocos que la conocía.
—Pero no has escrito nada sobre eso —dijo Peter al final.
—No. No era más que una historia lejana…, ¿de hace cuánto? ¿Treinta años?
—Sí. La que te conté al día siguiente de cumplir trece años.
No era una respuesta, sino una observación.
—¿Crees que debería haberla mencionado?
Peter volvió a emborronar con cuidado el signo de interrogación hasta casi hacerlo desaparecer. El presente no tenía nada que ver con el suceso que los separó. Eran unos niños.
—Solo quería saber…
No pudo continuar.
—¿… qué más sé de Kongslund y del asunto de la carta? —terminó la frase Knud Tåsing.
—Sí. —Peter escribió un signo de admiración a la derecha del signo de interrogación emborronado—. Me parece, como a ti, que hay algo de interesante en esta historia.
—¿Has recibido la carta?
La pregunta llegó de repente. Knud Tåsing era un periodista competente, y la pausa delató a Peter antes de que pudiera reaccionar.
—Sí —reconoció. Había pocos periodistas en el país con la categoría de Knud. Puede que solo un puñado.
—¿Con el mismo texto?
—Sí.
—Si quieres ayuda después de tantos años, vas a tener que ser franco. —Knud Tåsing puso un ligero énfasis en la última palabra.
Peter Trøst percibió la distancia en su antiguo amigo. Surgió después de que se separasen, como una especie de escudo contra lo que le había sucedido en el Colegio Privado, y que al final costó la vida al padre de Knud Tåsing.
—¿Se puede localizar a alguna de las jefas de la antigua Asistencia a la Maternidad?
—Quizá. —Peter lo dijo sin mucho convencimiento.
—Quizá. Tal vez la antigua directora. ¿Cómo se llamaba?
—Señora Krantz. Ahora está senil.
—He tratado de ponerme en contacto con Martha Ladegaard. Está implicada de alguna manera. Pero está asustada. No quiere hacer ningún comentario.
—Así que ¿crees esa historia de los ricos que recibían ayuda para deshacerse de las consecuencias de un desliz? ¿Hijos de hombres famosos?
El periodista no hizo caso de la pregunta. Tras una larga pausa, dijo:
—¿Quién estaba en la Sala de Recién Nacidos, aparte de ti? Susanne Ingemann no quiere decírmelo. Pero tú visitaste el hogar infantil después de que… —Y calló.
Peter se quedó pensando un rato.
—Estoy seguro de tres —afirmó—. El primero es Orla Berntsen, al que ya conocemos, y el segundo es un abogado que puede que también conozcas: es abogado de refugiados y se llama Søren Severin Nielsen. Hay un detalle de lo más asombroso. En una entrevista, contó una vez que de estudiante había vivido con Orla Berntsen en la residencia Regensen; es curioso, porque hoy en día están en extremos opuestos en todos los grandes casos de refugiados. Probablemente nadie sabe que, recién nacidos, también estuvieron juntos en el hogar infantil. Debieron de enfadarse bastante en algún momento de sus vidas.
Knud Tåsing no dijo nada, y Peter comprendió su silencio. Los amigos se traicionan.
—Y luego estaba Marie Ladegaard, la niña que acogió la propia directora, la señorita Ladegaard. Creo que había también un tipo llamado Asger, de quien me habló una vez Marie. Lo adoptó una familia de Aarhus. Llevo muchos años sin hablar con la hija acogida por la señorita Ladegaard.
—Están todos como… asustados por algo. No he podido ni ponerme en contacto con Marie. ¿Para cuándo tienes programa?
—Para el aniversario.
—Sabemos de ti, sabemos de Orla, sabemos del abogado y de Marie, y tal vez también de un niño llamado Asger. Pero quedan dos, ¿no? —insistió Kund—. ¿Quién coño son los otros dos? Un chico y una chica.
—No lo sé.
—Lo interesante en esa historia es el chico. Si alguien puede sacar algo de Magna o de Marie, ese eres tú. Creo que es una historia fantástica. Lo noto.
Knud hizo una breve pausa.
A Peter el entusiasmo de su antiguo amigo le llegaba burbujeante como una ola irresistible. Quizá estuviera igual de seguro la vez que cometió el error de su vida y destrozó su carrera.
—Escucha. Me hace falta una buena exclusiva, una historia que sea cierta de arriba abajo, y que sea una revelación. Mi periódico cutre lo necesita, y por eso me deja seguir mientras haya un aire de conspiración con una pizca de lucha de clases. —El desacreditado periodista tosió—. No les gustaría perderse el escándalo que se montaría si un monstruo escamoso del pasado acusa de pronto a un montón de ciudadanos respetables de haber dejado embarazadas a chicas pobres, y después haberlas obligado a entregar a sus hijos en adopción a cambio de donativos y de la protección del hogar para niños abandonados más famoso del país. Joder. Y el gran partido social solidario haciendo del malo de la película.
Peter no dijo nada. Knud Tåsing siempre había sido más directo que él. El hijo del trabajador y el hijo del médico especialista; así fue como empezó.
Colgó.
Había vuelto a leer el artículo y había subrayado las partes más interesantes. Después se decidió a realizar la inevitable llamada. Tenía el número directo del jefe de prensa del ministerio.
La llamada de vuelta llegó media hora más tarde, y Peter Trøst reconoció de inmediato la característica voz suave, casi femenina.
—Almind-Enevold. —Nada más.
Había coincidido con el incontestado jefe ideológico de la línea dura del partido en innumerables ocasiones, y lo había entrevistado más de veinte veces en sus tiempos de sostén y presentador de Channel DK. Fue directo al grano.
—Quiero hablar con usted sobre Kongslund, el hogar infantil que hay en Skodsborg, del que ha sido benefactor desde los años sesenta. En principio, de modo informal, pero puede que después delante de la cámara.
Al otro lado de la línea se hizo un pesado silencio, algo extraño en aquel hombre poderoso.
—Kongslund… ¿Por qué?
La voz del ministro llegó chirriante. Peter giró el teléfono un poco hacia el este.
—Estamos haciendo una semblanza con ocasión del aniversario de la antigua directora —dijo—. Bien puede decirse que es parte de la historia de Dinamarca.
—Yo creía que Channel DK buscaba historias más… sabrosas.
—Ya hemos leído los artículos de Fri Weekend sobre Kongslund.
Así que ya podía ir directo al grano.
—Es un artículo sensacionalista, Trøst. Un punto de vista sensacionalista de un periódico sensacionalista, que jamás debió publicarse.
El presentador de televisión entornó los ojos y se concentró en escoger las palabras adecuadas.
—Habla de un anónimo —observó.
—Escucha, Trøst. Hablaré con gusto del hogar infantil y de los niños abandonados, que el Ministerio Nacional tiene el claro deber de proteger, pero…
Sonaba como el principio de un discurso de campaña electoral, y Peter Trøst lo interrumpió.
—En nuestro reportaje también va a haber sitio para el pasado…
—No, si su punto de partida es Fri Weekend.
—¿Podríamos quedar para hablar de ello, antes de una eventual grabación?
Una vez más, hubo una larga pausa, atípica, en la línea. Durante casi cinco segundos, se oyó la respiración del ministro mientras pensaba. No era lo habitual.
—Mire, Trøst: esta noche tengo que ir a Vejle a reunirme con mi comité local —dijo al fin—. Pasaré por los estudios de camino, pero de manera informal, hacia las cinco.
Luego colgó sin despedirse.
Peter Trøst Jørgensen tomó el ascensor al Paraíso y se quedó mirando la neblina del este, hasta que divisó la sombra azul que suponía que sería el estrecho de Øresund. Y, más allá, Suecia. Un hombre alto y atractivo en la cima de un estrecho Cigarro negro; un hombre que tenía el privilegio de poder hacer llegar a los rincones más remotos de Dinamarca el mensaje exacto que desearan difundir los dueños y señores del Cigarro. Pero difícilmente desearían transmitir un relato que el Ministerio Nacional no deseara propagar al país. El Catedrático se había encargado durante años del tratamiento exclusivo del flujo de comunicados sobre nueva legislación para extranjeros, disposiciones y reglamentos, nuevas reglas para visados, convivencia y ciudadanía, celebración de las fiestas nacionales y promoción de importantes debates también nacionales en torno a temas que interesaban al ministerio, sobre todo los problemas de un patrimonio cultural nacional achacoso, la enseñanza en las escuelas y, por supuesto, los extranjeros.
Pero la noticia de Kongslund no trataba de extranjeros, a no ser que se clasifique a las decenas de miles de niños adoptados como extranjeros del pasado, y Peter jamás se había considerado tal cosa. Al contrario. Como el resto de niños de Kongslund entregados en adopción, había logrado un nuevo hogar y otra oportunidad; todos recibieron ayuda. Observó la sombra azul del horizonte y pensó que, en su lejanía, simbolizaba el pasado por el que nunca se interesó. El niño que una vez fue entregado sin condiciones a las personas que lo acogieron; él había llegado de un pasado desconocido, ni siquiera sabía dónde había nacido.
Ya sabía que algunos hijos adoptivos buscaban sus raíces cuando crecían, pero él nunca sintió esa necesidad. Al contrario. Habría sido un acto del que no preveía el final, una pérdida total de control, y esas cosas no se hacían en su mundo, si es que podían evitarse.
No obstante, lo desconcertaba el poder del envío anónimo para asustar al ministerio. Y la carta había hecho que algo se removiera en su interior.
Tal vez fuera la obstinación.
Vio ante sí al rector muerto, y cerró los ojos. Como siempre. ¿Cuánto sabía el autor del anónimo sobre lo que siempre había permanecido oculto?