EL MIEDO
8 de mayo de 2008
Mi madre de acogida llama a la puerta y espera a que la deje entrar. No respondo a su llamada, pero de todas formas entra en el cuarto que me ha dado y se sienta en la cama. Yo me he quedado sentada a mi mesa, delante de la ventana, con vistas al estrecho de Øresund y a la isla de Hven.
«Estás leyendo los cuadernos, Marie», dice, y yo noto el temor implícito en la observación que ha repetido una y otra vez desde la muerte de Magdalene. Está convencida de que los cuadernos del diario que heredé de mi amiga espástica desvelan secretos que ningún niño puede soportar, y ella siempre ha protegido a su rebaño contra las amenazas del exterior.
Hoy, cuando Magna lleva tiempo jubilada, Kongslund se ha convertido en el centro de un caso cuyos hilos pueden conducir a un pasado embarazoso y secreto en el que, según los periódicos y rumores que nadie puede acallar, también está implicado el Ministerio Nacional.
El Hombre de Grauballe nunca había tenido una expresión tan amargada como la tarde en que Carl Malle, subdirector de la Policía jubilado, llegó al ministerio.
El asunto Kongslund había absorbido los últimos jugos vitales del viejo subsecretario, que antes daban a su piel algo de color, y fue como si mirase a la Muerte frente a frente, aunque no sabía nada concreto del caso y no había estado presente durante las intensas conversaciones telefónicas entre Carl Malle y el Rey Absoluto.
El ministro, irritado, tuvo que corregir a su subsecretario: el invitado no era «un policía jubilado», sino «un exsubdirector de la Policía». En el Ministerio Nacional había mal ambiente, la humedad relativa del aire era elevada.
El exjefe de policía pasaba su tiempo libre en el mismo lugar que en su juventud —y que la mayor parte de su vida—: en el apacible barrio de casas adosadas de Søborg. Desde allí organizó a un puñado de antiguos compañeros y creó una empresa privada de seguridad que ofrecía concienzudos servicios especiales a instituciones públicas de cierto rango. Su empresa no aparecía en la guía telefónica, ya que su negocio era de ese tipo exclusivo del que nadie iba a saber, a menos que conocieran a alguien que valiera la pena conocer.
Ole Almind-Enevold conocía a Malle desde la guerra.
El ministro nacional había pedido a su jefe de Gabinete que estuviera presente en la reunión y, cuando estaban solos, repitió casi palabra por palabra su mensaje de la reunión de urgencia de apenas tres días antes.
—Ya conoces a Carl Malle, y sabes lo que representa. Nos hace falta en este momento. No podemos tolerar amenazas anónimas contra este ministerio. Aunque no podemos saber qué desea el autor, debemos ayudar a Carl Malle todo cuanto podamos.
—Pero esa carta no tiene ningún contenido —replicó Orla Berntsen.
El ministro miró un largo rato a su protegido. Después continuó:
—Hay una cosa que debes tener clara, sea cual sea tu opinión. El Jefe puede ponerse muy enfermo en cualquier momento. Tan enfermo que tendremos…, que tendré que tomar las riendas del país, con todos los problemas que eso supone.
Así solía referirse Almind-Enevold al primer ministro cuando estaba entre amigos: el Jefe.
—No podemos tener un asunto así coleando. Casi se sugiere que hay gente en el partido que ha llevado una doble vida; además, Kongslund celebra dentro de pocos días un aniversario muy importante, y no quiero bajo ningún concepto que ensucie la celebración… un loco desquiciado.
Normalmente, Orla se habría puesto en pie para repetir que la carta no tenía ninguna importancia —sus palabras tenían gran peso en el hombre entrado en años que se había convertido en protector de su vida—, pero algo en el tono del ministro lo hizo juntar las manos y escuchar el tranquilizador crujido de las articulaciones de los dedos, sin hacer nada más. Era evidente que el ministro estaba más nervioso de lo normal.
Al final fue el propio ministro nacional quien rompió el silencio.
—En este momento me hace falta una maniobra de distracción…
—¿Una maniobra de distracción? —Orla Berntsen repitió la expresión entre interrogantes, aunque sabía muy bien lo que significaba.
—Necesitamos un caso que distraiga la atención de todo esto, si es que Knud Tåsing y su prensa amarilla piensan seguir adelante. Carl Malle propone…
—¿Qué tal el chico tamil? —La propuesta salió de los labios de Orla Berntsen antes de llegar a pensarla. Era lógica. Después continuó—: Tal vez fuera una idea…
Detuvo un momento el curso de sus pensamientos.
—¿Expulsarlo de inmediato para distraer la atención?
El ministro arrugó el entrecejo. Luego su rostro se iluminó.
—Sí. Qué diablos, podría atraer la atención. A los medios les encanta el morbo…, las injusticias…, el maltrato. El abuso de poder.
Llamaron a la puerta, y la secretaria hizo pasar a los otros dos altos funcionarios. El Curandero se sentó junto a Orla, mientras que el Hombre de Grauballe se quedó de pie junto a la ventana que daba al patio; sus ojeras estaban —incluso para él— inusualmente caídas, y lo hacían parecerse más que nunca al hombre descubierto en los pantanos tiempo atrás. Le faltaba poco para jubilarse, y se veía que temía un empujón satánico de donde menos lo esperase en el último segundo.
El ministro apretó un botón y alzó el tono de voz.
—¿Ha llegado Carl? ¡Pues que entre!
Se levantó y recibió al policía retirado a mitad de camino entre el escritorio y la puerta, lo abrazó y le dio varias palmadas en la espalda.
—¿Qué tal?
El hombretón se alzó de hombros, como si la pregunta fuera superflua.
—¿Y tú? ¿Y Lykke?
—Ningún problema… Es decir, excepto el que has venido a resolver aquí.
El jefe de policía retirado saludó sin sonreír a los tres altos funcionarios, y asió con fuerza la mano de Orla un rato. Sus ojos eran oscuros y castaños, como dos pedazos de madera mojada; con los profundos surcos junto a la boca y el pelo rizado canoso daban a su rostro un aura de calidez meridional, lo que acentuaban sus movimientos joviales, casi indolentes. Parecía un amable perro labrador caminando sobre el suelo caliente para tumbarse junto a la chimenea.
Tres de los cinco hombres de la estancia sabían lo engañosa que era aquella impresión.
—Cuánto tiempo sin vernos —le dijo a Orla el policía retirado. No le preguntó por la salud, ni por su esposa e hijas, lo que desvelaba que estaba al día de los detalles de la fracasada vida privada de Orla Berntsen—. Entiendo que has sido el afortunado receptor de…
El jefe de Policía jubilado calló un momento, mientras se sentaba en el sofá frente al jefe de Gabinete.
—… de ese envío misterioso que ha remitido de forma anónima algún desquiciado.
—Hay que encontrar a ese hombre —sentenció el ministro desde su escritorio.
—O mujer —corrigió Malle—. Después quiero hablar a solas con Orla.
—Sí, claro —respondió Almind-Enevold en nombre de Orla.
El expolicía se inclinó hacia delante.
—Pero antes quiero oírlo todo otra vez. A ver si hay algo que añadir a lo que sé. ¿Alguien en el ministerio ha visto a alguna persona sospechosa por los pasillos? ¿En el patio o en las escaleras? ¿Ha observado alguien algo extraño estos últimos meses? Esta carta está pensada hace mucho tiempo, no hay duda al respecto.
El Hombre de Grauballe se quedó mirando al antiguo jefe de Policía con cara de espanto.
—Lo estamos investigando —aseguró el Rey Absoluto.
—Tengo que saberlo todo… Todo sin excepción. Todo lo que pueda haber cambiado durante los últimos meses. Tengo que ver todas las listas de reuniones y las de invitados desde principios de año. La persona que buscamos puede haber estado dentro del ministerio para hacerse una composición de lugar. O simplemente por curiosidad.
—Por supuesto, Carl.
—¿Y estas dos personas…? —Malle miró inquisitivo al Hombre de Grauballe y al Curandero, que le devolvió una mirada cautelosa, acentuada por aquella perilla que le daba un aire de artista de los años sesenta. Hacía tiempo que su instinto de policía había concluido que no iban a ser de ninguna ayuda, más bien al contrario. Iban a ser un estorbo cuando empezase la investigación de verdad.
—Están aquí a efectos de coordinación —explicó el ministro con cierto aire de disculpa—. Si te hace falta cualquier ayuda para lo que sea…
—Tengo a mi gente, Ole. Debo tener las manos libres. Lo sabes bien. Y ninguna publicidad sobre el asunto.
El ministro hizo un gesto con la cabeza a los dos hombres, y el Curandero se levantó con una pequeña reverencia y la mirada vacía —tal vez fuera de puro alivio—, y desapareció con ese frufrú característico de la ropa cara que hacía pensar a la gente en algo mágico. El Hombre de Grauballe vaciló medio segundo más, pero luego se fundió con la pared y no se oyó ni el sonido de la puerta al cerrar.
Los tres hombres, que se habían conocido durante décadas, estaban solos.
—Bueno, pues ya podemos empezar —dijo el ministro. Hizo un gesto distraído a Orla—. Tengo que hablar a solas con Carl, y luego pasará a tu despacho.
Orla se levantó y dejó a solas a los dos camaradas de la resistencia.
El periodista plantó ante el fotógrafo dos folios satinados con fotocopias.
—Vamos por buen camino; nuestro hogar infantil ha sido el tema preferido de las revistas durante muchísimos años. Empecé a mirar en 1961, claro.
Observó a Nils Jensen por encima de las delgadas gafas de leer, mientras encendía uno de sus indispensables cigarrillos mentolados.
—Tengo fotografías del vigésimo quinto aniversario, y parece ser que aquel día ocurrió algo muy extraño.
Knud Tåsing apoyó una de sus flacas piernas en una gran caja de mudanzas marrón y se estiró. El anónimo estaba en el suelo junto a la caja, donde debió de arrojarlo sin darse cuenta.
Nils, que se había sentado en una silla libre junto a la ventana, observó que la caja no se desplazaba ni un centímetro. Debía de contener informes y documentos del período en que Tåsing estuvo envuelto en casos reveladores y cada tres meses salía con uno de esos artículos que resonaban en toda la nación: por ejemplo, el caso del hombre palestino al que condenaron por violación, que hizo que el entonces ministro de Justicia, Ole Almind-Enevold, culpase a todos los extranjeros. Después del escándalo y de que el hombre matara a dos chicos en un área de servicio, el futuro ministro nacional se valió sin cesar de la historia, como combustible de su santa campaña personal para las elecciones de 2001.
Aquella vez Knud Tåsing agachó la cabeza y aceptó la derrota. Sin sus insistentes artículos en el periódico, seguramente al hombre no lo habrían puesto en libertad, y claro, saber aquello lo destrozó. Dejó a su mujer y alquiló un apartamento en el barrio de Christianshavn, y allí pasó cinco años desconsolados como freelance deslucido antes de que le ofrecieran trabajo en Fri Weekend, a pesar de las violentas protestas del Ministerio Nacional. Todas las mañanas iba en bici al periódico, en la zona portuaria, hacía compras en el súper camino de casa y pasaba los fines de semana frente al televisor. Jamás hablaba de sus sentimientos hacia el insensato que le mintió de forma tan descomunal, y tampoco hablaba de sus sentimientos para con los dos chicos que el palestino asesinó. Nunca, que supiera Nils, había visitado su tumba ni tratado de ponerse en contacto con sus padres, y quizá tampoco hubiera nada que decir. Los muertos escapaban a la perspectiva periodística, no podían hacer declaraciones a periódicos, y ese era el único ámbito que conocía Knud Tåsing.
—He mirado todos los ejemplares de Billed Bladet, Hjemmet y Familie Journalen de 1961, y en el número del Billed Bladet del 19 de mayo he encontrado este artículo.
Knud Tåsing puso tres fotocopias grandes, tamaño pliego, ante el fotógrafo.
—Trata del bebé abandonado de Kongslund… De Inger Marie Ladegaard.
«Bebé abandonado en escalinatas el aniversario del hogar para recién nacidos», rezaba el titular, algo tosco, encima de la imagen de una joven con cofia blanca sobre unos rizos rubios.
—Sí, ella existe, pero eso ya lo sabíamos de antes. Y no es ningún escándalo.
El periodista no prestó atención al bien conocido comentario malhumorado.
—He investigado el apellido Bjergstrand —comunicó—. Pero no hay nadie con ese apellido en Internet, y tampoco hay nadie en las guías telefónicas entre 1990 y 2007. Así que, de momento, trataremos de buscar en años anteriores, y hará falta ayuda de diversos registros, y hojear viejas guías de teléfonos de la compañía TDC, que antes se llamaba KTAS. Tendremos que remontarnos hasta 1961, tal vez antes.
El fotógrafo no dijo nada.
—Por desgracia, las letras recortadas del sobre no coinciden con las de nuestros Billed Bladet de 1961. Yo tenía alguna esperanza de que coincidieran. Lo más importante, para empezar, es que las letras son de colores, porque eso excluye ya muchas de las revistas del pasado. Por ejemplo, Dansk Familieblad usaba casi siempre letras negras en titulares, mientras que Alt for Damerne, aunque parezca extraño, era muy progresista, con policromía tanto en titulares como en artículos. Lo mismo ocurría con Billed Bladet. Pero aún no he investigado Hjemmet, Familie Journalen, Ude og Hjemme y varias más…
Knud Tåsing se levantó y entre las pilas de papel encontró un pequeño sendero que llevaba a la ventana.
—Pero tenemos una tercera pista, una pregunta simple: ¿qué habría en esa carta que daba tanto miedo al ministerio?
El periodista retrocedió hasta el escritorio y dio un manotazo al artículo que Fri Weekend había publicado en primera plana aquel mismo día, bajo el titular: «Caso Kongslund: ¿qué esconde el hogar infantil?».
Las provocadoras palabras iban flanqueadas por una vieja fotografía de la antigua directora, la señorita Ladegaard. Llevaba un vestido azul marino con un broche de amatista en el pecho, y sonreía al fotógrafo, acompañada de una niña de rizos rubios a la que daba la mano.
«Mamá Dinamarca», ponía debajo.
En la primera página de la segunda sección, el diario había sustituido a la mujer mayor por otra más joven, vestida de verde, Susanne Ingemann. Estaba en la escalinata, ante el cuadro de la mujer del idílico claro del bosque, y la imagen, junto con el titular —«¿Un pasado secreto?»— daba la siniestra impresión de que ocurría algo muy raro. De que los protagonistas de la historia no eran necesariamente quienes parecían serlo, y de que unir pasado y presente podría constituir un engaño.
Era una primera plana muy bien manipulada, pensó Nils.
Y, como es natural, Susanne Ingemann se pondría hecha una furia.
—El proceso ya ha empezado —dijo Knud Tåsing, echando una última mirada a la primera página—. De hecho, ya he recibido algunos mensajes interesantes.
Hizo que despertara su pantalla moviendo el ratón.
—Uno de ellos venía de nuestra nueva gran cadena de televisión, a cuyo jefe de informativos he conocido… o, mejor dicho, conocía… en tiempos pasados.
El periodista miró con fijeza un correo electrónico que Nils no veía.
—Y es que Peter Trøst tiene un talento para la acción… brutal, podríamos decir; de todas formas, ya sabes lo famoso que se ha hecho en nuestro pequeño país televisivo. Si alguien puede centrar la atención en el caso, ese es él. Y nos conviene, siempre y cuando seamos nosotros quienes lleguemos primero a resolver el misterio.
El fotógrafo no dijo nada.
—Tenemos que ir a la fiesta de aniversario, y mientras tanto voy a buscar a gente de aquella época. Y la primera de todas, nuestra puericultora de nombre sencillo, Agnes Olsen.
El periodista palmeó la imagen de la joven tocada con cofia que encontró al bebé abandonado en la escalinata exterior.
—No va a ser fácil con ese nombre. Parece que en aquella época la gente tenía nombres de lo más comunes.
Tal vez fuera solo una ilusión, pero Orla Berntsen se imaginó cómo cambiaría de golpe la expresión facial de ambos hombres en el momento en que cerró la puerta.
Había salido del despacho del ministro nacional en cuanto Almind-Enevold hizo señas de que deseaba hablar a solas con su viejo amigo y aliado Carl Malle.
Aun así, le pareció oír sus voces tras los gruesos muros, mientras atravesaba el Palacio hasta su propio antedespacho, donde la Mosca se esforzaba por seguir lo que se decía.
—¿Qué carajo está pasando, Carl?
—Eso quisiera saber yo.
—Joder, ¡tienes que tapar esto como sea!
Ese sería el tono, estaba seguro. Orla se dispuso a esperar al expolicía; tal vez su investigación no fuera más que una medida de precaución, pero el nerviosismo del ministro era asombroso, y las intensas advertencias de Carl Malle podrían sugerir que el policía jubilado estaba de acuerdo con el ministro.
¿Qué era lo que sabían? ¿Qué era lo que temían?
Miró hacia la puerta, por donde se colaba un delgado cono de luz que dejaba en el suelo una forma curva, como de sable; le recordaba el lugar donde creció, en el barrio de casas adosadas junto al pantano. En el mundo físico, las puertas le parecían elementos muy tranquilizadores: altas, bajas, estrechas, anchas, tantas como se pudiera, porque significaban abastecimiento de luz y oxígeno, circulación de aire y, sobre todo, una vía de escape alternativa en caso de tener que retirarse de pronto. Pensó en la carta. Por supuesto que el receptor era el correcto, eso lo sabían tanto el ministro como el policía, pero no conseguía ver ninguna relación, aparte de eso.
¿Por qué era todo aquello tan importante para los dos hombres?
Orla se miró los antebrazos blancos. Pulso normal, manos tranquilas. Miró de reojo hacia la puerta que lo separaba de los dominios de la Mosca. Era un secreto sabido por pocos que el despacho del jefe de Gabinete —al igual que el del ministro y el del subsecretario— tenía más de una salida, por si acaso. La oficial era la que llevaba al gran salón que denominaban el Palacio; pero, medio escondida tras una cortina que bajaba del techo hasta el suelo, había otra puerta, más estrecha, en la que pocos visitantes se fijaban. Tras abrirla, se llegaba a una estrecha escalera trasera que serpenteaba tres pisos hacia abajo hasta llegar a un cimiento de piedra desvencijado; de allí, en lo más profundo de Slotsholmen[4], salía un pasillo que transcurría por debajo del ministerio, con conexiones a una red de corredores. Eran los corredores que los funcionarios llamaban entre susurros «las catacumbas», donde, por lo que se decía, solo el personal de limpieza del ministerio osaba entrar. Aquel grupo, compuesto sobre todo por tamiles, iraquíes, afganos y sudaneses que habían pasado por el ojo de la aguja del sistema de asilo danés —y después habían sido premiados con un puesto de trabajo fijo con un salario inicial al nivel de la renta mínima de subsistencia—, tenía sus vestuarios y lugares de descanso en aquellos corredores. El ministerio al que los Apóstoles de la Rectitud acusaban de racismo y cinismo daba, pese a todo, la bienvenida a los invitados más afortunados, aunque por la noche las catacumbas, sobre todo para gente del hemisferio sur, podían resultar algo frías.
—Pareces el chico perdido del pantano.
Carl Malle había entrado en el despacho en absoluto silencio.
Orla Berntsen abandonó la idea de huir con un sobresalto.
El jefe de seguridad no pareció notar nada especial y fue directo al grano.
—Debes contestarme con sinceridad. ¿Tienes alguna idea de por qué el anónimo te ha llegado justo a ti?
—No. —¿Por qué no había de contestar con sinceridad?
—¿O por qué el autor se aseguró de que no la quemaras y te olvidaras del asunto, enviando una copia al enemigo mortal de este ministerio? Qué refinamiento.
El expolicía no recibió respuesta.
—Cuando las estabas pasando putas porque los demás chicos te humillaban y te enviamos al internado, donde todo fue mejor, te ayudamos, ¿no es así?
—Sí —aceptó Orla. Y notó que las palabras lo reducían a un chico grande que admiraba a un policía de pelo rizado que lo invitaba a estar en su despacho con la gorra de policía en la cabeza para construir pequeños autobuses londinenses en madera tallada.
—Ole está nervioso, claro. ¿Qué diablos pasa? Está a punto de asumir el más alto cargo del país. No se puede llegar más arriba.
Orla no dijo nada.
—Lo que me preocupa son los pequeños detalles. El autor parece ser una persona bastante reflexiva, que sabe mucho. Ese actuar metódico no corresponde a un loco. Eso es lo que me preocupa.
Orla siguió callado. Tal vez sospecharan de él. El viejo policía tenía fama de no descartar ninguna posibilidad de antemano.
—Lo jodido de todo esto es que esa cadena de televisión también ha recibido el anónimo. O al parecer alguien le ha contado la historia al oído a Peter Trøst.
El policía se lo quedó mirando, como para atribuirle una responsabilidad que no tenía.
—Peter Trøst acaba de llamar y ha dejado un mensaje para Ole, que ahora está enfervorecido, por supuesto. Una cosa es un pequeño diario sensacionalista, pero una cadena de televisión como Channel DK es algo muy diferente. Desde luego, el autor del anónimo ha hecho los deberes.
Orla seguía sin decir nada.
—¿Quién diablos es John Bjergstrand? —Había casi furia en la voz.
—No tengo ni idea.
—Creo que me mientes… Y creo que tienes alguna idea de lo que significa el anónimo.
Orla llevaba muchos años sin ruborizarse, pero esta vez se ruborizó. Se puso de pie.
—Si supiera cualquier cosa, lo diría.
Sonó algo ingenuo, como un niño parloteando.
—Eso espero.
—La cuestión es si no será Ole el que sabe algo, ya que te ha llamado a ti.
Carl Malle miró con fijeza al hombre al que conoció de chico.
—Si es así, lo sonsacaré. Y luego volveré.
Se levantó e hizo un añadido medio amenazador:
—Te lo prometo.
—Lo de Severin… ¿fue una casualidad? —preguntó Orla. La pregunta surgió de la nada. Todavía no se había puesto en contacto con el único amigo que tuvo jamás, y que perdió, pese a llevar tres días dejando mensajes en su contestador.
Carl Malle paró en seco en su camino hacia la puerta que llevaba a los dominios de la Mosca.
—Lo de ¿quién…?
—Severin, el de las casas amarillas. ¿Lo conocías también?
—No tengo ni idea de lo que estás hablando. —Ni siquiera se dio la vuelta.
—El chico del vendaje en la cabeza. Søren Severin Nielsen, que ahora es abogado, el abogado más solicitado hoy en día para casos de refugiados. ¿Fue una casualidad?
El jefe de seguridad se quedó callado.
—¿Por qué no le preguntas a él si ha recibido un anónimo?
Era evidente que había dado en el blanco. Carl Malle aspiró hondo, todavía dándole la espalda, antes de responder:
—Søren Severin Nielsen no mantiene muy buenas relaciones con los representantes de este ministerio, deberías saberlo mejor que nadie. Pero puedes preguntárselo tú.
—Ya lo he intentado, porque creo que el autor del anónimo ha escrito esa carta a una serie de antiguos niños de Kongslund. No sé por qué, y tampoco sé de qué manera estáis implicados tú y Ole.
Se sorbió la nariz, y un miedo incomprensible volvió en medio de la furia.
—Pero hay algo que no va bien. —Se calló. Volvió a sonar como un niño.
Carl Malle hizo caso omiso de la acusación, sin darse la vuelta.
—Si llaman de esa cadena de televisión, si Peter Trøst se pone en contacto contigo, no le ayudes, no le digas ni palabra. Ya ha habido suficientes filtraciones.
Orla extendió los dedos sobre la mesa. Si hubiera hecho crujir un dedo, habría sonado como un disparo en el silencio reinante.
—Quizá deberíais investigar si Peter Trøst es adoptado. La mayor estrella del país. Quizá haya sido el propio autor del anónimo quien le ha cuchicheado algo al oído…
Carl Malle salió del despacho sin decir palabra y cerró la puerta tras de sí. Tan silenciosamente que no logró ahogar el eterno susurro del surtidor del patio.