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ORLA

1961-1974

Ya la primera noche después de morir, Magdalene insistió en que lo más importante para los niños, lo único que yo no debía olvidar jamás, pasara lo que pasase, era: «Si encuentras a un amigo, tienes una oportunidad; si no encuentras a nadie, te vienes abajo». Nadie lo sabía mejor que ella.

La historia breve y violenta de la infancia de Orla es, en mi opinión, la historia de todos los padres que, sin pensarlo, continúan los pecados de sus padres y madres, que siguen siendo la mayoría.

En algunos niños el miedo crece inadvertido, y los adultos, que deberían ser quienes más cerca están, no se enteran; tal vez una noche oyen un pequeño sonido tras una pared cuando debería reinar un silencio absoluto, pero no lo relacionan con algo importante, y por eso continúa el proceso destructivo sin que nadie lo detenga.

En mi mente le puse el nombre Orla el Solitario, porque huía del barrio de casas adosadas como si le pisara los talones un regimiento de demonios, sin que nadie hiciera nada al respecto. Y sé que algunos de los psicólogos de Kongslund le tenían pánico, sobre todo después del asesinato del Lerdo en el pantano.

Escondida tras un seto de espinos, en los primeros meses de la primavera, observaba a Orla Berntsen, que mucho después se convirtió en alto funcionario del Ministerio Nacional, y que tenía de segundo nombre Pil, como el padre que nunca conoció y que, en sentido estricto, no podía probar que existiera.

Allí estaba, a la sombra, un chaval de once años tras los garajes de un barrio de casas adosadas, con la nariz pecosa estampada en medio de un rostro con forma de pera, sobre los labios carnosos, todo ello rodeado de pelo rubio en punta siempre despeinado. Un chico bajo, fornido, que exageraba su torpeza natural para hacer el papel de payaso cuando estaba con los compañeros, y que siempre se esforzaba por practicar el arriesgado arte de la simulación, siempre riendo demasiado alto y hablando demasiado rápido, corriendo cinco metros por detrás de los chicos más populares, siempre el último de la fila cuando había que hacer equipos en el campo de fútbol del pantano. Se quedaba allí inmóvil al terminar el encuentro —nadie lo elegía, nadie lo quería—, y se reía de sí mismo; ¿qué otra cosa podía hacer?

Lo solían asustar con sus historias del famoso pedófilo del pantano, atravesaban gritando el bosque, huyendo de espíritus y demonios y lo dejaban solo en el lado malo del puente, en el pequeño prado al este del cauce del arroyo, con unas fantasías tan violentas que hacían que sus delgadas rodillas vacilasen y se sorbiera la pecosa nariz de puro terror.

Como si alguien fuera a pensar en secuestrar al pequeño Orla Pil Berntsen, hijo natural de Gurli Berntsen, madre soltera y oficinista, tolerada en el suburbio pequeño burgués, pero nada más.

Era una idea ridícula.

Su madre era respetable, no había duda, pero la gente creía que la respetabilidad le había llegado demasiado tarde, y el propio Orla era la prueba. Era hijo ilegítimo al final de la época en que los raros eran quienes no tenían una familia como es debido y en que la responsable por aquel pecado —quien por eso tendría que sufrir toda la condena— siempre era la mujer que criaba al niño sola.

El barrio de su infancia consistía en dos calles cortas y tres bloques bajos de casas adosadas de ladrillo rojo, habitadas por oficinistas, funcionarios y maestros de escuela y, junto a los garajes, un estanquero jubilado con dos perros de agua blancos. Incluso un pianista alto y encorvado se mudó un hermoso día de primavera al número 14 con su esposa y dos hijos, e inclinaba su cuerpo estirado sobre el piano de cola negro y acariciaba las teclas con la melancolía inquieta del Copenhague suburbano, tras lo que terminaba con un tono bajo que permanecía entre las paredes mucho después de haber cerrado el instrumento. Los domingos soleados de verano los sones del piano salían de la sala de estar, por la puerta abierta del jardín, superando setos y céspedes, de terraza en terraza, donde los padres de familia, encorvados mientras desherbaban, toleraban los ejercicios rezongando, porque al fin y al cabo aquel hombre tocaba en la radio, entre las noticias de Vietnam y Suez y las luchas callejeras de Copenhague y París —¿verdad?—, y sus golpes sobre el piano eran tan enérgicos que se llevaban los restos de maldad por encima de los setos, dejando solo un vago tintineo en los tenedores de plata de los platos de tarta, bajo las sombrillas.

Un día ocurrió algo extraño que nadie supo explicar. Cuando la música subía en intensidad, los dos hijos del pianista siempre echaban a correr por el jardín, como guiados por una batuta invisible, y aquella tarde corrieron más deprisa aún por el largo y estrecho jardín trasero, abajo hasta la verja y arriba hasta la terraza, abajo hasta la verja y otra vez arriba, como dos notas frenéticas en una partitura desquiciada, hasta que la velocidad llegó al máximo, y de pronto hicieron algo imposible: caer en el mismo sitio, con un intervalo de segundos, y cortarse la punta de la lengua con idéntica precisión. Los llevaron en ambulancia a la sección de Urgencias del hospital de Bispebjerg, donde los médicos llevaron a cabo dos milagros paralelos y volvieron a coser las dos puntas de lengua.

Es ese tipo de acontecimiento singular lo que hace que niños y adultos de un barrio suburbano recién construido, donde todos se medio conocen pero nadie sabe nada con seguridad, se pongan a pensar si existe, pese a todo, una instancia superior en lo alto, un destino común que vincula a la gente y guía la cadena de acontecimientos de la vida en una dirección razonable. Para Orla Berntsen, que vio llegar y volver a marchar las dos ambulancias, el episodio tuvo un significado diferente y mucho más prosaico. Al fin y al cabo, el hermano pequeño fue el primero en caer, y el hijo único Orla comprendió que el hermano mayor había conocido y aceptado su destino desde que vio a su hermano pequeño en la cuna; que lo de caer y cortarse la lengua con pocos segundos de intervalo era solo una parte ínfima de su obligación universal, una parte insignificante del amor incondicional que Orla sabía que existía, pero en el que nunca había participado: el amor de un hermano, la fidelidad de un amigo, una amistad inquebrantable, la seguridad de estar contenido en otra persona, pase lo que pase.

Yo era sin duda la única que oía su llanto cuando volvía a casa, solo, como siempre.

Me di cuenta muy rápido de que los problemas de Orla Berntsen no tenían nada que ver con dos puntas de lengua cortadas; a diferencia de las puntas de lengua, no podían repararse con hilo de sutura y el esfuerzo resuelto de un buen médico. A veces pasaba días sin salir, y nadie sabía por qué. Luego volvía a aparecer, un poco más encorvado de lo habitual, con la tez algo más gris, y sorbiéndose la nariz, nervioso, con sus ojos castaños húmedos y la masa de pelo erizada, como si acabara de estar en una pelea. Corrían rumores de que su madre le pegaba, pero nadie podía probarlo; además, era un asunto suyo, opinaba la gente del barrio.

Todas las tardes, cuando Gurli Berntsen volvía del trabajo, se sentaba en un sillón azul oscuro frente a la ventana que daba al oeste, donde leía Billed Bladet y echaba una ojeada por el universo paralelo que era la tierra de sus sueños. A distancia, yo trataba de calcular qué veía y qué anhelaba, pero nunca lo conseguí, y podría pensarse que su silencio, sentada allí en el sillón azul, era la cosa más importante que impulsaba a Orla hacia el pantano y el arroyo, donde al final sucedió la catástrofe de su vida.

Así que Gurli tal vez debería habérselo contado todo antes de que fuera demasiado tarde.

Lo de su embarazo y la vergüenza.

Lo del hombre que desapareció y el olor a mantas húmedas sin lavar y salas sin airear. Y la vista del jardín donde ella se crio, y la sensación sobre su piel del quimono rojo que perteneció a su madre, y a su abuela antes que a su madre, y con el que cubrió su tripa tensa y brillante después de cometer su pecado irrevocable.

Lo del padre de ella, que se sentaba en el sillón de orejas mientras sus fuertes pulgares frotaban el brazo del sillón con movimientos circulares eternos, atrás y adelante, una y otra vez, desplazándose por las arrugas brillantes del tapizado, donde antes hubo terciopelo; como si fuera el último resto de una tremenda energía vital que estaba a punto de desaparecer.

En la vida de un jubilado, la Reprobación es como un regalo; no le hacía falta ni siquiera mirar a su hija, se contentaba con observar la pared desnuda sobre la cabeza de ella y callar, mientras los dedos hablaban, porque le hablaban a ella a través de estirpes y generaciones, hablaban del tapizado brillante por gastado y avisaban de que el Pecado había llegado a la vida de una mujer atolondrada, incluso el peor de los pecados…

… dar a luz un hijo sin padre.

Por aquellos años nadie podía huir de un pecado de tal envergadura. Nadie podría olvidarlo jamás. La Reprobación estaría presente cada segundo y en cada idea del resto de su vida. Ningún amor materno o paterno sería lo bastante grande para anular dicho principio.

Cuando Gurli Berntsen se dio cuenta de la verdad, intentó tragarse un tubo de pastillas para dormir de las más fuertes que encontró, y pasó tres días dormida, hasta que despertó y pasó otros tres días vomitando. Dos días después se arrojó a la dársena del puerto, a la altura de la estación de Svanemøllen, pero alguien que pasaba por allí la vio y la sacaron. El hospital notificó el incidente a los padres de la desgraciada mujer, que vivían en Jutlandia, y su padre reaccionó —como hacen los hombres de esa clase en una situación así— con ira. Por supuesto. Pero hay en el mundo fuerzas más poderosas que la ira masculina, como demostraban día a día Magna y sus señoritas —si Kongslund simbolizaba algo, simbolizaba eso—, y al tercer día después del intento de suicidio, la madre de Gurli sacó los ahorros de la familia y compró el número 12 de un barrio recién construido de casas adosadas con jardines traseros alargados y setos que daban sombra y protección. Al poco tiempo, nació Orla.

La joven madre dio a luz a su niño en la sección B de Maternidad del Hospital Central, donde suplicó a las jóvenes enfermeras que se llevaran al niño lejos de ella, lejos de su vientre, lejos de su vergüenza. Pero su madre, que era la abuela de Orla, hizo bautizar al bebé de unos días en la capilla del hospital y, en un momento de clarividencia, le puso el segundo nombre de su marido —se llamaba Jens Orla Berntsen—, así que el pequeño se llama como su abuelo, lo que fue una decisión que demostró la perspicacia primitiva de las mujeres durante milenios de amor propio masculino.

A regañadientes, pero adulado, el abuelo primerizo apareció en la iglesia y posó por un momento los dedos en los brazos duros del banco, mientras emitía un gruñido que podría interpretarse como un «amén». Sorprendentemente, sus manos estuvieron quietas durante el resto de la ceremonia, como embargadas por una paz celestial.

El pequeño Orla también había encontrado su familia, pese a todo.

Al día siguiente volvió a perderla, al menos durante cierto tiempo, cuando un taxi lo condujo al hogar infantil Kongslund, al norte de Copenhague. Allí las experimentadas señoritas de Asistencia a la Maternidad lo cuidarían mientras Gurli se recuperaba —para asombro de su padre, cayó en una depresión, a pesar de toda la ayuda que había recibido— y organizaba su nuevo hogar. Ese relato, que Orla más tarde fue completando con las pocas confidencias de su madre y las visitas anuales a Magna, era diferente al de los niños entregados en adopción; eso ya lo sabía, y a una edad demasiado temprana para comprender ese tipo de cosas: su madre lo condenó al hogar con plena conciencia, mientras sopesaba si él merecía que ella viviera; más que nada, para protegerse a sí misma.

Debido a esa falta de decisión, Orla pasó demasiado tiempo en la Sala de Recién Nacidos, entre Tinieblas, pasando a formar parte de la infinidad que llenaba a los niños de Kongslund de un pavor que ni los propios psicólogos del hogar comprendían.

Cuando al final llegó a su casa, Gurli le enseñó su cuarto, lo acostó y se sentó en la sala, en el sillón de orejas azul, que había heredado de su padre muerto el año anterior. Posaba sus dedos inquietos en el terciopelo y notaba que se estremecían cada vez que pensaba en el hombre que había sido su padre, a quien había enterrado con una sensación que no se atrevía a confiar a nadie.

Tras varias noches en las que le pareció oír a su hijo lloriquear tras la pared, le dio una fotografía, recortada de una revista, de un hombre sonriente que arrojaba al aire una pelota de playa anaranjada, y el hombre, que tal vez fuera su padre, sonreía bajo el sol al niño de la playa, y la pelota subía y subía, hacia el Cielo. Dijo a su hijo que su padre se llamaba Pil, y ese fue el segundo nombre que pusieron a Orla en la partida de bautismo.

Por desgracia, le contó a Orla, su padre estaba viajando por el mundo en busca de un lugar donde los tres pudieran vivir juntos, y aún no había vuelto.

En su colección de clásicos ilustrados, Orla leyó durante los años siguientes sobre hombres como él —sobre el Cazador de Ciervos, Ivanhoe y el Capitán Grant, que se marchó con su familia, atravesando glaciares, desfiladeros y cimas—, y con el tiempo comprendió que el final feliz de tales aventuras era inevitable; bastaba con esperar lo suficiente. Era verdad que el destino se había llevado a su padre, pero solo por un tiempo, y un buen día se lo devolvería.

Había una cosa que hacía que Orla Berntsen fuera algo especial en la calle y el barrio en los que creció. Solo había vivido con mujeres. Primero las señoritas y las puericultoras del hogar infantil, y después su propia madre, que, por lo que decían, nunca abrió la puerta de su casa a un hombre desde que llegó al barrio.

Pero aunque Orla Berntsen podía competir con la mayoría de las chicas en cuanto a intuición y compenetración, el aspecto femenino no iba acompañado, cosa extraña, por los rasgos de carácter que podrían corresponderle: ternura, compasión, delicadeza.

«Algo ha salido mal», habrían dicho los psicólogos de Kongslund si lo hubieran visto, y con un afligido movimiento de hombros habrían añadido otro folio al expediente cada vez más grueso del Infeliz. Pero no lo vieron, porque no habló a nadie de las visiones que lo perseguían aquellos años.

Por la misma razón, su primera experiencia con el sexo opuesto no fue de lo más afortunada, porque fue la primera y última vez que nadie lo vio tender la mano de manera espontánea a otra persona, movilizando toda la confianza que podía albergar en su interior.

Aquel chico criado entre mujeres conoció a una niña que no había sido criada por un padre, sino por dos —tanto el obrero entrado en años Sørensen como su hijo trabajaban en el enorme astillero del centro de Copenhague—, y por alguna razón todavía se hacía pis en las bragas con ocho años, sin previo aviso y sin razón aparente. Un día de aquellos que estaban solos en la calle, mirando el pequeño charco fatídico a los pies de ella, Orla sacó del bolsillo del anorak una bolsa de regalices de colores. Se la ofreció, pero la niña se limitó a mirarlo con su mirada insondable, y por alguna razón Orla no vio ni rastro de alegría o agradecimiento en sus ojos. Orla, de once años, se acercó a ella y cuchicheó:

—Voy a enseñarte un juego que nadie conoce —su voz adquirió un tono agudo y pícaro— en el que o te haces mi novia… o me muero.

Ella lo miró sin decir nada.

—Mira —la instruyó Orla—. Voy a poner ocho bolitas en fila, y si no me has besado antes de que haya comido la última, la azul, me moriré, porque está llena de veneno.

Y Orla puso ocho bolitas de regaliz de colores diferentes en fila en el bordillo de la acera, y se pusieron en cuclillas, y Orla sintió sobre él la mirada insistente de la niña, que debía haber sido dulce y solícita, pero que estaba más bien llena de expectativa y emocionada, cosa que Orla no entendía. Primero comió una bolita de regaliz amarilla, luego una blanca, luego una roja y una naranja, y después otra blanca, luego una verde y una marrón, y de pronto solo quedó la bolita que significaba la muerte, y Orla vio que los ojos de la niña brillaban, como si estuviera a punto de llorar o le hubiera entrado una fiebre repentina. No iba a dejar que comiera la azul, ¿verdad? No iba a dejarlo comer la bolita que sabía que lo haría morir, ¿verdad? Tendría que seguir el plan de Orla y darle el beso que le salvaría la vida… Pero en su lugar ella lo miró con ojos brillantes y ladeó la cabeza; la puntita de su lengua salió por el pequeño espacio existente entre sus dos paletas, y se quedó esperando.

Así fue como Orla descubrió que era una mota de polvo en la inmensidad del universo, que no era más que un chaval pecoso y chato, y una mano sucia a mitad de camino hacia la boca, que de repente se enfrentaba a que el primer y único amor de su vida lo condenara a muerte.

En aquel momento ella dijo las palabras que ningún chico u hombre olvidaría jamás: «¿No puedo besarte y verte comer la bolita azul?». Creo que esa frase fue el primer aviso de la liberación de las mujeres que se avecinaba; pero, claro, Orla era demasiado joven para comprenderlo.

La reacción le sobrevino tumbado en su cama, en la oscuridad, aquella misma noche.

¿Qué debería haber respondido?

Fue aquel otoño cuando el Destino derribó las últimas defensas que Orla, el Solitario, a duras penas había construido en torno a sí, y lo hizo con un acontecimiento que pareció una casualidad.

Cuando las campanas de la iglesia marcaban la puesta de sol, se abría la puerta de la calle y Orla salía con un cubo de latón en la mano y una mirada escrutadora y vigilante en los ojos. El cubo era amarillo claro y estaba abollado, tendría medio metro de altura, y Orla trotaba como siempre hacia la pensión de la Maglegårds Allé, iba a la puerta trasera, donde estaba la cocina, y saludaba al cocinero, que le revolvía el pelo entre risas y le llenaba el cubo. Después volvía a casa a la luz de las farolas, hasta que la curiosidad lo hacía detenerse, levantar la tapa del cubo y meter un dedo en la salsa caliente llena de salchichas, albóndigas fritas, chuletas de cerdo empanadas, hamburguesas y patatas hervidas que brillaban con su color blanco en medio de la salsa marrón; de vez en cuando se paraba a la sombra de un árbol y chupaba el dedo con la salsa mientras se quedaba mirando a las musarañas y la comida se enfriaba, y se ponía a pensar en aquellas ideas que yo no llegaría a comprender hasta bastante más tarde.

Las catástrofes comienzan de forma extraña y a veces inocente, y si hubiera sabido de qué iba el juego del que era parte, se habría arrepentido de la noche en que se animó a preguntar a Erik, que era el chico más popular del barrio, si quería acompañarlo a la pensión con el cubo amarillo.

Como ocurre a veces, la curiosidad pesó más que la perspectiva de un paseo con un cubo de latón abollado en medio de la oscuridad, y al final Erik se avino. Camino de casa, Orla se agachó, levantó la tapa y metió el dedo en el contenido marrón humeante, para que su nuevo amigo viera las delicias que esperaban a Orla y a su madre.

—¡Uf! —se quejó Erik—. No son más que unas repugnantes albóndigas.

Erik estaba lleno ya, y en su casa las albóndigas no salían de un cubo amarillo sino de una cocina hogareña desde donde llegaban el ruido de pucheros y el tarareo de canciones, y te las servían al plato de una bonita fuente de cristal que sujetaba su madre con agarradores gruesos de color azul cielo hechos a ganchillo por ella misma.

—¡Uf! —repitió, mientras Orla lamía la salsa de su dedo índice—. Mira, ¡si tienes una verruga en el dedo…!

El foco de atención cambió de pronto, con brutalidad, y el Destino despertó sobresaltado. Era verdad. En efecto, había un gran bulto gris-marrón tras el nudillo de su dedo índice derecho, y la salsa hacía que brillase como si estuviera vivo.

Reaccionó a toda velocidad, y fue aquella reacción la que resultó fatal.

—¿Sabías que si aprietas una verruga puedes pedir lo que quieras?

Erik lo miró con escepticismo, pero estaba tan fascinado por la excrecencia marrón del dedo manchado que no se movió. Entonces Orla apretó la verruga, la frotó con fuerza entre el pulgar y el índice y dejó que aquella temeridad tomara el control del momento más importante de su infancia; todavía podría haberse detenido, podría haber reconocido que no tenía ningún secreto ni lo había tenido nunca, y entonces tal vez las cosas se habrían desarrollado de otro modo, su vida quizá habría sido, como la de su madre, desde la juventud hasta la vejez, un ir y volver tranquilo entre su casa y una oficina que nadie sabía dónde estaba, envuelta en una sombra gris, que entraba y salía por una puerta que nadie sabía lo que ocultaba. Pero era demasiado tarde.

Su nuevo amigo se inclinó hacia delante; había olvidado su escepticismo anterior, y Orla notó que su repugnancia se convertía en fascinación. Percibía el calor y el aliento de Erik junto a su rostro, oía el aire saliendo de su nariz y entrando por los labios concentrados y sentía el cuerpo de su amigo junto al suyo; fue el momento más maravilloso que experimentara nunca: eran compañeros, de pronto todo era tan extrañamente tierno como si Erik fuera su hermano (apenas se atrevía a pensar la idea), y apretó todo lo que pudo, apretó con más fuerza que con la que apretara nunca nada, y…

… la verruga reventó, y Erik soltó un grito desesperado.

Un largo chorro de la excrecencia salió raudo hacia su ojo, y un líquido amarillo repugnante manchó su mejilla izquierda. Erik se puso a dar saltos en la acera como un loco, tapándose el rostro y los ojos con ambas manos mientras no paraba de chillar.

—¡Ahora podemos pedir un deseo! —gritó Orla para ahogar los gritos de Erik. Pero su amigo no expresó ningún deseo, nada de nada, solo un sollozo dilatado.

—¡Yo quiero un gran autobús rojo para que podamos ir todos a bañarnos a Bellevue! —gritó Orla—. ¡Un autobús como los de Londres!

Pero Erik había echado a correr a toda pastilla hacia su casa, y Orla corrió tras él con la comida del cubo amarillo chapoteando tanto que se soltó la tapa. Ni se dio cuenta.

—¡Quiero un coche Bluebird, para llegar a los ochocientos kilómetros por hora! ¡Te lo regalo, si quieres! —exclamó. Era su segundo deseo, y en aquel momento le pareció lo mejor que podía desear.

—Joder, ¡estás… como una regadera! ¡Imbécil! —chilló Erik entre sollozos sofocados—. Van a salirme verrugas en los ojos… ¡Me voy a quedar ciego!

Y Orla se lo imaginó; vio ante sí cómo el líquido contagioso se desplazaba por la piel de Erik y cómo una masa informe marrón salía del bonito ojo azul de Erik y le cubría todo un lado del rostro; un chico que tendría que ocultarse siempre tras una máscara o ir con una capucha encima. Y notó que la tierra y el terrazo se abrían a sus pies y la náusea hervía en sus entrañas agitadas; luego Erik desapareció en la esquina de los garajes, y un momento después Orla oyó que se cerraba la puerta de la calle y los gritos se apagaban; su amigo recién perdido había llegado a casa.

Fue entonces cuando se dio cuenta de que la salsa, las albóndigas y las patatas hervidas se habían caído del cubo mientras corría. No quedaba nada de comida, y su madre tendría que acostarse sin cenar. El pequeño incidente no tardó más de un minuto en convertirse en una catástrofe consumada. Orla dejó el cubo en la última baldosa frente a la puerta de su casa y corrió tanto como pudo hacia el pantano. Se metió resuelto en la oscuridad que conocía tan bien, porque así era como reaccionaban la mayoría de los niños de Kongslund cuando sentían que habían caído en una trampa. Yo lo sabía mejor que nadie.

Allí se acurrucó en un matorral espinoso cerca del puente sobre el arroyo y se metió el tembloroso dedo desfigurado, que sangraba y escocía, en la boca, cerró los ojos y notó que el miedo crecía en su estómago, que un líquido caliente subía y rezumaba barbilla abajo. No era sangre como la de «La batalla de Tobruk» de los tebeos de guerra, que el menos daba la seguridad de una muerte honorable, sino salsa de la pensión mezclada con bilis y miedo amarillo corrosivo, porque ya sabía qué iba a ocurrir: en adelante, los demás chicos iban a incordiarlo más que nunca: Palle, Bo, Henrik y Jens… No lo dejarían en paz, lo perseguirían a todas partes y nunca volverían a hablarle.

Empezó a llover hacia la medianoche, mientras su madre iba de puerta en puerta por el barrio con el cubo abollado vacío en la mano, preguntando por su hijo con un leve temblor en la voz, y así perdió el poco respeto que le tenían los padres de los demás chicos. ¿Qué casa es esa donde una madre no es capaz de hacer entrar en vereda a su hijo?

Resignados, los padres se levantaron, lo contrario habría sido insensibilidad, buscaron las linternas y partieron en fila hacia el arroyo.

Justo antes de que los hombres llegaran atravesando la maleza, Orla Berntsen oyó una voz en la oscuridad, no más alta que el ruido del viento entre las ramas, un susurro que se repetía una y otra vez, como si se encontrara en el interior de su cabeza: «Ojalá fuera una estrella», decía, y Orla pensó que sería una frase del mundo que había existido mucho antes de que el cono de luz diera en su cabeza («¡Aquí está ese payaso!») y mucho antes de su decisión fatal de reventar la verruga en la cara del chico que había sido su amigo por un tiempo breve e irreal.

Se levantó con los ojos cerrados y la mano de la verruga bien metida en la boca, mientras formulaba un deseo con gran concentración; era su tercer y último deseo, y los hombres de las linternas por supuesto nunca llegaron a saber qué era lo que pensaba en aquel momento; pero yo sí creo saber qué deseó…

A partir de aquel día la rabia fue su único punto de apoyo. Cuando su madre se acostaba, él se quedaba despierto en la oscuridad pensando en el enemigo, que era el único nombre que podía poner a sus problemas. El enemigo no tenía rostro y era despiadado, y Orla, con doce años, desarrolló cierto talento para la violencia, que después lo perseguiría durante muchos años. Algo lo atraía una y otra vez a la zona de los garajes, donde el barrio de su infancia estaba limitado por un imponente seto de espino; al otro lado del seto estaban los bloques amarillos, que alzaban sus seis pisos hacia el cielo azul, y allí vivían las familias que no podían permitirse tener su propia casa, ni siquiera una humilde casa adosada, y con los años el seto había crecido tanto que ya no se veía el otro lado. Al menos una vez por semana, los niños de las casas adosadas arrojaban lluvias de piedras por encima del seto de espino, para golpear a los enemigos invisibles de los bloques amarillos, y en aquellos meses nadie era capaz de arrojar tantas piedras, tan rápido y con tanta fuerza como Orla. Era como si una tremenda furia se hubiera apoderado de su cuerpo ancho, así que saltaba más alto y con peor genio que nadie, y arrojaba cascote tras cascote siguiendo los ruidos de pasos y voces del otro lado del seto; cuando una pedrada se veía recompensada con un alarido y el ruido de pasos corriendo, se reía de una manera que casi aterrorizaba más a sus compañeros que el propio enemigo, porque estaban al mismo lado del seto que él.

Allí, un año antes de llegar a la pubertad, todavía podía haber habido salvación para un chico singular como Orla; es lo que sostendrían los psicólogos de Kongslund, basándose en las obras que habían estudiado con tanto detenimiento.

Habrían defendido la teoría de que los daños más graves aún podían contenerse, tal vez incluso mitigarse y ocultarse.

«Orla era un chico fuerte —habrían dicho—. Claro que se reían un poco de él, ¡pero siempre salía adelante!». Y habrían encendido sus pipas, y se habrían mirado con aire convencido, por encima de sus brillantes gafas.

Era puro disparate, por supuesto.

Solo una semana después del incidente de la verruga, Orla dio el último paso en el camino que iba a hacer que su infancia terminara de forma tan repentina, cuando un balón se le cayó sobre el tejado del garaje al fondo de la calle.

Sin pensarlo, saltó y se agarró al borde del tejado, y su mano se posó en una sustancia blanda que un perro sin dueño había dejado allá arriba.

Yo estaba detrás del seto, y vi que los últimos soportes de su existencia saltaban por los aires —así de pequeños e insignificantes pueden ser los sucesos más devastadores—; no me hizo falta ni el catalejo de Magdalene para advertir el pavor de su mirada.

El resto del día, y el resto de su corta infancia en el barrio, resonó por las calles un grito, que se convirtió en la maldición de su vida: ¡Orla-el-del-ca-ga-rro, Orla-el-del-ca-ga-rro, Orla-el-del-ca-ga-rro…! Y el chico, que por alguna razón yo había llegado a comprender mientras lo observaba, se fue corriendo a casa tan rápido como pudieron llevarlo sus vigorosas piernas y metió ambas manos bajo el chorro de agua caliente del lavabo del baño. Justo después vomitó, jadeando y sollozando, mientras sus lágrimas se mezclaban con el agua marrón, como si su interior hubiera desbordado y nunca más fuera a ser capaz de cerrar el grifo de agua salada. Salió corriendo al pantano —¿adónde, si no?—, pero esta vez nadie fue en su busca. Por un momento le pareció oír la llamada quejumbrosa de su madre, pero no era más que el viento entre los árboles.

Al día siguiente lanzó un cascote enorme por encima del seto contra los chicos de las casas amarillas, y esta vez no oyó solo gritos, sino también sirenas, de la Policía y de ambulancias; al otro lado del seto se oyeron sollozos y chillidos. Corría el rumor de que un chico de los bloques amarillos había terminado en Urgencias con una mala pedrada en medio de la frente. «¡Igual se muere!», gritaba el enemigo del lado amarillo del seto, pero nunca se realizó ninguna investigación, y los que arrojaban piedras entre aquellos dos mundos separados ni siquiera sabían el nombre de los del otro lado.

Unos días después, la señora del 16 golpeó con los nudillos la ventana de su cocina e hizo señas a Orla, que estaba sentado en el bordillo de la acera, mirando sin pestañear un charco de agua.

La mujer lo invitó a la cocina y le sirvió tostadas con mermelada rojo intenso y cacao espeso con leche. Y allí, sentado a la mesa, estaba su marido, a quien llamaban señor Malle, que todos los días volvía a casa vestido con el uniforme negro de la Policía y con un maletín marrón bajo el brazo. Orla creía que iba a mencionar el incidente con los chicos de las casas amarillas, pero el señor Malle se limitó a sonreírle, y durante los meses siguientes Orla fue el único vecino de la calle a quien saludaba aquel hombretón.

Tal vez fuera la amistad con el policía lo que lo hizo temerario, porque al parecer no estaba nada preparado para lo que sucedió unos días después cuando vagaba por el barrio, en el extremo de los bloques amarillos, acechando al enemigo. En un portal estaba Carl Malle apoyando la mano en el hombro de un chico flaco con la cabeza envuelta en un vendaje blanco como la nieve (parecía el protagonista de la película Lawrence de Arabia, que había visto en el cine). El policía iba de paisano, pero había colocado una de sus gorras de uniforme en la cabeza vendada del chico, y allí descansaba orgullosa contra la gasa blanca.

Orla habría querido llamar a su amigo, pero de sus labios no salió palabra.

En su lugar, dio la vuelta y se fue corriendo al pantano, y se quedó allí hasta que cayó la oscuridad. Algo en su interior se había derrumbado y no comprendía qué podía ser. El pantano era el lugar donde aquel Orla de trece años más tiempo pasaba. Solía vagar por los prados, arriba y abajo por el arroyo; también se metía entre los juncales, y allí, en un pequeño claro, había una piedra enorme, a la que solo los chicos más fuertes podían trepar; era donde solía estar al atardecer apretando los ojos con fuerza, para que no volvieran a desbordar de agua salada, y pensaba en su padre, que nunca volvió. Su madre le contó una vez una historia (y aquí todos los psicólogos de Kongslund deberían aguzar el oído y tomar minuciosos apuntes en sus cuadernos) sobre una piedra enorme, que en realidad era una persona a quien un gigante le echó el mal de ojo, y yo lo veía acariciando la piedra con la mano, como si se tratara de una persona añorada, querida. Lo veía poner insectos y ranas, incluso mariposas, a las que había arrancado las alas, sobre la gran piedra, y atravesarlos con cascos de cristal que encontraba en el camino. Lo hacía como distraído, como si su mente estuviera muy lejos, y al acabar el día retiraba de su altar de sacrificio alas de mariposa, patas de araña y ojos de rana, y su mano blanda, sucia, volvía a acariciar con ternura la superficie. Era un espectáculo extraño, y volví a casa de Magdalene y lloré en su regazo hasta que las visiones desaparecieron.

Así es como vivía Orla Pil Berntsen los últimos meses de su infancia, en una soledad cada vez más desesperada que ningún ser vivo quería comprender. Entre una imagen nebulosa y fantástica de su desaparecido padre convertido en piedra y la imagen real de Gurli, sentada en el sillón azul de respaldo alto, mirando a la pared por encima de la cabeza de Orla, mientras sus dedos empezaban poco a poco a temblar, estremecerse y a moverse sobre el brazo azul describiendo pequeños círculos…

Todo terminó un atardecer, cuando el sol se ponía encima de las casas del barrio vecino y proyectaba una sombra larga sobre el pantano. Orla oyó un disparo de escopeta de aire comprimido en el arroyo y se acercó con cuidado.

Había dos chicos en un claro, mirando a un gorrión abatido, que daba vueltas sobre el suelo del bosque como una mosca en un alfiler, mientras las hojas se arremolinaban alrededor y los chicos reían hacia las copas de los árboles.

Así fue como Orla conoció la auténtica maldad: Karsten, el fortachón de Karsten, con el pelo cortado a cepillo, y Poul, con sus ojos muy azules tan llenos de maldad como los de Satanás camino del Infierno. Le presentaron a Benny, su singular amigo, un retrasado de casi dos metros de altura que solía vagar inquieto por el pantano y esconderse entre la maleza de las orillas empinadas del arroyo, donde su parloteo desquiciado retumbaba entre los árboles. La gente del barrio se había acostumbrado a él —lo llamaban el Lerdo—, y Orla lo había visto a menudo como una sombra en la penumbra nocturna.

Benny tenía una habilidad increíble: mediante una serie de muecas espantosas y sacudidas de cabeza —sus dedos pulgar e índice encorvados como garras— podía sacar el ojo izquierdo de su cuenca, y se le quedaba a la altura de la mejilla, colgando de tendones y nervios, y después volvía a colocarlo rápido en su sitio. Era una habilidad asombrosa que provocaba veneración incluso a dos golfos como Karsten y Poul. Cuando le preguntaban si veía —mientras el ojo colgaba sobre su mejilla—, asentía con la cabeza, regocijado, y gritaba: «¡Sí, sí!»; pero Poul no lo creía, y la mentira era lo peor que conocía un chico así —sabía todo lo que había que saber sobre el mentir, por el borrachín de su padre, con quien vivía en la calle principal de Søborg—. Orla reparó un par de veces en la mirada fija de su compañero, y aquellos ojitos azules le producían escalofríos, eran como bolas de acero al rojo vivo dentro de sus cuencas cuando observaba al grandullón; a veces se encendían con tanta maldad que Orla sentía calor, como si tuviera fiebre, y una noche que estaban como de costumbre mirando a Benny, ocurrió el accidente que nadie del barrio olvidó jamás.

Karsten había ido a orinar a un árbol mientras Poul, al parecer, removía la tierra con un palo, y aquel imbécil estaba entre los dos tarareando, contento por su habilidad y porque tenía compañía, con su ojo espantoso colgando tan contento en medio de la mejilla… El movimiento en la penumbra fue tan rápido que el Lerdo no reaccionó a tiempo: un pájaro negro surgió de la oscuridad y tiró del globo blanco envuelto en nervios rojizos que aún lo sujetaban. El Lerdo se dio cuenta enseguida de lo sucedido y del abismo que se abría.

—¡Noooooo…! —gritó, asiendo desesperado el musculoso antebrazo de su verdugo. Pero era demasiado tarde.

Con un chasquido, la mano joven y fuerte tiró del ojo odiado y lo arrojó al aire; describió un pequeño arco sobre el arroyo y cayó en el agua con un plop, apenas audible si no se sabía que iba a oírse. Y se hundió.

Los tres chicos atravesaron el pantano corriendo, hombro con hombro, riéndose como los espíritus y demonios en que se habían convertido al final. Cuando se detuvieron para recuperar el aliento, Orla oyó por detrás los gritos del desgraciado, solo ahogados por la risa nasal de Poul. Se oía al Lerdo chapoteando en el arroyo, como si alguien se agitara y gruñera desde la profundidad de una garganta perdida. Después se hizo el silencio. Los tres chicos se miraron, y luego dieron la vuelta para volver al lugar, abandonaron vacilantes las sombras de los árboles erguidos, y se acercaron sin hacer ruido a la orilla del arroyo. Desde allí vieron el rostro sin ojo del Lerdo chapoteando en la superficie, en medio de un grupo de nenúfares, casi en la orilla. El hueco del ojo parecía un agujero negro caído del cielo.

—¡Está muerto, imbécil! —susurró Karsten, y Poul y Orla se miraron sin decir nada.

Uno de los brazos del gigante yacía inmóvil medio subido a la orilla, parecía una rama rota. Extendido, como si hubiera tratado de asirse a la vida, pero al final hubiera tenido que ceder. Era un espectáculo apacible, a su manera.

Se quedaron un buen rato en silencio, mirando al chico que chapoteaba en la orilla del agua.

—Quedaos aquí, voy en busca de algo —cuchicheó Orla.

Cinco minutos después volvió con un pequeño bulto en la mano.

—Es el gorro de Erik; siempre lo cuelga de la barandilla de entrada al sótano.

Los otros se acercaron, y Orla vio que sus ojos brillaban a la luz de la farola al otro lado del arroyo. Los tres odiaban a Erik el Bueno.

—Mirad, ¡ha escrito su nombre en el gorro!

Muchos años después, Orla recordaba solo una imagen de la orilla del arroyo: el hombre en el agua, y sus dos compañeros de pie en la hierba, con las piernas algo separadas. Y los tres parecen dispuestos a enfrentarse en un duelo, como en una película del oeste, pero el enemigo está muerto ya. En sueños ve a Benny sonreír y bromear en la orilla con su ojo colgando, todavía vivo; ve la sombra furiosa abalanzarse sobre la presa, y percibe el odio contenido en el movimiento que desencadena la catástrofe, pero no ve el rostro que hay tras la mano, y no siente nada en absoluto.

Echaron el gorro al suelo y lo dejaron donde la manga del muerto colgaba unida a la raíz de un árbol. Por la noche estuvieron bebiendo cerveza en la plaza de Søborg, y luego entraron en la escuela de Orla y robaron un proyector de diapositivas y un magnetófono Eltra, y estuvieron escuchando el «Light My Fire» de los Doors hasta el amanecer.

La Policía fue en busca de Erik a los dos días. Pasó horas con su gorro de punta sucio sobre un escritorio de la comisaría, llorando. A su modo, el destino de Erik era peor que el de Orla, porque, aunque sus padres podían asegurar que se había acostado a las diez, la duda lo perseguiría siempre, y nadie podía explicar cómo había aterrizado su gorro en la hierba junto al arroyo, justo donde sacaron del fango al tuerto. La Policía no tenía ninguna teoría que explicase lo ocurrido. A lo mejor se había ahogado sin más y un pez o un sapo le había sacado el ojo, porque los agentes no podían imaginar que el canijo gimoteante y tembloroso que tenían delante hubiera dominado y asesinado al Lerdo para después arrancarle el ojo con brutalidad y depositarlo en una hoja de romaza, desde donde miraba impertérrito al cielo (así fue como lo encontraron), y al final dejaron marchar al chico.

En la oscuridad de la cama, debajo del hombre y el chico con la pelota anaranjada, Orla casi llegó a sentir el calor del cuerpo de Erik como si estuviera al lado, y percibió su aliento en sus mejillas y frente. Hizo novillos y huyó al pantano; se sentó en la piedra enorme, balanceándose atrás y adelante; bajó al arroyo, se arrodilló y se miró en el agua, como el gnomo de la vieja canción… Y el espejo le preguntó desde la profundidad: «¿Cómo puede nacer un niño tan feo?». No se parecía a nadie de quienes conocía; su nariz, su pelo, sus ojos, que se ponían llorosos cuando se inclinaba hacia delante, no tenía ningún rasgo común con ningún rostro que hubiera visto nunca. No sabía nada de sí mismo. En la imagen de la pared, su padre sonreía al chico guapo, con el mar al fondo… ¿Habría algo de verdad en el relato de su madre sobre el Hospital Central y sobre Kongslund?

—¿Qué haces aquí, soñando?

Orla se estremeció.

—Un chico de trece años que observa su imagen en el arroyo mientras sueña, supongo que con algo bueno. ¿Una chica? —Carl Malle le guiñó un ojo cómplice. No iba de uniforme. Nunca antes había aparecido en el pantano.

—Qué va, estaba pensando en nada especial.

¿Habían dicho al señor Malle que fuera a buscarlo?

—Solo he venido a ver cómo te va. Te pareces a alguien que conocí hace tiempo. Eres de los que saben mantener el rumbo. —Había en la voz del policía un extraño tono de orgullo.

Orla bajó de la piedra.

—Tengo que ir a por la cena.

—No es necesario. Tu madre ha cenado con nosotros, y hemos hablado de tu futuro.

Su madre no había cenado nunca en casa de nadie; nunca había comido otra cosa que el contenido del cubo amarillo. Orla Berntsen estaba asustado.

—Tranquilo. Hemos encontrado una solución.

Orla estaba de pie en la hierba blanda, bamboleándose un poco. Una solución. ¿Lo meterían en la cárcel?

—Tienes que irte de este barrio —le aconsejó el policía—. Tienes que alejarte de los chicos de aquí. Hemos encontrado un internado en donde puedes ingresar.

A los pocos días Carl Malle ya había arreglado los papeles, y su madre lo acompañó en silencio hasta la Estación Central de Copenhague. Había querido a su chico al igual que otras madres, con esa inquietud que solo tienen ellas, y encerró todo aquello tras sus labios apretados.

Como había hecho siempre.

—Hasta pronto —se despidió de su hijo.

Él no dijo nada.

Orla abandonó el barrio de su infancia con una sensación inequívoca de estar solo en el mundo; desapareció, por así decir, de su infancia sin un sonido y sin que nadie se diera cuenta de ello; hijo de Gurli Berntsen, insignificante oficinista. Tolerada lo justo, nada más.

Asesino… Ni él lo sabía. En los meses siguientes recibió visitas de un hombre de Kongslund que fumaba en pipa y le habló de su infancia en el barrio (una sola vez del Lerdo en el pantano y el violento suceso que, por lo demás, había dejado atrás), pero el hombrecillo no le hizo ninguna pregunta sobre el Lerdo ni sobre nada que Orla pensara que tuviera que responder.

Así que ¿de dónde viene esa enorme furia que se apodera de algunas personas? ¿Y por qué embiste a algunos niños como un ariete del Infierno, mientras parece ser que otros se libran?

Yo había seguido la adolescencia de Orla Berntsen desde mi escondite tras el seto de espino, y observado el lento deterioro que nadie intentaba detener. Así es como se crea una deformidad en el alma, tan implacable como una característica inclinación del cráneo o una nariz encorvada, sin que nadie reaccione. La humillación de Orla no procedía de Dios ni del Diablo, sino que se la había pasado la persona que más debía haberlo protegido, como había dicho Magdalene, ceceando más que nunca mientras vivía: su propia madre.

Era aquella rabia incrustada en el interior del Orla adolescente lo que asustaba a los adultos; una ira que, en otros contextos y bajo una capa más delgada de civilización, habría explotado mucho antes de que él llegara a hacer carrera y avanzar a un estado en el que pudiera superar las fatigas de cada día. Magdalene no creía que hubiera gran diferencia entre el chico que partió al internado y el hombre que, cuatro décadas más tarde, tramitaba asunto tras asunto en el Ministerio Nacional con una eficacia fría, impasible.

Un atardecer Carl Malle apareció de visita en el internado.

—¿No echas de menos el barrio? —le preguntó.

Orla no respondió. Lo único que echaba de menos de verdad era la imagen de la pared, la del hombre y el chico con la pelota de playa anaranjada.

Carl Malle nunca lo comprendería.

—¿Por qué le dio su gorra al chico de las casas amarillas? —preguntó Orla.

—¿El chico de las casas amarillas?

—Al que le di la pedrada. El del vendaje blanco. Vi que le daba su gorra.

—No conozco a nadie de las casas amarillas —mintió el policía.

Orla se dio cuenta de que no decía la verdad, y bajó la vista para no mostrar su rabia.

El día que Orla volvió al barrio, tres años después, Magdalene vino a visitarme, y estuvo balanceándose atrás y adelante en su frágil silla, casi como en los viejos tiempos, y ceceando tanto como entonces.

«Marie», dijo entre una serie de pequeños resoplidos, torciendo la cabeza a mi lado como si fuera a romperse el cuello. «Fíjate en lo que te digo, Marie. Los pecados de padres y madres nunca van a ser expiados por un niño como Orla. Un día estará sentado en el mismo sillón que su madre, y sus dedos describirán los mismos círculos que los de ella, su abuelo y los padres de su abuelo y, como no lo entiende, se convertirá en parte de las Tinieblas, y al final en las Tinieblas mismas».

Había veces en que las predicciones celestiales de Magdalene tenían el mismo tono que las maldiciones del Infierno.

Después se arrojó sobre el brazo izquierdo de la silla de ruedas, que estuvo a punto de volcar, dio un último resoplido y desapareció.