MAGDALENE
7 de mayo de 2008
Naturalmente, Carl Malle tuvo que visitar a Magna, su antigua aliada. No me cabía la menor duda de que ocurriría.
Pero, incluso si hubieran hablado durante toda la noche, no habrían sabido qué hacer. No podían detener el proceso que había puesto en marcha el envío de los anónimos.
Si alguien conocía el nombre John Bjergstrand se dirigiría al periódico, y luego a los canales de televisión, que estaba segura de que volverían a ocuparse del asunto; había adquirido ya matices de sexo prohibido y singular engaño; los daneses eran gente que disfrutaba chismorreado, y el país, como Knud Tåsing ya había escrito en su periódico, no era muy grande. Si algo o alguien sobresaliera, se notaría.
Los primeros días todo indicaba que iba a tener razón.
El Destino lo quiso así, como tiene por costumbre, y tal vez fuera, como ya he dejado entrever, mi amor por Magdalene lo que echó la bola a rodar.
Solo tenía ocho años cuando ella murió, y pasé ocho días llorando; solo nos conocimos durante dos años, y eso es demasiado poco cuando eres pequeña. Había entre nosotras setenta y dos años de diferencia, y ella desapareció para mí —del mundo físico— la noche en que la humanidad por primera vez visitó otro cuerpo celeste; era algo singular. Yo siempre había tenido la sensación de que los dos hechos debían de estar relacionados, sin haber sido capaz de explicar el cómo.
Estaba sentada en el regazo de mi madre de acogida en la iglesia de Søllerød cuando cantamos para la difunta, y creo que el pastor se dio cuenta de que aquella ceremonia era algo especial. Se oían en el recinto de la iglesia pisadas y resoplidos, como cuando enormes elefantes atraviesan la maleza junto al recodo del río; una atmósfera que solo las mujeres fuertes pueden crear, sabiendo que dejan huellas profundas allí por donde pasan. La impresionante señora Krantz, de Asistencia a la Maternidad, estaba allí, todas las puericultoras y asistentes estaban allí, y el último psicólogo contratado estaba allí; Magna, mi madre de acogida, estaba allí, tan grande y enérgica que los versos del salmo número 15 de Brorson salían por su nariz en forma de grandes aeronaves compactas volando sobre el altar, donde chocaban con la gruesa pared encalada y producían ecos, como si Jesús estuviera allí, en la Nada, golpeando la aguja de la iglesia con su bastón divino, que era capaz hasta de hacer caminar a los ciegos.
«Qué podemos decir cuando vemos cómo centellean las estrellas», decía el salmo, y en aquella compañía no era una pregunta, no para aquel desfile de estrellas compuesto de Buenas Mujeres.
Pensé en Magdalene y en su temor, no a la Muerte, sino a todo lo que iba a suceder. Por supuesto que había diseñado un plan para su paso al Imperio de las Sombras. «Seguro que no han hecho rampas para las sillas de ruedas», dijo resoplando —era un par de días antes del alunizaje—, y luego soltó un gritito y cayó de lado sobre el brazo de la silla, como alcanzada por un espasmo del Infierno.
En su último año, estaba cada vez más segura de que su cuerpo deforme no iba a poder entrar en un ataúd normal, y por eso tomó medidas para, con su cuidado característico, impedir algo tan embarazoso. Sus últimas voluntades estaban en un folio suelto que dobló por la mitad y dejó en el aparador de madera de olmo que había en la sala de la villa blanca de lo alto de la colina.
«Cuando muera, deseo que me entierren bajo la Gran Haya, junto a mis padres. Pero antes no me metáis en un ataúd, porque sería embarazoso para todos, más que nada para quien escribe estas líneas. Si mi cuerpo eternamente retorcido tiene que apretujarse en uno de esos chismes tan estrechos que venden en la funeraria, prefiero que me incineren».
Y, por si acaso, añadió:
«La gente no tiene que sentirse incómoda por mí también tras mi muerte. No deben correr historias sobre cómo tuvieron que doblar y pegar mis brazos al cuerpo y retorcer mis rodillas hasta dislocarlas para resolver el problema».
Magdalene siempre pensando en los demás.
«Supongo que podrán meterme en el horno tal cual; de todas formas sería una pena, además de caro, quemar un buen ataúd espacioso —escribió, y añadió siete palabras más, subrayadas—: Pueden dejar la silla de ruedas fuera». Siempre había sido asombrosamente práctica, y no hay que olvidar que para escribir aquellas instrucciones sobre qué hacer con sus restos necesitaría todo un mes. En un cajón del aparador estaban sus diarios y el catalejo que perteneció a Federico VII, el primer benefactor de Villa Kongslund.
Magna, que como directora de un hogar infantil tenía por lo menos tanto sentido práctico como la difunta, recibió de manos de la funeraria la silla de ruedas después de la cremación, ya que algún niño de Kongslund podría necesitar en cualquier momento la ayuda de una silla de ruedas. La encontré en la cabaña de los aperos, donde parecía un monstruo oscuro y encorvado con su asiento de cuero gastado, y la subí a mi habitación. Cada vez que la añoranza por mi amiga muerta se hacía demasiado grande, me sentaba en ella; pero, cosa extraña, mi añoranza aumentaba con los años, casi cada día que pasaba sentada en ella. Al final estaba más tiempo sentada en aquel monstruo hundido que en mi silla de caoba, obra de la mano maestra del viejo ebanista Thomas Chippendale, y a la gente yo debía de parecerle cada vez más rara. Creo que los niños solitarios desarrollan una habilidad para hacerse invisibles en casi todas las ocasiones y lugares, y en los años que siguieron a la muerte de Magdalene me fui haciendo cada vez más taciturna, y casi imposible de divisar para la mirada de los adultos. Es un poder que para los niños que tienen esa habilidad es fácil de invocar, y casi recuerda a un espejismo. Vas y vienes a tu antojo. Para muchos adultos, los niños así, medio invisibles, son muy inquietantes, porque tienen la puerta de entrada a un mundo que ellos no se atreven a visitar. Y conmigo era todavía peor, porque nadie sabía de dónde venía ni adónde iba. En estado visible podía entrar de pronto en una estancia donde distinguidos invitados conversaban con la directora de Kongslund, y aun así en un segundo acaparaba toda la atención. Allí estaba yo sobre la alfombra de lana, con mi metro cincuenta, como un palo torcido en un montón de tierra, con mi característica aura sombría, y creo saber qué es lo que temían cuando veían a una niña pequeña así.
O, al menos, lo que inconscientemente creían que habían visto.
Magna solía reír en voz alta para rebajar la tensión del ambiente.
—En este lugar nos encontramos en la peculiar situación de que desconocemos ambos extremos de nuestra vida —solía decir para explicar la presencia de la extraña niña en el hueco de la puerta. Ella, que podía seguir a sus antepasados hasta donde alcanzaba la vista, por lo menos durante tres siglos y ocho generaciones, y que durante toda su vida fue la directora más conocida y celebrada de toda Dinamarca, no entendía la primera añoranza fundamental del niño solitario.
Lo que sucedió tras el alunizaje y el entierro de Magdalene fue, por tanto, del todo natural. Nunca lo he considerado ni un milagro ni un prodigio, tampoco una señal ni de Dios ni del Diablo, que tenían prohibido el acceso a aquel lugar: mi amiga del alma despertó a la vida, como si nunca hubiera desaparecido. Entró en mi vida con donaire, como si nunca hubiera tenido un defecto.
Supongo que, tras la primera liberación feliz de su cuerpo terrenal, gozaría de un merecido descanso en su Reino de los Cielos; hasta que un buen día se pusiera a pensar en la alegría de hablar con su álter ego, la niña abandonada Marie, de Kongslund.
«No pienses en mí, Marie. Estoy con el rey que hizo construir tu hogar, y bailamos bajo las hayas celestes que hay al oeste de la galaxia Andrómeda. ¡No existe en el Universo lugar más hermoso!».
Andrómeda. Lloré. Y es que me alegraba enormemente por ella.
Al principio se limitaba a escuchar mis penas, grandes y pequeñas y, como siempre, me aconsejaba evitar a los niños de la zona, que se reían de mí por mi hombro torcido y me llamaban esquimal por lo retorcido de mi rostro bajo el pelo erizado oscuro (aunque se había aclarado con los años).
«Porque no saben lo que hacen», susurró mi amiga del alma, conciliadora, desde el Más Allá, con un deje de una nueva sabiduría que yo, a mis nueve años, envidiaba. «Despégate de ellos y olvídalos, desaparece en tu interior», añadía con un deje de la jerga que se hablaba donde estaba ahora.
Era un consejo antiquísimo, y para mí un alivio que nadie puede imaginarse.
Pronto empezó a acompañarme a todas partes, mientras yo trotaba tirando de la cadena del viejo elefante, y estoy segura de que me guiaba a los lugares que hacía tiempo había decidido que yo debía visitar.
Y, claro, pasó lo que tenía que pasar, lo que ambas decidimos. Un día que entré en la sala de mi madre de acogida y una vez más dejé sin palabras a los invitados hasta que, vacilantes, callaron y miraron al suelo, vi sorprendida que había en uno de los elegantes canapés de anticuario de Magna un chico que empleaba la misma técnica que yo. Tras examinarnos mutuamente un rato —aunque sin mirarnos a los ojos, claro—, fue como si la estancia quedara sin aire, y varios de los adultos sufrieron fuertes accesos de tos. Magna rompió el hechizo con gran esfuerzo y me miró a los ojos.
—Te presento a Orla —dijo, señalando al pequeño tapón, que tenía grandes pecas marrones en la nariz—. Antes vivía aquí, en Kongslund, contigo. Estuvisteis juntos en la Sala de los Elefantes.
Y soltó aquella carcajada que sonaba como un trueno que retumba en pleno verano. El chico ni pestañeó. Sin duda, era uno de los nuestros.
Justo entonces supe que él sentía exactamente lo mismo que yo, y que ambos usábamos el silencio como protección cuando estábamos entre adultos en lugares expuestos. No obstante, leímos con nitidez los pensamientos del otro, como si los gritáramos a pleno pulmón, y asumíamos para la ocasión la frase que aprendían todos los niños acogidos en Kongslund: «¡Dios mío! ¡No nos abandones aquí! ¡Por el amor de Dios!».
Cuando a los pocos días cumplí diez años, Magdalene me recordó con discreción sus diarios, que yo había escondido en el cajón superior de mi secreter, en el doble fondo, porque ya era lo bastante mayor para leerlos a fondo y en orden. Ya iba siendo hora de que me hiciera una idea del mundo del que formaba parte.
Magdalene llegó a observar treinta y cuatro añadas de niños en Kongslund desde la casa de la colina, y, mientras yo leía, se sentaba en la silla de ruedas vacía junto a la ventana y respondía todas mis preguntas.
En sus palabras yo me veía, por primera vez, frente a la empinada entrada del pasado a mi pequeño escondite.
«Marie ha vuelto a jugar en la playa, y la señorita Ladegaard la ha reñido. Parece desobediente y obstinada. Creo que se me parece», escribió en un cuaderno que cubría los años 1961-1964, el primer tramo de mi existencia.
Pasé un par de hojas hacia atrás.
«¡Qué inocentes son! Es el día de la Constitución, y en el césped hay un desfile de banderas. Marie está junto a Putte y Jønne. La señorita Jensen la tiene asida de la mano».
Y el año anterior encuentro una poco habitual nota de otoño, de noviembre de 1963.
«Han asesinado al presidente Kennedy. Oh, poder ser niño y no saber nada sobre tiempos tan agitados».
Al final retrocedí hasta la fecha que era fundamental en mi propia historia y en la de Kongslund: el 13 de mayo de 1961. Magdalene había escrito:
«En la vida puede ocurrir que veas algo que no entiendes, y no tengas a nadie con quien compartirlo».
Se percibía en aquellas escasas palabras que había presenciado algo fuera de lo común, y así las interpreté yo también:
«Me había despertado temprano, y oí pasos en la hierba. Estaba junto a la ventana y vi lo que sucedió».
Estaba relatando la llegada del bebé abandonado. Era sin duda la única testigo viva.
«No me avergüenza reconocer que seguí la escena con el catalejo del rey; ojalá algunas veces no fuera tan curiosa. Era una mensajera, no una madre, me di cuenta enseguida. Dejó sin más al bebé en los escalones; no hubo ninguna despedida, ninguna pena».
Describía a la mujer del capazo y su carrera de vuelta cuesta arriba, y describía a la puericultora corta de luces —Agnes—, que salió al rato y dio la alarma. Contaba cómo llegó Magna corriendo y alzó el capazo hacia sí antes de desaparecer en la enorme villa, y unas semanas más tarde terminaba con la simple observación que reflejaba mis primeras semanas en Kongslund:
«Hay niños que nacen en tinieblas sin que nadie los desee».
En aquel momento oí su voz, tan nítida como si estuviera en la silla de ruedas, colgada torcida del brazo, como acostumbraba:
«¡Pues claro que debes saber qué ha sido de ellos!».
Reía, asiéndome de las manos.
Por aquel entonces llevaba algo más de un año muerta.
«Claro que debes encontrar a los niños que se han ido de Kongslund. No a tus padres, pues están irremisiblemente perdidos, pero sí a los niños que se han ido y tienen sus propias familias. Claro que debes asegurarte de que hay un hogar y una cama en sus nuevos hogares. Como aquí».
Subí a la Habitación del Rey y observé la imagen de los siete niños en la Sala de los Elefantes en las Navidades de 1961: Orla con su mirada fija y callada; Asger sonriendo hacia las estrellas; Peter, que estaba con el tamborcito debajo de la rama, su sitio favorito.
«Pues claro que sí».
Aquel día paseé mi elefante japonés de juguete por el embarcadero, y solté su oxidada cadena para que rodara hasta el agua, donde se hundió hasta el fondo y desapareció. Observé los remolinos de la corriente y al principio no noté nada. Luego vino la rabia, y me di la vuelta, dando la espalda al agua y a la lejana isla.
Por fin me había armado de valor.
Mis fuentes para encontrar a los niños de la foto eran, en principio, los libros de Magna con recortes de periódico y postales, además de discretas conversaciones con puericultoras y asistentas, sobre todo Gerda Jensen, que se daba cuenta de que me dirigía a un terreno peligroso (y, desde luego, prohibido), pero sin duda encontró algo de su propia fuerza en la obstinación que yo mostraba.
Un día, casualmente, Gerda desveló el lugar en el que solía esconder Magna la llave de repuesto del despacho, donde estaban todos los antiguos expedientes de Kongslund; fue una confidencia tan valiosa y asombrosa que, por instinto, bajamos la voz hasta convertirla en un susurro, y seguimos en aquel tono durante varios minutos. Es un secreto que nunca he compartido con nadie, porque los expedientes contienen incluso hoy información sobre miles de niños entregados en adopción y familias adoptivas a la que ningún extraño debe tener acceso jamás.
Me encerré con llave en el despacho. En las estanterías que colgaban sobre el escritorio estaban los documentos, cuaderno de anillas tras cuaderno de anillas: azules para los niños daneses; verdes para los groenlandeses, que llegaron en los años sesenta y setenta; amarillos para los pequeños coreanos y de otras nacionalidades, que llegaron en los años setenta y ochenta, y marrones, casi negros, para las criaturas que vivían ahora aquí.
A mí me interesaban los azules, porque allí un alma curiosa podía encontrar tanto los nombres originales de los niños antes de que su madre renunciara a ellos, como sus nombres mientras estuvieron aquí, y para terminar Magna había apuntado el nombre que les dieron en la nueva familia. Por supuesto, la mayoría cambiaban de nombre al ser entregados en adopción, porque muchos padres adoptivos deseaban borrar el pasado, y sobre todo el recuerdo de los padres biológicos, con tanta eficacia como fuera posible. Muchos años después, los niños adoptivos de aquella época podían tratar de encontrar sus raíces con ayuda de notas de las instituciones, pero de vez en cuando desaparecían los papeles, o si no sus padres biológicos habían desaparecido, y en esos casos la única búsqueda que podía hacerse era en los detalles que Magna había anotado con meticulosidad en los expedientes, sin atreverse a entregarlos a Asistencia a la Maternidad.
Era un auténtico cofre del tesoro, con fantásticas narraciones, que estaba en la estantería de su despacho junto a un busto cromado de sir Winston Churchill, una distinción por la contribución del hogar infantil a la resistencia. Cerré la puerta con llave y comencé mi larga búsqueda sistemática, guiada por el susurro apagado de Magdalene. Al principio me hablaba con el mismo ceceo que cuando estaba viva y que casi desapareció durante el primer año posterior a su entierro, sin que yo entendiera bien el porqué.
El objeto de mi búsqueda eran siete relatos; mejor dicho, seis. El mío ya lo conocía.
Trepaba a una silla y levantaba de la estantería los grandes cuadernos de anillas azules; eran muy pesados, estaban sobre mi regazo, y yo pasaba las páginas con paciencia, como saben hacerlo los niños que han aprendido a ser pacientes. Pasaba horas sentada en el elegante sofá de Magna, de madera de olmo y tapizado en seda con motivos grises, examinando mis descubrimientos. Cuando encontraba alguno de los niños que buscaba, y cuya pista podía seguirse hasta la Sala de Recién Nacidos de la Navidad de 1961, escribía su nombre en un bloc, junto con el resto de anotaciones. Luego Magdalene me ayudaba desde su Silla Celestial a interpretar la información, y cuchicheábamos animadas, pero nos callábamos en cuanto oíamos un crujido en la vieja casa. Magna andaba por allí, como si supiera que nos traíamos algo entre manos. Pero el ruido (y el aroma de fresia y de humo de purito) la delataba siempre antes de que pudiera sorprendernos.
Aquella primera parte de la búsqueda de los niños de la Sala de los Elefantes duró más de un año, y nuestra tensión creció hasta convertirse en un gran nerviosismo. Pero la carga de trabajo de mi madre de acogida había crecido durante aquel tiempo, y esa era la única razón de que no se diera cuenta de lo que ocurría. Cuando ella tomaba el autobús de la costa para ir al local que tenía Asistencia a la Maternidad en Vesterbro, yo me encerraba en su despacho y continuaba mi investigación. Y, por suerte, eran días largos, que podían alargarse, porque en Asistencia a la Maternidad se encontraban los hombres y las mujeres más inteligentes y versados en niños para decidir sobre los numerosos casos de adopción que llegaban a sus manos. Allí se sentaba Magna en una de las cabeceras, y la directora de Asistencia a la Maternidad —la todopoderosa señora Krantz—, en la otra.
Una vez mi madre de acogida se equivocó con la fecha de una reunión; era un lunes de Pascua, y tuvo que volver desde el despacho que tenía Asistencia a la Maternidad en Vesterbro con las manos vacías, aunque por supuesto sostuvo que el fallo debió de ser de los otros nueve miembros del consejo, que habían anotado mal la fecha en sus agendas, todos ellos. Cuando la oí subir las escaleras, tuve el tiempo justo de colocar dos cuadernos de anillas en la estantería, cerrar con llave por dentro y saltar tras la pesada silla de caoba, tapizada de azulada piel de búfalo del Congo, que era el orgullo de Magna y había pertenecido al capitán de la marina mercante Olbers.
La silla me ocultaba del todo. Pasé casi tres horas en una postura incómoda, acurrucada y en un silencio de muerte, mientras ella trabajaba en el escritorio. Para una niña acostumbrada durante años a estar tumbada y observar la oscuridad absoluta esperando a la mañana, aquello no era ninguna hazaña especial.
Mi investigación empezó a tomar cuerpo en el otoño de 1971, dos años después del entierro de Magdalene, y se hizo cada vez más intensa a medida que pasaba el tiempo. Un día los expedientes ya no dieron más de sí, y pasé a las cartas de Magna, que estaban en el aparador junto a la ventana, cuyos cajones se abrían y cerraban en silencio y sin problema, y después empecé a examinar sus apuntes y a escuchar sus conversaciones telefónicas. La puerta estaba casi siempre abierta cuando ella estaba atareada en el despacho, y de vez en cuando caían algunas informaciones, porque Magna seguía empleando los apodos originales de los niños cuando hablaba con las familias que los habían adoptado: Barril, Rechoncho y Marilyn —por la artista—, de Gaulle, Krushchev y Pequeño Gagarin —por el astronauta soviético—, y a uno lo llegaron a llamar Príncipe Knud, porque le costaba mucho aprender y caminaba mal, como el hermano del rey.
Algunos de los padres adoptivos que habían hablado a sus hijos de Kongslund hacían visitas regulares, y Magna soltaba tales carcajadas que algunos creían que se acercaba una tormenta por el estrecho. Entre aquellos niños estaba Orla Berntsen. Durante más de un año tuve una transcripción precisa de su expediente en un cuaderno de anillas que escondí detrás de un fondo falso del armario de limonero de dos metros de altura que me regaló Magna y cuyo compartimento secreto jamás descubrió.
A la mañana siguiente estaba sentada en la silla de ruedas de mi vieja amiga, mirando por la ventana hacia el estrecho y la costa sueca.
«¿En qué piensas, Marie?», preguntó Magdalene desde lo alto, con la misma paciencia que cuando la tenía delante, vivita y coleando, sentada en su silla de ruedas. A veces me consolaba con historias del Rey Bueno, que siempre la había fascinado y con quien por fin se había reunido en el Más Allá.
—Lo que más deseo es saber cómo viven —le respondí, fundiéndome con ella en la imagen del espejo, que sabía que ambas odiábamos. Éramos plenamente conscientes de nuestra fealdad compartida, y creo que el espejo percibía nuestra fuerza conjunta y que por una vez callaba.
«Sí, lo comprendo», dijo mi amiga del alma, acentuando la última palabra.
—¿Quizá pueda…?
«Pues claro que puedes, Marie. Pero has de actuar con cuidado y mantenerte a distancia. No debes darte a conocer, porque ya no se acuerdan de Kongslund, y puede que sus padres no les hayan hablado de nosotras».
—Sí, sí —dije con impaciencia—, lo comprendo. —Y se coló un pequeño acento en la palabra, para convencerla de que no iba a hacer nada precipitado.
Tres días más tarde, partí.
Era la primavera de 1972, y para entonces habían pasado casi tres años desde la muerte de Magdalene. Todas las noches, cuando el ajetreo de Kongslund remitía, solíamos hablar sobre mis investigaciones, nuestros detallados apuntes y nuestras expectativas ante los descubrimientos que iban a producirse; por fin estaba preparada.
Me levanté por la mañana temprano y solté el catalejo que estaba sujeto a la silla de ruedas, lo deposité en una bolsa gris y tomé el autobús de la costa hasta Rådhusplads, y de allí seguí hasta Søborg Torv, donde otro autobús me dejó finalmente en mi destino.
Leí los carteles y seguí por la acera, que me llevó hasta las casas adosadas rojas. Allí miré alrededor.
Todo estaba como había imaginado a partir de la escasa información que saqué de los expedientes secretos de Magna. Se convirtió en mi paseo preferido el primer verano de mi nueva vida, y lo repetí una y otra vez sin contárselo a nadie, aparte de Magdalene, que sabía que no iba a irse de la lengua, estuviera como estuviese organizado su nuevo mundo. Ni siquiera desvelaría el secreto a su nuevo amigo en el Más Allá, el Rey Bueno, a quien no había podido sino cortejar; por alguna razón, no me cabía duda de eso.
Orla fue el primero al que visité, porque era a quien mejor recordaba, de cuando venía de niño, con su madre. En una hoja de papel dentro de un cuaderno de anillas con apuntes médicos que había en el despacho de Magna ponía: «Otra vez enviado psicólogo a Søborg, Orla Pil Berntsen. Caso grave, urgente».
Aquello me pareció muy dramático, y azuzó mi curiosidad a más no poder.
Desde mi escondite del pantano observaba por el catalejo de Magdalene la figura encorvada de Orla y lo veía sentado en la enorme piedra por la que sentía una especie de amor; solía sentarse allí a soñar, mientras se sorbía la nariz, nervioso al pensar en todas las contrariedades que lo esperaban en su antiguo barrio y en el futuro. Los niños perciben esas cosas. Si alguien le hubiera augurado que un buen día iba a terminar en el puesto más importante del Ministerio Nacional, nadie lo habría creído.
Por la noche volvía a casa tomando los mismos autobuses en orden inverso, y escribía los detalles y llevaba unos registros largos y detallados, como los que escribía siempre mi madre de acogida.
Mientras los demás niños jugaban a gusto en sus casas con sus mecanos relucientes, yo me las veía y me las deseaba para ajustar todos los tornillos y juntas de la realidad en la vida que espiaba. Mis cada vez más frecuentes ausencias nunca fueron detectadas, porque en aquellos años Magna llevaba su hogar infantil con una energía colosal, después de que la legislación sobre el aborto hiciera necesario adoptar niños de países cada vez más lejanos. En su mundo, yo estaba —a sus ojos— reparada del todo y era capaz de cuidar de mí misma, y para estar segura, de vez en cuando le hacía creer que iba a dar un paseo con una amiga que se llamaba Lise, pero que por supuesto no existía (solo en una antigua canción infantil). Debió de aceptarlo, pese a ser absurdo, porque no me preguntó ni dónde vivía Lise.
Aquellos meses salía para conocer el mundo, que siempre pensé que existía allá fuera.
Envidiaba y temía la vida que iba a encontrar, con una intensidad de la que nadie me había advertido. Tal vez Magdalene, en su estado medio sobrenatural, no reparase en el peligro. Una vez ya pasó por alto los demonios que viven en lugares remotos, tan profundos que nadie cree que contengan nada; yo lo sabía mejor que nadie.
O tal vez se daba cuenta de que ninguna advertencia me habría detenido.