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MAGNA

7 de mayo de 2008

Por supuesto, Magna sospechaba que Magdalene nunca se había ido realmente de Kongslund, a pesar de haber muerto en el mundo físico.

Y en un momento dado no tuve ninguna duda de que mi madre de acogida había encontrado —y leído— los doce diarios que estaban en el doble fondo de mi cajón, seguramente porque temía perderme. Pero, como es natural, nunca hablamos de ello.

De puertas afuera, todo era armonía entre la directora y la hija de acogida, que con el tiempo fue considerada como su propia hija, y, para el mundo circundante, Kongslund era la esencia de la auténtica e indomable cordialidad, que también se extendía a los repudiados e ilegítimos. Aquí estaban las existencias desechadas, sorbiéndose las lágrimas en la nada, mientras se preparaban para los traumas sobre los que psicólogos y catedráticos escribirían libros décadas más tarde.

Ninguno de ellos había entendido de verdad el carácter de nuestro pavor, me decía Magdalene mientras se balanceaba de lado a lado en su vieja silla. El abandono no tiene nada que ver con lo que se abandona. Hay abandono dondequiera que vas. La añoranza no está detrás de la gente, sino delante.

Los psicólogos y las estiradas señoritas de la Asistencia a la Maternidad de Copenhague estaban convencidos de que ese tipo de defectos podían curarse con la ayuda del aire de mar, verdes arboledas y una paciencia sin límites. Porque siempre había sido así.

Nos callábamos y los dejábamos con su convencimiento, firme como una roca.

Como es lógico, mi madre de acogida se convirtió durante todos aquellos años en la indiscutida soberana de Kongslund; también ahora, cuando llevaba tiempo jubilada, pero seguía manteniendo reuniones mensuales con su sucesora, Susanne Ingemann, sobre el funcionamiento del hogar infantil.

Era la garante de que la fundación autónoma recibiera cada año una dotación generosa de la Oficina de Asuntos Especiales del Ministerio Nacional. Apenas había duda de que lo más «especial» de aquella fundación era la considerable suma que solía corresponder a Kongslund.

Magna suspendió por la mañana la reunión que tenía la fundación aquel día. No dio ninguna explicación.

Después tecleó otro número y sintió que sus dedos, por lo demás relajados, temblaban un poco. Estuvo hablando varios minutos. Luego se sentó a esperar.

Aún quedaban cabos de vela en los cinco candelabros de plata del alféizar, uno por cada uno de los cinco años de ocupación de Dinamarca. Encendió las velas el 4 de mayo por la noche, justo cuando la voz de Londres, sesenta y tres años antes, dio la noticia de la liberación: «Nos acaban de comunicar…».

Que el cabrón de Hitler había perdido.

Percibió el nerviosismo al otro lado de la línea, la pausa y la pregunta sin formular: ¡¿qué diablos está pasando ahí?!

Pero ella no sabía nada.

Voy para allá.

Se sentó a esperar. Le parecía un enigma cómo habían escrito el artículo de Fri Weekend. Le parecía un enigma de dónde habían salido las informaciones anónimas, y no tenía ni idea de qué más habría descubierto el periodista; la llamó pidiendo una entrevista, pero ella dijo que estaba acostada con un fuerte reúma.

Tras serenarse un poco, leyó de nuevo el artículo. Luego se levantó de su butaca y sacó sus álbumes del armario: tres marrones, tres rojos y tres blancos. Los marrones contenían fotografías; los rojos, cartas y postales; los blancos, artículos periodísticos amarillentos de siete décadas antes, posteriores a la inauguración del hogar infantil en 1936. Ninguno de ellos había sido como el que tenía entre manos.

Dobló el Fri Weekend y se obligó a releer el titular de la portada: «Famoso hogar infantil, acusado de esconder a miles de niños». Solo faltaban los signos de admiración.

La mayor parte del artículo era una sucesión de acusaciones infundadas. Rumores. Voces anónimas. Reproducción por parte de fuentes desconocidas de chismes acerca de que Kongslund había sido, entre bastidores, el centro de ayuda para ciudadanos ricos y poderosos que habían tenido un «desliz». Sus hijos no deseados, ilegítimos, fueron recogidos de modo discreto y eficaz de las secciones de maternidad durante décadas, y se les dieron nuevas identidades, tras lo cual no había poder en el mundo que pudiera encontrar a sus padres y madres.

Después los entregaron en adopción.

Examinó el titular como si fueran meros insectos aplastados, con repugnancia.

Luego fue a la página seis, donde había un artículo más extenso aún, flanqueado por una foto de archivo de ella y una gran fotografía del hogar infantil. «Al servicio de los niños olvidados. Por Knud Tåsing. Foto: Nils V. Jensen».

Después de leerlo por tercera vez, se sabía de memoria el primer párrafo: «El 13 de mayo, martes, va a celebrarse el sesenta aniversario de una celebridad en una zona elegante del norte de Selandia. Un aniversario que incluye a una mujer muy especial y a los miles de niños de quienes, durante toda una vida, se ocupó de ser “madre” hasta que encontraron su propio camino en la vida y su propia familia».

Magna suspiró y frunció los labios, como si fuera a escupir a la alfombra alguno de los insectos muertos. Iba vestida de azul oscuro para la ocasión, y llevaba los pendientes que solo salían del joyero también azul para visitas al teatro y funerales, donde cada vez había menos de las primeras y muchos más de los últimos.

«La señorita Ladegaard, de casi ochenta años, es conocida por su sobrenombre de siempre, “Magna”, por los miles de niños que ha “criado” en el hogar de Strandvejen. Fue nombrada directora de Kongslund en 1948, y sigue vinculada al hogar instalado en la imponente villa junto a la costa. Desde el principio, Kongslund se hizo conocido por dar cobijo a los más débiles de entre los débiles: los niños cuyos padres no querían saber nada de ellos».

Cerró los ojos y sintió indignación. «Los más débiles de entre los débiles». A ella jamás se le habría ocurrido llamar así a sus niños.

Detestaba ver su nombre impreso. La bautizaron Martha Magnolia Louise Ladegaard, una impresionante ristra de nombres de la que nunca se había recuperado, y que tal vez fuera lo que a fin de cuentas la hizo irse muy joven de casa. El segundo nombre, Magnolia, fue una ocurrencia repentina del pastor que la sostenía sobre la pila bautismal, que era también su padre, y, aunque su madre se sobresaltó, pues no tenía constancia de ello, no hubo manera de cambiar la ocurrencia ofrecida por Nuestro Señor. Aquel día la iglesia estaba adornada con bonitas flores secas y, además de flores de magnolio, había fresias, amapolas, anémonas, campanillas y flores de trébol, así que podía haber sido mucho peor, como decía siempre la madre de Magna para tranquilizarla. Cada vez que los niños de la escuela se burlaban de Martha Magnolia por su segundo nombre floral, la madre repetía sus palabras consoladoras.

—¿Habrías preferido quizá llamarte Campanilla, o Anémona? No, no, podría haber sido mucho peor si no fuera porque a tu padre le encanta el olor de la flor del magnolio.

Con dieciséis años era una chica alta, de constitución más bien robusta, con pelo castaño ondulado y una profunda voz melódica, y un día de primavera fue a Copenhague para estudiar puericultura. Coincidió con las semanas en que Asistencia a la Maternidad compró Villa Kongslund, para transformar la elegante villa en hogar para recién nacidos y organizar las salas de techos altos con sentido práctico femenino. Magna pensaba a menudo que aquello le habría gustado al viejo Rey Bueno, pues lo separaron de manera brutal de su madre, la princesa Charlotte Frederikke, ligera de cascos, a quien se le retiró la compañía de su hijo como castigo por su infidelidad. No cabía duda de que aquella infancia sin madre convirtió al niño en algo tan singular que más tarde dejó que la rabia y la añoranza brotaran de su cuerpo, que se hizo estéril, con lo que terminó el linaje, lo que, en opinión de Magna, era una buena venganza.

El hogar infantil recién transformado se inauguró el 13 de mayo de 1936. Aquel mismo día se celebró en Copenhague el día de Ayuda a los Niños, y las mujeres de la ciudad aprovecharon la ocasión para hacer el primer gran happening pacífico de la historia de la capital, que puso en estado de agitación la ciudad y a sus habitantes. Un día radiante, nada más y nada menos que mil seiscientas madres con mil seiscientos coches de niño engalanados con banderas danesas y mil seiscientos veintinueve niños —entre ellos dos casos de trillizos y veinticinco de mellizos— marcharon en procesión desde el palacio de Rosenborg y atravesaron la ciudad hasta Tivoli para llamar la atención sobre la cuestión de la infancia.

La joven campesina Martha Magnolia nunca había visto cosa parecida, porque lo que presenció fue ni más ni menos que la marcha de las mujeres danesas hacia el futuro, la reivindicación de los méritos de las madres, la defensa de los recién nacidos y la dedicación básica para ellos, y el derecho a expresarse de manera colectiva como mujeres.

Cuando la procesión se detuvo, una portavoz de Asistencia a la Maternidad de Copenhague describió el nuevo hogar para niños huérfanos que se había inaugurado aquel mismo día en la colina de Skodsborg. Y la hermana nominal de las magnolias supo en aquel segundo qué camino debía seguir su existencia.

En los años siguientes, el hogar creció y en el jardín que daba al estrecho de Øresund se veían ya triciclos, cubos y palas, coches de juguete y mujeres jóvenes con capas blancas y bebés en brazos. Matrimonios sin hijos, nerviosos, iban de visita los domingos con el permiso de adopción bien prieto contra el pecho, y se llevaban al niño que irradiaba la fragilidad y la necesidad de amor que ellos buscaban.

Cuando la directora enfermó de gravedad, en 1947, nombró sin vacilar a Magna directora interina, y al año siguiente se convirtió en la segunda directora de la historia del hogar.

«La vergüenza de ser madre soltera sin marido estaba muy extendida», escribía Fri Weekend. «Tal vez fuera incluso un escándalo mayor para las familias que se encontraban en lo alto de la escala social. Varias fuentes han confirmado a este periódico que los casos especiales de adopción se gestionaban con gran discreción en el respetado hogar infantil».

Magna bajó el periódico y paseó una mirada sombría por la estancia. Luego se obligó a seguir leyendo.

«Podían ser políticos, altos funcionarios o actores que no deseaban jugarse la fama y la carrera por un pequeño desliz, dicen las fuentes. Podían dirigirse en confianza a la casa de la directora ahora jubilada. Allí se solucionaba su problema con discreción y total satisfacción. Ha llegado a las manos de Fri Weekend un formulario confidencial de uno de los años con más adopciones (1961), en circunstancias que sugieren que se trataba de un recién nacido con quien había que actuar fuera del proceso normal. El niño se llamaba John Bjergstrand».

Magna observó los álbumes blancos que tenía delante, sobre la mesa. Hasta entonces nunca había habido un artículo crítico con Kongslund. El periódico parecía sugerir que una ayuda así podía tener también objetivos comerciales, y continuaba, con un estilo que se suponía que vendía ejemplares:

«Es posible que un actual alto funcionario o político entregase en adopción, en secreto, a su hijo no deseado, para evitar el escándalo. Eso lleva la historia hasta nuestros días. ¿Conoce ese hombre, ahora adulto, su azarosa prehistoria? ¿Qué piensa el padre que, por consideración hacia su carrera, repudió a su hijo, y que tal vez es algún danés famoso que todavía teme que lo descubran y por eso calla? El personaje principal de la fiesta de aniversario, que fue directora desde 1948 hasta 1989, no ha deseado colaborar en este artículo alegando que estaba indispuesta. Por tanto, y de momento, las preguntas siguen sin contestar».

El reportaje estaba escrito con grandes caracteres, bajo el atractivo título: «¿Dónde están hoy?», e incluso había enviado a la hoja trasera de la primera sección del periódico un artículo sensacionalista sobre un chico tamil de once años en peligro de expulsión.

Había un detalle que inquietaba a la directora jubilada más que cualquier otra cosa. Una pequeña señal de que tenían mucha más información de lo que desvelaba el periódico en cinco largas columnas. Información sobre la que no lograba encontrar una explicación razonable, y que por eso le daba miedo, y cuyas posibles consecuencias iba a tener que compartir con una persona a la que normalmente no recibiría como invitado en su sala de estar.

Volvió a examinar los dos nombres del artículo: «Knud Tåsing y Nils V. Jensen»; era extraño. Después dobló el periódico y encendió uno de sus puritos largos y delgados. Podía ser una coincidencia, pero, en ese caso, era una coincidencia casi sobrenatural. Llevaba dos días con unas náuseas que sabía que solo podían deberse al miedo. No era propio de ella.

Aunque esperaba el sonido del timbre de la puerta, se sobresaltó un poco al oírlo.

—¡Muy buenas!

Un tono algo irónico, un beso fugaz en la mejilla. Como en los viejos tiempos.

Traía su propio ejemplar del periódico. En un texto enmarcado de la primera plana venía la noticia sensacional del anónimo, en torno a la cual había trazado un círculo con rotulador rojo:

«El anónimo no va a ser el último, ya que hay un sombrío secreto tras el misterioso relato. El Ministerio Nacional ha declinado comentar si la carta ha sido enviada también al ministro nacional Ole Almind-Enevold, cosa de la que Fri Weekend tiene indicios. Varias fuentes confirman que Orla Berntsen pasó en sus primeros años cierto tiempo fuera de su casa, oficialmente porque su madre sufría una depresión. Las fuentes confirman que el lugar donde permaneció fue Kongslund, el hogar para recién nacidos. El jefe de Gabinete del ministro nacional no ha querido hacer ningún comentario respecto a la información».

—¿Puedes averiguar quién…? —Magna sirvió el café, y la pregunta quedó un buen rato flotando en el aire.

—¿Quién les ha dado la información…? —El hombre acercó el pequeño azucarero de plata a la taza—. Sí que puedo, y ya estoy en ello.

Tomó seis o siete azucarillos, como en los viejos tiempos. Magna los contó con la misma desaprobación que cuando veía a los hijos de madres jóvenes comprar golosinas en la tienda de comestibles.

Luego el hombre alzó la vista y la miró largo y tendido. Ella notó al instante dolor en la región lumbar, lo que solía avisar de truenos y relámpagos, de tormentas otoñales adelantadas, y la náusea se instaló en su garganta con tal fuerza que tuvo que dejar la taza en la mesa y recostarse en el sofá.

—¿Podemos… estar en peligro? —Su pregunta sonó bastante infantil.

—Desde luego que sí —respondió él—. Hay alguien… por ahí… que sabe algo, y nuestro amigo está que se sube por las paredes, claro. Y tiene miedo.

Parecía casi satisfecho, aunque era absurdo, mientras removía sin hacer ruido el azúcar de la taza con la cucharilla de plata. Con los años había ganado corpulencia, y el pelo rizado oscuro había encanecido. La chaqueta la había dejado encima del artículo del periódico como si no quisiera que se lo recordaran, y por lo demás iba vestido, como corresponde a un antiguo subdirector de la Policía: pantalones azul marino, camisa azul cielo y corbata azul a cuadros. En su tarjeta de visita ahora ponía que era asesor: «Carl Malle, asesor especializado en seguridad y protección».

Era casi divertido. Magna siempre se había sentido insegura en compañía de Carl Malle.

—Con tu fiesta de aniversario tan cerca, es una situación bastante desafortunada —comentó Malle—. Durante al menos una semana a partir de ahora van a centrarse mucho en ti y en el hogar infantil. Creo que el autor del anónimo ha calculado ese efecto. Por suerte, el periodista de Fri Weekend está muy desacreditado entre sus compañeros, así que pocos habrá que se fíen de sus informaciones. —Carl Malle sonrió—. Y no se fiará nadie si por un casual descubre la realidad, que es de todo punto improbable, ¿verdad?

—Creo que no es momento para bromas —cortó Magna con sarcasmo y algo de temor. Siempre se sentía así cuando estaba con él.

—Estoy hablando con absoluta seriedad, querida Magna. La verdad es demasiado extraña para que nadie quiera publicar la historia sin disponer de las fuentes centrales. Y solo estamos nosotros tres. A menos que creas que alguien puede encontrar otras de aquella época… Y en ese caso la persona en la que ambos pensamos no puede ni siquiera documentar su historia. Esa vía hace tiempo que se cerró, y ella nunca ha vuelto. No fue ella quien envió la puñetera carta al cabrón de Tåsing.

—Pero ¿has visto a quién tiene ese Tåsing de…?

—Eso es una coincidencia, Martha. Pura coincidencia. Y a Orla lo tengo controlado, claro. —Carl Malle rio desde la profundidad de su garganta, lo que provocó el mismo sonido que emitía uno de los muñecos mecánicos que tocaban el tambor en la sala del jardín la noche de Nochebuena en Kongslund—. El ministro ha pedido a su subsecretario que remueva cielo y tierra para encontrar al autor del anónimo. Así que lo encontraré. Ya sabes cómo solía ser… en nuestra guerra común, ¿verdad?

El policía jubilado rio de nuevo.

Y ella lo recordó: el resistente de diecisiete años al que ella admiró durante varios meses, hasta que lo desenmascaró.

—Nos conocemos desde hace tiempo, Martha, pero aun así es posible que haya algún detalle feo que desconozco. Ambos los dominábamos, ¿verdad? Tenemos que buscar y buscar, y esperemos que salga algo o alguien. Tengo que encontrar a quien escribió el anónimo antes de que lo hagan otros.

Encendió su pipa Norwell y observó concentrado la cazoleta, como si deseara reducir a cenizas el problema, junto con el tabaco. Para un hombre como él, la ocupación y la guerra contra la Alemania de Hitler fue un regalo, oscuro, peligroso, amenazante y lleno de emoción; esa parte la entendió Magna siempre. Malle creó en la primavera de 1943 un grupo de resistentes en el centro de Jutlandia junto con dos compañeros del instituto. Eran tan temerarios como solo pueden serlo los muy jóvenes, protegidos por el convencimiento de su propia inmortalidad. Robaban pistolas, granadas de mano y explosivos a los alemanes; bloqueaban las vías del tren con gruesos troncos de roble que cortaban en los bosques entre las ciudades de Vejle y Horsens; no tenían ni idea del destino de los transportes por ferrocarril que hacían descarrilar, ni de su contenido, pero acechaban en la maleza y gritaban de excitación cuando las vías explotaban y los vagones de mercancías volcaban.

Y el Diablo se apoderaba de ellos. Hacían saltar por los aires casi todo lo que encontraban en su camino: coches aparcados, almacenes de ropa interior militar, fábricas, depósitos de munición y panaderías que vendían pan a los colaboracionistas daneses. Y la actitud temeraria e imprevisible de Carl hizo que, con el paso de los meses, el resto de los resistentes de la zona se pusieran nerviosos, así que cuando la política de colaboración con los alemanes fracasó en agosto de 1943, y los judíos daneses se enfrentaron a la misma Solución Final que el resto de los judíos europeos, un jefe de grupo de la sección de Jutlandia propuso a Carl y a sus dos compañeros la acción más heroica que podría pensarse: ir a Copenhague. Iban a esconder a miles de judíos y enviarlos a Suecia durante los meses siguientes, la aventura se desarrollaría en la capital del país. El Diablo había firmado un pacto con Nuestro Señor, y la cuestión es si Dinamarca habría salvado a tantos judíos y si se habría escorado hacia el lado justo de la guerra de no haber llegado Carl Malle a la ciudad. Por la misma época, Magna fue nombrada asistente en Kongslund, y cuando el 29 de septiembre de 1943 los daneses recibieron un mensaje sobre una acción alemana inminente que iba a incluir detenciones en masa y la deportación de miles de judíos a los dos días, Magna se encaminó decidida a la ciudad junto con Gerda, que desde entonces se convirtió en su mano derecha, y algo más. Fueron en tranvía hasta una pequeña tasca cercana al muelle adonde sabían que solían acudir los miembros de la resistencia. Y allí estaba Carl sentado en un rincón, recién llegado de Jutlandia. El joven espigado de Horsens explicó el problema a Magna: a los judíos había que encontrarlos, esconderlos y sacarlos del país —en ese orden—, y hacían falta escondites seguros mientras la resistencia organizaba las rutas de huida a Suecia.

Aquella noche Carl y Magna durmieron en el pisito que ocupaba ella dentro del hogar; después inspeccionaron el desván tras acceder a él por una trampilla que había en un rincón del dormitorio: estaba totalmente vacío, aparte de algunas cajas con juguetes desechados. El espacio del desván era un escondite perfecto.

Luego bajaron al dormitorio y volvieron a hacer el amor. Él tenía diecisiete años y ella veintitrés. No hubo ninguna duda de que eran las manos y la voluntad de Carl las que decidían el ritmo, el compás y el momento del orgasmo; ella echó la cabeza atrás y gritó con voz aguda, confiando en que las alumnas dormidas en el anexo de la sala pensaran que se trataba de un bebé desesperado en alguna parte de la enorme casa.

Carl fue su primer y último hombre.

Él fumaba sentado, como si pudiera leerle los pensamientos. Cosa que, sin duda, podía.

—Martha, hubo una vez en que no teníamos miedo. Claro que ha pasado mucho tiempo desde entonces.

—Sí. Los cinco años malditos…

Se estaba refiriendo claramente a él.

Los judíos llegaban a Kongslund en grupos pequeños al caer la noche. Hombres, mujeres y niños con bolsas y maletas, no más de las que pudiera llevar cada cual cuando tomaran el último tramo peligroso para cruzar el estrecho. Carl Malle y sus compañeros de la resistencia habían adulado, amenazado y comprado voluntades para lograr tantas embarcaciones en condiciones de navegar como fuera posible.

—Basta con que floten —decía Carl, irguiéndose ante los pescadores nerviosos, que no se atrevían a otra cosa más que a ceder. No hubo un casco ni una vieja carraca que no lograra hacer navegar durante aquellos meses, y Carl solía estar en la sala que daba al jardín de Kongslund cuando los judíos iban a partir.

—Llevad en la mano derecha lo más prescindible, para soltarlo si tenéis que correr —los instruía—. Si tenéis que nadar, ¡no hay sitio para el equipaje!

Magna recordaba que Carl reía en voz alta cada vez que lo decía, y que los refugiados lo miraban con miedo, como si no estuvieran seguros de dónde estaba el mayor peligro.

A medida que pasaban las semanas disminuyó el nerviosismo de las señoritas, porque nadie parecía haberse interesado por el hogar infantil, tal vez porque miles de judíos se escondieron a lo largo de la costa este de Dinamarca. Pero una noche ocurrió. Dos coches negros de la Policía secreta alemana, la Gestapo, se desviaron de la carretera, enfilaron hacia el hogar y se detuvieron en la entrada. En los vehículos iban siete soldados alemanes y un oficial, y no parecía haber ninguna escapatoria.

Pero en la escalinata de entrada los alemanes fueron recibidos por Gerda Jensen, la mujer que pintó los elefantes azules de la Sala de Recién Nacidos, y se detuvieron por instinto. Llevaba un chal de ganchillo verde sobre los hombros, y era tan menuda que la casa tras ella parecía enorme. El comandante alemán le mostró la orden para inspeccionar a fondo el hogar, y Gerda hizo la misma reverencia que Susanne Ingemann había empleado con los reporteros.

—Por favor, no molesten a los niños —les dijo en alemán con una voz tan dulce que el oficial bajó al punto la mirada, como si lo hubieran pillado en falta. Lo más interesante es que no tenía más que haber preguntado por lo que deseaba saber, pues Gerda Jensen nunca supo mentir, ni una sola vez. Tampoco a un oficial alemán. Pero el comandante, por supuesto, no tenía ni remota idea de eso. De hecho, los soldados alemanes no fueron más allá de la planta baja, donde estuvieron sin saber qué hacer, con sus abrigos largos y botas entre las camas de la estancia que luego se llamaría Sala de los Elefantes.

Gerda avanzó hacia el comandante. Solo le llegaba al pecho.

—Estos niños son muy frágiles —dijo en danés—. No tienen a nadie en el mundo.

Alzó la vista al rostro del alemán y fijó en él la mirada que reflejaba las tormentas y el oleaje de siglos en la costa del oeste de Jutlandia.

—Y nunca van a conocer a sus padres.

Los ocho hombres parecían sentirse muy incómodos entre las ocho camitas; flotaba en el aire una inseguridad que ninguno de ellos pudo explicar después, casi como la presencia de un peligro, aunque era absurdo. Aquella mujer frágil no podía amenazar a nadie.

Fräulein… —dijo el comandante, evitando con esmero mirar los bultos dormidos bajo los pequeños edredones—, danke schön.

Después giró sobre los tacones de las botas y pidió que los acompañara hasta la puerta. Se fueron por el sendero de gravilla y desaparecieron menos de diez minutos después de haber llegado.

Poco después se produjo la Liberación, y los alemanes se rindieron sin luchar y partieron del barrio de Strandvejen, pasando por Skodsborg, Kongslund, atravesando Copenhague y bajando por Selandia hacia su país destrozado. Durante los últimos meses de guerra, Carl estuvo muy activo liquidando a chivatos daneses, una acción indeseable pero necesaria, que se decía que marcó de por vida a los miembros de la resistencia elegidos para ello.

¿Lo habría marcado a él? Magna creía que no.

—Knud Tåsing va a empezar pronto a centrarse en los cinco chicos que había en la Sala de los Elefantes en 1961 —hizo saber Carl Malle a Magna—. Tampoco es un imbécil.

Ella calló.

—Si se dan cuenta de la relación, aunque es poco probable… —dijo, y golpeó con la cucharilla de plata el borde del azucarero—, van a preguntar por el padre…

Pronunció «padre» casi como «padere», como si tuviera tres sílabas.

—Van a preguntar por el padre, y exigirán saber dónde está hoy.

—Y, claro, yo responderé que muchas veces no tenemos ni idea de quién es el padre, lo que es cierto.

Había recuperado parte de su confianza en sí misma. A diferencia de Gerda, ella era capaz de mentir en cualquier momento si era necesario.

—Pero ¿por qué tanto secreto? ¿Por qué ese extraño formulario…, como si se hubiera tratado de borrar las huellas? ¿Qué vas a responder si te preguntan eso?

—Que no me acuerdo. Ha habido tantos niños… Ha habido miles de contactos. No pueden obligarme, Carl. No son unos bárbaros, ¿verdad?

Una vez más, la palabra más importante de la frase parecía dirigida a él.

No hizo caso de la ofensa. Las vidas de los dos estaban trenzadas con hilos que nadie podía aflojar. Apartó la chaqueta del recorte de periódico, y Magna supo lo que iba a venir.

—Creo que puede haberlo enviado Marie —aventuró Carl Malle.

Magna no reaccionó.

—La solía ver en Søborg, de niña, cuando se escondía y acechaba a Orla y Severin. Joder, no era normal, y ha tenido acceso… a cosas…

La última palabra era extraña y a la vez ambigua.

La directora jubilada se calló. Era un terreno muy peligroso.

—Siempre ha sido rara. No es de extrañar que no pudieras encontrar un hogar para ella.

—Lo encontré. El mejor. —Lo dijo con un tono más sarcástico que nunca.

Carl se levantó, y la cucharilla cayó al suelo con un tintineo.

—Si al menos supiéramos por qué ha sucedido justo ahora…

Magna alzó la mirada hacia él.

—Sí. Pero cualquiera puede haber encontrado ese impreso, haberlo guardado y haberse olido algo de lo que pasó. Alguien de visita…, alguna antigua puericultora…

—El mayor temor de nuestro amigo común es, naturalmente, que haya sido el propio chico —la interrumpió el jefe de seguridad—. Puede que haya encontrado el formulario en casa de sus padres adoptivos, y ahora trate de averiguar qué significa.

La piel de Magna tenía el mismo color que la ceniza del purito que estaba sobre el cenicero de cristal ante ella. Calló, una vez más.

—¿Borraste todas las huellas? —preguntó él.

—Sí, claro que sí.

—Es culpa tuya… y de él… que estemos metidos en este atolladero.

Era una palabra bastante pasada de moda. Pero tenía razón. Carl Malle solo había sido el instrumento.

—¿Y qué ocurre si Peter, la gran estrella televisiva nacional, aparece mezclado? ¿Él y su cadena de televisión? Podría ocurrir perfectamente, ¿no? —No era una pregunta—. Puede que también él haya recibido una carta parecida.

Magna no necesitó contestar al espantoso presagio. Tendrían que cerrar el agujero al pasado, sin tener en cuenta quién lo había atravesado ya, antes de que fuera demasiado tarde.

—¿Orla es de verdad hijo de la mujer con quien se crio en Søborg?

La pregunta llegó de sopetón.

Ella respondió sin dudar.

—Quizá deberías saberlo mejor tú.

Carl se había descubierto.

—¿No lo seguiste más de cerca que a los demás?

—Una madre soltera sería el pretexto perfecto, ¿verdad, Magna?

Esta calló por tercera vez.

—Tuvo una infancia terrible de verdad. Interesante, pero también terrible. Tanta violencia… Casi como si lo hubiera heredado. Matar a un hombre, además siendo tan joven…

Magna no podía competir con él. Pero tampoco podía dejar la acusación sin respuesta.

—No lo mató él. Hablé con el psicólogo…

Se calló. Malle no tenía por qué saber más.

—El psicólogo tenía un susto de muerte, querida Magna. Tienes que saberlo. Yo mismo hablé con Orla después…, después del suceso… Y fue bastante horrible. No era normal. Ya lo sabes.

—Nunca quedó probado.

—No, y ¿por qué crees que fue? Porque yo…, porque nosotros… lo protegimos.

—¿A cuántos hombres has matado, Carl?

Era la primera vez que lo llamaba por su nombre de pila. El odio les daba una intimidad compartida.

—Sí, he matado a gente, Martha, pero fue en la guerra. Orla no estaba en la guerra —aseguró—. Un retrasado en un pantano de Søborg no es un enemigo al que tienes que matar. Y desde luego no de aquella manera.

Un largo silencio se adueñó de la sala.

—No entiendo cómo ha podido ponerse en marcha todo esto —dijo él al fin, como si planteando la pregunta de otra manera fuera a obtener respuesta.

Luego se fue, y la puerta de la entrada se cerró de un golpe.

Ninguno de los dos se había despedido.

Magna encendió otro purito y se quedó mirando el humo azul. En sus sueños la enterrarían con aquellas miradas dirigidas hacia ella: las de niños dispuestos en filas, unos mil en cada una. Ya sabía que era demasiado tarde para escapar. Las Tinieblas se habían abierto, literalmente, bajo sus pies.

Los pequeños elefantes azules se balancearían sobre la fina tela de araña, y ella no vería que se rompía hasta que cayera hacia abajo, hacia abajo, hacia abajo. La tela de araña que debía aguantar todo iba a abrirse, y las Tinieblas bajo ella serían su tumba.

Ya podía ir haciéndose a la idea. Ninguna canción dura una eternidad, pese a lo que había inculcado a los niños.

Pero no debía suceder ahora.

Orla Berntsen se volvió hacia su ministro y vio por primera vez que los rasgos de piel lisa, casi femeninos, adoptaban el carácter bronco que siempre se ocultaba tras ellos.

La conmoción por las revelaciones de los últimos días fue tan violenta como el abrazo inesperado de un desconocido, lo que provocó que entre ellos hubiera una extraña vergüenza. Era el miedo, que había llegado al Ministerio Nacional —con el correo, por así decir—, donde se metió bajo la piel de aquel hombre poderoso y cambió sus rasgos faciales, incluso su personalidad.

El miedo del otro hombre desató en Orla una furia que le costaba ocultar, aunque entendía bien todas las consideraciones que habían revisado con el Curandero en los minutos previos. Si un escándalo como el que señalaba Fri Weekend, sobre hijos de hombres poderosos que eran entregados en adopción de forma ilegal, sacudía Kongslund, el ministerio iba a ser objeto de una oleada de satánica persecución por parte de la prensa, que seguía considerando la lapidación pública el entretenimiento preferido de los daneses.

¿Por qué llevaba años el Gobierno subvencionado Kongslund? ¿Existía alguna relación? Y, en caso contrario, ¿cómo era posible que el protector del hogar durante tantos años, el ministro nacional Ole Almind-Enevold, hubiera pasado por alto tal engaño?

Y, por cierto, ¿cuánto dinero del contribuyente se había invertido en la empresa a lo largo de los años?

¿No fue precisamente el relato sobre Kongslund y los niños más vulnerables del país lo que hizo que el Gobierno ganara las elecciones en 2005?

Seguido de la pregunta que Knud Tåsing nunca deseaba formular: «¿Qué opinión le merece al partido que el hogar archifamoso, que de puertas afuera protegía a los más débiles y vulnerables de la sociedad, apoyara en el mayor de los secretos solo a los fuertes y poderosos?».

La simbología sería inevitable. Derribaría al segundo hombre más poderoso del país en el último escalón hacia el salón del trono, donde el jefe de Gobierno estaba encorvado sobre su testamento político y consumía sus últimas fuerzas en un pañuelo con el bonito monograma del partido bordado en rojo vivo.

Jamás sería su sucesor.

El jefe de Gabinete miró a su superior, como llevaba haciendo más de veinte años, desde su primer encuentro en la Facultad de Derecho. Ya entonces, los compañeros de estudios de Orla pensaban que formaban una extraña pareja: el estudiante taciturno y el maestro, de más edad, que había sido ministro de Justicia en un Gobierno achacoso que acababa de dimitir. A Orla le traía sin cuidado. Se había reconocido en el hombre mayor, y no dudó un segundo cuando pagó el precio de acceder a la Administración del Estado con la única amistad que había tenido nunca. Dos abogados jóvenes que soñaban con un bufete compartido, pero cuyos caminos se separaron.

Søren Severin Nielsen, casi como protesta, siguió el camino que no podía evitar cruzarse con los funcionarios del poder estatal tarde o temprano, como abogado de solicitantes de asilo, y en los años siguientes defendió a los extranjeros que afluían, cada vez en mayor número y de piel más oscura, con una obstinación que le ganó la consideración de primer abogado de refugiados del país. Un idealista algo andrajoso que daba voz a cualquiera que fuera capaz de contar una historia de miedo, tortura y persecución. Orla Berntsen siguió su propia carrera brillante, cada vez más arriba, por el Ministerio de Justicia, el Ministerio de Interior y el Ministerio Nacional, donde organizó un fuerte bastión en la legislación danesa que debía mantener fuera del país a falsos refugiados, aventureros e impostores. El último caso, la decisión de expulsar a un chico tamil de solo once años, marcó otro hito en aquella barrera. El año siguiente solo tendrían diez años cuando los llevaran a las puertas de embarque del aeropuerto.

—Existe una razón para que te haya llamado.

La voz del ministro apenas se oyó en el despacho de altas paredes.

Allí también olía a sudor y desodorante, el perfume del Gobierno. Orla Berntsen hizo crujir los dedos tras la espalda sin decir nada, sintió un hormigueo en el dorso de las manos; su recién descubierta rabia hacia el hombre tras el escritorio le pinchaba la piel como agujas.

—Si se trata del intento de Nielsen de hacer que la prensa se interese en el tema para evitar la expulsión del chico tamil, el Cur…, el jefe de Relaciones Públicas ya les ha mencionado tantos artículos que fundamentan la decisión que sus cabezas zumban cuando…

Lo interrumpió un desganado movimiento de mano, y calló. Quería haber dicho: «Cuando el avión despega de Kastrup».

Al ministro nacional no le interesaban los niños tamiles. Habló en voz baja desde su palidez.

—Carl Malle ha estado en casa de Magna. No ha podido sacarle nada.

Orla Berntsen calló.

—Por supuesto que la acusación contra Kongslund carece de fundamento, espero que lo entiendas. —Las palabras sonaron extrañas, anticuadas.

Aunque no se suponía que era una pregunta, Orla respondió, con el mismo tono bajo de voz:

—Sí.

—¿Sabes algo?

Era el eco de las voces que siempre había oído de chico. ¿Sabes algo?

Respondió como siempre.

—No. Nada.

La verdad es que nunca había sabido nada. Su madre solía sentarse en la butaca azul en la que antes se sentaba el padre de ella, y nunca le habló del pasado que tenían a sus espaldas. Del padre de él, desaparecido. Cuando llevaba callada el tiempo suficiente, Orla huía al pantano y se sentaba en cuclillas a la orilla del arroyo, donde una noche de verano venció al mayor enemigo que había tenido nunca, y arrojó su ojo maligno entre los nenúfares. En sus visiones seguía sobre una hoja de romaza, rodeado de mucosidad verde, como un accesorio de la revista de terror Espanto, mirándolo. No se arrepentía. Era aquel ojo el que, con una sola mirada mortífera, convirtió a su padre en piedra, así se lo imaginaba, pero que en el agua se vio despojado de su poder (la observación habría interesado sin duda a los barbudos confesores de Kongslund, los psicólogos).

—Bueno, eso era todo —concluyó el ministro, interrumpiendo sus extrañas visiones. Las escasas palabras desfilaron, rígidas como soldaditos de plomo, por la tierra de nadie que se extendía entre los dos hombres.

El jefe de Gabinete del Ministerio Nacional salió del despacho.

El comisario de policía se jubiló de su puesto en el Departamento de Homicidios de la Jefatura de Policía de Copenhague el mismo día que Dinamarca entró en Irak para apoyar a los norteamericanos, que querían vengarse por el atentado de 2001 contra las Torres Gemelas. Fue el 20 de marzo de 2003, gracias a que tenía para amortizar justo ocho meses, una semana y cuatro días. La primera semana transcurrió siguiendo en la CNN y en las principales cadenas danesas la huida del déspota Sadam Husein de las tropas que avanzaban.

Pasados más de cinco años, seguía allí, en su sillón preferido para ver la televisión, siguiendo Channel DK, que era su canal danés preferido, con su inequívoca defensa de la ley y el orden y una Policía fuerte. No había dejado muchos casos sin resolver, pero los pocos que habían archivado se los llevó para la jubilación. Pensaba en ellos casi a diario.

Su esposa había dicho muchas veces a la única hija que tenían que su padre estaba obsesionado. Él asentía con la cabeza y le daba la razón.

Obsesionado por pautas aún sin descubrir ni explicar.

Leyó su periódico el 7 de mayo, y con creciente interés se concentró en el caso de los anónimos enviados tanto al Ministerio Nacional como a Fri Weekend. Algo del comentario del periódico lo inquietó enseguida.

Volvió a leer el artículo y observó otra vez la foto que había elegido el periódico para ilustrar su reportaje. Arrugó la frente sobre sus cejas ya blancas y examinó la enorme villa de la fotografía, las altas ventanas, las paredes cubiertas de hiedra y las torres señoriales, el tejado negro con nada menos que siete chimeneas, y de repente entornó los ojos.

De pronto quedó claro qué lo había alarmado, y justo a la vez se dio cuenta de que había cometido un error imperdonable en su trabajo como luchador por la justicia aquella vez, en septiembre de 2001, cuando encontraron una mujer de mediana edad muerta en la playa de Bellevue una mañana temprano. Una vez más, inspeccionó en su mirada interior el cadáver en la bruma de la mañana, junto a la orilla, y observó por enésima vez los «accesorios», como nunca había dejado de llamarlos, incluso después de que los expertos del FBI en asesinatos en serie le asegurasen que en el hallazgo no había ningún patrón que indicara peligro.

Como siempre, percibió, con la misma intensidad que el primer día, la presencia ominosa de un adversario invisible.

Y, una vez más, tuvo la preocupante sensación de que algo raro había ocurrido, pese a que el caso se archivó como si hubiera sido una muerte fortuita.

El ojo. El libro. La rama. La cuerda. El pájaro. ¿Había tal vez otros elementos que había pasado por alto?

Cerró los ojos y volvió a verlo todo.

El pajarito amarillo estaba con el cuello roto, tenía arena blanca en los ojos y el pico entreabierto.

Aquella imagen era lo peor. Nunca entendió cómo pudo ocurrir.

Pero había otro accesorio del que no habían dado ninguna información, y fue el que reconoció en cuanto abrió el periódico. La fotografía.

La muerta no llevaba documentación personal encima, pero encontraron una vieja fotografía, que la Policía danesa pensó que vendría de Oceanía, al igual que su ropa, según el peritaje del FBI.

Por eso nunca trataron de hacer pública la foto en Dinamarca, y apenas lograron un sitio en la prensa durante los días febriles que siguieron al atentado terrorista contra las Torres Gemelas. Era la razón de que nadie hubiera visto la misteriosa casa con las siete chimeneas: la misma casa que se reproducía en Fri Weekend.

En su lugar, la enviaron a las Policías australiana y neozelandesa junto con una imagen de la muerta, sin grandes esperanzas de que nadie fuera a reconocer la exótica villa, cosa que tampoco ocurrió. Por supuesto que no. Porque había cometido un error decisivo.

El motivo de la foto se encontraba unos cientos de metros más arriba en la costa de Øresund. Para el comisario no cabía ninguna duda: la casa de la imagen —el único accesorio personal de la mujer muerta— era Villa Kongslund, que ahora se materializaba en el misterioso caso del chico entregado en adopción, que la prensa sostenía que podría ser la parte visible de un secreto profundo y tenebroso en el alma de la nación.

«Un niño de una mujer desconocida. Un secreto profundo».

De pronto lo asaltó una duda. ¿Tal vez era una interpretación exagerada? Pero su sentido del deber prevaleció, como siempre. Se lo comentó a su esposa, que lo miró asustada —prefería que su marido se quedara en el sillón viendo la tele—, no hizo caso de sus protestas y telefoneó a la Jefatura de Policía.

En menos de dos minutos puso a su sucesor al corriente de su sospecha de una posible relación entre los dos misteriosos hechos, y su sucesor lo dejó hablar —probablemente por educación y respeto por su contribución al Estado durante años—, hasta que dijo:

—Ese caso, el del anónimo, ya no lo lleva la Policía. El ministerio ha pedido a Carl Malle que se encargue de la investigación.

Ninguno de los dos necesitaba decir más. El jefe de Homicidios jubilado colgó.

No quería por nada del mundo acercarse a aquel hombre que todos en Jefatura temieron hasta el día en que dejó la Policía para establecerse como experto en seguridad. Sus contactos con altos funcionarios y políticos del Gobierno lo convirtieron en dueño y señor de Jefatura durante dos décadas. Todos conocían su poder, y callaban en su presencia. Donde imperaba Carl Malle, imperaba el miedo. Ni el comisario ni su esposa, que nunca se había obsesionado por otra cosa más que su hija y las flores del jardín, querían resucitarlo.

El enigma de la mujer tendría que seguir en la playa.