LA SALA DE LOS ELEFANTES
6 de mayo de 2008
Percibimos su presencia antes de verla; como una especie de aroma de fresia y un crujido de lona recién planchada, mientras va de cama en cama.
Extendemos los brazos hacia ella, pero no nos quejamos, porque somos seres disciplinados y no exageramos la añoranza. Hemos entrado en la vida sin la menor exigencia ni la menor expectativa.
Creo que desde el principio aprendimos las tres virtudes que iban a protegernos de todo mal el día que saliéramos de allí: humildad, obediencia, agradecimiento. Y dejamos que el mensaje circulara de cama en cama, porque sabíamos que solo el equilibrio perfecto nos llevaría a salvo hasta el final del camino.
La telaraña más fina, el balanceo más cauteloso…
Los dos hombres hicieron una humilde reverencia en la entrada —yo estaba oculta tras la cortina de la primera planta del anexo sur, encima de los escalones donde literalmente vine al mundo— y se alejaron de su anfitriona con movimientos desmañados, como hacían los hombres a menudo en Kongslund.
Yo ya sabía que era una parálisis pasajera, que solo se debía a la belleza y repentina arrogancia de Susanne Ingemann cuando sentía su reino, y de manera especial el de Magna, amenazado.
La vi en lo alto de la escalinata de entrada, haciendo una reverencia y despidiéndose con la mano, y los hombres iban a marcharse sin saber si la leve reverencia era un gesto de la infancia, una cortesía aprendida, o un refinado saludo irónico.
Iban a volver.
Me retiré a la sombra tras la cortina. Había esperado su visita, pero de todas formas estaba preocupada por la agudeza que la gente seguía atribuyendo al periodista, Knud Tåsing. Iba a volver, y vendría con más preguntas —también para mí—, lo que significaba que tendría que cancelar mi participación en la fiesta de aniversario de Magna. No había otra salida. Las pocas personas que me conocían sabían de mi timidez, así que mi cancelación no apenaría a nadie, tal vez a excepción de mi madre de acogida. Durante el homenaje yo iba a salir a la terraza, como una Cenicienta, delante de los invitados, y representar por enésima vez mi papel del mayor milagro de la historia de Kongslund: el bebé abandonado que despertó al mundo en unos escalones, y mediante el empleo de los ingeniosos hilos del Destino encontró un hogar precisamente en este sitio glorioso.
Se quedarían sin esa representación, y a mi madre de acogida no iba a gustarle, pero el desarrollo de los acontecimientos había sido así. Susanne estaba preocupada. Había mentido —ella misma me dijo que se había visto obligada a hacerlo—, y creo que entreveía una pauta en los acontecimientos de los últimos días, sobre los que no tenía ningún control ni podía desentrañar del todo.
Mi hogar había sido descrito durante medio siglo como un hogar de hogares, una laguna dorada del patrimonio nacional danés, prueba de la presencia de la dulzura y caridad en una población a la que por lo demás se echaba en cara justo lo contrario, cosa que la historia confirmaba en su totalidad.
La enorme villa fue construida a los pies de la colina ciento cincuenta años antes, y dispuesta como una piedra rúnica entre el estrecho y la carretera de la costa, justo bajo el tramo que hace una curva en la parte norte de la colina de Skodsborg.
Desde mayo hasta septiembre, la villa se hunde en un mar interminable de follaje verde y dorado, y así suele estar todo el verano, como si el tiempo se hubiera detenido, y podría haber seguido siendo invisible durante cien años si no fuera por las bondadosas enviadas desde Asistencia a la Maternidad de Copenhague, las rectas señoritas que solo tenían un objetivo: salvar a los niños abandonados del país.
La historia de mi aparición se ha contado una y otra vez, y hay metros de artículos de periódico para documentar uno de los sucesos más sensacionales en la Dinamarca que acababa de iniciar las grandes décadas de bienestar.
Ocurrió el mismo día del veinticinco aniversario de Kongslund, la mañana del 13 de mayo de 1961, y tal vez fuera algo simbólico, o tal vez solo una de esas casualidades que a veces pueden parecer una señal de los poderes divinos.
Ya la víspera de la celebración, por la noche, las asistentas colocaron flores en las ventanas, en las que daban al jardín y en las que daban al mar, y aquella colosal profusión de flores apenas dejaba pasar la luz, y extendía por las estancias de paredes altas una brisa dulzona que se diseminaba por toda la villa. Los niños observaban los preparativos con ojos brillantes por el asombro y por los pequeños estornudos, y las ganas de tocar las delicadas corolas y doblarlas, machacarlas y romperlas debieron de ser abrumadoras para aquellas criaturas que no levantaban más de tres cuartos de metro del suelo. Pero, claro, nadie se atrevía a ceder a la tentación, porque la furia de Magna iba a ser casi más imponente que ella misma.
Era bastante temprano la mañana del aniversario cuando las señoritas oyeron el grito de una puericultora, procedente de los escalones de acceso al anexo del sur.
—¡Hay algo ahí! ¡Hay algo ahí! —gritó, una exclamación curiosa el día de la gran fiesta para conmemorar los primeros veinticinco años de Kongslund.
—¡Hay algo ahí! —sonó casi con extrañeza por tercera vez.
Y allí estaba la rolliza Agnes, mirando hacia un capazo de niño tapizado de azul y cubierto por un pequeño edredón blanco que sobresalía de una manta rosa como un delicado adorno de nata batida, mientras repetía su grito, sin saber entonces que aquellas palabras iban a ser las más decisivas de su vida. En las décadas posteriores las repitió en innumerables ocasiones, primero en periódicos, revistas y anuarios, después a sus propios hijos y nietos y, al final, también a sus bisnietos. Tal vez incluso pidiera al pastor que gritara las palabras liberadoras en su tumba, cuando ella se fuera de este mundo, para poder llevarlas consigo en su viaje al Más Allá.
«Encontré al bebé en un capazo azul frente a la puerta. ¡Era casi como Moisés!», contaba, citándola, la revista Billed Bladet del 19 de mayo de 1961. Y el autor del artículo relataba, entusiasmado: «La joven puericultora que fue la primera en ver al bebé huérfano fue Agnes Olsen, de veintiún años».
«¿Eres mi madre?», ponía en grandes caracteres bajo la imagen de un bebé de ojos brillantes algo entornados que miraban al lector. Y el periodista seguía: «Miren: una niña pequeña con un futuro que nadie conoce. Excepto en una cosa: va a ser entregada en adopción». Y en páginas interiores se contaba con pelos y señales la historia del bebé abandonado, junto a anuncios de ovillos de lana de la asociación Tricotaje Moderno.
Diarios y revistas siguieron el caso durante semanas, y se organizaron colectas, se hicieron todo tipo de conjeturas sobre qué sucedería, todo ello en una atmósfera como si la tragedia fuera en realidad fuente de gran alegría, lo que muestra, también hoy, un aspecto bastante desenfadado del carácter nacional danés.
En medio del follón surgió de la nada el famoso bebé abandonado de Kongslund; le dieron un edredón y una cama y, varios años más tarde, también una madre.
No era ningún comienzo normal, pero eso lo sabían muy pocos, ya que Magna me mantuvo durante los años siguientes alejada del mundo exterior. No entendí el porqué hasta mucho más tarde.
«Fea» era la única descripción útil del ser que el mensajero desconocido dejó en los escalones de acceso al hogar infantil, unos minutos después del amanecer del 13 de mayo de 1961.
Al principio nadie sospechó, ya que me encontraron bien envuelta en un edredón. Apenas gritó Agnes Olsen pidiendo ayuda, apareció Magna, tomó el capazo, desapareció en la villa y se metió en la sala de baños.
Es de imaginar la sorpresa que se llevó la primera vez que dirigió la mirada a mi cuerpo desnudo y vio el embalaje con que Nuestro Señor había decidido presentarme: la espalda torcida desde el hombro derecho hasta la zona lumbar, como si me hubiera chocado de lado contra un bloque de cemento; rechoncha, encorvada, con brazos y piernas colgando fláccidos, que los médicos de Asistencia a la Maternidad podían, extrañados, hacer girar casi trescientos sesenta grados sin encontrar resistencia. La única nota positiva que los médicos pudieron reseñar los primeros días fue la ubicación relativamente simétrica de los defectos en mi cuerpecito: si había un defecto en la parte derecha de mi apariencia externa, casi seguro que podía encontrarse el mismo defecto en el lado izquierdo. Solo el rostro reflejaba parte del desajuste de la espalda, de modo que el pómulo y ojo derechos parecían colgar un poco por debajo de su nivel, y junto con el recio pelo oscuro me daba un aspecto relativamente exótico, que después resultaría que suavizaba mi fealdad. Sin embargo, con el paso del tiempo mi hombro izquierdo se hundió más que el derecho, pero se podía ocultar bastante bien torciendo un poco el cuerpo.
—Parecías una pequeña india con la cabeza encogida en un lado —dijo Magna, riendo. Así era como actuaba ante las maquinaciones inesperadas de la existencia: volviendo a contarlas con una puesta en escena que le daba la posibilidad de reír a carcajadas y dar unas palmadas en la espalda a la desgraciada. Como tantos otros paladines de la justicia, estaba en posesión de la empatía universal, pero a veces le faltaba la personal.
—Para los médicos fue muy interesante examinar un cuerpo dotado de tantos caprichos creativos de Nuestro Señor —decía riendo, y haciendo caer la ceniza caliente de su purito sobre el regazo de quien estuviera sentado a su lado.
Al tercer día, los especialistas convocados percibieron otra singularidad más en aquella curiosa niña que no habían advertido la primera vez: los dedos corazón de cada mano eran bastante más cortos que los dos meñiques, y del extraño crisol de la vida habían surgido dos pulgares extraños, tan anchos y cortos que parecía que fueran a desaparecer en el dorso de la mano. Tal vez no suene tan horrible, ya que podía asir y agarrar cosas con los dos órganos deformes, pero, para una niña que está creciendo, esas cosas pueden convertirse en un defecto muy embarazoso. Aprendí a esconder las manos de todas las maneras posibles: colocadas con despreocupación en los pliegues de la ropa, escondidas en las bocamangas, ocultas bajo la mesa o en el asiento de la silla, aplastadas bajo mis muslos; casi siempre me sentaba encima de mis manos, esperando que algún día surgieran de la oscuridad curadas como por milagro.
Pero lo más extraño eran los pies. «Construidos de una forma anormal», como observó el médico de Asistencia a la Maternidad al reconocer a aquel bebé sobre cuyo origen nadie sabía nada, pero sobre el que todo el país había leído en periódicos y revistas.
—¡Pero si están montados al revés! —exclamó el llamado cirujano ortopeda infantil con entusiasmo, y trató de parecer consternado, como correspondía, mientras Magna soltaba su profunda carcajada y contaba a sus compañeras de la altruista Asistencia a la Maternidad cómo era mi fantástico diseño: tanto el pie derecho como el izquierdo estaban torcidos hacia fuera y alejados entre sí, nunca se había visto tal disposición. Y, como si no bastara con eso, Dios, con una osadía impensable en un creador, había dispuesto un dedo meñique del pie que era mayor y más fuerte que el pulgar en ambos pies.
Para curar el defecto, me vendaron bien prietos los pies hasta por encima de los tobillos con tiras de gomaespuma y vendas gruesas, hasta que los dedos y el empeine, reacios, se enderezaron ligeramente siguiendo el eje corporal y se pusieron mirando un poco más hacia delante. Me reconocieron la invalidez de por vida incluso antes de que abandonara mi primer lecho, pero, por actuar con normalidad, me pusieron con el resto de los niños en la Sala de Recién Nacidos, tan pronto como los especialistas se fueron a desgana de Kongslund con sus apuntes.
Por la misma época, entre abril y septiembre de 1961, los médicos de las secciones A y B de Maternidad del Hospital Central trajeron al mundo un puñado de niños perfectos y una niña que fueron transferidos a Kongslund y alojados en mi estancia en el intervalo de varias semanas.
En las Navidades de 1961 éramos siete, y no exagero si digo que lo que se conoció después como el «caso Kongslund» vino al mundo con nosotros, aunque, claro está, nadie lo sospechaba entonces.
En el álbum de fotos de Magna correspondiente a aquel año está la imagen en la que nos han fotografiado a todos bajo un árbol de Navidad y miramos al fotógrafo, y los siete llevamos gorros de gnomo y parecemos los siete enanitos del famoso cuento de los hermanos Grimm. Ahí está Asger, que ya entonces tenía unas extremidades alargadas y blancas, y una nariz tan larga y afilada que cualquiera diría que estaba esperando desde que nació las pesadas gafas de concha que llevaría después. Ahí está Orla, a quien llamaban el Mayorista, con un pelele con cuello y botones de plata y la mirada alerta, como si ya entonces intuyera las trampas que el Destino iba a poner en su vida. Junto a él está sentado Severin, con cara de niño a quien alguien ha hecho daño (tal vez por eso, en su vida adulta atrae a todo tipo de gente en dificultades), y el más cercano a la cámara, Peter, está tumbado sobre un edredón con un estampado de flores y tiende la mano hacia un cucurucho dorado que cuelga de la rama más baja del abeto, con unos ojos que parecen un par de canicas de cristal brillantes y alegres. ¿Pueden ser los mismos ojos que hoy en día miran tan serios a decenas de miles de telespectadores? Los dos últimos niños, a mi lado, están en la sombra de una rama pesada, y es difícil distinguirlos en la imagen en blanco y negro.
De las anotaciones de Kongslund se deduce que todos los niños de la Sala de los Elefantes —excepto uno; a saber: yo— fueron entregados en adopción entre febrero y junio de 1962, y en condiciones normales esa separación sería definitiva, y un reencuentro solo sería posible, en todo caso, en la Eternidad. En la época en que se llevaron a los demás, la indecisión debió de apoderarse de mi alma. Mis piernecitas torcidas debieron de estremecerse un poco, para después sosegarse y prepararse para lo inevitable.
No iba a ir a ninguna parte.
Aquellos años, todas las mañanas Magna me sentaba encima del pequeño elefante japonés con ruedas, regalo de una elogiosa delegación de Tokio, y me animaba a gritos cuando yo me agarraba a las orejas con forma de embudo, que tenían unos agujeritos para meter los dedos, mientras mis ojos miraban espantados la trompa arqueada que llegaba casi hasta los pies anchos y grises, que a su vez iban sujetos a cuatro ruedas medio sueltas. Con el paso del tiempo, fui comprendiendo la simbología: los pies del elefante se parecían mucho a los míos.
Fea, pensé desde muy temprano, porque los niños se enteran enseguida de esas cosas.
Fea, me ha respondido desde entonces el espejo de la pared cuando yo preguntaba, y con el paso de los años la pregunta se ha repetido tantas veces que la monótona conversación podría llenar todo un capítulo de un libro de cuentos.
Fea, torcían el gesto los demás niños en cuanto lograban enfocar mi extravagante figura.
En la época en que un flujo constante de bebés sanos listos para la adopción atravesaba los abundantes hogares infantiles del país, yo no cotizaba mucho. Si había alguien que se quedara prendado de mi extraño aspecto, sin que les diera repugnancia la asimetría que corrían el riesgo de compartir en años futuros, entonces no conseguían el visto bueno de Magna ni el del tribunal de Asistencia a la Maternidad, al frente del cual se encontraba la directora de la asociación, la señora Ellen Krantz, que infundía respeto.
Como estaba construida de forma tan extraordinaria, solo podría ser entregada en adopción a una familia lo más normal posible, decían las decididas mujeres que controlaban mi existencia. Y el mensaje tácito de Magna fue claro desde el primer día: «Los demás se marchan, pero tú te quedarás. Kongslund es tu hogar».
Lo sentía en su olor, y se convertía en seguridad en su abrazo. Los niños que me rodeaban se iban; un día estaban cenando bocados de pan de centeno con paté, y al siguiente abandonaban su silla y desaparecían entre los pliegues ondulados de abrigos extraños, entre los brazos de sus nuevos padres, que habían venido desde lejos con un solo deseo en la vida: llevarlos lejos, muy lejos de la colina, del estrecho y del pasado.
Durante los años siguientes, mi pesadilla se repitió todas las semanas, porque la Dinamarca sin niños adoptaba con gran entusiasmo la abundancia de seres no deseados que salían de hospitales e instituciones de maternidad; más y más niños llegaban, y luego se iban, venían y se iban, y me convertí en poseedora del récord de Dinamarca de despedidas: ningún niño ha acudido a tantas como yo.
En una de las fotos en blanco y negro del vestíbulo aparezco en el extremo del embarcadero saludando con la mano a la cámara. Mi cuerpo está algo escorado, el brazo izquierdo cuelga flojo, y si uno se fija bien —estoy por lo menos a quince metros del fotógrafo—, la mano está cerrada, como una pequeña sombra oscura, bajo el borde de la chaqueta. Mi boca es redonda y negra, y parece emitir un sonido vacío y triste, como el sonido del viento en una barranca profunda… no te vayas-no te vayas-no te vayas-no-no-no-no-no-no…, ulula como loca. «Pero tienen que irse», dice, no obstante, Magna, y sonríe a otra pareja de afortunados elegidos que han venido a salvar a uno de los niños de Kongslund.
—¡Venga, Marie, vamos a despedirlos! —me llama, riendo.
Pero yo retrocedo, lejos de los pliegues de los abrigos y las puertas de los coches que se cierran, sintiendo un hormigueo paralizante en los brazos. Han saludado más que los de una reina, aunque solo tengo seis años.
—Vamos, Marie, hoy es un día de alegría; ¡es el mejor día de su vida para Rechoncho y su nueva familia!
Me ha vestido con la cazadora roja con capucha, pese a que el sol de abril pugna por atravesar la capa de nubes.
—¡Venga, Marie, vamos a desearle suerte a Rechoncho en su nuevo hogar!
Pero termino en el embarcadero, donde me quedo vuelta de lado, como una rama torcida cuyas ramitas se ha llevado el viento. Magna sigue gritando, la oigo:
—¡Saluda, Marie! ¡Venga, saluda!
Se oyen bocinazos en la salida a la carretera de la costa, entre las grandes columnas de piedra chinas, y luego vuelve el silencio.
Así fue como conocí a Magdalene, justo allí, en el viejo embarcadero, un día de primavera que —una vez más— me había quedado sola. De pronto estaba ante mí, como en una visión, y no quería apartarse. Una anciana en silla de ruedas. Y la oí susurrar:
—Marie, ¡mírame!
Había oído hablar de la mujer espástica que vivía en la villa blanca que había en lo alto de la cuesta, al sur de Kongslund, pero hasta aquel día solo la había visto a distancia. Solía sentarse en su terraza todos los días con algo que parecía un largo catalejo, encorvada y encogida, mientras al parecer oteaba el estrecho.
Estaba donde las tablas del embarcadero se unían a tierra firme, y sabía mi nombre.
—Marie, ¡no pienses más en ello!
Me quedé quieta en el embarcadero, mirándola con fijeza.
Se acercó lentamente, y en un segundo estremecedor reparé en aquel cuerpo singular que colgaba del único brazo de la silla —era aún más espantoso que el mío—, y en que, cosa todavía más rara en una espástica, le colgaba del cuello una estilográfica negra y en su regazo había un cuaderno azul.
—¡Marie! —gritó mi nombre por tercera vez.
Pero no podía hacerle caso. Los niños no deberían vivir cosas así.
—¡Marie! —Con más fuerza aún.
En aquel momento sucedió algo extraordinario. Del interior de mi cráneo surgió un sonido, como si el estrecho, a mis espaldas, hiciera presión sobre una fina grieta de un muro de piedra; un silbido, un borboteo y la certeza durante un segundo, antes de que el agua hiciera que todo reventara y rompiera en cascadas tan gruesas y violentas que casi me caí redonda. Fue un instante que jamás olvidaré. Durante varios días seguidos, estuve en la sala de Magdalene, en la villa blanca, hablando de mi vida en Kongslund, de las Tinieblas y de los niños, de la lámpara verde, de los elefantes azules y las fresias amarillas; y los torrentes de agua surgían de todas partes y chorreaban por la mesa baja y el brazo de su silla de ruedas, y descendía de sus dedos blancos espásticos hasta abajo, hasta el estribo donde descansaban sus pies, tan extraños como los míos. Yo era alguien que se ahogaba, que había descubierto el mar por primera vez, y aquello casi nos ahogó a ambas.
Tal vez ella comprendiera que esa fuente era inagotable. El odio debe de haber sido uno de los pocos supervivientes; dejó que le apretaran la tripa y recibió oxígeno por la nariz, y trepó sin ser visto desde las profundidades hasta mi alma por una puerta trasera desconocida, se sacudió y miró alrededor, hasta encontrar una morada adecuada donde poder vivir con discreción y —ahora lo sé— crecer en paz. Magdalene no lo vio, debió de quedar oculto para ella, pero fue ella quien liberó esa parte de mí. Quizá un buen psicólogo hubiera podido descifrar por qué el momento de su llegada coincidió con el amor entre Magdalene y yo. Tal vez sean el amor y el odio compañeros mucho más peligrosos de lo que se cree, pero nunca pasará de ser una observación académica de la que Magna y los psicólogos de Kongslund se habrían alegrado mucho más que nosotras, que éramos las que de hecho estuvimos presentes.
Al principio visitaba a mi nueva amiga en la villa blanca todas las tardes, y cuando volvía a Villa Kongslund, Magna me escudriñaba con la mirada, como queriendo decir: «Procura no cansar a la anciana Magdalene. Ha tenido una vida dura». Pero no decía nada.
Magdalene me contó la historia de mi hogar, del lugar que yo nunca iba a abandonar. Fue su abuelo paterno quien construyó Kongslund, y después la villa contigua para sí mismo, pero tanto él como los padres de Magdalene murieron, y por eso vivía sola en la casa blanca de lo alto de la cuesta. Procedía de una familia de pastores protestantes que había tenido estrecha relación con el gran autor de salmos Nikolai Frederik Severin Grundtvig, y por eso pusieron a la hija de la casa el nombre cuasi bíblico de Ane Marie Magdalene Rasmussen. Cuando me lo contó, me reí. Ella era espástica, un caso grave, pero aun así estaba tan llena de vida que quienes la conocían notaban una brisa del Cielo, como si Nuestro Señor insuflara vida al mundo por su mediación. Aunque su cuerpo estaba retorcido y desfigurado desde que nació, irradiaba una fuerza que llenaba a todos de alegría, estuviera resollando o bufando como una espástica, o sentada en su silla de ruedas en absoluto silencio, junto a la ventana, leyendo sus cuentos preferidos: Pulgarcita, El patito feo, El ruiseñor y La niña que pisoteó el pan.
Desde el principio estuvo rodeada de árboles, agua y pájaros, y sobre todo de niños, de todos los niños que habían entrado y salido de Kongslund durante décadas.
A consecuencia de su parálisis, tenía grandes dificultades para hablar de manera comprensible, pero con los años entrenó su garganta y sus músculos para articular las palabras que debía emplear. Contaba —y era verdad, decía— que el rey Federico VII había dejado en testamento su viejo catalejo al abuelo de Magdalene, que a su vez se lo regaló a su nieta espástica, que así había podido observar a distancia el mundo que jamás llegaría a alcanzar.
Cuando tenía más o menos veinticinco años, tomó una decisión tan singular que se contaba de boca en boca por las mansiones de la costa. Se propuso aprender a escribir. Al final sus padres cedieron ante el deseo absurdo de su tozuda hija, y compraron una estilográfica negra con sus iniciales grabadas en letras doradas, delgadas como patas de insectos. Y durante todo el verano y todo el invierno pudo verse a la joven espástica sentada a su mesa, junto a la ventana de la sala con vistas a las hayas, inclinada sobre su cuaderno, dedicada a convertir las pequeñas letras traviesas en palabras, una a una.
El segundo verano lo pasó en la terraza juntando letras, y sus padres vieron la mirada furiosa tanto de Dios como del Diablo en sus ojos entornados.
El tercer verano juntó las palabras. Con una paciencia que nadie alcanzaba a entender, empujaba las letras ante sí en el papel, raya a raya y curva a curva, a veces diez o doce palabras al día, otras veces una frase entera, y así surgía la vida en finas líneas caligrafiadas en los papeles blancos de su regazo. Para un cuerpo que nunca podría dar a luz hijos, y que tampoco lograría ser querido como otros, las palabras eran seguramente el único modo de cumplir su gran sueño: el relato de su vida, la esperanza de seguir viviendo después de muerta. Magdalene escribía sobre la zona de Kongslund, la colina y las personas a las que observaba. Una página al mes, medio cuadernito azul cielo entre un año y año y medio (cuando aún era joven y enérgica); durante toda su vida llegó a completar doce pequeños cuadernos escritos a mano, tantos como hayas había en la cuesta frente a la casa, y en sus diarios encontré el principio del relato sobre la majestuosa villa de siete chimeneas que era mi hogar. Sobre Magna y su llegada allí, justo antes de la guerra, y también sobre el comienzo del enigma de los niños de Kongslund.
«Hay niños que nacen en la oscuridad y no los desea nadie», escribió en mayo de 1961, con el revuelo creado por la repentina llegada de la niña abandonada al anexo sur de la casa.
El siguiente verano añadió otras seis líneas: «Los seis niños que estaban en la Sala de Recién Nacidos en Navidad han sido entregados en adopción. Solo queda el séptimo, al que hicieron tantas operaciones tras nacer. Es una niña; tiene un defecto físico, pero aun así es guapa».
Así surgió nuestro vínculo, sin que yo lo supiera.
Siguió mi vida año a año, tomando apuntes con regularidad, y a medida que iba haciéndome mayor reconocía muchas cosas. A los siete años, en medio de una gran celebración, me dieron mi propio cuarto, justo encima de la Sala de los Elefantes y la terraza. Fue el día en que Magna se convirtió oficialmente en mi madre de acogida. Con tal ocasión, las señoritas llenaron mi cuarto con un tapiz de flores que perfumaron toda la casa durante semanas. Magna puso allí mi camita de madera y una silla de mimbre, regalo de una delegación noruega que había venido desde Bergen, y al parecer fue una solución afortunada.
—¡Qué contenta está Marie con su nuevo hogar! —resonaba una y otra vez la voz de Magna por las estancias de techos altos.
Pero un día, cuando volvía de visitar a Magdalene, pregunté:
—¿Por qué no viene nadie a por mí?
Tal vez la pregunta más fundamental de mi vida.
Mi madre de acogida me miró un rato largo, y detrás de todo su amor noté la desaprobación. Olía a tallos de fresias amarillas, a los que, como acostumbraba, había aplastado con un par de golpes para que absorbieran la energía vital, y en sus dedos fuertes había un brillo amarillento-verdoso.
Al final se inclinó hacia delante y de pronto me atrajo hacia sí.
—Pero Marie, es que tú saliste un poco deforme —explicó—. Por eso, la familia que tuviera el coraje de adoptar a un niño que no era perfecto al cien por cien debía ser además ejemplar. No podíamos arriesgarnos a que al cabo de unos años se cansaran de las dificultades y vinieran a devolverte.
Devolverme.
—¿Era tan problemática? —pregunté.
Magna olía a fresia, a pastillas de menta y un poco a humo de purito.
Esperé la respuesta conteniendo la respiración.
—Pero Marie, la mayoría quieren adoptar niños completamente sanos, aunque tengan que esperar dos o tres años.
Me tomó la mano.
—«Es guapa, pero es que su cuerpo es un poco especial», era lo que solían decir —dijo Magna con un suspiro profundo—. Y si había otros niños entre sus amistades, pues podría ocurrir que los asustaras con tus rasgos… —dio un suspiro más profundo— algo especiales.
—¿Es que tenían otros niños?
Magna y yo desarrollamos pronto una tendencia a hablar sin escuchar lo que decía la otra. Pero por lo visto nunca la molestaba, porque mi madre de acogida siempre era capaz de retomar el hilo.
—Les gustabas a unos pocos —admitió—. Pero cuando se pasaba a conversaciones más profundas y visitas a su casa —añadió, me soltó la mano y se levantó— en las que los asistentes sociales analizaban sus historiales… —Dirigió la mirada hacia el estrecho y la isla de Hven—. Pues eso, que el proceso podía alargarse mucho.
Suspiró por tercera y última vez.
—Nunca he visto una habitación de verdad —dije, a punto de echarme a llorar.
—Pero si tienes una habitación de verdad —trató de consolarme—. Tienes el mejor hogar posible. ¡Tienes la habitación que el mismísimo Rey Bueno mandó diseñar para nosotras!
Rio.
—¿Era mi padre?
Recuerdo que Magna volvió a sentarse con semblante serio.
—Te dimos el mejor hogar que pudimos encontrar. Aquí, con nosotras. —Volvió a poner su brazo de oso en mi hombro torcido, para tranquilizarme—. Ya sabes que los mejores hogares están junto al mar.
Me apretó contra sí. No dije nada más.
De día me convertí en el extraño ser que caminaba como un pato por los largos pasillos, a menudo cuchicheando conmigo misma como un fantasma —«¡Ya está Marie otra vez hablado con los espíritus!»—, arrastrando con firmeza el elefante japonés con ruedas mediante una cadena corta de hierro oxidada que encontré en el sótano y até a su cuello, para que no se escapara. Por la noche me levantaba de la cama e iba al espejo, que era de la más fina caoba y tenía adornos dorados. Tal vez el pómulo torcido, la mejilla caída y el ojo de mirada fija se transformaran un día si estaba el tiempo suficiente mirando el maldito espejo. Pero ese tipo de milagros solo se produce en sueños. En la realidad, el espejo se sentía con el paso del tiempo demasiado mirado, y al fin formuló la pregunta candente que siempre se repetía una y otra vez entre nosotros: «¿Quién es el más feo de los dos?».
Yo me callaba, y el espejo respondía por mí: «¡Tú!».
—¿El rey es mi padre? —pregunté como una estúpida.
También el espejo y yo hablábamos sin escuchar lo que decía el otro.
Pasaba muchas horas por la noche en la penumbra junto a mi escritorio, mirando sin cesar hacia la isla de Hven. Como la Habitación del Rey sobresalía un poco del caballete del tejado —incluso de la terraza—, me imaginaba que era el puente de mando de un barco que se acercaba a la costa tras un crucero fantástico, y en la oscuridad trepaba al escritorio de caoba y ocupaba mi puesto en el puente para hacer mis últimas maniobras; mis dedos estaban llenos de gracia, mi rostro, concentrado, mi figura con uniforme de capitán, erguida del todo. Muchas veces estaba tan cansada al llegar la mañana que me quedaba tumbada en la cama, con los ojos inyectados en sangre y el pecho inmóvil, y el médico del hogar infantil debía inclinarse mucho sobre mí para captar la respiración, y Magna tenía que dejarme estar en la cama para que me recuperase del golpe.
Suspendí la primera prueba para entrar en la escuela, pero no me importó, porque no deseaba ningún conocimiento que fuera más allá de los muros de Kongslund. En su lugar, la primera ayudante de Magna, Gerda Jensen, me dio clases los primeros años en la sala que da al jardín. El lado físico de mi curiosidad alcanzaba solo hasta las dos columnas chinas que marcaban el descenso empinado a Kongslund. Nada más. Aquí, en mi hogar, solo había dos cosas de auténtico valor: satisfacer la añoranza y borrar las carencias. Pero eso no lo supe hasta mucho después.
Una de las últimas veces que visité a Magdalene, me dijo:
—Aunque no eres hija de nadie, un buen día tendrás hijos, Marie. A mí me pasa justo lo contrario.
Las palabras borbotaron arriba y abajo en un bufido singular, como si llorase o riese, o ambas cosas a la vez. Aunque todos los demás desistían a la hora de entender sus sonidos espásticos, yo entendía cada palabra, y mi mirada encontraba la suya y leía el mensaje sin la menor dificultad, como solo saben hacer los niños. Magdalene nunca había sentido un par de brazos estrechándola, nunca jamás había besado los labios de un hombre, y oyó mi pregunta, aunque nunca la formulara en voz alta.
—Tienes razón, Marie, no he conocido eso —respondió sin levantar la cabeza ni esperar a una repetición—. Me gustaría haberlo probado.
—¿Quieres ser mi madre? —pregunté.
Echó a reír, y su carcajada surgió sibilante por las fosas nasales, e hizo que el cuerpo diese casi media vuelta en la silla, una postura prácticamente imposible. Yo la adoraba. Me levanté de la arena, empujé su silla cuesta arriba y atravesé la arboleda hasta el antiguo punto de observación del rey.
—¡Marie, no me lleves tan rápido! —gritó, y volvió a reír.
Creo que le habría gustado ahorrarse la conciencia de todas las señales y todas las expresiones que esperas que el mundo capte y recompense con caricias. Es el cuerpo, con su añoranza física, el que saca a la mente de su curso y enseña al ojo a calcular la distancia a las personas que deseas pero nunca puedes alcanzar. Las palabras de su diario eran la cuerda de salvamento que hacía que sus días pasasen, uno tras otro, hasta que sobrevivió cada pronóstico médico de su decadencia.
—¡Tal vez fuera porque estaba tan decaída desde el principio, Marie! —exclamó, pronunciando las últimas palabras por la nariz—. ¡No podía decaer más…!
Luego rio por tercera vez, haciendo el mismo ruido que un puerco revolcándose en el fango, y los cuadernos azules de su regazo cayeron a la hierba. Los recogí, como siempre. La estilográfica la llevaba colgada del cuello con un cordel.
—Mis diarios serán para ti cuando yo ya no esté, porque dentro de poco podrás leerlos —anunció uno de los últimos días de su vida. Fue en julio de 1969. Iba por el cuaderno número doce. Me acarició el pelo.
—Tal vez empieces a escribir algún día —aventuró.
No dije nada.
—Escribe sobre lo que te ocupa la mente. Escribe sobre todo lo que te gustaría entender.
En aquel momento no lo comprendí.
Luego añadió:
—¿Quién no quiere morir tras una buena vida?
Transcurrió una semana hasta que completó la idea, como cuando escribía sus palabras, línea a línea:
—Voy a morir sin haber conocido el amor entre un hombre y una mujer, eso es lo más duro de todo.
Si Dios existía, tuvo que estar presente allí, en aquel preciso lugar. Pero, por supuesto, yo sabía que ni Dios ni el Diablo se acercaban a Kongslund, porque evitaban con todas sus fuerzas a aquellos seres tan irreparables.
Solo el Destino podía separarnos, y volver a unirnos.
Tengo ante mí el último diario de Magdalene.
Es un cuaderno azul cielo de tamaño cuartilla, algo arrugado en los bordes, como si alguien lo hubiera salpicado con agua y después lo hubiera puesto a secar en un radiador. Puede que lo llevara a la playa y se le cayera en la orilla. No recuerdo ya.
En la penúltima página ha escrito: «Muchas veces tengo el mismo sueño con mi querida Marie. Se ha marchado de aquí y vive en un país remoto, muy lejos, al otro lado del mar; tal vez sea África, porque en el sueño veo los elefantes azules de los que me ha hablado siempre; están vivos y caminan junto a ella en una hilera interminable. Puede que sus sueños se conviertan algún día en realidad».
Lo veo todo, tanto la decadencia física como la concentración, en el frágil tejido de letras. Algunas de las palabras parecen arañas muertas tiempo atrás, medio borradas, con sus patas grises arrugadas, y aun así poseen una extraña belleza.
En la última página ha escrito: «Cuando el hombre dé su primer paso en la luna, veré si mi catalejo es realmente digno de un rey. Así que lo dirigiré hacia arriba, hacia el futuro, para ver si este mensaje es de verdad…».
Los puntos suspensivos son suyos. No escribió nada más.
Murió una mañana de julio en la que algo me despertó muy temprano; tal vez fuera un presentimiento del hecho prodigioso y espantoso que había sucedido.
La noche anterior las puericultoras habían seguido la retransmisión del alunizaje de los norteamericanos en el pequeño televisor de la sala de estar, y yo estaba emocionada pensando en la reacción de mi amiga del alma. Seguro que ya se había puesto a describir la sensacional hazaña: imagínate, flotar por el espacio, allá en lo alto, más allá de las nubes, imagínate poder hacer todo lo que siempre hemos soñado, Marie… Imagínate poder hacer algo así.
Empujé la puerta de la villa blanca.
Nunca solía estar cerrada, porque Magdalene no temía visitas inesperadas.
Entré en la casa y me desplacé de una habitación a otra sin problema, hacía muchos años que habían retirado los listones de los umbrales de las puertas para que pudiera moverse sin problemas. Había una cama muy estrecha, en la que solía dormir, pero no estaba allí.
Yo sabía que una enfermera del Hospital Comarcal de Gentofte le hacía la cama una vez por semana y la sacaba a pasear en la silla de ruedas; pero parecía que nadie había tocado la cama en siglos. Ni siquiera se había tumbado, y entonces supe que ocurría algo.
Supe también que era demasiado tarde.
Magdalene estaba en el exterior, junto a la esquina de la casa, de espaldas a su querida costa y con el rostro vuelto hacia el estrecho. El catalejo estaba en un soporte sobre el brazo de la silla de ruedas y apuntaba al cielo, de donde debía volver a la Tierra la nave espacial. Su cabeza estaba caída sobre el pecho.
Yo solo tenía ocho años.
Mi madre de acogida y sus ayudantes debieron de asustarse al encontrarme allí, tan joven, y tan tarde, tanto tiempo después de que empezaran a buscarme. No pensaron en la villa blanca hasta después.
Yo estaba encogida en el pequeño estribo donde habían descansado durante décadas los frágiles pies de Magdalene; mi cabeza descansaba en su regazo, que ya no estaba vivo. Recuerdo que desperté cuando Magna emitió un extraño grito asustado que yo no había oído nunca.
Pasé callada el resto de julio y la mayor parte de agosto, y fue en aquel año cuando lo singular se convirtió en parte de mi alma.
Magna y yo nunca hablábamos de lo que había ocurrido; ella no entendía mi dolor. El alma no es, como creen muchos, una masa compacta, una bolita iluminada en alguna parte entre el corazón y el hígado; tampoco, como otros más atrevidos sostienen, un vacío sin masa que llena el cuerpo vivo y planea con destreza y desaparece entre los Dedos de la Muerte, para asegurar al espíritu la vida eterna. No, el alma es un estrecho rellano en el que los creyentes hacen equilibrios en su búsqueda de consuelo. Si dan un paso en falso, ya no vuelven a encontrar el punto de apoyo, y si buscan la luz más allá, solo ven oscuridad. Eso fue lo que descubrí el último verano que pasé con Magdalene. El alma, como el universo, no es la expresión de un eterno estancamiento, sino del eterno movimiento, y el único fin de ese movimiento es seguir recto, partiendo del estrecho rellano, con la absurda esperanza de poder evitar las Tinieblas.
Por la noche escondo sus doce cuadernos en un cajón de doble fondo del magnífico secreter africano de roble que el viejo capitán de la Marina, Olbers, el primer propietario de Kongslund, trajo a casa de una de sus incontables expediciones al continente negro (había estado de grumete en la fragata Gefion, y después se pasó toda la vida en la marina mercante).
En otro escondite secreto, tras los adornos grabados en madera de limonero del viejo armario del capitán, están mis propios diarios, que empecé a escribir el mismo año en que murió Magdalene, y abarcan el principio de los acontecimientos que pusimos en marcha entre las dos.
Allí se encuentra la descripción de nuestros primeros encuentros tras su grandioso funeral, detalles de las consideraciones que nos hacíamos, y apuntes sobre cada una de las decisiones que tomamos y, por ello, también sobre lo que cada una, para mi espanto, acarreaba.